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Autores:
Guillem Sánchez & Eduardo Gallego
ÍNDICE:
PRÓLOGO pág. 4
CAPÍTULO PRIMERO: ARSUF pág. 6
CAPÍTULO SEGUNDO: SAN JUAN DE ACRE pág. 54
CAPÍTULO TERCERO: KRAK DE LOS
CABALLEROS pág. 88
CAPÍTULO CUARTO: DAMASCO pág. 111
CAPÍTULO QUINTO: ÉUFRATES pág. 167
CAPÍTULO SEXTO: BAGDAD pág. 199
CAPÍTULO SÉPTIMO: DESIERTO DE SIRIA pág. 269
CAPÍTULO OCTAVO: TIRO pág. 307
CAPÍTULO NOVENO: TERRITORIO ASESINO pág.
334
CAPÍTULO DÉCIMO: JAFFA pág. 366
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A pocas leguas al norte de una ciudad, mientras aprovechaba la
sombra de unos bosquecillos cercanos a la costa para viajar más descansado,
llegó a mis oídos el estruendo de muchos caballos, a la par que una gran
polvareda se elevaba hacia el cielo. Me detuve y escuché con atención. Me
acerqué lentamente a lo alto de la pequeña colina que se alzaba junto a la
foresta y entonces lo vi. Nunca olvidaré aquel espectáculo, magnífico y
aterrador al mismo tiempo. Nadie que haya estado aquel sábado siete de
septiembre de 1191 en Arsuf lo olvidará jamás.
Los ejércitos de Ricardo I Corazón de León y del sultán Saladino
formaban uno frente al otro. Sus hombres, con las armas en alto,
encomendaban sus almas a uno u otro Dios según procediera. La caballería
selyúcida maniobraba ágilmente en diversas direcciones y los arqueros se
aprestaban a tensar sus arcos. Muros de escudos, erizados de lanzas,
defendían las posiciones de la infantería por ambos lados y los caballos
piafaban y se agitaban nerviosos. Entendían que se acercaba una nueva
batalla tanto como los hombres, pues estaban igual de exaltados.
Al fin había llegado a mi destino. Pero era el día de la batalla y yo
estaba en el bando equivocado. En suma, el momento y lugar que jamás
hubiera escogido voluntariamente.
Me acerqué lo más que pude al bando cristiano, mirando a mi
alrededor para asegurarme de que no hubiera moros en la costa, como dirían
en España. Entonces me quité el jubón de estilo egipcio, dejando al
descubierto el atuendo cristiano que precavidamente ya llevaba puesto.
Deshice los trapos con que envolvía el escudo, la espada y el yelmo y me los
puse apresuradamente. En ese preciso instante oí una voz tras de mí:
–¡Pero si es un rumi!¡A por él, en nombre de Alá!
Al mismo tiempo que me reconocían como cristiano, o romano, pues
tal habían dicho y para ellos era lo mismo, cuatro flechas hallaron diana en
mi espalda y los arqueros selyúcidas espolearon sus caballos hacia mí.
Caballos frescos de combate contra un viejo rocín destinado a faenas
agrícolas, cansado por toda la mañana de viaje. Iba a ser harto difícil llegar
hasta la costa. Por si acaso, salí al galope y empecé a gritar pidiendo ayuda.
Las flechas se habían clavado con fuerza en la cota de malla y habían llegado
a herirme ligeramente. Con cada movimiento, sus puntas rasgaban mi piel.
Trataba de desengancharlas, pero era difícil hacerlo sobre la marcha. Cuando
miré atrás me di cuenta de que no llegaría a tiempo. Esos jinetes me ganaban
terreno muy deprisa.
Entonces, mis gritos pidiendo socorro en nombre de Cristo obtuvieron
respuesta. Un caballero vestido de acero y blanco apareció de no sé dónde. Se
dirigió sin titubear hacia los selyúcidas al grito de «¡Dios lo quiere!» y
atravesó su formación deteniendo con su escudo las flechas y cortando con su
espada la cabeza de uno de ellos. Era la primera vez en la vida que veía una
decapitación y algo se revolvió en mi estómago. Estuve a punto de vomitar al
contemplar el enorme reguero de sangre surcar el aire y la cabeza de ojos
desencajados rebotar una y otra vez en el suelo, como una pelota de trapo.
Tuve que contenerme; no habría sido agradable devolver la comida en el
interior de un yelmo encasquetado en la cabeza, con sólo unas pequeñas
rendijas a la altura de los ojos.
Empezaba a darme cuenta del verdadero semblante de la guerra.
Aquello no era un juego, donde siempre podías retirarte si el desenlace no te
gustaba. Asumí, por primera vez, que era muy probable que me mataran. De
niño, la muerte es algo lejano, ajeno, que les sucede a otros. Ahora la tenía a
mis espaldas, echándome el aliento en el cogote. Sentí unos deseos terribles
de largarme de allí y refugiarme en casa, en mi habitación, rodeado de mis
sirvientes y de los amigos de la infancia. Si hacerse un hombre implicaba
tales riesgos, tanta sangre… Que otros libraran batallas en las que nada se me
había perdido.
No obstante, la vergüenza pudo con el pánico. Eso, y mi deber hacia
el apellido d’Artois. Si alguien tenía redaños para enfrentarse a cuatro
hombres con el fin de auxiliarme, yo no podía dejarlo solo. No iba a
presentarme como un cobarde ante el ejército cruzado. Me tragué el miedo,
hice girar a mi sufrido caballo y blandiendo la espada me arrojé sobre mis
perseguidores.
Un selyúcida me vio venir y tuve que luchar con él. Había
abandonado el arco y ahora me desafiaba con la espada. Durante toda mi vida
había pensado que mi padre golpeaba con fuerza. Ahora ya no lo creía. Aquel
malhadado infiel era un guerrero soberbio. Apenas lograba parar sus golpes y
mantenerme montado. Intentaba alcanzarle como fuera, pero parecía
imposible. Mientras, el caballero que acudió en mi auxilio había acabado con
otros dos y no se le ocurrió otra cosa que ponerse cómodo y enfundar
mientras observaba mi lucha con el mismo buen talante de quien asiste a un
espectáculo. ¿Qué entendía ese hombre por prestar ayuda?
Apurado como estaba, me asaltó un feliz recuerdo. «Nunca luches a
una mano, pudiendo esgrimir a dos. Eso me lo enseñó un maestro aragonés».
Un buen consejo que mi padre me repetía sin cesar. Fui acercando la mano
izquierda a mi cintura, lo que era difícil pues con el escudo seguía parando
golpes. Agarré firmemente la preciosa daga de hoja damasquinada que me
habían regalado hacía años y cuando menos lo esperaba se la clavé en el
costado. Entonces bajó la guardia sorprendido y pude descargar con fuerza un
golpe de espada en su pecho. El guerrero cayó al suelo de espaldas.
Era la primera vez que mataba a alguien, pero en aquel momento no
sentí asco ni horror. Bastante tenía con recuperar el resuello y evitar que el
corazón me reventara el costillar, de fuerte que latía.
–Si tardas tanto con uno, ¿qué harás cuando te enfrentes a diez como
ése? –gritó el caballero mientras se acercaba.
–Confío en que no acudan tantos al unísono –dije, sin tener muy claro
qué responder. Procuré, eso sí, mantener la compostura. Debía dejar en buen
lugar a los d’Artois.
–No tienes que esperar que vengan. Has de ir tú a buscarlos –llegó
hasta mí y me tendió la mano–. Así tu victoria o tu muerte serán más
honrosas y complacerás a Dios.
–Agradezco el consejo –respondí estrechándosela y sintiendo cómo
mis huesos crujían–. Soy Marc d’Artois y os debo la vida. ¿Podéis decirme
vuestro nombre?
–Soy Jaime, señor de Avesnes –contestó con sencillez.
Sorprendido, bajé los ojos hasta su escudo. Seis bandas alternando oro
y gules. También el drapeado de su cabalgadura mostraba el mismo blasón.
Realmente me hallaba ante Jaime de Avesnes. El mejor caballero de la
Cristiandad, un mito incluso entre sus enemigos. Sus proezas corrían de boca
en boca y las había oído narrar en mi largo viaje. Acababa de estrechar la
mano de una leyenda tan grande, que el propio Saladino había querido
conocerlo en persona decretando un día de tregua para verle. Más adelante,
cuando fui huésped del sultán, supe que de vez en cuando sufría esos raptos
de admiración hacia los enemigos valientes. Tiempo atrás, en el sitio de Acre,
Saladino también pidió una tregua para conocer al misterioso Caballero
Verde, un guerrero español bravo entre los bravos. Pero me doy cuenta de
que tiendo a divagar conforme escribo. Mejor será que torne al escenario de
mi primera batalla.
Jaime me ayudó a quitarme las flechas que aún llevaba clavadas a la
espalda. Mientras, me contó que conocía a mi padre y que Ricardo Corazón
de León deseaba verme por lo bien que le habían hablado de mí.
–Tu padre cuenta tales maravillas que será un honor presentarte al rey
y decirle que te he visto luchar y vencer con coraje –me dio un golpecito en
el hombro para animarme–. Anda, vamos con los nuestros o llegaremos tarde
a la batalla. Los musulmanes llevan rato acosando a nuestras tropas,
especialmente a los caballeros del Hospital, y a buen seguro pronto la sangre
teñirá la tierra.
He de confesar que oírlo no me animó en demasía.
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Cuando terminé con todos mis quehaceres fui de nuevo a visitar a las
mujeres para que curaran mis heridas. Con tantos combates y refriegas como
había padecido ese día, mi piel empezaba a parecer más un tapiz bizantino
con abundancia de tonos morados, parduscos y rojizos que un pellejo normal.
La moza que me atendió aprovechó para despiojarme y para mi
sorpresa cazó varias piezas de buen tamaño. Quedé sorprendido y
preguntándome de donde podían salir piojos si estábamos cruzando casi un
desierto.
Al cabo de un rato apareció una galera. Era nuestra y traía provisiones
frescas, así que esa noche pudimos comer a gusto: cerdo, galletas, legumbres
y frutas recién recogidas de los huertos de Acre. También bajaron unas
mujeres muy hermosas que fueron a la tienda del rey y al parecer se montó
allí una buena fiesta. Yo me quedé cerca de una fogata, con la espalda
apoyada en la rueda de un carromato. Confiaba que estando en medio de la
impedimenta no me tocaría ir a la lucha si nos atacaban por la noche.
Algo después pasó por allí Hunfredo, con evidentes muestras de mal
humor. Cuando estaba cerca propinó una patada a una piedra y ésta se
estrelló contra el carromato, cerca de mi cabeza. Protesté y entonces reparó
en mí.
–Lo siento, no te había visto –dijo por toda disculpa–. No estoy para
bromas esta noche; me han dado malas noticias sobre mi mujer.
–Sentaos y contádmelo, por favor –le dije, tendiéndole un pequeño
odre de vino. Me estaba convirtiendo en un experto en conseguir bebida y
viandas, pero es que mi estómago aún no se acostumbraba a frugalidades
excesivas y el vino ayudaba a mitigar la insipidez de las comidas del
campamento. Por alguna razón que no entendía, los cristianos no gustaban de
mejorar con especias sus platos.
Se sentó con cuidado a mi lado, tomo el odre y echó un buen trago. Al
menos en ese tema no se andaba con remilgos.
–¿Cuáles son las malas noticias? Espero que no se trate de una
tragedia relacionada con vuestra esposa.
–No me han traído ninguna nueva. Ésa es la mala noticia –había
amargura en su voz.
–No lo entiendo –la respuesta me había sorprendido. ¿Pretendía
hablar con enigmas?
–Es la primera vez que Isabel no responde a mis cartas –frunció el
ceño al hablar; tenía la cara roja por las llamas de la fogata y creo que sin ella
también lo hubiera estado de ira.
–¿Tal vez vuestra esposa se encuentre mal de salud de forma
pasajera? –sugerí con cautela.
–Ya no tengo esposa. ¡Ése es el problema! –se levantó de nuevo y se
fue de peor humor que había llegado.
No supe a ciencia cierta si Hunfredo me estaba tomando el pelo, si
sólo hablaba confusamente, tal vez por el vino, o bien si allí había un misterio
más profundo. Poco después me enteraría de que yo era el único hombre de
aquel reino para quien aquello constituía una incógnita. El rostro de Hunfredo
me había preocupado. Para él debía tratarse de un asunto muy grave,
doloroso incluso, pero no había sacado en claro tan siquiera si tenía o no
esposa.
Dado su estado de ánimo, no parecía el momento adecuado para
pedirle que me ilustrara sobre las vicisitudes de la cruzada, tal como había
sugerido el rey Ricardo. Mejor sería dejarlo para más adelante. Decidí que
iría a dormir y ya veríamos qué resultaba de aquel galimatías.
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Por mucho que nos doliera, los caídos no detenían nuestra marcha. La
formación seguía como siempre: la impedimenta al lado de la playa, la
caballería en medio y la infantería junto a ella, protegiendo la columna. Los
exploradores merodeaban por todas partes buscando al enemigo e informando
de sus movimientos. Corrían rumores de que en Arsuf Saladino había
obsequiado a los soldados huidos con la filípica más furibunda de la Historia,
y ahora estaba reagrupando y preparando su ejército. Según Hunfredo no
había de qué preocuparse. Ningún general mahometano se atrevería a
provocar una nueva batalla en campo abierto después de sufrir tan gran
derrota en Arsuf. Pronosticó que el próximo encuentro sería posiblemente un
asalto a una ciudad, o un largo sitio.
Por otra parte había malestar entre la nobleza. Muchos querían
precipitarse sobre Jerusalén y así tomar la capital. Opinaban que la fácil
victoria de Arsuf ante un ejército más numeroso había sido una señal del
Altísimo. Otros, menos confiados en intercesiones divinas, argüían que ya
habíamos derrotado al único ejército que se nos podía oponer en aquellas
tierras. Sin embargo, Ricardo Corazón de León no quería oír hablar de asaltar
Jerusalén, pues la ciudad estaba tierra adentro y nosotros sólo podíamos
aprovisionarnos por mar. Saladino, por el contrario, disponía de vías de
suministros por tierra en todas direcciones, y le llegaban caravanas con
vituallas desde Egipto, Arabia, Damasco e incluso Bagdad. Si nosotros
avanzábamos y Saladino practicaba la política de tierra quemada, arrasando
todo a nuestro paso y envenenando los pozos, llegaríamos a Jerusalén
hambrientos y sedientos y seríamos por tanto una presa fácil. Además, había
fortificaciones musulmanas antes de llegar a la capital, como Ramla.
Yo procuraba enterarme de todos los rumores y noticias, ya que eso
mantenía ocupada mi mente y evitaba que pensara en el buen viejo Teodoro.
Echaba de menos su charla, su buen humor, su punto de cinismo. Mientras
andaba meditando acerca de todo esto, llegó un hombre a caballo, preguntó
quién era Marc d’Artois y al averiguarlo me comunicó un escueto mensaje:
–El rey quiere veros. Ahora.
CAPÍTULO SEGUNDO: SAN JUAN DE ACRE
Cuando un rey anuncia que quiere verte no puedes hacerle esperar, así
que dejé a un lado mis penas y crucé al galope toda la columna hasta el frente
de la misma. Descubrí que el ejército se había detenido y Ricardo Corazón de
León estaba discutiendo con sus hombres. Soplaba un viento bastante fresco
y sobre el mar podían divisarse nubes oscuras. Los hombres de la vanguardia
parecían incómodos; seguramente tampoco sabían por qué nos parábamos.
Yo no tenía claro si debía esperar o unirme al círculo de caballeros que
rodeaba al monarca. Hunfredo me vio e hizo un gesto con la mano para que
me acercara. Me metí entre dos caballeros y nadie pareció sorprenderse.
–He aquí a nuestro buen Marc d’Artois –dijo Ricardo al
reconocerme–. Tendremos que darte instrucciones, pues llegan noticias
turbadoras de tu padre. En una carta nos ha hecho saber que después de
algunas averiguaciones ha decidido partir de Acre en dirección a Damasco.
Está preocupado, pues considera que la conspiración de que te hablamos el
otro día puede ser mucho más que uno de tantos rumores. Por desgracia, el
viejo d’Artois nunca proporciona demasiados detalles, ni tan siquiera a nos,
así que queremos que vayas a San Juan de Acre a aguardar sus noticias y
ayudarle en sus pesquisas si fuere menester. Él nos contó maravillas de lo
bien que te desenvuelves entre musulmanes y cómo puedes hacerte pasar por
uno de ellos. Con ese color de piel no nos extraña –hubo algunas risas.
Creo que no lo he comentado, pero por aquel entonces era muy
moreno, delgado y mi rostro parecía tan musulmán como el de cualquier
egipcio. Tan sólo desentonaba mi cabellera rubia, pero al dejar atrás la
infancia mi pelo se había oscurecido lo suficiente. Supongo que comparado
con esa gente venida hacía poco de Britania, Flandes y los Condados Francos
yo era un perfecto sarraceno.
–Marcharás esta misma mañana con las galeras. Hunfredo sabe cuál
es la casa que compró tu padre en Acre y te guiará hasta ella. Aprovechamos
para decirte que será tu invitado, porque le queremos de incógnito en aquella
ciudad.
–Para que Conrado no se ponga nervioso –se le escapó a alguien por
lo bajo.
–¡No empecemos otra vez! –rugió Ricardo–. Hunfredo también ha de
realizar algunos encargos para nos, así que no queremos que a nadie se le
ocurra advertir a Conrado que va hacia allí –miró gravemente a todos y cada
uno de los presentes–. Y tampoco a Guido, por si acaso.
–Ni a Balián de Ibelín –debió de ser una broma, pues todos rieron a
carcajadas.
–Ni a Bonifacio de Carcasona –nuevas risas. Empezaba a sospechar
que me estaba perdiendo todos los chistes, uno tras otro.
–¡Exactamente, a ninguno de ellos! –confirmó Ricardo,
completamente en serio–. Ya sabéis que tal como están las cosas, un emisario
del rey suele despertar recelos, y nos deseamos que los asuntos se despachen
sin trabas. Vos, Hunfredo, aprovechad para poner al día al muchacho en
política y tú, Marc, ayúdale a pasar desapercibido –echó un vistazo a
Hunfredo y suspiró–. De paso, a ver si le convences para que no se limpie a
diario, o va a parecer un emir.
Ciertamente, lograr que Hunfredo pasase desapercibido sería una
proeza. Su capa era la única pieza perfectamente blanca de todo aquel
ejército. ¿Cómo lograba mantener la ropa limpia estando en campaña?
–Ahora marchaos los dos –nos despidió así a Hunfredo y a mí y
mientras nos íbamos, tras la salutación de rigor, le oí que volvía a
conferenciar con sus generales.
–Así están las cosas. ¿Adónde nos dirigimos ahora? –decía Ricardo.
–¡Jerusalén! Tomemos la ciudad inmediatamente, sin que puedan
prepararse –respondió uno de los caballeros.
–Ya están apercibidos. Es mejor ir a Jaffa; nuestros hombres necesitan
un descanso y tenemos muchos heridos. Allí podremos acumular provisiones
para lanzar una campaña en tierra firme…
La discusión continuó pero no pude oír más. A Hunfredo se le escapó
un comentario cuando estábamos suficientemente lejos.
–Irán a Jaffa –dijo escuetamente.
–¿Por qué creéis tal cosa? –pregunté, más que nada para darle
conversación. Al menos, parecía de mejor humor que la otra noche.
–Las provisiones y refuerzos nos llegan por mar y Jerusalén está tierra
adentro –empezó a explicar con toda naturalidad–. En estos momentos el
grueso del ejército de Saladino, bien pertrechado, procede a acuartelarse en
Ramla, preparado para salir en defensa de Jerusalén a cualquier precio. Has
de tener en cuenta que muchos emires y visires desean ocupar el lugar del
sultán. Si Saladino perdiera Jerusalén, que es la más preciosa de sus
conquistas, su puesto y su vida se hallarían muy comprometidos. Por otra
parte los musulmanes están preparados para aguantar acantonados todo el
invierno, y aunque el calor sea muy elevado para estas fechas, puedes estar
seguro que pronto empezará el mal tiempo.
–Creo percibir en vos otra manera de hablar, yo diría que más natural
–me miró sorprendido y vio que le estaba sonriendo–. No sabía que fuerais
un entendido en el arte de la guerra, pero me agrada que me pongáis al día en
estas cuestiones. Me he pasado los últimos días recibiendo golpes y me
gustaría conocer mejor los motivos de mis magulladuras.
–Debes perdonarme si a menudo adopto una pose poco agradable para
el resto de los caballeros –adujo a modo de disculpa–. No me es fácil soportar
el trato con la gente en los últimos tiempos.
Observé que le disgustaba hablar de sí mismo, de modo que traté de
regresar al tema anterior. Como habíamos llegado a la playa y teníamos que
esperar a que las galeras terminaran de descargar, desmontamos y nos
sentamos sobre unas rocas para continuar la conversación.
–Me ha sorprendido lo que habéis contado de Saladino. En Egipto su
prestigio es tan grande que difícilmente cabe pensar que pudiera tener
problemas. Creía que estaba muy seguro en el trono.
–¿Lees libros?
–¿Cómo?
–Normalmente abiertos, cabeza arriba y mirando esos garabatos de
tinta que tienen en sus páginas –ahora quien sonreía era él.
