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ORIENTE Y OCCIDENTE

Autores:
Guillem Sánchez & Eduardo Gallego
ÍNDICE:
PRÓLOGO pág. 4
CAPÍTULO PRIMERO: ARSUF pág. 6
CAPÍTULO SEGUNDO: SAN JUAN DE ACRE pág. 54
CAPÍTULO TERCERO: KRAK DE LOS
CABALLEROS pág. 88
CAPÍTULO CUARTO: DAMASCO pág. 111
CAPÍTULO QUINTO: ÉUFRATES pág. 167
CAPÍTULO SEXTO: BAGDAD pág. 199
CAPÍTULO SÉPTIMO: DESIERTO DE SIRIA pág. 269
CAPÍTULO OCTAVO: TIRO pág. 307
CAPÍTULO NOVENO: TERRITORIO ASESINO pág.
334
CAPÍTULO DÉCIMO: JAFFA pág. 366

Es importante que sin más tardanza acudáis en auxilio de vuestros hermanos


que viven en los países de Oriente y que a menudo han solicitado ya vuestra
ayuda.
(…)
Si seguís sin hacer nada durante más tiempo, los fieles de Dios serán
cada vez más víctimas de esta invasión. Por ello os exhorto y os suplico –y
no soy yo quien lo hace sino el propio Señor– a vosotros, heraldos de Cristo,
que persuadáis a todos, sea cual fuere la clase de la sociedad a la que
pertenezcan, caballeros o infantes, ricos o pobres, con vuestras frecuentes
predicaciones, que acudáis en auxilio de los cristianos y expulséis a este
pueblo nefasto lejos de nuestros territorios. Lo digo a los que estáis aquí, lo
ordeno a los ausentes: es Cristo quien lo manda.
A todos los que partan y mueran en el camino, tanto en tierra como en
el mar, o que pierdan la vida luchando contra los paganos, se les concederá el
perdón de sus pecados. Lo concedo a todos los que participen en este viaje en
virtud de la autoridad que Dios me ha dado.
Papa Urbano II.
Primer llamamiento a las cruzadas.
Clermont, 1095.

* * *

Debéis ahora estar seguro en cuanto a vuestra obligación personal de


luchar por la fe. Esta tarea incumbe más especialmente a los soberanos,
puesto que Alá les confió el destino de sus súbditos, les prescribió que
velaran por sus intereses y que defendieran el territorio musulmán. Es
absolutamente necesario que el soberano se dedique cada año a atacar los
territorios de los infieles y a expulsarles de ellos, como es obligado para
todos los jefes musulmanes, para exaltar en lo sucesivo la palabra de la fe y
reducir la de los descreídos y, por último, para disuadir a los enemigos de la
religión de Alá.
Al-Sulami.
Exhortación a la yihad.
Damasco, 1105.
PRÓLOGO

Año de gracia de nuestro Señor de 1192.

Era noche cerrada, y yo cabalgaba para salvar mi vida. Mi montura


era digna de un noble, pues a uno de ellos pertenecía. No me arrepentía de
habérsela quitado, ya que aquel mal nacido se había confabulado con unos
auténticos hijos de Satanás para matar de forma cruel a mi rey, Ricardo
Corazón de León.
El caballo y la espada, también robada, eran las únicas bazas a las que
podía aferrarme. El animal era negro como un mal pensamiento, y galopaba
veloz como el viento. Por desgracia, el noble bruto no podría aguantar
durante mucho más tiempo aquel ritmo endiablado. A cierta distancia, una
tropa formada por dos docenas de jinetes armados hasta los dientes me
perseguía. Sus propósitos estaban claros: arrancarme el corazón para
ofrecérselo a su amo, hacerse una pandereta con mi pellejo y castrarme. Y no
necesariamente por ese orden. Podía entenderlos. En la lejanía, el pueblo
donde residía el jefe de aquellos malditos era pasto de las llamas bajo una
densa nube de humo oscuro y pestilente. Tamaña devastación había sido obra
mía aunque, por desgracia, quizá no sirviera para nada. El responsable de
tanto horror seguía vivo, y sus planes de acabar con el buen rey Ricardo se
mantenían en pie. Y a Saladino. No debía olvidar que también quería matar a
Saladino.
De momento, los jinetes no lograban acortar la distancia que nos
separaba, pero era cuestión de tiempo que me cazaran. Cuando les
encomendaban una misión, nunca cejaban hasta cumplirla o morir en el
intento. Eran demasiados para mí. Como mucho, podría retrasar lo inevitable.
Justo cuando empezaba a desfallecer, divisé a la luz de la luna un
desfiladero que se abría entre unos cerros. Tal vez, si lograba internarme en él
fuera capaz de despistarlos en alguna cárcava lateral. Fui a dar gracias a Dios
por aquel atisbo de salvación, pero antes de que la primera palabra brotara de
mis labios, la cruel realidad acabó con mis esperanzas. Otros veinte o treinta
jinetes vestidos de negro se dirigían derechos hacia mí a galope tendido. De
alguna manera, mis perseguidores me habían rodeado.
Podía darme por muerto.
Meses atrás, mientras permanecía cautivo en la corte de Saladino, el
sabio Maimónides me comentó algo peculiar. Afirmó que cuando uno sabe
que va a abandonar este valle de lágrimas, todo cuanto ha vivido pasa delante
de sus ojos. Doy fe de que es cierto. En esos momentos, mientras
desenvainaba la espada y me disponía a entregar la vida con dignidad, como
un cruzado, me vinieron a la mente las extrañas circunstancias que me
condujeron hasta allí para morir solo y de noche, en territorio musulmán. Tan
solo un milagro podría salvarme, pero a esas alturas yo no creía en ellos, por
más que estuviéramos tan cerca de Tierra Santa.
El destino de dos príncipes dependía de mí, y les había fallado.
CAPÍTULO PRIMERO: ARSUF

Año de gracia de nuestro Señor de 1191.

Mi nombre es Marc, hijo del noble d’Artois. Respecto a las singulares


circunstancias de mi nacimiento, más adelante hablaré de ello. Basta saber
que mi niñez transcurrió en el fértil Egipto, cerca de Damieta, a orillas del
Nilo. Aún recuerdo esa época con una sonrisa en los labios, pues fui feliz.
Vivía en una tierra amable, rodeado de sirvientes que me querían y con un
futuro sin sombras. Pertenecía a una familia de mercaderes, y el dinero no
nos faltaba.
Es curioso cómo la memoria retiene vivamente los acontecimientos
del pasado lejano, mucho más que los del fugaz presente. Parece que fue ayer
cuando por fin mi padre me confió una expedición comercial y pude mandar
una pequeña caravana yo solo. En mi juvenil entusiasmo, sentía que nada en
el ancho disco de la Tierra podía oponérseme. Ya no era un crío. Tenía una
gran responsabilidad, digna de un adulto.
Por supuesto, me esforcé para acrecentar la fama de los d’Artois
como comerciantes honrados y fiables. Guié con acierto a nuestros hombres,
ofrecí té y agua a quienes se cruzaban en nuestro camino y fui prudente con
todos. Vendí a buen precio resinas aromáticas de Arabia en Barqa, donde
eran muy apreciadas. El ébano, marfil y muselinas me los quitaron de las
manos en Trípoli. En ambos lugares compré vino y miel de Bizancio, venidos
por mar desde Creta, así como aceite y tejidos de los ducados lombardos que
una galera veneciana acababa de desembarcar; mercancías todas ellas muy
apreciadas en Egipto, aunque el vino debía venderse con cierta discreción. El
profeta Mahoma prohibió el consumo de alcohol a sus fieles, y en ciertos
sitios la observancia de sus dictados era férrea. En otros, sin embargo, no
hacían ascos a los buenos caldos cristianos, siempre que la venta y el
consumo se efectuaran en privado.
Durante el viaje de regreso gozamos de buen tiempo. Los hombres ya
confiaban en mí y se notaba que aprobaban mi comportamiento. Ni tan
siquiera me detuve a pensar, cuando de nuevo cruzamos Barqa al regreso,
que pudieran tener alguna importancia esos comentarios sobre ejércitos
cruzados y flotas que se dirigían a Ultramar: Felipe Augusto el franco y
Ricardo Corazón de León, el britano, en sendas flotas de galeras; Federico I
Barbarroja por tierra, a través del Sacro Imperio.
Al retornar a casa todo cambió. Esperaba las felicitaciones de mi
padre, pero no lo hallé en los terrenos de la familia. Al enterarse de que su
señor, el rey Ricardo, había desembarcado en San Juan de Acre, como fiel
vasallo no dudó a la hora de partir en su ayuda. Para perturbarme todavía
más, el viejo y fiel Yakub me preguntaba qué significaba «abrazar la cruz»,
pues eran palabras de mi padre al partir. ¿Cómo se lo podía contar a él, un
devoto musulmán?
Abrazar la cruz… Mi padre, un cruzado y en Tierra Santa. Desde que
tuve uso de razón, lo recordaba viviendo y negociando con árabes y egipcios,
feliz en el sultanato de Egipto. De vez en cuando hablaba de regresar a casa,
para mostrarme las bellezas del condado de Aquitania, donde surgió su linaje,
o las suaves colinas donde él nació y se desposó. Jamás creí que regresara ni
que tuviera ningún atisbo de fidelidad hacia esos reyes distantes. Me
equivoqué. Mi padre, después de pasar toda su vida trabando amistad con
musulmanes, había abrazado la cruz y se disponía a matarlos en el campo de
batalla en nombre de Dios.
De repente y sin avisar, mi vida se había puesto patas arriba. Según
me informaron en casa, Saladino había declarado la yihad y no cesaban de
reclutar jóvenes para enviarlos a la guerra. Por si eso fuera poco, en la carta
que me dejó las cosas estaban muy claras. Me ordenaba como padre que me
reuniera con él inmediatamente. Me recordaba como creyente cuál era mi
deber sagrado. Me decía que cuando leyera esa carta el propio rey ya sabría
que un súbdito más corría a ponerse bajo sus órdenes. Debía ayudarles a
devolver a la Cristiandad lo que era suyo; al-Kadisiya debía tornar a ser
cristiana. No, me estaba equivocando. Ya no debía pensar en árabe. Era
Jerusalén, no al-Kadisiya, lo que debía ser tomado por los cruzados. Además,
si no me daba prisa en partir para unirme al ejército cristiano, pronto vendrían
a reclutarme para el de Saladino. Padre sabía complicar realmente bien las
cosas.
Salí al patio. El Nilo permanecía inmutable, eterno. Seguía dando vida
como había hecho siempre y como siempre haría. Las aves se aprestaban a
buscar cobijo en los palmerales y entre los papiros. Los campesinos
regresaban cansados pero felices a sus casas. El Sol se ponía en el horizonte y
una media luna de plata bruñida saludaba a la noche. Yo debía partir al
combate. ¿Quién le había dicho a mi padre que quería participar en una
guerra?
Debí imaginarme que tarde o temprano ocurriría algo así. Desde
pequeño me enseñó cuanto sabía de armas y de batallas. No hubo un solo día
que dejara de entrenarme. Aún recordaba las risas de las mujeres cuando me
veían en los campos cercanos a la casa, cubierto de acero por todos lados y
luchando a espada con mi padre. La joven Mansura se burlaba de mi atuendo
y de mi cara fatigada, al tiempo que me preguntaba si en verdad aprendía a
luchar o a caer del caballo sin tronzarme el cuello.
Y así, apenas con dieciséis años, tuve que partir a Tierra Santa. Yo,
que sólo había visto derramar sangre en abundancia en la fiesta del cordero,
debía aprestarme a matar a mis semejantes. Bueno, sólo a aquéllos que
cometieron el error de profesar la fe equivocada. Era lo malo de hacerse
adulto: adquirías responsabilidades y debías olvidarte de los ratos felices y
los juegos inocentes.

