Você está na página 1de 180

CAMPUS

CAMPUS
Silvio Mattoni

colección
AFUERA
At simul heroum laudes et facta parentis
iam legere et quae sit poteris cognoscere virtus,
molli paulatim flavescet campus arista,
incultisque rubens pendebit sentibus uva,
et durae quercus sudabunt roscida mella.

Virgilio, Bucólicas IV, 26-30.

Cuando puedas leer ya los poemas


de los héroes y los que hizo tu padre,
y quieras conocer lo que es ser hombre,
lento el campo de espigas se volverá dorado,
colgarán uvas rojas de racimos silvestres
y exudará la miel de troncos duros.
Primer cuaderno
Sobre un papel de obra en un cuaderno cartonero, escribo con
una birome hecha en París: dos industrias antípodas se cruzan
en mis frases que recubren apenas el vacío de esta tarde. Ya ter-
mina el año y la universidad palpita con los chicos que reclaman
más y más ruido, sexo, la agitación burbujeante de los cuerpos
que se precipitan vida abajo, como ríos de montaña. También
allá en las sierras, con la estación de lluvias empezada, estarán
creciendo los arroyos secos hasta volverse torrentosos, ama-
rronados por unos pocos días. Extraña impresión: las jóvenes
filósofas aunque no se cuidan la ropa ni la cara, mucho menos
el pelo, parecieran más lindas que las chicas de letras, como si
alguna chispa de la mentira griega las iluminase. ¿Será que saben
algo o habrán perdido la inocencia de querer saber y sostienen
la plena incertidumbre de la pura materia? ¿Será que el goce de
leer se sacrifica en la carrera de carros de circo que amenaza a
las futuras “investigadoras” de la literatura?
Tal vez el ejercicio de intentar entender y acumular sistemas
de pensamiento dé resultados mejores que la gimnasia o la pe-
luquería para aumentar el brillo de los ojos veinteañeros. Pero
también yo estoy cada año más viejo y me cautivan los signos
del entendimiento en la flor de la edad. Y más aún los frutos
de la belleza que no se ostentan para ganar nada.
Ya tomé demasiada cafeína fría y caliente, pero no tengo objeto
para la ansiedad que espera la caída de la tarde. Por eso vuelvo
al cuaderno con una lapicera azul de cinco milímetros que pa-
rece pensar antes de dar un salto entre una palabra y otra. El
chico rubio y alto que acaba de egresar, si es que puede imagi-
narse un surgimiento, una salida para este recinto sin paredes,
ese muchacho casi tartamudo y de un habla confusa encandi-
laba a las señoras profesoras, y sin embargo, ¿eran conscientes
ellas de una imantación erótica? Tan lejos están ya del amor a
la literatura que no pueden entregarse ni a un fantasma. Pero
qué diferencia con una mujer joven, esbelta y charlatana, que le
sonríe a la vida mientras pasa de un aula a otra, sin un asomo
de vergüenza encarnada o balbuceo que entrecorten sus frases
continuas y más allá del sentido. Ella sabe que el mensaje no es
un significado ni algo transmisible, sino un efecto musical y pic-
tórico a la vez. Le da igual un jardín, un colectivo o el engrudo
izquierdista en la pared como fondos diversos que resaltan una
manera de aparecer. Y el chico, ¿podrá criar alguna vez al hom-
bre que aprese con precisión la pieza de su deseo? Yo mismo
(41) soy la prueba negativa.

En un shopping, este paseo de la estulticia que ha sustituido


ventajosamente a las plazas, polvorientas, calurosas, sin mesas
para escribir. Vine con mi hija mayor, ya demasiado adulta para
otro juguete que no sea un libro industrial. Y tan culta que pue-
de distinguir ese producto reiterativo de algunas dosis de litera-
tura real, ¿o será una idea mía? ¿Acaso hay tanta diferencia entre
Shakespeare y las novelas de amor entre vampiros? Ella pasa de
una cosa a otra sin cambiar la avidez por leer a una velocidad
increíble, como también deja sus ejercicios de fuga barroca y
hace un aire de melodía pop en el mismo piano que toca desde
la infancia.
¿Me habrá dejado el verso en este diario? ¿Volveré a dividir
las frases en palabras? ¿Podré hacer una prosa que no trate de
nada y donde no perciba los acentos, las sílabas que en cada
palabra aguda van sumando un número vacío al pensamiento?
El poco pelo y el cuerpo que se cansa fácilmente o que re-
siste menos el alcohol y el tabaco me dicen que ha llegado a mi
escritura, que empezó siendo clásica, o sea demasiado lírica,
una etapa sin forma y sin proyectos, como si una joven parca
me ordenara: “¡Silvio, tenés que dar un paso de prosa!”
Pasa la gente desocupada, como mi hija y yo, que leemos
y escribimos apenas levantando un rabillo del ojo, mi lapicera
azul navega este cuaderno, navecita de tinta, enloquecida por
salvarse a toda costa del naufragio blanquísimo.

En el techo del antiguo salón de grados, sin duda que ya en


época tardía, pintaron unas musas desnudas, rubias que mues-
tran las tetas, y que llevan en sus manos algunos instrumentos
significativos: liras y flautas o unos como sikus griegos. Otras
tienen en el aire, flotando, el escudo heráldico de la universidad.
En un borde del esquema celestial, se asoman dos efebos des-
nudos, más chicos que las musas, que estiran sus brazos como
queriendo tocar el saber alegórico, el escudo dorado. ¡En qué
cabeza cabe esa intención de sublimar los sexos! Y encima, en
las paredes revestidas de madera oscurísima y arduamente la-
brada, uno que otro cura parece complacido con su sombrero
jesuítico. ¿Habrán pensado que el deseo sería bueno en el fondo
si conduce a buscar más la gloria luminosa del nombre, la sa-
biduría en la tierra que se eleva con sugestiva erección al cielo
que la inspira?
Un coro mayoritariamente compuesto de chicas, que es-
tudian matemáticas o física, entonará unos aires de anónimos
franceses pero que suenan más que refinados, filtrados por la
filología romántica, y después una zamba y un carnavalito, fru-
tos del rapto de compositores argentinos que debieron apren-
der todo, inventarse un origen y escribir partituras para voces
ausentes. Desde la factura imperfecta de los cuerpos heleni-
zados en escorzo, hasta las cuatro voces del coro que lloran y
celebran vagos destinos sudamericanos, algo conmueve toda
arenga o descripción reivindicatoria, como si las volutas de la
negra madera laboriosa, no representativa, fueran el remolino
de una verdad casi física: el fondo de la muerte que una linda
mentira tratará de velar. Lo raro es que lo logra, consuelo de la
música sin mensaje, justo cuando se expresa como una peque-
ñísima tragedia.
¿Qué hago yo ahí, sentado en un trono idiota, burocrático,
cuando debería llorar o reírme o ponerme a escribir como un
poseso? Me acuerdo de un amigo que dejó la ciudad y era pin-
tor: no le importaba nunca hacer un cuadro, solamente quería
vivir en el remolino, en el rítmico pozo donde lo sumían sus
actos. No me afectan los chicos ni las musas, ni el latín ni el
folklore, pero al final quisiera cantar: ¡gocemos ahora que se
acaba la juventud y llega con sus intermitencias la molesta vejez,
gocemos ya!

Los antiguos decían el “engañoso” sueño, pero era porque


creían en su verdad posible, en los anuncios de un futuro que
se habría escrito o esbozado antes como fantasmas de la no-
che. Ahora soñar es una exploración incierta de huellas, casi
siempre de pliegues en una superficie ilusoria de conciencia,
que van trazando surcos. De pronto, de las zanjas más hondas
saldrían imágenes ligadas al pasado y al olvido. Sin embargo, ni
la prospección ni la retrospección parecen ser más que supers-
ticiones, una sobrestimación de las causas. Sueños, queridos e
infrecuentes, puro efecto que no tendría sentido. Como estas
notas, dispersas y casuales, no se explican por nada más que el
papel hospitalario y la ansiedad de la mano que escribe. Si soñás
que cojés con tu mujer, puede no anticipar un golpe de fortuna
(siempre es bueno aprovechar lo que se tiene, decían los roma-
nos), ni depender de un deseo incumplido (en todo caso, lo que
se desearía es su repetición). Sólo un efecto, el afecto traducido
a imágenes y a ilusiones del tacto, del cuerpo superficial, la vida
en su vaivén de noche y día, expectativa y culminación, ereccio-
nes inconscientes y angustia de un pensamiento dominante. Ni
escribir ni soñar son sólo un cuento, consuelos divinos de la ilu-
sión, de la continuidad, de un todo que se plegó en fragmentos.

Margarita espera ya su clase particular de latín, al parecer se


cansó de estudiar, de leer y ahora toma su gaseosa sin demos-
trar ninguna señal que indique el contenido de lo que piensa.
Pero seguro piensa. A los trece la vida no se estira con una ilu-
sión de sentido. Todo espera algo que no se conoce. Por suerte,
mi atención al cuaderno la hace volver a su novela de aventuras.
¿Qué podría decirle que fuera una palabra de aliento, si yo esta-
ba a esa edad mucho más triste y más obsesionado por la muer-
te, aunque el éxito escolar me acompañara casi mecánicamente?
Incluso entonces, en la sombra de la adolescencia que soñaba
más el sexo que el amor, todavía tenía fe en que era, si no un ge-
nio, al menos el mejor escritor en potencia, una voz vieja y nue-
va al mismo tiempo, la culminación increada, hecha a sí misma,
de una raza inexistente, un etrusco y un gaucho, un inglés y un
italiano, un bárbaro y un griego. Margarita debe estar luchando
en esta época más con su aceleración de pensamientos que con
las odas joviales del amigo epicúreo, mi viejo Horacio.
¡Feliz el que no tiene negocios, el que puede escribir a toda
hora y enamorarse y recobrar lo amado en cada momento de
su larga vida! No hay sentido, claro, pero qué intenso puede ser
el instante de llorar o reírse o simplemente escucharse pensan-
do. La inteligencia de mi hija no se contenta con explicaciones
fáciles. Saber o sospechar lo que hará cuando crezca un poco
más es en verdad una luz y una intriga preciosas en mis años
de madurez declinante. Y como la memoria se hará escasa, no
pretendo escribir este momento, pero sí registrarlo.

Se estira la mañana de un sábado tranquilo y podría copiar


algo, después de todo, ¿qué significa inventar? Apenas una for-
ma del plagio involuntario. No sé lo que hago. Tomé un café,
espero que los niños se despierten, leí unas páginas insulsas
de datos, fechas, banalidades a las que los profesores menos
dotados llamarían “literatura”. Ladra abajo la perrita, una de
dos: se despertó el menor y me ha llamado o tocaron el timbre
(vendedores ambulantes, carteros, repartidores de cosas). En
ambos casos, la chica que trabaja en casa podrá sostener unos
minutos más la casa misma, mientras yo ejercito la mano toda-
vía despabilada, antes de cualquier almuerzo. La chica, ya que
la nombré, es joven y alta, muy flaca, de un rostro simétrico y
que sería hermoso si ella no estuviera siempre tan seria, como
enojada con el mundo. Podría ser, en otras condiciones sociales,
por azares de nacimiento, modelo o, por lo menos, secretaria,
empleada vistosa. Pero la vida, o lo que la casualidad y la econo-
mía señalan como vida, la detuvo en el trabajo doméstico, que
aun así, digamos, ejerce con la displicencia de una princesa que
condesciende a tocar las cosas y los utensilios de limpieza como
con una varita luminosa. Plenamente confiable para decirle a
Galileo que me espere un segundo, que ya bajo, que ya acabo la
frase de este día.

Más de medio centenar de personas se han reunido para escu-


char las palabras de mi amigo, amante de los libros pero tam-
bién del público, de las comunidades, de los grupos. Y él ha
aceptado una función política, no pudo mantenerse en su cláu-
sula de gran rifiuto, en la simulación de un retiro. Las mujeres,
de todas las edades, parecen entusiastas. En los varones, menos
numerosos, se ven gestos que dicen el hastío, la inutilidad, la
imposibilidad de seguir sosteniendo esos rituales que compo-
nen mundos. Yo mismo, embriagado por la tarde que entra por
las ventanas, por el gobierno de las flores, agarro mi cuaderno
y pienso en las bellezas perdidas, en las huellas gestuales de ros-
tros maravillosos que hoy parecen surcados por décadas de tra-
bajo mental, pero que aún sonríen como si se olvidaran de que
su juventud está muy lejos. Por otro lado, el estado de asamblea
avejenta a los chicos, estudiantes que nacieron demasiado tarde
y que se toman en serio los más estúpidos reclamos.
¡Qué soledad manchada de negociaciones de una sutil y vis-
cosa necesidad se sacrifica ante mi vista! Pero nadie hace lo
que no quiere. Y en cuanto a mí, el problema es querer. Si no
quiero algo a cada instante, haré lo que quieran otros. Ellos, los
habitantes de un reino del lenguaje, amenazan al ser aislado que
sólo se aferra a sus manías y se repite hasta que lo convencen de
actuar como todos. Tan aburrido estoy que hasta me permito
opinar sobre nuevos reglamentos de oscuras unciones de igno-
rancia erudita. Peor resulta escuchar a los idiotas, que se juntan
como ovejas cuando escuchan su reflejo, en un silencio apático.
Peor aún sería trabajar. O tener que rendir cuentas por mi tiem-
po perdido en escribir sin ningún tema y sin ningún motivo.

Escribo para no romper el silencio de este día caluroso en exce-


so y que amenaza con una tormenta muy negra. Pero a mí ni el
agua ni el granizo ni las temperaturas tropicales me impidieron
salir de la casa, con mi cuaderno y unos libros, para copiar las
frases que me dicto callado. ¿Quién soy? ¿Acaso un estudioso,
un obsesivo? No tanto. Apenas traje a un poeta latino y a un
prosista francés para sacarles algo, los arranques, las interpe-
laciones. Es notable hasta qué punto y en qué amplia medida
se ha fingido siempre, en la literatura que nos rodea, que se
hablaba con alguien. Algo así como: “Yo, cuaderno, te hablo”.
Pero lo que se hace en verdad es cortar el chorro de palabras,
escandir ese flujo incesante, los cantitos, lo que música y ruidos
ambientales depositan en la repetición del cerebro. Escribir es
cosechar, cortar, segar. Y para nada flores, más bien cereales
almacenables, granos envasados al vacío y que imaginan suelos
nuevos, jóvenes, el mundo vivo y cambiante que nunca leerá un
libro. Sin embargo, tal vez lo escriban de nuevo. Nadie soporta-
ría el estudio, esa simulación libresca del trabajo, sin cortes, sin
la puntuación silenciosa.
Espero a un alumno español, que vino a estudiar la manera
argentina de ritmar a los viejos filósofos. Ante sus formalismos
y sus pronunciaciones, creo que por acá somos más griegos.
¡El día, el día, lo aprovechamos, lo perdemos! ¡Qué ganas de
tomarme una cerveza y empezar la clausura de noviembre! En-
tre los paraísos y los robles, el aire hirviente casi no se mueve.
Flotan las hojas de un verde intensísimo, oscuro o claro, espe-
ran la tormenta, la lluvia, la densa cortina de gotas que cortejan
las postrimerías del año. El día, la siesta incumplida me repiten:
“Escribí ahora, no le pongas fichas al futuro”. Es verdad, de-
monio meridiano, las obras no existen. Cortes sí, pedacitos, la
vida en piezas, la lengua en letras.

Sólo agarramos lo impalpable, las palabras tienen huecos de


aire para representar los gritos silenciosos de los recién nacidos,
que están, siguen estando en el origen de cualquier idioma. Se
habla en el vacío, se repite todo de nuevo. Esta mañana estuve
casi dos horas escuchando la escasez retórica de un doctor en
ciencias químicas, que confundía la acción con los proyectos
impalpables de una oralidad insistente. ¿Cómo actuar en el si-
lencio, en el acecho del animal que persigue su comida o en
el miedo escondido de una madriguera oscura, el pavor de la
presa? ¿Cómo escribir sin hablar? Mientras hablamos, todo se
escapa. Las flores cambian de color, llegan las frutas jugosas
de verano. Mientras escribo, pasa la vida, pero es imperceptible
como un sueño olvidado que volviera a la presencia sólo con
sus efectos, sin imágenes. Las reuniones se descuelgan de los
árboles cansados para colmar los días. Pero lo que debiera co-
secharse es otra cosa, un más allá del terror al vacío. Escucho
los rumores de las mesas que almuerzan, debajo de las bocas
que no dejan de hablar y mastican sus planes, acaso inconfe-
sables. Subo la cuesta de mi aislamiento, mientras espero mi
plato y una vibración del celular me toca el muslo izquierdo: mi
hijito de tres años, Galileo, pregunta cuándo vuelvo; hoy, 29 de
noviembre de 2011 cumplí 42 años. “El que escribe está muer-
to” –decía San Jerónimo, quien tal vez creía que sus palabras
traducían un espíritu no sometido al tiempo que desgasta los
cuerpos de los vivos. Pero yo diría que ya ha muerto el que no
escribe, no corta, no perfora agujeros en el aire, patitas, garfios,
hilachas de tinta en un papel.
A la tarde, voy a volver a casa a jugar con mi hijo y a esperar
que se le pase una leve infección del oído con risas, hileras de
autos, plataformas de juguete, películas de animales. El otro día
lo disfrazaron de león para un acto de fin de año del jardín de
infantes y le dije: “Sos un león del circo.” “No, de circo no”
–me contestó. “¿Y entonces, un león de la selva?” “Sí, de la
selva.” ¿Cómo habrá intuido la palabra “salvaje”, su libre pri-
mitivismo? En todo caso, es mi nombre cargado de una oscura
profusión selvática, aunque sea además una estrofa no tan libre,
gongorina, de siete u once sílabas por verso. El rey león, el car-
nívoro supremo, no tiene domadores, sólo debe cuidarse de la
edad, que disminuye con los años su fuerza y algún día acabará
por destronarlo. En este trono de la vida, invisible, nadie se
ocupa de envidiar al otro porque la muerte es la misma, la nada,
sin signos. Cambia lo que cada uno perderá al morirse. Y los
senderos hechos, repetidos, en la espesura de mi selva.

Anoche llovió fuerte y al fin bajó la temperatura. Ahora la tarde


entre los árboles y con el suelo esponjoso parece brillar. Ríen
las chicas. Y las profesoras encuentran un extraño retorno de
su juventud, la vocación, las pasiones por leer, por saber algo;
y sobre todo, la acción, la incidencia en el mundo. Nadie quiere
pasar sin dejar huellas. Pero tal vez las huellas más activas sí
deseen su propia supresión. Que vengan otros. Que los dientes
grandes, blanquísimos, con braquets de la alumna inteligente
y comprometida vuelvan una y otra vez, en caras nuevas, con
nuevos nombres: Luz, Josefina, Candelaria, María, Anabela,
Florencia, Melania…
Un trío de muchachos egresados me invitan a una fiesta de
fin de año. Sería una muestra de arte en un museo que queda en
las afueras de la ciudad, con grandes parques, escaleras antiguas,
blasones expropiados de familias viejas. Habrá un colectivo que
llevará a los asistentes desde la facultad al museo, y viceversa. Y
el regreso será muy alegre, después de copiosos brindis. Gratis.
Pasan algunas horas, y con el humor de quien ha logrado
escribir algo y terminarlo en esta época de puras ceremonias,
llegan chicos que me traen sus ensayos sobre la vida y la van-
guardia. Las hojas abrochadas o ensobradas en nylon transpa-
rente se apilan como signos de días ajenos. ¿Cuánto tardaré en
leer esos despliegues de citas filosóficas y fragmentos de lite-
ratura? Casi nada. Lo que importa es el gesto. Escribir lo que
sea, ya habrá tiempo para dejar las supersticiones y los desvíos.
O desembocar en la superstición máxima, el desvío del cual no
se regresa: la dura letra del vacío, la sangre. Sin puntos rojos
en el pasto hirsuto, sin reguero ni suspenso ingenuo, llega la
constatación de que el sexo ya no vale tanto como el fetiche su-
pletorio de esta lapicera. Estoy contento, la parva de ensayos, su
previsible monotonía, no aumentó mucho. La arbitrariedad de
un número tendrá que decidir lo que valen. Pero lo intenso no
es cuantificable. Está acá, en las caminatas, en el bar, afuera de
las aulas y más allá de cualquier registro. Sobre el florecimiento
renovado de los cuerpos, no sobre claustros ni agrupaciones
ni conjuras, quisiera reinar. O más bien obedecerles, súbdito,
amanuense en el gobierno de las flores.

Una espalda descubierta camina desde la galería de este viejo


edificio hacia la plaza seca y los manojos de árboles y de arbus-
tos, y quiso la fortuna que no tenga tatuajes. No precisa decir
más que su propia presencia viva, los hombros un poco más
anchos, como si desplegara algo que en la cintura fuera apenas
promesa. Yo sigo amontonando los papeles domados de tantos
alumnos inmersos en la belleza improductiva. Ojalá pudieran
escribirla, no sólo serla. Y cada día escribo peor, como si la ve-
jez me amenazara en su horizonte siempre diferido no con una
maestría, ni siquiera un oficio, sino con la disuelta estructura de
mis cláusulas, que se van dispersando de las frases, descompo-
niendo todo párrafo hasta convertirlo en estas divagaciones sin
renglón, sin tema, nimbadas por una apariencia de pensamiento
o de goce.
Ahora están apareciendo en las inmediaciones algunos ene-
migos, los mediocres, los presos de un mal gusto endémico,
los que no distinguen un libro bueno de uno malo si no se los
rotulan antes. ¿Con qué experiencia compararán las frases, para
terminar así de ciegos? Aunque para tener una vida hace falta
no ser un molde ambulante, hablarse uno mismo, acceder a la
continuidad del pensamiento. Discurso, prosa, ritmo. Ya se va la
giganta hipócrita, que no me saluda porque no levanto la vista
del cuaderno. Hace un momento, pasó el gordo despreciador
de la literatura, mitólogo, fascinado por la mentira de las pan-
cartas. Un pasacalles, al menos, sería poesía. Pero lo “racional”
no pertenece ni a la naturaleza ni a las sensaciones, la vida mis-
ma es más local. Otra chica rubia y de cara de nena se me acerca
de frente y yo levanto la mirada y nos sonreímos. “Hola, profe”
–me dice y yo querría el reconocimiento de un objeto que late,
admira y disfruta de una siesta tan rica en desfiles. El tiempo
vuela, envidioso de mi jovialidad, mientras escribimos, amigos
míos, cuadernito amarillo y lapicera negra.

Los pequeños tumultos de un primer día de la semana más cor-


ta de la estación se agruman en mi percepción, algo empastada
por una fiesta de sábado excesivamente juvenil para mi cuer-
po. El sol nos sorprendió cantando borrachos en el patio de
casa, como si hubiera un “nosotros” escondido en la parque-
dad personal de cada uno. Nos fuimos volviendo mutuamente
simpáticos. Ahora espero no tener que escuchar las tonterías
del rito inverosímil del examen o poner sólo alguna calificación
como dormido. Por el momento, no llegó nadie. Me escondo
en mi cuaderno de las expectativas burocráticas de jovencitos
repetidores. ¿Qué libros frescos, no pésimos, no teorizantes
ni pretenciosos, podrán salvarme del momento de juzgar las
condiciones orales de algún desconocido? Hasta un fragmento
latino, copiado de Alejandría, que ofrenda cosas útiles abatidas
por la caducidad a los dioses sin tiempo y sin muerte puede ser
la gran novedad salvífica. Necesito redimir este vacío, que haya
una vida atrás de las palabras, un intervalo de entonaciones agu-
das más allá de las letanías memorizadas. Vienen a mí los días
libres como manadas de mamíferos que no sabría nombrar. Si
no les pongo un cerco de hojas por llenar, será una fatal estam-
pida. ¡Cálmense, unas palmaditas, por suerte son herbívoros!

No tengo una materia, un material acorde a los sentidos, cosas


que pueda describir. Aunque las descripciones escondan la ilu-
sión de trasponer imágenes en palabras, siguen siendo necesa-
rias. Y aunque detrás de la belleza de una piel perfumada y lus-
trosa estén los puntos, la trama de puntos acribillada de nada,
necesito cuidarme de esa verdad. Al fin, yo mismo, este impulso
que escribe, no sólo el personaje del cuaderno y los libros, sino
el que ama y se dispersa y ofende incluso a la vida ingenua, soy
un velo de continuidad hecho de puntos mínimos, separados.
Soy un continuo de palabras discontinuas. Imágenes distantes
que saltan por encima de brumas, vapores, fondos. Colores en
el olvido que simulan pequeños cortometrajes absurdos bajo
la especie del recuerdo. Un buen gobierno sabría preservar las
ilusiones continuas que nos protegen de la verdad. ¿O acaso la
anarquía es hoy la meta, la vuelta apática a la pura materia, sin
deseo, sin imágenes? El ritmo, como la vegetación y el suceder-
se de las estaciones, como el cuerpo que se repite a sí mismo
durante tantos millones de minutos que pareciera inmortal, son
los ministros del gobierno continuo.
Dos viejas profesoras de arte en el bar de la facultad debaten
el futuro político de su gremio, conspiran con alegría. Un tipo
demasiado grande para ser estudiante se clava un litro de cerve-
za a plena siesta, y lee y pierde su día, acaso para celebrar su so-
ledad. Una chica estudia los horrendos apuntes de alguna mate-
ria, ignorando que la materia bronceada de sus hombros es más
sabia que todas las fotocopias de Alejandría. Supuestos artistas,
resignados a dar clases para vivir, planean sus intervenciones
con una obstinación tan profunda que a mentes menos cínicas
que la mía les resultaría conmovedora. No hay casi nadie, el día
se nubla. Hoy sí tengo que escuchar, dentro de una hora, media
docena de voces que defenderán sus notas. Pero el problema es
contestarles algo. No hay materia, no puedo describir sin dudar
del lenguaje. Y sin embargo, tengo el mundo entre mis dedos,
una esferita desplazando tinta sobre esta celulosa aniquiladora.
Quisiera ver un animal corriendo por el pasto, un colibrí liban-
do sin moverse en el aire tamizado de azul, verde y amarillo. La
prosa de los objetos inertes no me alcanza, falta la poesía de los
organismos. Hasta las burbujas finas de la gaseosa sin azúcar
que tomo encienden unas chispas de lirismo en mi lengua.
Alguien pintó una figura obesa de color chillón en la pared
de un edificio gris, “el gris” le dicen. Pero no existe acabada-
mente en la frase que lo describiría. Un idealista diría que no es
“arte”, lo indescriptible, lo no criticable. Aunque todo, salvo el
latido que puede pararse de repente, salvo el impulso que incita
a la persecución o a la fuga, presa de imágenes irrefrenables, es
a fin de cuentas indescriptible. Quisiera hablar, porque mirar
tanto me recuerda la muerte, y no es su día.
Como cualquiera que escriba lo sabe, mirar es perder lo que se
mira. Mientras se tenga la vista en la hoja, inciden las letras en la
imagen, en la chica altísima que pasó al lado mío en la biblioteca
y ahora me da su espalda en otra mesa de lectura. La recuerdo
perfectamente, los rulos poco pronunciados, castaños, la boca
seria y frutal, los ojos indiferentes o ensimismados. Pero si alzo
la mirada, si me inspiro en ella que está acá, a dos metros, para
describirla mejor, me quedo sin palabras.
Lo hago, ¡qué decepción! Se inclina sobre una computadora
portátil y se le forma una joroba en la parte alta de la columna.
La camisola tiene colores demasiado cursis, y flota, se acampa-
na en su cintura. Se ha vuelto una figura desproporcionada. En
cambio, la de cara redonda enfrente de mi puesto, con una mus-
culosa blanca y atlética, pollera o short que la mesa oculta pero
que deduzco de sus piernas graciosas más abajo, se convierte
en el foco de la descripción mental. Tengo una cita y muchas
vivencias para corroborar estos efectos cambiantes del mirar.
La hermosa adolescente que es Nausícaa, creo, en el Ulises, y
que luego de mucha descripción, más porno que kitsch, y una
paja del anhelante personaje observador, se va rengueando. Los
episodios vividos no vendrían al caso, excepto porque en mi
fiesta del sábado volvió a presentarse una chica algo trastorna-
da, aunque con salidas inteligentes, cuyos rasgos son lindos, una
italianita del sur, pero que tiene el defecto físico de la renguera,
una pierna más corta que la otra. La verdad renguea. Lo iluso-
rio es sostener la imagen encantada de una impresión fugaz,
seguir ese rapto. Hay un arte en ese amor por la imagen y su
continuidad.
Llueve desde hace días y el barro se adhiere a las hendiduras de
las suelas de goma. No sé por qué creo sentir una materia fría
y viscosa en las plantas de los pies. Una alumna mayor de edad,
o por lo menos ya lejos de los veinte, se presenta como música
y aficionada a la filosofía del arte. Quiere nombres de poetas.
¿Qué le dirían a ella, a su nariz anglosajona, a su altura aristo-
crática, a las arrugas que avanzan hacia el centro de gravedad
de sus ojos, mis nombres amigables? Hasta un poeta muerto es
un amigo. ¿Será que los amigos se convierten en muertos? Te
nombran, Quique, como objeto posible de estudios vanos, sin
la crueldad necesaria, sin el fanatismo del que está tan intere-
sado en los libros, la música y el arte que no hace concesiones
al presente, a su inexistencia informativa. Te nombran, pero no
aliento al estudiante que no te haría justicia (que no existe), por-
que no escuchás esos elogios en lengua universitaria. Al oído
de un fantasma sólo llegan versos, no teorizaciones ni lecturas
sagaces, y tu ausencia de dedos sólo roza sensaciones de chicos,
avidez, persecución en forma de percusiones en paladares o
entre dientes. ¿Qué hay en el nombre? Nada para el nombrado,
un mundo de mitos y elucubraciones para el que todavía pue-
de mover los músculos de la lengua. Se van la chica musical y
el chico inquisitivo, quizás decepcionados. No hay consejos ni
aplausos. La llovizna me disuade de ir a devolver dos libros ra-
ros a la biblioteca: decadentes franceses y latinos. Paro a escribir
un poco y otro poco me callo. Para el agua del cielo y se hace un
hueco en el nombre de mi amigo petrificado en obra.

Una paloma en la punta de una rama del espinillo bastante viejo


camina ceremoniosamente hasta posarse en la parte truncada
por la poda invernal. Ahora el calor no sube hasta mi cara de-
trás de la ventana. Todavía la mañana no llega a su fin. Espero
que dos chicas demasiado inteligentes escriban una redacción
protocolar sobre la belleza. ¡Qué ocurrencias que tienen los fi-
lósofos! ¿Cómo creer en las palabras con tanto fervor para que
se volatilicen y desplieguen unas alas conceptuales? No existe la
belleza entre las cosas, ni siquiera la amarga, en mis rodillas no
la siento. Ellas cruzan las piernas debajo de la mesa de madera
y comparten el tema y el silencio y sí parecen reales. Sólo trato
de no solemnizar esto que pasa. ¿Dará miedo tener que hablar
después? ¿O el olvido de todo lo leído cuando hay que ponerse
a escribir? Para acompañarlas, en paz, escribo sobre nada en la
piecita de una antigua casa de tejas que hoy se ha transforma-
do en “pabellón”. Desde el primer día, me intrigó la sinonimia
con los nombres de las construcciones de manicomios. Con mi
avidez de niño por los dientes, un día en primer año hice reír a
una profesora jovial: “–¿Qué hacen? – Vamos de pabellón en
pabellón, como los locos.”
Las dos chicas son “libres”, lo que también es una forma
rara de decir que no pudieron cursar la materia. Ahora tienen
una hora de libertad para escribir sus frases, y al mirar la cali-
grafía de unas veinteañeras que decidieron poner cierta pizca
de anormalidad en sus vidas, únicas, solitarias, rodeadas por el
pensamiento abstracto de una historia de rarezas, yo juzgaré
no lo que creyeron sino su valor, no lo que amaron saber sino
lo que saben ser, gestos que dicen sí a los crecimientos libres, a
los movimientos incesantes, a las preguntas que seducen. Una
tiene el pelo a la garzón, como si esperara a un francés de pos-
guerra junto al Sena, que le diga que el fin de la existencia se
expresa ya en cada instante, la muerte en la decisión de vivir; y
su cara de cutis blanquísimo también recuerda la negación al
estúpido bronceado de otras épocas. La otra, de pelo más largo,
levemente más simpática, tiene sin embargo algunas marquitas
en las mejillas. No tienen la belleza vistosa de los cánones, pero
en los términos técnicos sobre los que escriben a ritmo cons-
tante, más rápido que yo, diría que son idóneas para un fin que
desconozco. Libre de deseos a los que ellas pudieran responder,
ni en sueños, las mira mi campo visual sin fijarse, y me alegra
que existan, no desinteresadamente, porque el mundo no sería
el mismo sin cada una de las dos. Ni sustancias ni esencias, ni
cuerpos ni almas, la simple felicidad de escuchar que otros res-
piran y que raspan sus biromes contra papeles pautados y que
levantan a veces las cabezas para contemplar el rastro de tinta
que sus manos delicada y ansiosamente dejan.

Viajé entre sueños en medio de la noche y me levanté en Rosa-


rio esta mañana. Hay leves diferencias raciales con mi ciudad,
que ya he notado antes, otras veces. Debería abandonar mis
manías clasificatorias que discriminan todo, ven signos en lugar
de caras. Compré: un libro de un poeta búlgaro que no sé si
será muy bueno, aunque imita los detalles de la poesía en inglés
que me suelen gustar; tres pulseras vagamente artesanales para
mis hijas, cuyos gustos distintivos tal vez las rechacen o se las
disputen con profusas argumentaciones; un tigre de plástico
que muestra los dientes y que le servirá al menor para comple-
tar su familia de fieras. Un río que no veo, grande, influyente,
humedece el calor del aire al mediodía. Las chicas, casi todas
un poco italianas, andan de shorts por la peatonal y miran no
el verano del trópico acercándose, sino simples vidrieras navi-
deñas. Me refugio en un bar fresco con mi cuaderno abierto,
antes de que tenga que escuchar algunas generalidades sobre la
atrasadísima vanguardia argentina del siglo pasado. Será difícil
después encontrar compañía para pasar la tarde, alguien disipa-
do, derrochador de tiempo. Mi teléfono guarda el número de
un monstruo bueno, melancólico, inútil, un joven aspirante a
la poesía, pero defraudado por la naturaleza, en cierto modo.
Tiene un defecto en los labios, es macrocefálico. Y –no puedo
evitar un hielo de piedad en esta ciudad que hierve de indife-
rencia– es pobre. Por ese submundo al que parece condenado,
encuentra siempre la ocasión de emborracharse sin motivo, y
hablar de literatura. En este día, fuera del cuaderno que extraña
los arbolitos de mi campus, será llamado “amigo”.
Cambian a mi alrededor las costumbres idiomáticas, otras
tonadas, consonantes subrayadas por un trazo inmigratorio, y
frases incomprensibles. En el bar de enfrente, dice: “Hay licua-
do de tero”. Y sin dudas que no se refiere al ave onomatopéyica
que grita donde no está lo que quiere ocultar. Ojalá que la tesis-
ta sea joven, para escucharla cantar alegremente, en su jerga de
puerto, las repeticiones de una literatura ya olvidable.

Se nubla un poco el cielo sobre el patio interior del edificio


antiguo, colmado de inscripciones y carteles, donde funciona
la facultad de Rosario. Hay dos árboles grandes cuyos nombres
ignoro y chicos que festejan el fin de la carrera de una que egre-
sa. ¿Adónde irá? No les importa ahora, le tiran cantidades de
harina y huevos como si el rito fuera una explicación suficiente
de los años risueños y perdidos, ganados para una vida que se
prendió brillando contra el agua dominante del lugar. Me inte-
rrumpe una profesora, todavía hermosa, con una gran sonrisa
y un beso. Y me invita a pasar al salón donde se celebrará otro
ínfimo ritual. Tengo que ir. Acá mi observación, la microfibra
china, la brisa fresca que pone un lado bueno a la humedad
constante, serán abandonadas por un rato.

