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José Alfredo Caro Espinoza


Dr. César Antonio Sotelo Gutiérrez
Literatura Mexicana del Siglo XX
25 de noviembre de 2014

Memoria y desmemoria: el valor histórico de la literatura mexicana del siglo XX

Iba a comenzar este ensayo diciendo algo así como “En estos tiempos en que los mexicanos

vemos con desconsuelo y enojo que la realidad nos muestra que su crudeza

lamentablemente puede llegar a superar a la ficción…”, pero luego me di cuenta de que no

son “estos tiempos” los que lo demuestran, de que la historia de nuestro país ha sido

prácticamente en todas sus etapas una muestra de que seguimos cometiendo los mismos

errores, de que carecemos de una consciencia histórica que nos permita resarcirlos. Pero

ante todo, y por la búsqueda de una aportación literaria que al menos me permita una

reflexión individual sobre la literatura mexicana, que fue la semilla de este trabajo, espero

poder aportar también a la reflexión sobre la literatura como medio para fortalecer la

consciencia histórica y la formación de una identidad individual y colectiva; reflexión tanto

propia como de quien me leyere. En este trabajo propongo presentar elementos de la

Literatura Mexicana del Siglo XX, apoyándome sobre todo en Las batallas en el desierto

(1981), de José Emilio Pacheco, esto porque se adecua más al tipo de análisis que pretendo

hacer, aunque haré mención también de otras obras y de cómo aportan al retrato y posterior

conciencia histórica de sus respectivas épocas.

Me permito pasar a un tono un poco más “académico” para citar a Alberto Vital

Díaz, quien menciona que “una historia de la literatura debería ser al mismo tiempo registro

y examen de una serie muy peculiar de acontecimientos y registro y examen de una serie
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muy peculiar de discursos” (1), haciendo hincapié en el examen de acontecimientos del que

habla. La literatura puede servir como medio para observar las situaciones históricas,

independientemente de que se hable directa o indirectamente de los hechos. Vital Díaz

continúa diciendo: “En este punto, autores como Gérard Genette y Fernando Lázaro

Carreter han intentado entender el estatuto del texto literario como un acto de habla

sumamente singular, que no cumple el requisito básico de la absoluta sinceridad del

enunciador” (1). Creo que, para entender la importancia de la literatura en el ámbito social

e histórico, es necesario aceptar que esta absoluta sinceridad que se menciona es

prácticamente imposible, y que es una situación que no sólo se da en la literatura, sino

también en la historia.

Es aquí donde planteo mi tesis; un documento literario puede llegar a tener la misma

o una mayor validez que un documento histórico si queremos acercarnos a un contexto

social, político, antropológico, o de cualquier tipo que concierna al ser humano, en un

periodo específico de la historia. Y no basta con aceptar la subjetividad del literato o el

historiador, hay que comprender que en el caso del historiador su responsabilidad es la de

mostrar una documentación fiel y lo más objetiva posible de los hechos, pero las distintas

versiones sobre un mismo acontecimiento; llámese la matanza de Tlatelolco o la

Independencia de México, nos hacen suponer que, o falta la documentación correcta, o la

visión objetiva. En el caso del literato, la objetividad queda en un segundo término, porque

es precisamente la visión subjetiva la que hace puede darle al lector una visión propia, a

sabiendas de que está leyendo no sólo una versión ficcional de los hechos, sino una opinión

y una perspectiva personal del autor, o en dados casos, múltiples visiones a través de

distintos personajes. La ficción, o la remembranza literaria de los hechos históricos,


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permiten lo dicho, una mejor idea general de la verdad, sin preocuparse por creerle o no al

autor: “Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél?” (Pacheco 2) Así inicia Las

batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco, aludiendo a la memoria de Carlos, el

narrador y protagonista, quien relata su historia en retrospectiva y, por lo tanto, ésta puede

estar sujeta a la estabilidad de su memoria. Sin embargo, esto parece ser un juego textual en

que nos mete Pacheco, para intentar adivinar el año en que se sitúa la novela. Después de

preguntarse qué año era, Carlos enumera una lista de auténticas referencias de la cultura

popular que ayudan al lector a situarse en una época:

