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EMILIANO JIMÉNEZ HERNÁNDEZ

PADRENUESTRO
FE, ORACIÓN Y VIDA

INTRODUCCIÓN

PADRE NUESTRO QUE ESTÁS EN LOS


CIELOS

SANTIFICADO SEA TU NOMBRE

VENGA A NOSOTROS TU REINO

HÁGASE TU VOLUNTAD ASÍ EN LA


TIERRA COMO EN EL CIELO

EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA


DÁNOSLE HOY

PERDÓNANOS NUESTRAS OFENSAS


COMO NOSOTROS
PERDONAMOS A LOS QUE NOS HAN
OFENDIDO

NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACIÓN

MAS LÍBRANOS DEL MAL


INTRODUCCIÓN

La oración: encuentro personal con Dios FE-DEISTA: En el CREDO


confesamos nuestra fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Pero, en la práctica, la mayor parte de los creyentes tiene una fe "deísta".
Nunca han descubierto el corazón del Padre. Y quien no conoce al Padre
tampoco conoce al Hijo y, aún menos, al Espíritu Santo, lazo de amor del
Padre y el Hijo. Creen en Dios y le invocan "¡Dios mío!", pero se dirigen a un
ser impersonal, abstracto, lejano. Es el Dios del "teísmo", que ha llevado,
por negación, al "ateísmo" El Concilio Vaticano II, como respuesta al
ateísmo, ha querido ofrecer al mundo el verdadero rostro de Dios. Por ello
ha hablado de la "paternidad divina", que eleva a los hombres a la
dignidad sin igual de hijos de Dios, raíz última de la dignidad de la persona
humana. A todos "los elegidos desde la eternidad, el Padre los conoció de
antemano y los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para
que éste sea el primogénito entre muchos hermanos (Rm 8,29)" [LG
2]. D/PADRE: El Dios cristiano no es un Dios impersonal. Nuestro Dios es el
Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha desvelado la intimidad
divina, al presentarse entre nosotros como Hijo, para hacernos partícipes
de su filiación con el don del Espíritu Santo, don del Padre y del Hijo. El Dios
que se nos da por Cristo y en su Espíritu, es "nuestro Padre": "No llaméis a
nadie padre vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre en el
cielo" (Mt 23,9). "La oración cristiana es una relación de Alianza entre Dios
y el hombre en Cristo. Es acción de Dios y del hombre; brota del Espíritu
Santo y de nosotros, dirigida por completo al Padre, en unión con la
voluntad del Hijo de Dios hecho hombre" [CEC 2564]. "En la nueva Alianza,
la oración es la relación viva de los hijos de Dios con su
Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo"
[CEC 2565]. "Orar al Padre es entrar en el misterio, tal como Él es, y tal
como el Hijo nos lo ha revelado" [CEC
2779].
Si nos asomamos a la Escritura, nos encontramos, ya desde la época
patriarcal, con un Dios vivo y personal, frente a los otros "dioses", inertes,
hechura de los hombres, "que tienen boca y no hablan". El Dios, que se
revela en la Escritura, habla (Gn 1,3), oye (Ex
16,12), ríe (Sal 2,4); tiene ojos (Am 9,4), manos (Sal 138,5), pies (Na 1,3);
siente disgusto (Lv 20,23), celos (Ex 20,5)... Con este lenguaje
antropomórfico la Escritura nos transmite la fe en un Dios viviente y
personal, que actúa en la historia, en íntima relación con los hombres.
Pero es, sobre todo, en el Nuevo Testamento donde aparece con mayor
diafanidad la condición personal de Dios. La presencia personal y
encarnada del Hijo es la plena manifestación personal de Dios Padre. En
Cristo, Dios y el hombre se han encontrado personalmente. En Jesús, los
hombres hemos visto, hablado, sentido y tocado a Dios (1 Jn
1, 1-5). En Jesucristo, el Hijo Unigénito, Dios se nos ha revelado como
Padre: "Mi Padre y vuestro Padre" (Jn 10,17). Jesucristo nos hace partícipes
de su filiación, nos comunica el Espíritu, que nos atestigua que somos hijos
de Dios. El Padre nos predestina a la adopción divina; lleva a cabo esta
obra por medio de Jesucristo, y nos otorga el Espíritu como prenda de la
posesión de la herencia eterna (Ef 1,3-4): "Por Cristo tenemos acceso al
Padre en un mismo Espíritu" (Ef2,18). La comunión de vida con Cristo
introduce al hombre en el misterio
personal de la vida trinitaria y le pone en relación personal con el Padre
de Cristo y con el Espíritu de Cristo. Es Dios, el Padre, el que se nos da en
Cristo; y es Cristo quien nos da su Espíritu. Incorporados a Cristo en el
bautismo, participamos de su misma filiación divina, por la que somos hijos
del Padre mediante la acción del Espíritu Santo.
La sorprendente revelación de Jesús fue "el Padre". En labios deJesús,
"Yahveh" y "Dios" ceden el paso al "Padre". Jesús se dirige siempre a Dios
con el término familiar de Abban, y hace participes a sus discípulos de su
condición filial, de modo que también ellos puedan dirigirse a Dios con el
mismo término de Abba.
El hombre de hoy es un huérfano, que se siente perdido en un universo sin
limites; le han dicho que desciende del mono y que se dirige a la nada. Le
han convencido de que la paternidad, dentro de la familia y en la
sociedad, es el símbolo de la represión y, como consecuencia, le han
llevado a matar al padre. Con ello no ha logrado la libertad, sino la
orfandad. Le han dicho que "Dios Padre" era el enemigo de su libertad.
Muchos se lo han creído y se han dirigido a buscar un seno en las
espiritualidades asiáticas, impersonales; otros buscan el seno de la madre
tierra con el ecologismo y el naturismo. Pero siguen
huérfanos. El incesto y la homosexualidad, dos signos de la carencia de
padre, agobian a nuestra sociedad. La muerte del padre se expresa en el
miedo y desconfianza hacia el otro.
El mundo actual lo tiene todo; la ciencia y la técnica lo pueden todo,
pero a nuestro mundo le falta un padre. Y, por ello, vivimos en un mundo
frío, sin el calor de un padre.
Descubrir a Dios como Padre es reconocer nuestra filiación divina y
nuestra hermandad con todos los hijos de Dios. Es el único modo de
romper la soledad y vencer el frío de la vida. Este es el deseo mismo de
Jesús: "que los hombres te conozcan a ti, Padre" (/Jn/17/03).
La Iglesia, como madre, enseña al hombre a hablar, diciendo: "Abba,
Padre". Si el Espíritu nos testimonia que somos hijos, que Dios es nuestro
Padre, significa que no somos huérfanos, perdidos y abandonados a las
fuerzas y condicionamientos de este mundo.
Tenemos un origen fuera del espacio y del tiempo. Antes de ser
concebidos bajo el corazón de nuestra madre hemos sido concebidos en
el corazón de Dios Padre. Con el Hijo hemos sido engendrados en el "seno
del Padre". Con el Hijo, con su mismo Espíritu, osamos balbucir: "Abba,
Padre".
Quizá muchas veces nos sentiremos como el hijo pródigo, que despilfarra
los bienes del padre con prostitutas, apacienta cerdos y desea nutrirse de
algarrobas; sin embargo, sabemos que el Padre siempre nos espera, más
aún, nos sale al encuentro y nos abraza y
perdona, nos viste, nos ofrece un banquete y hace fiesta por nuestra
vuelta.

Fe, oración y vida


Sabemos que en Hipona, la Iglesia de san Agustín, a los competentes, los
inscritos para el bautismo, se les entregaba el Padrenuestro (Traditio
Orationis Dominicae) el 5° domingo de cuaresma; esta entrega iba
acompañada de una detallada catequesis con el fin de ser
introducidos en los secretos de esa oración que, tras haberla aprendido
de memoria, ocho días después, en el 6° domingo de cuaresma,
recitaban públicamente (Redditio Oratinis Dominicae), para que, después
de su regeneración bautismal, la rezasen por primera vez
con los fieles durante la Eucaristía de la "santísima vigilia pascual". La
entrega del Padrenuestro seguía a la entrega del Credo. Pues, como dice
san Agustín, citando a san Pablo: "¿Cómo podrán invocarlo sin haber
creído en Él? (Rm 10,13-15). No habéis recibido primero la Oración y luego
el Simbolo, sino primero el Simbolo, para que sepáis lo que
debéis creer, y después la Oración, para saber a Quién invocar: Quien
cree al mismo tiempo que invoca es escuchado''. "Vosotros habéis
aprendido primero lo que hay que creer; hoy, en cambio, habéis
aprendido a invocar a Aquel en quien habéis creído". "Así
que, después de haber recibido, conservado y entregado el Símbolo de la
fe, recibid hoy la Oración del Señor: Dentro de ocho días, a partir de hoy,
deberéis recitar esta Oración, que hoy habéis aprendido".
La entrega (Traditio) de la Oración del Señor significa el nuevo nacimiento
a la vida divina.
Como la oración cristiana es hablar con Dios con la misma Palabra de
Dios, "los que sonengendrados de nuevo por la Palabra del Dios vivo" (1 P
1,23) aprenden a invocar a su Padre con la única Palabra que Él escucha
siempre. Y pueden hacerlo ahora porque el Sello de la Unción del Espíritu
Santo ha sido grabado indeleble en sus corazones, sus oídos, sus labios, en
todo su ser filial. [CEC 2769]

El Padrenuestro es la síntesis de la iniciación cristiana. En esta oración los


catecúmenos encontraban expresada la fe cristiana, que no se reduce al
conocimiento de unas verdades, sino que lleva a la comunión con Dios,
descubierto como Padre en la revelación del Hijo y en la participación de
su filiación por el don del Espiritu Santo. Así se hace oración. Pero la fe
creída y celebrada no es una fe separada de la vida, sino una fe que se
manifiesta en la historia, se hace vida cristiana. Fe, oración y vida cristiana
constituyen un circulo inseparable en la iniciación cristiana. La oración del
Padrenuestro crea el puente entre fe y vida, disolviendo el divorcio, tan
frecuente, entre ellas.

Oración y vida cristiana son inseparables porque se trata del mismo amor
y de la misma renuncia que procede del amor. La misma conformidad
filial y amorosa al designio de amor del Padre. La misma unión
transformante en el Espíritu Santo que nos conforma cada vez más con
Cristo Jesús. El mismo amor a todos los hombres, ese amor con el cual
Jesús nos ha amado. "Todo lo que pidáis al Padre en mi Nombre os lo
concederá. Lo que os mando es que os améis los unos a los otros" (Jn
15,16-17). "Ora continuamente el que une la oración a las obras y las obras
a la oración. Sólo así podemos encontrar realizable el principio de la
oración continua" (Origenes). [CEC 2745]

La predicación de Jesús esclarece el sentido del Padrenuestro, así como


el Padrenuestro es la clave para comprender la predicación de Jesús.
Sólo quien ha escuchado y acogido el Evangelio, reza el Padrenuestro
con el espíritu de Jesus. Vivir el Evangelio y orar con el Padrenuestro son la
misma cosa. Vida y oración se unen en quienes se dirigen a Dios con la
oración de los discípulos de Jesús: el Padrenuestro. Jesús nos enseña cómo
ser y vivir para poder orar como hijos de Dios. El Padrenuestro es la fe
cristiana hecha plegaria.
El Misterio de la fe: los fieles lo creen, lo celebran y lo viven en una relación
viviente y personal con Dios vivo y verdadero. [CEC 2558]

El Padrenuestro es la oración de los seguidores de Cristo que buscan el


Reino de Dios, viviendo de suU voluntad, confiando su vida a los cuidados
del Padre (Mc3,14; Lc 12.31). Es la oración de los discípulos que, como
María, se preocupan de "lo único necesario": escuchar la Palabra del
Señor (Lc 12,31). Es la oración de los hijos de Dios que, reunidos en un sólo
Espíritu, se sienten hermanos con Cristo e invocan al Padre que está en
los cielos. Es, pues, la oración de la Iglesia, oración comunitaria de cuantos
se sienten incluidos en el nuestro referido al Padre, al pan, al pecado, al
perdón y a la tentación,
comunes a los seguidores de Cristo. Como dice san Juan Crisóstomo:

El Señor nos enseña a orar en común por todos nuestros hermanos. Porque
Él no dice "Padre mio" que estás en el cielo, sino "Padre nuestro", a fin de
que nuestra oración sea de una sola alma para todo el Cuerpo de la
Iglesia.

Para entender el Padrenuestro, el mejor camino es, pues, escuchar la


Palabra de Jesús. Nadie nos puede comentar el Padrenuestro mejor que
el mismo Jesús. Él es quien nos ha revelado a Dios como Padre y quien nos
conduce al Padre. En las palabras de Jesús encontraremos la originalidad
de la oración que Él nos ha enseñado. El "tesoro escondido", la "perla
preciosa", como consideraban los primeros cristianos al Padrenuestro, sólo
se puede descubrir en las palabras de Jesús; quien las escucha y las
guarda en su corazón se sentirá "hermano" de Cristo y con alegría
invocará a Dios como Padre.
Pero también hemos de recorrer el camino inverso. Desde la oración del
Padrenuestro comprendemos interiormente el Evangelio. En el
Padrenuestro hallamos los deseos mas íntimos de Jesús. A través de la
oración sondeamos las intenciones más profundas de la vida y
predicación de Cristo. Breviarium totius evangelii, compendio de todo el
Evangelio, llamó ya Tertuliano al Padrenuestro1. El Padrenuestro incluye
igualmente todas las oraciones de la Escritura. Asi lo expresa san Agustín:
"Recorred todas las oraciones que hay en las Escrituras y no creo que
podáis encontrar algo que no esté incluido en la oración
dominical". En los comentarios de los Padres al Padrenuestro descubrimos
que para ellos hacer
teología era orar y la oración era vida. No hay en ellos ninguna división
entre la oración, la vida y la reflexión o catequesis. Todos ellos, hombres de
oración, son maestros de oración, catequizando con la palabra y con el
testimonio de su vida2. Tertuliano nos dice:

Jesucristo, nuestro Señor, ha dado una nueva forma de oración a los


nuevos discípulos de la nueva Ley, pues también en este aspecto era
necesario recoger vino nuevo en odres nuevos (Mt 9,16ss; Mc2,21ss;
Lc5,36ss) y coser sobre tela nueva. La nueva gracia de Dios, a través
de la buena nueva, lo ha renovado todo. La oración es la ofrenda
aceptable que ofrecemos a Dios. Esta ofrenda. que llevamos al altar de
Dios, alcanza su beneplácito si le es consagrada desde el fondo de
nuestro corazón, formada en la fe, cuidada en la verdad, íntegra por la
inocencia, limpia por la castidad, coronada por el ágape junto con el
cortejo festivo de las buenas obras: así es capaz de conseguirlo todo de
Dios.

El Padrenuestro contiene, en forma de oración, todo el Evangelio,


cumpliendo la función
de Símbolo, que distingue a los cristianos de los judíos y de los paganos y
también de los
discípulos de Juan Bautista. El Padrenuestro contiene el nucleo de nuestra
fe, de nuestra
esperanza y de nuestro amor fraterno, como hijos en el Hijo del mismo
Padre.
En el Padrenuestro—compendio de todo el Evangelio— hallamos el eco
del mensaje de
Jesús, el núcleo y la clave de su predicación; por ello es el fundamento de
la oración de la
Iglesia, la oración cristiana por excelencia. El Padrenuestro es la oración
propia y
característica del cristiano, que le distingue del judío y del pagano, de
quien busca ser visto
por los hombres y del confiado en sí mismo, por su mucha palabrería.
Frente a uno y otro,
Jesús dirá a sus discípulos: "No seáis como ellos..., vosotros orad así" (Mt
6,8s).