–Quería decir que no entiendo el porqué de vuestra pregunta, pero de
todos modos la respuesta es sí. Mi padre y mi preceptor se han preocupado
siempre de que lea. Dicen que es la mejor manera de aprender bien los
idiomas y no permitir que una mente ociosa labre los terrenos del pecado.
–Eso último me ha gustado, pero lo decía porque eres egipcio, aunque
sea de adopción. Por ese motivo tienes a tu disposición algunas de las
mejores bibliotecas del Islam. Deberías aprovechar para estudiar la Historia.
Por ejemplo, ¿qué sabes de los sultanes de Egipto anteriores a Saladino?
Tuve que pensar un momento antes de responder. Aunque había oído
nombrar a alguno, especialmente a Nur ed-Din, el antecesor de Saladino, bien
poco conocía de ellos. La Historia y la Política nunca me habían interesado
demasiado. Así lo reconocí y Hunfredo reemprendió al fin su explicación.
–No te aburriré con detalles, pero quédate con lo esencial. Hará unos
dos siglos, la dinastía fatimí, de creencias chiíes… –me miró fijamente–. Por
cierto, ¿sabes de lo que te estoy hablando?
–¡Por supuesto! –me hice el ofendido–. Desde muy niño he tomado el
té con las familias de comerciantes egipcios, y he jugado con sus hijos.
Conozco las diferencias entre chiíes y suníes. Los primeros son más solemnes
en el culto a los muertos y…
Hunfredo me hizo callar con un gesto de la mano.
–Me alegro de tener delante a un joven instruido. Bien, como decía,
los fatimíes acabaron por establecer un califato con todas las de la ley, al
mismo nivel que los de Córdoba y Bagdad, ambos suníes. Aunque en la
época del gran califa al-Aziz dominaron todo el norte de África y parte de
Arabia, en realidad sólo llegaron a controlar bien Egipto. Tuvieron su época
de gloria, pero durante este último siglo su poder declinó. Y todo, mi buen
Marc, por culpa del ejército. Demasiados mercenarios de mil y una
procedencias, conspirando entre ellos… Los visires, es decir, jefes militares,
fueron adquiriendo más poder, y los califas llegaron a desconfiar de ellos. Si
a eso unimos las discordias religiosas entre los que interpretaban rígidamente
las palabras del Corán y los miembros de diversas sectas, el desastre estaba
poco menos que anunciado. De hecho, creo que si no hubieran llegado los
cruzados, el califato fatimí habría caído décadas antes.
»Por tanto, Egipto padeció una época de continuos vaivenes políticos
y rápidos cambios en la cabeza visible del gobierno. Bueno –sonrió–, más
que cambios de cabezas, éstas eran cortadas, literalmente. De hecho, en una
ocasión el nuevo califa, todavía un niño, fue obligado a ver, sentado en su
trono y rodeado de cortesanos, cómo decapitaban a su antecesor y a varios
rivales políticos. La impresión resultó tan honda que el pobre infeliz contrajo
una terrible enfermedad que periódicamente le producía unos ataques feroces,
con temblores y sacudidas, y le mantuvo aterrorizado de por vida. La cual,
obviamente, no solía ser muy larga –tras esto me miró como evaluando que
efecto me habían causado sus palabras; luego continuó–. No resulta nada
extraño; más bien se trata de la tónica general en Egipto. Las cabezas de los
príncipes ruedan con más facilidad que las de los mendigos.
»Saladino y sus selyúcidas acabaron con el califato fatimí en 1171,
antes de que tú nacieras, ¿me equivoco? Saladino puso orden en Egipto, y
como buen suní trató de restaurar la corriente mayoritaria del Islam. Aunque
reconoce la soberanía del califa de Bagdad, y se considera su sultán y
humilde servidor, en verdad es Saladino quien manda.
Yo asentí con la cabeza.
–En Egipto se le idolatra –añadí–. Es amado y admirado por todos.
Hunfredo me contempló con semblante un tanto cínico.
–No estés tan seguro. Los emires y visires que sirven al sultán desean
ante todo ocupar su cargo. El califa, por su parte, vigila a todos los sultanes
para asegurar su propio poder. No es de extrañar que los herederos o
pretendientes al trono, incluso los hijos, participen en las maquinaciones para
derribar a quien manda. En este sentido no hay nada que debilite más la
posición de un príncipe del Islam que sufrir derrotas ante un príncipe de la
Cristiandad. Te aseguro que muchos están deseando que Saladino pierda
Jerusalén para morder su yugular.
–¿Creéis que tomaremos Jerusalén? –pregunté sin poder resistirlo.
–Sinceramente, no –su respuesta fue rápida y contundente.
–¿Acaso no tenemos suficiente fe?
–Es lo único de lo que andamos sobrados. Por desgracia, nos faltan
algunas decenas de millares de soldados. El rey de Francia, Felipe Augusto,
nunca deseó abrazar la cruz y tras la toma de Acre decidió regresar a su país,
llevándose consigo gran parte de su ejército. Eso significa que la mayoría de
los caballeros de la flor de lis ya no está con nosotros. Del ejército del
emperador Federico Barbarroja… Bueno, de ese maldito germano mejor ni
hablar. ¿A quién se le ocurre intentar cruzar un río con armadura? Mientras se
ahogaba y pedía auxilio, sus caballeros intentaban soltarse las placas y cotas
de malla para nadar y salvarle. Cuando el primero de ellos se metió en el
agua, la armadura del emperador ya debía de haberse oxidado. Dicen que sus
últimas palabras fueron: «¡Ahora os demostraré que no es tan hondo como
aseguráis!» Maldita sea, parece un chiste –no sabía si tomarme en serio el
relato de Hunfredo, pero no se veía rastro de humor en su cara mientras
hablaba–. Los germanos tienen un grave defecto: en cuanto se les muere el
caudillo pierden el seso, llegando incluso hasta suicidarse… El resultado fue
que el impresionante ejército del emperador Barbarroja se dividió. Parte
regresó a casa, parte se quedó en tierra de turcos peleando por no se sabe qué,
y unos pocos soldados, los menos, llegaron hasta aquí, agotados y
desmoralizados, pero ya no nos servían para batallar como Dios manda.
»De este modo, la que debía ser la mayor y más poderosa de las
cruzadas, con tres importantes ejércitos con sus respectivos reyes, se ha
convertido en nada. Cierto, los britanos están aquí, con su rey, y también
aventureros flamencos, lombardos, normandos y españoles. Algunos francos
deseosos de entrar en Jerusalén no regresaron con su rey y tenemos
mercenarios turcopolos poco de fiar. En realidad sólo confío en los
templarios y los hospitalarios, pero son muy pocos. Como ves, un batiburrillo
de militares poco cohesionados y que a menudo se enfrentan entre sí.
»El resultado es que tenemos pocas fuerzas y el tiempo en contra,
pues tarde o temprano los caballeros regresarán a sus tierras. El propio
Ricardo desea marchar a su país, de donde le llegan noticias preocupantes
sobre su hermano Juan, que aparte de sufrir el mal de la licantropía ahora
parece querer quedarse con el reino de Inglaterra. Saladino lo sabe y jugará a
retrasarnos todo cuanto pueda.
–Habéis pintado un futuro muy oscuro para esta cruzada –le
comenté–. ¿No hay ninguna esperanza de victoria para nosotros?
–Claro, pero no consiste en luchar. Si negociamos una paz honorable
con Saladino, podremos mantener los reinos de Ultramar y las ciudades que
hemos conquistado. Los cruzados regresarán a sus países y los caballeros de
Ultramar, como yo, sabremos entendernos con los musulmanes sin necesidad
de guerrear. A Saladino le conviene, porque de ese modo puede olvidarse de
nosotros y poner orden en su reino.
–Entonces ¿por qué no firman la paz?
–Los nobles cristianos arden en deseos de demostrar su valor en
combate. Ya lo viste en Arsuf: se lanzaron a la carga sin esperar a recibir la
orden. Guido, Balián, Conrado y muchos otros confabulan por sus intereses:
un reino, un condado, cualquier cosa que puedan rapiñar. Ricardo quiere ante
todo aventura, riesgo y poner a prueba sus dotes como general. Por el otro
bando también es complicado. Algunos anhelan la paz, otros no dejarían de
luchar hasta ver muerto al último cristiano de Oriente y bastantes desean que
Saladino sufra una o dos derrotas más, para tener una excusa que justifique
usurpar su puesto –hizo una pausa y suspiró antes de continuar–.
Mantenemos conversaciones diplomáticas para intentar una paz aceptable
para ambas partes, pero de momento no dan resultado alguno. Quizás ahora,
después de ser derrotado en Arsuf, Saladino ceda un poco y podamos llegar a
un acuerdo. Por mi parte seguiré intentándolo.
Mantuvimos la conversación durante un buen rato. Hunfredo me caía
cada vez mejor. Era un hombre culto, que me sorprendía con su gran
conocimiento de numerosos y diversos temas. A pesar de su costumbre de
lavarse y acicalarse como un califa (o como una odalisca, según los
malpensados), su compañía me resultaba grata y sus poses de afeminado no
eran tales cuando se distendía charlando con un amigo. Al final, acabé
tuteándolo. Descubrí en él, además, a un gran arabista. Conocía las palabras
del profeta Mahoma tan bien como la Biblia y había leído, e incluso discutido
en persona, con sabios árabes y bizantinos. Me confesó que su aprecio por las
artes y las ciencias le habían ganado fácilmente la estima de Saladino, un
hombre también muy aficionado a estos temas. El sultán procuraba acoger en
su corte a cuantos hombres sabios era posible, sin importarle su procedencia.
Sólo interrumpimos nuestra conversación cuando llegó la hora de
embarcarse en la galera. Estaba muy emocionado porque era la primera vez
que pisaba un barco. Por un momento me imaginé a mí mismo como un
pirata de leyenda, de pie en el castillo de proa, con el acero desenvainado y
ordenando abordar al enemigo. Caminé por la cubierta con entusiasmo, como
si fuera el rey de los mares, henchido de espíritu aventurero.
Tal estado de ánimo exultante me duró poco más de un cuarto de
hora. Ciertamente no puedo contar gran cosa del viaje, pues casi lo único que
me dediqué a observar fue el incesante chapoteo de las olas contra el casco,
en la línea de flotación. Yo, el valeroso guerrero Marc d’Artois, me pasé casi
todo el trayecto hasta Acre agarrado a la borda, intentando devolver al mar lo
que mi estómago ya no tenía.
No es que hubiera tempestad o el viaje fuera problemático. Es que los
barcos se mueven. Quiero decir todo el navío, de un lado a otro, con un suave
e incesante balanceo que levanta la cubierta por un lado y luego por el otro y
así una vez, y otra vez, y otra, durante toda la travesía. El capitán de la galera
se apiadó de mí y me preparó una infusión que redujo el malestar, pero sólo
servía para que mi estómago encontrase al fin algo que arrojar a los peces.
Menudo héroe de leyenda estaba hecho. Por fortuna, nadie se rió de mí, al
menos en la cara.
Me hubiera gustado poder observar la vida a bordo, disfrutar del
paisaje costero y charlar con la marinería. En lugar de eso tuve que limitarme
a permanecer inclinado sobre la amura, soportando los graznidos de las
gaviotas y deseando que terminara lo antes posible aquel tormento. Seguro
que las ánimas del purgatorio padecían menos que yo, llegué a pensar.
Como teníamos el viento a favor y soplaba con energía hicimos el
viaje muy rápidamente. En un determinado momento noté en la espalda unas
palmadas. Levanté la cabeza y vi a Hunfredo señalando hacia proa.
–San Juan de Acre –me informó escuetamente.
Intenté incorporarme y caminar por la cubierta. El viento era cada vez
más fuerte y el oleaje iba creciendo, pero estábamos a punto de entrar en el
puerto y allí encontraríamos un cobijo natural. Me quedé con ganas de besar
el suelo cuando tocamos tierra. Aquello se me antojó lo único bueno de viajar
en barco: el placer que se experimenta cuando se vuelve a pisar terreno firme,
que no se menea bajo los pies.
Acre era una ciudad hermosa, la capital de Ultramar en tanto
Jerusalén permaneciera en manos del infiel. Se erguía en una pequeña
península que sobresalía de la línea de la costa y daba inicio a un gran arenal.
Conforme nos acercábamos pude ver con mayor detalle sus murallas y torres.
Era una urbe pensada para ser defendida y parecía imposible que los cruzados
hubieran podido expulsar de ella a los ejércitos de Saladino, pero tras dos
años de asedio infructuoso, había llegado Ricardo Corazón de León y Acre
había caído en sus manos rápidamente.
Ahora el puerto se hallaba repleto de espléndidas galeras a la sombra
de la torre de las Moscas. Algunas eran venecianas o genovesas, sin duda
dedicadas a mercadear. Otras lucían pabellones de guerra y sus estandartes
pregonaban su pertenencia a los templarios, los hospitalarios o al rey Ricardo.
Los muelles estaban fuertemente custodiados por hombres armados y en las
murallas y atalayas se veían numerosos centinelas. En la punta de tierra que
más se adentraba en el mar destacaba el masivo castillo del Temple. A sus
pies yacía el barrio pisano y al lado de éste, dominando los muelles, el barrio
veneciano, que terminaba en el edificio del Arsenal. A lo lejos, más allá del
puerto, podía ver el principio de las murallas con la torre del Patriarca. A
juzgar por la cantidad de hombres de armas parecían a punto de ser atacados,
pero sabía muy bien que la guerra se estaba desplazando al sur y los ejércitos
tenían por aquel entonces otros objetivos.
Ya en tierra firme, mi estómago se asentó y por fin pude articular
palabra sin que me dieran arcadas. Expresé en voz alta mi admiración ante las
soberbias murallas de la ciudad.
–Las murallas, sí… –Hunfredo suspiró y me pareció un poco
desanimado–. Eso me recuerda una de las típicas ocurrencias de Ricardo
Corazón de León. Como guerrero no tiene rival, pero en cuanto a sus dotes
como político, deja muy mucho que desear.
Me detuve y lo miré, sorprendido. ¿Estaba censurando en público a su
rey? ¿Acaso no le debíamos todos obediencia y respeto? Y más aún
Hunfredo, su hombre de confianza. Debió de darse cuenta de mi perplejidad,
porque se apresuró a explicármelo.
–Cuando arrebatamos Acre a Saladino, Leopoldo de Austria, que
capitaneaba a los pocos alemanes que nos quedaban después de la muerte de
Federico Barbarroja, quiso recibir los honores que creía merecer. Se empeñó
en que le trataran al mismo nivel que a los reyes de Francia e Inglaterra, y no
se le ocurrió cosa mejor que alzar su estandarte en las murallas al lado del de
Ricardo. Éste sufrió otro de sus famosos accesos de ira, y mandó arrojar el
estandarte de Leopoldo al foso. Creo que también algún austriaco fue a parar
allí de cabeza. Imagínate las consecuencias: Leopoldo y los suyos se
marcharon de Tierra Santa rumiando una venganza ante tamaña ofensa.
Perder hombres tontamente; justo lo que más necesitábamos… –se le escapó
un bufido de exasperación–. Nuestro buen Ricardo es un genio a la hora de
enemistarse con otros príncipes de la Cristiandad. Cuando tenga que retornar
a Inglaterra deberá andarse con mucho cuidado. Más de uno se la tiene jurada
–me propinó una palmadita amistosa en la espalda–. Ya ves, Marc: somos
pocos y mal avenidos. Me parece un auténtico milagro que aún no nos hayan
echado de Tierra Santa.
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Una vez de regreso a Acre todo ocurrió muy deprisa. Llegué al cuartel
templario y al relatarles lo ocurrido me preguntaron si sabía escribir y me
pidieron que redactara un informe para el rey. Se hallaba de nuevo en Jaffa o
por los alrededores. Luego les pregunté por Hunfredo y me dijeron que iba y
venía, pero que en aquel momento estaba en Acre y él podría darme
instrucciones. No sabían dónde se alojaba, pero yo sí.
Fui a mi casa y nada más abrir la puerta supe que Hunfredo había
estado haciendo de las suyas. Había unos cuantos muebles más, bastante
lujosos. Unas alfombras persas muy caras en el suelo que iban a juego con las
cortinas me impresionaron aún más que los muebles, pero lo que acabó de
pasmarme fue ver salir de mi habitación a Hunfredo, bostezando y con una
copa de vino en la mano. Tenía ojeras y aspecto de estar recuperándose de
toda suerte de excesos. No parecía el mismo. Hasta aquella fecha, siempre me
había mostrado su faceta de repulido y amante del orden. Se me figuró que él
también necesitaría ahogar las penas de vez en cuando, sobre todo si era
incapaz de comunicarse con su amada Isabel.
Me saludó con un gruñido y se refrescó la cara con agua para
espabilarse. No dio muestras de avergonzarse por su estado, y yo tampoco se
lo afeé.
–¡Vaya horas de aparecer! –dijo al fin.
–Es media tarde –le informé.
–¿De verdad? No debería serlo –tomó una copa en la que aún había
vino y la apuró–. Es lo mejor para la resaca –me aseguró.
Tardó un rato en recuperarse y al fin pudimos hablar.
–Siento mucho lo de tu padre. Recibimos el despacho y nos apenó
confirmar que era él. Un hombre valiente y leal como pocos –se le escapó un
suspiro–. Supongo que si has regresado es que ha muerto –asentí con la
cabeza y se detuvo un momento para reflexionar–. Por desgracia actuó muy
rápido y no nos informó de los pasos que daba, así que no sabemos qué
descubrió. ¿Te contó algo nuevo, cualquier cosa que pueda servirnos de
indicio?
Le narré con detalle todo lo ocurrido, especialmente las últimas
palabras de padre.
–Así que las únicas pistas son éstas y puede tratarse de alucinaciones
–concluí.
–No parece tener mucho sentido –reflexionó Hunfredo–. Alguien
capaz de invocar el mismísimo infierno, los «bebedores» según tu padre. Y
esos nombres, Ibn Khallikan, Abú Alí… ¿De quiénes puede tratarse? Si tan
sólo supiéramos eso…
–Es que lo sabemos, al menos uno de ellos –me miró sorprendido, así
que continué–. Abú Alí es un afamado comerciante, uno de los más ricos. Es
un hombre inteligente, atrevido y aventurero. Podría vivir en un palacio en
Bagdad, pero prefiere seguir viajando y atendiendo sus negocios
personalmente. Mi padre, que en paz descanse, hizo tratos con él muchas
veces. Posee varios barcos en Basora y éstos le traen mercancías preciosas y
exóticas, de un valor incalculable y que proceden de tierras muy lejanas.
También es dueño de una casa en Damasco y sé que le tratan con cordialidad
desde el sultán hasta el propio califa.
–Vaya, todo un tipo importante.
–Y muy amigo de padre. Éste le presentó a ricos mercaderes
occidentales cuando Abú Alí estuvo una temporada en Egipto. Desde
entonces nos dedicábamos a ejercerle de intermediarios. Sus barcos traían
mercancías hasta Basora, las caravanas las hacían llegar a Damasco y desde
allí nuestra gente se ocupaba de llevarlas a Europa. Todos ganábamos mucho
dinero con eso. Cuando acabe la guerra supongo que volveremos a hacerlo –
miré alrededor y añadí–: Esta casa no es la única propiedad de la familia en
Ultramar. Seguramente padre la compró para pasar más desapercibido.
Hunfredo rumiaba algo, porque de repente dio un vuelco a la
conversación.
–Perdona que te lo pregunte. Ya sé que puede ser poco delicado, pero
ahora me doy cuenta de que no se me había ocurrido antes –carraspeó un
poco y luego preguntó–: ¿Sois nobles, muy ricos o algo así?
–De familia noble, pero padre era bastardo y se fue para buscarse la
vida. Casó con una mujer adinerada y se dedicó al comercio. Ahora somos
muy ricos –para confirmarlo me levanté la sobrecota y la cota de malla, que
aún no había tenido tiempo de quitarme, cogí una pequeña bolsa y derramé su
contenido sobre la mesa–. Hay que viajar bien preparado.
Hunfredo se quedó con la mirada fija sobre las esmeraldas, diamantes
y rubíes y finalmente dio un largo silbido.
–Supongo que llevas otra bolsa con calderilla para cuando vas a
comprar el pan –bromeó–. Bueno, el caso es que lo preguntaba por lo
siguiente: en una ocasión un comerciante degolló a otro muy acaudalado
fingiendo que era obra de unos bandidos. Luego fue a reclamar a sus
herederos una importante cantidad que se le debía. Al final se descubrió la
maniobra: lo había matado justo después de cobrar y así pretendía hacerlo
dos veces.
–Tranquilo; no le debemos nada a Alí en estos momentos, estoy
seguro de eso. Además, siempre le pagábamos en el momento de recibir las
mercancías. Por otra parte, antes de morir padre se refirió a él como su
amigo.
–¿Tan convencido estás para descartar a Abú Alí como inductor de la
muerte de tu padre? –insistió Hunfredo–. Piénsalo detenidamente: un
desquite por cuestiones de negocios, por una ofensa o una discusión…
–Nada que yo sepa. Padre no tenía enemigos; siempre trataba muy
bien a todo el mundo y era muy convincente en los negocios. Le gustaba
dejar a todos contentos, incluso a quienes compraba, para asegurarse tratos
futuros y que le ofrecieran primero las mejores mercancías. Además… –me
estremecí–. Tendrías que haber visto su cuerpo. Ningún ser humano, por
mucho que se ensañara, podría causar tal devastación. Los sicarios prefieren
la flecha o el puñal.