* * *

Pese a la fuerza y el ardor de la juventud, el viaje fue mucho más duro


de lo que pensaba. Mientras cabalgaba, un viento frío y húmedo a veces, seco
y cálido otras, me azotaba el rostro sin descanso. Al alba, el soplo del
Mediterráneo podía dejar mis ropas mojadas y mi cuerpo aterido. Conforme
avanzaba el día y el sol del Sinaí se alzaba, los yinns[1] parecían derrotar a
los leviatanes en sorda y cotidiana batalla. Entonces se imponían un calor y
una sequedad agobiantes. Al irme alejando del fértil Egipto la situación
empeoraba. Cada vez las temperaturas eran más extremas y la difícil franja de
costa que pugnaba por dejar atrás se asemejaba al campo donde contendían
dos mundos hostiles entre sí. Recorrer esas tierras ásperas, en las que el suelo
hacía tremolar el aire con su calor, era atravesar también un hervidero de
espejismos; pesadillas febriles que llegaban desde el sur en forma de
vendavales y hacían dudar de su propia cordura al peregrino solitario.
Padre me había rogado en su carta que me apresurase. Apenas paraba
en un caravasar pedía a gritos un nuevo caballo. Pagaba por él sin protestar
cualquier suma que me demandaran y de nuevo proseguía el camino, así un
día tras otro. Me detenía tan sólo por las noches, en alguna corrala o pueblo si
tenía esa suerte. En caso contrario acampaba al raso, como mucho al amparo
de unas rocas. Acostumbrado al paso calmo de las caravanas y los hombres
de a pie, aquello me crispaba los nervios. Reventé más de un animal y yo
mismo tuve que pagar por demasiadas horas al sol, demasiadas comidas
olvidadas y la falta de agua, pues siempre prefería reservar las últimas gotas a
la montura, para asegurar que llegara a destino. Desde luego, no era un buen
paraje para el empleo de caballos, pero con camellos hubiera tardado mucho
más tiempo en completar el viaje.
Cuando di con mis huesos en Gaza tuvieron que bajarme en volandas
de la silla. Apenas logré convencerles de que podía entrar solo en la
habitación de la posada y, alegando falso pudor, conseguí que salieran
enseguida. En caso contrario ¿cómo explicar que bajo mis ropas de mercader
egipcio portase armas de cristiano?
Allí me vi obligado a perder un día mientras remitía la fiebre y me
recuperaba. Pasé la noche en duermevela, oyendo el viento del desierto
dentro de mi habitación, el rascar de unas garras en la puerta y oliendo el
hedor de mi propio cadáver en descomposición. Al día siguiente empezaron a
menguar los ardores de mi frente y sacié cumplidamente hambre y sed. Tenía
prisa por seguir, pero ante la insistencia de los hospederos y a falta de fuerzas
para discutir debí reposar aún otra jornada. Allí, en el sucio jergón de un
cuartucho lleno de moscas, reflexioné sobre la última parte de mi vida y cuán
fácilmente había tomado un curso imprevisto. Pero así discurre la existencia:
no somos dueños de nuestro propio destino.

* * *

Al dejar Gaza, ya repuesto, me crucé con una tropa de egipcios


jóvenes, enfermos o heridos casi todos, que regresaban a sus casas. La
mayoría llevaba partes del cuerpo vendadas, con las telas ennegrecidas por la
sangre reseca. Hedían. A su alrededor, las moscas no cejaban en su empeño
de intentar posarse en las pústulas, en los miembros gangrenados. Cuando
entraron en el pueblo, sus habitantes daban gracias a Alá el misericordioso
porque al menos esos jóvenes volverían a ver a sus padres. No habían muerto
a manos de los salvajes francos. Les pedían novedades del frente,
preguntaban si habían conocido a sus hijos, que también participaban en esa
campaña.
Parcos eran los relatos de aquellos mozos y aun así, helaban los
corazones. Ante las murallas de Acre no habían podido hacer nada por salvar
a los prisioneros que los francos decapitaron ante sus ojos. En realidad, la
degollina fue llevada a cabo por ingleses y ordenada por Ricardo Corazón de
León. Sin embargo, pocos musulmanes distinguían entre las diversas
naciones cristianas; para ellos, todos eran francos o rumis, cuando no bestias
sanguinarias surgidas del infierno.
Luego, su hostigamiento ante el ejército de Occidente, nuevamente en
marcha, siempre acababa con más muertos entre sus filas que entre las de los
latinos. Un joven enclenque, con ojos casi perdidos en la locura, contó cómo
él y otros tres compañeros se toparon con un caballero franco que había
descabalgado para descansar a la sombra. Le atacaron con espadas y mazas.
El propio narrador le atizó con la suya en la cabeza, protegida por un yelmo,
mas el caballero no flaqueó. Se revolvió contra ellos y a él le rebanó la mano
de un solo tajo. Levantó el brazo tembloroso para mostrarnos el muñón. A
otro le abrió la cabeza como si fuera una sandía madura y el resto se dio a la
fuga. Y ese ejército avanzaba hacia el sur, hacia ellos, hacia sus casas.
Temían que los perros francos pretendieran tomar la propia Gaza pues
bordeaban la costa, seguidos por una flota de galeras que les abastecía por
mar. Mientras, los ejércitos del sultán les perseguían, tierra adentro, sin
atreverse a plantar batalla a tan fiero enemigo.
Advertidas del avance del infiel, las gentes del pueblo quedaron
seriamente preocupadas y dieron cobijo y ofrecieron agua de su propia mano
a los jóvenes heridos. Yo me apresté a partir. Tenía que unirme a uno de esos
dos ejércitos y más valía que no sospecharan a cuál. Sin embargo, desde
aquel momento algo me preocupó constantemente. Si ambos ejércitos
viajaban hacia el sur a la par, ¿con cuál me tropezaría antes? Y si estaban en
permanente movimiento, ¿dónde los hallaría?
Cabalgué hasta Ascalón, agotando al caballo, sin dejar de pensar en
ello. Por suerte la ciudad distaba mucho de estar tomada, pero nadie sabía
decir con precisión dónde se encontraba cada contendiente. Bien es cierto que
no pude preguntar mucho, pues se hallaba fuertemente guarnecida por tropas
que vigilaban continuamente desde la calle y por encima de sus altos muros.
Podían ser muy suspicaces ante alguien que curioseara más de la cuenta y
preferí pecar de discreto.
Así continué por la costa, siguiendo el camino de Ibelín y Jaffa,
temiendo encontrarme en cualquier momento con unos u otros y rezando al
Todopoderoso para que fueran amigos los que viera primero. No debió
atender a mis súplicas. Ya desde esa época parece que Dios me escucha poco
y cuando lo hace, no estoy seguro de qué Dios me responde.

* * *
A pocas leguas al norte de una ciudad, mientras aprovechaba la
sombra de unos bosquecillos cercanos a la costa para viajar más descansado,
llegó a mis oídos el estruendo de muchos caballos, a la par que una gran
polvareda se elevaba hacia el cielo. Me detuve y escuché con atención. Me
acerqué lentamente a lo alto de la pequeña colina que se alzaba junto a la
foresta y entonces lo vi. Nunca olvidaré aquel espectáculo, magnífico y
aterrador al mismo tiempo. Nadie que haya estado aquel sábado siete de
septiembre de 1191 en Arsuf lo olvidará jamás.
Los ejércitos de Ricardo I Corazón de León y del sultán Saladino
formaban uno frente al otro. Sus hombres, con las armas en alto,
encomendaban sus almas a uno u otro Dios según procediera. La caballería
selyúcida maniobraba ágilmente en diversas direcciones y los arqueros se
aprestaban a tensar sus arcos. Muros de escudos, erizados de lanzas,
defendían las posiciones de la infantería por ambos lados y los caballos
piafaban y se agitaban nerviosos. Entendían que se acercaba una nueva
batalla tanto como los hombres, pues estaban igual de exaltados.
Al fin había llegado a mi destino. Pero era el día de la batalla y yo
estaba en el bando equivocado. En suma, el momento y lugar que jamás
hubiera escogido voluntariamente.
Me acerqué lo más que pude al bando cristiano, mirando a mi
alrededor para asegurarme de que no hubiera moros en la costa, como dirían
en España. Entonces me quité el jubón de estilo egipcio, dejando al
descubierto el atuendo cristiano que precavidamente ya llevaba puesto.
Deshice los trapos con que envolvía el escudo, la espada y el yelmo y me los
puse apresuradamente. En ese preciso instante oí una voz tras de mí:
–¡Pero si es un rumi!¡A por él, en nombre de Alá!
Al mismo tiempo que me reconocían como cristiano, o romano, pues
tal habían dicho y para ellos era lo mismo, cuatro flechas hallaron diana en
mi espalda y los arqueros selyúcidas espolearon sus caballos hacia mí.
Caballos frescos de combate contra un viejo rocín destinado a faenas
agrícolas, cansado por toda la mañana de viaje. Iba a ser harto difícil llegar
hasta la costa. Por si acaso, salí al galope y empecé a gritar pidiendo ayuda.
Las flechas se habían clavado con fuerza en la cota de malla y habían llegado
a herirme ligeramente. Con cada movimiento, sus puntas rasgaban mi piel.
Trataba de desengancharlas, pero era difícil hacerlo sobre la marcha. Cuando
miré atrás me di cuenta de que no llegaría a tiempo. Esos jinetes me ganaban
terreno muy deprisa.
Entonces, mis gritos pidiendo socorro en nombre de Cristo obtuvieron
respuesta. Un caballero vestido de acero y blanco apareció de no sé dónde. Se
dirigió sin titubear hacia los selyúcidas al grito de «¡Dios lo quiere!» y
atravesó su formación deteniendo con su escudo las flechas y cortando con su
espada la cabeza de uno de ellos. Era la primera vez en la vida que veía una
decapitación y algo se revolvió en mi estómago. Estuve a punto de vomitar al
contemplar el enorme reguero de sangre surcar el aire y la cabeza de ojos
desencajados rebotar una y otra vez en el suelo, como una pelota de trapo.
Tuve que contenerme; no habría sido agradable devolver la comida en el
interior de un yelmo encasquetado en la cabeza, con sólo unas pequeñas
rendijas a la altura de los ojos.
Empezaba a darme cuenta del verdadero semblante de la guerra.
Aquello no era un juego, donde siempre podías retirarte si el desenlace no te
gustaba. Asumí, por primera vez, que era muy probable que me mataran. De
niño, la muerte es algo lejano, ajeno, que les sucede a otros. Ahora la tenía a
mis espaldas, echándome el aliento en el cogote. Sentí unos deseos terribles
de largarme de allí y refugiarme en casa, en mi habitación, rodeado de mis
sirvientes y de los amigos de la infancia. Si hacerse un hombre implicaba
tales riesgos, tanta sangre… Que otros libraran batallas en las que nada se me
había perdido.
No obstante, la vergüenza pudo con el pánico. Eso, y mi deber hacia
el apellido d’Artois. Si alguien tenía redaños para enfrentarse a cuatro
hombres con el fin de auxiliarme, yo no podía dejarlo solo. No iba a
presentarme como un cobarde ante el ejército cruzado. Me tragué el miedo,
hice girar a mi sufrido caballo y blandiendo la espada me arrojé sobre mis
perseguidores.
Un selyúcida me vio venir y tuve que luchar con él. Había
abandonado el arco y ahora me desafiaba con la espada. Durante toda mi vida
había pensado que mi padre golpeaba con fuerza. Ahora ya no lo creía. Aquel
malhadado infiel era un guerrero soberbio. Apenas lograba parar sus golpes y
mantenerme montado. Intentaba alcanzarle como fuera, pero parecía
imposible. Mientras, el caballero que acudió en mi auxilio había acabado con
otros dos y no se le ocurrió otra cosa que ponerse cómodo y enfundar
mientras observaba mi lucha con el mismo buen talante de quien asiste a un
espectáculo. ¿Qué entendía ese hombre por prestar ayuda?
Apurado como estaba, me asaltó un feliz recuerdo. «Nunca luches a
una mano, pudiendo esgrimir a dos. Eso me lo enseñó un maestro aragonés».
Un buen consejo que mi padre me repetía sin cesar. Fui acercando la mano
izquierda a mi cintura, lo que era difícil pues con el escudo seguía parando
golpes. Agarré firmemente la preciosa daga de hoja damasquinada que me
habían regalado hacía años y cuando menos lo esperaba se la clavé en el
costado. Entonces bajó la guardia sorprendido y pude descargar con fuerza un
golpe de espada en su pecho. El guerrero cayó al suelo de espaldas.
Era la primera vez que mataba a alguien, pero en aquel momento no
sentí asco ni horror. Bastante tenía con recuperar el resuello y evitar que el
corazón me reventara el costillar, de fuerte que latía.
–Si tardas tanto con uno, ¿qué harás cuando te enfrentes a diez como
ése? –gritó el caballero mientras se acercaba.
–Confío en que no acudan tantos al unísono –dije, sin tener muy claro
qué responder. Procuré, eso sí, mantener la compostura. Debía dejar en buen
lugar a los d’Artois.
–No tienes que esperar que vengan. Has de ir tú a buscarlos –llegó
hasta mí y me tendió la mano–. Así tu victoria o tu muerte serán más
honrosas y complacerás a Dios.
–Agradezco el consejo –respondí estrechándosela y sintiendo cómo
mis huesos crujían–. Soy Marc d’Artois y os debo la vida. ¿Podéis decirme
vuestro nombre?
–Soy Jaime, señor de Avesnes –contestó con sencillez.
Sorprendido, bajé los ojos hasta su escudo. Seis bandas alternando oro
y gules. También el drapeado de su cabalgadura mostraba el mismo blasón.
Realmente me hallaba ante Jaime de Avesnes. El mejor caballero de la
Cristiandad, un mito incluso entre sus enemigos. Sus proezas corrían de boca
en boca y las había oído narrar en mi largo viaje. Acababa de estrechar la
mano de una leyenda tan grande, que el propio Saladino había querido
conocerlo en persona decretando un día de tregua para verle. Más adelante,
cuando fui huésped del sultán, supe que de vez en cuando sufría esos raptos
de admiración hacia los enemigos valientes. Tiempo atrás, en el sitio de Acre,
Saladino también pidió una tregua para conocer al misterioso Caballero
Verde, un guerrero español bravo entre los bravos. Pero me doy cuenta de
que tiendo a divagar conforme escribo. Mejor será que torne al escenario de
mi primera batalla.
Jaime me ayudó a quitarme las flechas que aún llevaba clavadas a la
espalda. Mientras, me contó que conocía a mi padre y que Ricardo Corazón
de León deseaba verme por lo bien que le habían hablado de mí.
–Tu padre cuenta tales maravillas que será un honor presentarte al rey
y decirle que te he visto luchar y vencer con coraje –me dio un golpecito en
el hombro para animarme–. Anda, vamos con los nuestros o llegaremos tarde
a la batalla. Los musulmanes llevan rato acosando a nuestras tropas,
especialmente a los caballeros del Hospital, y a buen seguro pronto la sangre
teñirá la tierra.
He de confesar que oírlo no me animó en demasía.