En pleno centro, en una galería abierta donde se puede comer y


fumar, me obliga a sacar otra vez el cuaderno la lindísima moza
rosarina, bajita, de grandes tetas y una cara perfecta. La seriedad
no se va nunca de sus gestos, quizás por el servicio que debe
prestar. Me trae ya el almuerzo y la cerveza, a mis pies pasa un
gorrión aunque no haya cerca ningún árbol, picotea las miguitas
de mi bollo de pan. Las vidrieras atraen a paseantes que reco-
rren la siesta con pasos rápidos de quienes están trabajando,
o lentos de los que invitan al ocio y al consumo. Leí casi cin-
cuenta poemas traducidos del búlgaro. Desde las páginas pares
me contempla intrigado el alfabeto cirílico, le pregunto si tiene
alguna regularidad rítmica que el tamaño parejo de los versos
sugiere. ¿Se reirá la moza si le digo que me gustó la comida o
alguna otra tontería? No creo. Mantendré mi silencio de búlga-
ro en ciudad ajena, anotando los chispazos de sus caminatas en
medio de las mesas.
Me faltan siete horas para tomar el ómnibus de vuelta a casa.
Me faltarán las palabras de aquí en más, voy a perderme en las
calles y en la discontinuidad de un pensamiento distorsionado
por una ligera dosis de alcohol. Y es como si viajara atravesan-
do centenares de kilómetros despoblados en la llanura inmensa
entre dos mundos, parecidos y distantes. Voy a llamar al mons-
truo de mi amigo en un rato.
Antes de irme, veo de nuevo el tatuaje en la pantorrilla de-
recha de la chica que atiende –le han puesto un uniforme de
minifalda y remera ajustada, azul brillante– y parece un escudo
heráldico o un cúmulo de ribetes de colores, donde predomina
el rojo. ¿Qué signo la habrá llevado a grabarse para siempre, tan
joven, un emblema, un enigma? Como su nombre, que nunca
sabré, se pierde en mi paseo esa simbología y la piel que la os-
tentaba.

Al atardecer me encuentro con mi amigo rosarino y parece ma-


yor de lo que recuerdo. Su pelo está más corto y canoso. La
madurez hace que desaparezca casi por completo su defecto en
el labio superior. Y me contagia un entusiasmo por las cervezas
artesanales en el famoso barrio de Pichincha, que se une a la
ficción de un primer libro suyo con poemas que me mostró
hace muchos años. Me acompaña hasta la hora de mi ómnibus
y tengo que agradecerle la conversación, la alegría, todo lo que
yo no soy y que por él salió a mirar la ciudad extraña en la no-
che que ascendía, porque el monstruo era yo y necesitaba una
metamorfosis amistosa.

En un primer piso de oficinas, en una de las únicas dependen-


cias que no están en el campus de la ciudad universitaria, saludo
a media docena de mujeres mayores, empleadas de “relaciones
internacionales”, que almuerzan. Afuera de ese círculo, en los
escritorios y boxes, chicas que manipulan sus computadoras
como si el mundo pudiera derrumbarse en un instante de dis-
tracción, pero en cualquier caso fingen porque han tardado más
en maquillarse, y era más necesario, que en escribir un mensaje
a las autoridades extranjeras de quienes dependen imaginarias
y pesadas dádivas. Busco mi certificado y me voy rápido. Hacia
un lugar fresco me encamino y transpiro en la calle insoporta-
ble. Al fin, un shopping con su ambiente climatizado, sus ba-
ños, sus mesas para escribir acompañado de rumores no estri-
dentes. Creo que mañana será el último día del año en que veré
los árboles y el pasto, ya sin estudiantes que los circunden, del
campus, que ahí quedará solo, con su latín absurdo, susurrando
en el vacío la muerte de una lengua, hasta que vuelvan otras,
nuevas, recién articuladas, a moverse entre sus construcciones,
hasta febrero en que todos volveremos a ignorar la belleza de
las casas antiguas y a mirar sin detenimiento la agilidad de otros
cuerpos. ¿Tendrá sentido seguir escribiendo en otros ámbitos,
en la suspensión de todo pensamiento literario, en vacaciones?
¿Cuándo empecé a querer hacer un libro con la vida imaginada
de un profesor tranquilo que no quiso rebajarse a ser un dios,
en versos inspirados, y decidió dar clases o ejercitar la prosa?

Anoche formé parte de un grupo que brindaba por el final del


año: profesores y alumnos de filosofía. ¿Qué querrá decir esa
palabra griega? Ellos lo ignoran más que nadie. Para otros será
caminar distraído o emborracharse en exceso, o bien aislarse
por días y días en busca de las huellas del nombre de un muerto.
Tomamos: cerveza, champán, fernet con coca. Pude irme antes
de que me abandonaran los sentidos y se hiciera demasiado
peligroso manejar.
Hablé de poesía con una mujer gorda, que ama a las mujeres
y guarda en el pasado su vestuario de monja. Simpática y eru-
dita, muy devota del arte. No entré en su tema: la Antigüedad,
porque borracho se me podía escapar un poema de Safo, que
la ofendería. Hubiese querido que las chicas que acaso miraban
nuestra conversación llena de autores recitaran: “Parece igual
a un dios el hombre aquel, que te habla y sonríe al lado tuyo.”
Una colega, un par de años menor que yo, me cuenta su
adolescencia. Su apellido, nórdico o alemán, me vuelve a re-
saltar el apego de ciertos cánones de belleza a esas blancuras
que se adelantan en el aire, con narices que no surgen del me-
dio de las cejas, con sonrisas que destellan en la noche. En un
momento, a la luz de unas brasas detrás del pabellón de tejas
francesas, vemos en una rama de árbol un bulto pálido. Parece
una pelota contra el cielo estrellado, pero era una paloma que
dormía. El amigo rapado que se dedica al monstruo del pacto
del estado, que no anula la condición de lobo en el animal que
habla, cambia la música y pasa del blues inglés al reggae ítalo-
argentino. Le dice a otro colega que arriba del árbol duermen
tres palomas, con un sarcasmo extraño. Pienso entonces que el
muchacho barbudo, también adepto al pensamiento contem-
plativo del poder, debe tener una fobia inexplicable a ese tipo
de pájaros. Me voy, me fui. La amiga semi alemana ya me sonríe
mucho, y me espera la chica de mis sueños durmiendo en casa.
Platónico, siempre lo fui. Ojalá dure el entusiasmo para hablar
del amor y de lo que no es posible decir todavía el año que
viene. Hoy tomo una gaseosa que borra la resaca, apenas. No
queda de la fiesta en estos prados más que un resto de frases sin
sentido, o sea yo.

Anoche mi mujer se hizo una amiga nueva. Las dos tenían la


misma estatura y el mismo brillo como de concentración inten-
sa por el tamaño reducido de sus cuerpos. La amiga nueva es
muralista y le cuenta su vida a la que acaba de conocer. Cada
vez que me acercaba, porque me atraía su charla llena de risas,
la pintora le empezaba a susurrar a mi esposa en el oído. Y yo
tenía que irme a tolerar peroratas masculinas, seudopolíticas,
enfervorizadas por una cantidad grande de cerveza. Estábamos
en una calle cortada que una asociación de actores, bastante
inclasificables, había ocupado con banderines y focos de colo-
res como planteando cierta escenografía de una nostalgia falsa.
Pero casi no había actores, o los pocos que había se dedicaban
a representar una borrachera callada. La mayoría de los asisten-
tes veníamos de una reunión con egresados de la facultad de
filosofía, en un brindis que no quería terminar y que arrastraba
hacia esa calle de corso barrial a varios grupos. Mi esposa hizo
una amiga y se daban la mano para ir juntas al baño o a la barra
a comprar más cerveza. Al otro día, vimos la obra de la mura-
lista de ojos claros, pelo oscuro con flequillo al bies y sonrisa
fulgurante, y eran paredes enormes que pintaba sobre anda-
mios y que reproducían o bien sus propias creaciones, como de
libro infantil, o bien grandes obras de los nombres más exito-
sos, a los que parecía ironizar. Los usaba para decorar bares y
otros boliches, o para imponerle alegorías al paseante ocasional.
Nunca hubiera podido ser su amigo, el desinterés sexual no ha-
bría podido instaurarse desde un comienzo. Ahora espero que
mi querida esposa la invite a casa y me deje escucharlas contar
la vida, las imágenes, los orígenes familiares y migratorios de
ambas flores de corolas oscuras y pétalos blanquísimos que re-
ducen todo canon de perfección a un metro y medio de chica
en actividad, y toda literatura a su potencia de conversadoras.

En la fiesta de cumpleaños de un amigo ya viejo, o más bien


antiguo, me encontré hablando mucho, bien entrada la noche y
en las inmediaciones del amanecer, con dos chicas muy disími-
les y sin embargo con orígenes comunes. La más alta no tenía
maquillaje y su pelo corto se traducía en un discurso lógico y
siempre afirmativo, se dedicaba a estudiar los alcances políticos
del sistema de Kant, de sus delirios clasificatorios. Aunque no
hablaba en absoluto de eso, sabía bien que la frivolidad de la
charla es crucial en esos lugares y horas, y al ritmo de música
folklórica de otros países por momentos bailaba. Sólo después,
cuando la otra chica se alejó, le pregunté por su filósofo y hasta
me animé a comentar la idea de belleza humana, que no es sino
un ideal y no puede ser juzgada.
Más bajita, más joven, la actriz que había migrado a pro-
bar suerte en Buenos Aires tenía, en cambio, muy pintada la
cara como si quisiera agregarse una década y exhibía, con una
ingenuidad característica, sus nuevos descubrimientos: un poe-
ta muerto, ya merecedor de olvido entre los que escriben, un
cineasta clásico… Pequeñas naderías, insignificancias cultas,
frente a su infancia proustiana que volvía cada vez que hacía
un gesto de asombro, casi un tic, abriendo mucho sus grandes
ojos azules.
Yo no tenía gran cosa que ofrecerles, salvo la ironía. Así que
me alegré cuando mi mujer, aquella noche extrañamente vestida
de rojo, les recomendó literatura de vanguardia, rebelde, lesbia-
na, para chicas modernas que todas querían ser. Incluso yo.

Intervalo estival.
Ayer llegamos al país tranquilo, fueron doce homéricas ho-
ras de manejar el auto y distraerse del mundo verdadero. Salgo
impetuosamente a la mañana a ver la ciudad portuaria, compro
un libro, una gaseosa, desayuno y paseamos con niños y herma-
nas conversadoras, aliadas, acompañadas en su esfera secreta. A
mí, solo en un país raro, parecido al que conocemos pero leve-
mente distorsionado, me da un mareo y la amenaza de desmayo
me trae miedo, tal vez enojo. Agarro la manito del hijo varón
para recobrar fuerza. Me compro la libreta en un museo de
artista algo impostado, como todo vanguardista que encontró
su fórmula y la sigue, y una birome estándar con el logo para
incautos.
Seré un turista con notas, al menos que la cabeza en marcha
disipe los mareos. Ni trabajo ni celebración del ocio que obliga
a estar contento, noticias de un repiqueteo de las frases que no
me abandonan. Y en el museo, frente a un estanque con peces
anaranjados, mi hijo de tres años se ríe, grita y da vueltas. Hace
correr más rápido la tinta.
Esto se llamará, obviamente, “cuaderno de vacaciones”.
Montevideo se abre como un barco de ocasionales esplen-
dores vencidos por el tiempo y la desidia, cuya proa entra de-
cididamente en el mar, pero no tanto por el deseo de avanzar,
sino más bien por la gracia de hundirse en una fuga infinita.
Veo desde la ventana torrecitas cilíndricas, ¿orientales? No
llegaré a la tontería de sacar conclusiones falsas de observacio-
nes de lo real, los edificios, las formas de caminar de la gente,
la desigual distribución de la plata, la belleza de otros cuerpos
que podrían ser tan extranjeros y tan parecidos a lo mismo, a las
mismas migraciones, como yo.
Ayer tiramos piedras incontables con mi hijo a una playa de
puerto, sin arena fina, hecha de espigones y gaviotas carroñeras.
Una piedra más grande, otra más chica, una enorme y acaso
peligrosa para un nene de su edad, pero ejercita la voluntad y
los músculos de sus bracitos con increíble destreza. ¿Cuándo
perdí esos juegos, el deseo de llegar más lejos o apuntar mejor?
¿Suplanté la acción por la contemplación? Yo valoro la acción
del chiquito incansable, veo su fuerza y su alegría, para que per-
manezcan como un punto elevado de vida en este día, en la ciu-
dad del monte fantasma, aunque eso implique mi quietud y mi
distancia, que para mí sea imposible ahora un goce inmediato.
Mejoró mi salud. Hoy salimos de viaje hacia la costa norte.
Siete en un auto.

Un día y otro día, playa y comidas. Y en la playa se para a cada


rato la sombra indeseable del aburrimiento junto al calor, y
al viento en ocasiones. Pero en un momento escucho la voz
del nene que murmura sus cantitos al mar: “ié, ié, íee, eie, eie,
eie…”, y entiendo que existen formas de vivir lejos del pensa-
miento y de lo escrito. Sin embargo, aun así, me asombro, como
si no lo supiera, de todas las maneras insensatas de querer ser
mirados que asumen cuerpos jóvenes y no tanto sobre la arena
casi blanca. Si bien la belleza física acá quedó reducida al estado
de músculos, de todos modos abre la única puerta a la promesa
de no sentir el paso del tiempo. O el alcohol, la puerta siempre
disponible, obligatoria en los días venideros.
Compro unas caipirinhas a bajo precio y me empiezo a reír
mientras las olas tibias mojan mis pies y sacude mi otra mano la
de mi hijo que lanza una carcajada con las vueltas incesantes del
agua siempre iguales y siempre distintas.

En estos días de embriaguez continua y casi literal, sólo una


aparición a la siesta mientras camino hacia la playa con los in-
numerables bártulos que necesita una familia a cada hora: me
doy vuelta sobre una plataforma de madera, invadida por la
arena muy fina, para ver si mi hija me sigue y no se cansó de
llevar alzado al hermanito que se niega a correr el riesgo del
suelo caliente, entonces se interpone entre mi vista y mi hija una
figura alta, de vestido blanco, impecable, con rastas sobre una
cara incomprensiblemente perfecta. Me pasa. La veo irse, su
juventud delgada y flotante, la transparencia del vestido blanco,
el largo pelo enredado y después ordenado en un semi rodete.
¿Cómo llamar a esa fascinación de un instante, a lo imprevisto
que no se repetirá?
Pero el pueblito es chico, poco literario en sentido moder-
no, y la desconocida reaparece a la noche, es la moza de un
pequeño bar y restaurante al aire libre, frente al mar. Apenas ve
mi hijo su rostro perfecto y las rastas larguísimas, los ojos de
hilos dorados en la luz nocturna, se queda como hipnotizado,
no puede dejar de seguirla. No se trata de amor ni sentimientos
ni relatos, sino de impactos, impresiones, choques. Al mismo
cuerpo joven, respondemos ambos con fascinación y raptos.
Yo, disimuladamente, sin señales, él, con el descaro de la peque-
ña infancia, parpadeando repetidas veces, hasta que la chica se
da cuenta y le habla y al final lo besa.
Volvemos varias noches; al llegar, mi hijo abraza encanta-
do a la moza más alta y después se despedirá con otro abrazo
interminable. Tengo que tocarle el bracito alrededor del cuello
de la chica para recordarle que nos vamos, que la deje ir, que es
imposible tener esa belleza, es muy grande para él –como todas
las cosas que no son para jugar– y yo soy viejo para el mero
impulso. La chica se ríe y le dice: “¡Estoy enamorada!” Qué uso
leve de palabras graves, pienso.
Pronto nos iremos del pueblo y una sonrisa delegada de un
hijo a un padre será un punto en el olvido que todo lo cubre,
todo lo borra con sus olas que no paran nunca, con la erosión
que se lleva incluso al cuerpo que intenta recordar.

Más de un mes ha pasado y vuelvo al campus, no a buscar una


idea sino a hacer un prescindible trámite. No hay nadie, excepto
unos obreros que remodelan algo, pasantes, administradores,
guardias y poquísimos chicos que estarán cursando los ingresos
de algunas facultades. Todavía faltan semanas para los primeros
exámenes. El cuadernito amarillo resplandece escondido en mi
maletín negro, está contento de volver aunque sus temas pue-
dan ser tan banales. ¿Acaso los hay de otro tipo? Con la vida de
un burócrata o un emperador, un viajero o un fóbico, un men-
tiroso o un afásico, igual se puede hacer literatura. ¿Y no son
también el adjetivo y la palabra “vida” meramente literarios?
Pronto escucharé los trinos de pájaros y alumnos, pronto ten-
dré que usar la voz durante horas para chistes con tonos graves
que sólo esconden la única pregunta: “Y vos, ¿para qué vivís?”
Volvió a llover ayer, abundantemente. Y el calor se hace into-
lerable aun al amparo del aire acondicionado del bar. Por los
grandes ventanales se ve el pasto crecido, descuidado. Los ár-
boles festejan con diversos tonos de verde este verano que no
acaba ni piensa en acabar. Febrero es cruel, ya se anuncia el
trabajo, los horarios, pero quizás sea más amable que la destruc-
ción del cerebro disfrazada de ocio. Ojalá hubiera alguien con
quien hablar, únicamente un evadido de sí mismo puede venir
a la facultad casi vacía, húmeda, inhóspita, tan sólo para anotar
un par de frases y satisfacer la ansiedad de llenar un poco de
papel. Me abstraigo ahora sin ningún motivo y espero, en días
venideros, la vuelta de los cuerpos, las personas con su rumor
cambiante a mi alrededor.

Con entereza enfrenta el jardín de infantes, en una época del


año en la que nadie parece estar obligado a nada. En un instante
que no podría medirse, su lágrima regresa al ojo que se aclara
y borra las nubes de su ceño minúsculo, como el tiempo que
tarda una gota de rocío en evaporarse y volver al cielo bajo este
calor insuperable.
Y vamos con su madre a jugar a los papeles, los mensajes, las
gestiones, a la escritura de notas que nunca llegan a extenderse
lo suficiente como para hacer su propio mundo. Los límites de
mi cuaderno son los límites de mi lenguaje. Una piecita solitaria
con ventilador en un pabellón administrativo de la facultad de-
limita una burbuja del mundo. Pero no hay mundo, salvo el de
los muertos, que no salen a la siesta por los campos universita-
rios, que apenas hablan en forma de letras impresas.
Cuando hacíamos el fuego con mi hijo para los asados de
las vacaciones, creí que su fascinación por el baile de las llamas
elevándose encima de la pira de troncos y de piñas se parecía a
los raptos que le causan las mujeres jóvenes, pero no, era otra
cosa. El crepitar de los muertos que nunca conoció le decía que
hasta la madera más dura se consume. Mis garabatos azules se
resisten al caos que los habita, como los círculos de unos dibu-
jos esféricos en la perspectiva involuntaria de mi hijo de tres
años no quisieran convertirse en el ovillo laberíntico y opaco
que en ellos se insinúa.
Voy a salir del box. A buscar una invitación, aunque sea un
saludo sin palabras, búsqueda de cabezas afirmativas que co-
miencen el año riéndose.

Ayer dejé una nota para mis enemigos reclamando una justicia
vanidosa, salida del espejo del reconocimiento. ¿De qué sirve
creer que se ocupa un lugar, una cátedra, un cargo? Ya la nuli-
dad del prestigio literario, el más apreciado de todos y que no
se da nunca sin envilecer la cabeza que corona, indica que su
medida es la pérdida, el derroche de palabras que apuntan a la
disolución íntima, estallidos en el aire negro de un espacio infi-
nitamente divisible. ¿Qué goce entonces, de alegría o rabia, me
impulsa a denostar a otros, a exigir un derecho en el que nunca
creí? No puede ser un enemigo alguien a quien no considero
siquiera como lector, presa de estereotipos, moldes con inter-
pretaciones políticas de las letras, que son en realidad pura ma-
teria. Igual de insignificante, la amistad obsecuente o la toleran-
cia de dos jóvenes becarias que me escuchan durante una hora
completa. ¿Les estaré cobrando así? Al menos trato de parecer
gracioso, distendido, ácido con la idiotez universitaria. Pero es
una gracia que forma un pequeño subconjunto dentro de la
gran esfera idiota, ese universo otario, esa unidad hacia el verso
gregario. También el filósofo sobre el que escuché decir ton-
terías, en tres horas de una así llamada “defensa de tesis”, fue
un pobre profesor, un filólogo. Y su rechazo del pensamiento
en rebaño no es más que una formación reactiva, un defecto
profesional. El pastor que profesa y da clases sueña que es una
singularidad, pero el rebaño de los pastores es el más grande y
el más disciplinado. Ser una oveja inocente, un negro, un bruto,
un ser inferior condenado a quedar afuera del universo de los
libros, ¿es acaso el sueño ingenuo del pastor?
Una de las becarias, la mayor, que viene de una estadía en
París, me cuenta las pavadas que se dicen allá sobre la literatura
latinoamericana. Por suerte, la uruguaya que ella estudia y mis
amigos argentinos no pertenecen a ese objeto afrancesado. Yo
pienso y digo casi lo que pienso: la universidad es el refugio
de bobos institucionalizados, o perversos que fingen bobería
en todas partes. Pero también: todo el mundo es una univer-
sidad, con la crueldad de la economía incorporada a costa de
vidas, cuerpos monetarizados. Basta de idealismo, las chicas se
van y voy a hablar con una secretaria de la carrera de filosofía,
cuya sonrisa merecería figurar en la oficina visible de una buena
empresa multinacional. Tengo un amigo muerto que pensaba
así, con un cinismo que disfrazaba su amor incondicional a la
belleza, en palabras, en cuerpos, en máquinas flamantes; desde
que leí el mensaje de celular que me anunció su muerte, no
puedo dejar de incluir, en mis pensamientos, su parodia. ¿Qué
hubiera dicho él frente a esta chica? ¿Adónde hubiera mandado
los trámites a los que obedezco? ¿Cómo se las habría arreglado
para escribir en la prosa de mi pequeño mundo? Un delirio
explicativo que crece y se ramifica, creando su propio espacio
geométrico como un panal de abejas, y que se vuelve una oda,
sin métrica, a su recuerdo en mi cabeza.
Mujeres de cuarenta que se ríen a carcajadas frente al pabe-
llón del decanato y no se olvidan de una juventud que todavía
las hace irónicas con sus funciones. Levantan entre las tres, de
jeans y con remeras de colores, grandes planchas de cartón para
fundar una editorial de libros valiosos disfrazados de sencillez.
Todo les parece posible en la amistad, en la semejanza que no
compite. Los varones andan solos por las oficinas como si la
especie los hubiese condenado a ser únicos en cada espacio o
manada, o bien a formar grupos de nómades solteros que envi-
dian y que imitan a las chicas. Demasiado simplista, la etología
oscurece los movimientos que veo con sus divagaciones y deli-
rios de ciencia. En el viejo edificio de hace un siglo, repican los
cantitos de las emprendedoras siempre nuevas, llenas de cor-
tesía y dones para la conversación. Tienen máximas secretas y
escondidas en sus cabeceras portátiles que dicen: no descuidés
el cuerpo ni la ropa, no descuidés los libros ni la mente, con
o sin hijos hacé que la vida siga las huellas de la felicidad. ¿O
imagino yo el canto de estos coros, como si no pensaran por
su cuenta y aisladamente en los mismos combates, las agendas
y los plumajes del prestigio que, en el presente, se yerguen doc-
trinarios? Despreocuparse es arduo para todos. Ahora escribo
en una salita con muebles nuevos, tapizados de cuero ecológico
blanco, donde mi mujer, una chica cantora y muy risueña, lee
las aventuras de un argentino nómade y yo espero que me trai-
gan sus escritos sobre estética algunos estudiantes. El vicio de
escribir ya casi no me deja leer si estoy muy lúcido, preciso estar
perdido, la cabeza en brumas, para agarrarme a un libro como
un náufrago que flota en su madera y no se acuerda de dónde
viene, ni puede saber adónde llegará.
Pinto las hojas con azul o negro en pintitas, trazos, plumas,
piedritas, formas todas de mis letras si no fueran leídas. Y sin em-
bargo, aun a la distancia, ninguna se parece a la siguiente. ¿Será la
unicidad de cada página una inconsciencia similar al ala del azar
de una mariposa? ¿No querré ser alguien que se repite, aunque
sólo sea una imagen persistente, un yo, su cuerpo y sus maneras,
en el lapso de un año o de un cuaderno? Yo no puedo verlo.
Los árboles del campus están espléndidos de verdor inconte-
nible en el último mes largo de verano. Cuando caigan sus hojas,
ya habrá pasado a través de mí un siglo y medio de filosofía y
crítica literaria, como soplos de otro ser desconocido en el tubo
de mi cuerpo, asociándose en mi garganta, mi lengua y mis labios
a la tonada natal de una región del habla en castellano, solamente
los dientes permanecerán firmes, tal vez. Es época de ensayos,
sin funciones para el público. Si mi vocación fuera hablar, no
escribiría. Pero, ¿no hablo acaso para ya no escribir más?

En este día nublado, me da miedo caer en la mentira y en la


grandilocuencia. ¿A quién le importan las ocurrencias y las fra-
ses de alguien al que no le pasa casi nada? A mí, obviamente,
pero el narcisismo inaugura el instante y el continuo donde se
aleja lo real, lo visible, se esconden los otros, y sólo quedo yo
con mi lenguaje.
Gris oscuro está el cielo y se destacan unas flores chiqui-
tas y fucsias, como señales que retroceden ante la tormenta.
Una chica santafesina me pide una firma para estudiar durante
cinco años a un poeta cubano, becada. Está contenta como si
el estado le hubiese concedido una garantía de felicidad, rara
reacción. En general, la preocupación de tener que cumplir con
inciertas obligaciones, la amenaza de una contraparte que ha-
bría que devolver, nubla un poco la dicha del becario. Como si
Dante apareciera en los sueños de los chicos –¡ojalá lo tuvieran
tan presente!– y les anunciara el contrapeso infernal de sus ino-
perancias terrenales.
Llega a mi mesa el pollo y la ensalada, que pedí sin tener
hambre, y ahora que interrumpo mi ejercicio, sé que después
del almuerzo no será igual. Último vistazo a las vetas grises y
blancuzcas del cielo sobre los árboles: que lo real se insinúe en
un gesto.

Hace un rato leí la nota de un amigo, que antes fue alumno, aun-
que ahora el tiempo nos ha igualado, en cierto modo. Refugiado
en el periodismo y en la indigencia, se burlaba del pretencioso
mundo de la “academia”. Es verdad: estamos muy lejos de ser
ciudadanos libres de Atenas. Pero también es fácil burlarse del
ocio crítico, de las peroratas vacuas, de los libros abstrusos lle-
nos de rótulos teóricos, y de las preocupaciones por la litera-
tura. Estar afuera es un truco más literario que cualquiera. La
vida siempre aparece en otra parte, por eso incluso esto: el bar
despoblado una semana antes del inicio de clases, la prosa sin
sucesos, las hermanitas de verde –Envidia y Vanidad– que jue-
gan invisibles en el pasto de las lomas cercanas y cuyos cantos
suenan con insultos que acunan: “¡periodista!”, “¡profesor!”,
“¡resentido!”, “¡pretencioso!”, “¡no escritor!”, “¡no escritor!”;
incluso esto, decía, se desenrolla como el paso de la vida. Y si
no existe la literatura, tampoco se podrá contar la vida.
Falto de ritmo, me encuentro en el estado ideal para escribir
un resumen obtuso sobre filosofía y tragedia para un congreso
donde lo único lindo serán las fiestas, las bromas, el cinismo.

Vino a cenar a casa el periodista amigo, y calificó varias veces


su nota sobre una fiesta y una visita porteña y vanguardista de
“autoindulgente”. Disculpas aceptadas, que para nada hacían
falta. La verdad no es posible, aunque leo a un filósofo político
a la mañana para descansar de unos funcionarios del estado
francés que me abrumaron con discursos inmovilizantes. Por
la tarde, ahora mismo, otro filósofo que añora la verdad y cree,
con fe desmedida, que unos seres llamados griegos vieron luces
no lingüísticas en el fondo de la noche de una religión eclipsa-
da, me repite su cantinela de la fidelidad al origen, al verdadero
sentido de un puñado de palabras.
A las cosas les gusta esconderse, y yo soy una cosa. El vino,
el champán y el fernet de anoche con mi amigo no se van tan
fácilmente. Una cosa perdida entre las cosas y que responde a
impulsos inmediatos: sed, ganas de ir al baño, ansiedad por algo
muy salado o muy dulce. Y sobre todo, vencido por los dos fi-
lósofos que me ocuparon el día de lectura, está la desesperación
de no entender nada, de buscar a tientas alguna frase resonante
para usar cuando la cabeza vuelva a su lugar y pueda otra vez
escribir como si me importara. Lo real es absurdo, como una
frase trivial y demasiado pintoresca que leí en el poema de un
joven cordobés, angustiado por el peso de serlo y encima que-
rer escribir: “por la avenida pasa un trolebús”. Pero es así: ¡aho-
ra mismo pasa enfrente mío un enorme trolebús desvencijado,
que alguna vez fue azul, fue gris, fue un invento no contami-
nante, fue una cosa que esta burlona palabra “trolebús” cubrió
para volverla su apariencia! Prisma con gente que rueda y se
olvida de haberse subido a un sinsentido para llegar a casa. Yo
también me voy a mi casa, a las cosas perdidas que la pueblan.

Ningún chorro único se esconde detrás de los colores que sin


embargo fluyen por el pasto y los árboles, que cubren a medias
una torre rematada en pirámide rojiza con otras cuatro pirámi-
des de cemento a la cal que la rodean. Me invade entonces la
típica curiosidad del habitante de esta ciudad que se cree vieja:
¿en qué década del siglo veinte se construyó la casa, ahora pabe-
llón del departamento de música?, ¿qué años permitieron esos
símbolos ya tan decorativos?
Pero no es este un mundo donde pasen los siglos. Europa es
un oriente tan lejano como los chinos o, en este caso, los egip-
cios. Cuando se compuso la música que azota los pianos donde
practican los estudiantes no había acá nada, una montaña baja
en el borde de la ciudad jesuítica, un gran baldío. Si supiera
una pizca de botánica, podría distinguir las especies de árboles
europeos que un paisajista de nostalgias parisinas puso entre
los edificios para amenizar el espacio. Hay unos pinos, y allá
enfrente del blanco pabellón de la pirámide, robles, un sombrío
bosquecito de robles debajo del cual se forma barro porque las
copas tupidas no dejan crecer el pasto.
Un viejo filósofo y poeta, el día en que me quiso conocer
porque leyó mi primer ensayo de pensamiento seudo-propio,
me dijo hace más de veinte años: “mirá los robles”. No ima-
ginaba que permanecería tanto tiempo cerca de su sombra in-
móvil, ¿centenaria? La ciudad me resultaba chica, provinciana,
brutal. Ahora, hasta un campus con sus límites y su población
homogeneizada me parece que pulula de puntos de interés, más
de los que puedo o quiero captar. Y la literatura universal, que
iba a cambiar conmigo antes de cumplir veinte, es un absurdo
ya como cualquier pirámide ignorada en un techo que nadie
alza la vista para contemplar.
El ser que busco o el que escribo no florece en bibliotecas ni
en archivos, es el negro profundo donde terminan los colores. La
muerte que significa, apenas signo sin lectura, que no podré ver
más este cielo arriba de los techos intensa, extremadamente azul.
En una hora tengo que dar clase, o más bien empezar a decir
qué nombres, qué libros repetidos quisiera que se renovaran
bajo la lluvia gris oscura que ha seguido todo el día. Pero no me
preocupa el contenido del “programa”, sino la vuelta ambigua
de una profesora enferma que odia mi cinismo y sufre cada vez
más graves síntomas de resentimiento. Habiendo hecho poe-
mas malos, ensayos pésimos, incluso tesis poco sostenibles, la
inercia de las cosas académicas, el tiempo, los idiomas, los via-
jes, le otorgaron un lugarcito mínimo en el mundo: una cátedra,
que se le escapa ahora con el tiempo biológico, y una influencia
acaso imaginaria en el sistema académico. Pero todo lo malo
que escribió, perdonable en cualquiera, como todo lo que no
le sale a alguien que se esfuerza, en su caso se convirtió en ren-
cor disfrazado de ansias de reconocimiento. Absurdo que reza:
“que los otros me den lo que no tengo”, y que termina en: “los
otros tienen algo que no me dan”.
Enfrentarla, desoírla, esperar que se vaya de nuevo, por en-
fermedad y por vagancia, es la pena prosaica de este día. Y sin
embargo en el fondo aun abrigo, contra el fresco de la lluvia que
persiste, una esperanza en los nombres que parecieran siempre
idénticos y en cada año únicos: más de la mitad italianos, casi
todo el resto españoles y como broches de joyas exóticas, dos o
tres rusos o polacos. Ningún origen significa nada y acaso debe-
ría detenerme en los nombres de pila para leer en ellos persona-
jes de cuentos, de novelas, homenajes a poetas muertos, meros
estereotipos de moda y religión, entre otros rubros. Brillan los
nombres en la planilla de asistencia, antes de tener caras, voces,
mucho antes que uno de cada diez pronuncie y escriba signos
de haber leído con la intensidad que requiere la vida nueva, la
única que tendrá ese nombre, ese cuerpo y esa voz.
Un gesto necesita siempre alguien que lo mire. Hoy tendré
que evitar que mi silencio parezca rodeado de aires de superio-
ridad, de la infatuación idiota del lugar. Pero, ¿cómo desdeñar
el lugar sin que eso arrastre también a las poblaciones diversas
que lo recorren? No atendiendo para nada a la población, sino
a la búsqueda del único que escucha, que quizás se vaya lejos y
que muy probablemente nunca conoceré.

La voluntad del paisaje no está sólo en mi vista distraída que


habrá unido sin querer árboles, edificios, bares, sendas, cañadas
y pequeñas mesetas alisadas para más y más aulas, pabellones,
gente que camina de un lugar al otro, más allá de las supuestas
perspectivas o los posibles motivos racionales. Hubo antes una
planificación, de hecho existe todavía un área de “planeamien-
to” que organiza calles, estacionamientos, construcciones, pero
allá lejos y hace tiempo alguien pensó en la vegetación, en los
techos de tejas, en las citas coloniales o afrancesadas de ciertas
fachadas. Lo único salvaje del espacio unitario que contemplo,
con un campo visual difuso mientras escribo, sería el abigarrado
y colorinche cúmulo de murales que cubren la mitad de la altura
de unas grandes paredes. Adentro de ese edificio, el “pabellón
gris”, desprovisto de muebles y de divisiones internas, bastante
despejado, salvo por bastidores o mesas de carpintero, pintan
y pintan los estudiantes de arte, destinados casi sin excepción a
la vanguardia del olvido. Pero más olvidables serán mañana mis
palabras, movidas por esa simulación del entusiasmo en el que
consiste dar clase. Palabras que rodearán un concepto efímero,
unos libros ya viejos en sus teorías rebeldes, unos nombres que
ni siquiera son literatura. Igual acentuaré, insistiré en la impor-
tancia de la forma de las frases. Nadie dice nada, pero los ritmos
que lo arrastran, los vientos que pasan por un cuerpo en vías
de agotar su energía y sus años lúcidos inflan de vez en cuando
velas nuevas. Con perdón de la alegoría, aunque según decía un
poeta gastado por el uso: todo en mí se vuelve alegoría. ¿Y qué
quiere decir “escritura”, en la traducción literal de mi clase con
franceses hiper-eruditos? ¿Qué, si no una alegoría del acto que
ejecuto en la intemperie de una mesa de bar sobre un mantel
de hule? Es la ruina de un sentido, de algo que sentí, y que
ahora debo imaginar como sentido en el otro, mensaje acaso
para otros más aún. En el que mira la ruina, en el que descifra
el jeroglífico, se resuelve una sensación, se interpreta el ritmo
perdido. Todo está separado en la escritura, como frases en una
hoja, palabras en una frase, comas en el párrafo. Mientras los
sonidos están tan lejos que las rimas sólo probarían descuidos
del prosista.

El viernes tengo que “dialogar” con un poeta al que conozco


bien, de mi edad, pero con el cual nunca pudimos ser amigos.
Ahora me pregunto por qué, aunque es probable que sean cues-
tiones de temperamento, costumbres, vicios, maneras de odiar
diversas tonterías que se escaparon de la prosa sin llegar tampo-
co a ningún área libre. Eso, carácter, antes que las lecturas que
tenemos, lo poco que pude disfrutar en sus versos minuciosos
y realistas. Debería escribir algo sobre él, aunque ya muchas
cabezas universitarias lo hayan hecho y me arruinen el primer
vistazo de hace más de quince años.
Las chicas que organizan la entrevista me preguntan detalles
de los años noventa, como si entonces se hubiera desplegado
alguna fábula, un origen para lo que al menos a una de ellas le
gusta leer.
Unos obreros construyen algo y cambian pisos de granito
blanco cerca del pórtico con columnas en el pabellón donde
está el rectorado y las secretarías. En el sótano, en unos días es-
taré preguntándole a mi viejo conocido, mi amigo siempre por
venir, cosas tan planas como: “¿Qué relaciones ves entre poesía
y política? ¿Cómo fue tu educación en el exilio de tu infancia?
¿Qué pensás de la poesía actual?” Por suerte, no tengo que con-
testar tanta idiotez, algo que podría traducirse del griego: lo que
se responde solo, lo que no le importa a nadie más que a uno.
La poesía en la televisión es un oxímoron, una pornografía
sin imágenes, un ruido codificado que cualquiera pasa de largo
más rápido que el canal de las mascotas o una monja rezando.
Ahí estaremos, de todos modos, como los chicos que éramos
hace unos quince años, desorientados en el país trasandino de
los poetas, pensando sin decirnos que no seremos amigos pero
que todo aquello que nos resulta banal, adverso o indiferente
en el mundo pareciera unirnos. ¿A qué obedecería, si no, la ocu-
rrencia de hacernos conversar obscenamente para una nadería
técnica?
Sólo nos interesan otros chicos y chicas, que escribirán y
nacerán odiando la tele, los diálogos literarios y la poesía en pú-
blico. Mi amigo, en la desolación del viernes, quiere dar forma a
una imagen poderosa, distinta de todo lo ya escrito, una idea del
presente. Yo también. Pero soy muy débil para dejar de seguir
leyendo compasivamente a los muertos. Me quise muerto en la
juventud para escribir como un clásico. Él se sacrificó, se detu-
vo en un punto instantáneo, para dejar fija la foto del momen-
to. Nos une la atención al eco del lenguaje, el descuido de un
contenido comprensible, la desgracia pasajera de hacer versos.

