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CAMPUS
Silvio Mattoni
colección
AFUERA
At simul heroum laudes et facta parentis
iam legere et quae sit poteris cognoscere virtus,
molli paulatim flavescet campus arista,
incultisque rubens pendebit sentibus uva,
et durae quercus sudabunt roscida mella.
Intervalo estival.
Ayer llegamos al país tranquilo, fueron doce homéricas ho-
ras de manejar el auto y distraerse del mundo verdadero. Salgo
impetuosamente a la mañana a ver la ciudad portuaria, compro
un libro, una gaseosa, desayuno y paseamos con niños y herma-
nas conversadoras, aliadas, acompañadas en su esfera secreta. A
mí, solo en un país raro, parecido al que conocemos pero leve-
mente distorsionado, me da un mareo y la amenaza de desmayo
me trae miedo, tal vez enojo. Agarro la manito del hijo varón
para recobrar fuerza. Me compro la libreta en un museo de
artista algo impostado, como todo vanguardista que encontró
su fórmula y la sigue, y una birome estándar con el logo para
incautos.
Seré un turista con notas, al menos que la cabeza en marcha
disipe los mareos. Ni trabajo ni celebración del ocio que obliga
a estar contento, noticias de un repiqueteo de las frases que no
me abandonan. Y en el museo, frente a un estanque con peces
anaranjados, mi hijo de tres años se ríe, grita y da vueltas. Hace
correr más rápido la tinta.
Esto se llamará, obviamente, “cuaderno de vacaciones”.
Montevideo se abre como un barco de ocasionales esplen-
dores vencidos por el tiempo y la desidia, cuya proa entra de-
cididamente en el mar, pero no tanto por el deseo de avanzar,
sino más bien por la gracia de hundirse en una fuga infinita.
Veo desde la ventana torrecitas cilíndricas, ¿orientales? No
llegaré a la tontería de sacar conclusiones falsas de observacio-
nes de lo real, los edificios, las formas de caminar de la gente,
la desigual distribución de la plata, la belleza de otros cuerpos
que podrían ser tan extranjeros y tan parecidos a lo mismo, a las
mismas migraciones, como yo.
Ayer tiramos piedras incontables con mi hijo a una playa de
puerto, sin arena fina, hecha de espigones y gaviotas carroñeras.
Una piedra más grande, otra más chica, una enorme y acaso
peligrosa para un nene de su edad, pero ejercita la voluntad y
los músculos de sus bracitos con increíble destreza. ¿Cuándo
perdí esos juegos, el deseo de llegar más lejos o apuntar mejor?
¿Suplanté la acción por la contemplación? Yo valoro la acción
del chiquito incansable, veo su fuerza y su alegría, para que per-
manezcan como un punto elevado de vida en este día, en la ciu-
dad del monte fantasma, aunque eso implique mi quietud y mi
distancia, que para mí sea imposible ahora un goce inmediato.
Mejoró mi salud. Hoy salimos de viaje hacia la costa norte.
Siete en un auto.
Ayer dejé una nota para mis enemigos reclamando una justicia
vanidosa, salida del espejo del reconocimiento. ¿De qué sirve
creer que se ocupa un lugar, una cátedra, un cargo? Ya la nuli-
dad del prestigio literario, el más apreciado de todos y que no
se da nunca sin envilecer la cabeza que corona, indica que su
medida es la pérdida, el derroche de palabras que apuntan a la
disolución íntima, estallidos en el aire negro de un espacio infi-
nitamente divisible. ¿Qué goce entonces, de alegría o rabia, me
impulsa a denostar a otros, a exigir un derecho en el que nunca
creí? No puede ser un enemigo alguien a quien no considero
siquiera como lector, presa de estereotipos, moldes con inter-
pretaciones políticas de las letras, que son en realidad pura ma-
teria. Igual de insignificante, la amistad obsecuente o la toleran-
cia de dos jóvenes becarias que me escuchan durante una hora
completa. ¿Les estaré cobrando así? Al menos trato de parecer
gracioso, distendido, ácido con la idiotez universitaria. Pero es
una gracia que forma un pequeño subconjunto dentro de la
gran esfera idiota, ese universo otario, esa unidad hacia el verso
gregario. También el filósofo sobre el que escuché decir ton-
terías, en tres horas de una así llamada “defensa de tesis”, fue
un pobre profesor, un filólogo. Y su rechazo del pensamiento
en rebaño no es más que una formación reactiva, un defecto
profesional. El pastor que profesa y da clases sueña que es una
singularidad, pero el rebaño de los pastores es el más grande y
el más disciplinado. Ser una oveja inocente, un negro, un bruto,
un ser inferior condenado a quedar afuera del universo de los
libros, ¿es acaso el sueño ingenuo del pastor?