* * *

Nos dirigimos al trote hacia las posiciones cristianas. Merecía la pena


ir al lado de alguien tan popular como el caballero Jaime, porque así no tuve
que dar explicaciones y nos encaminamos directamente hasta donde el rey y
sus nobles estaban conferenciando. Para llegar ante él debíamos cruzar todas
las líneas cristianas, lo cual me dio oportunidad de observar los preparativos
de aquel imponente ejército.
Ciertamente había estado siguiendo la línea de la costa hacia el sur,
mas ahora la impedimenta del ejército se hallaba prácticamente sobre la
playa, protegida por unos cuantos hombres. A continuación encontramos la
caballería pesada en formación muy compacta. Su visión me infundía
respeto. Los nerviosos destreros no paraban de piafar y relinchar, moviendo
sus drapeados decorados con los blasones de los caballeros, y la mitad de los
príncipes de Occidente parecía darse cita allí. Los caballeros charlaban entre
ellos, bien asidos la lanza y el escudo, las cabezas ya guarnecidas por los
yelmos o las celadas. Se les veía casi por completo cubiertos de acero, con
sus cotas de malla de falda larga, pantalones y guantes o manoplas también
de cota. Muchos de ellos lucían armaduras, total o parcialmente. La mayoría
de estos últimos cuidaba especialmente de llevar quijote, rodillera y greba.
Esto me hizo pensar que era para proteger las piernas de los golpes y tajos de
las líneas de infantería. Pero otros llevaban también peto con un buen ristre
para apoyar la lanza. Con todo, las piezas más frecuentes eran el yelmo, la
hombrera y el guantelete. Según las lecciones de mi padre eso era debido a
que cabeza, hombros y manos eran las partes del cuerpo que más fácilmente
recibían los golpes de espada o maza del enemigo. Cómo soportaban el calor
esos hombres era algo que no lograba entender. Tan sólo con la cota y el
yelmo a mí me parecía que estaba a punto de asfixiarme. Además, esos
caballeros portaban sobre la cota una capa de tela fina, y estampado o
bordado en ella su escudo de armas. Asimismo, me chocó el fúnebre aspecto
de los caballeros hospitalarios de San Juan. Iban vestidos de negro de pies a
cabeza, con cruces blancas en las capas. El yelmo parecía un cubo puesto del
revés y encasquetado en la cabeza. Tenía una rendija en forma de cruz para
poder ver y respirar, aunque no sé muy bien cómo lo lograban aquellos
sufridos guerreros de Cristo.
Después de la caballería, por lo tanto ya en primera línea, se hallaban
la infantería y los arqueros, casi todos ellos también protegidos por cotas de
malla. No era de extrañar que costara tanto herir a un hombre de aquel
ejército; se trataba de una muralla de acero viviente. Y una muralla erizada de
espinas, por lo demás. La infantería tenía los escudos y las lanzas apoyados
en el suelo; estas últimas inclinadas hacia adelante, para detener el avance de
los jinetes enemigos.
Pero la caballería del sultán no pensaba atacar a la infantería. Una
brigada de selyúcidas apareció de repente entre los árboles y atacó el ala
izquierda, defendida por los hospitalarios.
–¡Ya vuelven a la carga! –gritó Jaime a mi lado, espoleando el
caballo–. ¡Corre, muchacho! Llevan toda la mañana hostigando a los
hospitalarios, los cuales están hartos de esperar. La batalla puede comenzar
en cualquier momento.
Le seguí galopando tras él y enseguida llegamos hasta donde estaba el
rey. Era fácil distinguirlo por su escudo, con tres leones fieros y amenazantes.
–Jaime –ordenó el rey en cuanto lo vio–, acude con los hospitalarios y
contenles. No interesa responder a las provocaciones de los infieles. Pronto
lanzaremos nuestra carga.
Jaime de Avesnes marchó de nuevo, desenvainando su espada por el
camino.
–Perdonad, sire… –dijo un caballero dirigiéndose al rey–. ¿No os
resulta un poco incongruente enviar a Jaime para que no ataquen? –enfatizó
bastante el «no» al hablar.
–Ahora que lo mencionáis… –murmuró Ricardo. Un grito seguido de
un estruendo acalló sus palabras y le hizo volverse–. ¿Adónde van esos
locos? ¡Maldito sea Jaime, los ha incitado al combate!
–No, ha sido el Mariscal de la Orden, según me ha parecido ver –
puntualizó el mismo caballero de antes–. Jaime aún no ha llegado.
–¡Mirad, el resto de la caballería les sigue! –dijo alguien más.
Todo el cuerpo central estaba cruzando sus propias líneas de
infantería a galope tendido. Luego el ala izquierda, formada por los
templarios, también se precipitó hacia los musulmanes. Nadie quería perderse
la fiesta y toda la caballería se había lanzado al ataque por su propia
iniciativa: una carga frontal contra un enemigo diez veces más numeroso.
–¡Hay que evitar el desastre! Vamos a dirigir la batalla –anunció
Ricardo Corazón de León, desenvainando su espada. Al grito de «¡Dios lo
quiere!» se arrojó él también al combate, seguido de sus caballeros.
–Eh, mi joven señor –dijo una voz, al tiempo que tironeaban de mi
pierna. Bajé la mirada y me encontré a un escudero–. Se supone que los
caballeros como vos han de seguir al rey a la batalla…
–¡Dios mío, se me olvidaba! –repuse, espoleando a mi caballo y
guiándolo hacia el frente. Esperaba que nadie se diese cuenta de que era el
último en aparecer. Y si no me apuraba seguiría siéndolo, incluso contando a
la infantería, pues ésta, al ver a su rey dirigiéndose a la contienda, había
arrancado a correr como un solo hombre, lanzas y picas por delante.
Pero la verdadera sorpresa aún no había llegado. Al mirar hacía las
líneas enemigas pude dar fe de un auténtico portento. Un prodigio que, como
egipcio de adopción que era, me avergonzó incluso. La infantería de Saladino
estaba desertando. Primero fueron sólo algunos soldados aquí y allá, pero
conforme se les acercaba la línea de caballería cristiana, más y más hombres
se daban la vuelta y huían. Detrás de su infantería, los arqueros musulmanes
disparaban continuamente. Pero al ver que los infantes arrojaban escudos y
lanzas y ponían pies en polvorosa, y que sus flechas no atravesaban los
escudos y armaduras cristianos, decidieron seguir los pasos de sus
compañeros. Antes de que llegáramos a entablar batalla, la mayor parte del
ejército del sultanato de Egipto se había dado a la fuga y corría en dirección a
las distantes murallas de Arsuf.
Por desgracia la batalla no acabó entonces. Al darse cuenta de la carga
cristiana, los caballeros selyúcidas contraatacaron en masa.
Podía entender que la infantería huyera. Sabía que eran jóvenes
egipcios de una leva reciente, sin formación militar ni disciplina alguna. Les
conocía y seguramente alguno de ellos sería un antiguo compañero de juegos,
con el que habría compartido diversión no hacía muchos años en los campos
o en las playas de Damieta. Sin embargo, la caballería selyúcida iba a ser
harina de otro costal.
Los selyúcidas constituían una de las dinastías más importantes y
feroces de Oriente. Sus huestes habían conquistado gran parte del Califato
Abasí, constituyeron el principal activo del ejército de Saladino cuando éste
se apoderó de Jerusalén en 1187 y se ufanaban de numerosas victorias que
avalaban su valentía y destreza. Cargaron frontalmente, aunque en realidad
no parecía una carga; más bien eran como el jamsín, el viento del desierto, o
como un oleaje incesante. Se precipitaron sobre nosotros cual lluvia
torrencial.
¡Qué espectáculos tan distintos eran una carga de rumis y otra de
selyúcidas! La caballería franca se asemejaba a un muro sin rendijas, un
rodillo que atropellaba y descuartizaba todo a su paso. Yo, que llegué un
poco por detrás de ella, encontré el suelo cubierto de cadáveres, enteros o
desmembrados, de los soldados que habían sido abatidos en su desordenada
huida. En una línea de occidentales no se podía arrojar una manzana sin que
golpeara algún hombre o caballo antes de caer al suelo. La formación de los
selyúcidas, por el contrario, era amplia y dispersa. No actuaban codo con
codo, pero maniobraban conjuntamente siguiendo las órdenes de su cabecilla.
Me recordaron una bandada de tordos, separados entre sí, independientes
unos de otros, aunque en perfecta sincronía durante su vuelo.
Se trataba de caballería ligera. Los jinetes no portaban otra defensa
que su escudo, de madera o cuero. En lugar de pesadas cotas y yelmos,
preferían casacas con vistosos dibujos bordados y turbantes de lino o algodón
egipcio. Sus caballos no lucían suntuosos drapeados, aunque las sillas de
cuero repujado y los frenos de bronce los embellecían suficientemente.
Muchos de esos caballeros eran arqueros, famosos por su precisión
disparando al galope. Sin embargo, todos ellos prefirieron la espada o la
maza para enfrentarse a nosotros. La experiencia debía de haberles enseñado
cuán poco hacía una flecha disparada por un arco corto contra una cota de
anillos de acero.
Durante la primera cruzada, a finales del siglo XI, los ejércitos del
islam descubrieron que sus cimitarras se quebraban al chocar contra el acero
franco. Por desgracia, no tardaron en solucionar el problema. Saladino había
comprado ingentes cantidades de armas a los condados europeos y presumía
ahora de poseer más armas francas que el propio ejército de los francos.
También se estaban trayendo artesanos y forjadores, alguno de los cuales
había tenido ocasión de conocer en Alejandría.
Lo súbito de la carga cristiana me resultó beneficioso. No me dejó
tiempo para pensar en la carnicería donde me había metido, ni para sentir
terror. Me contagié del ardor guerrero de los caballeros que me rodeaban. El
ejemplo del rey Ricardo, lanzado de cabeza a la batalla, era como una droga
que nos espoleaba. No podíamos ser menos que él, ni fallar a nuestros
compañeros.
Así pues no tardé mucho en trabar combate contra un selyúcida, cuyas
armas nada tenían que envidiar a las nuestras. Era un hombre alto, fuerte,
muy moreno y de aspecto arrogante. Resultaba patente su habilidad con el
caballo y maniobraba con suma ligereza. Su primer embate casi me arrancó el
escudo del brazo. En realidad, casi me arrancó el brazo. Giré la cabeza y vi
que aquel mal nacido, hijo de bandidos del desierto, daba media vuelta y
volvía a por mí. Tuve que maniobrar de igual suerte para enfrentarme a él. Le
propiné un buen golpe, pero me paró con destreza. Nos enzarzamos durante
un rato y la pugna parecía estar bastante igualada, mas pronto noté que
empezaba a flaquear y mi oponente, por el contrario, seguía hostigándome,
incansable. Decidí jugar sucio e intentar la misma bribonada con la daga que
tan buen resultado me dio en mi primera escaramuza, pero no tuve tiempo. El
selyúcida logró golpearme en la testa con tal fuerza que a punto estuvo de
derribarme del caballo. Además el yelmo, de una talla demasiado grande para
mí, salió disparado y acabó en el suelo.
–Primero el yelmo, ahora a por la cabeza… –se permitió bromear en
su idioma mientras redoblaba sus ataques.
En ese momento varios caballeros que luchaban en las cercanías se
nos echaron encima y chocamos de lado el selyúcida y yo. Aproveché esa
proximidad para clavarle mi espuela en la pierna. Fue un golpe afortunado
gracias al cual mi cabeza y yo seguimos estando en el mismo sitio, en lugar
de residir en lugares separados.
–Primero la pierna, ahora el brazo –repliqué en árabe, golpeándole
con fuerza a la altura del codo. Sin embargo, logró pararme con su escudo de
cuero.
Temo que era demasiado rápido para mí. En ese instante hubo gritos y
los musulmanes se replegaron en tropel. Recibimos órdenes de agruparnos
junto al rey Ricardo y al ver que él obedecía a los suyos di media vuelta para
unirme a los míos. Me volví para comprobar que no me seguía y le vi hacer
lo mismo. Sonrió y gritó bien alto:
–¡Recuerda que tienes un asunto pendiente con al-Kamil, franco!
Empezaba a estar harto de que me llamaran franco, como hacían
también los egipcios. Para los musulmanes todos los cristianos eran francos o
romanos. Pero me molestaba más ahora que luchaba en el ejército britano y a
las órdenes de un rey britano, así que le respondí con un gesto que no debió
de gustarle y me uní a la formación. Estaba seguro de que no volvería a verle
durante el resto de mi vida. Eso demuestra que no tengo dotes para la
profecía.
–Tú eres nuevo aquí –dijo una voz a mi lado.
Me volví y quedé pálido de la impresión. Me hallaba junto al rey. Se
había quitado el yelmo para refrescarse y su luenga cabellera de un rubio
rojizo brillaba bajo el sol. Ahora tuve más tiempo para fijarme en él. Se
trataba de un hombre magnífico. Era alto, de largas piernas y fuertes brazos.
Su rostro, sin duda alguna hermoso para las mujeres y cautivador para los
hombres, debía de ser herencia de la casa de Poitou, pues su madre la reina
Leonor y todos los de ese linaje eran famosos por su presencia física y
buenos modales.
Ricardo me había hablado en francés de oïl, como solía hacer en su
vida cotidiana. También dominaba la lengua de oc por influencia materna,
aunque el latín se le resistía. Más adelante supe que Ricardo I, rey de los
britanos y nacido en el mismo Oxford, no entendía una palabra de inglés. De
hecho, pasó muy poco tiempo en su patria, pero ésa es una historia que
contaré en alguna otra ocasión. En aquel momento, yo era un joven e
inexperto guerrero, que se topaba de bruces con su soberano, y éste se
dignaba dirigirle la palabra. Me sentí abrumado. Fui a tragar saliva, y me di
cuenta de que tenía la garganta seca como el esparto.
–Soy Marc d’Artois, sire –logré responder–. Mi padre me ordenó
unirme a la cruzada.
–¡El buen Artois! –sonrió al oírlo. Llevamos un mes esperándote,
pero no te preocupes: has llegado el día adecuado. Tu padre se ha ausentado,
pero te lo explicaremos más tarde. Ahora tenemos que ganar una batalla –
recogió un poco su cabello, se puso de nuevo el yelmo, comprobó que la
formación era correcta y gritó–: ¡A por ellos! ¡Dios lo quiere!
«Dios lo quiere» significaba que había que luchar. Era el grito de
guerra de los cruzados y al oírlo todos nos pusimos en movimiento como un
solo hombre.
Estuvimos bregando durante varias horas más, pero ya no con la
energía del primer momento. Yo notaba el cansancio y las agujetas. Tenía la
espalda cubierta de sangre por las heridas de las flechas. Sin duda esa sangre
se había secado, formando una costra que tironeaba de mi piel. Las manos las
tenía completamente empapadas en sudor caliente. Llevaba guantes de cota
de malla y para que éstos no me despellejaran, otros guantes de fino cuero de
oveja debajo de los anteriores. El conjunto no me dejaba transpirar y sentía
los dedos grasientos y resbaladizos. Mi caballo también estaba sudado y se le
veía agotado, pero resistía sin quejarse ni flaquear. No iba yo a ser menos que
los demás caballeros e incluso que un noble bruto, rocín por añadidura.
La caballería selyúcida sólo quería evitar que cazáramos a sus
soldados de a pie y maniobraba con rapidez a nuestro alrededor, intentando
dividirnos, pero sin atreverse a un choque directo. Sabían que su mejor arma
era la velocidad. Nuestros caballos debían acarrear bastante más peso que los
suyos, pues no había cristiano que no fuera cubierto de metal de pies a
cabeza. Los corceles árabes, además de ser más veloces iban mucho menos
cargados. Por eso su caballería continuamente nos atacaba en rápidas
acometidas desde varias direcciones, para luego girar y retroceder a gran
velocidad. Pretendían separarnos, aislar a nuestros hombres y acto seguido
concentrarse en algún pequeño grupo.
El modo de luchar de los cristianos era bien distinto. Se intentaba
formar de la manera más cerrada posible y no ceder a las provocaciones y
ataques rápidos y breves del enemigo. Nuestras maniobras eran más lentas,
pero dirigidas a acercarse a algún grupo numeroso de guerreros árabes.
Cuando el rey veía la posibilidad de sorprenderlo sin darle tiempo a retirarse,
entonces nos lanzábamos al galope tendido. Los que no habían perdido su
lanza en choques anteriores colgaban ésta del ristre. Los que carecíamos de
tal arma cargábamos a espada, pero siempre todos juntos, codo con codo.
Cuando lográbamos golpear a una formación selyúcida no había rival para
nosotros. De lejos sus flechas impactaban, la mayoría de las veces sin
causarnos ningún daño, en escudos y yelmos, o quedaban medio clavadas en
las cotas de malla. Pocos fueron los hombres que perdimos por esta causa.
Las mazas resultaban más efectivas, pues tenían una pesada cabeza
con salientes cortantes. Podían llegar a atravesar un yelmo, o dejar
inconsciente a su portador. También luchaban a espada, pero difícilmente ésta
podía hacer algo más que provocar cardenales a quien estaba protegido por
una cota.
Para su desgracia los selyúcidas no tenían estas mismas defensas. Yo
lo entendía, se trataba de hombres del desierto. Estaban acostumbrados a la
libertad de movimientos, a las veloces carreras de caballos en los
hipódromos, de las que tanto gustaban en la paz y en las fiestas. Sus peores
enemigos eran el calor y la sed, y se habían aficionado a vestir ropas ligeras,
anchas y frescas. Como tampoco tenían enemigos que usaran corazas y cotas,
no las habían incluido en su arsenal. Era algo muy distinto a lo que yo había
visto en el norte de África, en las ciudades más cercanas a al-Ándalus. Allí
los soldados habían adoptado armas y defensas cristianas y no era de extrañar
ver a los hombres del sultán con yelmos, petos y cotas de malla. Seguramente
habían aprendido de sus luchas continuas contra los ejércitos de Aragón,
Portugal o Castilla, por no mencionar a los piratas cristianos que asolaban
esas costas.
El combate se fue tornando más táctico, menos violento, con muchas
carreras y cada vez menos bajas por ambas partes. En algún momento los
caballeros, o quizá los propios caballos, decidieron que ya estaban demasiado
cansados y más valía dejarlo para otro día.
Ricardo acababa de ganar la batalla de Arsuf. Años más tarde sabría,
a través de eruditos, trovadores y cortesanos de medio pelo, que éramos unos
héroes legendarios, que esa batalla fue un gran triunfo de la cristiandad sobre
el infiel. Se alabaría nuestro valor, la estrategia del rey y lo ordenado de
nuestras cargas.
Sin embargo, considerando sus inicios, yo diría que fue una batalla
que más bien recordaba a un juego infantil que practicábamos en Damieta,
cuando echábamos a correr, al grito de: «¡Perro judío el último!»
Lógicamente, nadie quería quedarse atrás, para evitar las burlas de la
chiquillería. Maldito orgullo; cuántos disparates cometemos en tu nombre.