Ya había supermercados pero no televisión, radio tan sólo: Las aventuras de Carlos
Lacroix, Tarzán, El Llanero Solitario, La Legión de los Madrugadores, Los Niños
Catedráticos, Leyendas de las calles de México, Panseco, El Doctor I.Q., La
Doctora Corazón desde su Clínica de Almas. Paco Malgesto narraba las corridas de
toros, Carlos Albert era el cronista de futbol, el Mago Septién trasmitía el beisbol.
Circulaban los primeros coches producidos después de la guerra: Packard, Cadillac,
Buick, Chrysler, Mercury, Hudson, Pontiac, Dodge, Plymouth, De Soto. Íbamos a
ver películas de Errol Flynn y Tyrone Power, a matinés con una de episodios
completa: La invasión de Mongo era mi predilecta. Estaban de moda Sin ti, La
rondalla, La burrita, La múcura, Amorcito Corazón. Volvía asonar en todas partes
un antiguo bolero puertorriqueño: Por alto esté el cielo en el mundo, por hondo que
sea el mar profundo, no habrá una barrera en el mundo que mi amor profundo no
rompa por ti (2).
Y ahora me pregunto, ¿no es esta lista una serie de elementos representativos de una

época? Claro está que hablamos de cultura popular, pero son este tipo de cosas las que nos

dan cuenta de cómo se vivía en un periodo histórico específico, porque son con frecuencia

resultado de acontecimientos más “profundos” como los políticos, sociales, e incluso los

mercantiles, por ejemplo. Podemos ver, por ejemplo, una cultura mexicana un tanto

influenciada por E.E.U.U., pero era una transculturización que apenas estaba en sus inicios,

y no en el auge al que llegó, por ejemplo, en los 80’s y 90’s. Además de hablar de los

primeros coches producidos después de la guerra (2da GM), el narrador continúa su


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remembranza hablando del año de la poliomielitis y del gobierno de Miguel Alemán (3), lo

cual nos sitúa aproximadamente en 1948, lo cual, como dato curioso, sitúa al narrador en el

año 2000, si tomamos en cuenta la mención final sobre Mariana, quien tenía en la época del

relato veintiocho años y al final se dice que tendría ochenta (30). Esto da cuenta de una

conciencia del autor de que el país difícilmente podría cambiar significativamente.

Volviendo al inicio, se menciona al respecto:

Para el impensable año dos mil se auguraba -sin especificar cómo íbamos a lograrlo-
un porvenir de plenitud y bienestar universales. Ciudades limpias, sin injusticia, sin
pobres, sin violencia, sin congestiones, sin basura. Para cada familia una casa
ultramoderna y aerodinámica (palabras de la época). A nadie le faltaría nada. Las
máquinas harían todo el trabajo. Calles repletas de árboles y fuentes, cruzadas por
vehículos sin humo ni estruendo ni posibilidad de colisiones. El paraíso en la tierra.
La utopía al fin conquistada (3).
Pacheco habla con una clara ironía y un humor muy particular sobre el cinismo de

los gobernantes y las promesas que hacían (hacen) para satisfacer sus intereses personales.

Lo primordial de la anterior cita y de la mención sobre la época en que se encuentra el

narrador de Las batallas en el desierto, es que la novela se publica en 1981, diecinueve

años antes del 2000, por lo que sabemos que el autor era consciente de la podredumbre y la

desesperanza que vivía y sigue viviendo el país.

No sólo Pacheco hace una representación fiel –aunque subjetiva, como acaso toda

obra literaria- de un periodo específico de la historia. El teatro también fue vehículo para la

crítica social y la reflexión social. En ¡Silencio, pollos pelones, ya les van a echar su máiz!

(estrenada en 1963), de Emilio Carballido, se habla sobre el pobre apoyo hacia el teatro en

nuestro país, a través de personajes que actúan como actores que bien pudieran estar

hablando por sus propias voces cuando mencionan el poco dinero que se destina al teatro

nacional, aunque tristemente la situación de ese entonces era muchísimo mejor que la que
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vive el teatro en la actualidad en nuestro país. Y qué decir del retrato social que se hace en

Los signos del zodiaco (estrenada en 1951), de Sergio Magaña, donde se muestra la vida de

las vecindades, unidades habitacionales que para mi generación se ven sólo en la literatura,

en las películas de Pedro Infante y coetáneos y en el Chavo del Ocho. En la obra se da

cuenta de las relaciones entre los habitantes de la vecindad, relaciones forzadas por vivir en

una unidad compartida, de donde todos quieren salir pero no pueden.