Una de las becarias, la mayor, que viene de una estadía en
París, me cuenta las pavadas que se dicen allá sobre la literatura
latinoamericana. Por suerte, la uruguaya que ella estudia y mis
amigos argentinos no pertenecen a ese objeto afrancesado. Yo
pienso y digo casi lo que pienso: la universidad es el refugio
de bobos institucionalizados, o perversos que fingen bobería
en todas partes. Pero también: todo el mundo es una univer-
sidad, con la crueldad de la economía incorporada a costa de
vidas, cuerpos monetarizados. Basta de idealismo, las chicas se
van y voy a hablar con una secretaria de la carrera de filosofía,
cuya sonrisa merecería figurar en la oficina visible de una buena
empresa multinacional. Tengo un amigo muerto que pensaba
así, con un cinismo que disfrazaba su amor incondicional a la
belleza, en palabras, en cuerpos, en máquinas flamantes; desde
que leí el mensaje de celular que me anunció su muerte, no
puedo dejar de incluir, en mis pensamientos, su parodia. ¿Qué
hubiera dicho él frente a esta chica? ¿Adónde hubiera mandado
los trámites a los que obedezco? ¿Cómo se las habría arreglado
para escribir en la prosa de mi pequeño mundo? Un delirio
explicativo que crece y se ramifica, creando su propio espacio
geométrico como un panal de abejas, y que se vuelve una oda,
sin métrica, a su recuerdo en mi cabeza.
Mujeres de cuarenta que se ríen a carcajadas frente al pabe-
llón del decanato y no se olvidan de una juventud que todavía
las hace irónicas con sus funciones. Levantan entre las tres, de
jeans y con remeras de colores, grandes planchas de cartón para
fundar una editorial de libros valiosos disfrazados de sencillez.
Todo les parece posible en la amistad, en la semejanza que no
compite. Los varones andan solos por las oficinas como si la
especie los hubiese condenado a ser únicos en cada espacio o
manada, o bien a formar grupos de nómades solteros que envi-
dian y que imitan a las chicas. Demasiado simplista, la etología
oscurece los movimientos que veo con sus divagaciones y deli-
rios de ciencia. En el viejo edificio de hace un siglo, repican los
cantitos de las emprendedoras siempre nuevas, llenas de cor-
tesía y dones para la conversación. Tienen máximas secretas y
escondidas en sus cabeceras portátiles que dicen: no descuidés
el cuerpo ni la ropa, no descuidés los libros ni la mente, con
o sin hijos hacé que la vida siga las huellas de la felicidad. ¿O
imagino yo el canto de estos coros, como si no pensaran por
su cuenta y aisladamente en los mismos combates, las agendas
y los plumajes del prestigio que, en el presente, se yerguen doc-
trinarios? Despreocuparse es arduo para todos. Ahora escribo
en una salita con muebles nuevos, tapizados de cuero ecológico
blanco, donde mi mujer, una chica cantora y muy risueña, lee
las aventuras de un argentino nómade y yo espero que me trai-
gan sus escritos sobre estética algunos estudiantes. El vicio de
escribir ya casi no me deja leer si estoy muy lúcido, preciso estar
perdido, la cabeza en brumas, para agarrarme a un libro como
un náufrago que flota en su madera y no se acuerda de dónde
viene, ni puede saber adónde llegará.
Pinto las hojas con azul o negro en pintitas, trazos, plumas,
piedritas, formas todas de mis letras si no fueran leídas. Y sin em-
bargo, aun a la distancia, ninguna se parece a la siguiente. ¿Será la
unicidad de cada página una inconsciencia similar al ala del azar
de una mariposa? ¿No querré ser alguien que se repite, aunque
sólo sea una imagen persistente, un yo, su cuerpo y sus maneras,
en el lapso de un año o de un cuaderno? Yo no puedo verlo.