* * *

Llegamos junto a la impedimenta, en la playa, donde los ayudantes y


las mujeres nos acogieron con muestras de júbilo. Algo muy comprensible,
porque si no hubiéramos ganado estarían muertos o de camino al mercado de
esclavos. No pude evitar recordar el problema que supuso en los mercados de
esclavos egipcios la toma de Jerusalén por Saladino en 1187. Había tantos
que los precios se hundieron y por una moneda de cobre se podía conseguir
una familia entera, esposos y dos hijos. Al final hubo quien llegó a trocar
unas babuchas por un esclavo joven. Mi padre gastó una fortuna esos días
comprando esclavos cristianos para otorgarles la libertad.
El noble Enrique de Champaña se había quedado protegiendo la
impedimenta con algunos caballeros y parte de la infantería. Ahora les tocaba
a ellos velar por nosotros y vigilar los alrededores. Los hombres del
campamento nos ayudaron a desmontar, nos ofrecieron agua y vino, y nos
auxiliaron a la hora de sacarnos las armaduras y a curar a los heridos.
Yo descubrí que mi encuentro con al-Kamil me había dejado la piel
llena de magulladuras que pronto serían unos moretones increíbles. La verdad
es que no recordaba haber encajado tantos golpes y si no hubiera estado bien
protegido, esos feos cardenales en el brazo y en el estómago habrían sido un
miembro amputado o las tripas al aire.
Tal vez a quien esto lea en el futuro podrá parecerle extraño, incluso
monstruoso, que yo no estuviera aterrorizado o asqueado por tanta sangre. Al
fin y al cabo, semanas atrás era un niño que aprendía a conducir caravanas el
cual, de repente, se había convertido en un matador de hombres. ¿Cómo pude
soportarlo? En verdad, no lo sé explicar bien; es necesario haberlo vivido
para entenderlo. Tampoco era verdaderamente consciente del peligro que
había corrido durante la batalla. El hecho de combatir junto al rey como uno
más del ejército victorioso, me afectaba como un poderoso licor que
embriagara mis sentidos. Estaba en un ambiente nuevo y me sentía una nueva
persona. O puede que, simplemente, fuera un mozo demasiado joven y con
poco seso, capaz, por tanto, de adaptarse a las nuevas circunstancias. Y de
tornarse insensible al dolor ajeno, algo necesario para mantenerse cuerdo en
una guerra.
Como ya me las daba de avezado soldado y luchaba al lado de los
cruzados, y sobre todo teniendo en cuenta que padre no estaba por ahí,
consideré que era bastante adulto para echarme al coleto un buen trago de
vino. Así que agarré un odre, me senté en un carromato y empiné el codo.
–Venga, acaba y únete a nosotros –dijo un sargento al pasar delante
de mí–. Resta mucho trabajo que hacer.
–¿Qué trabajo? –pregunté inocentemente.
–Bueno, verás… –hizo como si rumiara mientras se rascaba el
cogote–. Ha habido una batalla, así que hemos de recoger a los heridos,
contar a los muertos, rematar a los enemigos que aún no hayan tenido la
decencia de morirse… Ya sabes, ese tipo de cosas –añadió, guiñándome un
ojo. Acto seguido me asió por el hombro y me bajó del carromato,
obligándome a acompañarlo–. Pero sobre todo no sueltes ese odre;
necesitaremos algo para refrescarnos mientras acometemos tan dura labor.
Ver el campo de batalla otra vez, a pie y lejos del ardor guerrero de un
rato antes, resultó una experiencia muy distinta. Ahora ya no resplandecían
las armas y los blasones. El suelo estaba repleto de cuerpos, cientos de ellos.
Unos gemían y otros no. Unos estaban enteros y a otros les faltaban partes.
Los había que todavía tenían clavada una lanza en las tripas o una maza les
había majado los sesos. Pisé sin querer algo blando y al mirar descubrí que
era una mano, pero no encontré a su dueño por allí.
Ayudé a varios heridos a regresar al campamento y acabé manchado
de sangre por todas partes, como un vil matarife. Estaba cada vez más
agradecido a Dios por ser uno de los supervivientes y seguir de una pieza.
Muy hacia el final de la tarde me encontré de nuevo cerca del rey. Él
y algunos nobles caballeros se postraban de hinojos ante un montón de
cadáveres. Pregunté a un soldado qué ocurría. Me explicó que habían hallado
tendido en el suelo el cuerpo de Jaime de Avesnes. A su alrededor yacían los
restos de quince guerreros selyúcidas. Jaime había tenido una muerte
honrosa. El rey al saberlo dijo que ese día nos había abandonado el mejor
caballero de la Cristiandad, y se arrodilló para orar por el alma de su amigo.
Me acerqué con discreción y vi que todos rezaban y a alguno se le
saltaban las lágrimas. En verdad, yo también me afligí. Le debía la vida.
Cuando por fin acabó todo y pude regresar de verdad al campamento,
me dieron comida junto a los otros caballeros. Pan reseco, algunas verduras
hervidas difíciles de reconocer y queso de cabra. Al parecer debíamos
agradecer disponer de víveres a la flota de galeras que nos seguía, aunque yo
no había visto ningún barco en toda la jornada.
Una mujer de Acre me proporcionó un ungüento maloliente para
ponérmelo donde los golpes y me restregó un líquido que parecía quemar en
las heridas de la espalda. Luego me asignaron una tienda donde podría dormir
esa noche. Descubrí al fin que los cruzados no estaban forjados en acero,
pues distaba de ser el que más cardenales llevaba inscritos en la piel, y mis
compañeros de tienda parecían igual de fatigados.
Al apagar la lámpara de aceite uno de los hombres murmuró: «Buenas
noches, señor conde» y yo di un respingo:
–¿Hay un conde en esta tienda? –pregunté, sorprendido.
–Sí, ése de ahí.
–¡Callaos y dejadme dormir! –protestó el aludido.
–Por supuesto, sire… –dije compungido. El primero que había
hablado me dio un golpe en el hombro y me giré hacia él.
–No te dejes impresionar por eso, chico –me informó, en voz muy
queda–. Aquí casi todos los que van a caballo tienen título, pero unos y otros
sangramos igual y comemos la misma mierda. Ya te acostumbrarás.