–Bueno, solo quería ir descartando posibilidades. A menudo la gente
aprovecha las guerras para hacer negocios sucios o zanjar de modo cruel
rencillas personales. Supongo que la única opción que nos queda es pensar
que d’Artois averiguó algo. Algo terrible y que le llevó a la muerte.
Seguimos discutiendo durante un rato, pero cada vez era más evidente
que teníamos una única posibilidad: ir a Damasco y hablar con Abú Alí.
Padre había dicho claramente que el tal Ibn Khallikan era amigo de este
mercader, así que con un poco de suerte alguno de los dos podría
suministrarnos información.
Hunfredo no podía viajar a Damasco y se resistía a admitir que fuera
yo solo. Le dije que lo consultara con el rey, pero admitió a regañadientes
que Ricardo aprobaría cualquier disparate que sonara a gesta valerosa de uno
de sus hombres.
–Pues entonces, si no tienes nada más que decir, partiré hacia
Damasco mañana al salir el sol –afirmé, muy convencido.
–Es una locura… –objetó Hunfredo–. Damasco es una ciudad
complicada, no uno de esos bucólicos pueblecitos egipcios. Allí ha instalado
Saladino su corte, y con las idas y venidas que provoca esta guerra puedes
encontrarte con cualquier cosa. No sé como estará el ambiente, y a la menor
sospecha de que eres cristiano tu cabeza correrá serio peligro.
–No es tan grave; recuerda que toda mi vida ha transcurrido entre
musulmanes. Sé desenvolverme bien entre ellos.
–Pero puedes encontrarte en medio de una conspiración –Hunfredo
seguía planteando inconvenientes–. Según las noticias de que dispongo hay
varios hombres de Saladino que saldrían muy beneficiados con su muerte. El
propio califa recela del prestigio del sultán, que amenaza con eclipsarle.
Algunos cortesanos están aprovechando para envenenar los oídos del califa y
hacerle creer que si Saladino vence esta guerra luego irá a Bagdad a quitarle
el trono, y si pierde entonces serán los cristianos quienes lo hagan.
–¡Eso es absurdo! –exclamé–. Todo el mundo en Egipto sabe que
Saladino es fiel al califa…
–Excepto el califa de Bagdad –me interrumpió Hunfredo.
–Y aquí hasta el último soldado está convencido que la cruzada ha
encallado y será un milagro si llegamos tan siquiera a Jerusalén…
–En Bagdad, hasta el último soldado teme que lleguemos a las puertas
de la ciudad –me interrumpió de nuevo–. Mira, las cosas se ven de un modo
muy distinto desde uno u otro bando. Tú y yo sabemos que nuestro ejército
jamás llegaría a las puertas de Bagdad y que bastante suerte tuvimos de tomar
Acre y vencer en Arsuf. Actualmente no nos atrevemos ni a adentrarnos un
día de camino lejos de la costa y sería impensable que hiciéramos algo más
de lo que ya hemos logrado.
»Ahora trata de verlo a través de sus ojos: Saladino se convierte en un
general victorioso y es nombrado sultán de Egipto, tras lo cual logra
importantes conquistas. El Califato Abasí es más fuerte y poderoso que
nunca. De repente aparece por el mar un puñado de galeras y Acre, ciudad
protegida por el ejército de Saladino, cae en manos cristianas. Después de eso
se reúne un importante ejército, con levas procedentes de muchas partes del
califato. Escogen el lugar y el momento de la batalla… y pierden –iba
acompañando sus explicaciones con gestos dramáticos en todo momento, y
entonando como si fuera un juglar–. Su mejor general y su más poderoso
ejército son repetidamente derrotados. Corre la voz de que en Arsuf la
infantería desertó, aterrorizada por esa carga de hombres y caballos cubiertos
de brillantes armaduras y que los caballeros selyúcidas fueron incapaces de
contener tal torrente de acero en movimiento. Se habla de nuevo de la
invulnerabilidad de los francos, los hombres de metal a los que no matan las
flechas, los monstruos cristianos que sacrificaron a millares de
musulmanes…
–Hunfredo, creo que exageras. Recuerda que estuve allí.
–¿Acaso no vencimos?
–Sí, pero lo describes de un modo… No sé como decírtelo, pero a mí
me dio la impresión de que ganamos porque Dios se apiadó de nosotros.
–¡Ése es tu punto de vista! –clamó entusiasmado, apuntándome con el
dedo–. Pero para ellos somos un ejército que ha derrotado al mejor de los
suyos. Los soldados que estuvieron en Arsuf cuentan que ni las flechas ni las
espadas pueden atravesar nuestras cotas y armaduras, que no nos cansamos
jamás, que matamos a sus hombres por decenas de millares. El terror a una
invasión cristiana se extiende por tierras abasíes como nunca antes. Los
nobles aprovechan para exagerar los peligros y lograr que Saladino caiga en
desgracia. El pueblo pide que se detenga a los cristianos antes que entremos
en sus pueblos y los degollemos…
–Todo eso son exageraciones. Yo fui uno de que se ocuparon de
contar cadáveres, y en Arsuf las bajas fueron de centenares, no de millares.
Había tantos muertos nuestros como suyos, así que no somos indestructibles
ni nos dedicamos a pasar a cuchillo a la gente de los pueblos.
–Bueno, yo he visto a los nuestros dedicarse a la tarea de «limpiar»
plazas conquistadas unas cuantas veces –dijo con voz seria–. Lo que quiero
que comprendas es que está cundiendo el pánico. Los musulmanes recuerdan
las grandes matanzas de anteriores cruzadas y para empeorarlo Ricardo
también hizo de las suyas cuando tomó Acre. La gente tiene miedo y los
nobles quieren aprovecharlo para usurpar el poder. Ahora Saladino es débil.
Sus derrotas ante Ricardo lo han desprestigiado. Si vas a Damasco estarás en
el centro de todas las rencillas y conspiraciones. No conocerás a nadie ni
podrás confiar en nadie. Yo mismo, si estuviera allí, sólo me fiaría de
Saladino. Puede ser que te maten en la calle por tu condición de cristiano, o
que te torturen si descubren que eres agente del rey cristiano, o que te utilicen
en sus conspiraciones como un peón más.
–Asumiré el riesgo –dije con un suspiro–. Debo hacerlo. Es la única
manera de saber quién está detrás de esos rumores para acabar con el rey
Ricardo y quién causó la muerte de mi padre.
–Y de averiguar quién quiere matar a Saladino.
–¿De verdad crees que la conspiración consiste en liquidar a ambos?
Eso es lo que no acabo de entender. Matar a uno beneficia al otro. Pero ¿a
quién le traería cuenta quitar de en medio a los dos?
–Al califa, porque se deshace del peligro cristiano y ya no temerá que
Saladino le arrebate el puesto. A muchos nobles, que ascenderían de posición
a costa de los que son fieles al sultán. Y temo que a alguien más.
–¿Quién? –Era obvio que Hunfredo empezaba a asumir que no me
detendría y parecía dispuesto a confesarme algún secreto.
Le vi dudar un momento y luego fue a buscar una carta. Me la dio y
comprobé que estaba escrita en árabe culto, con esa caligrafía alargada propia
de las tierras orientales. Empecé a leerla, pero sólo era alguien que contaba
rumores e historias de rencillas entre altos cargos del sultanato.
–No veo qué importancia tiene…
–Lo interesante aparece al final –me señaló Hunfredo–. Procede de un
informador de confianza.
Antes de acabar, el texto se volvía cada vez más oscuro. Hablaba de
rumores de crímenes y conspiraciones y de alguien llamado «el Viejo».
Alguien que podía…
–¿Qué pone aquí? No lo entiendo –dije, tendiéndole la carta.
–El miedo es lo único que sacarás en claro de cualquiera que te hable
de ese terrible personaje –tomó la carta y leyó donde le señalaba–. Dice: «…
capaz de nublar las mentes de los hombres y hacerles cometer los más
brutales crímenes».
–¿A qué Viejo se refieren?
–No lo sé, aunque he oído mentarlo un par de veces –Hunfredo cruzó
los brazos y adoptó un semblante pensativo–. Siempre está relacionado con
hechicerías que enloquecen a los hombres y les convierten en animales
feroces. Se le atribuyen las peores fechorías, los actos más nefandos. No
estoy seguro de si es real o un mito, una leyenda oscura a la que achacan lo
inexplicable. Tal vez todos los crímenes horribles se adjudican por costumbre
al mismo personaje. Pero lo mejor de todo reside en la última frase –fijó sus
ojos en mí y sonrío malévolamente–. Creo que te va a encantar.
Acabé de leer y ciertamente allí había una referencia que perturbó mi
ánimo profundamente:
«No puedo decirte más, querido Hunfredo, salvo que cuides de no
cruzarte en el camino del Viejo ni de sus bebedores, esos lobos sedientos de
sangre humana».
–Bueno, ¿que te ha parecido? –preguntó Hunfredo para romper mi
silencio.
–Mi padre habló de los bebedores antes de morir. Dijo que podían
hacer aparecer el infierno en la Tierra, que eran capaces de invocarlo, de abrir
puertas…
Hunfredo se inclinó hacia adelante y me agarró el brazo.
–Si vas a Damasco no sólo te enfrentarás a una ciudad llena de
peligros –me advirtió, con preocupación– Si lo que afirman tu padre y ese
hombre es cierto, puede que en esta conspiración estén envueltas las fuerzas
demoníacas. «Bebedores, lobos sedientos de sangre humana». No sé qué
opinas tú de esto, pero yo creo que este asunto apesta a algo oscuro e infernal,
de fuera de este mundo…
En el fondo yo pensaba lo mismo, y más aún después de haber estado
junto al lecho de muerte de mi padre, pero traté de hacer de abogado del
Diablo, de aferrarme a la cordura:
–No estarás refiriéndote a los licántropos…
–¿Por qué no? –Hunfredo seguía poniendo cara de preocupación–.
Hay quienes acusan de padecer ese mal al propio Juan, el hermano de
Ricardo.
–Venga, Hunfredo, no intentes atemorizarme para que desista de
viajar a Damasco.
–A mí no me han hecho ninguna profecía desagradable al respecto –
concluyó, encogiéndose de hombros.
–No te pongas paternal, Hunfredo –era detestable cuando empleaba
ese tono, como si estuviera reprendiendo a un niño pequeño.
Decidí que ya tenía bastante de discusiones y la di por zanjada.
Hunfredo fue a ordenar que me preparasen un caballo y pertrechos para el
viaje y luego acudimos a cenar a una posada del barrio genovés. Estábamos
junto a una ventana y podíamos divisar la torre de las Moscas al otro lado del
puerto, y entre ella y nosotros una docena de galeras y bastantes
embarcaciones más pequeñas amarradas. Para mi sorpresa nos dieron a elegir
entre varios tipos distintos de comida y Hunfredo se empeñó en escoger entre
diversos vinos antes de decidir cuál beberíamos esa noche. El lugar me gustó
porque era más tranquilo que la mayoría, pero cuando me enteré del precio
entendí que no todo el mundo podría ir a comer allí. Hunfredo, en cambio,
parecía ser muy conocido por aquel lugar. Supongo que era un experto en
vivir bien y no puedo reprochárselo.
La verdad es que Acre cada vez parecía más un lugar de recreo para la
nobleza que la base de operaciones de una cruzada contra los infieles.
Conforme pasaban los días había más tabernas, más fiestas y más mujeres de
moral dudosa, aunque no sabía por qué las llamaban así, puesto que no
ofrecían lugar a dudas.
Al día siguiente partí hacia Damasco con las primeras luces del alba.
Tenía el corazón en un puño. Las historias de Hunfredo habían logrado
llenarme de temores. La sensación se asemejaba a la que pudo experimentar
uno de aquellos primeros cristianos que eran conducidos al circo con los
leones. Sabía que en Damasco sólo me aguardaban peligros, enemigos y que
no podría confiar en nadie. De todos modos debía hacer frente al riesgo,
averiguar lo que pudiera y, sobre todo, largarme de allí cuanto antes mejor. Y
eso haría, sin darles tiempo a mis presuntos enemigos para que urdieran sus
maquinaciones. Sí, esa era una buena idea; una visita lo más breve posible.
Con un poco de suerte, para Navidad estaría de vuelta en Acre.
Creo que ya comenté antes que no nací para profeta…
CAPÍTULO CUARTO: DAMASCO
Del viaje hasta Damasco prefiero no acordarme. En esa época del año
el mal tiempo crea un sinnúmero de problemas al viajero. Y aquél fue un
otoño realmente pésimo, preludio de un invierno aún peor. Las tormentas y
los vendavales me hicieron perder varios días, pero al menos tuvieron la
virtud de permitirme pasar desapercibido con mayor facilidad. La gente,
especialmente los campesinos, preguntan menos y ayudan más al viajero en
aprietos. Creo que en algunos momentos mi aspecto era lo suficientemente
lastimoso como para parecer apurado.
Los últimos días hubo una mejoría y llegué a Damasco con tiempo
fresco pero soleado. Las cercanías de la ciudad eran impresionantes.
Extramuros, todo Damasco estaba rodeado de jardines, bosques y canales.
Estos últimos se disponían de forma sumamente enrevesada. Un entorno tan
complejo había sido creado para complicar el asalto de un ejército. Sólo los
defensores de la ciudad conocían hasta el último recoveco y podían
aprovechar el terreno. Para un ejército invasor, acercarse a Damasco era
como entrar en un laberinto donde a veces resultaba factible cabalgar y otras,
debido al agua, los accidentes del terreno o los tupidos bosques, no se podía
pasar. Al menos tenía que reconocer que se trataba de la medida defensiva
más hermosa que hubiera contemplado nunca.
Aunque era invierno, los bosques y jardines lucían bajo el sol como
un collar de vida que rodeara la ciudad. En las tranquilas aguas de las
acequias se podían ver muchas aves, e incluso alguna pequeña embarcación
de recreo con gente paseando y admirando tanta belleza.
Los palmerales tenían el aspecto de pequeños oasis, rodeados de arena
y con lagos en medio. Los bosques eran grandes, espesos y alrededor de ellos
el camino serpenteaba entre pequeñas colinas, muy bajas. Éstas parecían más
bien montículos artificiales, seguramente dispuestos para preparar
emboscadas a los asaltantes.
Hubiera sido posible incluso perderse. Por suerte era una gran urbe y
en torno a ella pululaba una verdadera marea de gente entrando y saliendo,
por lo que me resultó fácil hallar el camino correcto.
A pesar de mis numerosos temores no tuve ninguna dificultad en
entrar. Tan sólo me topé con un par de guardias en la puerta, preocupados
únicamente en su propia charla. Ni tan siquiera miraban a la gente que
pasaba. En el interior vi algún que otro soldado más, pero parecían de paseo
más que otra cosa. No daba en absoluto la impresión de ser una ciudad
aterrorizada ante la inminente llegada del enemigo; más bien cabía
preguntarse si sus moradores sabían que el país estaba en guerra.
Ya en el corazón de Damasco, observé que distaba mucho de ser el
típico amontonamiento de viviendas que pugnaban unas con otras para
hacerse un sitio, como en el norte de África. El trazado de las calles tampoco
imitaba al informe laberinto de Fez o de Argel, y las fachadas de las casas
resultaban más lujosas. El suelo estaba empedrado y abundaban las macetas
con flores por todas partes, así como algunas fuentecillas donde las mujeres
acudían a recoger agua. Por detrás de algunas tapias bajas, que sin duda
daban a jardines interiores, asomaban las copas de diversos árboles. Reconocí
entre ellos palmeras datileras y naranjos. Esos patios debían de ser pequeñas
recreaciones de un oasis paradisíaco, al estilo de los que había visto en casas
de algunos amigos ricos en Egipto o los que cantaban los poetas andalusíes.
Casi todas las calles por las que pasé consistían en un gran zoco. La
cantidad de vendedores y mercancías era formidable. No me extrañaba que
padre tuviera tanta pasión por Damasco. Aunque la había visitado pocas
veces, siempre hablaba como si estuviera enamorado de ella. No era difícil
darse cuenta que se trataba de una ciudad muy rica, como tampoco que era un
cruce entre el occidente cristiano y el oriente plagado de refinamientos y
exquisiteces.
Podía ver productos de todas partes: de Bizancio, de Egipto, de
Europa y naturalmente los propios del califato. Pero también había allí esas
preciosas mercaderías de países remotos, dignas de un sibarita: telas tan
ligeras que semejaban flotar en el aire, con colores vivísimos; perfumes que
parecían narrar historias de bosques primigenios y feroces, de jardines
tranquilos a la vera de ríos lejanos o de montañas eternamente nevadas. Había
objetos de formas y colores sorprendentes, montones de sacos de las mejores
especias, alfombras cuyos dibujos mostraban una gracia y buen gusto
exquisitos, joyas finamente trabajadas, animales que no había visto nunca en
los mercados africanos… Me pasé un buen rato mirándolo todo y
lamentando, como buen comerciante que era, no poder dedicarme a los
negocios, pues sabía cuán fácilmente vendería en África o en Europa aquellas
maravillas.
Pero no sólo los mercados resultaban fascinadores. La ciudad en sí
misma y sus moradores también lo eran. Apreciaba un estilo diferente en los
edificios, en la manera de comportarse de los ciudadanos y en todo cuanto me
rodeaba. La gente parecía tener más tiempo para sí misma que en Damieta.
Había numerosos grupos de personas en el interior de locales abiertos o
sentadas sobre cojines en la calle. Charlaban animadamente mientras comían
o sencillamente tomaban el té. Observé que los vasos estaban ricamente
decorados y a veces el cristal exhibía vivos colores y las teteras eran enormes
objetos de metal, generalmente bronce o cobre, completamente trabajadas a
cincel con dibujos florales o arabescos. Por todas partes afloraba el lujo y una
forma de vida rebosante de pequeños placeres.
A los habitantes de Damasco se les veía tranquilos, aunque no exentos
de energía. Sorprendía la amabilidad de cualquiera con quien hablaba. Algo
que me agradó fue constatar que estaban acostumbrados al trato con
occidentales. Por todas partes me topé, escasos en número pero fáciles de
distinguir, con cristianos y judíos. Los cristianos en su mayoría debían de ser
bizantinos, pues Damasco estaba más cerca de ese país que de cualquier otro
de nuestra fe.
Tuve que ir preguntando para orientarme, pero finalmente pude llegar
a la casa de Abú Alí. Más bien debería decir a la parte de la ciudad que le
pertenecía, pues se trataba de un enorme edificio, de paredes altas y
pulcramente encaladas, con un espectacular jardín adosado.
Llamé a la puerta y al cabo de poco tiempo ésta se entreabrió, dejando
ver una gran verruga. Detrás de la verruga había una portentosa nariz y un
buen trecho más hacia atrás un viejo malcarado me preguntó qué me traía por
allí. El tono dejaba claro que quería decir: «¡Vete y no molestes!» Sin
embargo, hice caso omiso de su falta de cortesía y me presenté. Le pedí que
avisara a Abú Alí de mi presencia y le comunicara que traía noticias de mi
padre.
–¡Mi señor no está! –gruñó, al tiempo que cerraba de un portazo.
La grosería y el que me tratara como a un apestado me indignaron de
tal forma que sin pensarlo dos veces empecé a aporrear la puerta y gritar
exigiendo que abrieran. También dejé caer algo sobre cortarle el cuello y
cosas así. A mi alrededor la gente se detuvo a observar lo que ocurría.
Mi táctica surtió efecto porque volvieron a abrir la puerta. Por si acaso
no estaban de buen humor me aparté un paso. Esta vez apareció un hombre
de mediana edad, corpulento y bien vestido, que me miraba con cara de
estupefacción.
–¿Qué ocurre? ¿Qué modales son ésos? –acertó a decir–. ¿Por qué
creéis necesario organizar semejante escándalo?
–¿Modales? –me exasperé–. Vengo desde Acre a traer noticias a
vuestro señor y solicitar su hospitalidad y me cerráis la puerta ante las narices
como si fuera un ladrón o un leproso. ¿Quién necesita lecciones de
urbanidad? –intenté calmarme un poco para seguir hablando–. Soy Marc
d’Artois. Mi padre vino a ver a vuestro señor hace un tiempo. Después de eso
fue horriblemente torturado y finalmente falleció. Quiero hablar con Alí para
que me diga qué estaba haciendo mi padre, qué fue lo que le ocurrió.
Turbado, el hombre se presentó como el encargado de la hacienda en
ausencia de Alí y me dijo que se llamaba Abdazzahir. Me invitó a entrar y
puso mi caballo al cuidado de un joven sirviente. Después me llevó a través
de varias estancias hasta lo que parecía un gran comedor. Allí quiso saber
más detalles sobre las noticias que le traía y también del problema que había
tenido en la puerta.
–Debéis perdonar al viejo Murad. Está un poco desequilibrado y a
menudo no hace las cosas como debiera –me explicó cortésmente–. Me
aseguraré de que no vuelva a ocuparse de atender a las visitas. Ahora si me lo
permitís, y en ausencia de mi señor Abú Alí, quisiera ofreceros una bebida.
Dio unas palmadas y al momento entró una joven esclava con una
bandeja de plata que contenía dos servicios de té y una tetera, todo ello
también de plata.
