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La Cuaresma nos ofrece una ocasión providencial para profundizar en el sentido y el

valor de ser cristianos, y nos estimula a descubrir de nuevo la misericordia de Dios para
que también nosotros lleguemos a ser más misericordiosos con nuestros hermanos. -
Benedicto XVI

Del mismo modo que, al final del invierno, cuando vuelve la primavera, el navegante
arrastra hasta el mar su nave, el soldado limpia sus armas y entrena su caballo para el
combate, el agricultor afila la hoz, el peregrino fortalecido se dispone al largo viaje y el
atleta se despoja de sus vestiduras y se prepara para la competición; así también
nosotros, al inicio de este ayuno, casi al volver una primavera espiritual, limpiamos las
armas como los soldados; afilamos la hoz como los agricultores; como los marineros
disponemos la nave de nuestro espíritu para afrontar las olas de las pasiones absurdas;
como peregrinos reanudamos el viaje hacia el cielo; y como atletas nos preparamos para
la competición despojándonos de todo. -San Juan Crisóstomo

En Cuaresma se nos invita con mayor fuerza a arrancar “de nuestros deseos las raíces
de la vanidad” para educar el corazón a desear, es decir, a amar a Dios. “Dios —dice
también san Agustín—, es todo lo que deseamos”. Ojalá que comencemos realmente a
desear a Dios, para desear así la verdadera vida, el amor mismo y la verdad. -Benedicto
XVI

Estamos invitados en esta cuaresma a la conversión, a orientar nuestra vida a la luz de


Dios. La práctica fiel del ayuno contribuye, además, a dar unidad a la persona, cuerpo
y alma, ayudándola a evitar el pecado y a acrecer la intimidad con el Señor. Benedicto
XVI

La alegre noticia que Jesús resucitara no cambia el mundo contemporáneo, antes que
nosotros tenemos el trabajo, la disciplina, el sacrificio, pero el hecho de que Pascua
exista nos da fuerza espiritual para hacer el trabajo aceptar la disciplina y hacer el
sacrificio.Cuaresma no es un tiempo para andar a través de caminos polvorientos y
difíciles o para andar a tientas tras tumbas para refutar la generación espontánea. o
incluso para demostrar que la vida es eterna. Es un día para avivar las cenizas de la
esperanza muerta, un día para desterrar dudas y buscar postas donde el sol sale,
deleitarse con la fe que nos lleva a otro lugar que se nos escapa a nosotros mismos y del
pasado muerto hacia lo desconocido amplio y acogedor.
La Cuaresma es un nuevo comienzo, un camino que nos lleva a un destino seguro: la
Pascua de Resurrección, la victoria de Cristo sobre la muerte. Y en este tiempo recibimos
siempre una fuerte llamada a la conversión: el cristiano está llamado a volver a Dios «de
todo corazón» (Jl 2,12), a no contentarse con una vida mediocre, sino a crecer en la
amistad con el Señor. Jesús es el amigo fiel que nunca nos abandona, porque incluso
cuando pecamos espera pacientemente que volvamos a él y, con esta espera, manifiesta
su voluntad de perdonar.

La Cuaresma es un tiempo propicio para intensificar la vida del espíritu a través de los
medios santos que la Iglesia nos ofrece: el ayuno, la oración y la limosna. En la base de
todo está la Palabra de Dios, que en este tiempo se nos invita a escuchar y a meditar con
mayor frecuencia. En concreto, quisiera centrarme aquí en la parábola del hombre rico
y el pobre Lázaro (cf. Lc 16,19-31).

Dejémonos guiar por este relato tan significativo, que nos da la clave para entender cómo
hemos de comportarnos para alcanzar la verdadera felicidad y la vida eterna,
exhortándonos a una sincera conversión.

Dios no se revela mediante el poder y la riqueza del mundo, sino mediante la debilidad y la
pobreza. La razón de todo esto es el amor divino, un amor que es gracia, generosidad,
deseo de proximidad, y que no duda en darse y sacrificarse por las criaturas a las que
ama.La caridad, el amor es compartir en todo la suerte del amado. El amor nos hace
semejantes, crea igualdad, derriba los muros y las distancias. La finalidad de Jesús al
hacerse pobre no es la pobreza en sí misma, sino —dice San Pablo— «...para enriqueceros
con su pobreza». No se trata de un juego de palabras ni de una expresión para causar
sensación.

Dios no hizo caer sobre nosotros la salvación desde lo alto, como la limosna de quien da
parte de lo que para él es superfluo con aparente piedad filantrópica. ¿Qué es, pues, esta
pobreza con la que Jesús nos libera y nos enriquece? Es precisamente su modo de amarnos,
de estar cerca de nosotros, como el buen samaritano que se acerca a ese hombre que todos
habían abandonado medio muerto al borde del camino (cfr. Lc 10, 25ss).