Los primeros testigos del Padrenuestro


Los tres primeros testigos del Padrenuestro: MATEO, LUCAS y DIDAJÉ nos lo
han
transmitido en tres contextos de catequesis: sobre el bautismo y la
eucaristía (DIDAJÉ),
sobre la oración cristiana frente a la oración judía y pagana (Mateo) y
sobre la esencia y
modalidades de la plegaria cristiana (Lucas). La DIDAJÉ dirige su
catequesis a los neófitos;
MATEO a los fieles; y LUCAS se dirige a los paganos catecúmenos. La
DIDAJÉ subraya el
cuándo: tres veces al día, por la mañana, a mediodía y al atardecer;
MATEO insiste en el
cómo: en secreto y brevemente, sin palabrería; y LUCAS instruye a los no
iniciados sobre
el cuándo: insistente e importunamente y sobre el qué pedir: el Espíritu
Santo.
Las tres catequesis se complementan, presentándonos el Padrenuestro
como plegaria
propia y típica de los cristianos, sea como oración de la asamblea en el
culto bautismal de
los neófitos, como plegaria eucarística de los fieles y como la oración
diaria del cristiano.

MATEO sitúa el Padrenuestro en el contexto del Sermón del Monte (Mt 6,5-
15). El
Padrenuestro está al centro del discurso de la montaña, como el corazón
de todo el
sermón. Así el Padrenuestro es, en primer lugar; como una oración breve
del discípulo que
se dirige al Padre celeste "en lo secreto", evitando la ostentación pública o
vanagloria de la
plegaria farisaica y la palabrería o autosuficiencia de la plegaria de los
paganos ("tú, en
cambio"); pero es también la oración comunitaria de los discípulos de
Jesús ("vosotros,
pues, orad") dirigida comunitariamente a su Padre celeste, invocado,
alabado y suplicado.
Es la plegaria cristiana, que colma su anhelo de alabanza y de petición. Es
la oración del
hijo que, en lo secreto de su alcoba y de su corazón, invoca, alaba y
suplica confiadamente
a su Padre, que todo lo conoce y ve en lo más oculto, "pues, como Padre,
sabe lo que sus
hijos necesitan antes de que se lo pidan" (6,8). "Cuando oras, no te sirven
las palabras,
sino la piedad" (San Agustín). También es la oración comunitaria de los
hijos a su Padre
común, que está en los cielos, alabado comunitariamente en sus súplicas
por la
santificación de su nombre, la venida de su reino y el cumplimiento de su
voluntad;
comunitariamente suplicado por las necesidades comunes del pan
cotidiano, el perdón de
las deudas y la preservación de sucumbir en la prueba con la liberación
del maligno.
Este contexto del Sermón del Monte hace del Padrenuestro la oración de
los pobres de
espiritu, quienes, en su pobreza, lo esperan todo del Padre: el pan de
cada día, el perdón
de sus deudas, el auxilio para no sucumbir en la tentación y la liberación
del maligno
tentador. Los tiempos pasivos de los verbos muestran que es Dios quien
santifica y
concede el don de hacer su voluntad.
El tu posesivo de las tres primeras peticiones señala la relación personal de
cada orante
con Dios. Este tu nos impulsa desde el principio a elevarnos hacia Dios con
nuestros
deseos de que su nombre sea santificado, que venga su Reino y se haga
su voluntad. Y el
nos o nuestro de las siguientes peticiones, al mismo tiempo que implora a
Dios que dirija su
mirada hacia la tierra, expresa la comunión surgida entre los orantes que
tienen a Dios
como Padre. La división de Mateo en siete peticiones significa que el
Padrenuestro
comprende la totalidad de las peticiones; nada se puede añadir o quitar.

LUCAS, el evangelista de la oración, enmarca el Padrenuestro en la


intensa catequesis
de Jesús a sus discípulos durante el viaje (9,51-19,27) desde Galilea hacia
Jerusalén,
hacia su asunción (9,51), es decir, hacia la consumación (13,31) de su
obra mediante la
muerte (13,33; 17,25), resurrección y ascensión a los cielos. En este
contexto Lucas recoge
dos catequesis sobre la oración (Lc 11,1-13; Lc 18,1-14).
Lucas señala la relación que se da entre la oración de los discípulos y la
del Maestro: "Y
sucedió que, estando él orando en cierto lugar, cuando concluyó, le dijo
uno de los
discípulos: 'Maestro, enséñanos a orar"'. Lucas, más que ningún otro
evangelista, nos ha
narrado la vida de oración de Jesús, para la que se retiraba a "lugares
solitarios" (Lc 5,16).
La forma concreta de orar de Jesús es la que ha suscitado la petición de
sus discípulos:
"enséñanos a orar". Y Jesús, el orante, les enseña a orar el Padrenuestro,
como su
oración.

En respuesta a la petición del discípulo, el Señor confió a sus discípulos y a


su Iglesia la
oración cristiana fundamental (CEC 2759). Es, sobre todo, al contemplar a
su Maestro en
oración, cuando el discípulo de Cristo desea orar. Entonces puede
aprender del Maestro de
oración. Contemplando y escuchando al Hijo, los laicos aprenden a orar
al Padre. [CEC 2601]

Ya le habían oído orar invocando a Dios como Padre: "Exultante de gozo


en el Espíritu
Santo, Jesús exclamó: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has
ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a los
pequeños. Sí,
Padre, pues tal ha sido tu beneplácito" (Lc 10,21). Esta invocación filial la
recogerá Lucas
en otras muchas ocasiones: En la oración de Getsemann "Padre, si quieres
aparta de mí
esta copa" (22,42), al pedir perdón desde la cruz para sus enemigos:
"Padre, perdónalos"
(23,34) y al momento de expirar: "Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu" (23,46). La
primera y la última oración de Jesús, que nos recoge Lucas, están
introducidas por la
misma invocación: "¡Padre!", como reflejo de su oración constante a lo
largo de toda su
vida. Es lo que ha sorprendido a los discípulos, moviéndolos a pedirle:
"Enséñanos a orar".
Y Jesús les dijo: "Cuando oréis, decid: ¡Padre!". ¡El Hijo y los hijos oran a un
mismo Padre!

La invocación "¡Padre!", sin añadir titulo alguno, es característica de Lucas


en labios de
Jesús (22,42; 23,34.36) y de los discípulos (15,12.18.21). Los discípulos se
dirigen al Padre
con la misma invocación de Jesús. Esto supone la posesión de un mismo
Espíritu (Hch
10,38.44), la comunión en la filiación divina, propia de los hijos en unión
con el Hijo. Esta es
la oración cristiana, que Lucas transmite a los paganos convertidos a
Cristo: oración
insistente y hasta importuna (Lc 11,5-10), "orando siempre sin desfallecer"
(18,1-8), pero
presentándose ante Dios en la actitud humilde del pecador; como el
publicano, sin creerse
justo, como el fariseo (18,9-14).
La enseñanza del Padrenuestro está, pues, motivada por el ruego de los
discípulos:
"Enséñanos a orar" (11,1). A estos discípulos se dirige la catequesis de
Jesús, que les
enseña la modalidad propia de la oración cristiana: qué pedir (11, 11-13),
cuándo y cómo
hacerlo (11,5-10). Es la oración propia del cristiano, distinta de la forma de
orar de los
discípulos de Juan Bautista: "Maestro, enséñanos a orar; como también
Juan enseñó a sus
discípulos" (11,1). Se diferencia también de la oración de los fariseos (5,33;
18,9-14).
"Vosotros, cuando oréis, decid" (11,2). Y les enseña el Padrenuestro.
Pero Jesús no nos deja una fórmula para repetirla de modo mecánico.
Como en toda
oración, el Espíritu Santo, a través de la Palabra de Dios, enseña a los hijos
de Dios a hablar
con su Padre. Jesús no sólo nos enseña las palabras de la oración filial, sino
que nos da
también el Espíritu por el que éstas se hacen en nosotros "espíritu y vida"
(Jn 6,63). [CEC
2766]
Este don indisociable de las palabras del Señor y del Espíritu Santo, que les
da vida en el
corazón de los creyentes, ha sido recibido y vivido por la Iglesia desde los
comienzos. [CEC
2767]

Oración del Señor


Tertuliano dice que el Padrenuestro es "la síntesis de todo el Evangelio". Es
la "oración
del Señor", porque Él nos la enseñó y porque es la oración que El dirigía al
Padre. El se ha
encarnado, vivido y muerto en cruz para santificar el nombre del Padre.
Para ello ha orado:
"Padre, glorifica tu nombre". Él nos ha anunciado el reino de los cielos y
con El ha llegado a
nosotros el reino de Dios. Su vida, su alimento y su muerte no han sido otra
cosa que
''hacer la voluntad de Dios" en la tierra como eternamente la ha hecho en
el cielo. Su "pan"
es toda palabra que sale de la boca del Padre. Del Padre espera cada
día el alimento, sin
tentarlo a cambiar las piedras en pan. Y Él, el inocente, sin pecado
alguno, ¿cómo ha
pedido "perdónanos nuestras deudas? "Al que no conoció pecado, Dios le
hizo pecado por
nosotros" (2Cor 5,21). Nuestras deudas eran en realidad deudas suyas,
nuestros pecados
eran sus pecados: no porque Él los cometiera, sino porque cargó con
nuestros pecados.
Con toda verdad podía orar "perdónanos nuestras deudas como nosotros
perdonamos a
los que nos ofenden". "Y líbranos del mal", para eso ha venido al mundo:
para vencer al
Maligno.
También la "oración sacerdotal" de Jesús, que recoge Juan, inspira, desde
dentro, las
grandes peticiones del Padrenuestro: la preocupación por el Nombre del
Padre (Jn 17,6.
11.12.26), el deseo de su Reino (la Gloria: Jn 17,1.5.10.23-26), el
cumplimiento de la
voluntad del Padre, de su designio de salvación (Jn 17,3.6-10.25) y la
liberación del mal (Jn
17,15).
Según Tertuliano, sólo Dios podía enseñarnos cómo quiere que le recemos.
Sólo de Él
podía venirnos la oración del Padrenuestro. "Esta oración del Señor
Jesucristo,
pronunciada por sus divinos labios y animada por su Espíritu, sube al cielo
por su gracia y
encomienda al Padre lo que el Hijo nos ha enseñado". La oración es el
muro que protege
nuestra fe; es nuestra arma contra el enemigo que nos rodea. Protege
nuestra fe como los
brazos de Cristo en la cruz protegen al mundo. Por ello, al rezar el
Padrenuestro, "nosotros
no sólo alzamos las manos hacia el Padre, sino que también las
extendemos (1 Tm 2,8). Así
imitamos la pasión del Señor y, orando, profesamos nuestra fe en Cristo". Y
san Cipriano
nos dice:

Cristo, que nos ha traído a la vida, también nos ha enseñado a orar, para
que orando al
Padre como Él nos ha enseñado seamos escuchados con más facilidad.
Ya antes había dicho
que estaba cerca la hora en que "los verdaderos adoradores adorarán al
Padre en espíritu y
verdad" (Jn 4,23). Ahora cumple su promesa, para que nosotros, que
hemos recibido el
espíritu y la verdad a través de su obra de santificación, adoremos en
espiritu y en verdad.
Pues la oración espiritual es solamente aquella que nos ha enseñado
Cristo, del cual nos viene
también el Espíritu Santo. Para el Padre solamente es verdadera la oración
salida de la boca
del Hijo, que es la verdad. Es amiga y familiar la oración que se hace a
Dios con sus mismas
palabras, la misma oración de Cristo presentada ante Él. Cuando oramos,
el Padre debe
reconocer las palabras de su Hijo: que el que está en nuestro corazón esté
también en
nuestros labios. Lo tenemos de "abogado por nuestros pecados" junto al
Padre (1Jn 2,1-2);
por eso, como pecadores, cuando oremos por nuestros pecados
hagámoslo con las mismas
palabras de nuestro abogado. Él ha dicho que "todo lo que pidamos al
Padre en su nombre, lo
obtendremos" (Jn 16,23). Obtendremos más eficazmente lo que pedimos
en el nombre de
Cristo si lo pedimos con su misma oración.

Cada una de las siete peticiones, cuando se ora de verad, empieza a


cumplirse en el
momento mismo en que es formulada. Al pronunciar el nombre de Dios
Padre ya estamos
glorificando su nombre. Si deseamos que venga a nosotros su reino,
nuestro deseo
atestigua que pertenecemos ya al reino. Al pedir que se cumpla su
voluntad, nos
abandonamos confiadamente a ella. En la medida en que
verdaderamente pedimos el pan
de cada día estamos aceptando lo que Dios nos da cada día. Si
perdonamos a nuestros
deudores, ya nosotros hemos sido perdonados por Dios. En fin, al pedir el
auxilio divino
contra las tentaciones y los asaltos del maligno, ya nos aseguramos la
victoria contra todos
los enemigos.

Oración de los discípulos del Señor


El Padrenuestro es la oración que Jesus ha transmitido a sus discípulos, y
que la Iglesia,
a su vez, nos transmite a nosotros. La Iglesia, de este modo, nos conduce a
Cristo y Cristo
nos presenta al Padre. Es el camino de la oración.
El cristiano invoca a Dios como Padre, dirigiéndose a El "en el nombre de
Cristo", unido a
Cristo, con Cristo. Si podemos decir con san Pablo: "Vivo, pero no vivo yo,
es Cristo quien
vive en mi", podemos igualmente decir: "Oro, pero no oro yo, es Cristo
quien ora en mi".
"Dos en una sola voz", dice san Agutín. El esposo y la esposa son dos en
una sola came.
Cristo y la Iglesia son dos, orando en una sola voz. El Espíritu del Hijo,
derramado en
nuestros corazones, es el que testimonia a nuestro espiritu que somos hijos,
gritando en
nosotros o haciéndonos gritar: ¡Abba, Padre! (Ga 4,6; Rm 8,15).
Jesús ora "con gritos y lágrimas" al Padre (Hb 5,7-8). El Espíritu en el cristiano
también
"grita y gime" con la misma expresión: "Abba, Padre" (Ga 4,6-7; Rm 8,14-
16). Sólo, después
de que sea infundido el Espíritu filial en el bautismo, el cristiano puede
decir "Abba, Padre"
(Rm 8,26-27; 2Cor 3,18). Recibido el Espíritu del Hijo, en la iniciación se
transmite el
Padrenuestro Y el Espíritu es el que nos hará gritar: "Abba, Padre". También
la DIDAJÉ
coloca el Padrenuestro al hablar del bautismo y antes de pasar a la
eucaristía.
Con el ephetha la Iglesia abre los oídos del catecúmeno. Desde ese
momento ya puede
escuchar los secretos "arcanos de la familia", puede ya recibir el
Padrenuestro. Esta
disciplina del "arcano" prohibía divulgar la Oración del Señor entre los
paganos y
catecúmenos, hasta llegar a ser discípulos del Señor. A ellos se la enseñó
Jesús y, por ello,
la Iglesia la reservó para los fieles, a quienes el bautismo ha transformado
en hijos de Dios.
El Padrenuestro, como oración característica del cristiano, se enseñaba en
la catequesis
prebautismal y tras haber sido bautizados y haber recibido el Espíritu de
filiación divina, con
gozo exultante, clamaban por primera vez: "¡Abba, Padre!". Pablo, recoge
este clamor dos
veces (Ga 4,16; Rom 8, 14-17).
Por los testimonios patrísticos podemos imaginar la emoción de los
catecúmenos al
recibir el Padrenuestro. Llegados del paganismo, con una idea extraña de
Dios, en las
catequesis prebautismales se les descorría el velo del misterio de Dios. Se
sentían amados;
más aún, se les anunciaba que por el bautismo iban a ser realmente hijos
de Dios; le
podrían invocar como Padre. Su existencia cambiaba radicalmente,
inaugurando un nuevo
estilo de vida. "Por una transmisión viva, el Espíritu Santo, en la 'Iglesia
creyente y orante'
[DV 8], enseña a orar a los hijos de Dios" [CEC 2650].
El Padrenuestro es una oración eclesial, una oración coral, de la
comunidad: Padre
nuestro, venga a nosotros tu reino, danos el pan nuestro, perdona nuestras
ofensas, no
nos dejes caer, libranos del mal. Es la madre la que enseña al hijo a
reconocer al padre y a
decir "papá". Es la Iglesia la que nos enseña a reconocer a Dios como
Padre y la que nos
entrega la oración del Padrenuestro, invitándonos a unir nuestra voz a la
voz de la
asamblea, que se atreve a invocarlo como Padre. Tertuliano nos dice:

Quien confiesa a Dios como Padre, profesa también la fe en el Hijo. Pero


quien confiesa la
fe en el Padre y el Hijo, anuncia también a la Madre, la Iglesia. Sin ella no
se da allí ni el Hijo ni
el Padre.