Me satisfizo el detalle, porque ser invitado a tomar el té en casa de un
musulmán significaba que eras bien recibido y que te ofrecían su
hospitalidad. Para mi sorpresa, lo que manó de aquella tetera no era el líquido
que yo esperaba, sino una cosa ligera como el agua pero completamente
negra, con un aroma intenso y agradable.
Me ofrecieron una taza y me la llevé a los labios. El sabor era muy
original, pero no pude evitar una mueca ante lo amargo que resultaba.
Abdazzahir se dio cuenta y compuso una expresión de disculpa.
–¡Oh, lo siento! Hay a quienes no agrada el sabor del café sin añadirle
un poco de sal índica –se excusó, al tiempo que cogía un pequeño tarro y me
lo ofrecía.
–No creo que salarlo ayude a que sepa mejor –repuse, observando con
ciertas dudas el contenido del recipiente. Abdazzahir sonrió al oír mis
palabras.
–La sal índica no es salada; sirve para endulzar –me explicó
tranquilamente–. Debe su nombre al aspecto del producto y a su procedencia,
pero ya veréis, probad un poco…
Con una cucharilla me ofreció una pequeña cantidad de sal índica. La
paladeé con precaución y descubrí que era la cosa más dulce y sabrosa que
jamás me hubiera llevado a la boca. Convencido, me puse un poco de aquello
tan original en el café y estuve un rato deleitándome con el resultado. Me
parecía increíble que algo tan delicioso no fuera conocido en todo el mundo
civilizado, y así se lo hice saber a Abdazzahir.
–¡Pues claro que es conocido en todo el mundo civilizado –me
respondió, tras soltar una carcajada–, pero vos venís del Mediterráneo!
Y así estuvimos platicando durante un rato de buen humor. Parecía un
tipo excelente y me recordaba un poco en sus maneras al propio Abú Alí.
Finalmente me ofreció acomodarme en la casa a la espera del regreso de su
señor, que tardaría a lo sumo un par de días. Me pareció excesivo aceptar;
además, no quería estar controlado y estimé más conveniente declinar su
ofrecimiento. Le expliqué que tenía otros asuntos que resolver en Damasco y
nos despedimos.
Como Abdazzahir me había confesado que no conocía a nadie
llamado Ibn Khallikan, me dispuse a buscarlo por mi cuenta. A la tarde aún le
restaban unas horas hasta que empezara a oscurecer y decidí aprovecharlas.
Cuanto antes cumpliera mi misión en Damasco, mejor para mí. Ya tendría
tiempo cuando acabara la guerra de volver para disfrutar de tan maravilloso
lugar.
La verdad es que empezaba a estar harto de pasear por la ciudad con
el caballo asido de las riendas mientras preguntaba a todo el mundo. Me urgía
hallar un lugar donde dejar el animal, así que al ver una cuadra me dirigí
hacia allí. Estaba la gente muy atareada, pues al parecer hubo un incendio en
la casa vecina unos días antes que también les había afectado. Varios se
afanaban en reforzar la pared colindante con la vivienda quemada, pues
algunas grietas en ella no presagiaban nada bueno.
Me acerqué a un hombre bajito que llevaba un mandil de cuero y
parecía mandar a los mozos. Se presentó como al-Faiz y ciertamente era el
jefe. Me dijo que aparte de cuidar el caballo podía ofrecerme alojamiento
también a mí, si me conformaba con un pequeño cuarto sobre las
caballerizas. Fuimos a verlo y me pareció suficiente. Acto seguido el hombre
también se ofreció a darme de comer y como aún era temprano y corría el
riesgo de que le respondiera con una negativa, en lugar de preguntar me fue
empujando hasta la parte de la casa donde servían comidas. Como el viaje
había sido largo y agotador y me estaba llegando olor a estofado de cordero,
le dejé hacer.
Así repuse fuerzas y en la mesa, junto a otros parroquianos, pude
enterarme de algunas noticias locales. Quién era infiel, quién había huido con
los soldados persiguiéndole tras una riña que acabó con un muerto, quién
había ganado una gran apuesta en las carreras… En fin, ese tipo de temas.
Hay que ver cuánto habla la gente delante de un estofado de cordero a la
menta, con verduras y cardamomo.
Cuando supieron que venía de Acre se mostraron interesados por
conocer noticias de la guerra. Como me hacía pasar por mercader egipcio no
les conté nada de Arsuf. Me limité a explicar la situación actual, con los
ejércitos mirándose de cerca sin que nadie se atreviera a golpear primero.
Para mi sorpresa todos los contertulios se mostraban bastante pesimistas
respecto al resultado.
–Saladino ha perdido su buena estrella –decía uno de ellos–. Si no es
capaz de derrotar a los infieles está acabado. Cualquier día su cabeza rodará
por el suelo y tendremos un nuevo sultán.
–No creo que esté acabado –repuse yo–. Mantiene al-Kadisiya y si los
romanos no pueden tomar la ciudad se irán con el rabo entre piernas. Para
ellos la guerra sólo tiene sentido si recuperan la ciudad santa.
–¡Pero si no hay quien detenga a esos rumis! –respondió otro
hombre–. Sabed que van cubiertos de acero de pies a cabeza, no les dañan las
flechas ni las espadas –bajó la voz y llevó la cabeza al centro de la mesa
como si fuera a explicar algo terrible. Los demás le siguieron el juego y
también se acercaron. Por mi parte tironeé un poco de las mangas para evitar
que asomara la cota de malla que llevaba debajo–. Conozco a un joven que
acaba de volver de allí y me contó que en la batalla vio a un rumi que había
perdido la cabeza y seguía luchando.
–Sí, sí, es cierto –replicó enseguida otro–. Mi sobrino me contó que
en el asalto a Acre contempló a varios francos sobre los cuales caía aceite
hirviendo, pero siguieron escalando las murallas y mataron a muchos
hombres. ¡A los infieles les da fuerza el propio Satanás!
–Creo que esos jóvenes han regresado con ganas de presumir y de
hacerse los héroes –contesté, sin poderme contener ante tantos disparates–.
En los días que he estado atravesando tierras conquistadas por los francos he
visto a muchos de ellos, y no son distintos de vosotros o de mí, salvo por las
vestimentas y el color de la piel –esta vez agradecí ciertamente estar tan
moreno–. En Acre, por ejemplo, yacen muchos hombres heridos en las
batallas y se reponen tan lentamente como cualquier hijo de vecino. No he
visto ninguno más fuerte o más fiero. Además, si fueran invencibles el
ejército del sultán no les hubiera detenido todas estas semanas. Ni tan
siquiera se atreven a acercarse a al-Kadisiya.
–Ojalá tengáis razón, pero si las cosas siguen así no me extrañaría ver
toda la costa en manos de los infieles. Y si se hacen fuertes en al-Kadisiya,
luego no habrá quien les detenga. Se atreverán a cruzar el Sinaí para
conquistar Misr y a subir por el mar de Galilea hasta Dimask[2].
La conversación siguió un buen rato en este sentido y me sorprendió
ver cuán poco sabían de lo que ocurría realmente. Creían que el ejército
cruzado tenía más de cien mil hombres, que apenas sufría bajas en las batallas
y que cualquier día podía presentarse ante las puertas de Damasco. Al parecer
Hunfredo tenía razón en gran parte, pero yo sólo podía atribuir las
preocupaciones de esa gente a su desconocimiento. Si al fin y al cabo en el
lado cristiano se estaba hablando de retirarse o de firmar un tratado de paz
porque no se atrevían con Jerusalén, entonces era imposible que Damasco
corriese ningún riesgo. Pero claro, un arriero, un herrero, un curtidor de cuero
y un campesino, que tales eran los oficios de mis contertulianos, no tenían
idea de las cuitas del rey Ricardo ni de los afanes diplomáticos de Hunfredo
IV de Torón.
Acabada la cena nos sirvieron un té caliente. Sabía a flores y a madera
de sándalo. Era riquísimo, pero eché en falta ese líquido negro y amargo que
había descubierto por la tarde.
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Hunfredo tuvo que partir de nuevo para llevar las noticias de sus
negociaciones al rey Ricardo. Yo almorcé con el sultán una sencilla ensalada
a base de pepino, yogur y nueces y después un pollo al agua de rosas. Él
apenas probó un bocado de cada plato, y pensé que no era extraño que
estuviera enfermo si se alimentaba tan escasamente.
Después de la comida me comentó que tanto Maimónides como los
otros sabios de la corte le habían dado muy buenas referencias de mí. Era
debido a eso que me permitía marchar al lado de su hombre para continuar
las investigaciones.
–Confío en que puedas aportar una visión diferente del problema, que
ayude en alguna manera a resolverlo. Maimónides dice que eres astuto,
curioso y observador. Según él son defectos de tu carácter, pero yo prefiero
considerarlos virtudes útiles –hizo una pausa y miró a mis espaldas. Yo
escuché sin volverme y oí pasos rápidos que se acercaban. Era alguien que
cojeaba un poco–. Aquí está el que será tu compañero y guía durante el viaje
a Bagdad –sonrió amablemente.
Me volví y quedé mudo, helado y paralizado un momento mientras un
negro espanto se abatía sobre mí, al igual que el recién llegado. Un instante
más tarde saltaba de mis cojines, levantándome a toda prisa. Agarré un
alfanje de una panoplia en la pared y me apresté a parar una lluvia de golpes
de espada.
–¡Quietos, deteneos! –gritaba Saladino sin éxito–. ¡Teneos los dos, os
lo ordeno!
Al poco estuvimos rodeados de guardias que nos habían desarmado e
inmovilizado. Varias dagas en el cuello de cada uno esperaban una orden del
sultán para llevar a cabo su trabajo. Saladino, rojo de ira, exigía una
explicación.
–¡Este maldito cristiano es el que me dejó cojo! –exclamó al-Kamil–.
Ponedlo en mis manos y le daré su merecido. Pienso arrancarle…
–¡Basta ya! –gritó el sultán–. Te ordeno que olvides tus rencillas.
Arsuf queda muy lejos y ahora este joven es tu compañero en una delicada
misión de la que puede depender mi vida… y quizá algo más. Si no eres
capaz de cumplir mi voluntad dímelo ahora. No faltarán hombres dispuestos
a ocupar tu puesto.
Al-Kamil, avergonzado, bajó la mirada y dócilmente proclamó:
–Vuestros deseos son órdenes para mí, señor. Alcanzaré el paraíso
cumpliéndolas si es necesario.
–Y tú, franco, ¿algún problema en seguir mis instrucciones?
Las dagas que estaban hiriendo mi cuello punzaron un poco más.
Noté cómo un par de gotas de sangre empezaban a deslizarse sobre mi piel.
Suspiré y afirmé mi voluntad inquebrantable de servirle.
–Entonces todo está bien –con un gesto de la mano ordenó a los
guardias que se relajaran–. Colaboraréis como hermanos en esta misión y
cuando acabe, a mi satisfacción, os concederé permiso para mataros si aún lo
deseáis. Ahora dirigíos a las caballerizas para ultimar los preparativos.
* * *
No hubo mucho que preparar, salvo escoger los caballos y las armas
que portaríamos. Yo logré recuperar mis joyas, el dinero y la vieja cota de
malla. Al-Kamil, al verla, afirmó que estaba loco si pretendía ponerme esa
prenda durante el viaje.
–Morirás de calor cuando atravesemos el desierto de Siria.
–En esta época del año lo dudo –le respondí–. ¿No ves qué tiempo
hace? Además, me ha salvado la vida en alguna ocasión. ¿Por qué crees que
aguanté tus golpes en Arsuf?
–Nos dirigimos a Bagdad, la capital, no al campo de batalla –se limitó
a responder, ignorando mi alusión a nuestro primer encuentro.
–No será necesario que atraveséis el desierto –dijo una voz desde la
puerta del establo. Era Abú Alí, radiante de felicidad–. Acabo de enterarme
de que por fin estás libre y que ahora sirves a una buena causa –se acercó, me
estrechó entre sus brazos y me besó como a un hijo–. Le he contado a
Saladino que mañana salgo de viaje, por motivos urgentes, hacia Bagdad.
Está de acuerdo conmigo en que pasaréis más desapercibidos si llegáis a la
ciudad como mercaderes, acompañados por mi gente y por mí. Naturalmente
seguiremos una ruta un poco más al norte, hacia las riberas del Eúfrates. Es
mejor y más seguro pasar entre acequias y campos cultivados que por un
desierto, y podremos refugiarnos en los caravasares si el tiempo se pone en
nuestra contra.
–Perderemos muchos días yendo en una caravana de camellos por la
ruta de la seda –objetó al-Kamil–. Nos interesa llegar lo antes posible; nuestra
misión es urgente.
–No debéis temer por eso. No es verdaderamente una caravana: no
llevaremos mercancías y todos iremos en los mejores caballos árabes. En
numerosos caravasares[4] y palacios[5] dispongo de mis propios caballos de
refresco, así que podremos hacer muchas leguas cada jornada –y guiñándome
un ojo añadió–: si es que aguantáis tamaño esfuerzo.
CAPÍTULO QUINTO: ÉUFRATES
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* * *
* * *
Por fin, tras más jornadas de viaje de las debidas, llegamos a Abú
Kamal, un pueblo situado a orillas del Éufrates. Mesopotamia, la tierra entre
ríos, se desplegaba ante nosotros. A partir de ahí el viaje sería más fácil, ya
que sólo tendríamos que seguir el curso fluvial hasta Ar Ramadi, y luego
torcer hasta el Tigris, donde se asentaba Bagdad.
Cabalgar por aquellos lugares resultaba un auténtico placer. El río
a nuestra izquierda, incontables acequias y canales, huertos, viajeros, barcos,
carros, villas, fortalezas, agricultores, mercaderes, soldados, pájaros… Sentía
como si me hallara en un vergel. El Éufrates era un regalo de Dios para
fertilizar el desierto. Claro que habiéndome criado en Egipto, aquello me
resultaba familiar. En cierto modo, era como retornar a casa, a la infancia, a
tiempos más felices, cuando padre aún vivía. Sentí las punzadas de la
nostalgia, pero traté de apartar de mi mente aquellos pensamientos ociosos.
A esas alturas, al-Kamil hasta me dirigía la palabra regularmente.
Aquel día, cosa rara, debía de estar de buen humor, pues se empeñó en
impartirme una lección magistral sobre las maravillas del Éufrates,
empezando por su nacimiento, que él situaba en el monte Ararat. Sí, ése
donde el arca de Noé tocó fondo. No sé si lo creía en verdad, o bien trataba
de impresionarme o de echar flores a su tierra natal. No tardé en dejarle claro
que para alguien que, como yo, había vivido en el valle del Nilo, el Éufrates
era poco menos que un canalillo de desagüe.
–Si quieres ver ríos de verdad, vente para Egipto –le sugerí,
burlón–. Allí tenemos cocodrilos en vez de lagartijas, e hipopótamos en
puesto de ratas de agua.
No era la primera vez, ni sería la última, en que disputábamos por
temas de lo más diverso. Sin embargo, el roce continuo, las discusiones y las
charlas, estaban logrando que entre nosotros dos, si no la amistad, surgiera el
respeto. Al fin y al cabo, éramos camaradas de profesión, aunque militásemos
en bandos diferentes.
Aquella misma tarde, mientras practicábamos unas complicadas fintas
y contraataques, tuvimos que soportar una nueva filípica de Abú Alí sobre
nuestra irresponsabilidad por jugar con el acero de aquella manera.
–¡Acabaréis por mataros! –sentenció antes de marcharse, dejándonos
por imposible.
–Eso es lo que a ti te gustaría, gordinflón –murmuró al-Kamil
cuando el mercader se largó, y seguimos peleando.
Y con cada golpe y cada discusión, nuestra estima mutua no
hacía más que aumentar.
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La visita fue infructuosa. Pese a todo lo que Abú Alí nos había
prometido, el califa no se hallaba en Bagdad. O quizá sí que estaba en
palacio, pero tenía cosas más gratificantes que hacer en puesto de
concedernos una audiencia a nosotros, simples mortales. El desplante no
pareció afectar a Abú Alí. Siguió vanagloriándose de lo mucho que lo
estimaba el califa, mientras lograba que unos sirvientes se ocuparan de
nosotros. Así, nos llevaron a unos aposentos con las paredes cuajadas de
yeserías con versículos del Corán. Del techo colgaban tantos mocárabes que
aquello más parecía una gruta que una sala. Los sirvientes empezaron a
agasajarnos con vasos de té y bebidas frías, mientras los minutos se
convertían en horas.
En un momento dado, al-Kamil se levantó con gesto desganado e hizo
como que leía una cenefa de estuco que exhibía una hermosa caligrafía
cúfica. Me dio la impresión de que quería que me pusiese junto a él sin
llamar la atención, y así lo hice. Sin mirarme directamente, me susurró:
–Abú Alí está haciendo todo lo posible por retrasarnos. Me pregunto
por qué. Saladino dejó muy claro que nos acompañaría para que pasáramos
desapercibidos, pero que una vez en Bagdad teníamos una misión que
cumplir. Si tuviera que explicarle al sultán que he estado perdiendo el tiempo
de este modo se enojaría justamente.
–Tal vez sólo se deba a su forma de ser –le respondí en voz baja–. No
atribuyas a la maldad lo que simplemente es pedantería. Abú Alí es un nuevo
rico, y quiere que todo el mundo sepa de su poderío. Su palacio más parece el
nido de una urraca acaparadora que un hogar. ¿Te fijaste en la procesión que
ha organizado para venir a palacio, con tantos criados ataviados como
figurines? Le encanta presumir ante sus vecinos; eso es todo.
–¿Su forma de ser? –se le escapó un bufido–. No, mi inocente Marc.
Nos retiene usando todos los medios a su alcance. ¿No te llama la atención
que deje a su hija querida arrimarse a un perro cristiano como tú? Quiere que
olvides la misión que Saladino te encomendó, y ¿qué mejor manera de
lograrlo que una doncella en flor, sangre de su sangre, te tenga agarrado por
los…?
–Eh, no te pases –lo interrumpí; hice un esfuerzo por disimular mi ira,
para que Abú Alí no reparara en nosotros–. No consentiré que difames a
Yahán. La conozco, y no se prestaría a tan burda estratagema.
–No es necesario que esté confabulada con su padre, Marc. Está claro
que se ha encaprichado de ti, pues es muy joven y le atraen las rarezas. Abú
Alí simplemente deja que la lujuria haga el resto, y tú has mordido el
anzuelo, el sedal y hasta la caña de pescar. Él está dispuesto a que su inocente
y hasta la fecha casta hija se condene por arrejuntarse con un infiel, si con eso
te neutraliza. Así, puede pegarse a mí como una garrapata, sin tener que
preocuparse por ti. ¿Tan bobo eres que no lo ves?
Estuve a punto de soltarle un exabrupto, pero me contuve. Por
desgracia, lo que decía tenía mucho sentido. Quería con locura a Yahán,
pero… En ese momento, la imagen de mi padre moribundo me asaltó. Tenía
que averiguar quién o qué lo había matado. Lo juré ante Dios y ante los
hombres. Debía apartar a mi amada de mis pensamientos, al menos hasta que
concluyera la misión.
–De acuerdo; centrémonos en lo que importa. Independientemente de
si Abú Alí quiere retenernos o sólo se trata de un pesado insufrible, somos
demasiado condescendientes con él –dije–. Por no querer ofender su excesiva
hospitalidad estamos perdiendo el tiempo –al-Kamil se mostró de acuerdo en
silencio–. A partir de ahora debemos mostrarnos más enérgicos e
intransigentes.
–No temas por eso. Voy a arreglarlo –una sonrisa lobuna se dibujó en
su rostro–. Tú, cierra el pico y atiende. Vas a aprender algo sobre el
funcionamiento interno del califato y, sobre todo, acerca del significado de la
palabra «poder».
Ver a al-Kamil furioso y dando gritos en el palacio fue toda una
sorpresa. Empezaba a temer que tendríamos problemas cuando se presentó un
estirado dignatario de la corte. Nos informó que el califa no regresaría hasta
la hora de la cena, y ofreció nuevamente la hospitalidad de palacio. Se me
cayó el alma a los pies. ¿Tendríamos que perder toda una tarde, por
añadidura? En ese momento al-Kamil se levantó y le entregó un pliego que
llevaba bajo las ropas. El hombre lo leyó y empezó a mostrarse nervioso.
–No sabía que vos erais un mensajero del sultán Saladino, que Alá
bendiga con muchos hijos –murmuró el hombre, mirando a al-Kamil con
temor y luego a Abú Alí con cara de pocos amigos.
–Con diecisiete hijos y una hija tiene suficientes bendiciones y algún
que otro problema de más –respondió al-Kamil, hablando como si fuera él
quien mandase en ese lugar–. Comunicad al califa que su protector le envía
sus mejores deseos de paz y prosperidad para él y para su reino. Comunicadle
también que, cuando mis asuntos me lo permitan, vendré a despachar con él,
en nombre de Saladino, su protector. Ahora estas obligaciones me reclaman
en otros lugares donde confío no perder el tiempo como en este palacio, cuya
hospitalidad es escasa y en el que se me hace esperar sin motivo –tomó sus
credenciales de manos del otro hombre de un manotazo y volviéndose hacia
mí preguntó–: ¿Me acompañas, Marc?
Me pegué a su lado mientras avanzaba con paso decidido a la salida.
Después de oír semejante desplante, esperaba que como mínimo nos metieran
en un calabozo y nos cegaran. Sin embargo, los guardias se pusieron firmes y
nos dejaron salir.