* * *

Al día siguiente nos despertamos al alba. Las tiendas del campamento


fueron desmontadas en poco tiempo, pero había que acabar de enterrar los
cadáveres. Cuando me disponía a ayudar en ese penoso trabajo, tras beber un
trago de vino y recoger un poco de pan y queso por todo desayuno, acudió
ante mí un escudero del rey. Al parecer Ricardo quería verme.
Seguí a ese britano bajito y de pelo blanco, que llevaba una calza de
cada color y un sayo con algunos adornos. Me llevó al otro extremo del
campamento. Allí estaba Ricardo, perfectamente vestido para el combate,
despejado y charlando animadamente con sus hombres. Todos parecían sentir
verdadera devoción por él. Su forma de hablar resultaba atrayente y sus
modales exquisitos, pero al mismo tiempo afables. Le rodeaban nobles,
caballeros, clérigos y soldados de infantería. A todos trataba con buen humor,
por todos se interesaba. Les preguntaba si habían sufrido alguna herida en el
combate, cuál creían que sería el próximo movimiento de Saladino y toda
suerte de cosas. No parecía un rey y su corte, sino un grupo de viejos amigos.
Cuando reparó en mí me llamó y acudí a su lado.
–Éste fue el último en llegar, pero le vimos hacer bien su trabajo.
¡Marc d’Artois, brindamos por ti! –diciendo esto alargó la mano para que un
sirviente le pusiera en ella una copa. Los otros caballeros también tomaron
las suyas–. ¡A la salud del joven y valiente Marc, que ha luchado por nos! –
clamó de nuevo el rey Ricardo con voz potente.
A mí también me dieron una copa, así que bebí con ellos. Vi que todo
el mundo las apuraba a fondo y no quise ser menos. El líquido rojo bajó
raudo hasta mi estómago y de repente subió un calor sumamente agradable a
mis mejillas. Empezaba a ponerse interesante esto de participar en una
cruzada. Como enseguida nos volvieron a llenar las copas y todo el mundo
parecía muy animado, pensé en proponer yo también un brindis. No creí que
estuviera fuera de lugar. Se juntaron, pues, mi escasa edad y los vapores del
alcohol para que olvidara toda prudencia.
–Quiero brindar por mi rey, a quien tanto me ha costado conocer, y
porque esta batalla nos abra las puertas de al-Kadisiya. ¡Ni Salah al-Din ni los
ejércitos de Misr podrán detenernos!
Pronunciadas estas palabras, empecé a beber de nuevo, pero nadie
acompañó mi gesto. Me detuve, miré alrededor y pregunté con el corazón en
un puño:
–¿Ocurre algo?
–¿Qué has dicho? –preguntó el rey, bajando la cabeza hacia mí y
mirándome extrañado–. No hemos entendido nada.
–Permitidme que os sirva de nuevo de intérprete –apuntó alguien a
quien tomé por una moza, a juzgar por lo agudo de su voz. Me volví y vi que
quien hablaba era un hombre de unos veinticinco años, guapo y rubio.
Carraspeó y con tono más grave añadió–: En árabe, al-Kadisiya significa
Jerusalén. Salah al-Din es el nombre de nuestro enemigo y Misr es como
llaman a Egipto. Sin duda nuestro joven y culto amigo gusta de burlarse de
los vencidos.
–¡Eso está bien, bebamos! –dijo el rey, apurando de nuevo la copa.
Los demás caballeros, ahora de buen humor, lo imitaron.
Considerando el espectáculo que mi irreflexiva locuacidad acababa de
ofrecer, preferí contenerme y en esa ocasión apenas hice amago de beber.
El individuo apuesto sonrió al verme tan azorado y yo, con un
discreto gesto, le agradecí que me hubiera salvado del ridículo. ¡Le había
hablado medio en árabe a un rey cristiano! ¡Qué vergüenza! Suerte que no iba
a dudar de mí quien me había visto luchar a su lado. Sin embargo, debería ser
más cuidadoso en el futuro.
Ahora me daba cuenta que toda mi vida había empleado más la
lengua del falso profeta que la de mis correligionarios. En mi hogar me
dirigía en árabe a los sirvientes, y sólo con mi padre y algunos amigos y
preceptores recurría al occitano. Pero con ellos, al ser también moradores de
Egipto, no había problema en cruzar ambas lenguas y emplear los nombres
árabes de lugares y personas. Ahora estaba rodeado de cristianos europeos
que no sabían una palabra de árabe, así que ya no podía mezclar los términos.
Dado el escaso cariño hacia los seguidores de Mahoma que imperaba en el
campamento, sería mejor no dar pábulo a recelos y sospechas. Mi primera
obligación consistiría en enterarme de las costumbres de aquellos cruzados,
averiguar lo que podía permitirme en su compañía sin provocar ira o desdén.
No quería desmerecer ante la nobleza. Padre podría abrirme en canal si hacía
quedar en ridículo a la casa d’Artois en las mismas barbas de su soberano.
Pasado el mal trago se reanudó la conversación. Me limité a escuchar,
pues prefería no intervenir salvo que me preguntaran expresamente.
Comprendí que era mejor pecar de discreto, en especial cuando el vino
fermentaba en el estómago y las palabras podían resultar confusas. Por suerte
nos trajeron también pan, frutas y aceitunas en una mesa que dispusieron ante
el grupo. Como todo el mundo se servía yo también lo hice y eso mejoró la
situación. Al cabo de un rato ya tenía la cabeza más despejada. Finalmente la
gente se encaminó hacia sus quehaceres y el rey me ordenó que me quedara
con él.
–Tu padre te describió como un hombre alto, recio y bien preparado
para el combate –dijo, mirándome de arriba abajo. Luego, sonriendo añadió–:
Sin duda el amor de un padre es algo maravilloso, pero te habíamos
imaginado algo mayor.
Me sonrojé visiblemente, cohibido por esas palabras. Al percatarse de
ello el rey quiso consolarme.
–¡No te avergüences por ser joven! Eso se cura con el tiempo. Ayer
mismo comprobamos que eres buen soldado, de corazón valiente. No cediste
ante el enemigo, ayudaste a los nuestros y plantaste cara a un selyúcida que
no parecía ningún aficionado –me dio un puñetazo en el hombro, uno de ésos
de «compañeros de armas», para entendernos. Con la fuerza que lo hizo y
teniendo en cuenta que llevaba el guantelete puesto, con los nudillos de púas,
estuve seguro que acababa de ganarme cuatro nuevas heridas. A partir de
entonces lo primero que haría cada mañana sería ponerme la cota de malla–.
Vamos, cuando regrese d’Artois le diremos que puede estar orgulloso de su
hijo. Lo que queríamos sugerirte es que antes que como soldado, podrás
servirnos de otras maneras más interesantes.
–Ignoro a qué os referís, sire… –le respondí.
–¿Cómo que no? ¿Acaso no hablas árabe con soltura? ¿No estás
habituado a vivir en Egipto? ¿No conoces sus costumbres, sus leyes, las
palabras del falso profeta al que veneran? Estamos seguros de que si te
mandamos vestir esa casaca y ese turbante, podrías hacerte pasar por uno de
ellos.
Miré hacia donde señalaba. Se trataba de un carromato cargado de
botín. Encima de un fardo se veían las prendas que mencionaba.
–Pero sire, son las ropas de un atabeg; seguramente de Bagdad, a
juzgar por los arabescos. Nadie creería que lo soy.
–¿Qué es un atabeg? –preguntó el rey.
–Oh, un… dignatario, alguien muy importante. Suelen ser famosos y
llevan mucho séquito y escolta. Con mi edad y solo, no llegaría lejos con esos
atavíos. Pero no os preocupéis, tengo lo que he usado para pasar
desapercibido en mi viaje hasta aquí.
–¿Ves? ¡A eso nos referíamos! Para nos esa casaca es como otra
cualquiera. Pero tú, Marc, conoces el significado del más nimio detalle. Sabes
hacerte pasar por uno de ellos. Como tu padre. Necesitamos hombres de
vuestro temple para realizar algunos encargos… Asuntos que deben
resolverse en territorio enemigo y no se solucionan con la espada.
Ricardo hizo una pausa y acercando la cabeza empezó a hablar más
quedo.
–Ahora mismo tu padre nos está sirviendo, pero como pudiste ver
ayer, no en el campo de batalla. Hay otras lides, a menudo más difíciles de
ganar, que no se disputan con armas. Hunfredo, por ejemplo, no goza de la
estima de muchos hombres. Sin embargo, es a él a quien hemos de recurrir a
menudo para trabajos que los otros no pueden hacer. Sabe árabe, es culto, lee
poesía, los visires le respetan y los sabios gustan de escucharle. Incluso
Saladino le trata con cortesía, sin negarse nunca a recibirle. ¿Para qué
queremos que combata? Cierto, ayer estuvo en la batalla, como todos, pero
hubiéramos preferido no arriesgarle porque si le perdemos, no tenemos con
quién substituirle.
–Perdonadme, majestad, pero como soy nuevo aquí no conozco a casi
nadie. ¿Quién es Hunfredo?
–¡Ja, ésa es buena! Hunfredo IV de Torón es quien te salvó del
escarnio cuando el vino empezaba a abrirte la boca más de la cuenta –se
volvió, mirando a su alrededor, y al localizar a quien buscaba voceó–:
¡Hunfredo, venid!
El aludido corrió como un relámpago y se plantó delante del rey
Ricardo en un santiamén.
–¡A vuestras órdenes, excelencia! –gritó con énfasis, ajustándose la
sobrecota y el cinto al detenerse. Probablemente era el único hombre de ese
ejército que llevaba limpia la vestimenta.
–Nuestro digno Hunfredo, ya habréis notado que este joven egipcio,
aunque no por ello menos britano o como nos llaman por aquí franco, cuando
no nos tachan de latinos o romanos… Bueno, dejemos eso ahora. Queremos
que pongáis al día a este recién llegado. Si veis que hay algo que deba saber
para acompañar a su padre se lo explicáis. Lo que sea.
–Pero sire, no sé qué está haciendo su padre –replicó Hunfredo–.
Nadie lo sabe. Siempre habláis en secreto con d’Artois.
–Queríamos decir que le pongáis al día acerca de nuestra expedición,
lo que ocurre por aquí y por allá. Y sobre todo, lo que acontece entre los
árabes. En cuanto a nuestros secretos con d’Artois, no perdáis el sueño por
eso. Va en pos de unos rumores que intenta confirmar o desmentir.
–¿Qué rumores? –preguntó confuso Hunfredo.
–Una conspiración entre los infieles para matarnos.
–¡Ah, bueno, sólo es eso! –respondió Hunfredo más tranquilo–. Me
habíais preocupado, sire; temía algo grave. En cuanto a las conspiraciones, ya
os he dicho que siempre están hablando de ello. Incluso uno me llegó a
preguntar si estaría dispuesto a envenenaros por una cantidad respetable.
¿Recordáis que os lo comenté?
–Sí, pero no nos confesasteis cuál había sido vuestra respuesta.
Ambos rieron y tras algunas bromas más el rey se marchó para poner
en orden la caravana y organizar la marcha. Quedamos Hunfredo y yo para
reunirnos cuando dispusiéramos de algún rato libre y hablar de lo que me
pluguiera. Fui corriendo a recoger mis cosas, agenciarme un nuevo yelmo
que reemplazara al perdido en la contienda y preparar mi caballo, pues la
mayoría de los hombres ya estaba montando. Al parecer no querían pasar otra
noche allí. Ese campo de batalla lo había elegido Saladino mediante el
recurso de interponerse y formar su ejército ante los cristianos. Por lo tanto,
ahora mis compañeros de armas querían un lugar que no le fuera propicio al
infiel y nos sirviera mejor como refugio.
Durante la marcha descubrí cuán deprisa circulaban las noticias y los
rumores en un ejército en movimiento. Varios caballeros se acercaron para
conocerme y conversar conmigo un rato, preguntándome qué me había traído
hasta allí. No obstante, casi siempre preferían hablar sobre sí mismos y
contarme sus hazañas; duelos singulares que habían ganado, dragones que
habían matado, princesas a las que habían salvado de un secuestro en un
castillo enemigo… En fin, minucias de esta guisa. Asimismo, también me
junté con algunos que exageraban a ojos vista y hablaban de proezas
imposibles, eso sí, con gracejo.
Recuerdo a uno, Ricard, de la Casa de Urgell, que decía haber llegado
en un viaje por el desierto de Rub’ al Khali, años atrás, a un enorme lago de
agua negra como el carbón y espesa como la miel. Brotaba del suelo en
grandes chorros que alcanzaban varios pies de altura. Pero lo más increíble
era que si se acercaba fuego a ese líquido, ardía con más fuerza que unos
leños bien secos.
Otro caballero, Juan de Ortiz, me narraba haber contemplado a bordo
de una galera árabe en la que estuvo condenado a remos hasta que logró
escapar, un disparate aún mayor. El arráez de la nave le había enseñado un
mapa del mundo dibujado por el mismísimo al-Idrisi por encargo del rey de
Sicilia en 1154. Decía que era la única representación fiel de nuestra Tierra,
dibujada merced a relatos de viajeros, testigos fiables de lo que contaban. En
ese mapa África no llegaba hasta el confín del mundo, sino que se podía
circunnavegar. Por tanto, una galera que saliera del Mediterráneo podría
alcanzar el mar Rojo o incluso el mar de Persia, recalando en los puertos de
Arabia. Añadía también con el rostro iluminado, como si hubiera sido testigo
de esas maravillas con sus propios ojos y no sólo dibujadas en un pergamino,
que había inmensas extensiones de tierra más allá del Tigris. Aseguraba que
existían estepas inacabables, cordilleras colosales con montañas más altas que
el Atlas o los Alpes y detrás de todo ello, un imperio inmenso, más antiguo y
vasto que el romano.
Y así, un caballero tras otro aprovechaban su ocasión de contar al
recién llegado proezas y maravillas imposibles. Yo procuraba poner cara de
sorprendido y no contrariar a ninguno, pues en esa columna marchaba la
mitad de la nobleza de Occidente, y el que menos poseía un castillo y tierras
en Aquitania o en Normandía. Entonces los tomé por locos, pero ahora sé que
algunos de ellos tenían razón.