Para hablar con Dios, hace falta humildad y audacia. Es la actitud de


nuestro padre en la
fe. Abraham, polvo y ceniza, considera una osadía hablar a su Señor: "en
verdad es
atrevimiento el mío al hablar a mi Señor; ya que soy polvo y ceniza" (Gén
18,27). Y llamar a
Dios Padre seria una temeridad, si el mismo Hijo de Dios no nos hubiera
animado a
hacerlo, como nos recuerda la Iglesia en la liturgia eucarística: "Fieles a la
recomendación
del Señor y siguiendo suU divina enseñanza, nos atrevemos a decir: Padre
nuestro". Como
nos dice san Pablo: "Cristo Jesús, Señor nuestro, es quien, mediante la fe,
nos da valor
para llegarnos confiadamente a Dios" (Ef 3,12).
La llamada liturgia de san Juán Crisóstomo hace preceder la oración del
Padrenuestro
con la monición: "¡Oh Señor!, dígnate concedernos que con alegría y sin
temeridad osemos
invocarte a ti, Dios de los cielos, como Padre, y que digamos: Padre
nuestro...".
Y san Cipriano nos invita a vigilar, prestando atención con todo el corazón
a lo que
decimos: "¿Cómo puedes pedir que Él te escuche, cuando no escuchas
siquiera tú
mismo?". Dios escucha no las palabras de la boca, sino la voz del corazón.
Ana, modelo de
la Iglesia, oraba a Dios en lo íntimo de su corazón, hablaba más con el
corazón que con la
boca, porque sabía que de este modo el Señor escucha a quien le reza;
así obtuvo lo que
había pedido con fe. Dice la Escritura: "Hablaba con el corazón y sus
labios apenas se
movían, y no se oía su voz... y el Señor la escuchó" (1 Sam 1,13). También
en los salmos
leemos: "Hablad en vuestros corazones" (Sal 4,5)
E. JIMENEZ HDZ Págs. 13-31
........................
1. Cfr. CEC 2762
2. No he querido poner notas patrísticas a pie de página, pues serían
inútiles, al ser siempre iguales:
comentario, sermón u homilía sobre el Padrenuestro, petición primera.
segunda... etc.

PADRE NUESTRO QUE ESTÁS EN LOS CIELOS

Dios de vivos
El Credo de nuestra fe comienza: "Creo en Dios Padre". Al
confesar nuestra fe en Dios,
los cristianos nos referimos al Dios "de vivos", al "Dios de Abraham,
Isaac y Jacob" (Ex 3,6;
Mt 22,32), al Dios de Israel1, que es el "Padre de nuestro Señor
Jesucristo" (2Cor 1,3).
Conocemos a Dios por su historia de salvación con los hombres.
En esta historia Dios se
nos aparece; Él abre el camino y acompaña a los hombres en su
"peregrinación de la fe". La
fe no es otra cosa que recorrer el camino con Dios, apoyados
(amen) en Él, que va delante
como "columna de fuego o de nube" (Ex 13,21).
El Dios trascendente e invisible, en su amor, se ha hecho cercano
entrando en alianza
con Israel, su pueblo. En la travesía del Mar Rojo, en la marcha
por el desierto hacia el
Sinaí, en el don de la Tierra prometida, en la constitución del reino
de David... Israel
experimenta una y otra vez que "Dios está con él", porque Dios es
fiel a la alianza por
encima de las propias infidelidades. Israel se siente llevado por
Dios como "sobre alas de
águila" (Ex 19,4). El Dios de Israel, por tanto, no es un Dios lejano,
impasible y mudo. Es un
Dios vivo, que libera y salva, un Dios que interviene en la historia,
guía y abre camino a una
nueva historia. Es un Dios en quien se puede creer y esperar,
confiar y confiarse.
D/NOMBRE: En la manifestación de la zarza ardiente (Ex 3) Dios
revela su nombre a
Moisés, revelándose a si mismo. Al revelar su nombre Yahveh se
presenta como el Dios
personal, deseoso de relaciones personales. Al dar nombre a una
persona no se pretende
decir qué es en sí misma, sino hacerla nominable, es decir;
invocable, para poder
establecer relaciones con ella. Por tener nombre puedo llamar a
una persona, comunicarme
y entrar en comunión con ella. El nombre propio da la capacidad
de ser llamado. Al
comunicarnos su nombre, Dios se ha hecho nominable, puede ser
llamado e invocado por
el hombre. Dios, al revelarnos su nombre, se ha hecho cercano,
accesible, nos ha permitido
entrar en comunión con él: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que
ellos también sean uno
en nosotros" (Jn 17,21).
Dios tiene un nombre, no es una realidad impersonal, sino un ser
personal, un yo, un tú.
No es un dios mudo y sordo, sino un Dios que habla y con el que
se puede hablar. Él, en la
Escritura, se nos presenta constantemente hablándonos como un
yo:

Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto (Ex 20,2; Os 12,10).


Yo soy Dios, y no hay
otro, no hay otro Dios como yo (Is 46,9)

Y, porque Dios se presenta a nosotros con su yo, nosotros


podemos invocarle como un
tú. En vez de hablar de Dios, hablar a Dios:

Yo te invoco porque Tú me respondes, Dios mío,


préstame oído y escucha mis palabras (Sal 17,6).

Desde lo hondo a ti grito, Señor;


Señor, escucha mi voz:
estén tus oídos atentos
a la voz de mi suplica (Sal 130,1-2).

Jesús es el verdadero revelador del verdadero nombre de Dios.


En el Nuevo
Testamento, Juan nos presenta a Jesús como el "revelador del
nombre de Dios": "He
manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado...
¡Cuídalos en tu Nombre!.
Cuando estaba yo con ellos, yo les cuidaba en tu Nombre . Y yo
les di a conocer tu
Nombre, y se lo haré conocer, para que el amor con que Tú me
has amado esté en ellos y
yo en ellos" (Jn 17,6.11.12.26). En Jesús, Dios se hace realmente
invocable. Con Él, Dios
entra para siempre en la historia de los hombres. El Nombre de
Dios ya no es simple
palabra, que aceptamos, sino carne de nuestra carne, hueso de
nuestro hueso. Dios es
uno de nosotros. Lo que la zarza ardiente significaba, se realiza
realmente en aquel que es
Dios en cuanto hombre y hombre en cuanto Dios. En Jesus, Dios
es el Emmanuel: Dios
con nosotros.
El Dios de los padres, Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el
Dios personal, que
muestra su cercanía, su invocabilidad en la manifestación de su
nombre a Moisés, el Dios
único, frente a los dioses de la tierra, de la fertilidad o de la
nación, el Dios que se nos
reveló a través de los profetas, es el Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo. "Bendito
sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo", es como comienza
Pedro du primera carta.

Abba, Padre
A Dios sólo le conocemos real y plenamente en Jesucristo, su Hijo:
"A Dios nadie le ha
visto jamás. El Hijo unico, que está en el seno del Padre, es quien
nos le ha dado a
conocer" (Jn 1,18). La fe monoteísta no expresa aun la novedad
de la fe cristiana en Dios.
Necesitamos completar la fórmula, diciendo "creo en Dios Padre".
En esta primera palabra
añadida al nombre de Dios se nos resume el conjunto del Credo
cristiano. Ella nos
introduce dentro de la asombrosa novedad de la fe cristiana en
la revelación trinitaria de
Dios.
En todas las religiones se habla de Dios como padre, pero sólo en
cuanto creador. La
paternidad de Dios adquiere ya un matiz especial en el Antiguo
Testamento. Pero tanto el
Oriente antiguo como Israel han llamado a Dios Padre con
relación al pueblo, confesando
que el pueblo debe su origen a Dios. A través del nombre de
Padre, Dios es honrado como
creador y señor—potente y misericordioso—que exige del hombre
veneración y obediencia.
En Israel, ciertamente, la paternidad atribuida a Dios no se funda
en el hecho de engendrar;
como ocurre en otras religiones. Dios es llamado Padre por la
elección que Dios hace de
Israel como su primogénito2.
Para el israelita, el término "Padre" tiene un sentido mucho más
rico que en todas las
demás religiones. Dios es el creador del Pueblo que ha formado,
liberándole de la
esclavitud, y con el que se ha unido en alianza. Israel es el Pueblo
elegido. Entre Dios y el
pueblo se establecen unas relaciones personales. Yahveh llama a
Israel su "hijo
primogénito" (Dt 14,1-2) y el Pueblo lo invoca como Padre3. La
elección que Yahveh hace
de Israel como su Pueblo crea una relación singular entre ambos.
Es la actuación salvadora
y protectora de Dios la que le hace merecedor del titulo de
Padre. Así Yahveh será
proclamado Padre de los pobres y desamparados4. "Padre de los
huérfanos y defensor de
las viudas" (Sal 68,6). Este amor paterno de Dios lo describen con
fuerza los profetas.
Oseas describe a Dios como el más tierno de los padres: cuando
Israel era niño Yahveh lo
amó; le ha enseñado a andar, le ha prodigado los cuidados que
una madre prodiga a su
hijo pequeño, le ha aupado hasta sus mejillas, se ha inclinado
hacia él y le ha dado de
comer. Aunque sea rebelde, no puede abandonarlo; se le
conmueven las entrañas; no, no
destruirá a Israel (Os 1,4; 11,8-9).
Israel recuerda los comienzos de esta paternidad con nostalgia:
Cuando Israel era un
niño, lo amaba y de Egipto lo llamó como a un hijo (Os 11,1; Ez 16;
Sb 14,3-4). Israel
recuerda la solicitud paternal de Yahveh hacia este hijo, a quien
Yahveh sostenía como un
padre sostiene a su hijo (Dt 1,31; Os 11,3-4). Pero estos amores
duraron poco (Jr 3,19-20).
Los profetas muestran a Moisés recriminando la increíble
infidelidad de Israel: "¿Así pagáis
a Yahveh, pueblo vil e insensato? ¿No es Él tu padre, que te creó,
que te hizo y por quien
subsistes?" (Dt 32,6-7). En los mismos castigos, Yahveh continúa
siendo un Padre lleno de
amor (Dt 8,5; Pr 3,12), que muestra después la compasión
paternal5. Pero, en todos estos
textos, el nombre de padre se entendió siempre en un sentido
figurado: Dios se comporta
como un padre con Israel, sin que los israelitas sean por eso
verdaderos hijos de Dios.
En todo el Antiguo Testamento, Dios se presenta como Padre del
pueblo, con su
equivalente plural "hijos"; nunca se habla de Padre del individuo,
con excepción del rey,
representante del pueblo. Dios es invocado como Padre, en
cuanto protector, por el
Eclesiástico: "Oh Señor; padre y señor de mi vida, no me
abandones" (Eclo 23,1; 51, 10). Y
con la protección, aparece una segunda actividad paterna de
Dios: la educación del
pueblo6. Dios, por ello, se lamenta como un padre ante las
infidelidades del pueblo7. Pero,
como padre, está dispuesto a perdonar; desea perdonar al
pueblo8. En todos estos textos,
la paternidad divina era concebida con relación al pueblo como
tal. Por ello, cuando Jesús
llamó a Dios "¡Abba, Padre!" sonó como algo inaudito, era una
invocación absolutamente
nueva.
Y el Nuevo Testamento pone constantemente en labios de Jesús
la palabra Padre. En
san Juan, Padre es sinónimo de Dios. El término Abba, utilizado
por Jesús para dirigirse a
Dios como Padre, es algo tan insólito en toda la literatura judía
que "no expresa tan sólo la
obediencia filial en su relación con Dios, sino que constituye la
expresión de una relación
única con Dios". Ya en el relato de Lucas de la Anunciación (1,32-
35), a Jesús, engendrado
por el poder del Altísimo, se le llama, con razón, Hijo de Dios. De
nadie se había dicho algo
semejante en toda la Escritura.
La breve invocación "Padre", del Evangelio de san Lucas traduce
el término arameo
Abba, con el que Jesús se dirigía a Dios. Este término arameo se
nos conserva en el texto
griego de Marcos de la oración de Jesús en Getseman~: "Abba
Padre, todo es posible para
ti" (Mc 14,36). La palabra aramea la ha conservado Marcos,
porque estaba ligada, en el
recuerdo de los discípulos, a su estupefacción en presencia de
una cosa inaudita. Lo
mismo, cuando Pablo exclama con júbilo que los cristianos
pueden decir: ¡Abba, Padre!, es
porque el apóstol no ha vuelto aún en sí de la admiración
causada por el empleo de ese
término.
Los evangelistas y Pablo la han conservado en arameo, aunque
escribieran en griego.
Los cristianos de habla griega conservan la invocación de "Padre"
en su forma original
aramea porque esa era una característica especial de Jesús.
Pablo nos lo confirma con
relación a los cristianos (Ga 4,6; Rm 8,15), pues esa forma aramea
debía ser la forma usual
de invocar a Dios entre las primeras comunidades cristianas.
¡Habían aprendido de labios
de Jesús a llamar a Dios Padre! Los judíos a veces invocaban a
Dios como âbi, mientras
que al padre terreno le llamaban abba. Existla un verdadero
cuidado en distinguir una
paternidad de otra. Pero Jesús, de manera desconcertante,
comienza a llamar abba a Dios.
Tan asombrosa y desacostumbrada resulta esta palabra aramea
referida a Dios que Pablo,
aunque escribe en griego, no puede menos de conservarla,
como si fuese intraducible.
Y Jesús, para enseñarnos a orar, comienza por indicarnos cómo
debemos invocar a
Dios: ¡Padre! Esto es algo tan insólito, que hacia falta que Jesús
nos autorizara y nos
alentara para invocar a Dios con esta palabra tan íntima y
familiar. Antes nadie se atrevía a
dirigirse a Dios con la sencilla y familiar invocación de Abba, con
la que los niños se dirigen
a su padre, y cuyo significado es el de papá. En las oraciones,
aún en la lengua aramea, se
usaba la solemne forma hebrea de Ab para dirigirse a Dios como
Padre. Y en los textos
hebreos se empleaba la palabra abba para designar al padre
humano, a diferencia del
padre celestial Ab, o abbi, padre mío9. Contra todas las
costumbres de su época, Jesús se
dirige a Dios con la invocación íntima y filial de Abba. Como dice
Orígenes:

Seria digno de observar si en el Antiguo Testamento se encuentra


una oración en la que alguien invoca
a Dios como Padre, porque nosotros no la hemos encontrado, a
pesar de haberla buscado con todo
interés. Y no decimos que Dios no haya sido llamado Padre o que
los que hayan creído en Él no hayan
sido llamados hejos de Dios, sino que en ninguna parte hemos
encontrado en una plegaria esa confianza
proclamada por el Salvador de invocar a Dios como Padre. Dios
es llamado Padre e hijos los que
aceptaron la palabra divina, como puede constatarse en
muchos pasajes del Antiguo Testamento. Así:
"Dejaste a Dios que te engendró y diste al olvido a Dios que te
alimentó" (Dt 32,18); y poco antes: "¿no
es Él el Padre que te crió, el que por si mismo te hizo y te formó?"
(Dt 32,6); y todavía en el mismo pasaje:
"Son hijos sin fidelidad alguna" (Dt 32,20). Y en Isaías: "Yo he criado
hijos, pero ellos me han
despreciado" (Is 1,2). Y en Malaquías: "El hijo honrará a su padre y
el siervo a su señor. Pues si yo soy
Padre, ¿dónde está mi honra?" (Mal 1,6). Aunque en todos estos
textos Dios sea llamado
Padre, e hijos aquellos que fueron engendrados por la palabra de
la fe en Él, no se encuentra
una afirmación clara de esta filiación... Mas la plenitud de los
tiempos llegó con la venida de
nuestro Señor Jesucristo, cuando se puede recibir libremente la
adopción, como enseña san
Pablo: "Habéis recibido el espíritu de adopción. por el que
clamamos: Abba, Padre" (Rm
8,15). Y en el Evangelio de san Juan leemos: "Mas a cuantos lo
recibieron les dio poder para
llegar a ser hijos de Dios: a los que creen en su nombre'' (Jn 1,12).
Y por este espiritu de
adopción de hijos sabemos que "todo el que ha nacido de Dios
no peca, porque la simiente
de Dios está en él; y no puede pecar, porque ha nacido de Dios"
(1 Jn 3,9).