Espero a una psicóloga para una reunión inútil y seguramente


llena de tonterías: cosas que se piden a quien no puede darlas.
No puedo evitar escuchar un diálogo entre un pedagogo y
un arquitecto, donde este último reclama con insistencia atroz
un certificado de haber expuesto algo en un congreso de tema
inescrutable. “Pero yo estaba… –dice, lastimero– me ningunea-
ron”. Porque su apellido de ortografía rara no figura en los re-
gistros. “¡Y el autor soy yo!” –repite.
La realidad es inverosímil. Hay que volver a la imaginación,
es decir, a mí.

Llegaron dos psicólogas a interrumpir mis devaneos con la vi-


ñeta de lo que entraba en mis oídos hastiados. Por suerte, no
piden nada, sólo propaganda, mensajes, sellos y logos. ¿Quién
me manda hacer de funcionario sólo porque a una amiga lejana,
tanto que puedo dudar seriamente en llamarla amiga, le picó
la avispa de hacer política universitaria? Antes de la insípida
reunión con esas dos señoras psicólogas “del trabajo”, escuché
unas citas de una ecologista que se volvió loca en un colegio
secundario y que les habla a sus adolescentes cautivos del con-
trol necesario de la reproducción, de la aptitud o la ineptitud de
ciertos padres para cuidar a sus hijos, de una teoría aterrorizan-
te que rezaría “perro come perro”. Nos reímos con ganas de la
bióloga nazi en su aula lejana, pero qué horrible debe ser tener
que soportar su discurso de la racionalidad poblacional.
No hay control, nunca hubo ni lo habrá, por suerte. La re-
producción es un descuido, siempre. La educación no reprodu-
ce a nadie, nunca.

Se terminó mi día después de las tres. La siesta abre sus brazos


a la inercia. Tan sólo escribo porque me quedan lejos la cama,
los libros, la casa. Tendré que tomar el primer colectivo del año.
Miraré con alegría las calles y los autos, la gente caminando, a
los ocupados y a los desocupados, desde una perspectiva ca-
ballera en un asiento elevado. Y me adormeceré y me repetiré
frases y me contaré cuentos.
Se nubla el cielo y amenaza con largarse una llovizna liviana,
se apaga un poco el verde de las palmeras en el patio seudo
colonial, que contradice el pórtico del frente, con columnas
enormes que recuerdan cierta arquitectura fascista. Para colmo,
el pabellón, sede del rectorado, se llama “Argentina”. Sé que
los ilustrados del momento asumen la ironía del entorno, pero
aunque abriguen el lema “ni Dios ni patria”, todavía tienen mu-
cho que negar.
Me espera el colectivo, su espera, su andar lánguido y en
oleadas que vuelven a irrumpir en cada arranque, cada pocas
cuadras. Me espera su comunidad callada, su indiferencia social.

Tuve un sueño: en un lugar de las sierras donde pasábamos


cierto tiempo, una noche de insomnio, que nunca tengo, decidí
ir hasta un bar flotante en una olla del río más arriba, pero esta-
ba cerrado, las luces apagadas. Entonces se me ocurre nadar y
me tiro desde la plataforma de madera donde de día debe haber
habido mesas y sillas. La corriente fría me lleva y a la luz de la
luna veo que voy cayendo, donde termina el estanque u olla
empieza una cascada que se transforma en túnel, en tobogán de
piedra, que desemboca en una gran pileta. Ahí, feliz por no ha-
berme raspado con nada, incluso con la idea de que ese desliza-
miento burbujeante podía ser motivo de alegría para los niños,
que me prometo llevar al otro día, veo una escalera de cemento
que sube a la superficie. Arriba encuentro una plaza de ciudad,
sin gente, ya debe ser muy tarde. Podría ser la plaza seca de una
rotonda entre la ciudad universitaria y el centro de Córdoba, o
bien la plaza del Congreso de Buenos Aires, a unas horas en
que sólo queda algún quiosco, las luces de hoteles baratos, las
farmacias de veinticuatro horas. Vuelvo a mi túnel subterráneo
y sigo de nuevo la corriente de agua. Otro tobogán me arrastra,
con menos piedras, hecho de materiales más arquitectónicos,
y en la próxima pileta, otra escalera, de granito con bordes de
metal dorado, me hace subir a una galería comercial muy vieja,
pariente del pasaje parisino y abuela de los shoppings. Salgo a la
ciudad, hay gente en la peatonal, no me molesta estar en malla
y mojado. Me despierto con la modesta felicidad del que ha
dormido bien, incluso más de lo necesario.
¿Qué quiere decir esto? No me importa. Probablemente
nada. El último recuerdo, signo de una conciencia que se reco-
noce tras el olvido, me hace decidir que a la mañana llevaría a
mi hijo menor a deslizarse por los túneles de agua, seguramente
más lindos con luz. En su aparente hermetismo, el sueño trae
noticias que alivian el egoísmo culpable de cada día.
¿Por qué este sueño, por qué anotar algo así o cualquier
cosa? Si miro el café quemado en el borde de la taza, o si ha-
blo de su mala calidad en el bar concesionado de la facultad,
¿por qué precisamente eso? ¿Significa algo? ¿Es signo? Escribir
siempre espesa las cosas. Quisiera tararear en el cuaderno. Las
mujeres profesoras y las chicas alumnas, con o sin maquillaje, se
inscriben en un cuadro de doble entrada como un par opositi-
vo: marcado/no marcado. Pero lo que me frena en una cara no
depende de su edad, su arreglo, ni su adaptación a mis estereo-
tipos de belleza. Los varones, humilde minoría en este reino de
las humanidades, parecen poco significativos.
Tengo que dar clase en una hora, hacerle creer al menos a
uno de los que asistan que la literatura importa, que la econo-
mía política no. No se puede creer cuando se sabe el truco. La
despiadada selección de los que leen y escriben no deja entrar
a muchos.

Mi hijito protestó ligeramente cuando lo llevé al jardín, se vio


obligado a hacer la escena para que yo me sienta necesario, jus-
to en el día en que escucharé la insignificancia de mi nombre
propio en la renovación actual de la poesía.
Siempre fui clásico, es decir, un aficionado a las cosas muer-
tas, ¿qué poeta político, moderno, llevaría para entretenerse, en
su maletín profesoral, una interpretación de Parménides escrita
por un italiano hace casi cien años?
Escribo esto con una birome verde que compré por dos
pesos a un chico que las distribuía sin hablar en todas las mesas
del bar. Tiene un almanaque enrollado que se despliega con los
meses de este año y del que viene, aunque ni el más optimista
podría darle tanta vida a este plástico verde de la China.
Entraron después, sorpresivamente, antes de que anotara
el contraste fácil, retórico, entre Parménides y el adolescente
vendedor ambulante, mi viejo conocido, poeta innovador, con
su novia, además de un acompañante cultural, que auspiciaba
su visita a Córdoba, y otro tipo, simpático, que aparentaba ser
paraguayo o chileno o formoseño, y finalmente aclaró que era
correntino, también promotor de versos. Los asombró el bulli-
cio y la obra pública en lugares tan poco portuarios.
Después de la entrevista para la tele, los traje acá, donde
estoy ahora, a tomar unas cervezas y a sentir el pasto recién cor-
tado y a que vieran de frente los matices del verde que persiste
en los primeros días del otoño. Entre el porteño y el correntino
había más distancia que entre un griego y un cordobés, al me-
nos en su conocimiento de los secretos de la escansión rítmica,
del recorte de sonidos que realzan los sentidos y hacen de lo
casual algo dicho y escrito y más que necesario. Sin embargo,
nos unía la amistad a ciertas cosas que están subestimadas en el
mundo, pero que valen su peso en materia orgánica, en cuerpo
gastado para hacerlas.
Lo que persiste de lo que pernocta se escuchó en mis lectu-
ras solitarias, cuando volví a mi casa con los libros de los dos
bajo el brazo.
Despierto a la mañana con la primera helada del año, para lle-
varle plata a un agrónomo francés que cuida bosques cerca de
Alemania. La cara rubia y delgada del nórdico ecologista, a las
nueve, me hace pensar en un sueño que podría estar teniendo,
con una tribu alta y pálida que contemplara la nieve y se dispu-
siera a encerrarse durante meses.
¿Es real toda la gente que murmura en el desayuno? ¿O la
parquedad de estas frases comprueba acaso un vórtice íntimo,
el bosque o la montaña interiorizados sin que yo lo supiera?
Algo íntimo en mí olfatea el aire, para criticar fríamente lo
que veo y lo que escucho. Heráclito decía: “Las almas husmean
hacia abajo”. Como una taza de algo caliente que se oliera dur-
miendo y al despertar se descubre que era el desgaste del cuer-
po, no la idea de la muerte sino su proceso en presente. El
calor emana de la energía que se gasta. Por suerte, el final de un
resfrío me estimula para imaginar, para olfatear los días no la-
borables de la semana como si despidieran un perfume de vida
intensa, la última respiración de una llovizna para los árboles
del campus antes de la gran sequía invernal.

No se me ocurre nada o la nada es lo que ocurre. Quizá tenga


más bien demasiadas ocurrencias. En estos días, visita mi ciu-
dad y para en casa el fabricante del cuaderno amarillo en el que
escribo, pero despliega mañana, tarde y noche toda su literatura
y su ingenua esperanza en mundos que se amplían, en lectores
que surgen de la nada, en pobres que aprenden a leer y a escri-
bir. Y mi cinismo de superficie, más que enorgullecerme, me
avergüenza porque muestra lo que no puedo hacer, la inercia, el
fatalismo y hasta la falta de ganas de sentir deseos por alguien.
Hoy no veré ese despliegue de autodidacta entusiasmado,
que me incomoda un poco. Me calmé mirando en partes una
película sentimental con mi hijo. Y ahora escribo: si no se me
ocurriera nada, sólo haría frases.
Me acuerdo del otro día en que asistí, asombrado y por mo-
mentos estupefacto, a un encuentro de científicos creyentes,
que hablaban del cerebro y su importancia para mantener la
fe en una específica diferencia humana, como anunciadores de
una nueva, cuya bondad está por verse. No sabían escribir ni su
nombre y desplegaban gráficos en un proyector con imágenes
de una religión llamada “neurociencia”.
Como siempre, surge la pregunta: ¿a quién se le ocurre acep-
tar la invitación para dar una perspectiva estética o literaria, o
peor aún “poética” de la “naturaleza humana”? Sólo se expli-
ca el sí por los jóvenes sonrientes, químicos, biólogos, físicos,
psicólogos, los más extravagantes filósofos y literatos, que for-
maban el grupo de anfitriones. Tenían todos remeras negras
con un perfil de cabeza humana hecho de trazos verdes, rojos
y azules. No me fijé bien. Sólo su uniformidad proclamaba in-
equívocamente el evangelio de la ciencia en marcha. Me refugié
en palabras griegas, dije “fysis”, dije “antropoide”, y que ambas
cosas son sin progresión.
Y sin embargo, después de mi escrito que casi nadie enten-
dió, que cierta inhabilidad de los centenares de orejas presentes
para la ironía y las alusiones presocráticas impedía recibir, uno
de los apóstoles más severos, más amenazantes –psicólogo, es
decir: vehículo inconsciente de un léxico griego barbarizado–,
contó un experimento alentador. Tal parece que los fetos de
cuatro meses y medio escuchan en la panza de sus madres los
fonemas de la lengua que resuena en ese cuerpo parlanchín,
ansioso, hinchándose de expectativas, y que ya nacen recono-
ciendo algunos. No entendí cómo se probaba eso, cómo ates-
tiguaban los niñitos nonatos sus primeras fricativas, dentales o
labiales, pero surgió en mí la esperanza de que algo inhumano,
un idioma, fuera el destino necesario en construcción para un
cuerpo de mamífero sin aptitudes instintivas. ¿Habré llegado
ahí también a la religión? Fe en las palabras. Aunque la literatura
no hace remeras, o al menos casi nunca, para convencer a nadie
de su eficacia.

Entre los murmullos estridentes de grupos que se acercan al fin


de semana, en medio de los seres verbales que tienen permitido
el acceso a las profesiones no manuales, frente al sol que insiste
en ignorar la instalación del otoño, me llega la cita que exclama:
“¡Qué raro llamarse Silvio!”
Luz filtrada por las hojas finas de unos árboles, que espera
desaparecer en la noche, cuando me olvide de mi nombre y
busque cualquier cosa embriagadora antes del sueño, lo más
lejos posible del reconocimiento.

Ansiedad, ansiedad, tu nombre amargo se apodera de los días


que vendrán, ahora que se fue de casa mi escritor amigo con
toda su agitación de cartones pintados y entusiasmo lector.
¿Cómo encontrar de nuevo, aunque más no fuera, una pizca de
apasionamiento por leer, por escribir y hablar de libros?
Ansiedad, que me hiciste maltratar a mi mujer, a mis hijos
(¿a mí mismo?), te doy un poco de frases nutritivas. Ya llegó
el frío, llueve, las mañanas empiezan más tarde. Ya es hora de
calmar el crecimiento inútil de brotes, capullos o zarcillos. Me
debo un ensayo sobre la indescriptible tarea de traducir, que no
sé hacer. Mi juego con los latines es apenas un trasvasamiento
fácil, basado en la obsesiva familiaridad que me une al castella-
no. Y otro, me debo, y un poco temo, sobre “la muerte”. Los
directores de revistas han perdido sus temas públicos, banales,
y ahora quieren confesiones, desgarramientos.
Desde que era chico, la ansiedad supo llamarse “muerte”,
imagen del clic de un interruptor que terminaba con la perse-
cución de frases, con su flujo ilusorio. De las imágenes, podía
prescindir sin miedo, casi a gusto. ¡Pero qué horrible oscuridad
en la noche de mi pieza a los diez años, cuando sabía con certe-
za absoluta que se iba a cortar la voz que me dictaba adentro, la
que leía, la que elucubraba, la que fantaseaba con escribir o ser
muchísimas cosas!
Ansiedad insumisa, te condeno a quedarte callada en este punto.

Se ha ido el sol por unos días y el frío crece, como si inesperada-


mente esta esfera grisácea hubiera decidido imponerse y rociar
de una inédita nieve las hojas verdes que demoran en cambiar
de color. Pero la nieve, entre nosotros, es pura literatura, o el
blanco del papel que defiende su frío contra los avances de la
bolita entintada y caliente de tantas biromes fugaces.
Me espera un breve encuentro, más allá del par de horas de
silencio y de oír hablar, con dos seres contrastantes: el joven
entusiasta que cree todavía en el devenir de las ideas y en la
intervención responsable del intelectual sobre el arte y cosas
así (“Helarte” es lo que hacen tus opiniones coherentes, pero
¿cómo sacar a alguien de su imaginaria responsabilidad?). El
otro ser, una vieja profesora enferma, se aparecerá con la cara
siniestrada de tanto anhelar aplausos o huellas. Y odiará al en-
tusiasta porque su ética de la erudición no le pertenece a ella ni
le rinde ninguna pleitesía.
Y sin embargo, la vida alienta en el humito blanco, que de-
trás del vidrio sale, rítmicamente, de labios aún más jóvenes
entre las mejillas blanquísimas que este otoño súbito enfría y
pinta, destacando la forma de cada rostro, poniendo un encan-
to de máscaras en las más simples naturalezas.
La vejez absurda y la muerte impensable podrían llegarme,
apenas lo pienso, como a cualquiera. La única esperanza es ne-
gativa: ni resentimiento ni charlatanería. O sea, con jovialidad
y poniendo la escritura siempre antes de todo mensaje, palabra
o herencia. Como un cuaderno de incoherencias y fragmentos
ocasionales que me protegiera de la “obra”, su helado, marmó-
reo y mudo manto de nieves eternas.

Antes de que se enfríe este viento de otoño, compraré los pasa-


jes para ir a Buenos Aires, donde espero ver a algún escritor o
sospechar que alguien escucha lo que trato de leer.
Iremos juntos en un “viaje romántico”, según la interpre-
tación que hiciera nuestro hijo de una escuela sentimental y
mistificadora, adepta a la escritura absoluta, al fragmento que
extraña el todo. “Romántico”: sin familia, sin subordinaciones,
todo amor y amistad, esposos amigos, hijos amados, y así su-
cesivamente.
Pero ahora, entre las facultades de arquitectura y de mate-
máticas, en un bar con gran número de computadoras en las
mesas, le agradezco al sol de la siesta que levante sus remolinos
de tierra iluminada y ponga un pequeño límite a los días de fies-
ta, excesivamente ocupados por brindis y tabaco.
Le debo un gallo al nombre, entonces, de una editorial ami-
ga, “siesta”, donde publiqué mi último libro juvenil y griego, y
el primero de mis colecciones de autobiografías, tan sinceras
que parecen construidas, basadas en anécdotas encubridoras.
Ni el pasado ni el presente pueden ser experiencias, apenas re-
latos hechos siempre a destiempo, enseñanzas inventadas más
tarde sobre escenas de aprendizaje por suerte ya olvidadas, tal
vez dolorosas. Pero allá voy, a leer de nuevo poemas sobre una
vida que no me animaría a llamar “mía”, en el viaje romántico
con la chica chispeante, que también se dio cuenta de que nues-
tra ciudad natal no era la patria de nuestra inteligencia. Lo que
queríamos y querremos leer está allá, cerca del mar, del falso río
amarronado, aunque lo que escribimos sea de una vez y para
siempre un pliegue de afecciones y de nombres, de niños en
crecimiento alborotados por la tonada nativa, que se apodera
de sus voces en la primera infancia.

Se termina el cuaderno y se van a hibernar las fibras porosas de


los últimos días cálidos (aunque nunca se sabe en estos climas).
Momentos de máximo rumor, conspiraciones inocentes y
alegres maledicencias que rodean mi día feliz: mañana toma-
mos el ómnibus rumbo a dos días de pura literatura en una de
las más lindas ciudades del mundo.
Última nota sobre la moda: una remera azul francia ajustada
en el cuerpo de una joven filósofa que conozco, que estudia la
intimidad, el cuerpo y el yo en el primer ensayista de la historia
literaria, señor de la montaña. Se la ve más contenta, incluso
más joven, que cuando convivía con su compañero de años.
¿Será cierto lo que decía Quique, que las mujeres divorciadas
se ven más altas?
Cuando vuelvan las flores ya no empezaré otro cuaderno, al
menos no con este personaje. Me despido ahora, en la penúlti-
ma hoja, antes de ensuciar el cartón de la tapa. Y ni la monoto-
nía de los temas, ni la vergonzante frecuencia de la admiración
inocente e inapropiada hacia los cuerpos que pasaban delante
de mi mesa ocasional, ni la ausencia de verdaderos relatos, ni la
manía rítmica ni el adorno retórico, me impiden sentir algo de
nostalgia preventiva por estos meses de anotaciones.
Ahora que se acaba todo esto, sin las horas y las medias ho-
ras de libertad y de descarga, ¡cómo me faltará el tiempo! ¡Hasta
qué punto se comerán los minutos el ensayo y las clases, y el
monstruoso trámite!
La brisa mueve las hojas por enésima vez, y algunos tramos
todavía escasos del verde general empiezan a virar al amarillo, al
color del cuaderno que se habrá de cerrar definitivamente, jun-
to a sus parientes exteriores, las foliaciones secas, nervaduras
que no crecen, sequedades.
Tal como termina un poeta búlgaro su narración en versos,
su cirílico misterio: hay que poner punto final, para que pueda
empezar algo nuevo.
Segundo cuaderno
Afuera del cuaderno:
En la noche más feliz que empezó con cervezas y charlas
ligeras y se fue espesando hasta bebidas más oscuras, ella me
contó sobre sus novios, sus hermanas, y yo no veía ninguna otra
cosa que sus ojos brillantes. Y no era pensable creer en su relato
de huérfana, en mi desesperación de no dormirme nunca.
En un momento, pensé que era demasiado tarde, que hubie-
se debido estar durmiendo porque al otro día tenía que hablar
en público, pero también que toda hora es una sola y el reloj,
un compás para el ritmo de la muerte de la orquesta balcánica
que susurraba miniaturas populares en los parlantes de su no-
tebook.

No tendría, no tendré nunca motivos para empezar otro cua-


derno de pequeñas prosas sobre un pensamiento, sobre su au-
sencia cada día o cada semana. Pero el invierno se abalanza para
cristalizar este silencio sostenido por unos meses, tanto que no
pareciera soportable sin una cuota de miniaturas escritas. El
frío que comienza me trae una idea helada: no haber nacido. La
posibilidad de no haber nacido.
Un griego podía hacérselo decir al sátiro de su imaginación
borracha, hacer que eso fuera una fórmula de la felicidad. Un
destino perfecto sería no haber nacido o, en su defecto, y el de-
fecto de existir siempre ocurre, morirse joven. Pero es mentira,
todos los griegos son mentirosos. La tristeza de las sombras,
hechas de nombres de muertos, que imaginan soñando eterna-
mente con destinos pobres, vidas muy simples, pero siempre
a la luz, al sol, prueba que no querían morirse nunca. Este es
mi pensamiento trágico, preocupación de todos los días y to-
das las noches, porque yo podría no haber nacido, y los chicos
seguirían en esta biblioteca universitaria, con sus notebooks y
sus fotocopias, subrayando la nada con aplicación, y el invierno
llegaría con su mínima dosis de sol, y después la primavera,
todo seguiría igual sin mí. Si mi madre hubiese escuchado a
sus parientes médicos que le aconsejaban abortar, si su residuo
último de huérfana creyente no le hubiese dicho que lo más
racional a veces puede ser cruel e insoportable, no estaría escri-
biendo, no estaría.
Sin embargo, la obsesión trágica sigue presente como ansie-
dad sin fondo y sin final.
No hablaré de los estudiantes que hacen ruidos de papel
en esta misma mesa de madera clara, no hablaré del frío de
esta mañana que dio paso a una entibiada siesta, ni del trabajo
para el almuerzo de mi hijito, que quería comer mirando televi-
sión y que, ante mi distraído repaso de un filósofo alemán para
dar clases, me sentenció: “Vos querés que me muera.” Así que
abandoné todo papelito y me puse a llevarle mínimas porciones
de papa y milanesa a su boca oracular.
No hablaré de las mentiras que invento para creer en las fra-
ses y en las obligaciones de seguir escribiendo. Anoto sólo un
estado: no puedo evitar las quejas y causar ciertos daños aními-
cos, una inquietud, el enojo, a todas las personas que quiero. Es
la duda trágica también. Podría no haber nacido o estar muerto,
y entonces, ¿cómo es que sueño con querer a mi familia, a cada
uno? La unicidad –que el mundo no existiría sin mí– necesita
tantas pruebas que nada la satisface.

Salgo a la luz. Dos días he pasado en la oscuridad de un posible


divorcio, que me dejaría solo con mis opciones de autoflagela-
ción. Incluyendo una noche de perfecto insomnio, poblada de
dos figuritas parlantes. Una decía: “Separate, si es el destino, si
es un hado, si tu carácter no permite convivir, si tu ansiedad te
lleva a descuidos y excesos incompatibles con la vida familiar,
y quizás encuentres, en un departamento solitario, una rutina
atravesada de franjas oscuras, un llanto y una escritura.” A este
engañoso consuelo, entre las 4 y las 5 de la madrugada, en la
pieza negra, boca arriba, con dificultades para respirar bien,
excesivamente lúcido, contestaba el demonio más veraz de la
desesperación: “Llorá ahora, pedí perdón, mentí, decí que vas a
cambiar, no dejés escapar a la belleza que en este instante duer-
me odiándote en el otro costado de la cama. Sólo muriéndote
podrías solucionar el problema que tenés.”
Pero terminó, pasó, salí a este día de siesta luminosa en el
frío mes de junio, convencido de querer lo que me rodea, hasta
que vuelvan la noche y la sed.
Sobre el pasto amarillo y el polvo de la sequía, contra el
viento helado que a la noche congela todo, las chicas y los chi-
cos caminan abrigados y la lana ampulosa no me deja decir que
esconden algo atractivo, pero si apareciera una cara, una sonri-
sa, una forma de mirar el mundo, esta luz los confirmaría, sería
una esperanza para enfrentar dos horas y media de trabajo prác-
tico sobre un escritor viejo que hablaba del futuro y lamentaba
el misterio de las imágenes, las añoraba y las quería borradas; un
manifiesto cuyo cumplimiento ya resulta obvio, porque todas
las imágenes guardadas en discos, chips, máquinas, films, bits,
fueron borradas antes. Y la forma chueca de caminar de una
chica que pasa, que veo de espaldas, con su suéter rosa viejo,
calzas negras, pelo desarreglado y un estuche de violín a modo
de mochila, no cabe en ninguna reproducción técnica.
Dos horas y media para repetir que el arte nunca existió, que
una cara no se representó nunca, que los dos días de desierto
que crucé no se pueden registrar. El último demonio meridia-
no me dice que tampoco esa travesía me enseñará nada, que
soy el mismo, la misma cosa sintomática, rítmica, tiránica, que
acentúa sus aristas como los rasgos de una cara que envejece y
no se mira.

Asistí anoche a la fiesta de dos chicas treintañeras, que se que-


daban a dormir en casa. Sus vidas conversadoras de huérfanas,
artistas, risueñas y sin límites de horario, se desplegaban como
flores en un comedor calefaccionado que hubiesen espolvo-
reado de humo y cenizas. Veinte, cuarenta, sesenta cigarrillos,
risas y más risas, confesiones, cerveza, vino, hasta que decidí
acordarme de mi salvación, y a las cinco de la mañana corrí a
acostarme con mi muñeca pompeyana.
No me dejaban ir las dos artistas de ojos despabilados, de
modo que al escuchar que se decían “chicas con suerte”, por-
que habían sobrevivido y hasta aprendido una forma de ver
el mundo, habían amado y habían sido amadas, les contesté:
“No tienen suerte, ustedes son estrellas tan resplandecientes
que ni las grandes dosis soledad ni el descarrilamiento de sus
destinos pueden apagarlas.” Y entre la niebla del humo espeso
se levantaron ambas sonriendo a toda máquina, y me abrazaron
amigablemente.
Ahora, en este bar frente a mi colegio secundario, yo escribo
la nada de cada día mientras mi mujer vende libros de cartón en
una mesa de la peatonal, con un puñado de estudiantes rubias
que son la prueba viviente de que la poesía no es el único bien
que hay en el mundo.

Caen las vainas secas de un arbolito que apenas mueve el viento


entre unos pinos, cuyo verde resiste. Aunque este sol de in-
vierno me ha sacado el abrigo que agarré a la mañana, cuando
fui a escuchar declaraciones de principios, nobles pero inefica-
ces, con las cuales estaban todos de acuerdo en la comisión del
derroche y el dispendio del tiempo, docentes, no docentes y
estudiantes, aunque tampoco creían en lo que proclamaban, en
contra de las fumigaciones tóxicas cerca de barrios suburbanos
por parte de agricultores ávidos e inescrupulosos.
Ahora, tras el almuerzo, preferiría dormir, tal vez soñar, an-
tes que esperar la exposición de una tesis sobre revistas insig-
nificantes de gestión cultural en la ciudad insignificante donde
vive la gente fumigada. En medio, el ágil entusiasmo de mi mu-
jer, que apareció detrás de mí, de mis ojos leyendo a un poeta
amigo, y cuando me di vuelta porque su mano pequeña suave-
mente rozaba mi hombro derecho, capté de pronto su imagen
de largo pelo negro y lacio, la nariz griega y la sonrisa que casi
nunca desaparece de su cara. Como si no la hubiese visto ape-
nas hacía un par de horas, como si la declaración ecologista y el
café y el almuerzo hubiesen suspendido mi memoria de ella, la
vi volver, la vi llegar, y el mundo fue algo menos desolado, una
sequía invernal con esperanzas de otra estación, y la muerte se
alejó más allá de lo que tocaba la luz, ya no estuvo entintada en
cada frase, en el punto final de cada registro.
Ojalá que la voz de la tesista en una hora trine bien y que
pueda salir volando por el cielo de otro campo, libre, sin avio-
nes, sin placeres suicidas ni anhelos de sumisión a rutinas tóxi-
cas. El amarillo, el ocre, el verde claro y el marroncito tenue
del suelo calcinado por la falta de agua giran en remolinos casi
imperceptibles cuando encuentran un poco de aire que los im-
pulsa, les hace desplegar su paleta completa de tonos terrosos,
tan endémica en los pintores de la zona. Es lo que hay, lo que se
ve, excepto por el celeste que se mira allá arriba sin una mancha,
inspirando quién sabe qué sentimientos, hasta el altruismo que
me resulta obsceno en su teatro de proclamaciones.

Dos hileras de árboles amarillos y verdes captan el esplendor de


un sol de invierno, que ha puesto otra vez cervezas en las mesas
de afuera, donde algunos chicos dilapidan alegremente una piz-
ca de tiempo. Por la galería verde, sobre una senda de cemen-
to, avanza hacia mi ventanal, de frente, una chica alta, con un
termo en la mano y unos papeles bajo el brazo, la minifalda de
jean promete piernas esbeltas, envueltas en calzas negras, pero
resalta más que nada, en su pose estatuaria, la remera elastizada
de flores rosas; todo en un instante de marcha rápida y ya des-
aparece de mi vista. Distraído, por dibujar la frase que la com-
prenda, no veo bien su cara, la olvido; en la espesura del vistazo,
algo parpadea, una lucecita de lo que Platón, amigo y enemigo
de los cuerpos, denominó “belleza”. Incluso si la hubiera visto,
mirado fijamente un minuto, tampoco conservaría en mi retina
más que ese parpadeo. Ni hablar de las frases que no contienen
su imagen de caminante orgullosa.
Recién se va mi esposa de la mesa, y me saludó con un beso
ceremonioso porque me vio ofuscado, hundido en el deseo de
escribir y en la desidia de una resaca. Ahora le pido tiempo
a ella, mi mujer, que se va a hablar de poesía ante cientos de
alumnos y a ser deseada fervorosamente, le pido lo que perdí.
Le pido su imagen, la persistencia de su belleza en mí, no un
parpadeo. Todavía me acuerdo de su aparición de una tarde,
hace más de cinco años, cuando llevábamos una década juntos,
con un sobretodo negro y largo hasta los pies, el rostro blanco
de maquillaje, que me saludaba seria, inquisitiva. No sabía si
acercarse o no, yo estaba con un novelista irlandés hablando en
dudoso francés, y éste, seguramente amigo del whisky céltico y
de las fisonomías mediterráneas, exclamó de golpe: “¿C’est ta
femme? Quel beauté, quel beauté!...” Entonces pensé: “Sí, es
insuperable, ¿cómo no me había dado cuenta?”
Ahora sé que miro la belleza que pasa como un aviso lumi-
noso del goce que habrá de terminar cuando me muera. Cuan-
do no haya un siguiente parpadeo.

Como unos veinte metros de ventana continua abren la biblio-


teca a mi derecha hacia un pequeño parque de pasto seco y
árboles sin hojas, más allá, dos o tres hileras irregulares de los
perennes, cuyos nombres ignoro, con sus copas redondas de
hojas finas, que recuerdan tal vez una prehistoria de helechos
menos altos.
Esta tarde hablaré de cosas que no quiero, de discusiones
de ideas sobre acontecimientos políticos y criminales, ¿qué será
entonces lo que me gusta, la melancolía de no cambiar? Tampo-
co quisiera ser una muestra de artes en vías de extinción, pero
es verdad que el aburrimiento en el que anida la grafomanía ya
no pertenece a este mundo. Los verdes claros de los árboles
redondos se alternan con otros más oscuros, y al fondo un pino
alto todavía más oscuro, pero ¿quiere decir algo acá lo “claro”
y lo “oscuro”? ¿No se escapa por ahí todo matiz, mi presencia
somnolienta en este mediodía cuya luz me entrecierra los pár-
pados? La naturaleza se ha vuelto alegoría, y encima la planta-
ron para que sea un adorno, un descanso visual.
Probemos con una forma menos romántica que el horizon-
te, un ser hablante, aunque ahora en silencio, que lee una revista
de color verde flúo justo a dos mesas de la mía. Es una chica
con un suéter rojo demasiado cargado de puntos de tejido en
el doblez del cuello ancho y en el frente. Subraya con un resal-
tador, también verde flúo, la información que quisiera retener.
No sabe que los datos, al igual que la imagen de su flequillo
largo que le cae en la cara, no pueden retenerse salvo en un
sueño, y que la mnemotecnia se ha vuelto más pesada que una
bolsa de piedras para tirar en el sendero de un bosque, que muy
pronto dejará de existir. Un medallón plateado sin religión, una
especie de escudo o arabesco, pende de su cuello que se estira al
máximo para revisar más papeles, hojas sueltas que apila, y ese
adorno resalta sobre la lana roja de un modo que habrá estu-
diado, o bien adoptado sin pensarlo mucho, con más éxito que
todos los apuntes compilados para un olvido obligatorio. Pero
ni el adorno, ni el peinado de su flequillo oblicuo, castaño, ni
el color de su suéter podría decir qué cosa la distingue de otros
chicos, otra gente, que lee y anota naderías en el salón de lectu-
ra, y que ignora los árboles de múltiples verdes, así como ellos
nos ignoran a todos, nos leen como diciendo: “quizás estemos
aquí todavía varias décadas, cuando ustedes que leen ya estén
viejos y confundan los nombres de los autores, de los amigos,
de los hijos, y sigan sin saber nombrar un árbol, y se acerquen al
final de su existencia ambulatoria”. Pero los árboles no hablan,
tampoco escriben. Y en definitiva, la chica de rojo con ante-
ojos cuadrados guarda más esperanza en su concentración para
enfrentar la tarde que me espera. En su silencio serio y en su
pose, pareciera que ningún mal pudiese caerle a nadie, que sería
imposible que no le fuera bien, que rendir no implicara exi-
gencias sancionadoras. Pero a mí una profesora, celosa de ese
poder más fugaz que una flor seca temblando en su ramita, me
aplicó sus temas, sus usos para sí de matanzas que sólo puede
narrar sin derrumbarse alguien que no da nada porque siempre
reclama devoluciones. ¿Cómo podré hacer poesía en esa clase,
saliéndome del tema? ¿Podré inventar el mundo para siempre
ignorado, la felicidad que no está hecha para mí y que surgirá
acaso en la atención de otros?

La chica de rojo se ató el pelo encima de la cabeza con una ban-


da elástica, y descubrió su frente concentrada y reveló los gestos
de un descuido de su apariencia que le brinda el estudio. Como
un penacho irregular, el manojo castaño, que antes era flequillo,
levanta su orgullosa indiferencia. Creo que alguien pensó alguna
vez que la belleza brilla más cuando se ignora a sí misma, como
el árbol que no sabe que es verde. Y yo me ignoro y aprendo a
perderme en estas notas que no tienen cuentos, ni buscan de-
masiados versos, simples testigos de mis horas muertas.

Dos intercambios que últimamente me propone mi hijo, más


de una vez; la primera propuesta dice así: “Si me lavás las ma-
nos y después jugamos, te voy a dar una botella de cerveza y
una de vino.” Y cuando ve que en realidad no me causa gracia
su escudriñamiento de mis momentos de tiempo derrochado,
pasa a la segunda oferta: “Si hacés lo que yo digo, si jugamos
como yo digo, te voy a dar una biblioteca gigante llena de mu-
chísimos libros.”
Así, antes de los cuatro años, me conoce y hasta podría pen-
sar que me perdona. Sabe lo que me hace reír, me hace las bro-
mas más agudas posibles. ¿Y por qué seguiré yo tan metido en
la senda del cobarde Arquíloco? Aun cuando quiera creer, en
ocasiones, que voy y camino junto al atento Dante.