Los árboles del campus están espléndidos de verdor inconte-
nible en el último mes largo de verano. Cuando caigan sus hojas,
ya habrá pasado a través de mí un siglo y medio de filosofía y
crítica literaria, como soplos de otro ser desconocido en el tubo
de mi cuerpo, asociándose en mi garganta, mi lengua y mis labios
a la tonada natal de una región del habla en castellano, solamente
los dientes permanecerán firmes, tal vez. Es época de ensayos,
sin funciones para el público. Si mi vocación fuera hablar, no
escribiría. Pero, ¿no hablo acaso para ya no escribir más?
Hace un rato leí la nota de un amigo, que antes fue alumno, aun-
que ahora el tiempo nos ha igualado, en cierto modo. Refugiado
en el periodismo y en la indigencia, se burlaba del pretencioso
mundo de la “academia”. Es verdad: estamos muy lejos de ser
ciudadanos libres de Atenas. Pero también es fácil burlarse del
ocio crítico, de las peroratas vacuas, de los libros abstrusos lle-
nos de rótulos teóricos, y de las preocupaciones por la litera-
tura. Estar afuera es un truco más literario que cualquiera. La
vida siempre aparece en otra parte, por eso incluso esto: el bar
despoblado una semana antes del inicio de clases, la prosa sin
sucesos, las hermanitas de verde –Envidia y Vanidad– que jue-
gan invisibles en el pasto de las lomas cercanas y cuyos cantos
suenan con insultos que acunan: “¡periodista!”, “¡profesor!”,
“¡resentido!”, “¡pretencioso!”, “¡no escritor!”, “¡no escritor!”;
incluso esto, decía, se desenrolla como el paso de la vida. Y si
no existe la literatura, tampoco se podrá contar la vida.
Falto de ritmo, me encuentro en el estado ideal para escribir
un resumen obtuso sobre filosofía y tragedia para un congreso
donde lo único lindo serán las fiestas, las bromas, el cinismo.
He hablado doce horas en dos días sobre los símbolos, las ale-
gorías, pero nada de mí. Ningún signo de la ciudad calurosa me
interpela. Un mar de lava se abre ante mi vista: seis horas para
esperar el micro, mi cuaderno y yo. ¿Son más altas las mujeres
de la zona o las eleva como diosas de lo efímero mi propio ais-
lamiento? Ni siquiera he podido mirar los ojos celestes de una
alumna de origen nórdico, que ahora vuelve como un fantasma
escuchando mi parloteo ensimismado, ayer y hoy.
De pronto, entraron en el restaurante pulcro, provincia-
namente pretencioso, cuatro parejas de brasileños. Las cuatro
chicas agigantan su distancia, hablan en su latín aunque tres de
ellas son bárbaras o bávaras, fisionómicamente. La otra, la más
llamativa, es la portuguesa que entre nosotros parecería dema-
siado blanca y a la vez demasiado morocha. Sus cejas dibujan
los arcos de unas puertas, aunque ningún espíritu puede escon-
derse en esos ojos que miran con cariño al novio embrutecido,
de camiseta de fútbol y que a cada rato va al baño a desagotar
cerveza. También querría ese paraíso: el no pensamiento. Ter-
minaré mi vino fino blanco e iré a buscar la gruesa niebla de
cervezas al aire libre para fumar, para perderme, irme de esta
ciudad de fantasía fronteriza.
Mientras leo para dar una clase imprevista, puesto que el asis-
tente tiene a su mujer enferma, atenazada por el nombre más
temido del cangrejo actual, creo ver un caballo en el ángulo
superior de mi ojo derecho, pero es verde. Sin embargo, tengo
que alzar la vista y comprobar que se trata de un arbolito y un
arbusto bajo la llovizna que ya lleva varios días. No voy a hablar,
a pesar de los fantasmas, del estado alucinatorio que produce
el desciframiento de ciertos autores, no tengo que hablar tanto,
¿cómo escuchar? Quisiera que ellos, a la luz del día del trabajo
práctico, digan la sublime superioridad del ojo que se asombra
ante la caída infinita del agua sobre nuestras cabezas.