La pobreza de Cristo que nos enriquece consiste en el hecho que se hizo carne, cargó con
nuestras debilidades y nuestros pecados, comunicándonos la misericordia infinita de Dios.
La riqueza de Jesús radica en el hecho de ser el Hijo, su relación única con el Padre es la
prerrogativa soberana de este Mesías pobre

Se ha dicho que la única verdadera tristeza es no ser santos (L. Bloy); podríamos decir
también que hay una única verdadera miseria: no vivir como hijos de Dios y hermanos de
Cristo. Dios sigue salvando a los hombres y salvando el mundo mediante la pobreza de
Cristo, el cual se hace pobre en los Sacramentos, en la Palabra y en su Iglesia, que es un
pueblo de pobres.
La riqueza de Dios no puede pasar a través de nuestra riqueza, sino siempre y solamente a
través de nuestra pobreza, personal y comunitaria, animada por el Espíritu de Cristo. A
imitación de nuestro Maestro, los cristianos estamos llamados a mirar las miserias de los
hermanos, a tocarlas, a hacernos cargo de ellas y a realizar obras concretas a fin de
aliviarlas. La miseria no coincide con la pobreza; la miseria es la pobreza sin confianza, sin
solidaridad, sin esperanza. Podemos distinguir tres tipos de miseria: la miseria material, la
miseria mora y la miseria espiritual.Frente a la miseria la Iglesia ofrece su servicio, su
diakonia, para responder a las necesidades y curar estas heridas que desfiguran el rostro de
la humanidad

La Cuaresma es un tiempo adecuado para despojarse; y nos hará bien preguntarnos de qué
podemos privarnos a fin de ayudar y enriquecer a otros con nuestra pobreza. No olvidemos
que la verdadera pobreza duele: no sería válido un despojo sin esta dimensión penitencial.
Desconfío de la limosna que no cuesta y no duele. Que cada comunidad eclesial recorra
provechosamente el camino cuaresmal.

La observancia de la Cuaresma es por excelencia la insignia de batalla cristiana. Por ella


nos probamos a nosotros mismos que no somos enemigos de la cruz de Cristo, por ella
evitamos el flagelo de la justicia divina, por ella obtenemos fortaleza contra el príncipe de
las tinieblas, porque nos protege la ayuda celestial. Si la humanidad se volviese negligente
en la observancia de la Cuaresma, sería un perjuicio para la gloria de Dios, una vergüenza
para la religión católica, y un peligro para las almas cristianas. Tampoco puede dudarse de
que tal negligencia se convertiría en fuente de miseria en el mundo, de calamidad pública y
de dolor privado.
~Benedicto XIV
La Cuaresma nos ofrece una ocasión providencial para profundizar en el sentido y el valor
de ser cristianos, y nos estimula a descubrir de nuevo la misericordia de Dios para que
también nosotros lleguemos a ser más misericordiosos con nuestros hermanos.
~Benedicto XVI

La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y para cada
creyente. Pero, sobre todo, es un ”tiempo de gracia” (2 Co 6,2). Dios no nos pide nada que
no nos haya dado antes: “Nosotros amemos al Señor porque Él nos amó primero” (1 Jn
4,19).

Dios no es indiferente a nosotros. Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por
nuestro nombre, nos cuida y nos busca cuando lo dejamos. Cada uno de nosotros le interesa;
su amor le impide ser indiferente a lo que nos sucede.(Sin embargo, nosotros) cuando
estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios no hace
jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen…
entonces nuestro corazón cae en la indiferencia. Esa actitud egoísta, de indiferencia, ha
alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de globalización
de la indiferencia.
Uno de los desafíos más urgentes sobre lo que quiere detenerme en este mensaje es el de la
globalización de la indiferencia.La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una
tentación real también para los cristianos. Por eso, necesitamos oír en cada Cuaresma el
grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan.

Dios no es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a su propio Hijo por
la salvación de cada hombre. En la encarnación, en la vida terrena, en la muerte y en la
resurrección del Hijo de Dios, se abre definitivamente la puerta entre Dios y el hombre,
entre el cielo y la tierra.Y la Iglesia es como la mano que tiene abierta esta puerta mediante
la proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos, el testimonio de la fe que
actúa por la caridad (cf Ga 5, 6).

El mundo tiende a cerrarse en sí mismo y a cerrar la puerta a través de la cual Dios entra
en el mundo y el mundo entra en Él. Así, la mano, que es la Iglesia, nunca debe sorprenderse
si es rechazada, aplastada o herida. El pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad de
renovación, para no ser indiferente y para no cerrarse en sí mismo.