Después de cuatro días solo cuidando niños y descuidándome


tres noches seguidas, no puedo evitar un soberbio malestar que
insulta el inocente viaje de mi esposa con su hija mayor, sus
hermanas, sus primas. Y no la trato bien esta mañana, apenas
empieza a minimizar su esparcimiento. Vuelve mi soledad en las
noches heladas, con los hijos menores durmiendo silenciosos
y mi euforia trastornada que parece estar al borde del llanto
o prometerlo para el día siguiente. Si este cuaderno fuera un
optimista libro de ayuda, quizás podría proponerme ser más
amable, olvidarme del abismo o simplemente admitir que eso lo
hago conmigo aunque nadie viaje a ninguna parte. Pero cuando
alguien se ha dejado asfixiar por el enojo, ya ni todo el oxígeno
helado que baja de las sierras podrá resucitarlo. ¿Y quién, que
no era yo, me robó la alegría? Ese que se hunde en mí, el que
prefiere echarse en un colchón sin pensamientos y no escribir
el ensayo sobre un poeta grande, ni traducir un libro ni mucho
menos anotar unas frases al azar de un cuaderno inmotivado.
El mismo que escuchó dos horas de una discusión bizantina,
aunque agresiva, sobre presupuesto universitario, y sólo podía
pensar en contener una angustia inadmisible.
El lunes frío parece manchado por los jirones de sombras
del fin de semana, como si este sol líquido no pudiera borrar la
nube móvil de mi ojo. Ojalá que mañana pueda asomar la risa
del horizonte curvo de mi vista.
Abro y cierro el cuaderno, y todo cambia: ayer creía que el azul
del cielo no se desplegaría para mí, hoy se esfumó la niebla de
una crisis y hasta retrocedió el frío, como si fuera posible una
primavera en el solsticio más nocturno del año. Ayer, creí que
un divorcio era inminente, hoy, vuelve la cordialidad y la amo-
rosa literatura cómplice con mi chica, que lleva veinte años de
ininterrumpida creatividad.
Pero vuelve a mí la irrealidad de una charla de viernes, entre
el pozo del jueves cuando se fueron mi mujer y mi hija mayor,
y la locura del sábado cuando me fui a acostar casi inconscien-
te. En ese puente, me tiró una soga sociable un amigo, que se
encontró con alguien que le dijo que yo estaba solo en casa.
Hablamos un poco infantilmente de las mujeres, de la que yo
esclavizo sin querer a pesar del afecto innegable, de la que él
desdeña porque sabe que nunca lo sorprenderá pensando. Pero
la mayor parte de la noche hablamos de lo que escribíamos, de
la compulsión compartida y de la inocente admiración que nos
causaba nuestra propia facilidad para llenar páginas con nada.
¿Seremos los egotistas de esta aldea infame y de este siglo, don-
de cada nombre se busca a sí mismo en una red infinita que
nada significa? Da igual. Risa para los dos. Yo con fernet, por-
que venía herido, él con un vino tinto que se tomó heroicamen-
te. Después la vanidad nos fue llevando a pensar en listas de au-
tores apreciados y en anécdotas que pudieran envilecerlos para
sentirnos superiores. Sólo por estar vivos, superábamos a casi
todos. Y antes de que nos despidiéramos, llegamos a los chistes
más procaces que se encabalgaban con las fantasías de otras
vidas solteras, huérfanas, entregadas sin remisión a la literatura.
Ahora, lejos de esa resaca y cerca de unas hojas secas en
una copa arbustácea, que cubren a medias el perfil de un cubo
color crema, donde estarán dando clases, las últimas de este
cuatrimestre, no me convence para nada ese nomadismo cé-
libe y demasiado literario. Lo poco que no conduce en línea
recta a la desesperación y a la idea de la muerte está a mitad de
camino entre el pequeño libro que conmueve y las palabras, la
mirada, el gesto de los seres vivos que se dejen tocar por una
mano destinada a escribir desesperadamente, y redimida por las
pausas, donde aquella charla risueña se debería incluir. ¡Cuántas
décadas ya de esos vacíos viriles, que quisieran ignorar el amor!
Como en el cáustico comentario de un poeta checo, que me
acompañó esta tarde al sol feliz del campus, y que exclama:
“¡Mujeres! Es como una palabra en fuga que se hubiese dete-
nido desnuda para entregar sus ropas a nuestro deseo, y dijera:
‘¡No soy el amor!’” Sublimación forzosa y represión, sexo des-
conocido, irreconocible, y hasta nuestra amistad de literatos, le
ponen diques al sentimentalismo. ¡Y qué bueno sería tenerlo,
risa y lágrima fáciles, dispuestas, repartidas al mundo, sin escri-
birse! Pero ni siquiera la ignorancia significa felicidad.

Hoy mi mujer y su amiga, que vive en la pieza de arriba de casa,


sucesivamente, rompieron en llanto. Una fecha límite para edi-
tar diez libros y presentarlos les ha puesto una excesiva tensión
a sus vidas risueñas, casi siempre joviales. Pero enseguida, tras
la descarga y el asomo de pelea, siguieron hacendosas su día
encaminado al gran evento literario de la semana que viene, en
que imaginarán que el mundo cambia, o al menos la ciudad, por
diez libros buenos que se van a publicar sin concederle nada
al mal gusto ni a su cómplice, la cortesía. Y aunque no cambie
nada, porque la esfera de lo publicado es como una cabeza ya
madura, con recuerdos más pesados que piedras, y en ella todo
libro se vuelve vidrio o pétrea alegoría, aun así, sin revoluciones
a la vista, ellas se van a reír y yo tendré un empuje de felicidad
que me hará querer seguir y seguir escribiendo, sólo para ellas
dos, sólo para un atisbo de lágrima que brilla antes de la llegada
de sus risas. Diáfanas. Chicas para quienes los años no parecen
pasar.
¿De qué color son las nubes? ¿Opalinas? Demasiado pálidas
para el gris y demasiado opacas para que muestren un pedazo
de cielo. Tengo que recibir en dos horas papeles que no leeré,
pero a los que pondré números, son las últimas calificaciones
del semestre. No quiero la belleza en mi cuaderno, aunque fuera
un paraíso, como los ojos llorosos de una amiga atormentada
demasiado hermosa pero que no miente nunca. Quisiera la ver-
dad, aunque fuera un infierno cuya crueldad se pareciera a la
corona de espinas que tengo puesta ahora, las palpitaciones de
mis sienes que recuerdan lo que yo no puedo. Pero, ¿es posible
llamar a esta sensación pasajera, de un día, con el título de “ver-
dad”? Tan sólo la crueldad resulta en un momento necesaria.
Aunque también exagera. No sale el sol y el ópalo del cielo se
empaña. Tanto que ni el astrónomo Galileo, ni mi hijo que lo
celebra podrían decirme dónde está, o siquiera si existe.
Aunque mi vida dependía de eso, ayer, y pensé en acostarme
y mandar a dormir a la melancolía, miré el reloj a las cuatro y a
las cinco, pero igual seguí corriendo, vaso a vaso, hacia el pozo
de una lectura absurda y que ya nunca podrá recuperarse.
Se va despoblando ya la facultad en la inminencia del receso
invernal, no hay en el bar un solo rostro que me despierte, que
me redima o me alivie de la pesada corona. ¿Será que me apuré
un poco cuando dije: “belleza, no, verdad sí”? Se aparece de
nuevo en mi cabeza el tristísimo poeta checo para repetir su
sentencia de ultratumba: “¡Remordimientos, sí, alas no!”

Ya se vienen los baches imposibles de esquivar, ya termina la


semana laboral, pero para mí los días se diferencian poco. En
la biblioteca, la concurrencia es numerosa, el simulacro de un
final que se da a mitad de año precipita a los alumnos sobre sus
resúmenes de copias de ideas repetidas. Y yo estoy como si hu-
biera terminado de escribir mi último libro, y entonces tuviera
que callarme y llorar para que empezara a brotar alguna especie
de habla. Aunque sólo haya terminado recién un ensayito sobre
un poeta amigo, que podría ser mi padre y que tal vez sea el me-
jor que haya conocido vivo. Pero en vez de hacerle justicia a su
gran libro sobre la economía, el deseo y el dinero en la infancia,
con un tratado que desglosara todo lo que él puso ahí –desde
los presocráticos hasta la historia argentina reciente–, me dedi-
qué a divagar, a confesarme sub specie eruditionis. Ahora, sin
una idea, me resisto a callarme, incluso a recobrar los motivos
del llanto, que están ahí, idénticos, inmutables. Si tan sólo se
manchara de blanco el cielo impecable, de un celeste que ame-
naza con ser turquesa, podría recordar la belleza que pasa y la
vejez que llega. Sin embargo, me mantengo impermeable a los
tópicos, a sus cenizas fáciles. Esta noche levantaré vuelo, por
así decir, hablando con poetas más chicos que yo, en más de
un sentido. Y cuando haya tomado suficiente, aunque nunca es
suficiente, me olvidaré de quién soy. Antes, voy a ver si mi mu-
jer sacó a sus chicas cartoneras, preciosas, silenciosas, a pintar
tapas en la plaza seca, bajo el sol derrochador contra la usura
del invierno. Entonces me acordaré del pensamiento trágico.

Me siento al sol, como los estudiantes que viven en departa-


mentos o como los de intercambio, nórdicos, que reciben nues-
tra luz amigable de invierno bajo la forma del exotismo tro-
pical, malentendidos del que viaja. Así también, pusieron un
parlante en la placita los chicos que dirige mi mujer y suenan
canciones populares magrebíes, en francés. Todo parece invi-
tar a la tranquilidad, al placer y quizá también al lujo, porque
hasta los cartones reciclados brillan en sus coloridos títulos,
exhibiendo la altivez de tanto riesgo de escribir. ¿No es una
locura escribir? ¿Para quién? No obstante, se me acabó la tinta
ahora mismo y cuando alzo la vista hasta que retomo el curso
loco de un pseudo-pensamiento, me interpela una morocha de
sonrisa enorme, remera negra, jeans, me pregunta si hablé de la
“naturaleza humana” hace mil años, en un lugar donde creí que
nadie, absolutamente nadie me estaba escuchando, y me pide
que le mande, por favor, sonriendo cada vez más encantadora-
mente, lo que leí. Ahora sí, la fiesta está servida. Hasta puedo
sostener la ingenuidad de que serán leídos o esperados incluso
mis dos libritos de poemas que amontoné para este año.

El enorme damero de granito simula el piso de un palacio, con


un peristilo de columnas de piedra que cubre un techo de vi-
drio casi luminoso. Pero no es la cita de una villa romana que
esperaría a los dueños y a sus invitados con escenas mitológicas
y sexuales, antes bien el inmenso y pesado rectángulo de colum-
nas hace alusión a un orden estatal, a la estetización de la polí-
tica en la primera mitad del siglo pasado. Pabellón de gobierno,
sin aulas, que organiza, aun en la mascarada progresista, toda
una serie de acciones y ejecuciones, de sospechas y de confian-
zas, y como cualquier otra “organización” exige pruebas de su-
misión. Por suerte, ya no participo en la gestión, como le dicen.
Se me ha revelado mi propia inutilidad casi para todo lo que no
sea escribir o sus variantes. No puedo hablar, no puedo coor-
dinar, no puedo consensuar, ni siquiera creer en el último acto
del que soy todavía capaz. El frío congela y agrisa las columnas
cuadradas del pórtico que veo desde mi mesa en el bar. Pocos
signos de esperanza. Las mozas uniformadas de negro comen
tarde y empiezan a charlar al lado mío: tonadas cordobesas de
barrios profundos, que ningún progresismo ha logrado incluir
en las hileras de bancos de fórmica de las aulas no tan distantes.
Igual, la universidad no es el único mal que hay en el mundo.

En Filosofía y Humanidades se tomaron en serio el asueto in-


vernal y, exceptuando a las autoridades y a los que desearían
serlo, no quedó casi nadie. Mi mujer está pintando libros, en un
cuarto cerrado, para su increíble invento de mañana a la noche:
doce trabajos de Dánae, colgados de hilos de oro. Hizo de la
nada una editorial y un mundo nuevo. Brilla el sol en el bar
donde recalo, detrás de Arquitectura. No hay mucha gente. Y
si buscara una belleza que mirar, debería fijarme en la chica de
rastas que se sentó afuera y teje alguna clase de artesanía, con
minifalda a rayas rojas y grises, anteojos cuadrados, una forma
de estar sobre todo que parece el estereotipo de cierta moda
hippie. Sólo eso le impide ser “la” belleza, porque cualquiera
puede, en ocasiones, serlo. Un sofista le contestó a Sócrates que
la belleza es “una” chica linda, es decir, cualquiera; el encuentro,
el azar… Y después, olvido, pérdida. No existe la generalidad.
Incluso el rayo de sol que pinta de un marrón más claro cierto
ángulo de mi mesa no es sencillamente “el” sol, el mismo sol
de siempre, sino su encuentro conmigo, aquí y ahora, porque ni
siquiera su luz puede llamarse “eterna”. Aunque sea muy anti-
guo, y al lado de mi percepción ocasional y breve sea como una
montaña que se va achicando con la erosión del viento frente
al vuelo de un insecto estacional. Sólo me salva de la grandilo-
cuencia, de olvidarme de tanto insignificante encuentro de mi
vida conmigo, la prolijidad, palabras que proliferan, revoloteo
de frases, secreciones de lenguaje, cera de abeja, ¡ojalá dé con
unos colores circulares de donde sacar jugo y hacer miel! Ale-
górico estoy, grandilocuente.
La persona que más se alegra al verme, al despertarse, como
si fuera posible que no estuviese ahí, cada día, es mi hijo menor.
No sé si en verdad lo celebra o sólo quiere que yo sonría. Me
gustaría tener más automatizado, con más frecuencia, inmoti-
vado, el gesto de reír. Se levantó la hippie y era bastante fea; o
se me escapó verla mejor, mi vista presa de sus propios este-
reotipos. Un sauce enorme con las hojas inmóviles recibe su
porción de sol y pareciera más viejo que la misma luz. A las tres,
plena siesta, ponen música disco en este bar poco amigo de los
libros y hasta enemigo, tal vez, de los cuadernos privados. Pero
escribí hasta ahora con el ruido, como de insectos zumbadores
que mi insistente microfibra deja atrás o clava en el registro: alas
abiertas y alfileres en los torsos que se secarán entre dos hojas
blancas. Aunque mañana querré también zumbar en una fiesta
con alcohol, cigarrillos y la parte mundana, de libélula o coleóp-
tero, de la literatura. Que la presentación de doce libros sirva
para sentir que soy uno entre muchos, uno cualquiera, aquejado
por su manía de no resignarse a la soberbia de no dejar huellas.

En el bar de Medicina, absolutamente solo, me siento a con-


tinuar mi estancia antropológica, aunque no haya poblaciones
que observar. Yo solo me basto, con el siempre peligroso suple-
mento de escribir. No puedo casi leer. Ya limpian el piso, ya api-
lan las sillas y las mesas de caños y aglomerados o enchapados.
Es como si fueran las cuatro de la mañana en una noche que
no quiere terminar, pero son las cuatro de una siesta al sol; la
falta de estudiantes hace del campo un desierto. Sigue estando
el paisaje, pero la vida, el hormigueo, los estridentes susurros
juveniles han hecho un severo paréntesis. Y quedé acá, soy el úl-
timo guión que se cierra después de una larga cláusula y no sabe
si es correcto poner un punto después o no. Me espera con su
alcoholismo obsesivo una novelista muerta, francesa, que debo
prologar y para quien escribir es desertificar, no plantar ni libar.
Tendré que hacerlo antes del reinicio de clases, un trabajo para
Sísifo, cuyo problema más grave no era la piedra, mucho menos
la repetición de la subida, sino el deseo mismo de subir la pie-
dra, su inclaudicable voluntad.

Se terminó el receso y salió el sol milagrosamente en este día


helado, sólo tengo que buscar un libro del idealismo alemán
que me falta para armar el apunte del segundo semestre, pero
la paz de la biblioteca despoblada me atrae y voy a anotar un
par de cosas. En el último fin de semana se fue de casa la artista
plástica con la que pasamos horas diferentes mi mujer y yo, y
mis hijas y hasta nuestra perra. Teníamos una ansiedad similar.
¡Cuánta felicidad me daba ver su risa! Una noche le dije que se
fuera a dormir, y me escribió o cantó sola en la pieza de arriba
un largo mail. Y me decía y me sigue diciendo ahora que ya se
fue: “Me encuentro en una de esas noches en que no me im-
porta el relato, quizás sí la historia, noche de borrachera aguda,
donde no me importa la noticia…” Y acaso se haya referido,
con la mirada puesta en mi despedida inusual porque yo tam-
bién hubiera podido seguir, a un episodio confuso que empeza-
ba a contarme, sobre una cura alternativa a la que se había so-
metido o que le habían impuesto. Yo pensé entonces que todo
volvía siempre a la brutalidad del siglo XIX, y que su noticia de
importancia era el encanto, la ansiedad y la noche intermina-
bles, más allá de todo relato y toda historia siempre continuos,
siempre ilusoriamente evolucionistas. Ella siguió cantando, su
mail tiene la hora, era tarde, pero la oía mi computadora, yo
no podía: “Ambigua, se diría, donde por ahí sí, se diría, no le
importa nada… es lo más cotidiano… pero no sé qué me im-
porta, a decir verdad… pero esas ganas de relato me hacen
olvidar sobre qué o cómo…” Obligada a escribir, su verborra-
gia de contar siempre la misma vida se aclara sola, piensa en la
absoluta falta de fines y en el olvido que llega siempre al final
de la noche. “Noches francas de decir cualquier cosa y que sea
tema de reflexión… O de risa aguda… más cómoda me siento
ahí… en esa risa liberadora… Pero cuando me enfiesto soy una
interminable, el castigo, porque mandarme a dormir es como
una expresión de no doy más…” Ay, no quise pero ella quiso
que yo le diera órdenes, justo cuando mis mandos dejan de fun-
cionar. Al final, pareciera, una frase sincera, hablada: “Y yo sigo
como puedo, agotando mi energía inacabable hasta para mí…”
Después un blanco, quince minutos, un cigarrillo, la copa que
se agota, la energía a punto de chocar con la desesperación del
amanecer, y ella encontró su blanco adentro de su propia blan-
cura, como una transparencia que dejara ver otro centro tam-
bién transparente. Me escribió: “Es un tormento… no se acaba
nunca, sólo puedo dormir en su agote. Es terrible, es ansiosa y
vital… Que se apodera de mí y no me deja decidir… ni que los
demás decidan. Furiosa está… y a pleno, le cae bien la música,
como escribir, como hoy… cualquier cosa que signifique no
dormir está bien… y así todo el tiempo… nada la llena, nada la
convence, nada la aplasta, es una furia. Es terrible, por ahí sólo
pido que alguien la domine… y seguro no seré yo…”
Tampoco yo, más bien todo lo contrario. La residencia ter-
minó. La risa y los excesos de sinceridad deberán buscar otras
circunstancias. La soledad a medias tuvo durante casi tres meses
un par de sesiones semanales de compañía, ¡fue una fiesta con-
tinua! Si existieran los dioses, debería agradecerle a alguno que
la mandó directamente desde un cielo diáfano a la amistad de
mi mujer, mis hijas y mi casa.
Pared, entre ventanas altas con vidrios repartidos, del pabellón
donde se pinta, fuiste cubierta en la parte inferior por unos
longevos grafitti que llegan hasta las molduras de los alféiza-
res. Pero recientemente, sentaron la figura de un gordo pollo
amarillo sobre ese borde, que levanta la cabeza alerta, huma-
nizada, hasta la mitad de una ventana. No hay motivos para
pintar muñecos en una pared, sin firmas, sin otra oferta que el
ejercicio del arte manual, los dibujos más viejos ya deben ha-
ber enviudado, y los chicos que los hicieron quién sabe dónde
estarán ahora. Yo mismo fui un chico de once años que rayaba
con ladrillo rojo una esquina gris en la cuadra del barrio bajo,
antiguo, donde pasé mi infancia. Pero no hice dibujos sino un
aviso clasificado: “Silvio busca novia”, y abajo el número de
teléfono de mi casa, que en aquella época todavía estaba pin-
chado por vestigios políticos. Un día, bajé del colectivo y crucé
la calle por esa esquina, y un grupo de nenas de mi edad me
llamaron: “¡Silvio!” Me di vuelta y se rieron escondiendo sus
caras, haciendo revolotear sus uniformes y sus faldas de color
oscuro de colegio religioso. Unos días después, una chica llamó
a casa, me preguntó si era yo, si mi nombre coincidía conmigo.
Escuché otros murmullos que rodeaban a la valiente que me
habló. Me congelé y corté. No hubo más llamadas. Borré el
número en la pared, el mensaje había llegado a destino y empe-
zaba toda una vida de malentendidos. La pared quedó viuda y
la información se volvió abstracta. Mejor hubiera sido dibujar
algo, un pollo o un auto, como los que hace mi hijo, grandes, de
ruedas enormes, y con un padre al volante. Pero yo no sabía y
nunca aprendí los secretos del dibujo, solamente tenía palabras,
ni siquiera eso, letras.
Hay poquísima gente en el bar. La semana que viene habrá
exámenes. Ya galopan hasta mí las clases, la locuacidad obliga-
toria. De chico, durante mucho tiempo, casi hasta entrar a la
universidad, no podía “versear”, hacerles el verso a las chicas,
entretenerlas o divertirlas hablando, sólo repetía alguna fórmula
que escondiera todas las cosas, los libros y el dolor, y el deseo
insaciable, que me separaban del mundo normal. Ahora soy
un charlatán profesional, pero ya no necesito novias, ni mucho
menos discípulos, ni muchísimo menos admiradores. Quiero
la alegría nada más, el amarillo resplandeciente del pollo en la
pared, las risas a mi alrededor, la curiosidad en los ojos de los
otros y mi curiosidad por ellos.

En cinco mesas examinadoras me pusieron ayer y perdí el día


primaveral de julio. Cuando llegó la duodécima chica de veinte
para intentar reproducir los esquematismos de filósofos o so-
ciólogos, me sorprendió no su elegancia poco sensual, sino la
seguridad con la que usaba todos los signos de una ilusión de la
cual formaba parte. Como si el cuerpo entero, vestido con un
suéter a rayas que acentuaba un orgulloso busto, con zapatos
de gamuza haciendo juego, camisa blanca y discreto jean, dijera
que pertenecía a la imaginaria “aristocracia” local. Incluso el
apellido italiano, que reconocí como el nombre de una cadena
de tiendas de electrodomésticos, se había ido licuando en sólo
dos o tres generaciones hasta adquirir una nariz delicada, casi
inglesa, buscada con tenacidad por el dinero acumulado en el
mercado de unas fisonomías que tuvieran alguna significación
social. Su voz tenía una modulación precisa y un tono alto que
un poco contrastaban con la ignorancia o el desdén que ella
manifestaba hacia las teorías que le tocaba glosar en el examen.
Los otros dos docentes en ascenso que me acompañaban pare-
cían sensibles al efecto de esa presencia, a la que suelen llamar
“buena” los empleadores, pero que en este caso estaba más allá
de convertirse alguna vez en fuerza de trabajo. Sonreía apenas y
se acomodaba el abundante pelo castaño mientras pronunciaba
casi puros sustantivos: “campo”, “capital”, “hábitos”, “merca-
do lingüístico”. Este último término parecía atraerla particu-
larmente, porque de algún modo justificaba su ostensible en-
sanchamiento de las vocales, su ausencia de tonada cordobesa,
como señales que podían leerse para situarla en el campo social
y que le eran tan propias que se habían vuelto inconscientes
para ella, para toda su vida.
En un momento, al hablar de los signos visibles, habituales,
que indican pertenencias a instituciones o formaciones, muy
explícitamente y como desentendida de la ironía que su propia
vestimenta y su actitud producían, dijo: “Por ejemplo, los estu-
diantes de humanidades usan ropa que no combina y a veces
rastas”. Creo que en algún punto, allí donde la plata y el naci-
miento valen más que cualquier libro, despreciaba esa carrera a
la que había condescendido, acaso llevada por una creatividad
sobrante y ociosa.
Por su elegancia de dueña, aprobó la materia, sin siquiera
rebajarse a la reproducción aproximativa de teorías amarretas
sobre la división de clases. Pero en cierto sentido, en el que me
hacía refractario a su belleza cuidada, cualquier otra chica de su
clase que alcanza a olvidarse del prosaico lugar del que proviene
tiene un encanto mayor. Se vuelve “una chica”, una voz que
piensa, un andar distraído, se vuelve una fuga de los signos. No
se la puede leer de entrada y por eso, sin saberlo, acaso sea el
libro para alguien, no un campo general. Como la que bosteza
afuera de la ventana que tengo al lado, de campera negra larga
y una polera gris, mientras sus ojos con lentes recorren unas
fotocopias que sostienen las piernas cruzadas, y por momentos
levanta la vista y mira a los que pasan, o en dirección al sol entre
los árboles. Debe tener una particularidad, y por la frecuencia
con la que mira hacia su izquierda y a lo lejos, parece que es-
perara a alguien. Si soñara otra vez con el platónico que nunca
llegué a ser, diría que la belleza se intensifica cuando parece
desdoblarse en una inteligencia, como olvidada de su propia
apariencia, de su composición armónica.
Mueve el viento las hojas siempre verdes de árboles que a lo
lejos han formado un escuadrón amigable, tras la tierra seca
y el polvo de la franja que fue pasto en verano. No hay hábito
de regar en la ciudad semi-árida, el derroche se da en otros
órdenes. La biblioteca aún conserva la paz entre semestres de
las fechas de exámenes. Escucho cómo mastica sus galletas
crocantes una chica de saco multicolor, a rayas turquesa, ver-
de claro, naranja, fucsia y finalmente azul, más ancha ésta para
darle paso a una hilera de síntesis animalescas, ¿llamas? Tiene
un rodete para contener el pelo crespo y largo, y así poder leer
con mucha concentración sus apuntes; el mate intensifica sus
sentidos. Escenas que ya vi, que ya anoté, ¿qué las distinguiría?
Y yo, ¿sigo siendo el mismo? El viento del oeste alejó el frío.
Espero la primavera como un animalito obligado a disminuir
sus acciones, a acortar su tiempo móvil por el clima. Y cuando
salgan las flores, hasta me dará alegría hablar, mentir, payasear
sobre lo sublime en el arte y en la naturaleza, sobre lo inefable y
lo irrecuperable. Hablar para nada, como los colores que volve-
rán, como el pasto lujurioso con las lluvias de septiembre. Por
ahora, sopla el aire de sequía y quema la garganta, los árboles
respiran tan violentamente que se les ven los pulmones.

Están inmóviles los árboles enanos frente a los ventanales de


este deck con un techo de lona que tampoco permite fumar.
Pero la luz atrae inconscientemente a las personas como si las
hojas verdes y amarillas que se ofrecen a la vista también con-
tagiaran su tenaz heliotropismo. Anoche dormí poco y anda a
medio motor el cerebro asociativo, la máquina de frases. Me
traje un libro para no pensar hasta la hora de juntarme con
dos profesoras que me llevan algunos años. Digamos que una
sería doce años mayor que yo, y veinticuatro la otra; la simetría
es prueba. Ambas rompieron matrimonios de larga duración y
encontraron el amor que no respeta edades. Se ríen mucho, y
aunque por momentos se olvidan de salvar un poco de litera-
tura, brindan alguna clase de esperanza. A carcajadas, disfrutan
del campus. ¿Y qué hago estas tres horas para esperar ese mo-
mento, ese trámite jovial?
El libro pesimista muestra un rostro escarlata y letras negras,
la única seducción de su tapa es el logo de la serie que repre-
senta una antigua cuadriga, con cuatro caballitos rampantes y
la silueta de un cochero desnudo que alza la mano derecha y
sostiene fuertemente las riendas con su izquierda.
Más de veinte clientes en el bar y nadie que me sirva de mo-
delo. La semana termina y todo el mundo deserta en busca del
abismo tibio de una insana diversión. Para mí, empezó antes.
Para el cuerpo, que se tira de cabeza a la resaca del pensamiento
absorto, no habrá nunca, nunca una salida.

Un viejo bar de barrio, un poco oscuro, donde espero que mi


hija termine su lección semanal de bajo eléctrico, me sirve para
recordar la furia que ayer despertó en mí el ataque de dos viejas
profesoras hacia mi chica y su proyecto de utopía literaria. En
mi presencia, una burocrática educadora progresista se atrevió a
rechazar que los libros amados pudieran tener envases pobres,
de cartón, si los pobres no podían amar también los libros. Para
esa señora aviesa, de intenciones ocultas, acaso envidiosa de una
juventud cuyas rebeliones paradójicas todavía la habitan, la lite-
ratura no debía ser jerárquica. Y así, junto a otra, sorda, literal-
mente, inválida, iban sumándose al coro de los que no distin-
guen lo realmente escrito, lo intenso de los chatos mensajes del
progreso. Me fui violentamente de la estúpida reunión y tal vez
mi gesto silencioso ayudó a que finalmente se aprobara el pro-
yecto literario. Ella lo defendió con modales de sacerdotisa grie-
ga, el perfil perfecto lo confirmaba. Y el tapado corto y negro
sobre el vestido blanco de cuello alto, que destacaba su garganta
esbelta, contrastaba con las ropas colorinches de tanta hippie
culta avejentada en su permanente declamación de tonos reivin-
dicatorios que no realizan nada. La repetición se acepta, pero lo
nuevo hace surgir la envidia de los que ven declinar su vida en
la buena conciencia, sin otro deseo que perpetuar la misma re-
producción de palabras que los aniquiló. Como decía un amigo
ratón en una película de mis hijas: “Lo nuevo necesita amigos.”
Los viejos de este bar de barrio antiguo no conocen los li-
bros, salvo en su versión televisiva, industrial, y sin embargo, en
la forma en que se dirigen a la moza, en cómo hojean su diario
y toman su café cotidiano ritualmente, tienen más estilo que
todas las profesoras juntas, a las que el estudio, inútil, especiali-
zado, volvió sordas. La moza rubia barre el salón con un viejo
escobillón. Quizás tenga la edad de mis alumnas, pero no se le
debe pasar por la cabeza más que trabajar, soñar, entretenerse,
amar, y después ir envejeciendo, con suerte, en el amor, con
algún trabajo menos físico, riéndose, haciendo amigos, conti-
nuando un linaje de barrio, como quien responde alegremente
a la broma de un viejo parroquiano. Todo en una tranquila con-
centración sin presiones, sin envidias importantes, sin leer, vi-
viendo cosas que no se contemplan, que se mueven mudas. La
moza rubia apila tazas detrás de la barra, escribe con su ritmo
el sol de esta mañana.
Una llovizna helada moja el suelo y humedece la ropa. El cielo
antes que gris se diría opalino, o bien blancuzco. Ya se acerca la
noche y en un rato doy la primera clase del semestre. No tengo
expectativas. Me agobian, en parte, dos viajes próximos. Pasado
mañana salgo en una travesía larga hacia Misiones, a hablar con
un larvado jesuitismo, imperceptible para la audiencia que me
espera. Y la otra semana, a Tucumán, donde daré una conferen-
cia y leeré unos poemas. ¿Es esta la vida que querías? ¿Cómo
querés que te sorprenda la muerte?
La opacidad del día que se acaba no deja que brille nadie,
ni una sonrisa en los grupos ateridos que vuelven a poblar los
bares y las aulas. Ni el verde de los árboles parece ahora “ver-
de”, una palabra apenas, más allá de la cual se despliega el nylon
sucio de este invierno que abandonó cruelmente su sequía. La
opinión general sostenía que no podía empeorar nuestro cli-
ma, pero el rocío de partículas gélidas, que no llega a ser lluvia,
aprieta con su puño de hierro el ánimo de cualquiera.

Saco mi cuaderno de trabajo de campo, porque este viejo bar,


que tan pacífico parecía hace apenas unos días, me dispara can-
ciones en un castellano híbrido y estridente. Si alcanzara a leer
algo, no entendería nada, si alcanzara a entender o al menos a
memorizar una frase para repetir, nadie la escucharía, y si algu-
no, por ejemplo allá en la selva del noreste fluvial adonde estaré
pronto, me escuchara, no me daría cuenta. Entonces, la sofís-
tica me obliga a escribir frases, otro ritmo que me proteja del
tamborileo cursi al que con blasfemia inconsciente llaman “la-
tino”. ¿O será una alegoría esa deriva del latín que ahora canta
incansablemente la banalidad del amor sólo para tapar con una
tela hecha jirones los huesos de la muerte? En épocas en que
la huesuda bailaba, el idioma pareció de oro. Pero no tengo de-
recho a degradar el presente, hecho de canciones que se abren,
brillan y se desgarran a la misma velocidad con que pasan los
cuerpos por un escenario ilimitado. Nueve viejos esperan en el
bar un vacío, oculto en la costumbre cotidiana, cuando la edad
empieza a separar cosas que nunca estuvieron unidas. Por eso la
coincidencia, el símbolo perfecto, podrá ser una chica violinista
que me quiere hablar de poesía a la tarde en el campus. Pero
falta la fe para creer que la juventud visible pueda representar la
fuerza invisible de la vida que sigue. Es un azar su cara, como
los dados que caen a cada rato y dictan, tarde o temprano, la
enfermedad, la muerte. Y de tanto repetirse, el juego parece
necesario. Como las frases sueltas de un cuaderno puramente
apotropaico, que fuera armando un personaje, alguien que es-
cribe para no tener miedo, para no desear la inconsciencia.

La violinista, que estudia filosofía, resultó de una estulticia su-


prema. Quería formar parte del rebaño de los poetas, publicar,
circular, “darse a conocer”… Yo le insistía en que escribiera o
hiciera amigos y se olvidara de los libros y el cálculo editorial.
¿Para qué poemas, si sólo deseaba el fetichismo de ver su nom-
bre en una tapa? En el olvido de la sutil tristeza que me causó
su juventud extraviada, me subo al micro donde pasaré quince
horas de viaje, hacia Misiones. Y no me espera allá ningún poe-
ta, sólo unas charlas solitarias con público en torno a la historia
del símbolo, del signo hecho pedazos, pero sin expectativas de
comunicación. Que el paisaje me salve del hastío, o la fisonomía
de los pobladores, que una atención súbita en caras extranjeras
le dé su dosis de placer a una estadía donde mi única familia
estará en el cuaderno.
Mis maestros, los llorones, los filósofos, los rebuscados y men-
tirosos, propensos a la meditación, ávidos del poder, no de go-
bernar sino de influir y de fascinar a los más inteligentes, ellos
hicieron estos mismos centenares de kilómetros mucho antes,
hace siglos, con mayor lentitud, que quiere decir mayor tenaci-
dad. Y yo, ateo, no a su devoción sino a su memoria mundana
me dirijo. ¿Qué otra cosa perseguiría, yendo tan lejos, que no
fuera mi propia estima? ¿O busco una lentísima modificación
de las costumbres? Llanura tras llanura pasan por la ventanilla
y cada tanto, la altura de unos plátanos agitados por el viento al
que deben sofrenar un poco. Y pensar que no quiero transmitir
ni siquiera un deseo de escritura, sino una manera oculta de
libertad que diga: ¡No serviré! El gesto enfático que revelaría lo
íntimo en cada uno, en todos.

He hablado doce horas en dos días sobre los símbolos, las ale-
gorías, pero nada de mí. Ningún signo de la ciudad calurosa me
interpela. Un mar de lava se abre ante mi vista: seis horas para
esperar el micro, mi cuaderno y yo. ¿Son más altas las mujeres
de la zona o las eleva como diosas de lo efímero mi propio ais-
lamiento? Ni siquiera he podido mirar los ojos celestes de una
alumna de origen nórdico, que ahora vuelve como un fantasma
escuchando mi parloteo ensimismado, ayer y hoy.
De pronto, entraron en el restaurante pulcro, provincia-
namente pretencioso, cuatro parejas de brasileños. Las cuatro
chicas agigantan su distancia, hablan en su latín aunque tres de
ellas son bárbaras o bávaras, fisionómicamente. La otra, la más
llamativa, es la portuguesa que entre nosotros parecería dema-
siado blanca y a la vez demasiado morocha. Sus cejas dibujan
los arcos de unas puertas, aunque ningún espíritu puede escon-
derse en esos ojos que miran con cariño al novio embrutecido,
de camiseta de fútbol y que a cada rato va al baño a desagotar
cerveza. También querría ese paraíso: el no pensamiento. Ter-
minaré mi vino fino blanco e iré a buscar la gruesa niebla de
cervezas al aire libre para fumar, para perderme, irme de esta
ciudad de fantasía fronteriza.

¿De qué me protegés, cuaderno loco? De escribir los poemas


repetidos de un sentimiento rítmico y estable, más familiar que
excéntrico. También, me salvás del pensamiento confesional
disfrazado de crítica. Pero sos el depósito de todo, peor y me-
jor, ritmo, prosa y reflexión, registro y capricho, aburrimiento
y entusiasmo arbitrario. Ahora que les di a leer el primer cua-
derno a tres escritores lúcidos y a una chica difícil de convencer
con lirismos, recibí indicios que anuncian el monstruo, el libro.
¿Cómo puedo ser libre ahora, comentándome, sabiendo que
cada frase encontrará un lugar y que cada infidencia será des-
cifrada? Me freno como cualquiera que encontró la felicidad
de una primera parte y se queda después solo con la ironía, el
autoplagio.