Un poeta amigo me dicta esta pregunta de Cicerón: “¿Por
qué las cosas imprevistas serían más leves?” Aunque centurias
de filosofía confusa deban estar sobre mí en pocos minutos,
pienso frases sueltas, bailo en la cabeza autónoma, miro la risa
de una morocha que entretiene a dos compañeros de apariencia
inteligente, que en vano tratan de descubrir el implacable mis-
terio de su encanto. No está en sus labios, ni en el resplandor
blanco de sus dientes, ni en su desparpajo, en el desprecio a
parecer ingenua como si no supiera lo que provoca, no es un se-
creto ni un tesoro. La pura levedad de lo que nunca se planifica,
el libre juego de las imágenes que se dan como horas propicias,
nombres de mi despreocupación que le proporciona su costado
ideal a la gracia real de la chica sonriente.
Una profesora que, podría decirse, fue una belleza bastante evi-
dente aún vive sus cincuenta y pico con altivez. La veo comien-
do delicadamente una ensalada de frutas afuera del bar, con
una camisa blanca sin mangas y pantalones ajustados de rayitas
blancas y negras muy finas. Ahora prendió un cigarrillo y son-
ríe a una altísima egresada que une su pelo castaño y largo a la
mesa de la simpática fumadora.
El tumulto es grande hoy. Parece que el mundo hubiese he-
cho nacer multitudes. Brillan en la cara maquillada de la amiga
profesora sus ojos claros bajo unas cejas negras bien trazadas.
Me miró un instante. ¿Tendrá todavía prendido el radar de sa-
ber cuándo la miran como una simple apariencia? Habla todo el
tiempo. Casi raro fue verla un rato en silencio, pensándose. No
creo que sus ideas sobrepasen la discusión de lo que comunican
los canales de la actualidad. ¿Tendrá poemas guardados de la
infancia? ¿Tendrá alguna preocupación que no sea política o
amorosa? Hace años que no la miro bien, aunque hace un cuar-
to de siglo que la conozco. Si no escribo, no veo nada.
Hoy tengo que leer unos poemas, y antes dar una clase, pero las
previsiones producen el efecto de que todo ya hubiese pasado.
Como el viaje a Rosario de la semana que viene, que reitera otro
igual, a hacer lo mismo. No es pérdida de tiempo, solamente
pasa que no hay ganancia en ningún lado. Este cuaderno es
tiempo, aunque no valga nada sino para mí y un puñado de
adictos a los chismes, a los aforismos y los cuentos falsos. Si
hiciera anotaciones por diez años, ¿tendría un capital? Pero el
odio es más que una novela de quinientas páginas. El amor, más
que veinte libros breves de poemas.
Los chicos estruendosos almuerzan a granel y se adelantan
al derroche de la semana que termina. Salvo los comprometi-
dos, los excitados por combatir en las batallas de un presupues-
to, que mañana estarán temprano después de hacer banderas
y pancartas cantando sin parar en la asamblea que elegirá al
rector. Ahí sí que supuestamente perdí tiempo, en las reuniones
políticas, en el afán de poner a los amigos en la cumbre, pero
sin interés o sin desear nada a cambio. Como quien mira un
partido de fútbol y se alegra de que gane su equipo, aunque
bien sabe que los jugadores son a sueldo y los que manejan el
negocio, jefes de bandas. Más ingenuo es el caso de los buenos
físicos, odontólogos, filósofos y educadores que impulsan un
llamativo equipo de clase media honesta. Unas profesoras ma-
yores se quejaban en la espera de nuestro candidato: perdían
tiempo. ¿Para hacer qué? ¿Investigar? Esa palabra que usan por-
que le tienen pánico a “escribir”.
El tiempo está perdido para siempre, ningún yo lo percibe.
Y el diario de una novela no escrita, como en el caso del amigo
uruguayo y muerto de un buen amigo muerto, sólo se vuelve
trágico a la vez que se convierte en póstumo. Aunque no es mal
augurio proseguir los cuadernos llenos de nada, lo mismo dicen
los actos sin conciencia, comer, dormir, derrochar energía o
emborracharse. Cualquier imagen es un memento mori. La risa
excesivamente blanca de una chica morocha contra la ventana
del bar, que por su forma de vestir y de peinarse el largo pelo
oscuro debe estudiar algo que no es matemáticas ni física, aquí
enfrente, ni filosofía del otro lado de la avenida, ni química más
lejos, quizás si arquitectura, o quizás, destino cruel, psicología
bastante más lejos, o farmacia, a cincuenta metros, la risa que
fulgura ante mi vista después de que mastica cada bocado de su
sándwich me repite: “Pasó el tiempo y va a seguir pasando, pero
ahora no pasa”.