Jesús, revelador del Padre


Jesús es el revelador pleno de la paternidad de Dios. El núcleo
central del mensaje de
Jesús consiste en la revelación del Padre. Antes de Jesús nadie
había osado llamar a Dios
"mi Padre". Jesús es el primero que se ha atrevido a dirigirse a Dios
con el vocablo infantil y
rebosante de confianza "Abba, Papá". Jesús se dirige a Dios
como un niño a su padre. Y, si
Jesús se sirve del término tan familiar de Papá, es porque es Hijo
de Dios: "Todo me ha
sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el
Padre, ni al Padre le
conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera
revelar" (Mt 11,27).
La vida, la oración y la predicación del Hijo no es otra cosa que la
"revelación del Padre".
Su vida se abre con la proclamación solemne del Padre
reconociéndolo como Hijo muy
amado y se cierra con la más filial de las plegarias,
encomendando su vida a las manos del
Padre. Y toda su vida es la expresión de esta relación Padre-Hijo:
"Todo lo mio es tuyo, y lo
tuyo, mio". A Pedro, cuando confiesa a Jesús como "el Hijo de
Dios vivo", Cristo le dice:
Dichoso tú, Simón, porque esto "no te lo ha revelado ni la carne ni
la sangre, sino mi Padre
que está en los cielos" (Mt 16,17). Paralelamente, Pablo dirá a
propósito de su conversión
en el camino de Damasco: ''Cuando Aquel que me separó desde
el seno de mi madre y me
llamó por su gracia tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que le
anuinciase a los
gentiles..." (Gal 1,15-16). "Y enseguida se puso a predicar a Jesús
en las sinagogas,
diciendo que Él era el Hijo de Dios" (Hch 9,20). Jesús proclama
solemnemente que es el
Hijo de Dios ante el Sanedrín10. Ya antes se ha designado de este
modo en otras
ocasiones11. Y el Padre le proclama como su "Hijo amado" en el
Bautismo y en la
Transfiguración (Mt 3,17; 17,5). Los apóstoles podrán confesar:
"Hemos visto su gloria,
gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de
verdad" (Jn 1,14)12.
No es frecuente en los evangelios que Jesús haga confidencias
personales. A veces nos
dicen que Jesús se retira a orar pero no nos comunican el
contenido de sui oración. Pero
en Mt 11,25-27 y Lc 10,21-22 nos dicen que Jesús siente un gozo
interno desbordante,
fruto del Espíritu Santo. Entonces no puede contenerlo oculto y se
desahoga en voz alta,
en una efusión de su intimidad. Jesús nos da a conocer lo más
hondo y lo más alto de su
conciencia, la médula de su ser y de su misión: ser Hijo de Dios
Padre.
Ya el evangelio de la infancia de Lucas se cierra con el episodio
de la presencia de
Jesús a los doce años en el templo: "Sus padres iban cada año a
Jerusalén, por la fiesta de
pascua. Cuando el niño cumplió doce años, subieron a celebrar
la fiesta, según la
costumbre" (Lc 2,41-42). Al final "bajó con ellos a Nazaret" (v.51).
Entre la subida y la
bajada tiene lugar la revelación de Jesús, que llena de asombro
a los que le escuchan en el
templo (v.47), y a sus padres (v.48), que "no comprendieron lo
que les decía" (V.50)13.
Esta revelación se compendia en las palabras: "¿Por qué me
buscabais? ¿No sabíais que
yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?" (v.49). Esta es la
primera palabra de Jesús
que nos ha recogido el Evangelio. Desde el comienzo Jesús
pronuncia la palabra
fundamental de su vida: "Mi Padre", revelando el misterio de su ser
y de su misión. Su
primera palabra se refiere al Padre que le ha engendrado
eternamente y le ha enviado a
hacerse hombre en el seno de Maria. También a su Padre
celestial dirigirá su última
palabra: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46).
Y, una vez resucitado,
también sobre el Padre será su última palabra: "Yo mandaré sobre
vosotros el Espíritu que
mi Padre ha prometido" (Lc 24,49).
Pero Jesús no sólo invoca a Dios como Padre, sino que desvela la
paternidad de Dios
respecto a los hombres. Jesús nos habla continuamente del
Padre: "Amad a vuestros
enemigos... para que seáis hijos de vuestro padre celestial que
hace salir el sol sobre
malos y buenos" (Mt 5,44-45). "Sed perfectos como vuestro Padre
celestial es perfecto" (Mt
5,48). "Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los
hombres.., de lo contrario no
tendréis recompensa de vuestro Padre celestial... Cuando hagas
limosna..., cuando vayas
a orar:.., cuando ayunes..., hazlo en secreto, y tu Padre que ve en
lo secreto, te
recompensará" (Mt 6,1.5-18).
Esta es la gran novedad del Nuevo Testamento, donde Dios se
revela como Padre de
nuestro Señor Jesucristo y de cuantos creen en Él. Así, la palabra
Padre no se refiere al
hecho de que Dios sea el creador y señor del hombre y del
universo, sino al hecho de que
ha engendrado a su Hijo unigénito, Jesucristo, el cual como
primogénito es hermano de
todos sus discípulos. Pues a todos los elegidos, el Padre "los
conoció de antemano y los
predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el
primogénito entre muchos
hermanos (Rm 8,28-30).
La vida del Hijo encarnado es su propia vida eterna encarnada,
su vida filial hecha
obediencia salvadora. Asimismo, su oración en la tierra no es más
que su oración eterna
encarnada, formulada con labios humanos, expresada a veces
con gemidos. Es la
encarnación de quien existía desde siempre: "En el principio la
Palabra existía, y la Palabra
estaba en Dios, y la Palabra era Dios". Y del final de su vida, se nos
dice: "Sabiendo Jesús
que llegaba la hora de pasar de este mundo al Padre" (Jn 13,1).
"Salí del Padre y he venido
al munldo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre" (Jn 16,28). Y a
María, le encomienda:
"Ve a decir a mis hermanos: Subo a mi Padre y vuestro Padre" (Jn
20,17).
La oración del Hijo sobre la tierra es la encarnación de la eterna
comunicación filial del
Hijo y el Padre. Cada vez que el Padre habla—después del
bautismo del Jordán, en la
transfiguración— atestigua públicamente a Jesús como su Hijo:
"Este es mi Hijo amado". En
manos del Padre entrega Jesús su espíritu y el Padre lo resucita de
entre los muertos,
proclamando su singular filiación: "Tú eres mi Hijo, hoy te he
engendrado" (Hch 13,33). La
resurrección de Cristo es la manifestación de su condición filial, de
la que participa su
carne: "Fue constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de
santidad, por su
resurrección de entre los muertos" (Rm 1,4). San Juan nos invita a
escuchar y creer el
testimonio del Padre sobre Jesús, pues "si aceptamos el testimonio
humano mayor es el
testimonio de Dios y el testimonio de Dios es el que ha dado sobre
su Hijo" (1 Jn 5,9-10).

El Hijo de Dios hecho hijo de la Virgen aprendió a orar conforme a


su corazón de hombre. Y
lo hizo de su madre que conservaba todas las maravillas del
Todopoderoso y las meditaba en
su corazón (Lc 1,49; 2,19.51). Lo aprende en las palabras y en los
ritmos de la oración de su
pueblo, en la sinagoga de Nazaret y en el Templo. Pero su
oración brota de una fuente secreta
distinta, como lo deja presentir a la edad de doce años: "Yo debo
estar en las cosas de mi
Padre" (Lc 2,49). Aquí comienza a revelarse la novedad de la
oración en la plenitud de los
tiempos: la oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos, va a
ser vivida finalmente por el
propio Hijo único en su Humanidad, con los hombres y a favor de
los hombres. [CEC 2599]

Todas las oraciones de Jesús, de que tenemos noticia, comienzan


con la invocación:
"Padre"14. Los evangelistas distinguen la relación filial de Jesús con
Dios de la de los
discípulos mediante las expresiones "mi Padre"15 y "vuestro
Padre"16 Nunca emplean la
expresión ''nuestro Padre" referida a Jesús y a los discípulos. Jesús
tiene conciencia de ser
Hijo de Dios de un modo especial, habla siempre como el Hijo de
tal modo que puede decir
"nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre y quién es el Padre
sino el Hijo y aquel a quien
el Hijo se lo quiera revelar" (Lc 10,22)17. Esta filiación divina, propia
y exclusiva de Jesús,
hace natural que de sus labios brote la expresión "mi Padre" o la
invocación "¡Padre!" con
que constantemente se dirige a Dios en su oración de alabanza
exultante (Lc 10,21) y de
súplica confiada (Lc 22,42; 23,34.46). Esta relación del todo
especial entre el "Hijo" y el
"Padre" ilumina la única frase que recogen los evangelios de la
infancia y adolescencia de
Jesús: "¿No sabíais que debía estar en las cosas de mi Padre?" (Lc
2,49). El conocimiento,
la obediencia y el amor al Padre llena toda la vida del Hijo, que
es revelación del Padre.
Ante la tumba abierta de Lázaro, Jesús, levantando los ojos al
cielo, puede decir: "Padre, te
doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre
me escuchas; pero lo he
dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has
enviado"(Jn 11,41-42).
Y si la palabra Abba en los labios de Jesús ha sorprendido a los
discípulos, mucho más
les maravilla que les enseñe a invocar a Dios con ella. Jesús a lo
largo de todo el evangelio
les revela que Dios es su Padre, que quienes creen en Él son hijos
de Dios y pueden
invocarle, lo mismo que El, llamándole "Abba, Padre". Como dice
Tertuliano:

Con esta invocación oramos a Dios y proclamamos nuestra fe.


Está escrito: ``A quienes
creyeron, les dio poder de ser llamados hijos de Dios" (Jn 1,12). La
expresión Dios Padre no
había sido revelada jamás a nadie. Cuando Moisés preguntó a
Dios quién era Él, oyó otro
nombre. A nosotros este nombre nos ha sido revelado en el Hijo,
porque este nombre implica
el nuevo nombre del Padre.

Lo sorprendente es que Jesús diga a sus discípulos: "Cuando oréis,


decid: ¡Padre!" (Lc
11,2). Así pueden orar quienes, previamente, han sido hechos
participes de algún modo de
la filiación divina de Jesús; sólo quienes han entrado en comunión
vital con el Hijo pueden
dirigirse a su Padre con la misma invocación. Para ello les hace el
don del Espíritu Santo,
del que Él estaba lleno (Lc 4,1). Este Espíritu es infundido en los
cristianos en el
bautismo18, como fue derramado sobre los discípulos el día de
Pentecostés (Hch 2,1-4.33)
y, luego, sobre cuantos acogieron el anuncio de la Palabra (9,17-
18; 10,44-48). El "Espíritu
del Hijo de Dios" (Gál 4,6; Rm 8,15) es quien comunica la
participación en la filiación divina,
pudiendo, por tanto, dirigirse a Dios Con la misma invocación del
Hijo: "¡Padre!"19.
Pablo apenas convertido comenzó a predicar que Jesús es Hijo
de Dios (Hch 9,20). Y en
el saludo de sus cartas recuerda repetidamente "al Padre de
nuestro Señor Jesucristo"20.
También Pedro recuerda al "Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo" (1Pe 1,3). Y Cristo,
al revelarnos al Padre, nos inserta en su relación filial cn el Padre.
Pablo no se cansa de
llamar a Dios "padre nuestro"21.
Es, sin embargo, san Juan, el discípulo amado, quien nos ofrece
una riqueza más
abundante sobre la condición paternal de Dios respecto a los
cristianos22. El bautismo
introdice al cristiano en la comunión con el Padre y el Hijo: "Lo
que hemos visto y oído os lo
anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con
nosotros. Y esta comunión
nuestra es con el Padre y con el Hijo, Jesucristo" (1 Jn 3,1-3). Esta
comunión con el Padre
y con el Hijo no es otra cosa que la filiación divina del cristiano:
"Mirad qué amor nos ha
tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!
Queridos, ahora somos hijos
de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos
que, cuando se manifieste,
seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es" (1 Jn 3,1-
3).