La tierra colorada abre sus labios y me comenta cosas al oído –


ebrio ya de la cerveza local– en la figura de un chico que se sien-
ta al lado mío con un perro aristocrático, shar pei, al que acari-
cio. Él ve mi libro, compañía del alcohólico, y me pregunta qué
es: “chismes de escritores”, digo. Pero él agrega una amistad,
un gesto, unas palabras a mi desierto. Ahora me siento en otro
bar, aguardo la custodia de un ángel que me lleve a la terminal,
sin olvidarme del bolso en el hotel, del cuerpo en la desidia
del calor. Tierra sin pensamiento y sin invierno, que me acuna
antes de la gran travesía como si me anunciara el abrazo de mi
pequeño héroe, con todo el sufrimiento, la ficción de sufrir, que
estúpidamente causó en él, solo en su solicitante permanencia,
en su querer el amor o la obediencia, mi muy evitable “trabajo”.
“Escribí, escribí, para qué más servís”, me dice un genio que
nunca salió del hemisferio norte, nunca sintió la pérdida de ob-
jeto que provoca la selva.

Deseo de que muera la “belleza”, para que se transforme en un


recuerdo. Que no es una teoría sino lo insoportable de una ten-
tación eficaz. ¿Qué hacer con la sonrisa que el azar ha elegido,
su forma milagrosa de combinatoria, si no amarla? Agradecer.
Y mi amor sigue siendo la mujer inteligente y linda que extraño
hasta las lágrimas, aun cuando me vaya a recibir con una mueca
que dice: “No hay luz, tus padres son demoníacos.”

Llega una primavera de palabras con el sol que se acerca, como


el par de chicos de filosofía que al final de mi última clase se
quedaron a describir sus efectos. Yo, en el fondo, bajo la espe-
cie del arte y de la estética, les hablé de la muerte, de lo negro,
del gran telón oscuro y mugriento que, según nos cuentan, le
habrá de poner fin al teatrino de las sensaciones. Uno de los
alumnos tenía un tic bastante violento y tartamudeaba, entu-
siasmado por lo que había oído, aunque yo no lo hubiera dicho,
aunque yo no supiera qué se escondía en las frases, las citas
que me invadían. Me dijo que era flautista, además. Como no
paraba de interrumpir sus preguntas e impresiones con el tic y
el tartamudeo, el otro chico, más alto, sólo pudo asentir y con-
firmar su interés mediante la presencia muda, la permanencia
de quince minutos después de hora. Varias chicas me graban
con sus dispositivos. Hoy será el tercer show del cuatrimestre.
La vanidad se alimenta, hace su fotosíntesis y se dispone a dar
más brotes. Pero sólo escribir se para frente a la muerte, a la
debilidad. Hablar es ilusorio, una vida individual que se las cree.
Detrás de una botella de plástico verde, la mitad de la boca de
una chica que habla por teléfono en el bar parece recitar el orá-
culo del mes, contra el sol que se estrella sobre su pelo oscuro
atravesando el ventanal de vidrio y bailando en el plástico que,
en este momento de pausa para mi trabajosa memorización de
libros, centellea más que una esmeralda labrada.

En mi mesa, en la siesta de seguir leyendo, una chica de mus-


culosa verde vuelve a poner una esmeralda perturbadora en mi
liviana concentración. Por lo menos sus brazos y sus labios ro-
sados, cierta puerilidad que la denuncia como lectora volátil, e
incluso una larga mirada a los árboles de afuera que sorprendí
al sentarme, ahuyentaron el sueño que parecía amenazar mi vo-
luntad. El cuaderno no se alza contra el insomnio de la noche,
sino que combate con agujas, uñas, dientes de mis letras chi-
nas, la víbora soporífera del tedio. ¿Para qué seguir leyendo?
¿Qué importa un libro más, en el desgaste que roe los cuerpos?
La estudiante de verde, ajena al tiempo que declina siempre, se
muerde el labio pintado y se rasca el hombro derecho con la
mano izquierda. No sabe, o no quiere saber, que este día pasa
sin que pase nada.
Cómico de la lengua, ahora estoy en Tucumán, pero vine con
ella, que escribe en la mesita del hotel una declaración de de-
rechos femeninos, por el derecho a la poesía del hogar y a la
reproducción poética de la especie. Un enorme palacio de go-
bierno me sorprende con sus ventanas coronadas por rostros
de mujer: ninfas, aunque las tres plumas geométricas sobre sus
frentes parezcan aludir al pasado aborigen. La populosa marcha
de gente que trabaja en la mañana seca y soleada no desmienten
esos signos. ¿Y acaso “Tucumán” no es una palabra indígena?
Sin embargo, el palacio se extiende casi media manzana con
arabescos múltiples, escaleras curvadas, algún barbudo griego
en otros ventanales, revelando un estilo imperial, o por lo me-
nos afrancesado. Y yo que vengo casi del oriente y del sur, me
siento tan contento como un descubridor que viniera a donar
joyas y a llevarse sonrisas, tonadas, olores y un poco de esfuma-
tura de sus límites.

Me tomo una cerveza con un nuevo amigo, cuya poesía no supe


ver hace quince años, o más. Escucho ahora su bondad y su
cuidado de una familia con tres hijos que le hacen justicia a sus
versos atravesados de blancos, de silencios casi reverenciales.
De pronto, en el caluroso final de invierno tucumano, llega mi
mujer cuando terminamos la tercera cerveza en ese bar repleto.
Y nuestro nuevo amigo está planteando sus dudas acerca de en
qué universidad seguir dando clases, si sería mejor para él y su
familia quedarse o irse de Buenos Aires. Mi chica, que adora la
literatura porteña, no duda en decirle que se quede donde está.
Yo le digo que a lo mejor su hijo mayor no querrá irse. Él, con
delicadeza, en un susurro, sin pedir lástima ni comprensión, nos
dice que ese muchacho desconocido, de veinte años, padece de
autismo. Crece mi admiración por su poesía breve, mesurada,
casi contemplativa, porque en mi caso, en mi impaciencia frente
a las estupideces del destino, estaría aullando de dolor si me
hubiese pasado algo así: el hijo varón que nunca va a leer lo que
estás escribiendo.
En otra charla tucumana, el amigo poeta me pide recetas de
tartas con espinaca para cocinarles a sus hijas cuando vuelva a
casa. En el libro que nos regaló, voy a leer después cómo un
grito desarticulado en la noche hace temblar la casa familiar y
convierte su parque en una estepa. Respetemos, cuaderno, el
hielo de la desgracia.

Chorros de nubes le ponen franjas y líneas de puntos, e incluso


bordes como de aerosol, al celeste de arriba. Frente a mí, en la
mesa enchapada color roble, la misma chica de musculosa de
la semana pasada, antes verde ahora roja, levanta las piernas
y apoya su apunte sobre las rodillas flexionadas. Pero en mi
retina todavía brillan los dientes y una expresión que tiende a
la sonrisa constante de una estudiante aristocrática y peronis-
ta –el frecuente oxímoron de lo bello en la facultad de filoso-
fía– que hablaba con facilidad y el tono seguro de quien por
descuido muestra un hombro desnudo, sin dejar de mirar fijo
a cualquiera que la escuchaba. Hundía a los desprolijos de ul-
traizquierda en su tartamudeo de protesta imposible, mientras
guiñaba los ojos achinados que resaltaban su nariz perfecta, al
mismo tiempo que no cedía en nuevos reclamos para otros, los
que vendrán después. No sé para qué es idónea, ni qué estudia,
aunque indudablemente debe saber hacer algo más que aporías
políticas universitarias. Verla reírse puede ser un buen pretexto,
mi causa íntima y liberadora, para seguir yendo a las pesadilles-
cas comisiones de enseñanza, de presupuesto y cuentas. Como
letras de un haiku pintadas con tinta blanca en el cartón oscuro
de la cháchara que nunca para, como excepciones gráficas en
la selva espesa, como destellos, vendré a buscar sus dientes la
semana que viene.

Se cumple un año en estos días del comienzo de mi primer


cuaderno cartonero, cuando dejé las letras y quise el amor, el
sospechoso anhelo de saber. Y vi cuánto puede satisfacer, en
primavera, hablar de amor a la sabiduría. Ayer se fue de casa el
amigo que escribe como un demonio y se ríe de otro saber que
no sea literario, del platonismo, porque escribir es desear, querer
tocar, no idealizar. Antes de irse, me regaló un tercer cuaderno,
pero dudo que sirva para esta misma grafomanía. ¿Acaso pue-
de un campo, unas aulas, unos árboles, la colina presidiendo el
pozo del centro de la ciudad, todos los chicos que van y vienen,
los amigos lejanos y cercanos, ser el universo? Todas mis frases
caben en un patio de tierra, pero quisiera escribir sobre otra
cosa, sobre lo desconocido, sobre el ritmo de un dictado mucho
menos previsible: el canto afirmativo de todo lo que me habla.

Escribir sobre palabras es delirio, pero tampoco hay ideas en las


cosas y una estupidez obstinada vuelve fea la cara mejor pro-
porcionada. No es el caso de una ex-alumna, linda y sólo par-
cialmente delirante, que hace un rato me mandó un mensaje, o
varios, pero sobre todo el último, donde citaba un verso inglés,
que ella traducía así: “El objeto de la belleza es alegría para siem-
pre”. Y que yo le retraduje, antes de cerrar la computadora y salir
apurado de casa, con perversión literal: “La cosa de la belleza
es un goce constante”. Un verso no es una idea, pero contiene
elementos para fabricar varias. Busco a través de la ventana, en
la calle peatonal, lejos de mi campo de expectativas habituales,
algo visible para esa “thing of beauty”, y sentada afuera, fuman-
do, encuentro a una mujer que gesticula y habla mucho, de ojos
claros, pelo largo, lentes de sol encima de la cabeza. Y sin embar-
go no es la cosa bella, sino que lo fue, debió ser un milagro de
perfección histérica tal vez hace una década o más. Las ideas no
existen, los cuerpos se encaminan derecho a la muerte. Desde
ese punto de vista, vivir consistiría en fabricar un cadáver. Desde
otro, que ahora es el mío, cada minuto, cada risa percibida, es
un goce constante. Como el placer de hacer letras en mi página,
mientras el sol traspasa la mitad de su curso. Y el hermoso pasa-
do de la mujer que sonríe para sus amigos en la mesa de afuera
sigue siendo una fuente de alegría, admirable al fin.

Soñé que volvía en ómnibus de Buenos Aires y que ponía deba-


jo del asiento mi maletín, uno nuevo, de color beige, no el ne-
gro que tengo en realidad. Cuando me despierto, soñando que
despierto, no lo encuentro, no está debajo de mi asiento, me lo
habían robado. Rápido me resigno al golpe absurdo del destino
y sólo me desconsuela la pérdida de este cuaderno, un poco
menos me desasosiega, por los inconvenientes para la vida co-
tidiana, el extravío de mi documento de identidad. La pena por
el cuaderno se prolonga, hace del sueño una pesadilla, hasta que
me despierto agitado. ¿Quiere decir entonces que algo en mí,
no demasiado inconsciente, le adjudica gran valor a las notas
que acumulo?
Por un lado, está la imposibilidad de rehacerlas, son puro
vacío improvisado. Intentar repetir improvisaciones es una
contradicción flagrante, si no un delirio. Pero creo que sobre
todo imagino, no tan lejos del delirio y de la fe literaria, que hay
retazos de vida en los detalles anotados, que lo irrecuperable de
ciertas ocasiones habrá dejado mechones de pelo entre las pá-
ginas, como una chica que se cepilla a conciencia siempre deja
una pequeña huella oscura en el mármol claro de la mesada de
un baño.
Sin metáforas, me vuelvo a dormir y sueño, casi a propósito,
que recupero el maletín. El ladrón lo había tirado en un tacho
de plástico, que estaba al fondo del ómnibus. El chofer, que lo
busca ahí y lo encuentra, declara que, al no tener nada de valor
adentro, el pasajero delincuente había descartado el portafolio,
donde quizás esperaba hallar un artefacto electrónico…
Ahora sí, me levanto contento, y encaro el día satisfecho de
todas mis posesiones. Hasta que llego de nuevo al blanco abso-
luto, sin renglones, de estas hojas, e ignoro que es un sueño, una
simple fe sin fundamentos, escribir: creer que la propia vida o
cualquier vida entrará en las palabras para quedarse, aunque sea
un tiempo, a transmitir mágicamente algo apenas se le acerque
el calor de otra mano.

“Por una contemplación estética del mundo”, podría ser un


título de lo que escribo. Pero, ¿cuál sería su objeto? ¿Que las
cosas y las personas, los cruces, las risas, los murmullos, la ma-
ledicencia, remitieran a una inaccesible unidad? No, para nada.
Más allá de todo bien y todo mal, el tipo que enfrente, demasia-
do cerca, en la misma mesa, con pelo muy corto, lee un apunte
anillado de diagramación excesivamente formalizada y que re-
pite, en cada encabezado, el rótulo de “psicología laboral”, sin
duda que para mí no es un don, me distrae de mis devaneos
filosóficos, de mis propias inaccesibilidades. Pero me prueba
también que el mundo no funciona desinteresadamente y que
el dominio real, la economía, pertenece a los que no entienden
frases complicadas.
Dos mesas más allá, en la poblada biblioteca, una chica de
musculosa negra se ha dormido, la cabeza apoyada sobre los
brazos cruzados, el pelo castaño y no muy largo. Y aunque no
veo su cara, mi propia somnolencia me dice que ella podría ser
la prueba opuesta al formal psicólogo, de maletín y agenda de
cuero. Prueba que se deja caer como una hoja tardía del invier-
no que acaba. Si me durmiera también, ¿entendería algo que no
sé, lo que nunca sabré ni quiero saber? No obstante, reniego
a cada paso del saber, memorizo palabras rimbombantes para
hacer reír o hacer pensar o hacer dormir a mis chicos de esta
noche, y mañana me las habré olvidado. La materia se despliega
porque les hablo, y en los que tiemblan hablando, olvidados del
día en que viven, unos cuerpos hechos de materia conformada
canturrean la lengua sin abrir los labios. ¿Qué diría San Agustín
si viera tanta cantidad de gente dialogando en silencio con los
libros? Mi amigo alemán me propone: “El mundo es un libro
compuesto de fragmentos y rapsodias de épocas muy distin-
tas”. Y al final, el desagradable psicólogo de camisa a cuadros,
que sigue acá, delante de mí, desembocó en el don de un arran-
que de furiosa meditación, mientras que la felicidad de la chica
dormida, allá a mi izquierda, me recuerda el heroísmo de haber
superado mi goce, lo que dejé de tomar hace cinco días, lo que
dosifiqué, para que la intensa luz de esta siesta no me canse,
para que la clase que me espera no me abrume.

Mi hijo escribió unas letras en un cuaderno para pintar, con


siluetas de dinosaurios. Nadie se las enseñó, es endémica la pre-
cocidad en casa. Me preguntó qué decían y le leí: “FEPOPE”.
“Así se va a llamar este dinosaurio”, me responde y agrega: “Es
un nombre”. Minutos antes de venir a estudiar a la biblioteca.
Esta mañana me habló una becaria, que cometió la pequeña
traición de pasarse al bando enemigo, llorando porque habrá
imaginado que yo me enojaría. Le dije que nada cambia, que
esto es un juego, que su sueldo no corría peligro. ¿En qué mo-
mento me convertí en esa función autoritaria que puede dar y
quitar cosas imprescindibles? También el llanto llega a ser una
mentira, y es una pena ver la transformación de una chica inte-
ligente, chispeante, ávida de leer y de escribir, en una máquina
de hacer curriculum. En esa carrerita de circo romano nos ma-
sacran a todos.
Un grupo de filósofos, de estudiantes con un profesor jo-
ven, se leen afuera del bar sus raros papelitos, y parecen al mar-
gen, todavía, de las preocupaciones acumulativas, de la subsis-
tencia y el reconocimiento. Aunque hay dos chicas, la que leyó
primero y la que lo está haciendo ahora, tan lindas y desaliñadas
que podría suponerse que siempre tendrán el debido reconoci-
miento a su ser, aunque eso perjudique lo que hagan. La difi-
cultad de los libros que leen, a los que dedican la vida, impone
un gregarismo que mi soledad literaria desconoce. Mentira del
pensamiento que no sabe, o se niega a saber que es un manojo
de palabras ordenadas como una fila de autos de juguete, por
colores, por tamaños, por cantidad de puertas, por el ancho
de sus ruedas, por ser de plástico o de símil metal. Pero está
viva la chica que piensa y habla poniendo los largos y finos
dedos sobre sus labios, donde los apoya después, agarrándose
todo el mentón, cuando escucha a la compañera que explica su
pensamiento. El flequillo castaño que llega hasta las cejas per-
fectamente arqueadas podría originar una explicación sobre la
materia de todo lo que existe, porque sería imposible sostener
que no hay algo ideal en el mundo, una forma más allá de las
cosas tangibles, una palabra en el origen de su cara armoniosa.
Una lluvia a baldazos sobre el techo de chapa me despertó por
un rato, a mitad de la noche o de la madrugada, y pensé en la
caducidad de mis bienes tecnológicos, que podían mojarse y
hacerme perder acaso para siempre algunas frases hechas, guar-
dadas en ellos. Nada como el cuaderno primitivo para sentir la
ilusión de algo seguro, notas, puntos, blancos decididos. Des-
pués, vi el primer signo del día nublado, encapotado de blanco,
un tanto frío para la pre-primavera que debería reinar. Mientras
leía un libro sobre filosofía del arte, no tan difícil pero sí arduo
de imaginar para la atención de unos chicos estudiosos en mi
clase oscura, había un detalle blanco al costado de mi ojo de-
recho, distrayéndome, una bombacha de algodón con dibujos
infantiles, rosados, verdes, apastelados, doblada sobre un bol-
so de cuero negro. Alguien la había dejado ahí, al descuido,
con otras cosas en desorden. ¿Y no era algo real que estaba
ahí anulando mis abstracciones? Si pudiera decir en clase que
la cursilería magnética del infantilismo interior, de la llamada
ropa interior, en mujeres de vida sexual marcada, regular o que
aspiran a tenerla, contiene una idea del arte, improbable, una
definición externa a todo libro y que a la vez anula el libro…
Como pude, seguí preparando mi clase. Otro signo se insinuó
en mi lectura matinal, el recuerdo de haber percibido un capí-
tulo, bastante bien escrito, sobre las imágenes de un novelista
monstruoso, pero también la insistente huella del color de ojos
de la estudiante autora de ese fragmento. Un color que refor-
zaba el estereotipo de calificar su rostro como “aristocrático”.
El monstruo del que ella escribe, pienso, le diría simplemente
“cheta”. Pero a la vez el pensamiento que había logrado expre-
sar la sacaba de su origen, de las familiaridades en que había na-
cido. Un desinterés de pensar, sin explotar lo pensado, una clase
que logra esfumarse para bajar al suelo general de las masas que
integramos, con alegría, con la risa necesaria. La filosofía de la
bombacha contra el fondo del idealismo alemán, si existiera, le
serviría para ponerle un pórtico, un peristilo, una cúpula, a su
deseo de escribir.
El tercer signo está por venir. Una alumna de pelo castaño,
que me mira como si estuviera tratando de pensar en lo que
balbuceo, casi sin saberlo yo mismo, en disertaciones de un ex-
tremado esquematismo, toma mate y en cada clase, sólo una
vez por clase, como subrayando su momento culminante, tras
alguna frase sobre la muerte o el sinsentido de todo, me ofrece
uno. ¿Signos de qué? Creo que de las aporías de someter pobla-
ciones, o singularidades entre tales poblaciones, a los sentimien-
tos individuales, a los dictados de la ocasión. Anuncios para el
final de este diario, que sólo podría continuar si cambiara de
naturaleza, si olvidara las letras, la caución rítmica y el rodeo
del erotismo. Si este yo pudiera ser un nombre entregado a las
aventuras y a la búsqueda de cuerpos, ilegibles, prohibidos.

Mientras leo para dar una clase imprevista, puesto que el asis-
tente tiene a su mujer enferma, atenazada por el nombre más
temido del cangrejo actual, creo ver un caballo en el ángulo
superior de mi ojo derecho, pero es verde. Sin embargo, tengo
que alzar la vista y comprobar que se trata de un arbolito y un
arbusto bajo la llovizna que ya lleva varios días. No voy a hablar,
a pesar de los fantasmas, del estado alucinatorio que produce
el desciframiento de ciertos autores, no tengo que hablar tanto,
¿cómo escuchar? Quisiera que ellos, a la luz del día del trabajo
práctico, digan la sublime superioridad del ojo que se asombra
ante la caída infinita del agua sobre nuestras cabezas.
Un poeta amigo me dicta esta pregunta de Cicerón: “¿Por
qué las cosas imprevistas serían más leves?” Aunque centurias
de filosofía confusa deban estar sobre mí en pocos minutos,
pienso frases sueltas, bailo en la cabeza autónoma, miro la risa
de una morocha que entretiene a dos compañeros de apariencia
inteligente, que en vano tratan de descubrir el implacable mis-
terio de su encanto. No está en sus labios, ni en el resplandor
blanco de sus dientes, ni en su desparpajo, en el desprecio a
parecer ingenua como si no supiera lo que provoca, no es un se-
creto ni un tesoro. La pura levedad de lo que nunca se planifica,
el libre juego de las imágenes que se dan como horas propicias,
nombres de mi despreocupación que le proporciona su costado
ideal a la gracia real de la chica sonriente.

Intensidad amarilla de unas flores que parecen disparar fuegos


de artificio en honor al sol, que al fin salió, reverdeciendo defi-
nitivamente el suelo. Una chica de larga trenza castaña expande
el pecho mientras fuma, parada, al aire libre, y las rayas anchas
de su remera ajustada también agregan cierta música fresca a
este día brillante. Sin embargo, pienso en la soledad, que de
pronto interrumpe una chica mendocina en quien ahora veo
gestos amistosos, acaso rechazados por mí sin saberlo. Me ha-
bla de la escritura de un francés y un cubano, le recomiendo
libros y la escucho durante casi dos horas. Y vuelvo a estar
solo, despertando apenas el interés de abejas ávidas de gaseosa.
Entre los grupos, los que creen en estudiar, los alumnos que le
tienen miedo a la erudición cínica, los otros que sienten de lejos
un posible desprecio, los que se saben superiores, solo con mis
palabras, mis ideas de la muerte, mi asombrado espionaje de la
belleza que vuelve, año a año, inexorable.
Mis hijas vuelan sobre el mar, mi mujer vende libros de cartón
en el centro, y yo termino solo, entre dos primaveras, las frases
que no eran para nadie en dos cuadernos, y que ahora se tiran de
cabeza al libro que vendrá. Solo, alegre o triste, autónomo.
Tercer cuaderno
Harina o cal sobre el pasto y la senda de cemento que traza
rectas en el barro. Todavía abundan los pasos agitados que van
desde la casa de tejas a la mansión de pizarra gris o a los rectán-
gulos funcionales o a los grandes bloques techados con policar-
bonato. El segundo cuaderno fracasó, pero no hay lugar para
otra prosa en este suplemento que no sea la de ocasión, la de
sencilla observación. Espero un turno, una hilera de voces, una
inspiración que sople más allá del verano, que haga empezar el
año con promesas de algo: insignificante, una cosa que se escri-
ba, una duración potencial.
Voy a buscar a la chica que me pidió dos libros y que sabrá
pensar con ellos mejor que yo. No estoy en condiciones de leer
más. Ni de viajar. Escribir, dormir, disipar las ideas. Decime,
cuadernito, ¿qué ves?

En pocos días va a empezar el año de cursos, trámites, entre los


árboles intensamente verdes de febrero y de marzo. Me prome-
to o me miento diversos objetivos de autoayuda, sin demasiada
fe: menos alcohol, menos ansiedad, un poco más de poesía o al-
guna modificación sensible en las repeticiones de escribir, cam-
biar de temas, leer más poemas escritos por chicas. No desear a
las mujeres sin dueño, ni a las que sólo quieren ser mis prójimas.
No enseñar nada en lo que no crea, aunque más no fuera por
un día. ¿Quién soy? ¿Qué escribirá el cuaderno?
En esta galería comercial, sin plantas, sin estudiantes, no hay
nada que ver. Y suenan canciones pegajosas en inglés, que agra-
dezco ignorar, porque quisiera prepararme para volver mañana
al campus y recibir el sol potente, abrasador, como una mano
caliente que agarrara todas las cosas, la variedad de personas, mi
variación de humores, las risas de los otros, en un solo instante,
en un puñado de pedacitos de tiempo que pueda recoger el haz
de las sensaciones.

El viento caluroso sacude alegremente las ramas de los paraí-


sos, las flores amarillas y fucsias, los follajes verdes de muchos
árboles sin nombre. Una chica habla a mis espaldas de “mate-
rialismo” y quizás se esté preparando para rendir algún examen.
Enfrente de mi mesa, almuerzan otras dos que no paran de
hablar, una tiene bráquets y sonríe mucho, mientras conversa
y cuenta cosas se pasa la lengua para sacarse los pedazos de
comida de los dientes. El color de su piel revela la obviedad de
unas vacaciones normales, con sol y agua. Llegaron mi mujer y
nuestra hija mayor, que se queja de haber sido llevada a la uni-
versidad, donde tenemos trámites que hacer. Pero igual observa
con entusiasmo la belleza inquieta del lugar, que se prepara para
frecuentar tal vez el año que viene. Sin dudas, en estos ámbitos
sabrán apreciar la inteligencia libresca, discursiva y artística que
ha venido cultivando. Espero que eso le dé felicidad.
Este año anotaré versiones del futuro. ¿Qué detalles marcar,
qué cosas aislar? La chica de bráquets, sobre su breve nariz que
no hace juego con los grandes aros étnicos que se ha puesto
para parecer tropical o simplemente veraniega, mueve unas ce-
jas cuidadas que subrayan su insistencia en hablar y en reírse.
Este mediodía no señala nada más memorable. Nada me-
nos, una alegría, una manera de ser, una belleza física, o sea una
forma en que la materia se convirtió en un mundo, y encima
promisorio, descaradamente joven.

Drástico descenso de la temperatura. El cielo nublado del ve-


rano no es gris, sino blanco, como si una pantalla de piedra
clara y delgada se hubiese aplicado encima del horizonte. Pero
más arriba, o más atrás, habrá un sol que cruza todavía por el
centro de esta lámpara monocroma de un día. Los profesores
desesperan de su ocio de meses y ansían ya las clases para poder
quejarse de la falta de tiempo. Veo en sus ojos movedizos y en
su búsqueda de conversación, o de charla casual sobre trámites
o sobre avatares de política universitaria, único río que no cam-
bia nunca, veo en sus caras que se avejentan, y que me indican
un final melancólico en el espejo propio, en la transformación
silenciosa que avanza para mí, veo el pánico que los hace huir
de la escritura, de los libros que podrían conocer, de la incerti-
dumbre y del acceso a la insignificancia.
Hay poca gente en la biblioteca, y ruidosa, se atreven a
murmurar apuntes que no merecerían ni siquiera el vistazo de
una lectura en diagonal. Y algo de incomprensión resalta entre
tanto murmullo, como si estuvieran fingiendo que leen o que
le explican algo al otro. La pantalla blanca tapa con su luz de
piedra, lechosa, la opacidad de las voces, pero no es un techo
que raspe por arriba algún astro o algún itinerario sensible, sino
la uniformidad que muchas palabras repetidas hacen bajar a los
lugares que se ocupan. Es como si la falta de contrastes del día
hubiese hecho imposible que aparezca una figura jovial, una
risa o una ronda de gracias. Salvo en situaciones de espera, de
un desinterés que no podrá alterarse bajo la mejor de las con-
templaciones. ¿Será lo feo esto, lo que no me interesa que exista
para nada? Sé justo. Ponete a pensar. Dale un aplauso, un par-
padeo al cielo blanco.

Leo al mismo tiempo, con fines utilitaristas, es decir, universita-


rios, a tres chicas de mi generación, o casi, que escriben poemas
muy particulares. Inventan todo pero también saben ser ellas
mismas, reconocen que no se trata de hacer poemas buenos.
A las tres las he visto alguna vez, pero viven muy lejos y no
estoy seguro de que mi manera crítica les haga justicia, aunque
tampoco ellas se dedicarían seriamente a la prosa de explicarse
lo que escriben.
La música pop perturba los restos de pensamiento que esta
hora crepuscular, nublada, todavía dejaba a flote. ¿Es más real
este bar avejentado, esta hora fantasmal de espera, o los libritos
que traje sólo por protección? ¿Es real la genialidad de la escri-
tura espontánea, como una simpatía señalizada en versos? ¿Se
mantienen jóvenes las chicas poetas, a los cuarenta, por un efec-
to mágico de interesarse tanto en los detalles, los sentidos, los
afectos de sus vidas? ¿Qué pensará mi hijita de once años aho-
ra, en su clase de bajo eléctrico? ¿Sabrá o preverá que sus ojos
grises, distraídos, pueden ser un mundo para otros, el misterio
inaccesible y definitorio? ¿Será feliz con el arte y la admiración?
Las preguntas demoran todo. Al revés. Es real que son ge-
niales las poetas que leo. Se mantienen jóvenes por su extrema-
da atención a los momentos. Y mi hijita, como ellas, sabe que
no hace falta hablar para resplandecer, y que las palabras no ac-
ceden al sentido (o al sinsentido). Será feliz con el arte, enigma y
risa franca. Yo, pongo acá esta palabra, yo, porque no tengo un
mundo que describir. La cafeína y la mesa marrón me abruman.
Como escuché una vez, quisiera poner el cerebro en pausa.

Largo es el día y las visitaciones se agotan, me agotan; a la


mañana un viejito de sesenta o más me hizo sacarle a duras pe-
nas unas frases sobre Kant y Hegel. ¿Por qué estudiará? No es
difícil adivinarlo. Iba acompañado por otro igual de canoso y de
aspecto extraño. Ambos podrían pertenecer a una clase media
obrera que de pronto, tras años de ser una pareja gay, se hubiese
decidido a adquirir un pensamiento, unos libros. Los balbuceos
del señor mayor al menos no ocultaban el entusiasmo por lo
que el estudio provocaba en su vida. Como si la abstrusa analíti-
ca de la nada de las cosas sensibles de Kant le hubiese revelado
que toda cabeza puede ponerse a pensar y darle así un poquito
de espesor a los días, a su aplanamiento igualitario.
Pero la verdad es que los días se llenan de trabajo, lo bello
es un sueño trabajoso del constructor de sistemas. Aunque sólo
dijo dos frases y preguntó mucho, el viejito aprobó su examen.
Ahora el almuerzo me hace ver altísima la subida de la siesta
con sus otras dos mesas de escuchar gente. Abandonado por
el estilo, trato de ser más o menos veraz. El viejito obrero gay,
lector del idealismo, existió, debe existir.
En medio de la comida demasiado pesada, una poeta flaqui-
ta me saluda con una gran sonrisa, de puro amable, ella tiene
que existir, sus libros no están mal, pero además le da un poco
de jovialidad al mundo, inventa cosas. Parece estar pensando
todo el tiempo. Pertenece a una remota aristocracia que en cada
paso asume una modalidad de baile, como si un contemplador
eterno e inaccesible estuviera disfrutando de esa forma de vi-
vir. Así también sus libritos, cortos, pensados como totalidades
o concentraciones temáticas. Pasos medidos, en busca de una
mística que esta época rehúsa, en busca de un realismo que no
sea descripción farragosa.
¿Qué me habrá de deparar la tarde? Después de este contras-
te serio entre el alumno viejo y la poeta joven, que es empleada
de comunicación en el rectorado, ningún matiz será imposible.

Los árboles se estiran verdes bajo la calma de una siesta caluro-


sa. Acabo de explayarme ante dos amigos rosarinos a quienes
les conté la fábula de nuestra alegría. Sé que agradecerán allá
poder lamentarse de no tener nada verde en su facultad, nada
humanista en sus humanidades. Sé que avivará su orgullo de
leer más y más, y de pensar mejor una literatura que en estas
sierras es demasiado seca.
No hay casi gente, las clases se demoran en empezar, en
pocos días empezarán a demorarse en terminar. Al medio, unos
deseos, unas puestas en escena de libros que nunca, nunca sa-
tisfacen.
Cuaderno, en tus manos, en tus hojas, en tu vacío de ano-
taciones gratuitas, se apoya una porción de futuro, los meses
que vendrán. Pero no sos inocente, avieso amigo en blanco,
ya pensaste en volverte público. Me saluda una escultora alta y
sonriente. Tu destino de libro no habrá de describirla.
Los grandes paraísos duermen ante mi vista; hay pinos que
se clavan en el celeste de marzo.

Una profesora que, podría decirse, fue una belleza bastante evi-
dente aún vive sus cincuenta y pico con altivez. La veo comien-
do delicadamente una ensalada de frutas afuera del bar, con
una camisa blanca sin mangas y pantalones ajustados de rayitas
blancas y negras muy finas. Ahora prendió un cigarrillo y son-
ríe a una altísima egresada que une su pelo castaño y largo a la
mesa de la simpática fumadora.
El tumulto es grande hoy. Parece que el mundo hubiese he-
cho nacer multitudes. Brillan en la cara maquillada de la amiga
profesora sus ojos claros bajo unas cejas negras bien trazadas.
Me miró un instante. ¿Tendrá todavía prendido el radar de sa-
ber cuándo la miran como una simple apariencia? Habla todo el
tiempo. Casi raro fue verla un rato en silencio, pensándose. No
creo que sus ideas sobrepasen la discusión de lo que comunican
los canales de la actualidad. ¿Tendrá poemas guardados de la
infancia? ¿Tendrá alguna preocupación que no sea política o
amorosa? Hace años que no la miro bien, aunque hace un cuar-
to de siglo que la conozco. Si no escribo, no veo nada.

De repente todo me lleva a escribir. Un tipo en silla de ruedas,


rapado, de aspecto viejo, toma cerveza en una mesa con dos
chicas y un chico, muy jóvenes. Una de las chicas parece exce-
der la situación con su rostro de cariátide perfecta. No puedo
imaginar que ingresen a otra carrera que no sea la masiva y
sociable logia del alma, la charla de la psiqué. Y yo espero la
llamada de una empleada de banco que se atreverá a conocer
el campus para darme una tarjeta de crédito. Se ríe la cariátide
y la nuca del lisiado parece hablarle sin pudor. El chico joven,
pálido, de rulos rubios, sonríe apenas, sabe que él sí podrá cazar
a la cariátide.
Si se parara, si se levantara de la silla plegable del bar, sus
piernas podrían sostener el techo del mundo.
La elocuencia está un poco torcida hoy. Lo que siento no es lo
que quiero decir. Lo que quisiera es no querer decir nada, sólo
escribir algo. Recién vi el anuncio de una muestra de pintura de
un amigo que vive en Buenos Aires y hace años que no veo. Un
hombrecito de traje con cabeza de ratón se acerca a una enor-
me edificación semiderruida. En ese fondo casi apagado, com-
plejo, en la fineza de la arquitectura de esas ruinas, veo cuánto
apuesta todavía él al aprendizaje del arte. Creo que es el único
amigo que pude admirar sincera y totalmente. No cuento a los
escritores de quienes me hice amigo después de leerlos.
Y sin embargo no hago ningún esfuerzo para verlo cuando
viajo. Sé que allá está, jugando a pilotear aviones por internet,
fumando, hablando de los detalles que la así llamada “vida coti-
diana” le va ofreciendo. Y por momentos sueño, recuerdo que
está pintando, rápido, nervioso. Era como si el tiempo fuera
a faltarle aunque después dilapidaba días enteros. En cambio
están tranquilos, leyendo o pensando, los personajes que pinta.
Debe ser que sus cabezas de animales, de burros, conejos o
ratones, les habrán devuelto una tranquilidad sin futuro, una
entrega al presente que ya no prepara ni teme la cacería, que
aprendió a hablar, a leer y a pintar.
Ayer leí que los animales no prevén el peligro, no lo temen,
sólo lo ven en el momento. Un pájaro canta y sigue cantando
mientras el gato lo mira desde abajo de su rama demasiado alta.
Un cabrito encima del techo insulta al perro rengo que podría
ser un lobo y ni siquiera así lo alcanzaría.
Mi amigo no extraña una ciudad en la que no había nacido,
pero sus palabras y sus manos precipitadas, lanzadas a expre-
sarse, delatan su origen provinciano. Somos los únicos animales
que queremos hacer cosas muertas, figuras, frases. Fingimos la
vida cuando no está ahí, delante nuestro.
No soporto mi propia generalidad, ese “nosotros” que afirma-
ba cuestiones de conjunto hace pocos días. Justo cuando todo
se desarmaba. Detrás de la apariencia de un conjunto, que es un
defecto de mi vista o de mis repeticiones inevitables, hay fallas
que se insinúan sin que lleguen nunca a ser visibles. Resultan,
teóricamente, del desajuste entre la ilusión general de que yo
sigo estando y el defecto de no serlo todo. No ser todo, saberlo;
o no saberlo; sospecharlo siempre debajo de la desenvoltura
con la que me creo todo, día a día.
Escribir, hablar, leer, disiparse, atontarse con las máquinas
del entretenimiento, como si todo girase a mi alrededor. Pero ni
siquiera el eje puede afirmarse, sólo existe cuando desaparece
de la percepción. En la medida en que no sé que soy yo el que
está mirando, en la medida en que planifico, describo, actúo,
el todo se recoge como si un manto traslúcido lo envolviera.
Pero apenas digo “yo”, si me miro en las astillas fragmentadas
que son un “yo”, no hay unidad a la vista. El celeste impávido
del cielo, que en poco tiempo le pondrá fin al verano, parece
repetir: no hay yo de conjunto. Aunque una cosa es deducirlo
de la lógica puntuación de las sensaciones, y otra es sentir que
se abre la grieta interior.
Morirse no es una idea soportable; no es una idea, toda idea
es soportable, es el soporte que quisiera multiplicarse en edi-
ficación, en generalidad. Hay flores blancas, amarillas, rojas y
rosadas en los arbustos de esta rotonda. Parecen penachos que
hubieran sido voluntariamente recortados, guiados. El jardine-
ro, los empleados de planeamiento de la universidad, ¿se habrán
imaginado una cabeza que adornaban, un peinado del mundo?
En todo caso, como sabían los antiguos japoneses y otras po-
blaciones muy conscientes del artificio, las cabezas que mejor
se peinan son las cortadas. El mundo está decapitado. Las flores
crecen mejor en su total ausencia de pensamiento.
Un conjunto de señores mayores y gente joven, que deben
festejar que alguien se recibió de algo, ríen y toman demasiada
cerveza para un lunes a la mañana, se unen en un continuo de
charla sin temas. Pero si no lo hicieran, todo se dispersaría. La
emoción debe ser a la vez el estado de comunicación, de co-
nexión, el pegamento del mundo, pero también su explosión,
el alejamiento de cada partícula hacia el fondo negro del vacío,
enfriándose, envejeciendo. El cuerpo es una falla previsible. En
menos de veinte años, habrán muerto tres de los que se ríen en
esa mesa. Lo mejor, el estado recomendado por los filósofos
que detestan el conjunto, es ignorar el futuro, desear no saber
nada, no pensar en lo que viene.
Mis planes para hoy: reunión preparatoria de un seminario
que comienza. Su planificación agobia. Pero acaso en el mo-
mento de hablar, de estar ahí, sea una droga suave que me haga
escribir o pensar. Lo que sea. La poesía, lo menos general de la
literatura, tal vez, me abandona, o me desinteresa, por culpa de
este implacable deseo de prosas íntimas.