Cumplí el papel nefasto de juzgar a una tesista profusa que se
arriesgaba a leer narrativa fantasiosa como si fuera una manera
rara del saber, o un juego con la ciencia. Otro jurado, más faná-
tico de la literatura porque sí, del íntimo plumaje en la garganta,
se obstinó en refutar la elocuencia de la muchacha rosarina, su
tonada que repetía “sho, sho creo, sho pienso, sho decidí…”
Y aunque lo que sostenía era “descabeshado”: que la literatura
llega a un más allá de la ciencia –¿y a quién le importa la Scien-
tia con mayúscula?–, aunque anulaba a sus novelistas como
muñecos de un argumento utilitario, querría haberle puesto la
calificación que la hubiese hecho feliz. Después de todo, nada
importa en esos sostenimientos fantasmales, nada de lo que se
escribe pasa por ahí y hay que negarse a la neurosis de juzgar.
El peinado desmechado, los grandes ojos marrones, un anillo
de nácar blanco y dos aros ovalados que hacían juego, todo era
sobresaliente. Le sobró inteligencia y le faltó sumisión. No era
una buena alumna. Frente a su heroísmo díscolo, me sentí una
basura universitaria. ¿Podré no hacerlo más, evitar en adelante
ponerle una angustia tonta a un rostro tan seguro de su perfecta
simetría, de su expresividad no meditada?
Ahora mi amigo rosarino recibirá el relato de esta metida de
pata. Me dejé llevar por el mareo y la reticencia, por la intuición
de que esa cabeza podría pensar sin inefabilidades esotéricas,
escribir algo tan valioso como su tímida sonrisa cuando se sor-
prendía pensando y arrepintiéndose en mitad de una frase. Me
llevo el odio de una desconocida como una molestia física y
quizás difícil de remontar. Ella escuchó de mis labios, de mi
estólida tonada cordobesa un desdén desagradable, inmerecido
porque el desprecio siempre lo es. Y el tipo al que ella admiraba,
de impredecible conducta, se fue huyendo para no repetirle que
él sí sabe, que él no mezcla filosofía y religión, física cuántica
y ocultismo. Su fuga era la prueba, para nadie, de que son la
misma cosa. La cosa y la birome, lo visto y la mano que sigue, la
meditación sin cabeza, por ahí, digamos, pasa algo.
El otoño se acerca, pero hay sol en las hojas mitad amarillas,
mitad verdes, de un grupo de árboles que se pueden ver por las
amplias ventanas de la biblioteca. En silencio, se lee, en silencio,
se anota. Sólo un rumor de papeles, los clics de biromes, el lige-
ro crujido de una silla que recibe una espalda.
En la otra punta, una chica se saca su suéter negro y se le
desordena la remera lábil, sutil, cuya espalda descubierta deja
ver el broche del corpiño negro. Corre el pelo castaño, muy
largo, a un costado del cuello. Ha decidido en este día claro
de un otoño dichoso salir a mostrar su espalda. Y tuvo razón.
Esta pequeña parte del espacio habitable parece más jovial con
su inconsciente don. En la sien derecha de su cabeza inclinada
sobre algún texto demasiado arduo de tan reiterativo se apoya
un puño que encierra el fibrón verde flúo. Se resalta la silueta
más que los conceptos y la otra oreja, la izquierda, libre, debe
estar esperando la música nocturna, un hilo de conducta para
ese anfiteatro de cartílago invisible, un laberinto sin monstruos.
La luz difusa del otoño ha vuelto e ilumina las caras de los chi-
cos que ostentan su gasto de potencia como si en el aire blanco
fueran a imprimirse todos los detalles de sus rasgos sin sombras.