Ya en el exterior me atreví a preguntarle por qué aún teníamos la
cabeza sobre nuestros hombros y los ojos dentro de sus cuencas después de
tan notable exabrupto.
–Parece que no estás al día en política –suspiró–. No me hagas
contarte ahora toda la historia.
–Me conformaría con un breve resumen –insistí.
–Bueno, digamos que el poder temporal de los califas es mera fachada
hoy en día. Hace tiempo que declinó la buena estrella de los Abasíes y ya no
son quienes mandan en el califato. Permanecen solo como líderes espirituales
y son los que confirman en sus cargos a los sultanes, siempre y cuando éstos
se hayan ganado el puesto. Se puede obtener un sultanato heredándolo, pero
es más habitual decapitar al sultán anterior, o esperar a que muera y lograr
suficientes apoyos para que te nombren a ti. Si además te gusta el reino del
sultán vecino, se lo conquistas y en paz. En todo esto no interviene para nada
el califa, quien simplemente espera que el sultán vencedor le acepte como
líder espiritual y le permita seguir gozando de sus privilegios. Si el sultán es
muy poderoso, entonces se nombra a sí mismo «protector del califa», que es
una forma de dejar claro quién es el que manda.
–Por lo tanto, Saladino está por encima del califa, puesto que es su
«protector», y es él quien ostenta el poder. ¿Me equivoco?
–Si nos expresamos con propiedad, se llama «pedir el consejo
espiritual del califa».
–Me recuerda un poco la relación del Papa de Roma y algunos reyes.
–¿Quién es el Papa? –preguntó al-Kamil.
–¡Oh, vamos! –repliqué con voz cansina – No me hagas contarte
ahora toda la historia.
–Me conformaría con un breve resumen –pidió al-Kamil con una
sonrisa.
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–Saben más que nosotros y nos adelantan otra vez –dijo al-Kamil en
cuanto lo puse al corriente.
Lo encontré en la posada, con un par de lámparas sobre su mesa,
donde había escrito una larga epístola para Saladino. No tenía la letra tan
bonita como Yahán, ni falta que le hacía.
–Tenemos que encontrar a Turantar antes que ellos, o Jazari no lo
dejará con vida.
–Mis hombres lo están buscando. Tienen contactos en Bagdad y
espero que me traigan noticias pronto –pensó un instante y luego añadió–: No
puede haber tantos alquimistas en la ciudad y son conocidos por los artesanos
y mercaderes, que recuren a ellos para obtener sus tintes, medicinas y
preparados.
–Recuerda que los hombres de Abú Alí nos llevan la ventaja de saber
qué están buscando, y hasta ahora siempre se nos han anticipado
–Ésa quizá sea nuestra salvación. Puede que se hayan confiado por
habernos superado otras veces. No tienen ni idea de que dispongo de gente
fiel aquí, que conoce la ciudad y trabaja ahora para nosotros –se levantó y
empezó a buscar en su bolsa unas monedas para pagar–. Te diré qué vamos a
hacer: en primer lugar enviaré esto mediante un mensajero de confianza;
luego esperaremos a mis hombres y te los presentaré. Seguro que en cuanto
lleguen tendremos noticias del paradero de Turantar... ¡Maldito Abú Alí!
Hemos confiado en una víbora. Su cabeza rodará antes de que esto termine.
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No fue difícil hallar la morada del sabio. Era pequeña pero con un
enorme granero adosado. Parecía descuidada y en cierto modo falta de vida.
Los múltiples detalles que demostraban que una casa de campo estaba
habitada, que había trajín en ella, aquí no se percibían por ningún lado. Las
ventanas estaban cerradas a cal y canto y las malas hierbas crecían a su
alrededor. Hasta tal punto tenía pinta de abandonada que llegamos a dudar
que fuera el lugar correcto, pese a que un vecino nos lo había confirmado.
–Bueno –pregunté- ¿qué hacemos ahora?
–Entramos, le agarramos por el pescuezo y le hacemos hablar –
respondió Ibn Aydin.
–¡De eso ni nada! Nuestro enemigo no es él –le replicó al-Kamil–. Le
explicaremos qué ocurre, le pediremos amablemente que nos cuente qué tiene
que ver él en todo esto y, si no quiere cooperar, le agarraremos por el
pescuezo y le haremos cantar.
–De acuerdo –dijo Ibn Aydin.
–Me parece perfecto –respondí yo.
Nos levantamos y nos dirigimos hacia el hogar del sabio. Sin embargo
cuando nos acercamos a la puerta oímos dos cosas que nos alarmaron: lo
primero fue el relinchar de varios caballos que procedía del granero ý nos
hizo sospechar que alguien se nos había adelantado. Lo segundo, mucho más
evidente, unos gritos de dolor que surgían del interior de la casa.
Al-Kamil se puso a impartir órdenes frenéticamente. Ordenó a al-
Qadir quedarse fuera para cubrirnos las espaldas. Ibn Aydin, Ibn Furad, al-
Kamil y yo mismo corrimos hacia la entrada, los selyúcidas con los arcos a
punto. La puerta no estaba cerrada, sólo ajustada. Dentro vimos a cuatro
asesinos que se ensañaban con un hombre viejo, a quien estaban a punto de
matar. Mis compañeros dispararon sus arcos al unísono. Tres flechas
cruzaron como relámpagos la estancia y se clavaron en sus pechos. Por
desgracia, Ibn Furad y al-Kamil habían apuntado al mismo individuo, por lo
que sólo hirieron a dos hombres. Ambos gritaron de dolor, pero en vez de
caer redondos, como sería lo normal, desenvainaron sus aceros. Parecía no
importarles las saetas clavadas en sus cuerpos. Sus compañeros ilesos
también se abalanzaron sobre nosotros. Tocábamos a uno por cabeza.
–Marc –me llamó al-Kamil en el último momento mientras arrojaba a
un lado su arco y desenvainaba a su vez. Su rostro mostraba preocupación–.
Ellos no se rinden.
Ya con las espadas en la mano, los selyúcidas se pusieron a luchar.
Dentro de esa estancia pequeña y con poca luz, parecía una macabra danza
entre las sombras. Yo logré dar un rápido tajo en el brazo a un asesino que
iba a golpear con una maza a Ibn Aydin. Otro asesino me vio y se dirigió
hacia mí con una larga cimitarra en una mano y una maza en la otra. Tenía el
rostro desfigurado por una mueca de rabia y luchaba de un modo
desordenado, dando tajos a diestro y siniestro con una fuerza espantosa. Tuve
que agacharme para evitar que me golpeara en la cabeza con la maza
mientras desviaba un golpe de su cimitarra. Ésta se estrelló contra una
alacena en la pared provocando un fenomenal estropicio entre los cacharros
allí guardados. Aproveché para saltar a un lado y antes que pudiera volverse
hacia mí le acerté en el costado, abriéndole una gran herida entre las costillas.
Con una brecha semejante en el cuerpo lo normal era que un hombre
cayera al suelo y ya no pudiera luchar. El asesino, en cambio, no pareció
enterarse de que le habían herido pese a la abundante sangre que perdía.
Continuó propinando formidables golpes y haciéndome retroceder.
Yo procuraba no perder la calma. En una exhibición de fuerza bruta a
buen seguro no llevaría las de ganar contra aquel hombre alto, fuerte y con
cara de estar poseído por el mismísimo diablo. Mi intención era contener la
furia de sus ataques con una esgrima disciplinada y aprovechar la siguiente
ocasión para herirle. Ésta me vino cuando mi adversario tropezó con algo que
había en el suelo. No llegó a caer, pero trastabilló un momento y eso me dio
ocasión de golpear con fuerza de arriba abajo. Le di en el hombro izquierdo y
la espada se hundió varias pulgadas en su cuerpo, rompiéndole al menos un
hueso.
Su grito fue terrorífico, pero no se detuvo. Se abalanzó de nuevo
sobre mí, con el brazo colgando inútil en su costado. A duras penas logré
detener esta vez su cimitarra. Ya harto de su resistencia demoníaca pasé al
contraataque, con no menos furia que él. Con mi izquierda saqué la daga y en
un momento en que nuestros aceros estaban en alto, forcejeando, le clavé la
hoja en el vientre repetidas veces. Al fin el asesino cayó redondo. Entonces
observé que de las dos heridas anteriores estaba manando tanta sangre que
había un verdadero charco en el suelo.
Al-Kamil seguía luchando mientras Ibn Aydin asestaba un último y
mortal golpe a su oponente con el que le abrió literalmente el pecho. Desde el
exterior una flecha entró, se clavó en la espalda del rival de al-Kamil y logró
por fin tumbarlo. La batalla había terminado. Duró muy poco, pero su
contundencia nos había dejado exhaustos. Ibn Furad era el peor parado;
sangraba por una fea herida en la pantorrilla izquierda. Nos interesamos por
su salud, pero le quitó importancia con un gesto y nos siguió, renqueando.
Salimos los cuatro al exterior a respirar un poco y calmarnos. A
medio camino entre la casa y el cobertizo pude ver a un quinto asesino que
yacía en el suelo. Tenía cuatro flechas clavadas en el pecho y una en el
cuello. Al-Qadir lo vio correr y lo había abatido desde el cobertizo. Le había
costado lo suyo acabar con él, a juzgar por los disparos que había necesitado
para tumbarlo. Luego vino a auxiliarnos. Justo al lado del cobertizo había
otro, el sexto, con una flecha atravesándole la garganta.
–¿A éste le has matado tú? –pregunté a al-Qadir, señalando el
cadáver. Asintió con la cabeza–. ¿Disparando desde aquí? Pues tienes una
puntería formidable, muchacho. El rey Ricardo te contratará si vas a verle.
–Por eso puse a al-Qadir fuera –intervino al-Kamil–. Sabía que a
distancia y dejándole apuntar con calma eliminaría a cualquiera que tratara de
sorprendernos. Por si no lo había dicho, es uno de los mejores arqueros de
nuestro ejército.
Al-Qadir sonreia sin decir nada al oír estos elogios. En ese momento
me asaltó un doloroso recuerdo: la muerte del caballero Teodoro, cuando
cabalgaba a mi lado después de la batalla de Arsuf. ¿Habría sido al-Qadir el
arquero que le acertó en el cuello desde tan larga distancia? A esas alturas, ya
no tenía sentido guardarle rencor, puesto que éramos compañeros de armas.
Miré el interior de la casa y pude comprobar el estado de los cuerpos.
Todos tenían múltiples heridas. La escena parecía una carnicería y el suelo
estaba literalmente cubierto de sangre. Esos hombres habían presentado una
resistencia feroz, sobrehumana casi, a pesar de que los selyúcidas habían
disparado sus arcos y habían hecho blanco en dos de ellos antes de entrar en
el cuerpo a cuerpo. Cogidos por sorpresa, heridos antes de empezar y aun así
ningún superviviente, nadie que hubiera suplicado cuartel al ver lo grave de
su situación. Como si me estuviera leyendo el pensamiento, al-Kamil dijo:
–Ya te advertí que no se rinden.
–Lo que me sorprende es cómo lucharon –dije, pensativo–. Herí
gravemente en varias ocasiones a mi rival y llegó a perder una tinaja de
sangre en breves momentos. Tenía un brazo casi amputado y a pesar de ello
no se detenía.
–Es esa pócima. Les enloquece, les hace sentir una furia incontrolable
y al mismo tiempo les vuelve insensibles al dolor, tanto al propio como al
ajeno. Si he de confesarte la verdad, hemos salido muy bien parados. Temí
que el encuentro acabara con algunos de nosotros muertos –por un momento
pareció emocionarse, se levantó y nos dio un abrazo a los cuatro–. Gracias a
Alá, el piadoso y apiadable, mis guerreros valen mucho más que una turba de
asesinos emponzoñados.
Contado así, a quien no lo vivió, puede parecer una escena ridícula.
Sin embargo, en aquel momento todos nos sentimos muy próximos los unos a
los otros y felices de poder seguir juntos. Tal vez dimos las gracias a dioses
distintos, pero nos alegrábamos por igual.
Me di cuenta de que entre los cadáveres faltaba el de un conocido que
me hubiera gustado ver por allí tendido.
–¿Te has dado cuenta de que el tal Jazari no está? –le comenté a al-
Kamil.
Asintió con la cabeza.
–Es algo que me sorprende. Daba por sentado que vendría. Hasta
ahora era él quien se ocupaba de visitar a los alquimistas. En vez de eso, ha
enviado a media docena de sus perros…
–Tal vez se dedica a otros menesteres en este momento –le dije–. Me
gustaría saber cuáles. Detesto que merodee por ahí, enfrascado en asuntos de
los que no tenemos noticia.
–Por desgracia creo que volveremos a saber de él –repuso al-Kamil en
tono fatalista–. Sobre todo cuando averigüe lo que ha ocurrido con sus
hombres.
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* * *
Durante la noche soñé con padre. Tenía la piel carbonizada y sus ojos
brillaban como ascuas, caminaba hacia mí y me hablaba con voz grave: «Ten
cuidado con los bebedores. Ellos abren la puerta del infierno». Luego me
señalaba con un dedo medio quemado, el resto de su brazo acusador en carne
viva, y gemía: «Ahora tú también puedes abrir esa puerta...»
Fue una mala noche, muy mala.
CAPÍTULO SÉPTIMO: DESIERTO DE SIRIA
Los milagros existen. Esa misma noche ocurrió uno: Yahán me había
encontrado.
Al parecer, lo sucedido en la casa de Turantar estaba en boca de
todos, y Abú Alí por supuesto se había enterado. Alguno de sus contactos le
explicó que los responsables de la desgracia estaban en el cuartel de la
guardia, en las afueras y muy cerca del lugar de los hechos. Yahán lo oyó, su
mente despierta dedujo que yo estaba implicado en el asunto y, ni corta ni
perezosa, decidió ver una vez más a su amado Marc. La encontré frente a la
puerta, amenazando a los guardias del califa por no querer dejarla entrar.
Como la guardia me consideraba uno de los hombres de al-Kamil, aproveché
esa falsa autoridad para que le permitieran pasar y nos fuimos a las
caballerizas para estar solos.
Fue un rato delicioso, en el que pude olvidarme completamente de la
cruzada, los asesinos y la amenaza de destrucción que se cernía sobre reyes y
sultanes. Nos besamos, hablamos de amor y de vivir juntos para siempre.
Construimos mil y un castillos en el aire, pero ella tenía prisa por regresar al
escondite de su padre. Como buena hija, no quiso decirme dónde se ocultaba.
Ahora Abú Alí era perseguido por los hombres del califa, tras los informes
que de él había dado al-Kamil.
Sin duda, podría haberla forzado a que me lo confesara, pero yo era
muy joven y estaba perdidamente enamorado de aquella dulce criatura. Hoy,
con la experiencia que otorgan los muchos años vividos, me doy cuenta de
que el primer amor nos atonta y obnubila, como la polilla que se obceca en
abalanzarse sobre la llama que la consumirá. En aquel momento, acariciando
la cálida piel de Yahán y sintiendo el delicado perfume de su cabello, las
penalidades sufridas y las obligaciones adquiridas simplemente no existían.
Era como un niño con su juguete favorito, y me negaba a perderlo
–¿Tan poco te apetece estar conmigo que ya quieres marchar? –
protesté, sujetándola con el más tierno abrazo.
–No seas tonto; es que mi padre me vigila mucho últimamente y me
ha prohibido verte. Antes te apreciaba, pero ahora…
–No hagas caso a ese veto. Nadie tiene derecho a impedir que dos
amantes se hablen, ni que se besen –me puse a predicar con el ejemplo–, ni
que…
Me apartó de un empujón y caí de espaldas sobre sobre la paja.
–¡Pero es que quiere que te maten!
–Ya lo sé, pero no importa. Nadie podrá conmigo mientras tú me
esperes. Eres mi doncella y yo seré tu caballero.
De nuevo intenté abrazarla. Ya no pensaba en mi misión y los
asesinos que nos acechaban; tan sólo quería estar con ella por siempre. Por
suerte o por desgracia, Yahan tenía más seso que yo, y no se dejó arrastrar
por la pasión. La angustia que encerraba su voz logró hacerme bajar de las
nubes. Me avergoncé, pues varias vidas podían depender de mí y allí estaba,
comportándome como un chiquillo.
–Déjate de monsergas y escúchame bien, Marc d’Artois –su voz
sonaba enérgica–, porque seguramente estoy traicionando a mi familia al
contarte esto. Hace un rato pude oír a mi padre que hablaba con sus hombres
de confianza. Parece que no sólo le persigue la guardia del califa, gracias a
vosotros –nada más decirlo me hizo sentir culpable–. También se ha
enemistado con ese horrible Jazari, y tiene que huir de él... o matarlo. Quiere
marchar de inmediato, pues aquí corre mucho peligro, pero no sé hacia dónde
piensa dirigirse –se sentó a mi lado y su cara parecía triste–. No sé que le
ocurre a mi padre. Ya no es el mismo. Habla de matar a personas como si
fuera algo sin importancia. Dice que pronto el mundo será nuestro gracias a
un arma terrible que ha conseguido y sólo él posee. Jura que podría acabar
con un ejército y aterrorizar a todas las criaturas de Alá. Me dan escalofríos
cuando habla así, con esos ojos codiciosos… –me miró de nuevo,
desconsolada–. Marc, tú conoces a Saladino, y al-Kamil al califa en persona.
¿No hay nada que podáis hacer?
Era mi oportunidad de presentarme ante ella como un héroe.
–Estamos tratando de resolverlo. Nuestra misión es detener esta
locura y tu padre lo sabe; por eso quiere matarnos. Pero no lo conseguirá; le
detendremos e informaremos al califa y al sultán –luego, al pensar en las
implicaciones de mis palabras, añadí–: pero yo defenderé a tu padre si hace
falta. Les contaré que Jazari, un sicario fanático, le envenenó la mente con
sus palabras llenas de odio y egoísmo. No temas, Yahán, apresaré a ese
asesino y te protegeré.
Así me despedí de ella entre besos, abrazos y esas palabras. Esas
malditas palabras que resonarán toda la vida en mi alma: «te protegeré». Sí,
Yahán, confía en mí, confía en tu caballero y en su espada, que yo te
protegeré del asesino Jazari.
La vi salir hacia la oscuridad de la noche después de hacerme jurar
que no la seguiría, pues había querido avisarme pero no descubrir el
escondite de su padre. Yo la quería demasiado, y la dejé marchar libremente.
Se alejaba sonriendo, con fe en mí y en mis palabras.
Sé feliz, Yahán, yo te protegeré de los asesinos.
Señor, ¿por qué me has abandonado?
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Entreabrí los ojos con dolor y la arena los cubrió de inmediato. Tuve
que hacer un gran esfuerzo para hallar mis manos y dirigirlas hacia la cara.
Limpié como pude los párpados y el rostro de la arena que la tormenta había
depositado encima. Tosí con fuerza, intentando vaciar los pulmones de ese
árido material y descubrí salpicaduras de sangre formando grumos con la
arena que escupía.
Poco a poco iba recuperando los sentidos y el control de mis propios
miembros. Empecé a oír el rugido bronco e inmenso de la tempestad, a ver el
cielo de un rojo oscuro, a recobrar la sensibilidad de las piernas. Cada nuevo
miembro que recuperaba era un dolor lacerante añadido: el ardor furioso en
las costillas, donde me había alcanzado la maza del asesino, esa torsión
insoportable en la pierna derecha, que debía tener atrapada en algo. Las
heridas sangrantes en la cara y las manos…
Todos esos dolores se iban sumando hasta hacerme desear perder la
consciencia. En lugar de ello mi pensamiento era cada vez más claro, más
vívido y el cuerpo me parecía a punto de reventar o de empezar a arder. Creo
recordar que lloré y recé y que me debatía intentando alzarme para huir. No
era posible porque deseaba salir de mi cuerpo, abandonarlo. Entonces vino,
como una consolación, el pensamiento de que tanto dolor no podía durar
mucho. Herido, inmóvil bajo ese sol de justicia, sangrando, todo parecía
indicar que pronto alcanzaría la paz a la diestra del Creador. ¡Morir, qué idea
tan reconfortante cuando el dolor se hace insoportable y no puedes aliviarlo!
¡Qué dulce destino cuando el fracaso es tan completo!
«¡Jamás!», bramó el aire, deviniendo tormenta y voz al mismo
tiempo. «No puedes morir sin cumplir tu promesa». Reconocí esa voz como
una muy querida, pero su tono me hacía temblar de miedo. Lentamente y con
gran esfuerzo volví mi cabeza y vi aparecer sobre la arena algo ardiente,
como el esqueleto de un árbol en llamas que se me acercara. «Juraste
vengarme. ¿Cómo podrá descansar mi alma si no lo haces? ¿Cómo me
enfrentaré a la eternidad sabiendo que no se han limpiado con sangre estas
afrentas, que un d’Artois no ha sabido defender el honor de su apellido?»
La llama se había acercado tanto que ya reconocía entre esa masa
carbonizada los restos de las facciones de padre. Sus labios escupían fuego a
cada palabra y algunos fragmentos de su cuerpo caían como tizones
desprendidos del resto. Hablaba con ira. Sus movimientos eran rabiosos; el
fuego que le corroía por fuera era sólo la mitad de las llamas que devoraban
su alma.