Una grilla roja cuadrada sobre cuatro pilares subraya la exten-


sión de una explanada entre los edificios como cajas, funcio-
nales, donde se estudian artes: pintura, música, teatro, aplica-
ciones menores. ¿Qué puede salir de estos jardines apacibles,
donde nada simula siquiera un bosquecito? Se llama “ciudad de
las artes”, pero su arquitectura muy organizada y simultánea,
su jardinería de diseño, no aspiran a ser un universo, sino un
gueto o un reservorio de servicios para que lo gratuito no deje
de estar subrayado como tal. Esta tarde volveré a los múltiples
estratos epocales, a los árboles que nadie recuerda quién puso
ahí o qué gobierno los dejó reproducirse. Otra ciudad. Al me-
nos la perspectiva del arquitecto impone aquí su ritmo y sus
colores entre los cuadrados de verde y los baldosones de piedra,
bloques, columnas, preguntas y respuestas claras al enigma del
terreno amplio y sin ninguna elevación.
Falta acá la barranca. ¿O la escondió el pudor hace mucho
tiempo?

Una infidencia que quizás, sólo quizás, no debería hacerse pú-


blica. Estoy traduciendo a un francés cruel, con una prosa de
fragmentos cortos, cuya precisión admonitoria, cuyo anticua-
rismo me han hecho abandonar algunas semanas el cuaderno.
Sería fácil contagiarse de esa moral nihilista, estoica. Tampoco
quiero estar libre de contagio, pero algo en su tono acerbo re-
pite: la vida siempre fue igual, campo de batalla, goce de domi-
nar, deseo de muerte. Y en mi estilo, una cosa es creerlo, otra
reiterarlo.
Sin embargo, ayer traduje un episodio, tomado de una cró-
nica medieval, donde un duque ejercía su derecho. Cada noche,
celebraba un festín en el que se hacía alumbrar por doce sir-
vientes con antorchas. Cada noche, elegía a uno y lo ubicaba a
su lado. Entonces, le apagaba la antorcha en la pierna desnuda,
después la volvía a prender con la antorcha del que estaba más
cerca, y volvía a apagarla en la misma pierna, hasta que quedaba
negra de quemaduras con el correr de la noche. Pero en general
no se oía ni un gemido. Oscuridad y silencio reinaban en el ban-
quete rodeado de antorchas, de chicos que alumbraban.
Si el sirviente que se había elegido quemar gritaba o daba
signos visibles de dolor, de inmediato el duque le cortaba la
garganta con su espada. Así que, viendo la cara del joven que
iluminaba, junto a la antorcha que él mismo sostenía, vuelta a
prender después de la tortura, viendo las lágrimas que corrían
en silencio por sus mejillas impasibles, el duque reventaba de
alegría, “exultaba”, según el latín de la crónica.
Anoche, me acosté un poco tarde. Había tomado unos cuan-
tos vasos de malbec. Mi esposa dormía plácidamente. En me-
dio de la noche, me despertó una erección irreversible. Para no
despertarla y acaso recibir una negativa, empecé a masturbarme
frotando la punta del pene contra el muslo de mi mujer, suave
y tibio. Pero debo haber calentado demasiado la zona, y antes
de que pudiera eyacular, ella se dio vuelta sobresaltada, se puso
boca arriba y me dijo: “Tuve una pesadilla. Soñé que estaba en
un incendio. La casa se quemaba. Se me estaba quemando una
pierna.” La calmé, la acaricié y finalmente cogimos perfectamen-
te lúcidos. Su piel blanquísima iluminaba toda la pieza oscura.
Estaba encendida con sus orgasmos fascinantes. Después me
dijo: “Siento olor a fósforo. Todavía me parece que la pierna se
me quemó. ¿Vos me abrazaste?” Le conté la historia del duque
crudelísimo. Omití confesar mi masturbación interrumpida. No
sé si disfrutaba aprovechando su inconsciencia con el mismo
deleite. No creo que mil quinientos años puedan cruzarse tan
fácilmente. Pero como aquel duque insufrible, que hubiese pre-
ferido seguir desconociendo, buscaba estar “exultante”.
¿Es un error, querido amigo traducido, repetir esas cosas?
El olor a fósforo, que no venía de frotar carne con carne, se
había transmitido a través de mi espanto, solo, a la siesta, tra-
duciendo el mal.

Hoy tengo que leer unos poemas, y antes dar una clase, pero las
previsiones producen el efecto de que todo ya hubiese pasado.
Como el viaje a Rosario de la semana que viene, que reitera otro
igual, a hacer lo mismo. No es pérdida de tiempo, solamente
pasa que no hay ganancia en ningún lado. Este cuaderno es
tiempo, aunque no valga nada sino para mí y un puñado de
adictos a los chismes, a los aforismos y los cuentos falsos. Si
hiciera anotaciones por diez años, ¿tendría un capital? Pero el
odio es más que una novela de quinientas páginas. El amor, más
que veinte libros breves de poemas.
Los chicos estruendosos almuerzan a granel y se adelantan
al derroche de la semana que termina. Salvo los comprometi-
dos, los excitados por combatir en las batallas de un presupues-
to, que mañana estarán temprano después de hacer banderas
y pancartas cantando sin parar en la asamblea que elegirá al
rector. Ahí sí que supuestamente perdí tiempo, en las reuniones
políticas, en el afán de poner a los amigos en la cumbre, pero
sin interés o sin desear nada a cambio. Como quien mira un
partido de fútbol y se alegra de que gane su equipo, aunque
bien sabe que los jugadores son a sueldo y los que manejan el
negocio, jefes de bandas. Más ingenuo es el caso de los buenos
físicos, odontólogos, filósofos y educadores que impulsan un
llamativo equipo de clase media honesta. Unas profesoras ma-
yores se quejaban en la espera de nuestro candidato: perdían
tiempo. ¿Para hacer qué? ¿Investigar? Esa palabra que usan por-
que le tienen pánico a “escribir”.
El tiempo está perdido para siempre, ningún yo lo percibe.
Y el diario de una novela no escrita, como en el caso del amigo
uruguayo y muerto de un buen amigo muerto, sólo se vuelve
trágico a la vez que se convierte en póstumo. Aunque no es mal
augurio proseguir los cuadernos llenos de nada, lo mismo dicen
los actos sin conciencia, comer, dormir, derrochar energía o
emborracharse. Cualquier imagen es un memento mori. La risa
excesivamente blanca de una chica morocha contra la ventana
del bar, que por su forma de vestir y de peinarse el largo pelo
oscuro debe estudiar algo que no es matemáticas ni física, aquí
enfrente, ni filosofía del otro lado de la avenida, ni química más
lejos, quizás si arquitectura, o quizás, destino cruel, psicología
bastante más lejos, o farmacia, a cincuenta metros, la risa que
fulgura ante mi vista después de que mastica cada bocado de su
sándwich me repite: “Pasó el tiempo y va a seguir pasando, pero
ahora no pasa”.
Cumplí el papel nefasto de juzgar a una tesista profusa que se
arriesgaba a leer narrativa fantasiosa como si fuera una manera
rara del saber, o un juego con la ciencia. Otro jurado, más faná-
tico de la literatura porque sí, del íntimo plumaje en la garganta,
se obstinó en refutar la elocuencia de la muchacha rosarina, su
tonada que repetía “sho, sho creo, sho pienso, sho decidí…”
Y aunque lo que sostenía era “descabeshado”: que la literatura
llega a un más allá de la ciencia –¿y a quién le importa la Scien-
tia con mayúscula?–, aunque anulaba a sus novelistas como
muñecos de un argumento utilitario, querría haberle puesto la
calificación que la hubiese hecho feliz. Después de todo, nada
importa en esos sostenimientos fantasmales, nada de lo que se
escribe pasa por ahí y hay que negarse a la neurosis de juzgar.
El peinado desmechado, los grandes ojos marrones, un anillo
de nácar blanco y dos aros ovalados que hacían juego, todo era
sobresaliente. Le sobró inteligencia y le faltó sumisión. No era
una buena alumna. Frente a su heroísmo díscolo, me sentí una
basura universitaria. ¿Podré no hacerlo más, evitar en adelante
ponerle una angustia tonta a un rostro tan seguro de su perfecta
simetría, de su expresividad no meditada?
Ahora mi amigo rosarino recibirá el relato de esta metida de
pata. Me dejé llevar por el mareo y la reticencia, por la intuición
de que esa cabeza podría pensar sin inefabilidades esotéricas,
escribir algo tan valioso como su tímida sonrisa cuando se sor-
prendía pensando y arrepintiéndose en mitad de una frase. Me
llevo el odio de una desconocida como una molestia física y
quizás difícil de remontar. Ella escuchó de mis labios, de mi
estólida tonada cordobesa un desdén desagradable, inmerecido
porque el desprecio siempre lo es. Y el tipo al que ella admiraba,
de impredecible conducta, se fue huyendo para no repetirle que
él sí sabe, que él no mezcla filosofía y religión, física cuántica
y ocultismo. Su fuga era la prueba, para nadie, de que son la
misma cosa. La cosa y la birome, lo visto y la mano que sigue, la
meditación sin cabeza, por ahí, digamos, pasa algo.
El otoño se acerca, pero hay sol en las hojas mitad amarillas,
mitad verdes, de un grupo de árboles que se pueden ver por las
amplias ventanas de la biblioteca. En silencio, se lee, en silencio,
se anota. Sólo un rumor de papeles, los clics de biromes, el lige-
ro crujido de una silla que recibe una espalda.
En la otra punta, una chica se saca su suéter negro y se le
desordena la remera lábil, sutil, cuya espalda descubierta deja
ver el broche del corpiño negro. Corre el pelo castaño, muy
largo, a un costado del cuello. Ha decidido en este día claro
de un otoño dichoso salir a mostrar su espalda. Y tuvo razón.
Esta pequeña parte del espacio habitable parece más jovial con
su inconsciente don. En la sien derecha de su cabeza inclinada
sobre algún texto demasiado arduo de tan reiterativo se apoya
un puño que encierra el fibrón verde flúo. Se resalta la silueta
más que los conceptos y la otra oreja, la izquierda, libre, debe
estar esperando la música nocturna, un hilo de conducta para
ese anfiteatro de cartílago invisible, un laberinto sin monstruos.

La luz difusa del otoño ha vuelto e ilumina las caras de los chi-
cos que ostentan su gasto de potencia como si en el aire blanco
fueran a imprimirse todos los detalles de sus rasgos sin sombras.
Ayer sonó mi celular y vi un número que parecía imposible en
la pantalla mínima: un amigo muerto me llamaba. Pero fue ape-
nas un segundo de confusión, ni siquiera tuve tiempo para pen-
sar en él. Era su hijo, que conocí de muy chico y que me hablaba
con voz de hombre para invitarme a la presentación de su libro
póstumo. Su padre lo había dejado casi terminado. Yo sabía que
tenía muchos años esa idea de llevar un diario de los sueños. Le
había cambiado el título desde que me lo mostró un año antes
de morirse. “Ventana de los sueños”, un aire virgiliano se lo ha-
brá soplado. Ya no hay puertas y los muertos hablan atravesan-
do ventanas, forzando las pantallas o esperando en silencio la
invitación de alguno que abra sus libros. “Dale mis saludos a tu
mamá”, le dije al jovencito valeroso que agarró los contactos de
su padre y los estaba invitando a celebrar su memoria. Parecía
más interesado que sus hermanos mayores en la literatura del
padre, quizás porque la vida se lo sustrajo pronto.
Sale el sol. La estación tibia sigue. Después de clase, esta
noche tengo una fiesta con estudiantes y podré seguir soñando
que no envejezco nunca, como mi amigo que murió en plena
euforia, riéndose, escribiendo y persiguiendo la belleza de los
otros, siempre.

Almuerzo en un lugar que casi no conozco, entre nutrición y


enfermería, y otras carreras que ignoro. La comida es mejor y
más barata que en filosofía. Abundan las chicas de guardapol-
vos blancos, las risas inocentes, estentóreas. Sé que acá nadie
sospechará que escribo frases inútiles en un cuaderno destina-
do al fracaso. Este momento, para nada privilegiado, no tiene
un registro posible. Lo que se anota es otra cosa. Una chica de
guardapolvo justo enfrente de mi mesa sonríe con mucha fre-
cuencia, como siguiendo un ritmo, su pelo castaño y lacio rodea
una cara armónica, casi perfecta. ¿Qué es lo que me frena y no
me deja caer rendido ante sus gestos? Lo mismo que me hace
seguir y seguir mirándola, entre bocado y bocado, y después de
almorzar: tiene un levísimo estrabismo que disimula hablándole
a su amiga –y a mí que estoy atrás– siempre al sesgo, de tres
cuartos de perfil izquierdo.
En un grupo más bullicioso al fondo, una famélica estudian-
te sin guardapolvo, con camisa negra, come pedazos enormes
de su minuta de mediodía y participa de incesantes bromas.
¿Por qué con estas tribus nunca me contactaré? ¿De qué ha-
blaríamos? ¿De temas de interés general? Pero la alegría des-
bordante que me envuelve, en la que estoy sumido porque me
faltan amigos y me falta una clase por dar, me dice que no hay
temas, que son iguales la literatura, el sacrificio, la antigua Gre-
cia, las células del cuerpo, las fórmulas químicas. Que el rumor
y las risas prevalecen. Que el olor y el murmullo de esta tribu
están grabados en mi memoria antes de que aprendiera a hablar,
antes de que empezara a escribir, aislado, excluido.

Tengo en la uña una silueta oscura, de cuando mi pulgar golpeó


dos veces el hierro del portón de la cochera donde se guarda
el auto por las noches. El primer golpe accidental le hizo una
especie de cabeza, un punto grueso, el segundo fue al otro día
y me hizo pensar en la torpeza o en la falta de aprendizaje. Fue
también más fuerte y ya formó el torso de este busto pintado
de morado y negro sobre mi uña. Al menos tres personas creye-
ron ver un diseño excéntrico, un gesto de rockero en el dibujo,
que con el crecimiento de la uña va desapareciendo, aunque to-
davía, un mes después, apenas le ha rozado lo que sería el pelo
y debe faltar un mes más para decapitar al muñeco fantasma.
Pero debajo el arco de la cutícula ya traza un pedestal para el
busto completo.
¿Por qué será que en esos detalles incomprensibles y trivia-
les, más incomprensibles cuanto más triviales, se fija la mirada
de los otros? Es el efecto de tatuajes, piercings y cosas por el es-
tilo: ser un punto, una señal, un vacío de sentido, una escansión.
Por el río, muy ancho, pasan barcos con nombres japoneses,
griegos, tal vez rusos, que lentamente indican mis dos días lejos,
en los alrededores del puerto de Rosario. He escuchado las do-
sis excesivas de la supuesta inteligencia crítica que lee para decir
algo distinto y no sabe quedarse en el momento de asentir, de-
cirle sí a las frases que otras manos igual de perdidas taquigra-
fiaron mientras pasaba algo. El carguero rojo y blanco que no
agita el espacio con su ruido ni hace olas con su masa tranquila
podría ser algo, una cosa que pasa. Pero fácilmente se vuelve
alegoría. Recién se va mi amigo incondicional que siempre dice
que quiere escribir, pero no deja de caligrafiar párrafos en el
aire húmedo de su ciudad y se lamenta porque las intencio-
nes suelen darle un fondo de tristeza a lo que no realizará. Me
dijo: “Quisiera hacer poesía en otro tono, con otros elementos,
menos pesimistas”. Ahora, solo frente al Paraná, en un otoño
cálido y sin viento, huelo el pescado que sacan incesantes los
detallistas del lugar con cañas que sólo la esperanza instala en la
quietud de la noche que empieza. En este aislamiento que me
abren el cuaderno y el viaje, no podría repetirle al amigo que
se fue que hay algo afirmativo o feliz en escribir. Otro amigo,
autor de muchos y muy buenos libros, me repetía un par de
veces esta mañana: “Voy a dejar de escribir”. Aunque en cinco
minutos aclaraba: “Al menos no cosas tan elaboradas, largas,
complejas de pensar. Me dedicaré a los fragmentos.”
En una hora me sacará de mi estadía con el río, con su le-
jana, inexorable indiferencia, mi mujer que ha pasado la tarde
escribiendo una reivindicación de los derechos de todos los que
viven para escribir, marcando sus matices de ironía contra los
que sólo anotan sus tenues parloteos y quisieran no ser oídos,
sino imponer su fuerza, sus instituciones, usar los libros para
negarse a ver hasta al amigo tácito de agua oscura que inmensa-
mente pasa y pasó siempre y no puede ser descripto.
Voy a brindar ahora con los participantes en el congreso de
literatura. Ellos disfrutan de reconocerse, yo me desoriento y
quizás preferiría que la farsa se abriera, que al fin choquen las
partes del mundo, que ninguna ilusión de continuidad siguiera
naciendo, de nuevo y de nuevo. Hacia allá voy, a olvidarme de
mí, de mi incomodidad insuperable.

Un tono claro en el cielo y un grado menos de temperatura


parecieran ser el signo único del otoño que ya debería estar aquí
hace rato. En los bares la gente grita, un cumpleaños de profe-
sores de química en el lugar donde almorcé me distrajo risa tras
risa, chiste tras chiste, de mi lectura para dar una clase ingenio-
sa. Lo que leía era de un nihilismo universal que afirmaba cual-
quier cosa menos esta ciudad, este momento, esta insignificante
institución. Pero ahí nomás el químico cumpleañero, con sus
carcajadas, su acento cordobés cultivado, su apellido tradicional
–porque lo conozco y lo desprecié una vez–, parecía objetar:
“El sentido es éste. Nosotros que sabemos quiénes somos. No-
sotros los científicos, los útiles, los significativos.” Me fui.
Y ahora espero llegar pronto al bosquecito oscuro de mis que-
ridos robles, donde hay un aula nueva, un edificio rojo punzó, con
treinta chicos que creen en lo inútil, se ríen de la ciencia y hasta
desconfían de los elogios excesivos a la insistencia de la nada.

Un amigo lejano elogia el diario que en estos meses se ha vuelto


discontinuo y que tal vez debiera llegar a su fin. Me dice que le
gustan las viñetas universitarias, la paradoja vital de escribir y
enseñar, los rencores y las alegrías un poco banales, y un “ero-
tismo suave” que tiñe todo el conjunto. Viendo ahora a una
rubia, o castaña con reflejos rubios, que mastica lentamente su
empanada de un almuerzo tardío, recuerdo esa expresión de mi
amigo. Veo que no es vergonzoso el acto de mirar lo que no se
desea tocar. El guardapolvo blanco de la chica, su altura, su ma-
quillaje en los párpados y pestañas, el cuidado con que depiló
sus cejas oscuras, señalan una carrera masiva, reconocida so-
cialmente, por así decir. Tiene las uñas de las manos, de dedos
largos, pintadas de bordó, y habrá de tocar “pacientes” en un
futuro incierto para reproducir indefinida, inconscientemente,
el “erotismo suave” que en esta tarde de mayo ha esparcido
como si bailara, inmóvil, en la siesta del campus. Sé que mi ami-
go se va a reconocer, ¿y para qué otra cosa escribiría, todavía?

Recién termino de escribir un prólogo a un libro de entrevistas


laudatorias de una escritora muerta, ya solemne, ya demasiado
leída. Pero no puede negarse que tiene sus momentos conmo-
vedores, como si la poesía la raptara entre sus novelas, guiones
y obritas de teatro, para hacer que se alcen voces claras, reales,
en un aire límpido de noches a solas, en una prolongación de
su vida arisca de borracha longeva. Los insoportables circunlo-
quios que debí hacer para extender, estirar, adornar las volutas
del elogio reticente me han sacado la vista, no puedo mirar la
luz despejada del otoño, las chicas que no abandonan sus reme-
ras porque el calor no disminuye, los hombrecitos que estudian
un poco y se preparan para las primeras cervezas.
El sol vació bastante la biblioteca. Esta noche tengo que
hablar sobre poesía en un observatorio astronómico. Contaré
un par de mitos griegos, leídos en dísticos latinos. Mencionaré
el vaciamiento del cielo, la desaparición de los dioses, y el im-
perio del azar: la manera en que las constelaciones dejaron de
recordar a Ariadna, a Berenice o a Calisto y se volvieron puntos,
puñados de la casualidad sobre el paño negro del espacio. Así
como ahora se vacía de rumores la biblioteca luminosa y entre
las mesas sin nadie se ven allá tres chicas, acá un muchacho
solo, atrás mío otro y más atrás otras tres chicas, que si pudie-
ran observarse desde arriba, en perspectiva aérea, formarían un
dibujo. Pero el dibujo no quiere decir nada. O dice sólo eso:
nada. Y entre tantas estrellas juveniles, ni una atrae mi afán de
descripción, hoy, cansado de prólogos, conferencias y clases,
Sísifo caprichoso.
De pronto llega y se sienta, en el lugar vacío que rodeaba
el dibujo de los dos grupos y los dos solitarios, en esa media
elipse, para negarla o marcar su incompletud, una chica de pelo
corto, rebajado, desmechado con el aspecto plumoso que hace
unos años está de moda. Tiene una musculosa negra ajustada;
se nota que salió recién de su casa o departamento, cuando ya
el día se había resuelto a este paradójico estío otoñal. Sus hom-
bros brillan, perfectos, deportivos, mientras se inclina a escribir
a toda velocidad quién sabe qué estado de cosas que servirán
para rememorar un descubrimiento. ¿Cómo llamar a esta estre-
lla novísima? La nadadora. El corte de su remera recuerda las
mallas de natación, de competencia, haciendo amplias curvas
en la espalda y limitando la tela a las cercanías del nacimiento
de la nuca. Está de espaldas a mí, un leve movimiento que hizo
para buscar su lapicera me dejó adivinar, postular, una cara inte-
resante, acaso hermosa. ¿Quién podría arriesgar ese peinado, la
musculosa, las sandalias negras, sin haber sabido en algún mo-
mento, para olvidarse enseguida, que la belleza le tocó la cara?
Me iré a almorzar sin comprobar mi hipótesis. Y si ella no sabe
que brilla, que está nadando ahora jovialmente inmóvil en un
espacio, digamos, literario, tampoco yo quiero saber más nada.
Las constelaciones no tienen sentido, pero el milagro de
sentir las mira y espera que aparezca alguien. Como dice una
canción que cantan mis hijas en inglés: “aunque los ángeles no
lleguen nunca, puedo escuchar su coro”.

Después de una hora y media, volví a la biblioteca. Me senté


a leer los acordes de un arte soberano para mi clase de hoy. Y
a las diez páginas, justo a mi izquierda, a dos metros, inclinán-
dose, nadando en su lectura y en sus notas, seguía ahí la chica
de musculosa negra. Si lo hubiera sabido, me sentaba enfrente
para mirar su cara por encima de mi ensayo, de mi autor del
día. Veo, en instantes robados al rabillo del ojo, que tiene una
pequeña herida en la mejilla derecha, que su cara no deslumbra
pero atrae, que es rubia y saludable, pero sobre todo, en un
momento que reunió el azar de mi esporádico acto de alzar los
ojos de la lectura con algo que ella leía, la veo reírse. Es alguien.
Sonríe sola por lo que está leyendo, en silencio, y le entrega sus
iluminaciones, la apertura de unos labios que no se saben mira-
dos, a la nada en la sala de lectura. La observación entonces me
confirma que la nadadora es una supernova.

Si ahora escribo en presente no hago más que comprobar el


estado de las cosas, la mañana luminosa, la concurrencia in-
usual en la biblioteca, lo que me costó encontrar una silla libre.
Pero eso ya es pasado, me senté; haber venido es algo conocido,
aunque no sea explicable. No tengo nada que leer, ni material
para un ensayo solicitado ni idea o citas para intentar un poema.
Tengo dos horas vacías hasta la reunión vacía de la siesta aciaga.
Escribir en futuro es profetizar, querer hacerle decir al presente
de la página sola un presentimiento. Siento la cabeza enturbia-
da, como si todavía la agitación del fin de semana, los cigarrillos
y el alcohol, siguiera haciendo remolinos por inercia en la su-
perficie acuosa de lo que pienso. Pero no hay agua en la cabeza.
Sólo frases. Si se calmara como una fuente fresca, podría tirar
una piedrita y recibir a lo lejos círculos concéntricos de menor
a mayor, hasta los bordes, y decirme que se anuncia un poema.
Profetizar que este día voy a escribir no dice demasiado del fu-
turo. Y es un cumplimiento sólo a mí debido, sólo por mí desti-
nado a romperse. ¿Qué quiero realmente? ¿Quiero escribir? ¿O
que pasen los años nada más? No creí ni creeré en el arte del
diálogo interior. ¿Se hablarán los que estudian en silencio, acá a
mi alrededor? Más bien repetirán lo ya sabido, lo que siempre
supieron. Como sólo subrayan, hasta el presente se les escapa y
no comprueban nada, lo ahogan en el pozo de lo conocido, se
olvidan antes de saberlo presente. Pero veinte años más chicos
que yo, todo el presentimiento se despliega sin que lo sepan, sin
que necesiten saberlo. ¿Qué quieren? La vida auténtica, o algo
parecido. No escribir, en la medida de lo posible.

¿Toda repetición es un infierno? Quizás por juego me he llama-


do Sísifo en un perpetuo comienzo, cada vez hay que volver a
empezar a escribir, nada se aprende, pero la montaña sólo pare-
ce ser la misma, los surcos que dejo en los ascensos y también
al desbarrancarme y bajar al suelo de alguna manera se modifi-
can. ¿Y Tántalo? Uno que se pusiera adelante, por sí mismo, el
objeto codiciado y negado al mismo tiempo. Pero que apreciara
la atracción intacta y ya no tuviera hambre. Almorcé. Y me sor-
prende una chica que se toma un porrón frío en este mediodía
de martes, con una amiga, y parecen estudiar entre risas. Me
sorprenden su cara redondeada, el pelo muy largo y castaño
oscuro, un pantalón con estampado de jungla artificial y la osa-
día de cortar tan pronto la supuesta jornada. Ella y su amiga,
que no es linda y la contempla hablando, no están en el mismo
mundo que yo. No parece costarles el resto de la loma diaria ni
se graba en sus caras limpias, sin la sombra de una arruga, un
vago anhelo de cosas inaccesibles. Se mueve mi cuaderno en
círculos perpetuos y tengo que irme a una reunión, abrir brazos
y piernas, clavarme solo a la rueda de Ixión, el que faltaba.

Justo enfrente de mí, en la biblioteca, está una alumna que tuve


no hace mucho. Despeinada, se revuelve más el pelo mientras
lee y mordisquea su birome azul. Por momentos, parece can-
sarse del libro y los apuntes, de las notas que toma esporádica-
mente y que son demasiado pocas como para registrar tanto
tiempo de concentración, entonces acaricia con el dedo índice
un celular interactivo, se inclina mucho para leerlo. Pero lo que
no me deja apartar la vista de ella, cada vez que me canso yo
también, en este insólito lunes de siesta muy soleada, de mirar
mis libros y mis cuadernos, de mis notas y proyectos de ensa-
yos, lo que me devuelve a este insistente registro de lo que veo,
es su remera, esa moda de un cuello excesivamente ancho que
se lleva como al descuido y descubre todo su hombro derecho.
También mi esposa, que debe estar reunida en otras partes
de la facultad con otros alumnos, en otras carreras o altos en las
carreras, charlando, tenía puesta una remera así, que desnudaba
su hombro blanquísimo. La chica de remera gris de la mesa de
enfrente pierde ahora su vista en las ventanas amplias de su
izquierda y me ofrece un perfil casi perfecto, que el pelo revuel-
to, desinteresado, subraya, convierte en deslumbrante. Sobre el
hombro, entre el pelo castaño y levemente ondeado y el borde
de la remera que se apoya en el brazo, veo el bretel negro del
corpiño. El gris y el negro dibujan una figura, la escultura del
hombro definido. Sin dudas, esa moda es un hallazgo y produce
un eros nuevo, una superación de los agotados escotes o la os-
tentación de piernas. Fetichismo del hombro, te saludo.
Pero los dones no suelen durar: una chica obesa vestida de
leñadora me tapó ahora toda la silueta de mi ex-alumna de re-
mera gris, de su hombro y su cara inteligente, incluso de ambos
diría que son brillantes. Y ella, excepto en los momentos en que
se pierde, cuando amontona folletos que habrá de repartir, y pa-
rece creerse la inocua ilusión de presidir el centro de estudian-
tes, se dedica a pensar con agudeza, entiende toda la filosofía, y
sin que se dé cuenta ofrece pruebas de la necesaria afirmación
del mundo con la textura de unos centímetros de su cuerpo que
no puede ser descripto.

Escucho el roce de hojas que no forman un ritmo, salvo que el


movimiento de libros y papeles, acompañado por las decenas
de respiraciones, acompasado por la unidad del salón de lec-
tura, inaugure una forma musical inaudita. De pronto, entre la
búsqueda reproductiva de satisfacer deseos y el impulso ciego
de destruirse para no buscar más, una minoría, de muchas chi-
cas y pocos varones, se perfecciona. O por lo menos desea ese
imposible objeto del estudio: saberse, pensarse. La inutilidad,
la ineficacia del murmullo arrítmico y continuo de los cuerpos
sentados que leen y anotan y vuelven a leer, no hacen más que
confirmar que es una música. Música que no expresa nada, afir-
mada en sí misma. Aunque el gesto orgulloso de la inutilidad,
que mi cuaderno mancha con su ávido registro, ya encuentra
un límite en la hora, el mediodía. Hay que salir al sol resplande-
ciente de este otoño, su luz tibia, y caminar entre los troncos de
árboles familiares, responder y corresponder a sus silencios, irse
despacio al bar y agradecer los libros y el almuerzo.
Leve nubosidad del último día de mayo en que me esperan tres
horas de discurso sobre lo inexplicable: cómo es que soy esto
que espera el fin de cada día sólo para negarse a esperar algo y
así desconocer, no saber más nada, de la alegría comunicativa
que me captura vivo en un instante. Se abre el celeste suave y
a la vez intenso del fondo entre las hilachas de las nubes. Para
cuando tenga que desnudar la ironía, la ineficacia del objeto
“clase”, ya habrá un poco de sol bien definido.
No ha venido hoy la muerte disfrazada de chica al mediodía
de la biblioteca, ni me ha dicho de nuevo: “esta mesa”, “este
papel”, “esta tinta de gel azul oscuro mezclada en China y que
una esfera ínfima, íntima, desenrolla en tu cuaderno”… Dra-
matizo en el teatro de la cabeza cruel la idea de una vida limi-
tada, pero ni el actor principal confía en sus propias palabras.
Afuera sopla un viento apenas perceptible. Los árboles hacen
bailar sus hojas levemente, muy poco, como si no quisieran ser
vistos ni comunicar el hecho de que el tiempo que parece pasar
no existe. Me hundo en el cuaderno, ignoro esos aleteos verdes
tras el ventanal, no sé qué escribo, ni para qué, no soy más
que un cuerpo torcido, una molestia y una habilidad motriz,
una serie de anticipaciones en forma de frases. Cuando levanto
la cabeza y vuelvo de un anonadamiento en miniatura, fueron
cuatro minutos y medio contados por mi reloj suizo, regalo de
los cuarenta años: signo de madurez, resignación viril, tiempo
de narrar que me resisto a obedecer.

Una, dos chicas llegan, se sacan sus abrigos. Me obligo a la lec-


tura. Pero recién vino una que repite la forma de la boca de otra
que crucé entre dos pabellones antes de entrar a la biblioteca.
Y se repite, pero de más edad, una boca más inteligente, una
figura cuidada. Deja un saco y un suéter, deja que resplandezca
una camisa blanca, ceñida, de mangas tres cuartos, que se trans-
parenta un poco al trasluz del brillante cielo nublado. Veo su
cintura bajo la camisa y sus piernas naciendo ajustadas por un
liviano pantalón negro. Se fue. Pasa un rato, sigo leyendo.
Pero esperar que vuelva no me deja entender la discontinua
experiencia de mi autor. Ella busca libros, diccionarios, que de-
ben estar en los anaqueles abiertos, de consulta frecuente. Al
fin vuelve, no puedo ver su boca nuevamente. El pelo castaño,
con reflejos más claros, le cae sobre la espalda, sobre la tela
blanca. Consulta varios libros. Un bibliotecario le trae hasta su
mesa, seducido por su curiosidad y su sonrisa, que yo desco-
nozco, otros libros más. Habrá preguntado por un tema, no
un nombre. Cuando le devuelve otro volumen al chico que la
atiende y se da vuelta para agradecer y seguir sonriendo, veo
que su boca no sonríe bien, los dientes le restan encanto. ¿Perdí
tiempo, el tiempo de preparar mi clase y su escenario? No creo.
En los minutos largos de esperar a la chica de camisa blanca, la
más adulta del salón, aunque con botitas negras de veinteañera,
sentí que el momento se despegaba del fondo, que el destello
de verla desabrigarse no caía en la noche, sino que decía que
cada gesto, cada forma de una cara podían serlo todo, y después
dejar de serlo. La leve excitación se acaba, pero no esperó nada
y así salvó quizás su impulso de escribirse.