Ayer sonó mi celular y vi un número que parecía imposible en
la pantalla mínima: un amigo muerto me llamaba. Pero fue ape-
nas un segundo de confusión, ni siquiera tuve tiempo para pen-
sar en él. Era su hijo, que conocí de muy chico y que me hablaba
con voz de hombre para invitarme a la presentación de su libro
póstumo. Su padre lo había dejado casi terminado. Yo sabía que
tenía muchos años esa idea de llevar un diario de los sueños. Le
había cambiado el título desde que me lo mostró un año antes
de morirse. “Ventana de los sueños”, un aire virgiliano se lo ha-
brá soplado. Ya no hay puertas y los muertos hablan atravesan-
do ventanas, forzando las pantallas o esperando en silencio la
invitación de alguno que abra sus libros. “Dale mis saludos a tu
mamá”, le dije al jovencito valeroso que agarró los contactos de
su padre y los estaba invitando a celebrar su memoria. Parecía
más interesado que sus hermanos mayores en la literatura del
padre, quizás porque la vida se lo sustrajo pronto.
Sale el sol. La estación tibia sigue. Después de clase, esta
noche tengo una fiesta con estudiantes y podré seguir soñando
que no envejezco nunca, como mi amigo que murió en plena
euforia, riéndose, escribiendo y persiguiendo la belleza de los
otros, siempre.
El escritor que leo no entiende los celos, cree que son una pa-
sión social. Quizás porque murió precisamente antes de la es-
cena sensible que todavía vivimos, puede decir que un celoso
no sufre por la pérdida de la amada, sino por el oprobio de
que se conozca su posición ridícula. Pero lo que se cela, lo que
se imagina a veces es a la otra gozando, su orgasmo ilimitado,
inaccesible, que incluso puede seguir viéndose en el pasado del
universo infinito después de que su cuerpo ya esté muerto. Si se
ha visto el placer, puede pensarse que brilla en otro cielo para
otros y que el mundo del yo se va apagando y se dirige al punto
más solitario del tiempo, que es morirse.
Mientras estos oscuros pensamientos, producto de la gripe,
el hambre o el vino de la última noche no filtrado en el cerebro,
pasan, circulan, se sentó enfrente mío una chica de pelo corto y
suéter gris con la pera un poquito prominente, pero unas cejas
que trazan el triángulo perfecto, griego, pompeyano, hacia la
nariz recta y nada tímida. Los labios bien definidos, frescos, jus-
tifican el levísimo defecto del mentón pronunciado. No hablé
de sus pestañas oscuras y largas que ahora veo inclinándose,
entornadas, hacia el teléfono en una pausa de su estudio. ¿Me
da celos que otros la hayan hecho gozar? ¿Se puede tener celos
de todas las chicas lindas del mundo? Universal que no existe.
Y el fantaseo no llega nunca al sombrío celoso que se dirige
siempre a un cuerpo exclusivo, incandescente, que pareciera no
gastarse nunca.
El amor: un perfil que la repetición no lima. El almuerzo: le
hablaré a mi mujer para no imaginar que se está riendo como le
gusta, con su habitual jovialidad cristalina, escuchando los chis-
tes que a mí ni se me ocurren. Dejo los celos clásicos y avanzo
hacia el romanticismo, que despliega en mi cuerpo su ansiedad
inagotable.
Ya creció el pasto verde con las lluvias, pero no hay casi nadie
que disfrute su desorden brillante en las semanas previas a los
turnos de exámenes. Se acerca una vez más el fin de año y no
se sabe con cuántas repeticiones placenteras o sólo toleradas.
Terminé veinte actas idiotas que copiaban el mismo acápite re-
glamentario, y tomo una gaseosa fría como si hubiese corrido
alguna clase de carrera imperceptible, pero aun así agobiante.
Ahora estiro el suplicio de no volver a casa en la facultad de-
sierta sin un atisbo de alegría, porque debo firmarle papeles a
un tesista chaqueño, gay y aficionado a la poesía de mujeres. A
él le parecerá fresco el aire de esta tarde posterior a las lluvias
estacionales, así como le parecen geniales los profesores locales
al lado de la selva aislada en la que vive gran parte del año. Se
habrá de doctorar, tiene cierta fe en los rigores falsos, con una
tesis sobre poetas muertas, lesbianas, grandilocuentes, grandes
madamas del yo.
Pienso, con demasiada crueldad, cansado por la resaca del
vino y las pastas aceitosas de anoche, que él quisiera ser una de
esas señoras líricas, emplumarse, vivir en las ciudades multitudi-
narias, recibir premios, lápidas y obras completas.
Por cierto, escribe además poemas acerca del mundo cam-
pesino que lo rodea, y son buenos. Diría que superan a los que
estudia con meticulosidad. ¿Dónde lo conocí? En el centro de
mis noches sin amigos, el libro de las caras desconocidas en la
red universal.