Además, el ensayo y la poesía no están exentos de hacer retrato histórico; de hecho,

muchos ensayos lo hacen explícitamente al hablar de temas concernientes de un periodo

específico, pero no por ello menos universales y actuales. Vasconcelos hablaba de algún

modo en La raza cósmica de lo que ahora es un hecho y sigue evolucionando: la

globalización, aunque auguraba un futuro mejor que lo que tenemos hoy día para nuestra

“raza”. Esperemos que la especie de profecía de Vasconcelos aún esté por suceder, aunque

como van las cosas, si es que sucede, es bastante obvio que faltarían muchos errores más

antes de reaccionar y cambiar para bien. Por otro lado, Justo Sierra, Leopoldo Zea,

Mauricio Beuchot y el mismo Vasconcelos, entre otros; todos están de acuerdo -y esto es

muy obvio aunque ridículamente necesario de reiterar-, en que el medio para un

mejoramiento en todos los niveles vitales de nuestro país, es la educación. Nuestro país

necesita que la educación pueda llegar a todos, y no solamente la educación básica,

necesitamos estudiantes universitarios, necesitamos profesionistas que produzcan en todos

los ámbitos para tener un sustento propio en cada materia. También necesitamos un

enfoque humanístico en la educación; Leopoldo Zea y Mauricio Beuchot sugieren, ambos,

que debemos re-conocer la importancia de la filosofía, que puede ayudarnos a pensar los

problemas desde su origen y para su solución: “Como introyección de esa crisis, pero por
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otros caminos distintos, el pensamiento postmoderno ha llegado a un escepticismo

parecido, y a veces más grande, ya en franco camino del nihilismo. Eso ha provocado que

se sienta un clima de desengaño de la filosofía” (Beuchot 2). Queda claro que la

modernidad está en crisis, como lo dice Beuchot, y que la posmodernidad nos está llevando

a caminos erróneos y a un olvido de ciertas materias de gran importancia. Quizás sea

necesario evitar los extremos a los que solemos llegar sin darnos cuenta, no elegir una

postura “posmoderna” o “moderna”, estructural, espiritual, idealista, etc., sino servirnos de

lo que cada una tenga de valioso.

Por último, sobre la poesía del siglo XX podría hablar mucho y extenderme más de

lo debido, pero me limitaré a hablar de lo primordial en este ensayo, la importancia de la

literatura y su valoración como medio para forjar no sólo una conciencia, sino, mediante

ello, poder llegar a una identidad nacional. La poesía vive una crisis muy extraña: hay

muchos poetas y muy pocos lectores. Lo que digo no es nada nuevo, lo que nadie sabe es a

qué se debe este fenómeno, pero tampoco quisiera divagar pensando en eso. El principal

problema de tener pocos lectores no son las pocas ventas, porque vemos que eso no detiene

a los jóvenes para escribir poesía, aunque puede que lo haga paulatinamente; el problema es

que al no leer a figuras emblemáticas de la poesía del Siglo XX, por ejemplo, como Octavio

Paz, Efraín Huerta, José Gorostiza, Rosario Castellanos, Xavier Villaurrutia, José Emilio

Pacheco, por mencionar algunos, no podemos ver lo que ellos vieron. La poesía puede ser

un vehículo muy eficaz para la reflexión social, y no hablo de una poesía social explícita

que a veces raya en lo ensayístico, sino en un trasfondo que existe en toda poesía, que es lo

esencial. La poesía verse como un medio no sólo útil sino necesario; claro está que debe

haber goce en la lectura, pero en tanto leamos a los grandes poetas mexicanos, podremos,
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por ejemplo, hacer una crítica social dura y franca mediante el humor, como lo hizo Efraín

Huerta sus geniales poemínimos. Podremos retratar el sentir de los lamentables y

espantosos acontecimientos que vive nuestra sociedad como lo hizo Rosario Castellanos

con su “Memorial de Tlatelolco” sobre la matanza del 68, o con la situación del indígena en

el país, que sigue siendo discriminado de una forma terrible.

En conclusión podría retomar Las batallas en el desierto para ejemplificar lo que

pasa en México. Pasa que la historia oficial no nos sirve, que ha sido maquillada para la

conveniencia de unos pocos, que el rigor histórico y la manifestación de la verdad, o son

censurados o se ven denigrados por el interés o la ideología de un historiador o de un

tercero. José Emilio Pacheco ironiza la ridícula memoria y conciencia histórica que

tenemos, haciendo notar que seguimos cometiendo los mismos errores, que no miramos en

retrospectiva. Mediante la literatura podemos, si no encontrar la verdad de la historia,

encontrar una versión dentro de la cual sí sabemos prácticamente todo, puesto que es una

versión no oficial y producto de una cosmovisión individual que manifiesta sus intereses y

preocupaciones, y de esta manera expresa una realidad propia que, aunada a otras, puede

ayudarnos a reconocer los errores y las injusticias que se han cometido en nuestro país, y de

esta manera ser conscientes de ello actuar al respecto.


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Obra citada:

Pacheco, José Emilio. Las batallas en el desierto. Web.

Vital Díaz, Alberto. “Apuntes para una historia de la literatura mexicana”. UNAM. Web.

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