En medio de la noche, un maullido intenso y después otro y el


corretear sobre las chapas de las patas veloces de los gatos. El
nuestro, que ya tiene casi un año, es casi totalmente negro. Vuel-
ve siempre a la ventana cerrada y pide entrar a reponerse de su
ferocidad. No le pusimos nombre pero ha aprendido a agregar-
se a la media docena de hablantes que vivimos en la casa, y a la
pequeña perra blanca. Nunca escribí sobre mi gato negro. Tal
vez me lo impidiera la tradición poética que alabó una instintiva
independencia, una agresividad ágil y un contacto hedonista.
Pero hace poco estaba vadeando el río de un ensayo sobre el es-
pectral concepto de “alma”, en la filosofía y hasta el positivismo
occidentales, cuando de repente saltó mi gato jugando, su negra
sombra agazapada sobre la tapia medianera, su obediencia a
una esencia de mamífero cazador, hizo una cabriola en el aire
de mi cuaderno y me hizo ver que un gato no puede negarse a sí
mismo. Sus pupilas amarillas, místicas porque apuntan a lo que
no se puede describir, me miraron e interrumpieron los con-
ceptos. Al mismo tiempo, su salto iba desde el ser de un griego
hasta la medicina del alma más actual y daba fe de la existencia
de un dios, mortal quizás, en miniatura, pero que sobrevive a
las condiciones de todas las épocas. Delataba su ejemplo en mi
irónica prosa que algo de una presencia se asomaba, indiferen-
te por momentos, demandante en otros, con la silueta esbelta,
oscura, del nuevo personaje. ¿Reclamará su oda o al menos su
capítulo en los registros por venir?
El sol de otoño amigablemente alumbra el viejo bar de ba-
rrio, rojizo y marrón, donde esperamos con mi segunda hija
adolescente a que su hermana menor salga de una clase de bajo
eléctrico. Se le acabó su novelita y se aburre viéndome garaba-
tear este cuaderno. Su tiempo es oro para la distracción infinita.
Su hermana es la mejor amiga del gato negro. Las dos se toman
la vida con el entusiasmo de una belleza física heredada que se
pone a funcionar en la madurez sexual automáticamente, como
el gato que sube contra viento y marea a patrullar los techos y a
correr riesgos. Pero se acerca la castración, real para el gatito. La
otra está en las palabras, lo que no somos, lo que no queremos.
Una chica que se toca la cara con un marcador flúo se pasa el
capuchón de plástico por las cejas, la nariz, las sienes. Pero yo
pienso en el libro viejo que traje para esperar a una estudiante
de doctorado que viene de algún rincón de Norteamérica. Es el
elogio de los pájaros de un inglés casi argentino, publicado en
1946 en Buenos Aires, y que compré hace un año en un galpón
de saldos cordobés. Alguien habrá muerto, no es un libro co-
mún, una biblioteca lo habrá conservado casi un siglo. Adentro,
descubrí una estampita religiosa, también antigua, que me sirve
como señalador y evita que quiebre las puntas del grueso papel
amarillento de las hojas. No sé qué santo es, quizás la virgen
niña, porque una paloma blanca se le acerca y la chica parada
tiene algo que está aureolado, resplandeciente, en el pecho. Los
pliegues rectos del vestido casi rosado simulan las líneas rectas
de una estatua griega arcaica, como si a la vez recordaran el
cuerpo y lo ausentaran. Las manos asumen una pose extraña.
Atrás de la niña o adolescente hay un pórtico de piedras con
arco de medio punto y una parte de pared encima de la cual
se apoya un macetón con una planta, un arbolito. El dueño
anterior del manual de historias con pájaros, ¿habrá puesto a
propósito la imagen entre las hojas? Ante los pies con sandalias,
frente a los dedos delicados que sobresalen del vestido, otras
tres palomas parecen mirar al personaje que, a su vez, observa
la llegada de la que abre las alas y la sobrevuela. Anunciaciones,
excesos de sentido, que la sencillez inglesa no podría admitir,
entre su gran ciudad industrial y nuestras aldeas de campo, de
extensiones infinitas. Pero sin duda el arco de piedras no podría
existir en la pampa, acaso sí en las islas del norte, y parece más
irreal que la cosa aureolada que brilla en el centro del cuerpo de
una nena con rulos rubios. Y sin embargo, una virgen del Cer-
cano Oriente no debería tener esos tonos. La chica que viene
del norte hasta acá en cambio, con rulos oscuros y cara hispá-
nica, podría tener orígenes más cercanos al mar Mediterráneo.
Me envió una foto por mail para que la reconociera en este bar.
La rubia del marcador flúo, mientras tanto, pulsa su celular, y
castiga sus fotocopias sin pausa. Hace ya una semana se fue el
gato. Y no vuelve. ¡Qué mala idea fue escribir sobre su libertad!
Ya llegó mi entrevistadora.

Antes de ayer, fui a leerles poemas, en uno de los colegios más


caros de la ciudad, a chicos y chicas de diecisiete. En sus caras
saludables, en los tonos de pelo castaños y rubios, en el interés
de algunos y el desinterés de otros que miraban sus teléfonos,
se podrían analizar modos en que los grumos del capital pro-
curan seleccionar formas apropiadas, cuerpos decididos. Pero
no hizo ni falta. Después de los poemas, uno trágico de un
muerto, otro jovial de un amigo, uno mío que les contaba co-
sas bastante amenas, entre las preguntas forzadas por el poco
brillante profesor de literatura que me había invitado, surgió
lo evidente: “¿es rentable escribir?” Mi respuesta fácilmente
negativa esconde otras satisfacciones, un modo derrochador y
entrópico de entender la plata. Tuve que hacer de conde ante
niños burgueses.
Entre los suvenires que me dio la directora, empleada o ama
de llaves del lugar, estaba esta birome con la que escribo hoy,
grabada con el escudo moderno del establecimiento y su direc-
ción en internet. ¿Será rentable la niebla de este cielo plomizo
que hizo bajar el frío finalmente de un otoño que se acaba? Mi
renta es el color verde apagado de los árboles en el día uni-
forme, bajo esta luz homogénea, sobre el prado que separa la
biblioteca del rectorado. Pero también acá todo es expectativa,
planificación, servicio al interés. Y si es un interés común, más
servicial todavía. En un rato daré una clase sobre las cumbres
de la experiencia que se alcanzan cuando no se las busca. Y a
la noche, leeré más poemas entre jóvenes poco aptos para la
supervivencia laboral en el mundo de la acumulación. Buscaré
esas heridas o grietas en lo que son, lo que no se sabía y se pre-
sentía en ellos. Quizás en vano hasta que llegue el vino, la renta
sustentable de las inútiles presentaciones de libros.

Leo pornografía para escribir un libro que se me hace difícil,


en seis meses tendría que terminarlo, a razón de una veinte-
na de páginas por mes. Pero abandono por unos segundos las
masturbaciones orales de las chicas que Sade soñaba y ubicaba
en un convento sáfico y alegre, porque me habla una chica que
forma parte de la editorial cartonera de la facultad. Ha ido a
casa y suele reírse mucho. Casi nunca le hablé. Su pelo de rulos
castaños parece electrificado y rodea siempre desordenadamen-
te una nariz breve y unos dientes que muestra con frecuencia.
Sé que su vida no es fácil y pienso si la sonrisa casi automática
no será un mecanismo de defensa. Me hace acordar a otras
chicas que corrían riesgos con el cuerpo y no paraban nunca de
sonreír mientras esperaban el momento adecuado para seguir
hablando.
El sol no le hace caso al invierno que llega y su luz entra por
los ventanales junto a verdes, amarillos, ocres y marrones de
árboles grandes y chicos y el celeste muy puro del cielo partida-
rio, que parece dispuesto a recibir a la presidenta que mañana
viene al cumpleaños de la universidad. Las camperas y los sacos
cuelgan de las sillas de roble claro de la biblioteca. La chica ru-
luda de la que hablé, la que sonríe siempre sobre un fondo más
sombrío, dejó su campera corta y negra a un costado y tiene
una camisa roja de cuello mao, que ahora acompaña su concen-
tración mientras teclea en una netbook adornada con stickers
floreados y en el medio, pareciera, un corazón rosado y fluores-
cente. Aunque estamos en la misma mesa, a un metro y medio,
enfrentados en una diagonal, ella no sabe que mi lapicera de gel
intenta registrar su paso y el encuentro casual, ella no escucha
este rasguido mínimo sobre los poros del papel tan claro como
el nacimiento de su cuello entre dos retazos de algodón escar-
lata. Tiene unos auriculares blancos que le transmitirán chateos,
música de fondo, canciones enviadas y recibidas, y no puede
prender otros sentidos, ajena a la sensación, bastante previsible
para su llamativa cabeza encrespada, de que está siendo vista.
Sé el nombre en este caso, pero fiel a la ley del cuaderno no lo
escribo.
“Tip-tip-tip, tiqui-tic, tip-tip-tip”, hacen sus finos dedos de
uñas también rojas en la floreada maquinita plástica y me re-
piten lo mismo que su boca sonriéndome había dicho cuando
me sacó de la locura de Sade: “Voy a buscar tu libro de poemas
para comprarlo”.

Otra vez leo frente al ventanal con pudor a mi pornógrafo, la


edición barata que encontré tiene una chica desnuda de espal-
das en una foto digna de almanaques para épocas en que inter-
net era una fantasía, así que pongo el libro boca abajo cuando
me interrumpe un olor floral, frutal: se sentó al lado mío una
chica alta de pelo muy largo. Se dedica a desenredarlo un poco,
y el perfume se acentúa. Ahora se pone a escribir en su teléfono
con largos y finos dedos, de uñas pintadas de color verde inglés
y un grueso anillo labrado en el índice izquierdo. No puedo ver
su cara. Ahora empieza a resaltar con un marcador rosa casi
todos los renglones de una fotocopia, como si pensara que al
hacerlo más rápido que cualquier lectura la senda rosa le dejaría
huellas de ideas en la cabeza, que sostiene inclinada con la pal-
ma de la mano que no escribe. El auricular de su celular táctil le
dice que le escriben, en silencio, y otra vez empieza a poner le-
tras con sus dedos largos, que podrían tocar algún instrumento
menos callado. Nuestros codos se encuentran a menos de vein-
te centímetros y el rabillo del ojo, con su diminutivo picaresco,
sigue sin darme noticias de una cara.
Pero el pelo castaño y casi lacio, la ropa gris y negra de bue-
na calidad, el modelo de teléfono, cierto desinterés por lo que
lee, indican que deben ser bastante armoniosas sus facciones.
Cuando lo escribo, levanta sus brazos y se ata el pelo y casi me
sorprende espiándola. Debe estudiar el alma, las amantes de
la sabiduría no se arreglan tanto. Y el amor a su cuerpo ágil,
desalmado, le llega por las ondas infinitas del aire de la telefonía
móvil, sin pausa.
Creo que tendré que irme enseguida, sin verla, a almorzar
con mi esposa inteligente, vestida de negro, que hace años tiñó
de negro también su largo pelo castaño. Dos perfumes france-
ses diferentes compiten en mi nariz y en mi recuerdo, despa-
bilado del invierno cristalino. Una hilera de árboles frondosos
que se mantienen verdes, y no son pinos, quizás castaños u otra
especie europea, se enfrentan a nuestras miradas, pero ella no
los ve, no puede ver cómo el follaje responde al color de sus
uñas y cómo el cielo sin nubes desconoce la teletransmisión de
señales inalámbricas.
Finalmente, inclinado hacia atrás para leer mi libro, con mi
silla un tanto retirada, veo de reojo la cara de la muy perfumada,
y es decididamente poco grata, hace juego con unas zapatillas
blancas de tela que ahora advierto algo sucias debajo de la mesa.
¿Diré que el esmalte verde ya indicaba una vulgaridad imagina-
ria? Pero antes escribí una expectativa, un resplandor, una in-
vasión de aromas. Y ahora que bajó mi lapicera y el mundo se
resigna y ha dejado de interesarme, pareciera obvio negar toda
belleza y aprender que la forma de un rostro es azarosa. Siento
la muerte en la ansiedad del cuerpo y en el hambre que me
condena a dejar de escribir. Tras el almuerzo, nada será igual.
Me estoy por engripar y una febrícula que me cansa de más me
hizo quedarme una hora mirando dibujos animados con mi hijo
de cuatro. Se trataba de nuevo de ser héroe, volverse mágica-
mente poderoso y derrotar a monstruos tan extraños como co-
loridos. De pronto, al ver desde atrás su cabecita, el pelo corto
con dos mechones levantados por la almohada y que yo iba a
tener que dominar a fuerza de perfume, mientras la pantalla del
televisor seguía produciendo verdes, fucsias y amarillos, negros
y azules, un niño heroico de ojos verdes que se vuelve extrate-
rrestre, un monstruo para combatir a otros monstruos, sentí
que el tiempo iba a pasar, pasaba.
No vería de nuevo su nuca hipnotizada por las aventuras
combativas mientras la pequeña fiebre me desviaba de cual-
quier tarea nítida. Nada que hacer, no habría más órdenes. Supe
que nunca me sería posible evitarle el dolor, ahorrarle el deseo
vano de controlar las cosas, la decepción de un heroísmo que
no existe. Fui a buscar el perfume que le gusta para mojarle sus
pirinchos claros y aplastarlos con la palma de mi mano, y en ese
gesto pude abandonar la idea negra de que el famoso adagio
“todos vamos a morir” incluía su vida, la que yo no vería. Y
el mismo instante se moría en la repetición, como los dibuji-
tos siempre iguales, porque quizás cuando él pueda escribir la
compleja retórica que aprende día a día, se habrá olvidado del
mundo que salvaba mientras todavía era un lúcido extraterres-
tre de un metro de alto.

El escritor que leo no entiende los celos, cree que son una pa-
sión social. Quizás porque murió precisamente antes de la es-
cena sensible que todavía vivimos, puede decir que un celoso
no sufre por la pérdida de la amada, sino por el oprobio de
que se conozca su posición ridícula. Pero lo que se cela, lo que
se imagina a veces es a la otra gozando, su orgasmo ilimitado,
inaccesible, que incluso puede seguir viéndose en el pasado del
universo infinito después de que su cuerpo ya esté muerto. Si se
ha visto el placer, puede pensarse que brilla en otro cielo para
otros y que el mundo del yo se va apagando y se dirige al punto
más solitario del tiempo, que es morirse.
Mientras estos oscuros pensamientos, producto de la gripe,
el hambre o el vino de la última noche no filtrado en el cerebro,
pasan, circulan, se sentó enfrente mío una chica de pelo corto y
suéter gris con la pera un poquito prominente, pero unas cejas
que trazan el triángulo perfecto, griego, pompeyano, hacia la
nariz recta y nada tímida. Los labios bien definidos, frescos, jus-
tifican el levísimo defecto del mentón pronunciado. No hablé
de sus pestañas oscuras y largas que ahora veo inclinándose,
entornadas, hacia el teléfono en una pausa de su estudio. ¿Me
da celos que otros la hayan hecho gozar? ¿Se puede tener celos
de todas las chicas lindas del mundo? Universal que no existe.
Y el fantaseo no llega nunca al sombrío celoso que se dirige
siempre a un cuerpo exclusivo, incandescente, que pareciera no
gastarse nunca.
El amor: un perfil que la repetición no lima. El almuerzo: le
hablaré a mi mujer para no imaginar que se está riendo como le
gusta, con su habitual jovialidad cristalina, escuchando los chis-
tes que a mí ni se me ocurren. Dejo los celos clásicos y avanzo
hacia el romanticismo, que despliega en mi cuerpo su ansiedad
inagotable.

El receso de invierno se acerca y se acaban las hojas del cuader-


no. No decido aún si me llevaré otro, nuevo, a un breve viaje
familiar, donde los lugares superpoblados de Buenos Aires me
podrán agobiar y quizás surja la necesidad de escribir unos mi-
nutos, registras los gastos y la ausencia de fotos, las vacaciones
de los niños.
Nada en la biblioteca me despierta interés. Hoy leí escenas
tan crueles e infantiles de orgasmos que descuartizan la belleza
de cuerpos jóvenes, que me recuerdan tanto las ingenuas pelí-
culas de terror, llenas de chorros rojos y cabezas cortadas, que
no me siento particularmente proclive a celebrar el día tibio, el
sol, el viento suave. Al menos no son imágenes, sino frases, pa-
labras, metáforas de la excitación. Imagino que en esa obstina-
ción de sangre y semen se esconde una manera de verdad, una
delicadeza asomándose al fondo de la vida, una rememoración
del vacío en el cuerpo, aun en el más bello, agujero de carne
para el goce de algunos.
Y el que me sostiene en esta mesa, agotando el cuaderno,
tubo por donde pasan las voces imaginarias, el pensamiento, la
mano, el ritmo de hacer letras de imprenta casi indescifrables
para otros ojos. Y los ojos que han de estar todavía metidos en
mi cara, en la cabeza que cree ingenuamente que dirige toda
la orquestación de esto que escribo. Pero otros órganos hacen
cosquillas y dictan silencios, blancos, rayas y puntos.
Una chica que llega, se para, sonríe, se ríe a carcajadas: tiene
los dientes blancos y muy grandes, alineados como para morder
el aire claro y callado de esta sala de lectura luminosa, a pleno
mediodía. Sin duda que su risa no es mortal y que la vida sigue
fabricando recuerdos, como chicos que leen y quisieran saber y
tener más, que seguirán cosiendo cuadernos cartoneros para mi
vicio y mi contemplación.

Cinco chicas de treinta, profesoras de algún tipo de materia


práctica relacionada con el teatro o quizás con la pedagogía,
planifican extrañas actividades en grupos, frente a clases, discu-
ten las teorías de sus jefes, seguramente señoras ya perturbadas
por la neurosis académica. Hay dos que son verdaderamente
lindas y las otras, que hablan bastante, pertenecen a la misma
raza, todas pronuncian bien el idioma. Si dejasen de lado esos
planes vacíos, y se rieran un poco, la impresión de belleza po-
dría parecerse a la percepción de un puñado de flores casuales,
semejantes, pero destacándose con un mismo brillo, matices de
un color.
Sin embargo, siguen hablando de un programa futuro, para
después de la pausa de invierno, nombran a autores que vi-
vieron antes, escritores, filósofos. Sigo sin entender a qué área
pertenecen. Lo seguro es que creen que los “textos”, pedacitos
de libros cualesquiera, se transmiten razonadamente a otras ca-
bezas. Nada se comunica, pensé, quizás lo único que pase sea
esta presencia en el bar al lado de mi mesa. Y los alumnos debe-
rán mirarlas a la espera de un resurgimiento floral, adivinando
sus risas escondidas. Sólo el amor responde a la penetración
oral de los oídos no iniciados. Un poco de crueldad le falta y le
hace falta al pedagógico quinteto en trance de hacer planes que
ningún destino está dispuesto a sellar.
Cuarto cuaderno
Abro un cuarto cuaderno cartonero, que sólo un prologuito y
un epílogo para libros efímeros han manchado. Así que dedi-
caré sus hojas blancas, de papel obra, a las notas del semestre
que vendrá.
Ya están por terminar las vacaciones de invierno y la an-
gustia difusa que acompañó mis días familiares, de paseos en
auto, de reuniones sin motivo, se disipa con un sol inesperado
y benévolo. En la biblioteca casi vacía, en estos días previos al
turno de exámenes de julio, delante del ventanal donde reina el
celeste de la sequía invernal, y unos verdes y amarillos de árbo-
les apacibles, el perfil de una chica de pelo corto, desmechado y
castaño, me da una impresión clara, una suerte de impulso para
empezar de nuevo a escribir. Sus lentes, su camisa, su seriedad
me dejan adivinar que no es tan joven como otras estudiantes.
Quizás empezó tarde la carrera, tras abandonar vocaciones fal-
sas. Quizás toda vocación sea falsa y al darse cuenta decidió re-
cibirse y hacerse de un título. Tiene un raro atril metálico donde
apoya su apunte y pareciera que una mujer tan metódica no de-
bería haberse demorado más de la cuenta en la facultad. ¿Hijos,
marido, trabajos en otros ámbitos? Las demoras se explican de
muchas formas. Y además no necesitan explicarse.
La sonrisa que muy de vez en cuando le hace a su amiga,
que también estudia callada y aplicadamente, acaso ilumine su
permanencia en el claustro estudiantil. Sólo ella cree que entre
veinte y treinta hay un mundo de tiempo perdido. A mí me va
resultando difícil distinguir las décadas en los rostros ajenos. El
aro en forma de flor de cinco pétalos en su lóbulo derecho, el
único que veo, de una especie de tela metalizada, rosa y plata, se
destaca y se eleva contra su ropa de colores terrosos, discretos.
La flor se abre en su oreja suavemente y le susurra un material
de estudio que sus labios concentrados anhelan repetir. ¿Será
verdad que entiende lo que lee? ¿O descifra tan sólo las letras
resaltadas, fotocopias de tintas tóxicas o degradables repasadas
con fibra verde, sin ver la ausencia del sentido? ¿No la llama el
sol de afuera o las cosas de la vida para escaparse de nuevo y no
terminar, no rendir, no servir para nada? ¿Podré seguir miran-
do, sintiendo y escuchando si dejo de escribir?

La helada, el polo sur se hacen presentes en esta semana de


preparativos para empezar de nuevo: exámenes, programas, fo-
tocopias, como si no estuviese condenado a escuchar lo mismo
siempre; o como si no me complaciera en repetir siempre lo
mismo, ser un yo imperativo para otros que se renuevan. No
alcanza los diez grados la temperatura en el grisáceo mediodía
de hielo y abundan los gorros de lana, los abrigos muy gruesos
y opacos, escasean en cambio los cuerpos.
Es un desierto frío el campus, el suelo está amarillo, seco,
los árboles perennes parecen haber apagado sus follajes verdes,
que se han puesto cenicientos. Nunca, nunca quise tanto ver
llegar la primavera. Las flores, la escritura, las risas, la espuma
larga de días luminosos son ahora el objeto de una espera. Y es
bueno esperar cosas que seguramente van a llegar.
Ahora estoy solo en el invierno más absoluto de los últimos
lustros, y me incomoda una cita después del almuerzo con al-
guien que me va a pedir el nombre para usarlo. Y aunque para
eso sirve el plumaje necio del supuesto prestigio, la vejez, la
acumulación de fantasmas en forma de libritos, de todos mo-
dos cierto descaro, cierta transacción sucia siguen ahí, en el co-
razón de mi incomodidad. No puedo ser amigo de la chica que
me pide firmas y avales, lo impidió el destino de los tempera-
mentos. Pensaré en el hijito que mantiene ella sola, firmaré sin
derrochar simpatía, porque no puede tener pudor ni esconder
su ambición una madre que necesita plata. Y yo no necesito
gratitudes, ni mucho menos ser citado. Colmo de la vanidad:
reconocerse, elogiarse uno mismo.

Siete horas de despierto y el día en su mitad parece una invi-


tación que desanimaría a cualquiera. Pero tengo unos dos pá-
rrafos todavía de fuerza y además salió el sol después de una
mañana brumosa. Si alcanzo a sonreír un poco en la reunión
docente que me espera en un rato, más allá está quizás una
pequeña siesta: Ítaca.
Una chica vestida con un saco que imita el estampado del
camuflaje militar, pero con flores, verde musgo, gris, otro verde
casi negro, y una chalina amarilla alrededor del cuello, así de
poco reflexiva en su vestuario invernal, con un rodete en el
pelo y un prolijo y parejo flequillo sobre la frente veinteañera,
me parece que es Circe, sé que si la dejo acá en la biblioteca ten-
dré que ir a juntarme con sirenas y cíclopes. Aunque también
sé, porque leí todos los libros de los dioses, que sin llamarse
“Nadie” no habrá ningún retorno. Que mi siesta vacía de todo
pensamiento no está con los feacios, que Penélope salió a brin-
dar con un par de pretendientes, que Telémaco no volverá del
jardín sino una hora más tarde que yo. Y sin embargo, oh Circe
de flequillo y largos aros de color turquesa, el mar cálido cuelga
de tus lóbulos perfectos, el invierno no existe al lado tuyo, y si
me lo pidieras, me quedaría viéndote por el resto del día.
Dado que en estos días las diosas ya no hablan ni con el
mejor de los mentirosos, iré a ver si Atenea se encarnó en una
profesora no envejecida de la vieja escuela de la filosofía. Le
pediré en silencio solamente dos manos en vuelo luminoso que
hagan breves los noventa minutos de escuchar en público mi
propio aburrimiento. Sé que me va a ayudar porque antes siem-
pre le gustaron mis palabras interiores, discurso, prosa, ritmo.

En el aeropuerto, espero la hora de subirme al avión. Leo un


libro muy bueno de una poeta de mi edad, el mejor que escri-
bió. Está divorciada después de muchos años de matrimonio y
ahora el amor la asalta o la sorprende como a una griega que
escribiera en su isla sobre los celos y el olor de los cuerpos, o
como a una japonesa en la corte imperial que guardara bajo la
almohada sus observaciones sobre la naturaleza, las estaciones,
las visitas y las ausencias de alguien más.
Sé que en Chile me recibirá un mundo menos lírico, los for-
malismos y el combate perpetuo contra las formas: universita-
rios y poetas que allá no coinciden tan frecuentemente como
acá en la misma persona. Planeo escribir sobre el libro de mi
amiga, quisiera descansar en su tono menor, sus grandes blan-
cos, su histeria de mujer madura que vuelve a querer ser amada,
que sabe que la carne produce las simulaciones del espíritu, de
los conceptos, las generalidades.
Nada de lo que hacemos pertenece a la historia. En el limbo
de la sala de embarque, blanca, descuidada, subdesarrollada, se
torna una evidencia que la agenda de los días es una pesadilla
de la que debería despertarme, o al menos tratar. Pero como le
dije una vez, en silencio, a un amigo de allá que vive aún en la
bruma un tanto lumpen de los poemas, el alcohol y la ausencia
de horarios fijos, no pido más que un verso, el sueño de que
levante un penúltimo pie, después el otro y salte, para que suba
un ojo, un dedo desde las simples palabras que tenemos, desde
nuestras tonadas diferenciadas, y señale la posibilidad de una
cosa presente: pescado frito y un endecasílabo.

Aunque sea paga, en la universidad de Chile prevalece el ca-


rácter de pública, inhóspita y helada, con un café malísimo y la
leve sospecha de que no van a cubrir todos mis gastos. Escribo
en un comedor vidriado con muebles de plástico y trato de to-
marme el brebaje sucio y amarronado que explica la vigencia
general del café instantáneo estándar en el país.
En menos de media hora empezará el ritual de escuchar los
recovecos efímeros acerca de un filósofo poco claro, que en
mi cabeza ya pasó de moda. De todas formas la felicidad pa-
reciera lograda, vine con la simpatía encantadora de mi mujer
y ayer la desplegó para los escritores locales, también tuvimos
un encuentro sexual por la tarde que se parecía mucho al deseo
originario, primero, de hace veinte años. A la noche, pescado,
pero no frito, con raras salsas de cocina gourmet. Hoy quiero
probar algo más típico.
Ojalá pudiera encontrarme con algunos estudiantes y com-
probar el estilo que impera por acá. Pero se ve que las mañanas
no son el horario más concurrido. De las montañas enormes
que presiden el campus baja un frío glacial y extraño las florci-
tas perennes de mis lomas de siempre, allá donde todo se decla-
ra cantando con la sílaba pretónica alargada.
Entre dos días helados en que debo hablar de la agudeza ger-
mánica para distinguir una vez más lo agradable, lo bello y lo
deseable, el intermedio de un desgano básico: ni hambre, ni
sed, ni ganas de mirar nada.
Me llama hacia la angustia la pelea constante con la adminis-
tración de una familia. Tampoco llegan frases que me gusten.
O más bien aparecen, se escriben, pero no me interesan. El
cuaderno utiliza su función de descarga para poemas que no
se escribirán, ensayos que se evitan, se postergan, cartas pós-
tumas a soldados que vendrán después a esta misma trinchera
inmóvil. Y no es feliz el que se niega a servir, el que sólo quiere
escribir, el que sabe que eso no sirve para nada. Los ángeles
ateos y Joyce son la prueba. El engendramiento consciente es lo
imposible. Un organismo vivo hecho de frases, imposible. Pero
soy, entre las frases que el sol sale a evaporar rumbo al mediodía
glacial, una cosa tensa, inútil, sintiendo palpitar las sienes y la
nuca, que obedece al imperio de una birome jugosa, generosa,
venida desde la China para puntuar, regar el papel obra de ma-
dera argentina.

Un poco de reposo, una pequeña siesta me llaman a la amena


deserción de insufribles reuniones sin objeto. Las escenas que
leo me cansan aún más y hasta espero con ánimos el regreso
mañana de un alma bella de filósofo que tenga algo de fe en
la verdad, en el poder acumulativo de lo que se imagina saber.
Ya se abre paso el sol entre nubes escasas hacia la primavera;
cuando llegue, habré escrito todas las disertaciones pendientes
y sólo quedarán por recitar diálogos emotivos, rítmicos, en lu-
gares lejanos o en exotismos ocultos de mi propia ciudad.
Una chica rubia de ojos claros, una belleza nórdica, diga-
mos, tiene una musculosa de algodón gris, muy liviana, y sus
brazos, sus hombros, su cuello, son anuncios de la atmósfera ti-
bia que la luz me confirma. Pero yo tengo un suéter, el malestar
de este primer día de la semana no me deja percibir los signos
que le dan vida a la muchacha rubia.
Ella lee con seriedad sus fotocopias, mientras manipula un
cordoncito con unas piedras turquesas en el medio, un collar
artesanal que ahora se pone. Titilan los ojos como piedras viva-
ces. La cara adusta no puede borrar una boca que cierra labios
bien delineados, carnosos, menos dispuestos a la risa que a la
pronunciación de vocales en idiomas que ignoro. Pero no doy
más en la biblioteca. Me vuelvo a casa. Mañana no estará la chi-
ca rubia, y tendré que estudiar la idea del arte de otras cabezas
germánicas y muertas. Punto y aparte.

Un húngaro me dice: “El tiempo es el principio corruptor”.


Todo lo que no sirva para escribir se dirige a la desaparición,
tal sería el lema de una intimidad decepcionada. Sin embargo,
lo que no sirve es lo único que existe. Ayer, el anuncio de una
primavera aún distante desató la muchedumbre de chicos, en
grupos, con sus cervezas, en los alrededores reacios a las clases.
Hoy volvió el frío y ya no están las chicas de ayer y de ante-
ayer, las risas, los brazos desnudos, no está la rubia nórdica que
anoche vi de nuevo y hablaba con acento raro nuestro idioma;
lo que no está sirve tan sólo para escribir, pero no existe.
Quiero una primavera, pero no de palabras, física, coreográ-
fica, colmada de retratos tridimensionales.
Primavera se acerca con su viento de polvo que levanta remo-
linos de corpúsculos secos, y si fuera alegórico diría que le ar-
man un vestido de tono amarronado para una fiesta que tendrá
mucha concurrencia. Veo caras que florecen a la luz del medio-
día, que expanden sus rasgos particulares bajo la luz difusa, y
otros rostros más viejos que conservan como un recuerdo de
sus gestos juveniles, una forma de reírse, una moda rebelde a
los años y a la resignación madura. Pero no intuyo nada detrás
de la superficie, no hay una chica de la estación que sople a todo
pulmón la tierra falta de riego, no imagino pensamientos más
allá de las fisonomías que el bar me ofrece.
Ningún sustrato inmaterial puede brindarme más esperanza
para el día, para la clase de la tarde, para este mes que inicia la
nueva vida de las plantas, que la cara pecosa de una chica de
veinticinco tal vez, que se ríe y levanta sus cejas muy finas, y
frunce un poco los ojos. Ella escucha con atención lo que le
dicen, ¿por qué no podría estar oyendo también el gran sí de
la vida que se afirma sin nada abajo, sin necesidad de huellas?
Si la describo, si la clasifico; si la incluyo en la generalidad
de chicas pecosas, de ascendencia europea, borro la que está
acá enfrente, no veré el diente levemente asimétrico que apenas
puede advertirse bajo la comisura izquierda de su sonrisa des-
lumbrante. Pero la veo brillar, y entonces, ¿cómo no creer que
el mundo tiene un sentido, que su apariencia existe para que
nos comprometamos y nos perdamos en su palpitante profun-
didad?
Ahora, quiero la superficie, el movimiento, seguir mirando
cómo se abre y se cierra, se ríe y habla, se calla y contempla, la
chica de las pecas de la mesa de enfrente.
El ancho río marrón, que emite unos destellos de espuma a la
luz de un sol casi primaveral, me entretiene en mi estado de
pasajero en tránsito. En este aeropuerto ribereño y porteño, voy
a tener que pasar cinco largas horas leyendo o deambulando.
Cargo con el cansancio y la desilusión de la tarde de ayer cuan-
do leí una conferencia sentimental, dulzona y blanda sobre un
amigo muerto que pasaba por duro, sarcástico e inmune a los
elogios. Su hija nos increpó: “¡cuánta obsecuencia! Así de bue-
no no era mi papá”. Claro que no. Pero no fue mi padre sino en
el espacio de los versos y compartía ese lugar ameno con otros
escritores que conocí, incluso algunos que vi muy poco como
abuelos lejanos.
Tampoco sus libros resultan ya tan eficaces y su poesía se
aleja de este mundo como una vanguardia del pasado. Justa-
mente la hija, una lúcida actriz, no podía leerlo y entonces que-
ría que habláramos de él en su forma de vivo, en su inquietud,
en su criticismo, como si nuestro homenaje – éramos tres poe-
tas que habíamos sido casi amigos de sus últimos años – se
lo arrancara un poco más y le dijera que un padre no está al
alcance de una hija.
Él no nos maltrataba como a ella, sabía o intuía tal vez que
cualquier chico entusiasmado y obstinado en oír ritmos, en can-
tar con furia, en tocar cosas nuevas podía ser mejor poeta. Creía
que Pessoa, o sea Nadie, había sido mejor, o sea insuperable.
Para nosotros nada había sido dicho, ni siquiera sus juicios.
Miro de nuevo esta simulación de mar y oigo el rumor ma-
quínico del aeropuerto y pienso que su modo de morir no fue
igual para todos. Al primogénito, atildado, con ropa cara, im-
pecable, sonriente, sí le gustó mi tenue lamentación por la au-
sencia de la voz jovial y entretenida de su padre. Hay que tener
cuidado, me digo, con las diferencias que hacen madre Natura y
tía Cultura entre hijos e hijas. Aunque sé bien que los imperati-
vos se escriben en el agua cuando se trata de la filiación, donde
todo es impulso, corrientes, olas, tormentas y remansos.
Quiero ser este río desde ahora, más constante que visto-
so, más complaciente que corrosivo. Me gustaría ver a mis tres
niñas tocar mañana sus canciones pop y volver a llorar como
otras veces cuando se eleven al cielo diáfano de Córdoba sus
impensados falsetes de soprano.

Llegó el calor desértico y tardío de octubre, que me sorprendió


bajo los vientos de la Patagonia. Y esa locura de viajar por nada,
a leer, a disipar las letras, sigue dentro de tres días, cuando salgo
para Jujuy. No hay países de tres mil kilómetros, ni siquiera la
lengua puede sostener incólume tantos cambios de clima.
Espero a una tesista que me trae, como una parca sonriente
de primavera, el capítulo final de su trabajo. Y así se lo tomó,
como un esfuerzo acumulable, como si pudiera basar el puro
gasto de escribir en un plan previamente organizado. Aunque
se le escapa de vez en vez, debido a que su autor no tiene nada
de organizado y escribe más de lo que piensa, una celebración
del estallido, una negatividad contra la forma de exposición au-
toexplicativa, una destrucción que de todos modos resulta feliz.
Tiene un pequeño hijo, que acompañó el advenimiento de
sus trescientas hojas de tesis de filosofía, por eso se mata de
risa, con brillo inusitado en su dentadura perfecta, cuando cita:
“el hombre es la muerte que vive una vida humana”. Su autor
amado y odiado diría más bien: “el niño es el gasto que excede
el lenguaje humano”.
Hay mucho que escribir en estos días. Hojas, como las innu-
merables que brotan a mi alrededor. Flores, tal vez, que habrán
de ser poemas. Casi pasé un semestre ya sin versos, excepto el
poema de regalo en junio para el cumpleaños de mi hija mayor.
Esta mañana sentí la típica angustia, de la que no sé nada, ni
siquiera el origen, y que se asoma cuando ninguna esperanza
de escribir de verdad se alcanza a distinguir detrás de ese nuba-
rrón. Angustia de primavera, podría decir, porque surge de no
ser jovial, estacional, colorido como un árbol al sol. Este cua-
derno, objeto sustitutivo, aunque sueña con ritmos no destruye
la tormenta posible, no es el poema que me libra del mal.
¿Sobre qué, sobre quién, en qué lugares habré de escribir la
larga serie de versos que me cambie de nuevo, siempre en mí
mismo y sin oscuridad?

Cuatro días en el Norte elevado y brumoso, de tardes cálidas


y noches frescas, donde escuché poemas que se sabían malos,
innecesarios, pero algunos estaban tan conscientes de su gratui-
dad, algunos autores tan lejos de toda autoridad que se volvían
graciosos, como el picante de las empanadas o la obstinación
alcohólica de los habitantes de una ciudad pequeña, festiva y
muy antigua. Sin embargo, las máximas dosis de entusiasmo
que comprobamos, que recibimos con un poeta más joven, de-
masiado atento a lo actual, que me acompañó en el viaje, fueron
las musicales. El infaltable folklore, por supuesto, pero también
modos de rock, un heavy metal salteño, unas canciones pop
santiagueñas, melodías que acentuaban el estilo excelso de sus
modos de hablar.
Y otra vez la sorpresa de un conde polaco: ¡qué bien hablan,
cómo cantan, y qué mal escriben! No obstante, nuestros anfi-
triones querían ser de otro mundo y por instantes lo trasponían
en versos irónicos, despreocupados, como una chica alta que
contaba chistes y aludía con pudor retórico a su enfermedad
mortal que acaso no la dejaría envejecer. Las ganas de esa inutili-
dad o de su ritmo, de una participación en los pasos, los modos
de caminar, el ansia de entonar aquellos paseos entre montes
verdes, las onomatopeyas y los idiomas ocultos o reprimidos a
medias, todo parece anunciar algo para escribir. No es nada una
noche larga de mil kilómetros si me trae un versito cada diez, un
pueblito cada cien, un canto diferente cada quinientos.