Giré la cabeza, incapaz de soportar esa terrible visión. Las llamas se
acercaban y me quemaban, trozos ardientes de mi padre caían sobre mi
cuerpo y laceraban mi carne. Me pareció distinguir detrás de él unas figuras
flamígeras, de aspecto pavoroso, que venían a apoderarse de mi alma. Grité
hasta enronquecer. De repente, todo fue oscuridad.
Debió de pasar mucho tiempo, pues el sol estaba bastante bajo cuando
de nuevo pude mirar a mi alrededor. No vi rastro alguno del fantasma que me
había atormentado, pero mi dolor era aún mayor que antes. Un temblor
irrefrenable sacudía todo mi cuerpo. Sentía un calor insoportable, enfermizo.
Era ese ardor procedente del interior que me recordaba las fiebres que había
sufrido unos años antes y de las que a punto estuve de no salvarme. Estaba
también impregnado de sudor maloliente y pegajoso. La piel de la cara
empezaba a resecarse y cuartearse bajo los efectos del sol implacable. Las
fuerzas me fallaban más que nunca. Localicé entonces el escudo en el suelo, a
poca distancia, e intenté aferrarlo para cubrirme la cara con él y evitar la
insolación.
Mis dedos no alcanzaban a tocarlo, pero sentí las pisadas de alguien
acercándose y miré hacia arriba. El rey Ricardo, con una armadura de oro, se
detuvo ante mí. Cogió el yelmo con ambas manos para descubrir su melena
de un rojo brillante y me miró con ojos tristes, pero al mismo tiempo con un
rastro de sonrisa en las comisuras de sus labios.
«Otro guerrero que nos abandona. Es una lástima, Marc d’Artois,
porque nos esperábamos más de ti, pero has sido valeroso y te has
enfrentado a numerosos enemigos sin retroceder». Ladeó la cabeza como
para observarme mejor. «Habrías sido un buen soldado si tuvieras el coraje
de vencer, de sobreponerte a todo. De haber acabado esta misión nos mismo
te hubiéramos armado caballero y sentado a nuestra mesa». Caminó
alrededor, contemplando el horizonte con semblante abstraído. «No podemos
pedir que lo entiendas, eres aún demasiado joven para ello; sin embargo,
hay algo más que la obligación de cumplir un deber. La guerra es arte, es
valor, es fe en Dios. La seguridad de que Él está guiando nuestra espada y
nuestro destino nos permite obrar hazañas imposibles en Su nombre. Con
ellas enaltecemos nuestros linajes. Tú aún no estabas preparado para ello.
De todos modos has luchado hasta el final, con valor, como un cruzado.
Estamos seguros que nos encontraremos en el paraíso. Mientras tanto,
tenemos que continuar la guerra».
De nuevo se caló el yelmo y dándome la espalda se alejó caminando
sobre la arena hasta convertirse en un rayo de sol y desaparecer. Sus palabras
habían conturbado mi espíritu; no parecía preocupado tanto por el éxito de la
misión como por la guerra en sí. No reprendía mi fracaso, sino que lamentaba
no haberme visto capaz de hacer lo imposible, como un héroe de leyenda.
Los temblores no habían hecho más que aumentar. Tenía la boca seca
como un arenal y mis vísceras, a punto de estallar, trataban de buscar el agua
por su cuenta. No podía apenas mover un músculo y la vista era cada vez más
borrosa. Al oír carcajadas y el rumor de una fuentecilla no contuve mi
sorpresa y mirando hacia allí intenté enfocar la escena. A duras penas vi a
Saladino batiendo palmas para ordenar a sus mujeres y odaliscas que
marcharan. Al igual que antes el rey, ahora el sultán me contemplaba con
desilusión.
«Debí suponer que no era buena idea confiar en un cristiano».
Negaba con la cabeza, mostrando cierto desconsuelo en la expresión. «Pensé
que serías capaz de algo más, tal vez que sabrías algo que sirviera de ayuda
a mis espías. En realidad sólo has sido un lastre inútil, siempre un paso por
detrás de los asesinos, siempre incapaz de evitar un nuevo crimen. Ahora,
por último, incapaz de defenderte a ti mismo. No mereces que el viento del
desierto blanquee tus huesos, pero tampoco has hecho nada para evitarlo».
Pareció reflexionar un momento y añadió: «Si mueres, ¿quien evitará que los
conspiradores nos destruyan a Ricardo y a mí?» Se levantó y se acercó con
paso solemne. «¿De verdad te crees con derecho a morir cuando la vida de
dos monarcas depende de tu fuerza de voluntad? ¿De qué sirve caer con
honor si no has cumplido tus propósitos? ¡Sorpréndeme, vive, cumple con tu
deber!»
Giró de repente y marchó, diluyéndose entre brumas, desapareciendo
en el aire. Del mismo modo me diluí yo mismo en fiebres y temblores. El
gusto salado del sudor reseco en los labios, la cabeza como un horno y el
corazón lleno de temores. ¿Había incumplido mi deber y mis juramentos?
¿Podía haber hecho más de lo que hice? Los temblores de la fiebre se estaban
convirtiendo en otros de miedo. No era tan bueno como el rey esperaba de
mí, padre se sentía traicionado y Saladino decepcionado. En mala hora juré y
adquirí obligaciones de hombre, cuando podía haber seguido jugando como
un niño entre los campos fértiles a orillas del Nilo…
«¡Jugar!» La voz me golpeó como una piedra en las sienes. No podía
distinguir con claridad la figura que se acercaba. El sol se estaba poniendo
tras un horizonte rojizo, el lucero vespertino empezaba a destacar en el
firmamento y la voz me asaltó de nuevo:
«¡Jugar como un niño, bañarte en el río…! ¿Ésos son tus
pensamientos cuando dos príncipes y tu padre te regañan por no haber
sabido hacer frente a tus obligaciones?»
–Eran más que yo… –balbucí como pude al reconocerle–. Luché
hasta el fin… con honor… pero eran más que yo.
«No importa cuántos fuesen. Tu astucia debería haberles vencido, no
tu espada. ¿Crees que puedes enfrentarte al infierno con golpes y tajos?
¿Sabes lo que están a punto de liberar quienes han abierto la puerta de ese
conocimiento prohibido? ¿Quieres ver al averno, el Seol, eructar sobre la
Tierra su destrucción?»
Maimónides, con la desaprobación dibujada en su rostro, se erguía
sobre mí. Su oscura figura se entremezclaba con las constelaciones y sus
ropajes eran sacudidos por un viento cada vez más fuerte. Veía las estrellas y
los astros orbitar a su alrededor, como si el Universo se hubiera acelerado.
Sus ojos llameantes se clavaban en mí y sus palabras me herían.
«Atiéndeme bien, muchacho. Para satisfacer al rey deberías haber
luchado con más fe. Para contentar al sultán tendrías que haber sido más
astuto y para restaurar el honor de tu padre era preciso que fueras más
valiente. ¿Qué deberías haber sido para dejarme contento a mí?»
–Más prudente.
«¡No!»
–Más sabio…
«¡No!» –repitió Maimónides con más fuerza.
–No lo sé. Me muero, dame agua… –mis palabras eran un débil hilo y
a cada una se escapaba un soplo de vida. Creo que en ese momento el sabio
judío me dio una respuesta, pero estaba tan débil, tan confuso, que no acerté a
entenderla. Los miembros del cuerpo dejaron de dolerme poco a poco y
desapareció la sensación de fiebre dejándome allí, tendido bajo un viento
cada vez más fuerte, cada vez más cargado de arena, que emitía un rugido
creciente con el que el desierto manifestaba su rabia. El jamsín empezaba a
cubrirme y perdí el conocimiento.
Debía ser el día siguiente cuando desperté. Soplaba un poco de viento
y estaba tan cubierto de arena que faltaba poco para que me hubiera sepultado
en vida.
Creí tener fuerzas suficientes para levantarme, pero hacerlo resultó
muy doloroso. Encontré un odre de los que portábamos en la caravana al lado
del cuerpo de un camello que se había despeñado durante la pelea. Bebí todo
lo que pude, me limpié las heridas y me lavé la cara, algo que nunca debía
hacerse en el desierto, pero me sería imposible llevar ese gran odre encima.
Así que no tenía más remedio que dejarlo y por lo tanto podía permitirme
despilfarrar un poco de agua. Una vez saciada la sed y refrescado, me
encontré mucho mejor: si el día anterior creía que iba a morir, hoy estaba
seguro de lo contrario.
Me palpé la cabeza, en el lugar donde el dolor era más fuerte, y
descubrí una recia herida. Todavía sangraba un poco, por lo que la limpié y
vendé lo mejor que pude. Sin duda era lo que me había debilitado
sobremanera, haciéndome creer que me estaba muriendo. En esos momentos,
por el contrario, estaba dispuesto a levantarme y seguir mi lucha.
Salí para recuperar lo que pudiera salvar de la caravana. Lo primero
que hallé fue el cadáver de mi compañero, al-Qadir.
Encontré bien poco, pues nuestros atacantes se habían llevado todo lo
que les pareció útil o valioso. Mis armas no estaban; tampoco los animales de
la caravana, salvo el camello despeñado. Hurgando a su alrededor descubrí
que bajo el cuerpo de la bestia había un odre de agua más pequeño, con el
que sí podía cargar si seguía mi viaje a pie.
Como estaba muy débil repasé lo que portaba encima para eliminar
todo lo superfluo. Aunque me dolía hacerlo, tuve que quitarme la cota de
malla. Su peso era excesivo para llevarla a pie, por el desierto y más aún en
mi estado. Decidí que lo mejor sería dársela a al-Qadir, a quien en vida tanto
le había gustado, y así lo enterré con ella puesta.
Mientras me reponía, recogí las cosas y sepulté al amigo perdido.
Tuve que cavar en el suelo del desierto con mis propias manos, hiriéndome
todavía más con las piedras ocultas. En aquel terreno arenoso seguramente el
próximo vendaval descubriría el cuerpo. Quedaría entonces expuesto al sol,
en medio de esa arena fina. Sería otro cadáver reseco, como una momia, que
los avatares del tiempo enterrarían y desenterrarían periódicamente. A cada
aparición parecería más un esqueleto recubierto de acero brillante, lustrado
por el viento y la arena. Un fantasma en el desierto, otra aparición con la cual
asustar a los viajeros pusilánimes y a los niños de las caravanas.
Le di sepultura según sus creencias, lo mejor que pude, amortajándolo
con un mizar viejo que encontré en una alforja. No supe si rezar por él; no
creo que le hubiera gustado que lo hiciese con oraciones cristianas y me daba
reparo orar como musulmán. Lo arreglé diciendo unas palabras como amigo
y compañero: no era buen momento para ofender a ningún Dios, menos aún a
un fantasma.
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Durante aquel día pude hablar mucho con Hunfredo, gracias al cual
me puse al día de todos los sucesos que se habían producido en mi ausencia.
No dejaban empero de atormentarme dos ideas: aún no sabíamos a ciencia
cierta quién era el traidor que conspiraba contra el rey, si es que tal había
entre nuestras filas, y por otra parte todavía no había dado cumplimiento a mi
venganza.
Aunque hubiera alertado al rey sobre el peligro de los asesinos, no
podía olvidar que Jazari seguía vivo y que por su culpa Yahán había muerto.
Por otra parte, él o el Viejo de la Montaña habían causado también una
horrible muerte a mi padre. Sin duda eran graves cuestiones que me impedían
dar por terminado el trabajo.
Me dediqué durante toda la tarde a poner en orden mis asuntos. En el
puerto localicé a hombres de confianza con quienes padre tenía tratos
comerciales. Uno se comprometió a hacer llegar una carta a mi casa, en
Damieta. También escribí a diversos lugares donde mi familia tenía intereses
comerciales. Llevaba mucho tiempo fuera y estos temas estaban siendo
desatendidos, pero percibí que en mis misivas se reflejaba un cierto aire de
despedida. No estaba seguro de si volvería de una incursión al Territorio
Asesino y les proporcionaba instrucciones para el caso de que desapareciera.
De tan buen humor como ello manifiesta, decidí salir a tomar unas
copas a alguna taberna. Deambulé meditabundo por el puerto, esquivando
montones de fardos y cajas, y pasé al lado del edificio del arsenal. Las
tabernas del barrio veneciano estaban todas llenas, pues habían recalado en
nuestro puerto varias galeras, así que me dirigí al barrio genovés, que estaba
muy cerca del Temple.
Quiso la casualidad que me encontrase con algunos de los tertulianos
que había frecuentado durante mi primera estancia en la ciudad. Sólo habían
pasado unos meses, pero se me figuraba toda una eternidad. Me costó Dios y
ayuda ponerles buena cara, pues no me apetecía la juerga ni la charla banal.
Sin embargo, hice de tripas corazón. En una taberna, al calor del vino, los
imprudentes hablaban más de la cuenta, y yo sabía escuchar. Tal vez me
enterara de algo útil para mi rey.
Me dejé llevar adonde cenaban cada día y estuvimos bebiendo y
charlando muy largamente, mientras otros caballeros iban apareciendo poco a
poco. Extrañados por mi larga ausencia, tenían muchas ganas de conocer todo
lo que me había pasado. Por supuesto, fui discreto. Para todos ellos, mi
versión era que había emprendido un largo e infructuoso periplo por tierras
infieles, sin descubrir nada que valiese la pena ser contado. Para compensarlo
les narraba las maravillas vistas por el camino y en las ciudades, exagerando
lo suficiente como para que fuera un relato de viajes creíble.
Empezó a declinar el día y nuestra reunión se animaba con más gente.
Entre ella apareció Bonifacio de Carcasona. Contrariamente a lo que esperaba
venía de buen humor y enseguida se hizo el amo de la fiesta. No daba la
impresión de ser alguien que acababa de jugar todas sus cartas al rey
equivocado, y por tanto se quedaría sin títulos y prebendas. Parecía estar muy
alegre y quería satisfacer a todo el mundo. Tan sólo al verme tuvo una
reacción curiosa: calló un instante, sin saber cómo reaccionar.
–Pero… ¿Vos sois d’Artois? –fue lo único que acertó a decir.
Ya me había acostumbrado a que la gente me encontrase muy
cambiado, pero algo me decía que la sorpresa de Bonifacio era precisamente
que me había reconocido enseguida. ¿Acaso era el único de los presentes que
había estado convencido de no volver a verme?
–Claro que sí, querido Bonifacio. Venid, sentaos a mi mesa –me
apresuré a mostrar una fingida satisfacción por su encuentro y a tratarlo
cordialmente–. Quiero que me expliquéis qué ha ocurrido desde que me fui y
también relataros los portentos que he contemplado en mi viaje –le hice sitio
a mi lado y empecé otra vez la narración de mis aventuras, contando aún
menos verdades que antes, pero vistiendo todavía más con maravillas
exóticas todos los lugares que había visitado.
Quería que Bonifacio se confiara y pretendía hacerme pasar por su
amigo, así que estuve de plática con él mucho rato. Luego nos sirvieron la
cena y la conversación derivó por otros derroteros, mientras dábamos
cumplida cuenta de las viandas. Noté que Bonifacio, aunque quería aparentar
desinterés, se resistía a dejar de hablar de mi viaje. Era evidente que anhelaba
saber más y en cuanto podía volvía a sacar el tema a colación. Una y otra vez
confesé que no había servido para nada, que no habíamos podido averiguar
quién tramaba la conspiración y que cada vez que identificábamos a un
sospechoso, el personaje con quien queríamos hablar ya estaba muerto. No
ahorré detalles, ni tampoco dejé de comentar lo enojado que se mostraba el
rey por la falta de resultados.
–Pues entonces, ¿quiénes eran los criminales que mataban a todos
esos sabios? –insistía Bonifacio.
–Lo ignoro, querido amigo, lo ignoro –le decía con cara de pena–. El
selyúcida que me acompañaba creía que eran gentes de Bagdad que
conspiraban contra el califa, pero nunca llegamos a verles salvo en esa
ocasión en que luchamos contra varios de sus esbirros. Como todos
resultaron muertos, no hubo manera de interrogarles.
–¿Así que les perdisteis la pista definitivamente en el desierto sirio? –
Bonifacio no cejaba en su empeño de sonsacarme información.
–Completamente –reconocí con fingido pesar–. Fue como si se les
hubiera tragado la tierra. Creíamos que se dirigían a Jerusalén y que allí
daríamos con ellos –mentí sin pestañear; a esas alturas, se me daba bastante
bien–, pero les perdimos el rastro. Ya no teníamos ningún indicio, ni
sabíamos adónde ir, así que emprendimos el viaje de regreso.
Mi idea era que si Bonifacio tenía tratos con Sinan, podría confirmar
cuanto le decía sobre mi viaje y mis tropiezos con los asesinos. El relato que
los hombres del Viejo le hubieran hecho sería coincidente por fuerza con lo
que yo decía, pero ellos no podían saber que habíamos encontrado finalmente
a los dos heridos en el caravasar, como tampoco lo que conocíamos y lo que
nos había relatado el pobre Turantar acerca de la pólvora.
Tras las repetidas explicaciones de cuán inútiles habían resultado mis
pesquisas, pareció quedar satisfecho y permitió que otros comensales fueran
desarrollando nuevos temas de conversación.
Los cenáculos en Acre parecían ser interminables y pasamos muchas
horas allí sentados, comiendo, hablando y bebiendo. Los más inmoderados
tenían que salir a vomitar, y los más destemplados subían a las habitaciones
de arriba cuando alguna prostituta de las que merodeaban por allí se les
antojaba hermosa. Otros parecían tener suficiente con hablar, ya fuera de
asuntos privados de los ausentes o de política. En varias ocasiones les oí
burlarse de Bonifacio por su mala apuesta por Guido de Lusignan. Bonifacio
se reía y les daba la razón, pero no podía ocultar que le molestaban y zaherían
estos comentarios. Recordaba haberle oído defender la causa de Guido
mucho tiempo atrás, pero ahora, a juzgar por sus palabras, su antiguo
candidato sería tan sólo un botarate desafortunado.
–Guido es un buen hombre, algo ingenuo, eso sí. Bueno, reconozco
que también es torpe para los asuntos de estado, pero la responsabilidad del
trono sin duda le haría ser más cauto. Por desgracia, Conrado tiene muchos
partidarios que sólo ven en él la posibilidad de medrar a su sombra y por eso
le favorecen.
–Creo que es más bien al revés –argumentó un comensal–: Conrado
será un rey de Jerusalén fuerte y cauto. Los escasos partidarios de Guido, por
el contrario, son los que pretenden aprovechar la debilidad de éste para
manipularle y poder ejercer el poder en la sombra.
–No entiendo por qué tanto preocuparse por esa corona. Jerusalén
sigue en manos de Saladino –adujo un noble que ya casi se caía de borracho.
–Ultramar necesita un rey que ponga orden cuando Ricardo se
marche. Tantos nobles como hay serán fuente de desconcierto y desunión sin
una mano real que, con fuerza y armonía, nos mantenga unidos.
–Fuerte y armonioso no es la mejor descripción del pusilánime Guido
–se mofó el noble, levantando risas con su comentario.
Yo aparté mi plato y agarré una copa de vino, disponiéndome a
escuchar. Sería interesante saber qué decían los presentes acerca de esos
temas, pues hacía rato que las bebidas espirituosas habían liberado sus
lenguas más de lo que alguno querría. Especialmente, Bonifacio no era un
ejemplo de moderación; se había hartado de asado, de vino y de licores. La
rojez anunciaba en sus mejillas los estragos que todo ello causaba en sus
vísceras, pero lejos de adormilarse o limitar su expresividad, se enardecía
discutiendo.
–Pero la fortuna puede cambiar, a veces de repente –decía Bonifacio–.
Todavía puede torcerse algo de tal suerte que impida que Conrado sea rey, o
que el infortunio, tan voluble como una mujer, le abandone y su reinado sea
corto. Entonces, ¿quién sería rey? Sólo Guido tiene derechos propios sobre la
corona de Jerusalén. Si Conrado desaparece –añadió, mirando a todos con un
desafío alcohólico en sus ojos–, ¿quién se atreverá a discutir el derecho de
Guido a ser coronado?
Agucé los oídos: Bonifacio hablando de la posible muerte de Conrado
era algo que no quería perderme por nada del mundo. Haciéndome el
distraído rogué a la moza que nos sirviera más asado y de todas las viandas,
pues es bien sabido que cuando el estómago está lleno a rebosar, la energía
desciende de la cabeza al vientre para hacer frente a todo su trabajo extra,
dejando desamparada la inteligencia durante ese periodo. También pedí
nuevas jarras de vino y volví a llenar todas las copas, pues el vacío que la
digestión dejaba en la cabeza bien podía ser rellenado con vino, para mejora
de la locuacidad en general. Al ir a pagar esta nueva ronda, salió de mi bolsa
un dirham con la efigie de Saladino. Lo miré un momento y preferí
guardármelo como recuerdo, pagando con monedas cristianas.
Los comensales agradecieron mi convite con algunas palmadas y
eructos corteses, y siguieron charlando.
–Si Conrado muriese, sin duda Guido tendría muchas posibilidades –
admitió uno de ellos–. Mas el marqués de Montferrato es un hombre fuerte y
sano, de los que no permiten que otras voluntades interfieran en su destino.
Ahora que ha sido elegido para ser coronado, ¿quién de entre nosotros osaría
alzar su mano contra él?
–Los designios de Dios son misteriosos, sobre todo en estas tierras –
respondió enigmático Bonifacio.