Las pequeñas catástrofes anuncian el fin de otro año que sigue
su marcha hacia el máximo brillo y el enfriamiento inexorable.
Me cuesta dormir hasta tarde y ahora mantenerme despierto en
la biblioteca, mientras espero la hora de una reunión heteróclita
que yo mismo convoqué. Pero otras cosas misteriosas pasan
en la crueldad del último mes: tormentas muy intensas, súbitas,
de granizo y de viento; nuestro gato negro que se duplicó; cri-
sis sociales violentas que un viejo poeta llamaba los (s)aqueos,
acampando en los alrededores de la ciudad amurallada.
Puedo explicar la doble realidad del gato que se parece en
exceso a la literatura de mi infancia. Tenemos uno, delicado y
afectuoso, negro, que casi no tiene nombre. Y de pronto, tras
las noticias de varios días sobre una conducta insólita del gato,
que tiraba zarpazos o mostraba los dientes, se descubrió que
había otro, un intruso, muy parecido, negro, de igual tamaño.
Y no se iba. Ni se fue. Ayer lo sacamos a la calle después de
envolverlo en una frazada y lo vimos correr despavorido.
El gato intruso fue llorado por los dos hijos menores, que
hubiesen querido domesticarlo, pero era un manojo de nervios
escondido atrás de una heladera vieja y comiéndose la comida
del perro que, al igual que el gato manso, no lo atacaba.
Esta mañana vi al gato residente buscar en los huecos donde
se escondía el otro, aun cuando nunca había hecho contacto, ni
amistoso ni hostil, con el intruso. Salvo por una cola cortada,
quizás a consecuencia de peleas feroces, y por la ausencia de
una manchita blanca en el pecho, eran idénticos: parodias de
panteras negras para usos domésticos. ¿Buscaba el nuestro su
ferocidad solitaria en los rincones de lo inmemorial? ¿Veían en
el intruso temeroso y agresivo mis dos hijos su olvidada adop-
ción por parte de una vida impersonal?
“Así, va a ser siempre callejero” –dijo Galileo. Pero la do-
mesticación ya era una promesa inalcanzable.
Nado a la siesta dos veces por semana casi mil metros y tal vez
ahora esté más saludable que hace años, sin necesidad de otra
cosa que la obsesión y la obediencia a esa gimnasia. Abandoné
este diario, me apuré con los ensayos por encargo y dejé libre la
mitad del año, que todavía no llega, para escribir: “salvarme por
las obras”, sería un lema demasiado amable con la literatura.
La biblioteca ocupa mi siesta de martes, entre la natación
de ayer y la de mañana, para curvar mi espalda y escribir lo que
no puede ser descripto. Narices europeas de dos chicas cas-
tañas en mi mesa, tan cerca que no me dejan levantar la vista
para analizarlas más. Una de pelo corto y ondulado, más adulta,
que hojea libros de comunicación, hélas!, entregada al desastre
de un pragmatismo demasiado parecido a la insignificancia. La
otra, con una ligera curva que le quita perfección al ángulo grie-
go al que aspiraba su nariz, que sostiene unos lentes cuadrados,
negros, de pasta pero muy finos, creo que debe estudiar algo
más raro; se nota que no saca mucho en claro, pinta las hojas de
celeste, de verde y de naranja, anota frases en los márgenes, se
toca la cabeza con la punta de los dedos. Me gustaría mañana
nadar con ellas en la pileta tibia, pero esas aguas son recetadas, y
ahí todos tienen más de medio siglo, excepto yo, que me acerco,
y la profesora, que no nada.
Al final de la pileta, cuando agarro el caño del borde, agitado,
la cabeza palpitante, los pulmones forzados, pienso que estoy
huyendo del bote fatal, pero después hay que pegar la vuelta,
volver haciendo espalda y cara al techo esa misma distancia que
antes hiciera en crawl, y el barquero va a seguir ahí, haciendo
subir gente sin apuro, tickeando mi boleto de cuarenta y cinco
para dentro de treinta, o con bastante suerte: otra mitad, más
vueltas gratis.
FIN
Editorial Estructura Mental a las Estrellas
Calle diagonal 78 n° 506 (CP 1900)
La Plata, Argentina, Nuestramérica