He decidido dejar de escribirte, pero una chica rubia con el


pelo atado en una cola de caballo hacia arriba, para evitar el
intenso calor del verano que se acerca, me obliga a volver a
vos, último cuaderno de unos momentos de vida fugitiva. Es
imposible describir su rostro, aunque sí diré que parecería una
pintura inglesa del siglo XIX. Tiene cuatro o cinco anillos en
sus manos blancas, en sus dedos larguísimos, que pulsan una
melodía lenta sobre una frente amplia y algo convexa. Se ha
sentado tan directamente al frente de mi silla en la biblioteca
que no puedo mirarla más. Tendré que escribirla sin levantar la
vista, tendré que combatir a golpes rápidos de birome contra la
evanescencia de su imagen. ¿Acaso una fisonomía, boca, nariz
y ojos, y su combinación, puede ser un signo? ¿Qué leo en ella
que me fuerza contra toda precisión a seguir este diario inútil,
discontinuo?
No hay dioses del detalle, se levantó, después de sorpren-
derme tal vez fijándome en ese retrato simbolista superpuesto
como una lámina encima de su piel, y se fue. Alta, con remera
apretada de algodón blanco, un pantalón azul marino y zapati-
llas discretas. Cómoda, despreocupada, sin maquillaje, la mitad
de su belleza pertenece a la época, a mi moral, a la moda desen-
vuelta del presente. ¿Y la otra mitad? ¿Acaso es eso que no pue-
de describirse, como Helena en Homero? Un ciego, la poesía es
para ciegos. La chica sólo cabe en frases como la repetición an-
tigua de que era “parecida a las diosas inmortales”. ¿O se debe
a unas gotas de sangre prerrafaelista caídas en Sudamérica, igual
de contingentes que nuestro encuentro? Un resplandor, des-
pués la nada, la siesta cegadora y la clase sobre mi poeta pasado
de moda que debo preparar.
Antes de irse, su mirada me dijo que nunca ha estado sola,
que un espejo la sigue a todas partes. Más de dos tercios de la
gente acá, en la biblioteca, chicas jóvenes, con sus miradas a
cuestas, son una pequeña multitud electrificada. Hay doscientas
presencias en la sala.

Son las últimas semanas de clases y la temperatura sube cada


día, el sol enceguece, el celeste del cielo vira a súbitos turquesas.
Las florcitas violáceas de alguna clase de lapacho o jacarandá se
balancean suavemente al ritmo del aire de primavera. Y yo, que
escribo un mensaje largo para una revista, sobre un libro muy
grueso que nunca terminaré de leer, un mensaje que se dirige
a su anciano autor, un amigo, podría decirse, veo de pronto la
aparición, lo que no deja de aparecer ante mi cuerpo inclinado,
contraído sobre la mesa en la que escribo. Pelo castaño recogi-
do, una remera sin mangas, beige, una mini de tela suelta con
greca roja sobre blanco. ¿Cómo describir? Finalmente registro
siluetas, modelitos para la última salida, pero no queda nada de
la aparición, no puedo transcribir el ágil sonido de sus dedos
sobre el teclado de la notebook, así como no puedo adivinar la
charla que sostiene en su silencio virtual.
Está al lado mío, la vi venir, pero ya me olvidé de la forma de
su rostro, de una belleza tranquila, no excepcional, no canónica,
armónica tan sólo. En el costado derecho de mi campo visual,
está sentada y me iré sin volver a ver su cara, ni sus piernas
jóvenes, sus pies ligeros, que de todos modos, como todas las
imágenes que vienen y suben y bajan, caerían en el olvido.
Si alguien me dijera que ella no existe, yo, ¿qué haría? Si apa-
reciera de nuevo una de las caras que describí hace un año, yo,
¿me alegraría? Ni un reconocimiento, ni un pensamiento, tengo
que abandonar la prosa inútil que avanza sin mirar atrás, que
se tira al barranco, que sólo desea hacerse narración resigna-
da, virilidad madura y fracaso anticipado. Tengo que hacer más
versos como florcitas lilas, sin libros en mente. Aunque estos
mandos, por altos que sean, mejor que no estén. Obedecer la
moda y las canciones será mi lema hacia el final del año, habrá
que ser casi absolutamente contingente, no dejar que se escape
la ocasión que sigue siendo, imagino, una chica inmadura de
pelo largo. Y en mí todo se ha vuelto alegoría.

Ya el trópico se instaló en estos parajes y es casi insoportable


caminar bajo el sol a la siesta, que insiste en seguir siendo nues-
tro horario de trabajo. Salvo en la biblioteca donde un diseño
amplio da frescura y da luz al mismo tiempo, en sabias propor-
ciones. Dentro de media hora encontraré a una chica que hizo
su doctorado en Inglaterra y que divaga ahora entre las opcio-
nes y los temas que le ofrece un mundo sólo aparentemente
amplio. En parte es boliviana y en parte cordobesa, pero tan
blanca que en el norte sajón sólo habrá parecido discretamente
hispana. No sé qué espera escuchar. Algo de psicoanálisis, algo
de filosofía, no demasiada literatura, tal vez.
Otra chica, con un rostro igual de regular, blanco y bien
dibujado que el de mi cita anglolatina, bosteza cerca de mí y se
harta de sus apuntes anillados. Las clases terminaron, no ha-
blaré más. Pero antes de que termine este año ya tendré que
planear más montañitas para subir. Amaso ahora mis piedras
que no dejarán huellas en la senda de Sísifo, métricamente equi-
valente a mi nombre. Seminarios, cursos, programas, cuando lo
único deseable sería hacerle caso a la selva de flautas y percusio-
nes que mi nombre transmite.
La chica que bosteza podría decirse, ahora que seriamente
anota frases al margen de su lectura, que supera en armonía a la
que veré enseguida. La nariz delgada y recta surge debajo de la
frente, entre dos cejas casi irreales de tan precisas. Está descalza
y en sus sandalias mínimas de dos tiras doradas sus pies jóvenes
ostentan uñas pintadas de rojo. Pero mi nueva amiga o futura
discípula, a la que quizás nunca vuelva a ver, de paso entre Boli-
via y Cambridge, según recuerdo tiene una sonrisa impactante,
dientes grandes, parejos y diáfanos y entre ellos resplandece su
tácita inteligencia. A través de su risa adivinaré una vida desco-
nocida que la más aniñada y somnolienta no me deja leer.

Hace tres días llueve y hace cinco que no voy a la universidad,


atrapado por la redacción infame de un así llamado proyecto de
investigación. Pero es sabido: a cada cual su goce, y éste es leve.
Llega a su fin, a sus postrimerías más bien, el diario bajo el
cielo gris plomizo veteado de blanco que alumbra mi escritorio
a la mañana. En estos días recibí tres señales que lo entregan al
retorcimiento, al estado de vuelta, a la reflexión que anuncia casi
siempre la llegada del silencio. Un comentario y dos mensajes
en facebook respondieron a mis subidas maniáticas, trasnocha-
das, de entradas antiguas. El estado, la pregunta: ¿en qué estás
pensando?, hospeda fácilmente mis notas de días lejanos, sin
fechas ni pensamientos claros.
El comentario era un lamento irónico: una colega se reco-
noció y mi descripción de su apariencia no era demasiado ama-
ble. En la noche me olvido de todo, de que muchos personajes
del diario, amigos del mismo campus, están entre los cientos
de contactos que reciben las viñetas como si revelasen noticias
de mi manera de mirar las cosas. Pero la profesora amiga no se
ofendió, creo que incluso le divirtió la falsa escena de Safo en
que me puse como el dios que se ríe con la chica hermosa, mien-
tras de lejos observa con celos o furia la otra mujer que la ama.
¿Será una locura ver signos en facebook? Las máquinas par-
lantes se han hecho realidad. No hay otra realidad que ellas.
Los nervios de un dios se desmaterializan y viajan hasta mí me-
diante conexiones inalámbricas. Y lo digo metafórica, neuróti-
camente, porque los otros dos mensajes fueron sueños que no
tuve, sueños literarios de dos mujeres que leyeron partes de este
diario. Soy Quijano, Cervantes y Menard, también el falso turco
que se inventó el manco, pero en una inofensiva miniatura, ca-
sual, virtual, para las vueltas de gente que se emborracha sola.
Primer sueño: una mujer quizás algo mayor que yo, o no,
a quien no conozco personalmente, amiga de facebook, me
cuenta que después de leer varios posteos de Campus – el libro
que vendrá – soñó conmigo. El sueño era escolar, estaba Bor-
ges también. Al final, yo le tocaba una mejilla y la consolaba de
algo. De la literatura tal vez. Ella habrá sacado mi imagen de las
fotos que figuran en mi perfil, tal como yo ahora espío en sus
fotos qué clase de vida llevará.
Me digo que es posible que esa inducción de un sueño de
redención por la pequeña nota vital sea el fin último de escribir.
Pero sé que es mentira, es algo mucho, pero mucho más egoísta.
Segundo sueño, producto de la misma noche de posteos:
una chica que escribe, menor que yo, a la que sí conozco y que
me resulta simpática, no sólo por su belleza apacible y su tono
de voz, sino por cómo lee y por lo que arriesga al escribir, me
cuenta que después de leer la descripción de una fiesta, donde
mi esposa conoció a una amiga nueva hace un par de años, soñó
con nosotros dos. Soñó que venía a nuestra casa, que imaginó
grande, y que nos pidió darse una ducha porque había camina-
do kilómetros a pie. Que la dejamos ducharse, que estábamos
vestidos de fiesta, que mi mujer tenía un vestido negro con ta-
chas plateadas, que era feliz en el sueño.
Cuando los personajes, sobre todo el que dice “yo”, em-
piezan a leerse ellos mismos, se acerca el final del libro. ¡Qué
lejos parece estar la libertad encontrada al azar de la prosa en
el primer cuaderno! Y ahora después de tantos puntos y apar-
te, tantos blancos, tantas repeticiones, no estaría mal que los
nacimientos libres se den en sueños ajenos, en los teatrinos de
viento y en lo que desconozco de lo escrito.

Ya creció el pasto verde con las lluvias, pero no hay casi nadie
que disfrute su desorden brillante en las semanas previas a los
turnos de exámenes. Se acerca una vez más el fin de año y no
se sabe con cuántas repeticiones placenteras o sólo toleradas.
Terminé veinte actas idiotas que copiaban el mismo acápite re-
glamentario, y tomo una gaseosa fría como si hubiese corrido
alguna clase de carrera imperceptible, pero aun así agobiante.
Ahora estiro el suplicio de no volver a casa en la facultad de-
sierta sin un atisbo de alegría, porque debo firmarle papeles a
un tesista chaqueño, gay y aficionado a la poesía de mujeres. A
él le parecerá fresco el aire de esta tarde posterior a las lluvias
estacionales, así como le parecen geniales los profesores locales
al lado de la selva aislada en la que vive gran parte del año. Se
habrá de doctorar, tiene cierta fe en los rigores falsos, con una
tesis sobre poetas muertas, lesbianas, grandilocuentes, grandes
madamas del yo.
Pienso, con demasiada crueldad, cansado por la resaca del
vino y las pastas aceitosas de anoche, que él quisiera ser una de
esas señoras líricas, emplumarse, vivir en las ciudades multitudi-
narias, recibir premios, lápidas y obras completas.
Por cierto, escribe además poemas acerca del mundo cam-
pesino que lo rodea, y son buenos. Diría que superan a los que
estudia con meticulosidad. ¿Dónde lo conocí? En el centro de
mis noches sin amigos, el libro de las caras desconocidas en la
red universal.
Las pequeñas catástrofes anuncian el fin de otro año que sigue
su marcha hacia el máximo brillo y el enfriamiento inexorable.
Me cuesta dormir hasta tarde y ahora mantenerme despierto en
la biblioteca, mientras espero la hora de una reunión heteróclita
que yo mismo convoqué. Pero otras cosas misteriosas pasan
en la crueldad del último mes: tormentas muy intensas, súbitas,
de granizo y de viento; nuestro gato negro que se duplicó; cri-
sis sociales violentas que un viejo poeta llamaba los (s)aqueos,
acampando en los alrededores de la ciudad amurallada.
Puedo explicar la doble realidad del gato que se parece en
exceso a la literatura de mi infancia. Tenemos uno, delicado y
afectuoso, negro, que casi no tiene nombre. Y de pronto, tras
las noticias de varios días sobre una conducta insólita del gato,
que tiraba zarpazos o mostraba los dientes, se descubrió que
había otro, un intruso, muy parecido, negro, de igual tamaño.
Y no se iba. Ni se fue. Ayer lo sacamos a la calle después de
envolverlo en una frazada y lo vimos correr despavorido.
El gato intruso fue llorado por los dos hijos menores, que
hubiesen querido domesticarlo, pero era un manojo de nervios
escondido atrás de una heladera vieja y comiéndose la comida
del perro que, al igual que el gato manso, no lo atacaba.
Esta mañana vi al gato residente buscar en los huecos donde
se escondía el otro, aun cuando nunca había hecho contacto, ni
amistoso ni hostil, con el intruso. Salvo por una cola cortada,
quizás a consecuencia de peleas feroces, y por la ausencia de
una manchita blanca en el pecho, eran idénticos: parodias de
panteras negras para usos domésticos. ¿Buscaba el nuestro su
ferocidad solitaria en los rincones de lo inmemorial? ¿Veían en
el intruso temeroso y agresivo mis dos hijos su olvidada adop-
ción por parte de una vida impersonal?
“Así, va a ser siempre callejero” –dijo Galileo. Pero la do-
mesticación ya era una promesa inalcanzable.

La facultad está casi vacía, nada que observar. En media hora,


inventaré un proyecto fantasmal sobre estética y pintura, técni-
ca y literatura, entre otros rótulos, para fundar quizás un prin-
cipio de reunión con personas que no se conocen mutuamente.
El año que viene debería tentarme esa posibilidad de contactos
para charlar de arte, sin que exista la mediación jerárquica de la
clase, sin que un objetivo explícito sea necesario. ¿Será posible
todavía la amistad? ¿No es un error haberla separado de lo útil?
La ayudante más inteligente de la cátedra, con su pelo ne-
gro y su boca carnosa, demasiado amiga de la racionalidad que
explica el arte como un fenómeno resultante de las técnicas de
la época, quizás no acepte la invitación. Y entonces presidiré
un cúmulo inorgánico de gente dispersa con curiosidad inter-
mitente, pero no importará, nunca importó. Incluso la poesía
se mortifica en esos tratamientos universitarios en rebaño. Las
artes y las fiestas pueden sobrevivir al así llamado proyecto de
investigación. Hablar y escuchar deben sobrevivir como pro-
mesas de felicidad. Y si la poesía al mismo tiempo promete y no
cumple, la mera posibilidad de la promesa que está en los otros,
en su máscara y en su enigma, en su resonancia interior, ya será
suficiente para decir que se tuvo éxito.

En el almacén de la cuadra me mira una chica, demasiado fi-


jamente, y está con otra. Se visten con descuido y parecen or-
ganizar una mínima comida para la noche. Compran justo an-
tes que yo. Nos apoyamos en el mostrador al mismo tiempo,
pidiéndoles las mercaderías a los dos hermanos armenios que
atienden y que conozco hace más de quince años. Entonces, la
que me miró al entrar me dice: “Admiro mucho lo que escribís”.
Y me quedo helado como un adolescente o quizás avergonzado
como un ser pasible de tan descarado elogio. ¿Qué pensarían
mis amigos almaceneros de esa declaración? Agradezco, repito
el agradecimiento, cambio de tema, sigo comentando las noti-
cias del día con los ingeniosos, suspicaces, ocurrentes amigos
armenios. ¿Se notará mucho que no estoy dispuesto a recibir
esas frases en la cara? El que escribió los versos no era el mismo
que estaba comprando cerveza en el almacén. El yo del primer
acento de un par trocaico no escribe ahora las cien últimas ho-
jas de cuaderno cartonero de la vida que pasa.

Leo en un mitólogo del siglo pasado esta frase de Caronte para


el mundo técnico: “está permitido soñar que el progreso mecá-
nico arranca de sí mismo el rescate donde reside nuestra espe-
ranza, que lo obliga a dar una monedita de soledad y olvido a
cambio de la intimidad cuyo goce nos arrebata completamen-
te”. Y él no podía saber hasta dónde llegaría la privación de
la intimidad, que las leves vibraciones de mi teléfono de bol-
sillo atestiguan: mensajes del espacio inmortal. Y la monedita
se saborea cada noche, cuando ni soñamos con responder a
la insistente interrogación, de nadie para nadie: ¿en qué estás
pensando?
El año que se acaba, con el calor de siempre en esta época,
promete una olla repleta de monedas. Pero volví a la facultad
donde mi tercera hija tiene un ensayo de su concierto final de
violonchelo. En unos meses, después de las vacaciones, la ma-
yor empezará a cursar también. Todos nos encontraremos en el
mismo campus. Pero seguramente yo voy a seguir masticando
monedas solitarias y sin hablar mucho con nadie. Ahora me tra-
je un libro protector; el cuaderno es poco para ocupar el tiempo
de un ensayo general.
Un resfrío causado por el enorme contraste entre interiores
acondicionados, secos y fríos, y la naturaleza o aquello que la
imita, afuera, cálido y húmedo, me impide disfrutar de las reu-
niones ajenas, sus risas y sus cervezas, las chicas y los chicos con
la ropa desgarrada y el pelo enharinado.
¿Cuándo fue que escribí estos versos en uno de los metros
más fascinantes de las lenguas romances: “se acerca a toda mar-
cha el fin de año/ y vamos a brindar con gente extraña”? Un
amigo, muy aficionado a contar sílabas y otras manías matemá-
ticas, me dijo que a esa rima falsa o resonancia, que en mi dís-
tico forman las eñes de dos palabras finales, le había puesto un
joven y políglota poeta porteño el nombre de “rima derivada”.

Me cambié de bar en busca de pañuelos para mi resfrío estival


y veo en una mesa con varias botellas verdes de cerveza a cinco
alumnos de filosofía. Creí reconocer sólo el rostro de uno de
ellos. Pero me confirma la hipótesis el profesor de pelo entre-
cano al que escuchan, que los hace reír. Es el simpático titular
de filosofía medieval, que antes fue seminarista, según me con-
taron, y ahora es un goliardo que explica a los grandes teólogos
como si fuesen artistas, héroes de la arquitectura conceptual.
Enfrente de él, mirando hacia mi mesa, una chica descalza, de
piernas muy blancas y muy descubiertas, sonríe y se ríe, mien-
tras se pone y se saca la ojota del pie derecho, pequeño e in-
quieto. Tiene el pelo recogido pero en gran desorden, como si
lo hubiese hecho un bollo sobre la cabeza, y algunos mechones
castaños y claros le cuelgan y bordean de ambos lados su cara
y su risa constante.
Como su nombre lo indica, “medieval” es una materia del
principio de la carrera. Yo, o sea “estética”, estoy ya en la mitad,
después de la historia de la filosofía.
Casi no puedo escribir. Hace ya un mes que un dolor agudo
en el hombro derecho y el adormecimiento del pulgar en esa
mano me impiden agarrar la lapicera. Aunque no sea imposible
hacerlo, ahora me sobrepongo al puntazo que baja desde mi
clavícula hasta el bíceps y anoto palabras. Pero me desanima
este desapego, esta distancia que se abrió como una grieta o un
corte entre mi cuerpo y las ganas de escribir.
Se termina el verano y los diarios deberían tener fin. Se acer-
can grandes pruebas, extensos y aburridos deberes, frases va-
cías, y no se va, y parece que nunca lo hará, el flechazo que me
clavaron en el hombro derecho después de iniciado el año. Para
colmo, creo que tengo algo de culpa en el mal que me afecta: un
descuido, una serie de atentados contra el equilibrio del cuerpo,
si existe algo así, estarían en su origen. Imagino un futuro sin
este dolor y lo adelanto escribiendo contra su agudeza, que cre-
ce con cada letra que hago.

¿Podré acaso escribir con la mano izquierda? Un trozo de mi


médula espinal se salió entre dos vértebras del cuello, signo cla-
ro e indiscutible del paso de los años. Ahora el verde intenso de
los árboles en los últimos días del verano no puede alegrarme
como debiera. Mi cuerpo me traiciona a cada rato. Las chicas
no son lindas y la mano se cansa a los quince minutos de es-
cribir. Si el otoño llegara con su frío y un alivio, un analgésico
climático para mi cuello y sus ecos dolorosos, entonces pediría
hasta hielo, escarcha férrea que pisotee todo el pasto, queme los
follajes, aniquile las flores. Entrego ahora la mitad del mundo
para recuperar un cuarto de mi cuerpo.
¿Es una confesión pecaminosa? Los inventores de la tortura
al final del Medioevo, cuando prohibieron las sencillas ordalías,
sabían bien que los pinchazos en partes del cuerpo lo despe-
dazan, lo desintegran, y de esas fisuras tenía que surgir la pura
verdad, la plena admisión de los males cometidos, pensados o
soñados.
En estado de extranjero dentro de mí mismo, la apatía se
reviste de cualquier adormecimiento de los sentidos: no leer,
no escribir, no mirar ni reírse. Como decía un fatalista italiano:
“Lloro y los astros van con paso leve”.

Me acostumbro al dolor, sigo escribiendo como si el hombro


no tirara atrás esta mano que se aferra a la birome. Le pido
auxilio a los hombros y la espalda, perfectos, descubiertos, de
una muchacha rubia y alta. En los pocos lunares de su omó-
plato, cuya blancura original doró el sol de verano, trato de leer
toda clase de augurios. En su mano izquierda, de uñas largas
y cuidadas, pintadas de blanco, tres intrincados anillos indican
que ella no se distrae nunca de su imagen, de la impresión que
causa. Quizás a eso ya podamos decirle “inteligencia”, no saber
leer, sino prever lo que otros leerán en uno. La mano derecha
sostiene el infaltable celular, que le da un aspecto ingenuo, si no
abiertamente necio, como a cualquiera que habla solo con una
maquinita y mucho tiempo.
Se levanta y va a buscar algo de comer a la barra. Yo terminé
mi almuerzo, querría aliviar las puntadas del cuello y el hom-
bro en una cama, pero me queda – luego de cuatro horas de
escuchar malentendidos sobre el arte y la tecnología, que son
sinónimos, o sobre la sabiduría y el éxtasis, que son inseparables
– una reunión para charlar sin ningún poder de decisión acerca
de libros inútiles, disfrazados de ciencia, que publicará este año
la editorial de la universidad.
No me molesta la reunión, donde la ironía es compartida y
jovialmente llevada al extremo, sino la siesta irrealizable que di-
vide mis dos actos del día. La valkiria de enfrente toma un agua
dorada, de manzana, que hace juego con su largo bucle que se
dobla apenas entre los hombros y el respaldo de la silla. Su cara,
diseñada con bastante simetría, no parece tan interesante como
la espalda, que expresa varias cosas: salud, gimnasia, vértebras
y músculos que funcionan, vacaciones, alto porcentaje de eu-
ropeos del norte. Tiene un orgulloso y levísimo prognatismo
que empaña la justeza de su nariz. Parece mirar más el cielo que
el suelo, y ojalá que me la hayan enviado los dioses del minuto
para decirme que antes del final, no en el Walhalla, se acabarán
mis dolores físicos actuales.

Mi hija de doce años, una belleza potencial que se niega al cui-


dado de su apariencia, me dijo ayer: “Mañana no te va a doler
más”. No contestó por qué. Era un oráculo. Y como habla po-
quísimo, en comparación con sus hermanas mayores, recibí su
dictamen bajo la especie de la adivinación.
Hoy me levanté más aliviado. Apenas un toque de pinchazos
leves en la parte de atrás del hombro derecho. Mi pulgar siente
más la lapicera.
No soy un dios, mi cuerpo decae, pero mi tercera hija es
una diosa que tiene en sus pies las alas de la salud. Una sonrisa
suya, perspicaz, dentro de diez años, le dan su promesa de valor
de uso a este cuaderno de quejas. Le quedan pocas hojas. Que
vuelva la celebración descriptiva de los árboles verdes todavía
en este amable y templado, último mes del verano. Vengan de
nuevo horas de escribir sin causa y sin razón, vengan los que
nunca aprendieron a leer, vengan los impulsivos y los incon-
tinentes, los que van a escribir cuando yo me haya callado o
repetido. Escribo esta plegaria para los invisibles, cuerpos, ojos,
pensamientos, de otros que ahora son niños.

La medicina retrocede hacia la fe, se refugia en pantallas y ar-


tefactos, y lo único que calma el dolor que no sea químico es
una aplicación de manos. Con alegría salgo de los masajes prác-
ticos de jóvenes fisioterapeutas: su eficacia es proporcional a
la creencia en ella. ¿Cómo creer? Si mi muerte me resulta in-
creíble, el escéptico triunfa de manera absoluta. Pero como los
estropicios de un cuerpo sedentario escriben a cuatro manos
en las hojas disponibles, cuello, brazo, hombro, entonces voy a
creer, quiero creer.
La cosmética, si no la estética o la psicagogia, también pro-
mete una felicidad. Los ojos claros de la chica de pelo castaño
que me tocó la espalda durante media hora no se me olvidan,
por más que cerré los míos casi todo el tiempo, aterrorizado
de fijarme en su color, internamente deslumbrado. Y ya no me
duele nada, o casi.

Nado a la siesta dos veces por semana casi mil metros y tal vez
ahora esté más saludable que hace años, sin necesidad de otra
cosa que la obsesión y la obediencia a esa gimnasia. Abandoné
este diario, me apuré con los ensayos por encargo y dejé libre la
mitad del año, que todavía no llega, para escribir: “salvarme por
las obras”, sería un lema demasiado amable con la literatura.
La biblioteca ocupa mi siesta de martes, entre la natación
de ayer y la de mañana, para curvar mi espalda y escribir lo que
no puede ser descripto. Narices europeas de dos chicas cas-
tañas en mi mesa, tan cerca que no me dejan levantar la vista
para analizarlas más. Una de pelo corto y ondulado, más adulta,
que hojea libros de comunicación, hélas!, entregada al desastre
de un pragmatismo demasiado parecido a la insignificancia. La
otra, con una ligera curva que le quita perfección al ángulo grie-
go al que aspiraba su nariz, que sostiene unos lentes cuadrados,
negros, de pasta pero muy finos, creo que debe estudiar algo
más raro; se nota que no saca mucho en claro, pinta las hojas de
celeste, de verde y de naranja, anota frases en los márgenes, se
toca la cabeza con la punta de los dedos. Me gustaría mañana
nadar con ellas en la pileta tibia, pero esas aguas son recetadas, y
ahí todos tienen más de medio siglo, excepto yo, que me acerco,
y la profesora, que no nada.
Al final de la pileta, cuando agarro el caño del borde, agitado,
la cabeza palpitante, los pulmones forzados, pienso que estoy
huyendo del bote fatal, pero después hay que pegar la vuelta,
volver haciendo espalda y cara al techo esa misma distancia que
antes hiciera en crawl, y el barquero va a seguir ahí, haciendo
subir gente sin apuro, tickeando mi boleto de cuarenta y cinco
para dentro de treinta, o con bastante suerte: otra mitad, más
vueltas gratis.

Hace ya casi veinticuatro horas que llegué a la ciudad más po-


blada de Sudamérica, y sin embargo para mí es una aldea de
calles arboladas y una entonación de frases que muchas veces
se me escapan.
Una historia de bolero caribeño me contó ayer la profesora
cubana, que vive hace quince años en el lugar más moderno de
Brasil. Hace como cuatro años volvió a Cuba, después de más
de diez de no pisarla, escapada de la miseria igualitarista, y allí,
donde están todavía sus raíces –me decía con los ojos marrones
cubiertos de una película brillante–, se encontró con un novio
de la adolescencia, se lo trajo a San Pablo y se casó con él. No
obstante, la felicidad no reina en sus palabras. Aunque pueda
dar clases acá sobre sus poetas cubanos favoritos, aunque su
hijo, supongo que de un matrimonio fallido anterior, vaya a la
mejor universidad del subcontinente, parece sentirse extraña,
condenada al extranjerismo. Incluso su tonada, que debería re-
picar con campanitas barrocas de isla cálida, se ha vuelto pare-
cida al idioma argentino, como empañada de melancolía.
Yo leo sin esperanza para dar mis clases a un puñado de
jóvenes locales que estarán muy lejos de los poetas trágicos,
alegóricos, que traje conmigo. Pero quisiera más bien fijar el sol
amable de este otoño sin frío, anotar algo sobre el verde intensí-
simo de los árboles, el inesperado sabor del ananá en el desayu-
no, la ansiedad de estar solo por diez días que no me abandona
ni por un segundo, ni aun dormido. Lo que no se escribe no es
nada, pero lo ya escrito, a la larga, pasa a estar muerto. Salvo
que, excepto que, ojalá que… un ritmo, mis pasos subiendo la
colina hacia la avenida más grande del mundo –pobre destino
sudamericano–, el recuerdo de una mano que intenta sobrevivir
a su propio fin bailando sobre las hojas blancas de mi cuaderno,
puedan parecer cosas vivas.
A propósito, tengo que comprar un juguete inorgánico, un
arma de plástico, para el más chico de los entusiastas vitalistas
de casa. Si no llevo regalo, habrá lío.

Entro a un museo cuyo edificio es un monumento plástico a


la razonabilidad y a una magnificencia delicada. La exposición
temporaria, que promete algo sobre los pasajes y París en el
siglo XIX, me decepciona. Son cuadros impresionistas, de los
mejores en su tipo, pero me dejan frío. Me hacen acordar del
nombre de una marca de ropa cordobesa para chicas modernas:
“Dejá de hacerte la artista”. Pero la colección estable es una
serie de milagros en fila: la cara de una chica de Goya, un cielo
resquebrajado por algún accidente en el tiempo que vuelve aún
más abismal, clara, evanescente, la pintura de Turner, el paisaje
de Ruysdael, que mis mejores amigos pintores, que odian los
museos, podrían soportar en sus piezas manchadas, llenas de
cenizas y salpicaduras de acrílico.
De pronto llego a un cuadro que me fascinó de chico y me
doy cuenta, me asalta el recuerdo de un libro. Entre los dos o
tres volúmenes de arte que había en la pobreza de mi infancia,
¡estaba el Museo de San Pablo! Ahora estoy sentado frente a la
chica desnuda de Ingres, con la que tuve algunas de mis prime-
ras eyaculaciones, algo sádicas quizás, pueriles seguramente. La
rubia y blanca muchacha está esposada y con los brazos algo
levantados hacia su izquierda, mientras la cabeza le cae un poco
a la derecha desplegando un peinado suelto con una suerte de
guirnaldita de trenzas diminutas. Pero el pelo reaparece atrás de
su espalda, le roza un muslo. A sus pies, inexplicable espuma y
un monstruo marino negro, que parece muerto y abre su boca
de dientes torcidos. Sin dudas, es un cuadro mitológico. De-
masiado fotográfico para el presente. Pero era el antiguo senti-
do del desnudo, su precisión, la única posibilidad de analizar el
amor por los cuerpos que existía en una época sin técnica. El
cuerpo presente no tolera análisis, se precisaba una imagen. Las
tetas, una de frente y otra de tres cuartos de perfil, con pezones
rosados y chicos, me devuelven a los once años y, para citar al
amigo del XIX, todo en mí se vuelve alegoría.
La pintura ya no existe, y lo sabían inconscientemente todas
las caricaturas del impresionismo.

Cementerio da Consolação: grandes capitalistas de la zona,


muchos con apellidos italianos, que se hacen estatuas grandi-
locuentes. Abundan enormes Cristos abriendo los brazos en el
cielo de los ricos, que pasan fácilmente por el ojo de una aguja
con una caravana de camellos. Compiten con ellos las mujeres-
ángeles, que al menos prometieron un paraíso de cuerpos her-
mosos que se transparentan en el drapeado de sus túnicas de
mármol, con una técnica que sin dudas llegó de muy lejos. No
desentonaría con estas chicas la diosa de la higiene, estatua grie-
ga del siglo IV antes de Cristo que estaba deslumbrante ayer en
el museo como su pieza más antigua y misteriosa. Sólo que acá
los pechos no se inflan bajo el drapeado liviano para sostener
en las manos levantadas una víbora y un pote, símbolos sanita-
rios, sino coronas de flores o rosarios.
De lejos en el laberinto de mausoleos se notan las estatuas
de niños. Vi un nenito con ropa del novecientos, extremada-
mente realista, la cara muy expresiva. Podía ser cualquier com-
pañerito de mi hijo en el jardín. La tumba está en castellano y
recuerda a un muerto de sólo cuatro años, llamado Virgilio, y
al que lloran “desconsolados” padres, abuelos y hermanitos. Le
dicen “ángel”. La expresión de la pequeña estatua es la de un
chico que quiere jugar, sentado a medias y a punto de pararse.
Virgilio, nunca olvidado, que duermas sin dolor bajo el silencio
amigable de la nada.
Ahora me senté frente a una nena, su cabeza apoyada en la
mano izquierda se inclina como para leer un libro en miniatura
que sostiene con la derecha. Ella me hizo sacar este cuaderno,
sin bancos a la vista, y escribo sentado sobre otra tumba, como
un infame romántico tardío. Pero lo que me cautivó instantá-
neamente no fue tanto la belleza inusitada de la escultura, sino
el cartelito que se desenrolla en una suerte de pergamino de
mármol y que es sostenido por los dos piecitos relajados de la
nena. Dice: “saudade”. La familia, de apellido italiano, habrá
aprendido el sabor más profundo del idioma local, el que se
toma con alcoholes destilados de caña de azúcar, el que suena
con los acordes de una vida breve y una tristeza infinita.
Me acuerdo del único diario que pudo alejarse de la insignifi-
cancia. Veo un chicle pegado atrás de la silla que está enfrente,
mientras escucho una voz de mujer tediosa y uruguaya que lee
un comunicado sobre un autor fácilmente desdeñable. ¿Por qué
seguir mirando ese chicle, mancha blanca contra plástico ne-
gro? ¿Por qué eso y no otra cosa?
No hay un rostro que me diga nada y esa nulidad se convier-
te en alegoría: chicle del aburrimiento. Y sin embargo, afuera
de la facultad, la ciudad de Rosario en invierno me promete
alegría: nada que hacer, amigos para charlar, cinismo, ironía y
alcohol para la espera del anochecer.
La debilidad del diario, al que me resisto cada día más con
la fuerza del desgano, no salva esta escucha fútil con un incre-
mento absoluto de inutilidad. Falta ritmo. Falta la prosa interior
y el verso de lo que miro. Un dedo habrá aplastado, juvenil y
distraído, ese círculo pegajoso y blancuzco debajo y atrás de su
silla. ¿Quién? Cualquiera. No hay señales y sin embargo una
pequeña mugre, casi rebelde, apunta hacia la puerta de salida.
Me voy. Me fui. No aguantaré más balbuceos de frases infatua-
das. La simulación del pensamiento no dice nada. Y nada mejor
que un simulacro, una obsesión momentánea, para escribir. La
ciudad merece más que su negación conceptual.
Tengo que salir, ya mismo. ¿Por qué no me mandó un men-
saje el amigo poeta, universitario fracasado o exiliado, para ir a
tomarnos algunas cervezas? Inminencia de una resolución que
no se produce. Lo difícil es dejar la birome. La tentación del
papel, su abstracción, acaricia mi palma y el meñique. Pero todo
es poco, debería levantarme antes del final de esta ceremonia
absurda, antes de que se calle la voz caribeña de otra ponencia
ya olvidada.
El chicle alegórico me pegó a mi asiento. El gesto brusco de
levantarme y salir, ¿será más violento que esto de anotar pava-
das mientras alguien lee? Me encanta mi cuaderno cartonero,
¿de dónde sacaré otro cuando se me acabe?

Mi abuela, ya cerca de los noventa, en un geriátrico tétrico en


Mendoza, hablándole a mi hija adolescente que lleva su nom-
bre: “Si el corazón hablara, esto sería un himno”.

Espero la llegada de la noche, aunque ya esté oscuro hace mu-


chas horas. Llegan en cambio mi hija mayor y dos amigas de su
salida nocturna, sin novedades. Se va el novio de su hermana,
que cenó en casa. Duermen casi todos. Y yo le pongo fin a una
manía, a la esperanza de una forma libre, que se volvió una
trampa muy sencilla. Adiós a todos los momentos, a la ilusión
de la mirada, a las maneras irrecuperables del tiempo entrecor-
tado. Sin cuaderno, ante la pantalla titilante y vacua, espero car-
tas que no van a llegar.

FIN
Editorial Estructura Mental a las Estrellas
Calle diagonal 78 n° 506 (CP 1900)
La Plata, Argentina, Nuestramérica

Edición: Juan Augusto Gianella, Verónica S. Luna, Agustín Arzac.


Ilustraciones: Leticia Barbeito
facebook.com/leticia.barbeito
Encuadernación: FA taller estudio
facebook.com/FA-taller-estudio

Esta primera edición de CAMPUS consta de 50 ejemplares numerados.


Se terminó de imprimir en agosto de 2014.

Você também pode gostar