Por la tarde la gente ya había perdido las ganas de hablar. El día era
extremadamente caluroso y el escaso viento que soplaba venía de tierra
adentro. Era ese dichoso viento que primero barría el desierto, arrastrando
todo el polvo y calor posibles, y luego se precipitaba sobre los desdichados
mortales para dejárselos caer encima. Por mi parte siempre me había
considerado un viajero sufrido y con aguante, pero nunca había deambulado
tanto tiempo embutido en una cota de malla, capa y un yelmo en la cabeza
que me hacía creer que la tenía cociéndose en un horno. Las heridas, golpes y
magulladuras del día anterior estaban hoy con ganas de hacerse notar. Era ese
momento tan especial, cuando la hinchazón se halla en su apogeo, la
cicatrización aún no ha empezado a cerrar la piel y las costras van creciendo.
Durante la parada del mediodía pedí más ungüentos y pociones. Me aplicaron
todo lo que pudieron y alguno de esos remedios malolientes debió de surtir
efecto, pues la tarde me resultó más soportable.
Bueno, quizá se debió a que no dispuse de tiempo para
compadecerme de mis cuitas, porque me pusieron a la retaguardia y varias
veces tuve que desenvainar y aprestarme a defender a los rezagados, junto
con otros caballeros. El problema radicaba en los hombres de a pie. Si yo me
quejaba de calor y cansancio, no quiero ni pensar qué estarían pasando esos
pobres diablos. Ellos llevaban el mismo peso, la misma vestimenta y además
caminaban. La marcha del ejército no podía detenerse para recoger o esperar
a nadie. Los carromatos ya rodaban sobrecargados de equipo y heridos. Si
alguien no podía seguir el ritmo, se iba quedando atrás, cada vez más
rezagado hasta que la caballería ligera de Saladino, que nos seguía de cerca
como cuervos tras un cadáver ambulante, se precipitaba sobre él y lo
despachaba allí mismo.
Cuando podíamos, es decir, cuando no esperaban a que nos
hubiéramos alejado suficiente para llegar tarde en su defensa, cargábamos
contra ellos al grito de «¡Dios lo quiere!» Entonces ellos arremetían contra
nosotros proclamando «¡Alá es grande!» y nos pasábamos un buen rato
contendiendo. Eso significaba más golpes y heridas que tendría que curarme
por la noche.
Al menos, esos rápidos y frecuentes encuentros me estaban sirviendo
para instruirme aceleradamente en el oficio de la guerra. De un marqués de
Flandes aprendí la técnica del codazo hacia atrás para dejar la espalda
señalada a un jinete con el que me acababa de cruzar. De un bastardo de
Normandía aprendí a propinarle una patada en el morro al caballo del rival
para que se encabritara y su jinete tuviese problemas durante un rato. Y así
uno tras otro me desvelaban sus trucos, o simplemente me fijaba en ellos
cuando luchaban y luego los repetía. La nobleza, limpieza y gallardía, típicas
del duelo entre caballeros, parecían no valer cuando la lucha era contra el
infiel. Por si acaso, no daría por sentado que se respetaban esas normas entre
cristianos hasta haberlo comprobado en persona.
Después de estas pequeñas escaramuzas ocasionales contra el
enemigo debíamos volver a la retaguardia de la columna de marcha. Por lo
tanto, allí se quedaban los incapaces de seguir el paso. Sólo habíamos
aplazado su muerte durante un rato. Pregunté a un viejo caballero qué sentido
tenía ir a defenderlos si luego los abandonábamos a su suerte.
–No velamos por ellos, sino que luchamos por la seguridad del grueso
del ejército –me respondió con la triste mirada de sus ojos grises bajo una
melena de pelo también gris–. El enemigo debe tener claro que atacar a la
columna o en su proximidad le supone un grave quebranto. Lo que hagan con
los rezagados, si están bastante lejos, ya no nos incumbe. Pero un ataque
demasiado cercano no podemos permitirlo. En tal caso, si no les hiciéramos
frente nos considerarían débiles y empezarían a hostigarnos con mucha
mayor saña. Podría desencadenarse otra batalla.
–Entonces, cualquiera que quede debilitado por el sol o la sed y se
retrase, ¿está condenado a muerte?
–Así es, pero no olvides que todos ellos van al paraíso. Caen durante
una cruzada; por lo tanto, sus pecados les son perdonados y llegan al cielo
con el alma inmaculada como la de un niño recién bautizado.
–¿Vos creéis eso? –le pregunté, acercando la cabeza y hablando en
voz baja para que no nos oyera el resto de los hombres.
Me miró sonriendo y me dio una palmada en la espalda.
–Mira, muchacho, digamos que es útil que la tropa lo crea. Así resulta
más fácil enviarla al matadero.
Gracias a ésta y otras confidencias, el caballero Teodoro y yo nos
hicimos amigos y fuimos juntos y charlando el resto del día, tuteándonos
como antiguos camaradas de armas. O al menos hasta el siguiente ataque de
la caballería musulmana. Teodoro era casi un anciano que sin duda había
visto más de cincuenta primaveras, pero valiente y animoso como el que más.
Sus palabras destilaban resentimiento y parecían a menudo cínicas, pero
supongo que un soldado, para ser bueno, no es necesario que disfrute con las
carnicerías de las batallas. Al menos yo prefería pensar que podía uno serlo y
no gustar de tamaña sangría, porque no creía que jamás fuera a
acostumbrarme a sufrir todo aquello.
De nuevo nos atacaron al cabo de un buen rato. Esta vez se habían
acercado mucho más; por tanto, nuestra respuesta fue más dura y se nos
unieron algunos caballeros más adelantados. Gracias a Dios, y a las
explicaciones de Teodoro, empezaba a comprender un poco la lógica del
asunto.
Quiso la esquiva fortuna que mi nuevo y venerable amigo tuviera
mala suerte. Un caballero selyúcida cargó contra él a mazazo limpio y logró
derribarlo. Luego dio media vuelta para rematar su trabajo. Como me
encontraba cerca me fui directo hacia él y cargué con la espada para detener
su maza. Ésta se astilló del golpe y tuvo que arrojarla lejos de sí,
desenvainando enseguida su espada. Al reconocer al jinete no pude evitar
sonreír y burlarme de él, espetándole en árabe:
–¡Primero la maza, luego tu cabeza, al-Kamil! –además, noté que
llevaba muy vendado el muslo donde le había clavado la espuela el día
anterior. Eso me brindó una ocasión para zaherirle–. Si te duele la pierna,
podemos dejarlo para otro día.
Lo que me respondió prefiero olvidarlo por respeto a la memoria de
mi santa madre. El caso es que cargó contra mí con tanta furia que a punto
estuve de ser el siguiente en dar con mis huesos en el suelo. Quiso la
voluntad de Dios que los suyos impartieran en ese momento la orden de
retirada al constatar que nos llegaban refuerzos.
Me dirigí al lugar donde había caído Teodoro, recogí su caballo y le
ayudé a montar. Durante el regreso volvimos a hablar y me dijo:
–Normalmente no charlamos con el enemigo. Menos aún en su
idioma. ¿Dónde lo aprendiste?
–En casa. Soy de Damieta –respondí, espantando una mosca con la
mano.
–¿Dónde está eso?
–En Egipto, en la desembocadura del Nilo –la mosca había logrado
colarse por la rendija dentro del yelmo y tuve que sacármelo.
–Vaya, creía que eras britano…
–No, soy aquitano. Maldita mosca… –el bicho volvía a revolotear
alrededor de mi cabeza. Teodoro le arreó un manotazo y lo mató. Sus restos
quedaron enganchados a mi pelo. Preferí no hacer comentarios y limpiarme
como pude con un trozo de tela que llevaba en las alforjas.
–¿Un aquitano originario de Egipto y que sirve a un rey britano? Eso
parece bastante complicado.
–Peor todavía, nací en Arabia. Mi padre hizo un largo viaje para
comerciar. Quería comprar los productos más exóticos del mundo en el
puerto de al-Basra… Quiero decir de Basora. Por desgracia, los guías que
contrataron para el regreso les engañaron. Les condujeron al desierto de An
Nafud y por la noche se fueron tras robarles. Mi madre, enferma por el calor,
dio a luz anticipadamente. Así que llegué a este valle de lágrimas en el
desierto de Arabia, durante una tormenta de arena y bajo la luna en cuarto
creciente.
–Venido al mundo en el corazón del Islam y bajo su símbolo. ¿Has
consultado algún astrólogo o vidente para saber qué se esconde tras un
nacimiento tan particular?
–Lo hice una vez. Un brujo de El Cairo, un hombre muy viejo y sabio,
con fama de conocer incluso los secretos del gran Solimán…
–¿Quién?
–…Salomón, el sabio Salomón. Y no me interrumpas si quieres
conocer el resto. Dijo que había nacido en el hogar de los yinns, en el
momento en que éstos son más poderosos, pues las tormentas de arena son su
montura y la luna creciente su blasón. Insinuó que si me habían permitido
nacer en sus dominios, podía ser que gozara de su favor. Pero también
observó que nací entre dos mundos: bautizado por Cristo con el agua y por
Alá gracias a la arena del desierto más sagrado. El mismo desierto que
cruzaba una y otra vez Mahoma cuando era camellero y en el que resuenan
aún sus palabras. Señaló que era de linaje cristiano y educado entre árabes; en
fin, muchas cosas como éstas –callé un momento, rumiando aquel antiguo
encuentro.
–¡Oh, venga, no te detengas ahora, ni te hagas el interesante! –suplicó
el viejo Teodoro con voz lastimera.
–Bueno, bueno, el resultado fue que me hizo una profecía. En mí
residiría la sabiduría de dos mundos y el influjo de ambos anidaría en mi
corazón. Pero debía tener cuidado, porque esa sabiduría podía tornarse en
confusión, mezclarse cada origen hasta que no supiera cómo debía obrar, qué
camino debía seguir. También dijo que veía escrito algo extraño en las
estrellas del día de mi nacimiento. Ante mí aparecería un día una puerta.
Necesitaría la sabiduría de mis dos mundos para abrirla y al hacerlo tal vez
descubriría que… que era la puerta del infierno. Y que cuando la hallara no
podría eludirla; tendría que abrirla y pasar a través de ella.
Hubo un momento de silencio que rompió Teodoro al cabo de un rato.
–Si me hubiera hecho a mí una profecía como esa me habría negado a
pagarle –dijo al fin.
–No me dejó. Al leer mi carta astral se horrorizó y me echó a
empujones. Me dijo que rezara mucho, llevara una vida virtuosa y no
volviera por allí nunca más. Estuve bastante mohíno durante una buena
temporada, pero ahora ya no le doy importancia.
–Sólo por curiosidad, ¿quién era ese sabio? –preguntó alguien detrás
de nosotros.
Me volví y reconocí a Hunfredo IV de Torón. Como el día anterior,
carraspeaba intentando hacer más grave su voz. Normalmente los hombres
tosían para aclararla, pero Hunfredo parecía diferente de los otros en más de
un aspecto.
–No me parece de buena educación escuchar las conversaciones
ajenas –dije por toda respuesta, aunque no tan alto como para que me oyera.
Al fin y al cabo era un caballero, mientras que yo no pasaba de humilde
guerrero novato.
–Oye, ¿de dónde sales tú? –le interpeló Teodoro–. Se supone que
somos los últimos de la columna. Cerramos la marcha de este ejército y has
venido por detrás de nosotros…
–Eso demuestra lo bien que vigiláis la retaguardia. Hubiera podido ser
un sarraceno y degollaros sin que os apercibierais de mi llegada.
–Intenta acercar tu mano perfumada a mi cuello y verás lo que te
ocurre –replicó Teodoro, combativo.
–¡Oh! –Hunfredo se quitó el guante de cota de malla, olió
delicadamente el dorso de su mano y arrugando la nariz replicó–: No,
verdaderamente ya no. En fin, ha sido delicioso platicar con tan agradable
compañía. Ahora, si me dispensáis, voy a notificar al rey que su despacho ha
sido entregado a los hombres de Saladino.
Se alejó con un ligero trote de su precioso corcel árabe. Un caballo
completamente negro, esbelto y musculoso, digno de un sultán.
–Ese Hunfredo me desconcierta –comenté–. Diría que se toma la
guerra con más alegría que el resto.
–No es de extrañar. Es hombre de confianza tanto para el rey Ricardo
como para ese Saladino, que el diablo conduzca a los infiernos –Teodoro
parecía más risueño que enfadado al referirse a Hunfredo–. Cuando no está
en la tienda del rey cristiano festejando y trazando planes para llevarnos a la
muerte, lo hallarás en la de Saladino, agasajado con todo el lujo oriental y
tratado como un embajador del rey. ¡Por el amor de la Virgen, ese tipo es el
único hombre en los dos ejércitos enfrentados que está en todas las fiestas de
ambos bandos! ¿Puedes creer que le envían invitaciones para asistir a las
francachelas de Saladino o acompañarle en sus días de celebraciones
sagradas? Él cuenta que se ve obligado a asistir «para cultivar las buenas
relaciones y así servir mejor la diplomacia de nuestra causa». Me parece
vergonzoso ir cruzando el frente para acudir a los convites de uno y otro
bando, patrullar y al hallarse con una patrulla del enemigo, saludarles por sus
nombres y preguntarles por la familia.
–Realmente es un personaje muy curioso. Veo que sabe
desenvolverse mejor que nadie en una guerra cruel y sanguinaria como ésta.
–Hunfredo arrastra mucha historia a sus espaldas. Su aparente
despreocupación es una fachada que esconde la mayor de las tragedias. Si yo
te contara…
–Cuenta, cuenta; me gustan los detalles –me apresuré a decir. Para mi
desgracia, alguien decidió que habíamos llegado a un lugar ideal para
acampar. Ya era media tarde y debíamos plantar las tiendas, preparar la
comida, cuidar a los heridos que no habían muerto por el camino y preparar
las defensas ante un posible ataque. En fin, la rutina de la guerra.