Hijos en el Hijo
CR/HIJO-DE-D
Jesús es el Enviado del Padre a los hombres. Tras los envíos de
Moisés (Ex 3,10), de los
profetas23 y de Juan Bautista (Jn 1,6-7), "en la plenitud de los
tiempos, Dios envió a su
Hijo" (Gál 4,4). Tras la cadena de enviados, no acogidos, al Padre
"le quedaba uno, su Hijo
querido, y se lo envió el último" (Mc 12,2-6). O dicho de otra
manera: "Muchas veces y de
muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres por
medio de los profetas. En
esta etapa final nos ha hablado por medio de su Hijo" (Hb 1,1-2).
Dios, al mostrarnos a su Hijo, se nos revela como Padre de
Jesucristo. La paternidad de
Dios se define exclusivamente por su relación con el Hijo
Unigénito. Los hombres pueden
llamar a Dios Padre,—"vuestro Padre"—, en la medida en que
participan de la relación
única de Jesús con el Padre "mi Padre"—, (Jn 20,17): "La prueba
de que sois hijos de Dios
es que Dios ha enviado a vuestros corazones el Espiritu de su Hijo
que clama: ¡Abba,
Padre!" (Gál 4,6).
Conocemos a Dios como Padre porque Jesús nos lo revela. Es el
tema central del
Evangelio de Juan. Además, Jesús glorificado nos envía e infunde
en nosotros su Espíritu,
que nos hace partícipes de la naturaleza divina y nos permite
entrar en relación
interpersollal con Dios como Padre. Unidos a Cristo, invocamos a
Dios como Padre.
Llamamos a Dios Padre nuestro, dice Quoldvultdeus, porque
somos hermanos del Hijo. "No
hay otro camino de oración cristiana que Cristo. Nuestra oración
no tiene acceso al Padre
más que si oramos 'en el Nombre' de Jesús. Jesús es, pues, el
camino por el que el Espíritu
Santo nos enseña a orar a Dios nuestro Padre"24.
Cuanto tiene Jesús, lo ha recibido del Padre. Y Jesús nos hace
partícipes de su
comunión con el Padre. Sólo Jesús conoce y nos puede revelar la
intimidad del Padre:
"Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, Dios, que estaba junto
al Padre, nos lo ha
revelado" (/Jn/01/18). Moisés quiso ver a Dios y no pudo vislumbrar
más que su espalda
(Ex 33-34). Jesús, que goza de la intimidad del Padre, nos revela la
intimidad divina. Como
Job, nosotros conocemos a Dios de oídas (Job 42,5-8); ahora, en
Jesucristo, se nos
concede verlo, tener un encuentro con El. Conocer a Dios de
oídas es importante y
necesario, pero no basta. Desde ese conocimiento es preciso
saltar a la experiencia del
conocimiento que el Padre tiene del Hijo, y el Hijo del Padre. Sólo
a través de esa
revelación entramos en la fraternidad con el Hijo y en la filiación
divina. Del Dios conocido
de oídas pasamos a la confesión de Job: "Ahora te han visto mis
ojos".
Y todo lo que hemos dicho de Cristo puede aplicarse a los
cristianos. Ser cristiano
significa ser como el Hijo, ser hijos: "Mirad qué amor nos ha tenido
el Padre para llamarnos
hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (1 Jn 3,1). El Hijo de Dios es enviado
para hacernos hijos
de Dios. En efecto, "cuando llegó la plenitud de los tiempos envió
Dios a su Hijo, nacido de
mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la
ley, a fin de que
recibiéramos la filiación adoptiva por medio de Él" (/Ga/04/01-
05):

Pues no recibimos un espíritu de esclavos para recaer en el temor;


antes bien, recibimos un
espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!
El Espíritu mismo se une a
nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y,
si hijos, también
herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo (/Rm/08/15-
17).

Esto es lo extraordinario del evangelio. Jesús invita a sus discípulos


a tratar a Dios con la
misma confianza con que Él lo hace. Dios no es solamente el
Padre de Jesús, sino también
el Padre de los discípulos de Jesús. Él, les dice Jesús, es "vuestro
Padre"25 Y esto, no
sólo porque Dios se comportó "paternalmente", como ya
aparecía en el Antiguo
Testamento, sino en un sentido nuevo. Todo el que sigue a Jesús y
se hace discípulo suyo,
escuchando su palabra y acogiéndola en su corazón, puede
llamar a Dios Padre del mismo
modo que lo hace Jesús.
Jesús habla a Dios con una confianza inusitada. Y enseña a sus
discípulos a hacerlo con
la misma familiaridad. Jesús alienta a sus discípulos a una total
confianza, comparando
innumerables veces a Dios con un padre26. Abba, la palabra que
utilizó Jesús para
comunicarse con el Padre, es la palabra que nos legó a nosotros
para invocar a Dios. Abba
es el término usado por los hijos más pequeños para dirigirse al
padre. Nadie, antes de
Jesucristo, osó llamar a Dios con una locución tan familiar, tan
transida de confianza. Como
leemos en el Catecismo de la Iglesia Catolica:

Podemos invocar a Dios como Padre porque Él nos ha sido


revelado por su Hijo hecho
hombre y su Espiritu nos lo hace conocer. El Espiritu del Hijo nos
hace participar de esa
relación filial a quienes creemos que Jesús es el Cristo y que
hemos nacido de Dios (1 Jn 5,
1). [CEC 2780]
Cuando oramos al Padre estamos en comunión con Él y con su
Hijo Jesucristo (1 Jn 1, 3)
[CEC 2781]
Podemos adorar al Padre porque nos ha hecho renacer a su vida
al adoptarnos como hijos
suyos en su Hijo único: por el bautismo nos incorpora al Cuerpo de
su Cristo y por la unción de
su Espiritu que se derrama desde la Cabeza a los miembros hace
de nosotros "cristos". [CEC
2782]

Dios es nuestro Padre, no porque nos ha creado, sino porque nos


"ha hecho partícipes
de la naturaleza divina" (2 Pe 1,4), pues los hijos de Dios "no han
nacido de la sangre, ni
del deseo de la carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios" (Jn
1,13), Cuando decimos
"Padre" no nos referimos a una vaga paternidad benévola y
poderosa. Nos referimos a un
ser muy determinado: "al Padre de nuestro Señor Jesucristo".
Cuando Cristo nos exhorta a
invocar a Dios como Padre, nos está invitando a comunicarnos
con su mismo Padre. San
Cipriano comenta esta invocación:

Jesús dijo: orad así: Padre nuestro que estás en el cielo. El hombre
nuevo, renacido y
devuelto a su Dios por su gracia, lo primero que dice es Padre,
porque ha empezado ya a ser
su hijo. Está escrito: "Vino a los suyos y los suyos no le recibieron. A
todos los que le
acogieron, les ha dado el poder de ser hijos de Dios: a los que
creen en su nombre" (Jn
1,11-12). Así que el que cree en su nombre y de este modo se
hace hijo de Dios debe
empezar por esto, por dar gracias y profesar que es hijo de Dios.
Cuando dice que su Padre
es Dios, que está en el cielo, él, con esta palabra, entre las
primeras pronunciadas después
del bautismo, da testimonio de que ha renunciado a su padre
terreno por haber conocido y
comenzado a tener un solo Padre, el que está en el cielo, como
está escrito: "Los que dicen al
padre o a la madre: no te conozco y no reconoceré a mis
hermanos, estos observaron tal
palabra y custodiaron tal alianza" (/Dt/33/09). El mismo Señor en
su Evangelio, nos manda que
no llamemos a nadie padre nuestro en la tierra, porque tenemos
un solo Padre, el que está en
el cielo (Mt 23,9) Y al discípulo que le recordaba que su padre
estaba muerto, le respondió:
"Deja que los muertos entierren a sus muertos" (Mt 8, 22) Había
dicho que estaba muerto su
padre, siendo así que los creyentes tienen un Padre que vive para
siempre.

Jesús permite e invita a sus discípulos a tratar al Padre con la


misma intimidad con que
Él le trata. El Padre, a quien invocan los discípulos de Jesús, es el
mismo a quien El llama
constantemente "mi Padre" y "mi Padre celeste". Sólo en el
Evangelio de Mateo, Jesús le
llama así 26 veces. Engendrado por el Espíritu Santo (1,18.20),
Jesús es Hijo de Dios27,
su amado Hijo (3,17; 17,5), a quien el Padre ha entregado todo
(11,27). Por medio del Hijo
el Padre revela los misterios del Reino a los pequeños "discípulos"
(11,25; 13,11), así como
revela a Pedro que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Como
Hijo del hombre vendrá
envuelto en la gloria de su Padre (16,27).
La relación entre el Padre y el Hijo se nos comunica a través de la
Palabra. El Padre nos
presenta al Hijo en los momentos del Bautismo y la
Transfiguración. En ese testimonio, al
declarar que Jesús es su Hijo, Dios se nos revela como Padre. Lo
mismo, cuando Pedro
hace su confesión: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo", Jesús lo
rubrica, diciendo: "No
te lo ha revelado la carne o la sangre, sino mi Padre del cielo" (Mt
16,16-17). Al aceptar
este testimonio, se le ilumina al cristiano su verdadera naturaleza:
"A los que la recibieron
los hizo capaces de ser hijos de Dios" (Jn 1,12). El Padre, al darnos
a conocer a su Hijo,
nos atrae a Él, pues nadie puede ir a Él si el Padre no lo lleva (Jn
6,44). Y arrastrados por
el Padre a Cristo, el Hijo nos presenta al Padre como hijos suyos:
"Quien me ve a mi, ve al
Padre" (Jn 14,9). Quien cree que Jesús está en el Padre y el Padre
en Él, viendo a Cristo
ve al Padre: "Si me conocierais a mi, conoceríais también al
Padre. Quien me ha visto a mi,
ha visto al Padre. Creedme que yo estoy en el Padre, y el Padre
en mi" (Jn 14,7-10).
En este misterio de relaciones del Padre y el Hijo nos Introduce el
Espíritu Santo, el único
que conoce y da a conocer las profundidades de Dios (1 Cor
2,10-16). La revelación del
Hijo por el Padre y del Padre por el Hijo, es obra del Espíritu en
comunicación con nuestro
espíritu. El Espíritu conoce desde dentro la paternidad divina y la
filiación divina y también
nuestra fraternidad con el Hijo y nuestra filiación con el Padre. Él
nos la revela haciéndola
presente a nuestro espíritu: "El Espíritu da testimonio a nuestro
espíritu de que somos hijos
de Dios". El Espíritu, hablando a nuestro espíritu, nos asegura que
somos hijos de Dios
(Rm 8,14-17). La misión del Espíritu es la de descubrirnos al Padre,
impulsándonos a una
vida de entrega filial al Padre. El Espíritu Santo, infundiendo en el
cristiano el don de
piedad, le enseña a balbucir la palabra ¡Abba!
Empezamos a ser cristianos como hijos; recibir la filiación es recibir
el ser. Del ser hijos
de Dios arranca lo más hondo de nuestra libertad (Gál 4,4-7).
Como hijos, nuestra herencia
será gozar eternamente del amor paternal de Dios. Esta
condición de hijos de Dios nos
hace vivir en la esperanza de la manifestación plena de nuestra
filiación (Rm 8,24). Pero ya,
como niños pequeños, gemimos con balbuceos inefables y el
Espíritu viene en ayuda de
nuestra debilidad, porque, al contrario de nosotros, Él sí sabe lo
que hay que pedir y cómo
hay que hacerlo. Y Dios Padre, que conoce nuestra intimidad,
comprende nuestra
necesidad y atiende al Espíritu. Así oramos "en espiritu y verdad"
(Jn 4,23): "El Espíritu
viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos
cómo pedir para orar como
conviene; mas el Espiritu mismo intercede por nosotros con
gemidos inefables" (Rom
8,26-27).
Como explica san Agustín, en sus muchos comentarios al
Padrenuestro, aunque el
Antiguo Testamento atestigua que Dios es Padre de Israel (Is 1,2;
Sal 81,6; Ml 1,6), sin
embargo. en ninguna parte se manda a Israel que ore a Dios
invocándole como Padre. Esta
es, más bien, una dignidad reservada al nuevo Pueblo de
Dios,cuyos miembros, mediante
la fe en el Verbo, reciben de Dios el poder de llegar a ser hijos
suyos (Jn 1,12), recibiendo
gratuitamente el Espíritu de filiación adoptiva que les hace
clamar: ¡Abba, Padre! (Rm 8,15).
Esta filiación divina, fruto de la gracia de Dios, es la que
confesamos precisamente al decir
"Padre nuestro", avivando de este modo el afecto suplicante y la
confianza de recibir lo que
pedimos. ¿Qué podrá negar Dios a los hijos que le suplican tras
haberles concedido el ser
sus hijos? La invocación "Padre nuestro es el grito del corazón, no
de los labios, que
resuena dentro de nosotros y en el oído de Dios". Y dice a los que
están a las puertas del
bautismo:

Con esta invocación comprendéis que habéis empezado a tener


a Dios como Padre. Pero
lo tendréis cuando hayáis nacido. Aunque, ya antes de nacer,
habéis sido concebidos con su
semilla, debéis ser dados a luz en la fuente, en el útero de la
Iglesia. Recordad, pues, que
tenéis un Padre en el cielo. Habéis nacido del padre Adán para la
muerte; ahora nacéis de
Dios Padre para ser regenerados en la vida. Lo que decís con la
boca, tenedlo en el corazón.

Padre nuestro
¿Quiénes pueden recitar el Padrenuestro? Ciertamente aquellos
a quienes Cristo dice:
"Siempre que oréis, vosotros decid: Padre nuestro...". Este vosotros
son los discípulos de
Cristo. Así fue al principio. La Iglesia primitiva no permitía a los
catecúmenos, antes de
recibir el bautismo, recitar el Padrenuestro "En efecto—dice san
Agustín—, ¿cómo uno que
no ha nacido aún podría decir: Padre nuestro?". Por ello se llama
la "oración de los fieles".
Dice san Cipriano: "Padre nuestro", o sea, de los que creen, de los
que, santificados por
Él y regenerados por el nuevo nacimiento de la gracia, han
comenzado a ser hijos de
Dios... "Todo el que cree que Jesús es el Cristo es hijo de Dios" (1 Jn
5,1). Los que no
creen y rechazan a Cristo no pueden llamar a Dios Padre. A ellos
el Señor les dice:
"vosotros tenéis por padre al diablo y queréis cumplir los deseos
de vuestro padre. Él ha
sido homicida desde el principio y no ha perseverado en la
verdad, porque en él no hay
verdad" (Jn 8,44). Un pueblo pecador no puede ser hijo de Dios; lo
son sólo aquellos a
quienes se les han perdonado los pecados; a éstos se les llama
hijos y se les promete la
eternidad. Nuestro Señor mismo dice: "El que comete pecado es
un esclavo. El esclavo no
se queda para siempre en la casa; el hijo, en cambio,
permanece siempre" (Jn 8,34-35).
Padre en labios cristianos expresa la filiación de quienes,
mediante la fe en la palabra y
el bautismo (Jn 3,5-8), han sido engendrados por Dios28 como
hijos: "nos llamamos y
somos hijos de Dios" (1 Jn 3,1); por ello le invocamos con
propiedad como Padre. Como
comenta san Agustín, el Hijo único de Dios quiso tener hermanos y
que llamáramos Padre a
su mismo Padre, siendo innumerables los hombres que, con el
Unigénito de Dios, dicen:
Padre nuestro que estás en los cielos. Cuando se nace en la
Iglesia-Madre, mediante el
bautismo, se conoce a Dios-Padre, y se le invoca como tal:

Nuestros primeros padres eran Adán y Eva: él el padre, ella la


madre, luego somos
hermanos. Pero si nos olvidamos del primer origen, ahora Dios es
el Padre, la Iglesia es la
Madre, luego nosotros somos hermanos. Siendo el Hijo único de
Dios, sin embargo no quiso
permanecer solo. Es único pero no ha querido ser solo en Ia
filiación; por su bondad ha
querido tener hermanos Ha querido que llamásemos Padre
nuestro a su mismo Padre. No ha
estado celoso de nosotros, ha querido compartir su herencia con
nosotros
Los discípulos invocan juntos al Padre celestial, que sabe ya todo
lo que necesitan sus
amados hijos. La llamada de Jesús, que les une, los ha convertido
en hermanos. En Jesús
han reconocido la amabilidad del Padre. En nombre del Hijo de
Dios les está permitido
llamar a Dios Padre. Ellos están en la tierra y su Padre está en los
cielos. Él inclina su
mirada hacia ellos, ellos elevan sus ojos hacia Él. Y añade
Agustín:

Teníamos un padre y una madre que nos dieron Ia vida para el


trabajo y la muerte. Pero
ahora hemos encontrado otros: hemos encontrado a Dios Padre
y una madre, que es la
Iglesia, para que nazcamos de ellos a la vida eterna

Llamar a Dios con el nombre de Padre es aceptar a la Iglesia


como Madre, ya que ésta
se forma y se constituye en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu
Santo, es decir, en el
bautismo. San Cipriano dice:

ORA/UNANIME: Dos hombres son hermanos entre sí porque son


hijos del mismo padre; dos
cristianos por el contrario son hijos del mismo Padre porque antes
son hermanos, hermanos de Cristo y
en Cristo tenemos acceso al Padre. Para poder llamar a Dios
Padre es preciso pertenecer a la
comunidad de los hijos de Dios, a la comunidad de los que oran a
Dios diciendo Padre nuestro. Nadie
puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por madre.
Nadie puede tener a Dios por Padre si
no tiene al prójimo por hermano
Por ello el Doctor de la paz y Maestro de la unidad no quiere que
oremos en particular y en privado o
sea para nosotros mismos. No decimos: Padre mío, que estás en el
cielo: y mucho menos: dame hoy el
pan de cada día. Y nadie pide que se le perdone sólo su deuda,
ni pide que sólo él no caiga en
la tentación y sea liberado del mal. Nuestra oración es pública y
comunitaria y, cuancio oramos,
oramos por todo el pueblo, no por cada uno, pues todo el pueblo
somos una sola cosa. El Dios
de la paz y maestro de la concordia, que ha predicado la
unidad, ha querido que uno ore por
todos, como Él, uno, nos ha llevado a todos en sí mismo. Asi
oraron los tres jóvenes en el
horno de fuego, unánimes en la oración y acordes en su espíritu:
"Los tres, con una sola boca
cantaban un himno y bendecían al Señor" (Dn 3,51). Hablaban
como una sola boca y, por eso,
su oración fue tan eficaz y portadora de gracias. Así oraron
también los apóstoles y discípulos
de Cristo, después de la ascensión del Señor al cielo. Dice la
Escritura: "Todos ellos
perseveraban unánimes en la oración, con un mismo Espíritu, en
compañía de algunas
mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos" (Hch
1,14). Perseveraban unánimes
en su oración dando testimonio, al mismo tiempo, de su
constancia y concordia en la oración,
porque Dios sólo acoge en su eterna y divina morada a aquellos
cuya oración es unánime.