Se hizo un denso silencio, durante el cual todos los presentes le
miraron con interés. En ese momento un atisbo de lucidez debió llegar a sus
entendederas por entre los vapores del vino, y se percató de que había largado
más de la cuenta. De inmediato trató de desviar la atención hablando de otras
cuestiones, e intentando hacer olvidar el desliz que había traicionado sus
intenciones, por lo que ya no volvió a tratarse el tema durante esa velada.
Por mi parte ya tenía suficiente: estaba claro que Bonifacio deseaba la
muerte de Conrado, y que estaba pensando en los asesinos para ejecutar sus
planes. De cuánto disponía para lograr que el Viejo cediera sus agentes a la
causa que le interesaba, era algo que ignoraba, pero ante la posibilidad de
poder influir sobre un rey y obtener títulos y prebendas, sin duda no
regatearía oro ni promesas.
Terminamos de comer y de beber avanzada la noche, sin que hubiera
obtenido más información. Por supuesto, nos levantamos para ir a dormir a
nuestras casas cansados y tambaleándonos.
Al incorporarme comprobé que yo también había apurado más copas
de las debidas y agradecí que la lengua no se me hubiera soltado en demasía.
Apoyándome en las paredes salí del antro y el relente de la noche enfrió mi
rostro de modo agradable. Recorrí a trompicones las calles hasta mi casa,
confiando que el paseo me sentara bien. A buen seguro hallaría a Hunfredo,
con quien quería hablar, y no podía permitirme parecer borracho.
En una fuentecilla por el camino me refresqué un rato, mojándome la
cabeza para disipar mis vacilaciones. Me senté al lado del pilón y vi a
Bonifacio, que también se dirigía a su casa. Se me ocurrió seguirle para saber
dónde vivía, pues si debía estar al tanto de sus movimientos era conveniente
averiguar cuanto pudiera sobre él.
Quiso la suerte que al arribar a su hogar le estuviera esperando un
hombre ante la puerta. Al parecer había llegado para entrevistarse con él, pero
halló la vivienda vacía y tuvo que aguardarle en la calle. Se trataba de un tipo
joven, de aspecto curtido y mirada fiera. Yo me oculté tras una esquina y le
observé. Parecía musulmán por su rostro, pero vestía como cristiano. Estuvo
hablando con él, como presentándose, y no disimuló su disgusto al verle
llegar con una pinta tan deplorable.
Tras departir un rato los dos entraron en la casa y cerraron la puerta a
cal y canto. Dudé un momento y decidí acercarme a fisgonear, por si alguna
ventana mal cerrada me permitía averiguar más. Cuando fui a moverme para
doblar la esquina, una mano de hierro me aferró el hombro y me echó para
atrás, arrojándome contra la pared. Un puñal me acarició con firmeza el
cuello mientras un rostro me escrutaba de cerca.
–¡Ajá, lo suponía, Marc d’Artois! –susurró una voz muy baja. El
puñal desapareció pero aquel hombre siguió agarrándome mientras asomaba
con prudencia la cabeza por la esquina–. Venid conmigo; aquí estamos en
peligro.
Nos movimos en silencio, alejándonos de la casa hasta una pequeña
plazoleta. Allí pude reconocer de quién se trataba.
–¿Miguel? –pregunté, sorprendido–. ¿Qué hace un templario aquí a
estas horas?
–Lo mismo que un espía del rey. Vigilar a los asesinos.
–Yo iba tras Bonifacio, y no creo que él sea musulmán.
–Me refiero al hombre que esperaba a Bonifacio en la puerta y al que
está escondido en un rincón de la calle, a oscuras, con las armas en la mano y
esperando que alguien demuestre demasiado interés por esa casa y la reunión
que ahora se celebra en ella.
–Así que dos asesinos… Pero ¿cómo lo sabéis? ¿Qué os ha llevado a
seguirlos?
–Órdenes de Hunfredo. Los asesinos quieren atentar contra Ricardo y
debemos vigilarles. Esta tarde he reconocido a dos de ellos en el mercado.
Desde entonces no les quito ojo de encima y llevan horas plantados ante esa
puerta. Quería averiguar a quién desean ver para informar a Hunfredo.
–Entonces somos dos los que tenemos cosas que contarle –añadí–. He
cenado con Bonifacio y algo de lo que ha dicho me induce a sospechar que
está tramando algo contra Conrado, pues no desea que sea coronado rey.
–¿También está en contra de Conrado? –preguntó sorprendido–. Si de
Bonifacio dependiera no quedaría nadie vivo en este reino. Decidme, ¿sigue
Hunfredo residiendo en vuestro domicilio?
–Desde luego, a sus anchas y con toda comodidad. Voy a buscarle
para que venga y…
–No hace falta. Mi compañero está vigilando la casa y nos mantendrá
al tanto. Podemos ir ambos a ver a Hunfredo.
–¿Vuestro compañero? No le he visto ¿Dónde está?
–Valiente espía –se mofó Miguel, y pasó a tutearme–. Sólo localizaste
a un asesino y ni a mí ni a mi compañero nos has olido. Hablando de oler… –
acercó su nariz a mi cara y mi aliento me delató–. Claro, eso lo explica todo:
borracho como un tonel de monasterio –suspiró, como si la creación
conspirase para hacer su vida más complicada–. Ay, vamos a tu casa y
procura despejar la cabeza. No conviene estar embotado habiendo asesinos
cerca.
Me enojaba que me viera en ese estado y se mofara de mí, pero no
habría resultado convincente contarle que, si estaba bebido, era por mejor
servir al rey obteniendo información de sus enemigos. No quería que un
fornido templario me arrojara de cabeza al mar.
Cuando llegamos a la casa estaba mejor y a Miguel se le había pasado
el enfado. Encontramos a Hunfredo durmiendo y esperamos que se levantase
y vistiera. Me pregunté de paso cuándo estaba en su castillo el señor de
Torón, para contarle a continuación lo que uno y otro habíamos averiguado.
Yo puse especial énfasis en dejar claro que toda aquella noche había estado
intentando sonsacar a Bonifacio, pero el templario ponía cara de: «mejores
excusas he oído». Hunfredo no fue tan reticente y se preocupó más por las
conclusiones de todo ello.
–No es suficiente para incriminar a nadie; sólo unas habladurías de
borracho en una taberna y una visita a su domicilio por parte de los hombres
del Viejo. Bastante para que nosotros desconfiemos, pero del todo
inadecuado para acusarle ante el rey. No obstante, vamos a tomar medidas.
Tú, Marc, seguirás a Bonifacio. Nadie recelará si te sientas a su mesa cada
noche y por eso puedes estar cerca de él. Tú Miguel, eres templario y por
tanto desconfiará de ti, como todo el mundo…
–¿Te cae tan simpático como a mí este hombre? –me preguntó Miguel
en un susurro.
–Dejaos de bromas, que hay coronas en juego –replicó molesto
Hunfredo al oír el comentario–. Te decía, Miguel, que tú te ocuparás de ir a
todos los Kraks cercanos a los castillos asesinos para advertirles de las
circunstancias. Quiero que estén alerta ante cualquier movimiento de los
asesinos, que vigilen Masyaf y que reconozcan y registren a todos los
hombres que se muevan por esas tierras. Recordad que basta un asesino y una
daga para desequilibrar sutiles juegos de poder.
En ese momento aporrearon nuestra puerta con golpes fuertes y
urgentes. De tal manera estaban los ánimos que tres espadas fueron
desenvainadas al unísono, y decidido el templario, se fue a abrir mascullando
entre dientes:
–Si son asesinos, me pido los tres primeros…
En cuanto abrió la puerta le vi hacer un mohín de disgusto. Franqueó
el paso a un hombre aún más joven que él, rubio, que jadeaba y tenía el rostro
enrojecido, pues al parecer había venido corriendo. Miguel envainó su espada
y nos lo presentó:
–Mi compañero, Recaredo de Poitiers.
–¿Qué haces tú aquí? –inquirió Hunfredo–. Se suponía que vigilabas
la casa de Bonifacio.
–Muy cierto, pero Bonifacio salió nada más partir estos dos –nos
señaló a Miguel y a mí–. Se reunieron con el asesino que vigilaba la calle y
fueron a buscar unos corceles a la caballeriza más cercana. Partieron de
inmediato y se dirigieron a la puerta de San Antonio.
–Supongo que la guardia no les dejó salir a estas horas de la noche.
–Bien al contrario, se detuvieron apenas unos instantes, oí tintinear las
monedas en abundancia y la puerta se entreabrió justo lo suficiente para dejar
que la oscuridad se los tragara.
–¡Oh, vaya, lo que nos faltaba!
–Como son los compañeros de mi orden los que vigilan las torres… –
se lo pensó un momento y añadió con gran énfasis–: ¡Que no las puertas de la
ciudad!
–Venga, todos conocemos la nobleza del Temple. Prosigue –le instó
Hunfredo.
–Bueno, pues subí corriendo por la torre Maldita, que como ya sabéis
está justo en la esquina de la muralla y permite otear desde ella todos los
caminos que parten de Acre. No pude verles, pues ya habían desaparecido,
pero mis compañeros me informaron que distinguieron a esos tres jinetes con
toda claridad cabalgando hacia el norte, por el camino de la costa, el que se
dirige en línea recta a…
–A Tiro –le interrumpió Hunfredo–. Justo ahí se halla ahora Conrado
celebrando la noticia de su elección como rey de Jerusalén.
–Y un poco más al norte aún, el Territorio Asesino, donde hasta las
sombras temen a los hombres –añadió Miguel.
Le miré de reojo; tenía el rostro sombrío, como pensando en lo que se
avecinaba. Llegué a la conclusión de que en verdad conocía a los asesinos.
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Y así, lector, si has sido capaz de acompañarme hasta aquí, verás que
hemos llegado al principio de mi relato. Todo parecía perdido. Los asesinos
habían logrado acorralarme, frustrando mi plan de dirigirme al Krak más
cercano a Masyaf, el de Kamel, bajo control de los caballeros del Hospital.
Mi única opción era vender cara la vida, y caer con honor. Lamentaba no
haber podido vengar a Yahán ni a mi padre. Tampoco podría evitar que
atentaran contra Saladino o Ricardo, pues sólo había volado parte de la
pólvora. Pero ya no tenía sentido llorar por ello.
Entonces descubrí que mi perra suerte me había concedido una tregua.
Para mi sorpresa los jinetes negros que venían de frente pasaron como
centellas a mi lado y se dirigieron contra los asesinos de Masyaf. Me quedé
boquiabierto, aunque al poco me percaté de algo que no había distinguido al
primer instante: en sus negras capas había bordadas cruces blancas. La
caballería del Hospital había acudido providencialmente en mi ayuda,
entablando batalla feroz y a muerte con los asesinos.
Aquellos soldados de Cristo vestían sobrecotas y capas negras, pero
también llevaban cotas de malla y yelmos, y escudos, y el acero de sus
espadas se batía con los alfanjes y cimitarras de los asesinos. Me apresuré a
unirme a ellos y con la espada de Bonifacio –que la había dejado en el
caballo, tal vez porque no podía entrevistarse armado con Sinan– luché codo
con codo con los caballeros hospitalarios. Busqué a Jazari entre la polvareda,
los gritos de rabia y de muerte y no tardé en hallarle. La mayoría de los
asesinos yacía tendida en el suelo, pero él luchaba como un león
enfrentándose a varios oponentes al unísono.
Sin poder contenerme grité que le dejaran, que aquel asesino era para
mí solo. Estupefactos, todos los combatientes se detuvieron un instante. El
capitán de los hospitalarios ordenó a sus hombres que retrocedieran y Jazari,
jadeante por el esfuerzo y la rabia, me miró de un modo que jamás podré
olvidar. Esos ojos deseaban tanto mi muerte que nada le iba a detener con tal
de conseguirla. Puso bien su escudo de cuero, aferró la cimitarra y gritando se
abalanzó sobre mí.
Yo espoleé el caballo para avanzar hacia él, preguntándome cómo iba
a parar su carga tal como iba, sin escudo, sin yelmo, sin nada que me
protegiera. Entonces frené con fuerza a la montura encabritándola. El animal
relinchó, se levantó y agitó las manos. Jazari tuvo que desviarse e inclinarse
para evitar ser arrollado por mi caballo y entonces le golpeé con la espada,
sajando todo su pecho.
El asesino cayó al suelo aullando, retorciéndose de dolor. La sangre
fluía a borbotones, manchando su túnica.
–¿Vais a rematarlo? –preguntó un caballero hospitalario.
–Si es la voluntad de Dios que sufra, ¿quién soy yo para interponerme
en Sus designios? –le respondí, y me quedé mirando con delectación la
agonía del asesino.
–Supongo que debéis ser Marc d’Artois –dijo el hospitalario al cabo
de un rato, cuando Jazari ya apenas se agitaba–. En las comunicaciones que
recibimos se cuentan tales hechos de vos que deseaba conoceros.
Se quitó el yelmo de acero y me tendió la mano, que yo estreché.
–¿Qué suerte de habladurías os han llegado acerca de mí? –realmente
temía los chismorreos que los cruzados pudieran contar a mis espaldas.
–Un caballero del Temple nos dijo que habéis cruzado las tierras de
los infieles persiguiendo a los asesinos, que habéis luchado contra ellos, que
habéis sido recibido por el sultán y muchas más cosas. También nos dijo que
sois hombre de confianza del rey Ricardo y de Hunfredo, y que debíamos
vigilar atentamente Masyaf. Si ese nido de víboras resultaba destruido o algo
por el estilo, debíamos apresurarnos a rescataros –señaló con el dedo en
dirección al poblado. Me volví y comprobé que seguía ardiendo; padre se
habría sentido orgulloso de mí–. En principio, lo de la destrucción del cubil
asesino se me antojó una exageración del templario, pero… Cuando oímos
ese horrible trueno, luego vimos el incendio y después un hombre perseguido
por una turba de asesinos, supe que os habíamos encontrado y vinimos a
ayudaros.
–Ése de ahí ya ha muerto –otro de los caballeros señaló a Jazari.
–Bien, podemos partir hacia Kamel.
–Un momento. Soldado, préstame tu lanza –me la tendió, la aferré y
la hundí en el corazón de Jazari–. Era sólo para asegurarme…
Todos los hospitalarios me miraban de reojo cuando nos marchamos.
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–No tenemos ni idea de qué puede haber ocurrido –me explicaba una
y otra vez el comandante del ejército de Ricardo–. Conforme avanzábamos
hacia la ciudad veíamos las galeras del rey mar adentro en la misma
dirección. Navegaban despacio porque tenían el viento en contra. Sin
embargo, de repente dieron media vuelta, largaron todo el trapo y se fueron.
Suspiré y miré a mi alrededor. Ante las puertas de Cesarea los
soldados procedían a montar el campamento. Los caballeros llevaban sus
monturas a pastar y las mujeres encendían hogueras y preparaban los
pucheros. Se les veía cansados, había numerosos heridos y nadie parecía
tener ganas de ponerse a correr tras la flota del rey para averiguar qué estaba
pasando.
–¿Podéis al menos asegurarme que se dirige hacia Jaffa? –le insistí–.
Es urgente que me reúna con él sin más dilación. Y en cuanto al camino,
¿está libre el paso por tierra?
–No puedo asegurar nada ni se me ocurre adónde puede haber ido si
no es a Jaffa. No creo que se atreva a atacar otra ciudad sin nosotros… –
pareció vacilar un momento antes de añadir–. Somos su ejército. Carece de
fuerzas suficientes para un asalto con la flota. En cuanto al paso… Qué puedo
yo deciros. Cuando salimos de Jaffa estaba libre, pero teníamos el ejército de
Saladino tan cerca que podíamos ver sus tiendas a lo lejos, tierra adentro.
Estuve pensando un rato. No sabía qué hacer, pero me apetecía bien
poco dedicarme a perseguir una flota que se dirigía a un destino desconocido.
Lo cual podía resultar especialmente difícil para alguien a caballo.
El comandante me aconsejó tomármelo con calma y me invitó a
almorzar con él.
Así estábamos cuando llegó un mensajero del rey. Al parecer había
desembarcado en una pequeña chalupa y traía un mensaje que sacudió el
campamento como un mazazo.
–¡Saladino está atacando Jaffa! –gritaba el mensajero agotado y
sudoroso, mientras entraba corriendo en el campamento–. La flota se dirige a
la ciudad; el rey ordena a su ejército regresar y aprestarse a la batalla.
El comandante poco logró sacar en claro de aquel exaltado que había
revolucionado todo el campamento. Una embarcación procedente de Jaffa
había llevado el mensaje hasta la galera del rey. Éste había ordenado dar
media vuelta de inmediato y dirigirse de nuevo a la ciudad, remando a
marchas forzadas. No iba a esperar a las tropas de tierra, pero contaba con
que acudiesen sin tardanza y dispuestas a batirse con los musulmanes.
El comandante permitió a sus hombres terminar de comer, pero a
continuación se pusieron a desmontar las tiendas y prepararse para una nueva
marcha. Aunque cansados, reaccionaron con energía desbordante y sin dudar
ni un instante. El ejército estaba de nuevo en movimiento. Una batalla se
avecinaba y todo parecía indicar que el rey la empezaría solo, sin aguardar
refuerzos.
Logré averiguar, para aumentar mi desasosiego, que en las galeras
iban muy pocos caballeros. Según el comandante no serían más de cincuenta.
Había también un menguado número de arqueros, que no debía de pasar de
doscientos o trescientos. ¿Era posible defender o reconquistar una ciudad con
tan escasos combatientes? Así se lo pregunté al comandante.
–Parece imposible, pero con Ricardo Corazón de León los imposibles
a veces se convierten en pequeños inconvenientes que el valor puede superar
con creces.
Con tan optimistas palabras como preludio, el ejército se puso en
marcha hacia Jaffa.
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Al-Kamil vino con un bocado para él y otro para mí. Me lo tendió
diciendo: «Así te ahogues con él», pero le agradecí de todos modos la
amabilidad de traerlo. Saladino estaba preparando un último asalto contra las
líneas enemigas. Tenía la impresión que muchos de sus hombres estaban
desanimados y lo dejaban ya por imposible. Empezaba a atardecer y pronto
faltaría la luz para seguir atacando.
De nuevo la caballería cargó, esta vez no tan ágilmente, pues llevaba
toda la tarde combatiendo y los animales estaban cansados. Quizá para
aprovechar esta circunstancia, Ricardo no se limitó esta vez a la defensa. Tras
detener la carga, los arqueros pasaron al frente y hostigaron a las huestes de
Saladino, causando numerosas bajas entre ellas. Después volvieron a la
retaguardia y el propio rey Ricardo se puso al frente de sus lanceros,
dirigiendo un ataque contra las primeras filas del enemigo.
Entonces oí con agrado que el sultán tenía un nuevo problema: el
ejército que había llegado de Cesarea estaba amenazando a su retaguardia.
Fue para mí un alivio y a fe de Dios que no sé por qué tardaron tanto, pero su
iniciativa llegaba en buen momento. La caballería de Saladino estaba cansada
y quebrantada tras todo el día combatiendo, y la moral de sus hombres por los
suelos, tras esos estériles intentos por tomar la ciudad.
Sin embargo, mi corazón dio un vuelco cuando al-Kamil atrajo mi
atención sobre algo que acababa de ocurrir en el campo de batalla. El caballo
del rey había sido alcanzado por una flecha y había caído, dejándole en el
suelo y a cierta distancia del grueso de sus hombres. Los infantes y caballeros
que estaban más cerca se apresuraron a ir hasta él corriendo a defenderle y
formaron un muro humano a su alrededor.
–¡Oh, no, se levanta otra vez! –exclamó al-Kamil apenado–. Si al
menos se hubiera matado al caer…
–¡Eh, tú, el cristiano! Ven aquí –uno de los lugartenientes de Saladino
me llamaba y acudí con presteza.
El sultán estaba impartiendo órdenes, pero me vio y dijo algo que no
me esperaba.
–Toma estos dos corceles –me dijo Saladino, indicando dos caballos
árabes negros–. Llévaselos a tu rey y dile que es un obsequio por el valor que
ha demostrado en este día.
Los cogí y me dispuse a partir, sin entender por qué un enemigo se
mostraba tan generoso con su rival. Al-Kamil me saludó con la mano; él
también había recibido órdenes y se aprestaba a cumplirlas.
–¡Adiós, amigo! –le grité, devolviéndole el saludo.
Cabalgué deprisa, pero tuve que frenar y mostrarme bien para que los
arqueros britanos no me convirtiesen en un acerico. Finalmente se
tranquilizaron y pude llegar al lado de mi soberano, a quien entregué el
presente del sultán y le transmití sus palabras.
–Un hombre muy considerado –dijo satisfecho el rey, escogiendo uno
de los caballos y montando en él–. Sin duda tenemos un digno rival ante nos.
–Y otro rival inesperado y menos generoso que está entrando en la
ciudad –dije, señalando hacia la abertura en la muralla.
Unos soldados de Saladino se habían acercado a rastras,
aprovechando que los hombres de Ricardo se habían separado de la muralla
para contraatacar. Penetraban en la ciudad y no parecía haber muchos
defensores dentro.
–Mi querido d’Artois –me dijo el rey–, tienes la costumbre de llegar
tarde a las batallas, pero al menos nunca te pierdes la parte más interesante de
las mismas. Acompáñanos y reconquistemos la ciudad otra vez o muramos
como soldados de Cristo.
Y de este modo fui invitado por mi rey a luchar junto a él en Jaffa.