* * *

Cuando terminé con todos mis quehaceres fui de nuevo a visitar a las
mujeres para que curaran mis heridas. Con tantos combates y refriegas como
había padecido ese día, mi piel empezaba a parecer más un tapiz bizantino
con abundancia de tonos morados, parduscos y rojizos que un pellejo normal.
La moza que me atendió aprovechó para despiojarme y para mi
sorpresa cazó varias piezas de buen tamaño. Quedé sorprendido y
preguntándome de donde podían salir piojos si estábamos cruzando casi un
desierto.
Al cabo de un rato apareció una galera. Era nuestra y traía provisiones
frescas, así que esa noche pudimos comer a gusto: cerdo, galletas, legumbres
y frutas recién recogidas de los huertos de Acre. También bajaron unas
mujeres muy hermosas que fueron a la tienda del rey y al parecer se montó
allí una buena fiesta. Yo me quedé cerca de una fogata, con la espalda
apoyada en la rueda de un carromato. Confiaba que estando en medio de la
impedimenta no me tocaría ir a la lucha si nos atacaban por la noche.
Algo después pasó por allí Hunfredo, con evidentes muestras de mal
humor. Cuando estaba cerca propinó una patada a una piedra y ésta se
estrelló contra el carromato, cerca de mi cabeza. Protesté y entonces reparó
en mí.
–Lo siento, no te había visto –dijo por toda disculpa–. No estoy para
bromas esta noche; me han dado malas noticias sobre mi mujer.
–Sentaos y contádmelo, por favor –le dije, tendiéndole un pequeño
odre de vino. Me estaba convirtiendo en un experto en conseguir bebida y
viandas, pero es que mi estómago aún no se acostumbraba a frugalidades
excesivas y el vino ayudaba a mitigar la insipidez de las comidas del
campamento. Por alguna razón que no entendía, los cristianos no gustaban de
mejorar con especias sus platos.
Se sentó con cuidado a mi lado, tomo el odre y echó un buen trago. Al
menos en ese tema no se andaba con remilgos.
–¿Cuáles son las malas noticias? Espero que no se trate de una
tragedia relacionada con vuestra esposa.
–No me han traído ninguna nueva. Ésa es la mala noticia –había
amargura en su voz.
–No lo entiendo –la respuesta me había sorprendido. ¿Pretendía
hablar con enigmas?
–Es la primera vez que Isabel no responde a mis cartas –frunció el
ceño al hablar; tenía la cara roja por las llamas de la fogata y creo que sin ella
también lo hubiera estado de ira.
–¿Tal vez vuestra esposa se encuentre mal de salud de forma
pasajera? –sugerí con cautela.
–Ya no tengo esposa. ¡Ése es el problema! –se levantó de nuevo y se
fue de peor humor que había llegado.
No supe a ciencia cierta si Hunfredo me estaba tomando el pelo, si
sólo hablaba confusamente, tal vez por el vino, o bien si allí había un misterio
más profundo. Poco después me enteraría de que yo era el único hombre de
aquel reino para quien aquello constituía una incógnita. El rostro de Hunfredo
me había preocupado. Para él debía tratarse de un asunto muy grave,
doloroso incluso, pero no había sacado en claro tan siquiera si tenía o no
esposa.
Dado su estado de ánimo, no parecía el momento adecuado para
pedirle que me ilustrara sobre las vicisitudes de la cruzada, tal como había
sugerido el rey Ricardo. Mejor sería dejarlo para más adelante. Decidí que
iría a dormir y ya veríamos qué resultaba de aquel galimatías.