Nuestra fiiiación divina nos viene por el Hijo. Esta filiación es una
participación en la
filiacion misma del Hijo. Somos hijos de Dios en el Hijo. San Cirilo de
Alejandría nos dice
que la imagen divina se imprime en el alma por la gracia que es
una participación del Hijo
en el Espíritu. Al ser regenerados hemos sido configurados con el
Hijo, es decir, se forma
en nosotros Cristo de modo inefable. No somos, pues, "extraños ni
forasteros, sino
conciudadanos de los santos y familiares de Dios" (Ef 2, 19),
puesto que participamos de su
misma naturaleza (2 Pe 1,4) Esto pone de manifiesto que no todos
los hombres son hijos de
Dios, como leemos en Teodoro de Mopsuestia:

Es preciso reconocer en Dios Padre dos cosas: Que es Padre y


Creador. No es Creador
por ser Padre, ni es Padre por ser Creador, ya que no es Creador
de quien es Padre, ni es
Padre de quien es Creador; sino que Dios es Padre sólo del Hijo
verdadero, el "Unigénito, que
está en el seno del Padre'' (Jn 1,18), mientras que El es Creador de
todo lo que llegó a ser y
fue hecho, por Él creado según su voluntad. Del Hijo es, pues,
Padre por ser de su naturaleza,
mientras que de las criaturas es Creador, por haberlas creado de
la nada. Por otra parte, Dios
no es llamado por los hombres Padre por haberlos creado, sino
porque están cerca de Él y le
son familiares. No es, pues, llamado Padre por todos, sino por los
que son de su casa, como
está escrito: "He educado a hijos y los he creado" (Is 1,2),
concediendo ser llamados así
aquellos a quienes acercó a Él por la gracia29".

Lo mismo dirá san Hilario:

Todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de
Dios (Rm 8,14)... Este es el nombre
atribuido a quienes creemos mediante el sacramento de la
regeneración; y si la confesión de nuestra fe
nos concede la filiación divina, las obras hechas en obediencia al
Espíritu de Dios nos cualifican como
hijos de Dios... También nosotros somos verdaderamente hijos de
Dios, por haber sido hechos tales: de
"hijos de la ira" (Ef 2) hemos sido hechos hijos de Dios, mediante el
Espiritu de filiación, habiendo
obtenido este titulo por gracia, no por derecho de nacimiento.
Todo cuanto es hecho, antes de serlo no
era tal. También nosotros: aunque no éramos hijos, hemos sido
transformados en lo que somos; antes no
éramos hijos, llegando a ser tales tras haber obtenido por gracia
este nombre. No hemos
nacido, sino llegado a ser hijos. No hemos sido engendrados, sino
adquiridos. Padre es, por
tanto, el nombre propio de Dios, con el que expresamos la nueva
relación en la que nos ha
situado la donación del Espiritu de Jesucristo, el unigénito Hijo de
Dios.

La filiación divina de los cristianos está, pues, vinculada a la


hermandad con Jesús. De
este modo el Unigénito se hace Primogénito: "A los que de
antemano conoció, también los
predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el
primogénito entre muchos
hermanos" (Rm 8,29). Si somos hijos de Dios, somos hermanos. Y en
la fraternidad vivida
nos elevamos con Jesucristo hasta el Padre. Amamos a Dios en el
prójimo y al prójimo en
Dios: "Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de
Dios, y todo el que ama ha
nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a
Dios, porque Dios es
amor... Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros
debemos amarnos unos a otros.
Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros" (1 Jn
4,7-21).
En el evangelio (Mc 3,33) se dice que son "hermanos" de Jesús
todos aquellos que
cumplen la voluntad de Dios y escuchan su palabra de labios de
Jesús. De esta nueva
familia de Jesús Dios es Padre. La invocación de Dios como Padre
crea una familia, una
comunidad, constituye una Iglesia. El que invoca a Dios como
Padre está descubriendo que
tiene como hermanos a cuantos le invocan con el mismo
nombre30. Como dice el beato
Isaac de Stella:

El Hijo de Dios es el primogénito entre muchos hermanos. Por


naturaleza es Hijo único, por
gracia asoció consigo a muchos para que sean uno con él. Pues
a cuantos lo recibieron les
dio poder de llegar a ser hijos de Dios. Haciéndose Él Hijo del
hombre, hizo hijos de Dios a
muchos. El que es Hijo único asoció consigo, por su amor y su
poder; a muchos. Estos, siendo
muchos por su generación según la carne, por la regeneración
divina son uno con Él. Cristo es
uno, el Cristo total, cabeza y cuerpo. Uno nacido de un unico
Dios en el cielo y de una única
madre en la tierra. Muchos hijos y un solo Hijo. Pues así como la
cabeza y los miembros son un
Hijo y muchos hijos, así también Maria y la Iglesia son una madre y
muchas, una virgen y
muchas.

¿Quién podrá llegar a ser hijo del "Padre que está en los cielos"?
Sólo aquel que es
regenerado en Cristo. Esta invocación refleja,—dice san Cirilo, en
sus catequesis
mistagógicas—, "el grandísimo amor de Dios para con el hombre,
queriendo ser llamado
Padre, incluso por aquellos a quienes ha otorgado el perdón de
sus maldades, así como la
participación de su gracia". Es un don inapreciable, dice san Cirilo
de Alejandría, que
podamos llamar a Dios Padre nuestro quienes hemos recibido de
Él "el poder ser hijos
suyos" (Jn 1,12), al engendrarnos voluntariamente con la Palabra
de la verdad" (St 1,18),
naciendo "del agua y del Espíritu" (Jn 3,5), de modo que osemos
llamarle Padre por ser
todos nosotros hermanos.

Padre, que estás en los cielos


La familiaridad e intimidad de Dios, invocado como Padre, no
niega la excelsitud de Dios.
Nuestro Padre es el Dios del cielo al que se debe todo honor. El
Padre es al mismo tiempo
el Rey, cuya Santidad, Realeza y Voluntad el orante desea. Al
invocar a Dios, según Mateo,
como "Padre nuestro, que estás en los cielos", estamos
distinguiendo la paternidad divina
de la paternidad de todos los padres de la tierra. A este Dios, que
está en los cielos, es a
quien Jesús nos invita a llamar Papá.
Cercano y trascendente. "Ciertamente Tú eres un Dios escondido,
el Dios de Israel, el
Salvador" (Is 45,15). Escondido, pero cercano. Está en el cielo,
pero es nuestro Padre en la
tierra; el único Padre, que tienen en la tierra los cristianos:
"Vosotros no llaméis a nadie
Padre vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del
cielo" (Mt 22,9). Como
comenta Casiano en una de sus COLACIONES, el Dios y Señor del
universo es nuestro
Padre, que vive, no en la mansión extraña de este destierro, sino
en aquella región celeste,
que debemos desear.
Dios "vive en una luz inaccesible", pero "sus delicias son estar con
los hijos de los
hombres". Él es YaLveh, el que está, el Emmanuel, "el Dios con
nosotros". El salmista
canta: "Si subo hasta los cielos, allí estás tú. Si bajo hasta el sheol,
allí te encuentras. Si
tomo las alas de la aurora, si voy a parar a los confines del mar,
también allí me alcanza tu
mano, tu diestra me sorprende" (Sal 139,8-10). Pero Job puede
decir igualmente: "Si voy
hacia el oriente no está allí; si al occidente, no lo encuentro.
Cuando lo busco al norte, no
aparece, y tampoco lo veo si vuelvo al mediodía" (Job 23,8-9).
Nuestro Dios, al que invocamos como Padre, es el Dios que está
en el cielo. Los ángeles
de los pequeños discípulos de Cristo "contemplan
constantemente el rostro de mi Padre
que está en el cielo" (Mt 18,10). "Yo te bendigo, Padre, Señor del
cielo y de la tierra" (Mt
11,25). Jesús, en la última cena, anuncia que no "beberá más del
producto de la vid hasta
que lo beba con sus discípulos, nuevo, en el Reino de mi Padre"
(Mt 26,29). "El que haga la
voluntad de mi Padre entrará en el Reino de los cielos" (Mt 7,21),
como también quien haya
tenido misericordia con el Hijo, presente "en uno de sus hermanos
más pequeños"
(Mt25,40), es decir, en sus discípulos (Mt28, 10; 18,1-14). Estos son
sus hermanos (Mt
12,48s), pues el Padre les ha concedido participar en la filiación
divina del Hijo, dándoles la
osadía de invocarle como Padre. Aunque Jesús no se incluya
nunca en el "nuestro Padre",
sin embargo, habla del mismo Padre suyo y nuestro: "Su Padre es
nuestro Padre"31.
Dios está en los cielos se puede invertir diciendo que los cielos
están donde Dios está.
El cielo es esa presencia de Dios, presencia misteriosa, escondida,
pero no lejana. Él está
en lo secreto, pero ve en lo íntimo del corazón del orante (Mt
6,4.6.18). Conocer a Dios es
reconocerlo presente en la propia vida. Israel conoció a Dios
cuando lo reconoció como su
Dios. Es la experiencia misma que nos narra Agustín en sus
CONFESIONES: "Tú, Señor,
estabas dentro de mi y yo fuera, y de fuera te buscaba. Tú
estabas conmigo y yo no estaba
contigo". Y san Cipriano dice: "Cielos son también aquellos
hombres que llevan la imagen
celestial, en los que Dios está inhabitando y paseándose (2Cor
6,16)".
"Los cielos son los cielos de Dios,y la tierra se la ha dado a los hijos
de los hombres" (Sal
115,16). Orar es levantar el corazón a Dios. Concretamente, según
san Juan de la Cruz:
"Hacia el cielo se ha de abrir la boca del deseo". O como dice
Teodoro de Mopsuestia a los
neófitos: "Hemos añadido: que estas en el cielo, para que vuestra
mirada contemple aquí
abajo la vida de allí arriba, a donde habéis sido transferidos. Pues,
habiendo recibido la
filiación adoptiva, habéis sido hechos ciudadanos del cielo: tal es
la morada que conviene a
los hijos de Dios". San Agustín dice: "Que estás en los cielos, es
decir, en los santos y en
los justos, pues Dios habita en sus corazones como en su santo
templo". O con palabras de
santa Teresa: "Donde está Dios, allí está el cielo. No es menester
alas para ir a buscarle,
sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí, hablándole como
a Padre, pidiéndole como
a Padre... En este pequeño cielo de nuestra alma está Él". Y san
Cirilo de Jerusalén: "El
cielo bien podía ser también aquellos que llevan la imagen del
mundo celestial, y en los que
Dios habita y se pasea32. Por ello leemos en la Carta a Diogneto:
"Los cristianos están en
la carne, pero no viven en la carne. Pasan su vida en la tierra,
pero son ciudadanos del
cielo".
"A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo. Como están los
ojos de los esclavos
fijos en las manos de sus señores, como están los ojos de la
esclava fijos en las manos de
su señora, así están nuestros ojos en el Señor, Dios nuestro,
esperando su misericordia"
(Sal 123). Y Jesús añadirá que, como Padre providente, cuida de
sus hijos con una
solicitud paterna, que supera con mucho a la solicitud con que
alimenta a las aves del cielo
y con la que viste a los lirios del campo (Mt 6,25.34). Pueden,
pues, descansar en su
regazo, sin miedo a quienes traten de hacerles daño o matarlos:
el Padre, que cuida de un
pajarillo, mucho más cuidará de sus hijos. ¡Incluso los cabellos de
su cabeza tiene
contados! (/Mt/10/28-31). Con solicitud paterna vela, de un modo
particular por "los más
pequeños" discípulos de Jesús, pues "su voluntad es que ni uno
solo de ellos se pierda"
(Mt 18,5-14). ¡El Padre celestial no es indiferente a las necesidades
terrenas de sus hijos!
Estos pueden confiar en Él y abandonar sus inquietudes en sus
manos (Mt 6,25-34).
Las parábolas del evangelio no tienen una significación
primariamente moral, sino
teológica. De quien se habla en ellas, no es, por ejemplo, del hijo
pródigo, sino de Dios
Padre, para quien el hijo lo es todo, que vive siempre esperando
hasta que él retorne de su
dispersión y vuelva al cálido hogar, en donde encontrará su paz y
el calor de un corazón;
del Padre que defiende al hijo perdido, después de haber
gastado toda su hacienda, frente
al hijo mayor que se había quedado en casa. Jesús presenta en
las parábolas al Padre
como el que busca, espera, se preocupa, invita, corrige, castiga,
ama al hombre; el que se
preocupa de su poquedad, el que vela por sus angustias, el que
está más allá de sus
pecados y, a pesar de ellos, sigue siendo su padre y le espera. Sin
embargo, dice san
Ambrosio a los neófitos, es siempre una "santa presunción" decir
Padre nuestro a quien "te
engendró por medio del bautismo y por don gratuito", pues Él
está en los cielos, es decir,
"allí donde ha cesado el pecado".
Un buen resumen hace Teodoro de Mopsuestia en su homilía
sobre el Padrenuestro.
Pueden llamar a Dios Padre sólo quienes han obtenido la filiación
adoptiva por gracia del
Espíritu Santo y, mediante el cual, claman: iAbba, Padre!
(/Rm/08/15), recibiendo con ello
esta condición libre, propia de quienes la resurrección hizo
inmortales, debiendo, por tanto,
vivir en adelante como hijos de Dios y guiados por el Espíritu para
tener las costumbres
dignas de una vida celeste. Y llamamos Padre nuestro a quien es
el Padre común de,
quienes, como hermanos, viven concordemente, bajo la mano
de un mismo Padre. Este
Padre decimos que está en el cielo, con lo cual se nos invita a
contemplar aquí la vida
celeste, reservada a quienes, por ser hijos de Dios, se transforman
en ciudadanos del cielo.