Las calles eran en verdad estrechas; había rincones peligrosos por
todas partes, pero Ricardo no se detenía ante nada ni nadie. Era casi
imposible mantener su ritmo, pero quienes le seguíamos no pensábamos dejar
que nos adelantara e hiciera él personalmente todo el trabajo. Fue un combate
duro; nos estorbábamos los unos a los otros y siempre parecía haber más
enemigos dispuestos a sorprendernos. Los caballeros y el rey formábamos
una muralla que se abalanzaba contra los musulmanes sin dudar ni conceder
cuartel. Uno tras otro fueron cayendo, y cuando al fin ya no encontramos más
resistencia había perdido la cuenta de cuántos cuellos rebanamos aquella
tarde.
Observé que estábamos todos cubiertos de sangre de los pies a la
cabeza y algunos regueros fluían por las propias calles empedradas de Jaffa.
Sobre el suelo también reposaban numerosos cadáveres, casi todos ellos
faltos de alguna parte de su cuerpo, ya fuera la cabeza, una mano o el brazo
entero.
El sol se estaba escondiendo y sólo sus últimos rayos alcanzaban a
iluminar aún el cielo. Entonces llegó, jadeante, un arquero con noticias para
el rey.
–Mi señor, el ejército de Saladino se retira en dirección a Jerusalén. El
vuestro está llegando a las puertas de la ciudad. ¡Jaffa es vuestra!
–¡Viva el rey Ricardo! –gritó un caballero alzando su espada
ensangrentada, y todos lo coreamos con vítores y gritos de júbilo.
* * *
* * *
Durante los días siguientes estuve ayudando a reorganizar la defensa
de Jaffa, pero mi mente siempre estaba pensando en Bonifacio ¿Cómo podría
dar con él? Sin embargo, las cosas cambiaron súbitamente, impartiéndome
una lección de humildad.
Había estado pensando en hacer yo mismo todo el trabajo,
preocupado porque si fallaba, el traidor Bonifacio saldría impune. ¡Qué
estupidez y qué orgullo el mío! ¿Acaso no sabía que otra mucha gente más
inteligente y valerosa que yo se ocupaba del mismo asunto? En una galera
recién llegada de Acre con caballeros de refuerzo venía Hunfredo de Torón,
con unos cuantos templarios y, cargado de cadenas, Bonifacio.
El bueno de Hunfredo y muchas patrullas templarias me habían creído
y buscado por todo el país al traidor. Al final le interceptaron cuando trataba
de embarcar, disfrazado de monje, en un barco que debía zarpar en dirección
a Nápoles.
El rey mandó llamarme a su presencia y en la antesala hallé a
Hunfredo y al templario Miguel, quienes me pusieron al día de estas
novedades que he relatado. Jubiloso, les felicité y les pregunté qué pena
recaería sobre él, cómo iba a castigar el rey su traición.
Hunfredo y Miguel se miraron sorprendidos, y luego me
contemplaron a mí. En ese instante comprendí que tenía un problema.
Un escudero nos llamó y pasamos a la gran sala de la ciudadela,
donde Ricardo y sus más fieles se reponían del esfuerzo de los últimos días
con asados y vino. Bonifacio, aunque encadenado, me miró con ira y soberbia
en los ojos.
–¡Ese perro, amigo de musulmanes, es quien debería ser castigado! –
dijo, señalándome–. ¿Cómo es posible que permitáis que el hijo de un
bastardo acuse a un caballero, de probada nobleza y fidelidad? Yo os digo:
azotadle, arrancadle los ojos y que se pudra en una mazmorra –al hablar daba
manotazos de rabia en el aire y las cadenas tintineaban de un modo lúgubre.
Algunos de los hombres que estaban sentados alrededor del rey
aprobaban sus palabras.
–Mi señor –dijo uno de ellos–, no podemos consentir que un villano e
hijo de un bastardo mancille el honor de un caballero de noble cuna. ¿Cuándo
se ha visto que la palabra de un hombre sin nobleza valga más que la de uno
de nosotros? ¿Acaso a partir de ahora permitiréis que la chusma nos acuse de
cuanto le plazca? Si no fuera un inferior a mí, yo mismo retaría a duelo a ese
muchacho para que Dios probase que digo la verdad. Pero es plebeyo y
bastardo, así que os digo que es mejor ahorcar a d’Artois por su ofensa a la
nobleza y que el caballero Bonifacio se siente con nosotros a disfrutar de
vuestra hospitalidad.
–Oye, ¿de qué va esto? –le pregunté a Hunfredo en un susurro
acongojado.
–Nada, lo de siempre: la palabra de un noble vale más que la de un
plebeyo.
Bonifacio seguía defendiendo su honor mancillado, conminando a los
presentes a que me apresaran, torturaran, mataran y cosas peores. Los
hombres del rey cada vez estaban más de su lado y Ricardo seguía comiendo
asado y bebiendo.
–Entonces yo pido a mi señor rey que manifieste públicamente su
voluntad –terminó Bonifacio, exaltado–, para que podamos dar el castigo que
se merece a este villano.
Todos me miraron. El rey terminó con el asado, eructó y bebió otro
sorbo de vino.
–El caballero Bonifacio ha hablado muy bien –dijo Ricardo–. La
palabra de un noble vale más que la de cualquier otro, pues así lo requieren
las virtudes y autoridad natural con que Dios nos ha investido –hubo
murmullos de aprobación en la sala. Yo miré hacia la puerta, mas vi que
estaba cerrada y custodiada por hombres armados que permanecían alerta y
no me quitaban los ojos de encima. Intenté dar un paso hacia atrás, pero
Miguel me pasó el brazo por la espalda y me empujó de nuevo hacia
adelante–. Nos de ninguna manera permitiremos que nadie ofenda a la
nobleza con acusaciones ridículas y que no están fundadas en un estado
natural de igualdad o superioridad del acusador sobre el acusado –nuevos
murmullos de aprobación–. ¿O acaso alguno de los caballeros aquí presentes
aceptaría que su escudero o cualquiera de sus sirvientes declarasen contra
ellos?
Los caballeros gritaron que no consentirían tal cosa. Nervioso, miré
hacia las ventanas: estaban protegidas por barrotes. No había manera de salir
corriendo de allí.
–Entonces todos estamos de acuerdo en que la palabra de un caballero
debe prevalecer –sentenció el rey dando un soberbio puñetazo sobre la mesa.
En ese momento observé como brillaban de alegría malsana los ojos de
Bonifacio, quien al percatarse de mi atención hizo un grosero gesto con su
pulgar alrededor del cuello.
Los presentes asintieron con firmeza y entonces oí un suave carraspeo
a mi lado.
–Perdonad, mi señor…
–Adelante, noble Hunfredo, señor de Torón –le respondió el rey.
–Es sobre este asunto particular de la nobleza que quería hablaros.
–Hablad, hablad, mi querido Hunfredo; nos escuchamos atentamente
vuestras siempre sabias palabras –le instó sonriendo el rey.
–Veréis, de todos es sabido que cuando alguien destaca en el servicio
a su soberano, incluso más allá del deber y poniendo el interés de su rey por
encima de su propia vida, aún a riesgo de perder su honra o su alma, sin por
ello…
–Frases más cortas. Ve al grano –le dijo Miguel por lo bajo.
Hunfredo carraspeó de nuevo y siguió hablando:
–Cuando alguien os sirve con nobleza. Pone en peligro su vida por
vos. Cruza desiertos y mares para serviros. Desafía peligros innumerables. En
fin, cuando alguien os sirve de modo ejemplar. ¿No es normal que vuestra
generosidad le recompense?
–A fe de Dios que hemos visto a ese hombre luchar a nuestro lado con
valor en varias batallas. Ahora vos, Hunfredo, decís que es merecedor de una
recompensa. ¿Puede alguien dudar de la palabra de un noble de tan alto rango
como Hunfredo, cuarto señor de Torón?
–Respecto a los méritos de este valiente cruzado, mi señor –intervino
Miguel–, sólo quería haceros saber que mi orden le tiene en alta estima. Nos
consta que os ha servido con valor, nobleza, templanza y una firme
determinación. Se ha enfrentado a numerosos peligros. Por vos se ha
mezclado con nuestros enemigos y los de nuestra fe para desenmascarar sus
conjuras, malefícios y artimañas, y así protegeros. En nombre de la orden del
Temple, os pido que haciendo uso de vuestro poder y natural generosidad, le
recompenséis como se merece.
–¿Habéis oído? –dijo el rey, levantándose–. Un noble y la orden del
Temple piden que Marc d’Artois sea recompensado por sus servicios a
nuestra corona. ¿Alguien duda de Hunfredo o del Temple? –todos los
presentes gritaron que ni por asomo–. Entonces nos te ordenamos que te
acerques, Marc d’Artois.
Miguel me empujó al tiempo que me decía al oído:
–Ve y arrodíllate ante el rey, ahora.
Casi temblando por la emoción, pues imaginaba lo que iba a suceder
pero no era capaz de creérmelo, acudí al lado de mi rey. Me arrodillé y bajé la
cabeza en señal de lealtad y sumisión. Oí el sonido de la espada real al ser
desenvainada y noté como caía sobre cada uno de mis hombros.
–¡Por San Pedro y por San Jorge nos, Ricardo, rey de Britania, os
armamos caballero!
La sala estalló en vítores y aplausos. Los nobles vinieron a
felicitarme; muchos de ellos, condes, duques y marqueses, me abrazaron
como a un hermano. Teniendo en cuenta que hacía unos minutos le habían
pedido mi cabeza al rey, llamándome bastardo plebeyo y cosas peores (que
omitiré por respeto a mi santa madre), la situación me resultaba un tanto
chusca. Cuando el alboroto se hubo calmado, el rey me preguntó si tenía algo
que decir ante esa sala llena de nobles.
–Ahora, Marc, ahora es la tuya… –me animaba Hunfredo, y al mismo
tiempo puso en mis manos un guante.
Caminando tranquilamente ante la sala me acerqué a Bonifacio.
Temblaba de rabia hasta el punto de que sus cadenas tintineaban. Había gotas
de sudor en su rostro, tensión en sus facciones y al acercarme olí el miedo en
él. Levanté el brazo y señalándole con el dedo, dije en voz bien alta:
–Bonifacio de Carcasona: yo, Marc d’Artois, os acuso de haber
traicionado al rey y a la Cristiandad. Os acuso de conspiración para matar al
rey. Os acuso de haberos unido a infieles en contra de nosotros y de haber
pagado a mercenarios para obtener la muerte de Conrado de Montferrato.
Entonces le arrojé el guante a la cara y añadí:
–¡Por eso os reto en duelo, y que sea Dios quien juzgue!
Los vítores estallaron de nuevo en la sala y todos me felicitaron por
mi bravura, aunque sospecho que lo que más les complacía era el espectáculo
que iba a celebrarse. Al fin y al cabo es bien sabido que los juicios de Dios
siempre acaban con alguien muerto.
* * *
–Sólo una cosa, Marc –me dijo como por casualidad Hunfredo cuando
salíamos–. ¿Alguna vez te has batido en duelo, o has visto alguno? Vaya, por
la cara que acabas de poner, deduzco que no.
* * *
–Sabía que se nos olvidaba algo –decía Miguel chascando los dedos–.
¿Cómo no se te ocurrió preguntarle si sabía batirse en duelo antes?
Estábamos en un camaranchón de una torre de la ciudadela, el lugar
más privado que pudimos hallar.
–Es que tengo la cabeza en tantas cosas al mismo tiempo, que a veces
se me escapan esos detalles –se justificaba Hunfredo con un grácil gesto de
su mano izquierda. Se le veía más risueño que de costumbre, y me pregunté
el motivo.
–¿Por qué es tan importante que sea un experto en duelos? –
pregunté–. He luchado en batallas, me he peleado con numerosos
enemigos…
–Verás, Bonifacio está ducho en duelos. Es uno de los mejores. En
sus años mozos se cuenta de él que acabó al menos con diez o doce
caballeros y me temo que no está desentrenado –me informó Miguel.
–Además, en un duelo se combate con armadura de placas. Son tan
pesadas, coartan de tal modo la libertad de movimientos, que has de poseer
una técnica especial y muy depurada para usarlas. De lo contrario, es como si
estuvieses atado –explicaba Hunfredo–. En cuanto a las armas, pueden ser
distintas: hacha, maza, plomada, y valen todas las perrerías que se puedan
imaginar.
–¿Has dicho que vale todo? –pregunté, súbitamente interesado.
–Pues claro; sea lo que sea lo que ocurra durante un duelo, acontece
por la voluntad de Dios. Ya sabes, por aquello de los renglones torcidos y las
sendas misteriosas.
–Pues si todo vale… ¿Me permitís que os abandone durante unas
horas? Tranquilos; no pienso huir; al igual que con Jazari, dar su merecido a
Bonifacio es algo personal.
Miguel y Hunfredo se encogieron de hombros y me dejaron partir.
Dediqué un tiempo a rebuscar entre las carretas de intendencia, y hablé con
varios mercaderes de los que siguen a los ejércitos como chacales tras una
presa moribunda. Así, pude adquirir tres sencillos ingredientes, un mortero y
un almirez. No necesitaba más. Busqué un sitio apartado, hice lo que debía y
fui a reunirme con mis amigos, que comenzaban ya a impacientarse.
* * *
Tuve que pasar toda la noche velando mis armas de caballero.
Además, me dediqué a contemplar descorazonado la armadura, que Hunfredo
se había ocupado de proporcionarme comprándola de entre las pertenencias
de un caballero muerto en la campaña. Aquella cosa infernal pesaba sólo de
verla, y no tenía ni idea de cómo podía moverse alguien metido dentro de
semejante trasto. Como mortaja quedaría la mar de decorativa, eso sí.
Cuando amaneció vinieron a recogerme, y entre Hunfredo y Miguel
lograron ponérmela y atarla como es debido. Apenas si podía andar; ropa fina
por debajo, la cota de malla completa en medio, y cuando digo completa es
que lo era del todo: camisa de manga larga, pantalones y guantes. Incluso la
cabeza iba cubierta de cota de malla. Por encima llevaba un casquete de cuero
acolchado para amortiguar los golpes, y sobre éste el yelmo. Y por supuesto
la armadura: pies, piernas, tronco y brazos recubiertos de metal. Los
guanteletes por encima de los guantes de cota de malla eran el toque
definitivo, con sus pinchos en los nudillos. Hubieran permitido matar a
alguien de un solo puñetazo, a no ser que ese alguien, como sería el caso de
Bonifacio, también portara armadura.
Hicieron falta unos cuantos hombres, una polea atada a la rama de un
árbol y algunas cuerdas para que pudieran subirme al caballo.
Fuimos a esperar la aparición de mi oponente en las afueras de la
ciudad. Habían habilitado un campo como escenario de ese juicio peculiar, en
el cual Dios ejercería el papel de magistrado. Para mi sorpresa, allí estaba un
viejo conocido que vino a saludarme.
–¿Al-Kamil? –pregunté, desconcertado–. ¿Qué haces aquí?
–Nos llegó un mensajero con una oferta de paz de tu rey. También
había una carta de Hunfredo en la que decía que ibas a matar a un cristiano, y
nos invitaba a ver cómo lo hacías. Así, vine acompañando a al-Adil, que
negociará en nombre del sultán. No querría perderme por nada del mundo
este combate.
–Pues qué bien…
Bonifacio apareció al otro lado y bajé la visera del yelmo. Los
acompañantes se apartaron y oí a al-Kamil preguntar por qué teníamos
antorchas encendidas en pleno día.
–Cosas de Marc –respondió Hunfredo mientras marchaba con los
demás–. Venga, acompáñame y goza del espectáculo.
Hubo algunos parlamentos explicando la situación, luego el rey dio la
orden de empezar y nos proporcionaron una gruesa y pesada lanza a cada
uno. Tratando de recordar todos los consejos impartidos por Miguel y
Hunfredo, la empuñé con fuerza. Me habían dicho que debido al peso era
imposible sostenerla en posición de ataque. Tenía que mantenerla vertical,
apoyada en el estribo hasta que me lanzara al galope. Entonces debía
empujarla con fuerza hacia arriba y colgarla en el ristre, que es una especie de
gancho soldado al peto de la armadura. Entonces, la lanza caería a plomo sin
que pudiera mantenerla horizontal. Con toda la fuerza de mi brazo debía
retrasar su descenso de tal manera que estuviera a la altura de la cabeza o el
tronco de mi adversario en el momento del impacto. No iba a poder levantarla
a pulso ni mantenerla firme, así que todo dependía de esa perfecta
sincronización en la caída.
Miguel decía que los caballeros ensayaban esa maniobra durante toda
su vida. Yo tenía que hacerlo bien a la primera.
Se dio la señal y nos lanzamos al galope. Colgué la lanza al ristre y
ésta empezó a caer. Enseguida me dí cuenta que lo hacía demasiado aprisa:
iba a fallar. Por el contrario, la de Bonifacio venía directa a mi cara.
Grité, solté las riendas y alcé mi escudo para protegerme. El arma de
Bonifacio chocó contra él y fue como un mazazo que atravesara todo. Me
lanzó por los aires, pero noté que yo también le había alcanzado.
Varios hombres vinieron a ayudarme a levantarme, lo mismo que a mi
rival.
–¿Le he dado? ¿Dónde ha sido?
–En la pierna –respondió Hunfredo–. El golpe lo desequilibró de tal
modo que cayó rodando por el suelo.
–¿Ves como sí que ha sobrevivido al primer lance? –le dijo Miguel a
Hunfredo en tono de reproche.
–Vamos, vamos, ahora el combate sigue a pie –me urgió Hunfredo,
sin responder al templario–. Levanta, Marc. Toma un escudo nuevo y aferra
tu espada.
–Veo que Bonifacio ha tomado la plomada. Ten cuidado, Marc;
con eso puede eludir tu escudo.
Una plomada es una bola de acero atada a un palo mediante una
cadena. Un arma asquerosa que jamás me ha gustado, y que nunca sabes por
dónde te va a golpear. Si la intentas detener con el escudo y sólo le aciertas a
la cadena, ésta puede doblarse y la bola te pega de todos modos. Un arma que
puede sortear las esquinas no debería permitirse en un duelo.
Nos enfrentamos de nuevo y Bonifacio se abalanzó sobre mí
golpeando con todas sus fuerzas. Yo apenas podía detener sus golpes y varias
veces logró alcanzarme con la plomada. Entonces entendí por qué existen
esas armaduras. Uno solo de esos golpes me habría matado de no llevarla. Sin
embargo, no podía hacer más que defenderme de sus ataques furiosos.
Aunque intentaba darle con la espada, no era lo bastante ágil para un duelista
experimentado como Bonifacio.
Poco a poco iba retrocediendo hasta donde estaba el público, justo
ante la hilera de antorchas. Cuando estuve lo bastante cerca de una de ellas,
lancé rápidos golpes a la cabeza de Bonifacio. Sorprendido, mi rival se vio
obligado a retroceder unos pasos. Entonces, moviéndome con celeridad clavé
un momento la espada en el suelo. Agarré una pequeña bolsa que llevaba
prendida en el cinturón y la puse sobre las llamas de una antorcha. Cuando la
tela empezó a arder se la tiré a la cara a Bonifacio, que ya venía de nuevo a
por mí.
Intentó apartar sin éxito esa cosa humeante que le venía encima, y el
contenido de la bolsa desencadenó su furia infernal. Llamas, humo y un
pequeño trueno restallaron sobre la cara de Bonifacio, quien, cegado, profirió
un grito aterrador. Con una mano intentaba quitarse el yelmo, mientras con la
otra golpeaba sin ton ni son al aire con su arma. Los nobles que asistían al
espectáculo emitieron susurros de perplejidad y alguno se santiguó, pero
ninguno podría acusarme de hechicería. Era un juicio de Dios, y se estaba
haciendo Su Santa Voluntad. Más bien creo que la novedad los excitó. Por su
parte, supongo que al-Kamil se lo estaba pasando en grande, viendo cómo
dos cristianos se mataban entre ellos.
–¡Eso es lo que quisiste hacerle a nuestro rey! –exclamé, satisfecho, y
me permití el placer de espetarle una frase lapidaria–. ¡Quien a hierro mata, a
hierro muere!
Arrojando mi escudo al suelo, agarré la espada con las dos manos y
afinando mi puntería logré propinarle un golpe tan recio en la cabeza, que su
yelmo salió despedido. Un segundo golpe en el cuello logró atravesar parte
de la cota de malla y abrirle las venas, por las que de inmediato manó la
sangre a borbotones.
Cayó tendido de espaldas al suelo agonizante, mientras un cirujano
corría a atenderle. No hubo nada que hacer y murió desangrado al cabo de
poco rato.
Dios había demostrado que yo tenía razón.
Muchos caballeros vinieron a saludarme y tras quitarme la armadura
me llevaron a hombros. Incluso el rey me felicitó por mi bravura.
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[1] Yinn (jinn o djinn en las grafías francesa e inglesa): Para los árabes y otros pueblos
semitas, los yinns o genios fueron la tercera clase de seres, junto a hombres y ángeles, creados por Alá
(en el caso de los yinns, a partir de fuego sin humo). Los yinns son amorales y su carácter puede ser
impredecible, no necesariamente maléfico. En cualquier caso, relacionarse con ellos suele ser
problemático; en muchas ocasiones son portadores de la locura. Son capaces de procrear con los
humanos, y algunos juristas islámicos llegaron a legislar al respecto.
[2] Dimask es el nombre árabe de Damasco.