La caridad de Dios que rompe esa cerrazón mortal en sí mismos nos la ofrece la Iglesia con
sus enseñanzas y, sobre todo, con su testimonio. Sin embargo, solo se puede testimoniar lo
que antes de ha experimentado. El cristiano es aquel que permite que Dios lo revista de su
bondad y de su misericordia, que lo revista de Cristo para llegar a ser como Él, siervo de
Dios y de los hombres.

La Cuaresma es un tiempo oportuno para dejarnos servir por Cristo y así llegar a ser como
Él. Esto sucede cuando escuchamos la Palabra de Dios y cuando recibimos los sacramentos,
en particular, la eucaristía. En ella, nos convertimos en lo que recibimos: el cuerpo de
Cristo. Quien es de Cristo pertenece a uno solo cuerpo y en Él no se es indiferente hacia los
demás.

En esta comunión de los santos y en esta participación en las cosas santas, nadie posee solo
para sí mismo, sino que lo es tiene es para todos. Y puesto que estamos unidos en Dios,
podemos hacer algo también por quienes están lejos.“¿Dónde está tu hermano?”Lo que
hemos dicho para la Iglesia universal es necesario traducirlo en la vida de las parroquias y
comunidades.

En estas realidades eclesiales, ¿se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo
cuerpo?, ¿un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar?, ¿un cuerpo que
conoce a sus miembros más débiles, más pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos?, ¿o
nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en el mundo,
pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada? (cf. Lc 16, 19-
31).Cuando la Iglesia terrenal ora, se instaura una comunión de servicio y de bien mutuos
que llega ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su plenitud en Dios, formamos
parte de la comunión en la cual el amor vence a la indiferencia.
La Iglesia del cielo no es triunfante porque ha dado la espalda a los sufrimientos del mundo
y goza en solitario. Los santos ya contemplan y gozan, gracias que, con la muerte y
resurrección de Jesús, vencieron definitivamente la indiferencia, la dureza del corazón y el
odio.Santa Teresita de Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía convencida de que la alegría
en el cielo por la victoria del amor crucificado no es plena mientras haya un solo hombre en
la tierra que sufra y gima: “Cuanto mucho con no permanecer inactiva en el cielo, mi deseo
es seguir trabajando para la Iglesia y para las almas”.

Toda la comunidad cristiana está llamada a cruzar el umbral que la pone en relación con la
sociedad que la rodea, con los pobres y los alejados. La Iglesia por naturaleza es misionera,
no debe quedarse replegada en sí misma, sino que es enviada a todos los hombres. La misión
es lo que el amor no puede callar. La Iglesia sigue a Jesucristo por el camino que la lleva a
cada hombre, hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8). Cuánto deseo que los lugares en
los que manifiesta la Iglesia, en particular nuestras parroquias y nuestras comunidades,
lleguen a ser islas de misericordia en medio de la indiferencia.

“¡Fortaleced vuestros corazones!” (St 5, 8)- La persona creyente, también como individuos
tenemos la tentación de la indiferencia. Estamos saturados de noticias e imágenes tremendas
que nos narran el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad
para intervenir.¿Qué podemos hacer para no dejarnos absorber por esta espiral de horror
y de impotencia?. En primer lugar, podemos orar en la comunión de la Iglesia terrenal y
celestial. No olvidemos la fuerza de la oración de tantas personas. La iniciativa 24 horas
para el Señor, que deseo que se celebre en toda la Iglesia –también a nivel diocesano-, es
expresión de esta necesidad de la oración.

La Cuaresma es un tiempo propicio para mostrar el interés por el otro, con un signo
concreto, aunque sea pequeño, de nuestra participación en la misma humanidad. El
sufrimiento del otro constituye una llamada a la conversión, porque la necesidad del
hermano me recuerda la fragilidad de mi vida, la dependencia de Dios y de los hermanos.Si
pedimos humildemente la gracia de Dios y aceptamos los límites de nuestras posibilidades,
confiaremos en las infinitas posibilidades que nos reserva el amor de Dios. Y podremos
resistir a la tentación diabólica que nos hace creer que nosotros solos podemos salvar al
mundo y a nosotros mismos.

Para superar la indiferencia y nuestras pretensiones de omnipotencia, quiero pedir a todos


en este tiempo de Cuaresma sed viva como una formación del corazón, como dijo Benedicto
XVI (Deus caritas est, 31).Tener un corazón misericordioso no significa tener un corazón
débil. Quien desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador,
pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por los
caminos del amor que nos llevan a los hermanos y a las hermanas. En definitiva, un corazón
pobre, que conoce sus propias pobrezas y lo da todo por el otro.
Queridos hermanos y hermanas, deseo orar con vosotros a Cristo en esta Cuaresma: “Fac
cor nostrum secundum Cor tuum”: “Haz nuestro semejante al tuyo” (Súplica de las Letanías
al Sagrado Corazón de Jesús).De este modo, tendremos un corazón fuerte y misericordioso,
vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de la
globalización de la indiferencia.

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