El Hijo es icono vivo del Padre


Toda la obra de Jesucristo arranca del amor del Padre, un amor
que comunica vida:
''Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para
que todo el que crea en Él
no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha
enviado a su Hijo al mundo para
juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por El" (Jn 3,16-
17). Este amor culmina
en la muerte del Hijo por nosotros: "Nadie tiene amor más grande
que el que da la vida por
sus amigos" (Jn 15,13). Y el Padre da la vida de su Hijo por sus
enemigos.
Jesús emite su último hálito para comunicarnos su vida.
Misteriosamente lo atestigua
Caifás: "Caifás, que era el Sumo Sacerdote aquel año, dijo:
'Vosotros no sabéis nada, ni
caéis en la cuenta de que os conviene que muera uno solo por el
pueblo y no perezca toda
la nación'. Esto no lo dijo por su propia cuenta, sino que, como
era Sumo Sacerdote.
profetizó que Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la
nación, sino para reunir en
uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11,49-51). Y
Pablo proclama: "El que no
perdonó a su propio Hijo, antes bien, lo entregó por todos
nosotros, ¿cómo no nos dará con
Él graciosamente todas las cosas? ¿Quién nos condenará?
¿Acaso Cristo Jesús, el que
murió; más aun, el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, y
que intercede por
nosotros?" (Rm 8,31-32). Jesús, buen Pastor; da la vida por las
ovejas: "Por eso me ama el
Padre, porque doy mi vida" (Jn 10,17)33.
El Padre, amando al mundo, entrega a su Hijo. Y, porque Jesús se
entrega, es amado
por el Padre. Como buen Hijo, Jesús hace lo que el Padre le
encarga, y lo hace
voluntariamente (Jn 14,29-31). Aunque experimente la turbación
de su espíritu, Jesús entra
en la voluntad del Padre: "Ahora mi alma está turbada. Y, ¿qué
voy a decir? ¡Padre, líbrame
de esta hora! Pero, ¡si he llegado a esta hora para esto! ¡Padre,
glorifica tu Nombre!" (Jn
12,27-28): "Aún siendo Hijo, aprendió sufriendo lo que es
obedecer" (Hb 5, 8).
Jesús, con verdad, puede decir: "Yo y el Padre somos uno" (Jn
10,30), de modo que
"quien me ve a mí ve al Padre" (Jn 14,9-10). Como Hijo, Jesús es la
imagen, el icono de
Dios Padre (2 Cor 4,4; Col 1,15). En Él, Dios se hace visible como un
Dios con rostro
humano. En Jesucristo, Dios se ha manifestado definitiva y
totalmente. Y, en el Hijo, gracias
al Espíritu Santo, sabemos que Dios es Padre desde toda la
eternidad (Jn 1,1-3). Dios es
desde toda la eternidad el amor que se da y comunica a sí
mismo. Desde la eternidad, el
Padre comunica todo lo que es al Hijo. El Padre vive en relación
con el Hijo, dándose a sí
mismo al Hijo. Igualmente, el Hijo vive en relación con el Padre; es
Hijo porque es
engendrado por el Padre y se vuelve con amor al Padre. Padre es
una palabra que siempre
dice relación a otro, al hijo. "Porque no se llama Padre para sí, sino
para el Hijo; para sí es
Dios", dice san Agustín. En su ser hacia otro es Padre, en su ser
hacia sí mismo es
simplemente Dios.
Lo mismo cabe decir de la palabra hijo, que se es con relación al
padre. De aquí la total
referencia de Cristo, el Hijo unigénito, al Padre: "El Hijo no puede
hacer nada por sí mismo"
(Jn 5 19.30). Por ser Hijo actúa en dependencia de quien
procede. Esto mismo vale para
los discípulos de Cristo, hijos de Dios por El: "Sin mí no podéis hacer
nada" (Jn 15,5). La
existencia cristiana cae, pues, bajo la categoría de la relación.
Todo hijo es una imagen viva de su padre. Jesús nos llama a vivir;
como hijos, la
perfección del Padre (Mt 5,48), de tal modo que cada cristiano
pueda decir como Jesús: "El
que me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,8). Por ello dirá Pablo: "Sed
imitadores de Dios como
hijos carísimos y vivid en el amor, como Cristo nos amó y se
entregó por nosotros en
oblación y sacrificio a Dios" (Ef 5,1-2). "Amar a Dios sobre todas las
cosas", es el primer
mandamiento de los hijos de Dios. Pero no se trata ya de amar
por obediencia, propio de
esclavos, sino de obedecer por amor; propio de hijos.
Para ser icono vivo del Padre, el cristiano ha de contemplar cómo
vive Jesús su relación
filial con su Padre Dios, imagen visible de Dios invisible. La primera
palabra de Jesús, que
nos han conservado los evangelios, es la respuesta a María,
cuando lo encuentra en el
templo. La madre le dice "tu padre y yo"; Jesús responde a su
madre, refiriéndose a otro
Padre, "¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo tengo que
estar en la casa de mi
Padre? (Lc2,41-52). Jesús, aunque esté sometido a José y María,
en su misión depende
totalmente de su Padre celeste. Su primer acto público consiste
en declararse Hijo de Dios,
revelando que Dios es su Padre. Este episodio se proyecta hacia
el futuro, cuando Jesús
vuelve a subir en peregrinación a Jerusalén, en su viaje último,
pascual, cuando mantenga
duras discusiones con los doctores de la ley, cuando purifique la
casa de su Padre, cuando
peregrine de este mundo a la casa del Padre, en la gloria.
Jesús se enfrenta a los judíos, que le persiguen por curar en
sábado y sobre todo por
llamar a Dios "su Padre": "Los judíos perseguían a Jesús por hacer
estas cosas en sábado.
Pero Jesús les dijo: 'Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo también
trabajo". Por eso los judíos
trataban con mayor empeño en matarle, porque no sólo
quebrantaba el sábado, sino que
llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a
Dios" (Jn 5,16-18). La
relación particular de Jesús con el Padre es la que provoca el
conflicto de Jesús con los
judíos. Pero Jesús les dice: "En verdad, en verdad os digo: el Hijo
no puede hacer nada por
su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre: lo que hace Él, eso
también lo hace igualmente el
Hijo. Porque el Padre quiere al Hijo y le muestra todo lo que El
hace" (Jn 5,19-20). Jesús es
el Hijo que asiste como aprendiz al trabajo del Padre y prolonga
su obra. El Hijo aprende
del Padre para ejecutar las tareas que el Padre le encomiende. El
Padre no tiene secretos
para el Hijo y el Hijo hace lo que ha visto hacer al Padre. Y ¿cual
es la tarea que el Padre
encomienda al Hijo?: "Porque como el Padre resucita a los
muertos y les da la vida, así
también el Hijo da la vida a los que quiere" (Jn 5,21). Jesús, dando
su vida, cumple la tarea
encomendada por el Padre: dar la vida eterna a quienes quieran
recibirla: "El que escucha
mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y
no incurre en juicio, pues ha
pasado de la muerte a la vida" (Jn 5,24). Como Hijo no busca
"hacer su voluntad, sino la
voluntad del que le ha enviado" (Jn 5,30).
Las catequesis de los Padres no miraban a otra cosa que a
desvelar a los bautizados su
condición filial y a educarlos, por tanto, en su comportamiento
filial en la vida. "El hombre
nuevo—les dirá san Cipriano—puede en verdad llamar a Dios
Padre". Como hijo en el Hijo,
el creyente puede dirigirse a Dios diciéndole con sus hermanos:
"Padre nuestro"; pero,
como hijo, no puede vivir en sí mismo y para sí, sino abierto
totalmente al Padre y a la
misión recibida del Padre: "Como el Padre me envió, así envio yo
a vosotros". Enviados al
mundo como hijos hacen visible a Dios Padre en un amor único,
extraordinario, reflejo del
amor del Padre, pues están en el mundo como iconos de Dios.
Como dirá san León Magno:

Si para los hombres es un motivo de alabanza ver brillar en sus


hijos la gloria de sus
antepasados, ¡cuánto más glorioso será para aquellos que han
nacido de Dios brillar,
reflejando la imagen de su Creador y haciendo aparecer en ellos
a Quien los engendró, según
lo dice el Señor: "Brille vuestra luz ante los hombres, para que vean
vuestras buenas obras y
glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos"! (Mt 5,16).

Los que, como Jesucristo, "no han nacido de la sangre, ni de


deseo de la carne, ni de
deseo de hombre, sino que han nacido de Dios" (Jn 1,12-13) son
"hermanos y hermanas de
Jesus", acogiendo la Palabra "y haciendo la voluntad del Padre"
(Mt 12, 48-50). Ellos brillan
en el mundo como hijos de Dios, haciendo brillar entre los
hombres el amor del Padre: "Yo
os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os
persigan, para que seáis hijos
de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y
buenos, y manda la lluvia
sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué
recompensa vais a tener?
¿No hacen eso también los publicanos? Y si no saludáis más que
a vuestros hermanos,
¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen eso mismo también los
paganos? Vosotros,
pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt
5,44-48; Lc 6,27-36). Así
exhorta san Ambrosio a los neófitos:
¡Oh hombre! Tú no te atrevías a dirigir la mirada al cielo, teniendo
tus ojos fijos en la tierra. Y,
sin embargo, en un momento has recibido la gracia de Cristo, te
fueron perdonados todos tus
pecados. De "siervo malo" (Mt 25,26) que eras te has convertido
en hijo bueno. ¡No tengas,
pues, confianza en tus obras, sino en la gracia de Cristo! "Por
gracia habéis sido salvados"
(Gal 2,5). Aquí no hay arrogancia, sino sólo fe. Gloriarte de lo que
has recibido no es, pues,
signo de soberbia, sino de amor filial. Eleva, por tanto, tus ojos al
Padre, que te ha engendrado
por medio del bautismo (Tt 3,5), al Padre que te ha redimido por
medio de su Hijo, y di: ¡Padre
nuestro!

San Pedro Crisólogo insiste:

La conciencia que tenernos de nuestra condición de esclavos


nos haría meternos bajo
tierra, nuestra condición terrena se desharía en polvo, si la
autoridad de nuestro mismo Padre
y el Espíritu de su Hijo no nos empujasen a proferir este grito:
"Abba, Padre" (Rm 8, 15).
¿Cuándo la debilidad de un mortal se atrevería a llamar a Dios
Padre suyo, sino solamente
cuando lo íntimo del hombre está animado por el poder de lo
alto?35

San Gregorio Niseno, en sus cinco homilías sobre la Oración del


Señor; advierte a los
fieles que "Dios no puede ser Padre de quienes están sometidos al
pecado". Por ello
invocar a Dios como Padre supone "haber purificado la propia
vida", volviendo como hijo
pródigo a nuestro "País de origen" y asemejándonos "al Padre
celestial mediante una vida
según Dios" (Mt 5,48). Es, pues, necesario "examinar si tenemos
algo digno de la filiación
divina en nosotros para osar pronunciar esas palabras":
Es evidente que un hombre sensato no se permitiría usar el
vocablo padre, si no se asemejase a él.
Quien es todo perfección no puede ser el Padre de quienes están
sometidos al pecado. Quien descubre
la propia conciencia manchada de vicios y. aun reconociéndose
pecador, sin purificarse previamente de
sus faltas, llama a Dios Padre es un presuntuoso y blasfemo, pues
llamaría a Dios padre de su pecado.
Es, pues, peligroso recitar esta oración y llamar a Dios Padre antes
de haber purificado la propia vida. La
confesión del joven que dejó su casa paterna: "Padre, he pecado
contra el cielo y contra ti" (Lc
15,18) es la que le facilitó el acceso al Padre, quien, corriendo a
su encuentro, le abrazó y
besó. Asé experimentó la bondad del Padre... Cuando Cristo nos
enseñó a invocar y a llamar
Padre a Dios nos ordenó al mismo tiempo asemejarnos al Padre
celestial: "Sed perfectos,
como perfecto es vuestro Padre celestial" (Mt 5,48)... Pero si
alguien lleva los rasgos de la
envidia, el odio, la calumnia, el orgullo, la avaricia e invoca al
Padre, ¿qué padre le escuchará?
Evidentemente aquel a quien se asemeja; su oración es una
invocación al diablo. Sólo, tras
haber abandonado esa vida, para vivir una vida buena, pueden
sus palabras invocar al Padre,
que es bueno. Por eso, antes de acercarnos a Dios, debemos
examinar si tenemos algo digno
de la filiación divina en nosotros, para, con audaz confianza,
poder pronunciar las palabras:
Padre nuestro, que estás en el cielo.

Algo parecido dice—también a los neófitos—Teodoro de


Mopsuestia:

Ante todo os es necesario saber lo que erais y lo que habéis


llegado a ser por el gran don que habéis
recibido de Dios. Habéis recibido la gracia del Espíritu Santo, que
os regala la filiación adoptiva,
adquiriendo por ello la confianza filial de llamar a Dios Padre:
"Pues vosotros no habéis recibido el
Espíritu para estar de nuevo en la esclavitud y en el temor; sino
que habéis recibido el Espíritu
de adopción filial, mediante el cual llamáis a Dios Padre" (Rm
8,15). En adelante tenéis un
servicio en la Jerusalén de arriba y recibís esta condición libre,
viviendo ya desde ahora en el
cielo. Mas a quienes han recibido el Espíritu les conviene en lo
sucesivo vivir por medio del
Espíritu, acomodarse al Espíritu y tener una conciencia del todo
apropiada al noble rango de
quienes son gobernados por el Espíritu, absteniéndose de todo
pecado y viviendo según las
costumbres dignas de una vida celeste.

Si llamamos a Dios Padre, es por ser "no ya siervos, sino hijos,


nacidos de Dios" (Jn
1,12-13). Por ello podemos invocarle "¡Abba, Padre!" por medio de
su Espíritu (Gál 4,6),
caminando consecuentemente "como hijos de Dios". Con esta
"invocación de libertad",
comenta san Cromacio de Aquileya, "se nos invita a vivir de tal
modo que podamos ser hijos
de Dios y hermanos de Cristo". A esta perfección nos llama Jesús:
"Amad a vuestros
enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de
vuestro Padre celestial,
que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e
injustos... Sed, pues,
perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,44-48).
Con este amor; los hijos
glorifican al Padre ante los hombres, como luz puesta en alto (Mt
5,13-16). ¡En los hijos los
demás verán y alabarán al Padre! A éstos reconocerá Jesús
como hermanos ante el Padre
(Mt 10,32s) y "entonces brillarán como el sol en el Reino de su
Padre" (Mt 13,43).

No llaméis a nadie padre


Como Dios es el Padre de los que creen en Cristo, no puede
darse entre ellos el título de
"padre" a nadie más (Mt 28, 8s). El único Padre de los discípulo de
Jesús es "el Dios y
Padre de nuestro Señor Jesucristo"36. Jesús es quien les lleva al
Padre: "Nadie viene al
Padre sino por mi" (Jn 14,6). Jesús es el camino que conduce al
Padre, él nos precede, nos
prepara un lugar, vuelve y nos lleva de la mano a la casa del
Padre, para estar donde Él
está (Jn 14,1-6). La casa del Padre parece no estar completa
mientras falten los hijos.
Por ello, ahora, el Padre atrae y conduce a los hombres hacia su
Hijo: "Todo el que me
dé el Padre vendrá a mi y no lo echaré fuera, porque he bajado
del cielo, no para hacer mi
voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Porque esta es
la voluntad del Padre:
que todo el que vea al Hijo y crea en El, tenga vida eterna y que
yo lo resucite en el último
día. Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo
atrae. Todo el que
escucha al Padre y aprende viene a mi" (Cf Jn 6,37-45). El Padre
nutre a sus hijos con la fe
y la eucaristía, con un alimento de vida superior37. El pan de la
persona de Jesús y la
eucaristía son un alimento para la vida eterna, ya plantada en
nosotros y en crecimiento
hacia su plenitud. "Si me conocierais a mi conoceríais al Padre...
Yo estoy en el Padre y el
Padre está en mI" (Jn 14,7.11). "El Padre y yo somos (Jn 10,30).
"Aquel día comprenderéis
que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros" (Jn
14,20). Los cristianos
somos hijos de Dios porque hemos recibido una vida nueva,
porque hemos nacido de Dios:
"A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de
Dios" (Jn 1, 12).
La filiación nos viene a través de Cristo, que es el Hijo unigénito
del Padre. La palabra
Abba, con la que Jesús se dirige al Padre, ha pasado, por la
acción del Espíritu Santo, al
corazón de todos los cristianos. Tal palabra expresa la relación
filial entre Jesús y el Padre,
entre nosotros y el Padre, y nuestra relación de hermandad con
Cristo y entre nosotros. "La
gracia, la misericordia y la paz de parte de Dios Padre y de
Jesucristo, el Hijo del Padre,
estarán con nosotros según la verdad y el amor:.. El que
permanece en la doctrina, ese
posee al Padre y al Hijo" (2 Jn 3.9). "Nosotros estamos en
comunión con el Padre y con su
Hijo Jesucristo" (1 Jn 1,3).
Jesús enseña lo que el Padre le enseña; no inventa nada, como
los falsos profetas; nos
transmite lo que ha oído del Padre: "Mi doctrina no es mia, sino de
aquel que me ha
enviado. Si alguno quiere cumplir su voluntad, verá si mi doctrina
es de Dios o si yo hablo
por mi cuenta. El que habla por su cuenta, busca su gloria; pero
el que busca la gloria del
que lo ha enviado, ese es veraz y no hay impostura en él" (Jn 7,14-
18). Dios educaba a su
pueblo como un padre a su hijo (Dt 8); ahora el Padre nos educa
por medio de su Hijo.
Quien está dispuesto a seguir el mensaje de Jesús, descubre que
procede del Padre. En la
vida se experimenta la verdad. Quien no cree, busca justificarse,
porque de antemano se
niega a aceptarla: "Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi
Padre le amará, y
vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no
guarda mis palabras. Y la
palabra que escucháis no es mia, sino del Padre que me ha
enviado (Jn 14,23-24). "No os
llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a
vosotros os he llamado
amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a
conocer" (Jn 15,15).
En la oración sacerdotal, Jesús declara: "Esta es la vida eterna
que te conozcan a ti, el
único Dios verdadero, y al que has enviado, Jesucristo" (Jn 17,3).
No conocen al Padre
quienes no reconocen al Hijo: "El que me ha enviado, el Padre,
da testimonio de mí".
Entonces le decían: "¿Dónde está él. Responclió Jesús: "No me
conocéis ni a mí ni a mi
Padre: si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre..."
Los judíos le
respondieron: "¿No decimos con razón que eres samaritano y
tienes un demonio?.
Respondió Jesús: "Yo no tengo un demonio, sino que honro a mi
Padre... Si yo me
glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada; es mi Padre
quien me glorifica, de quien
vosotros decís: 'El es nuestro Padre', y, sin embargo no le conocéis.
Yo sí que le conozco, y
si dijera que no le conozco sería un mentiroso como vosotros. Pero
yo le conozco y guardo
su palabra'' (Jn 8, 18-19.48-55).
Toda la vida de Jesus consiste en cumplir la voluntad del Padre:
"Si guardáis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor; como yo he
guardado los mandamientos de mi
Padre, y permanezco en su amor" (Jn 15,10). La obediencia es la
expresión de su amor
filial. Todo acto de obediencia es un acto de amor. El amor, que
es comunicación y entrega,
es incompatible con la desobediencia.
Pueden llamar a Dios Padre los discípulos de Cristo, los hermanos
en Cristo. Pero,
¿quiénes son discípulos de Cristo? San Pablo responde: los que
tienen el Espíritu de
Cristo. "Los que no tienen el Espíritu de Cristo, no le pertenecen"
(Rm 8,9). Y san Agustín,
comentando la primera carta de san Juan, explica:

Unicamente el amor es lo que distingue a los hijos de Dios de los


hijos del diablo. Ya
pueden signarse todos con la señal de la cruz; ya pueden todos
responder amén; ya pueden
todos cantar el aleluya; ya pueden bautizarse todos. En definitiva,
sólo por la caridad se
disciernen los hijos de Dios de los hijos del diablo. Los que tienen
caridad han nacido de Dios;
los que no tienen caridad no han nacido de El.

A través del amor a Cristo, el cristiano entra en el amor del Padre:


"El que tiene mis
mamdamientos y los guarda, ese es el que me ama: y el que me
ame será amado de mi
Padre" (Jn 14,21); "el Padre mismo os quiere, porque me queréis a
mí y creéis que salí de
Dios" (16,27). Al hacerse hermanos de Jesús se hacen hijos de Dios
Padre, y como hijos
gozan de su amor: "Ved qué amor nos ha mostrado el Padre: que
nos llamamos hijos de
Dios, y lo somos... Ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha
manifestado lo que
seremos. Nos consta que, cuando aparezca, seremos semejantes
a él y lo veremos como él
es" (1 Jn 3,1-2).
Dirigiéndose a quienes, regenerados por el bautismo, son hijos de
Dios y pueden ya
llamarle Padre, dice san Cipriano: Como Padre es invocado Dios
por quienes, regenerados,
son ya "hijos suyos y obran como tales": "Es necesario acordarnos,
cuando llamemos a
Dios Padre nustro, que debemos comportarnos como hijos de
Dios":

Padre, dice en primer lugar el hombre nuevo, regenerado y


restituido a su Dios por la gracia porque ya
ha empezado a ser hijo: Vino a los suyos, dice, y los suyos no lo
recibieron. A cuantos lo recibieron los dio
poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre (Jn
1 12). El que, por tanto, ha creido en su
nombre y se ha hecho hijo de Dios debe empezar por eso a dar
gracias y hacer profesión de hijo de Dios,
puesto que llama Padre a Dios que está en los cielos; debe
testificar también que desde sus primeras
palabras en su nacimiento espiritual ha renunciado al padre
terreno y carnal y que no reconoce ni tiene
otro padre que el del cielo (Mt 23 9)... No pueden llamar Padre al
Señor quienes tienen por padre al
diabio: Vosotros habéis nacido del padre diablo y queréis cumplir
los deseos de vuestro padre. Él fue
homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad,
porque no hay verdad en él" (Jn 8,44). ¡Cuan
grande es la clemencia del Señor e inmensa su gracia y bondad,
pues quiso que orásemos
frecuentemente en presencia de Dios y Ie llamásemos Padre; y así
como Cristo es Hijo de
Dios, así nos llamemos nosotros hijos de Dios! Ninguno de nosotros
osaría pronunciar tal
nombre en la oración, si no nos lo hubiese permitido Él mismo...
Hemos, pues, de pensar que
cuando llamamos Padre a Dios es lógico que obremos como hijos
de Dios, con el fin de que,
así como nosotros nos honramos con tenerlo por Padre, Él pueda
honrarse de nosotros. Henos
de portarnos como templos de Dios, para que sea una prueba de
que habita en nosotros el
Señor y no desdigan nuestros actos del espiritu recibido, de modo
que los que hemos
empezado a ser celestiales y espirituales no pensemos y obremos
más que cosas espirituales
y celestiales.

Esto mismo lo amplía Origenes: La confianza filial de la invocación


a Dios cono Padre es
propia de quienes llegaron "a ser hijos de Dios" (Jn 1,12) y
mediante el Espíritu "claman:
¡Abba, Padre!" (Rm 8,15). Esto supone que ellos viven "en sus
obras" como "hijos legitimos"
de Dios, "configurados con el Cristo glorificado" y, por ello, "han
llegado a ser celestiales".
También lo repite san Juan Crisóstomo: "No podéis llamar Padre
vuestro al Dios de toda
bondad si mantenéis un corazón cruel e inhumano; porque en
este caso ya no tenéis en
vosotros la señal de la bondad del Padre celestial". Ya san Pedro,
en su primera carta, a
los que viven en este mundo como extranjeros (1,1), pues tienen a
su Padre en el cielo, les
exhorta:

Como hijos obedientes, no os amoldéis a las apetencias de antes,


del tiempo de vuestra
ignorancia, más bien, así como el que os ha llamado es santo, así
también vosotros sed santos
en toda vuestra conducta. Y si invocáis (a Dios) como Padre,
conducíos con temor durante el
tiempo de vuestro destierro, sabiendo que habéis sido rescatados
de la conducta necia
heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata,
sino con una sangre preciosa,
como de cordero sin mancha y sin mancilla, Cristo (1 Pe 1,14-19).

Y en la segunda carta exhorta a "huir de la corrupción que hay en


el mundo por la
concupiscencia, siendo participes de la naturaleza divina" (1,4).
Y Pablo dirá a los Gálatas que ya no son esclavos bajo la ley, sino
que son hijos de Dios
(4,1-5): Y "la prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a
nuestros corazones el
Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba, Padre!" (4,6). De forma
análoga se dirige a los fieles
de Roma:

Liberados por Cristo de la ley del pecado y de la muerte, vivís no


en la carne. sino en el
Espiritu, ya que el Espiritu de Dios habita en vosotros. Y todos los
que son guiados por el
Espiritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de
esclavos para recaer en
el temor: antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que
nos hace clamar: "iAbba,
Padre!". El Espiritu mismo se une a nuestro espíritu para dar
testimonio de que somos hijos de
Dios (Rm 8,2-16).

En cambio, donde domina el odio homicida, se revela una


paternidad diabólica:

Decia Jesús a los judíos: "Ya sé que sois descendencia de


Abraham, pero tratáis de
matarme, porque mi palabra no prende en vosotros. Yo hablo lo
que he visto donde mi Padre: y
vosotros hacéis lo que habéis oído donde vuestro padre. Vosotros
hacéis las obras de vuestro
padre. Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir
los deseos de vuestro padre.
Este era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la
verdad, porque no hay verdad en
él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque
es mentiroso y padre de la
mentira. El que es de Dios, escucha las palabras de Dios; vosotros
no las escucháis, porque
no sois de Dios" (Jn 8,31.37-38.44.47)

Quien ama al mundo no posee el amor del Padre. Cuanto hay en


el mundo no procede
del Padre:

No améis el mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al


mundo, el amor del Padre
no está en él. Puesto que todo lo que hay en el mundo—la
concupiscencia de la carne, la
concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas—no
viene del Padre, sino del mundo.
El mundo y sus concupiscencias pasan, pero quien cumple la
voluntad de Dios permanece
para siempre" (1 Jn 2, 15-17).

Así se lo dice san Cirilo de Jerusalén a los catecúmenos:

Sólo de Cristo es Dios Padre por naturaleza... Nuestra filiación


divina es por adopción, don
de Dios, como dice san Juan: "A los que le recibieron les dio
poder de hacerse hijos de Dios,
a los que creen en su nombre'' (Jn 1,12). Recibieron el poder
llegar a ser hijos de Dios no
antes de la fe, sino por la fe. Sabiendo, pues, esto, portémonos
como hombres de espiritu,
para que seamos dignos de la filiación divina: "Los que son
conducidos por el Espíritu de
Dios, esos son hijos de Dios" (Rm 8, 14). De nada nos sirve llevar el
nombre de cristianos, si
no nos acompañan las obras... "Si llamamos Padre al que, sin
acepción de personas, juzga
por las obras de cada uno, vivamos con temor el tiempo de
nuestra peregrinación... de modo
que nuestra fe y nuestra esperanza estén en Dios" (1 Pe 1,17-21); y
"no amemos al mundo y
las cosas del mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre
no está en él" (1 Jn 2,15).

Esta invocación de Dios como Padre encabeza la oración de los


discípulos de Jesús y
precede a cada una de las peticiones. En cada petición el fiel
orante se encuentra ante el
Padre; este saberse ante el Padre le da la confianza o, mejor, la
certeza de ser oído en
cuanto pida.

EMILIANO JIMÉNEZ HERNÁNDEZ


PADRENUESTRO
FE, ORACIÓN Y VIDA
Caparrós Editores. Madrid 1996. Págs. 33-81

....................
1. Sal 72,18; Is 45,3; Mt 15,31.
2. Dt 14,1-2; Ex 4,22-23; Os 11,1; Is 43,6; Jr 31,20.
3. Jr 3,4-19; Sal 89,27;Is 63,16...
4. Eclo 23,1-5; 51, 10; 68,6.
5. Cfr. Sal 103,13;1s 63,15-16; 64,7.
6. Pr 1,8; 2,1; 3,1. 11-12; 4,1-6; Dt 8, 1-6; Ecio 2,1.2.6.
7. Is 1,2-4; Os 2,6; Dt 32,1-43; Ml 3,2.6.11.
8. Os 11,1-9; Jr 3,14.19-25; 4,1-4; 31,9-20; Is 63,15-19; 64,4-11; Ba 4,6-
29.
9. Según el Talmud de Babilonia, abba es la palabra que
pronuncia el niño cuando rompe a hablar,
"cuando deja el pecho y comienza a comer pan".
10. Lc22, 70; Mt 26,64; Mc 14,61.
11. Jn 3,16.18; 10,36; Mt 11,27; 21,37-38; 20,17; 24,36.
12. CEC 441-445.
13. Cfr. el paralelismo con la revelación de Dios a Moisés (Ex 3-4;
33,18-34) o a Elías (1 Re 19).
14. Mt 11,25.26; Lc 10,21; Mc 14,36; Mt 26,39; Lc 23,34.46; Jn 11,41;
12,27.28; 17,1.5. 11.21.24.25.
15. Lc 2,49,9,26; 10,22; 22,29,24,49.
16. Lc 6,39, 12,30-32.
17. Mt 7,21; 10,32-33; 12,50; 15,13; 16,17; 18,10.19.35; 25,34;
26,29.39.53; 28,19; Lc 2,49; 22,29; Mc
8,38; 13,32.
18. Hch 2,38; 8 12-17; 19,5-6.
19. Lc 11,2; Gál 4,6; Rom 8, 15.
20. Ef 1,1; Gal 1,1; Col 1,3.
21. 1 Cor 1,3; 2 Cor 1, 2; Gal 1,3; Ef 1, 2; Fil 1, 2; Col 1,2: 1 Tes 1,3...
22. 118 veces menciona en sus escritos la palabra Padre, referida
a Jesús y a los cris tianos.
23. Jr 1,7; Ez 2, 1; Is 61-1...
24. Cfr. CEC 2664.
25. Mt 5,48; 6,8.15.32; 10,29; 12,32; Lc 6,36; 12,30.
26. Mt 6,8; 7,9-11; Lc 12,30; Mc 11,25.
27. 2, 15; 14,33; 16, 16; 21,38; 26,63-64.
28. 1 Jn 3,9; 4, 7; 5, 1.4.18; 1 P 1,23; St 1,18.
29. Jn 1,12; Gál 4,4-7; Rom 8.14-17.
30. CEC 2786-27-93.
31. Mt 5,16.45.48; 6,1.8-9.14-15.26.32; 7,11; 10,21-29; 18,14;23,9.
32.Cfr CEC 2794-2796.
33. Jn 10, 14-18.27-30.
34. Jn 20,21; 13,20; 17,18.
35. CEC 2777-2778.
36. Rm 15,6; 2 Co, 1, 3; Ef 1, 3.17: Col 1,3.
37. Jn 6, 32-33. 50-51.

SANTIFICADO SEA TU NOMBRE

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