* * *

No tuve que esperar mucho. Al día siguiente, ya casi por costumbre,


fui a unirme a la retaguardia. Debía de estar cogiéndole gusto a acumular
heridas, porque desde el alba se habían avistado selyúcidas a la espera de
nuestros movimientos. Por el mar se divisaban tres galeras de guerra que
habían llegado por la noche y algunos hombres subían y bajaban de ellas,
portando grandes fardos. Nuestras líneas de suministro seguían funcionando
bien por el momento. Me habría gustado navegar en una de ellas para poder
ver un poco el trajín de los profesionales del mar. Era un tema en el que
carecía de experiencia, pues mi familia se dedicaba al negocio en caravana.
Era bien sabido que el comercio marítimo permitía obtener pingües
beneficios, pero el precio de un barco estaba al alcance de muy pocos. Un
navío de guerra, que podía servir igual para el transporte pero era mucho más
seguro, sólo podía permitírselo un rey o un sultán.
Teodoro estaba ensillando su montura cuando fui a buscar la mía y
aproveché para comentarle mi encuentro con Hunfredo la noche anterior.
–No me extraña su mal humor –dijo el viejo–. Anda, hazme un estribo
con las manos para que suba al caballo –lo obedecí–. Muy bien, muchacho –
siguió diciendo al encontrarse ya montado–, verás: la historia de Hunfredo es
dolorosa para cualquier cristiano y una vergüenza para la Santa Madre
Iglesia. El Papa debería pasar mil años en el purgatorio o mejor, ir de cabeza
al infierno, por consentir un escándalo semejante. Lo mismo que todos los
caballeros que han permitido, más aún, conducido a esta situación.
Conforme hablaba se iba exaltando cada vez más. Alguien debió de
dar la orden de marcha, porque el ejército empezó otra vez a ponerse en
movimiento.
–Por lo que dices ha de ser muy grave, pero sigo confuso –logré decir
al fin–. ¿Qué tienen que ver la Iglesia y el pontífice con Hunfredo y su
esposa? Si es que tiene esposa, porque aún no lo he esclarecido.
–A los ojos de Dios y de cualquier cristiano verdadero siguen
casados, pero la Iglesia de Roma les divorció a la fuerza. Igual que a
Conrado, aunque en su caso fue un divorcio preventivo, pues no estaba claro
si Conrado estaba o no casado.
Mi despiste aumentaba por momentos. Supongo que debí de
poner cara de alelado, a juzgar por la expresión divertida de mi interlocutor.
–No entiendo nada. ¿Quién es Conrado? Y ¿qué es un divorcio?
Teodoro se armó de paciencia y se dirigió a mí como si fuera a
impartir una lección.
–Dime, hijo, ¿cuánto dura el matrimonio y quién puede disolverlo?
–Tus preguntas carecen de sentido –respondí, muy convencido–. El
matrimonio cristiano es eterno e indisoluble. Nadie puede desatar en la Tierra
lo que Dios ha anudado en el cielo.
–Pues sabe que un divorcio consiste en deshacer un matrimonio –abrí
los ojos como un mochuelo; aquello era nuevo para mí–. Mira: el pasado
otoño murieron las dos hijas de Sibila, y luego ésta.
–¿Sibila? ¿Quién diantre…?
–Caramba, mi buen Marc, parece que te hubieras caído de un guindo
–y me obsequió con una estentórea carcajada–. La reina de Jerusalén, nada
menos. La enfermedad azotaba la ciudad y muchos fueron los que se unieron
en aquellos días al Creador. Pero Sibila era la reina legítima de Jerusalén y
sus hijas las herederas de sus derechos. Esto enseguida creó un verdadero
problema. Su marido, Guido de Lusignan, no era rey por derecho propio, sino
sólo por haberse casado con Sibila. ¿Muerta la reina perduraban sus
derechos?
–Espera… Ese Guido, ¿acaso no fue uno de los derrotados por
Saladino en la batalla de Hattin? Hasta los niños musulmanes celebraron el
acontecimiento.
–Guido no se cubrió de gloria en Hattin, precisamente –Teodoro
sonrió–. Desde entonces tiene muchos enemigos; en realidad, sólo el buen
Ricardo Corazón de León apostaba por él como monarca de Jerusalén. La
nobleza local, que le conoce mejor y sabe de su carácter pusilánime y poco de
fiar, no quería que Guido fuera rey. En lugar de eso apoyaba para la corona al
noble y virtuoso Conrado de Montferrato. Se comportó como un héroe en la
defensa de la ciudad de Tiro. Un hombre valiente, un caudillo nato y un buen
soldado de Cristo.¿Me sigues?
–Por el momento, sí. ¿Y el divorcio?
–No me seas impaciente. Por desgracia para todos, menos para Guido,
Conrado tenía los partidarios, pero no los derechos sucesorios. ¿Cómo
remediar tan enojosa situación? Muerta Sibila, la siguiente en la línea de
sucesión era la princesa Isabel, hermana de María Comneno, que a su vez era
esposa de Balián de Ibelín.
–Isabel, María, Balián… Aún no me he perdido.
–Bien. A todos ellos interesaba que los derechos siguieran en su
familia, es decir en Isabel. Por tanto casarían a ésta con el candidato a rey y
su legitimidad sería plena, además de anular al estúpido de Guido.
–Me parece una propuesta juiciosa: el bravo Conrado se casa con
Isabel, y todos contentos.
–Y lo sería, salvo por un par de detalles. Por un lado, se rumoreaba
del marqués Conrado que había dejado mujer en Constantinopla, por lo que
no podía contraer nuevo matrimonio. Y otro problema más cercano era que
Isabel ya estaba casada, ni más ni menos que con Hunfredo IV, señor de
Torón.
–Entonces, Hunfredo es… –no pude terminar la frase; me había
quedado estupefacto.
–Ricardo Corazón de León se opuso enseguida a que se realizase un
casamiento tan contrario a las leyes de Dios, pues sería doblemente adúltero.
Supongo que también influyó que los ingleses fueran partidarios de los
Lusignan –Teodoro suspiró–. El arzobispo de Canterbury lo apoyó y le dio la
razón; la Iglesia no podía aprobar semejante villanía. Sin embargo, el
arzobispo cayó enfermo y entonces llegó de Roma el legado papal. Se trataba
de Ubaldo, arzobispo de Pisa. Como a todo pisano sólo le importaba quién
pagaba más, y como legado del Sumo Pontífice le interesaba sólo la política.
Una combinación fatal, mi joven Marc… Divorció en público a Isabel y
Hunfredo, ante las lágrimas de ésta, que amaba a su joven y culto marido y
no deseaba desposarse con un guerrero de apariencia ruda y mucho mayor
que ella. Tampoco se apiadó de las lágrimas de Hunfredo, que de verdad
quería a su esposa ya desde la infancia. Y por supuesto, le trajo sin cuidado la
indiferencia de Conrado, de quien no se había podido averiguar si estaba
casado o no, así que le divorciaron preventivamente, por si acaso.
–Pero –insistí; yo era muy joven, y seguía sin acabar de creerme
aquella monstruosa injusticia– ¿cómo puede alguien, por muy legado papal
que sea, anular un sacramento sagrado? ¿Por qué no se rebelaron Hunfredo e
Isabel, si tanto se querían?
–Hijo mío, cuando hay intereses políticos, bien poco valen los
sentimientos de unos amantes. La madre de Isabel, María Comneno, raptó a
su propia hija y así, a solas con ella, no cejó hasta que la infeliz criatura
aceptó lo inevitable. Además, el arzobispo Ubaldo consiguió el inestimable
apoyo del obispo de Beauvais, el cual, casualmente, es pariente de Conrado.
Argumentaron que Isabel se había casado con Hunfredo siendo menor de
edad, engañada y presionada por sus parientes… En suma, que desde el punto
de vista eclesiástico, el matrimonio era nulo.
»Fue un escándalo como no he visto otro en mi vida. Los nobles
britanos vociferaban insultos contra la Iglesia y amenazaban en público al
arzobispo. Los que tenían interés en el asunto callaban, pues aunque deseaban
este arreglo los métodos empleados les avergonzaban. Finalmente, a finales
del noviembre pasado se ofició la boda entre Isabel y Conrado. La
celebración más parecía un funeral y la jovencísima Isabel se pasó toda la
ceremonia llorando. Hunfredo, un hombre casado cuya mujer aún vive, ahora
no tiene esposa por decisión de la Iglesia. Si al menos este crimen contra la
Ley de Dios hubiera servido para algo… Sin embargo, Conrado no ha podido
ser coronado porque Guido no renuncia a sus derechos, y no se desea una
confrontación entre cristianos por la corona de un reino que ahora pertenece a
Saladino. Los nobles andan todavía divididos ante este asunto y cuando
reconquistemos Jerusalén podría haber un baño de sangre entre los nuestros
por esa corona. Tal vez sea el castigo del Señor por el pecado de haber
tolerado semejante atropello.
Teodoro calló al fin y yo me tomé un tiempo para reflexionar antes de
hablar.
–No sé cómo el pobre Hunfredo pudo aguantar algo así –dije al fin–.
Le creía un personaje divertido, una especie de bufón culto aunque
afeminado, no sé si me explico, pero ignoraba sus sufrimientos.
–No le juzgues mal. Hunfredo, pese a su carácter, era un esposo
devoto y correspondido. Sin embargo, por razones que se escapan a mi
entendimiento, cuanto le impusieron el divorcio no quiso, no pudo o no se
atrevió a rebelarse en público. Para muchos, esa falta de valor fue un signo
inequívoco que confirmaba su afeminamiento. Al confesarse partidario de
Guido, tampoco se granjeó las simpatías de sus iguales. Y por si faltaba algo
para dejarlo en mal lugar, durante los años que estuvo con Isabel, ésta no le
dio hijos. En cambio, nada más casarse Conrado con ella, la dejó preñada.
Hace poco dio a luz a una niña, la futura heredera del reino de Jerusalén.
»Desde entonces, Hunfredo ha ido de mal en peor –suspiró de nuevo
antes de añadir–: ahora parece que se burle de todo el mundo, que se tome la
vida a la ligera, que haga pública ostentación de unos modales demasiado
refinados y provoque abiertamente a cuantos nos cruzamos en su camino. Yo
mismo estoy harto de él, porque logra sacarme de mis casillas, pero debo
reconocer que es fruto de su amargura. En el fondo me da pena. Quizá se
comporte así, de esa manera tan insultante, porque no puede sufrir que lo
compadezcamos, y prefiere que lo detestemos –sonrió–. Lo que me has
contado de vuestro encuentro de anoche confirma lo que ya sospechaba;
sigue escribiéndose con su adorada Isabel, pero ahora ese contacto se ha
debido de romper. Tal vez Conrado se haya enterado del ir y venir de
mensajes y ha cortado por lo sano, recluyendo a Isabel en el camaranchón
más alto de una torre.
–No sigas, que esta historia tan triste me está dando escalofríos –le
interrumpí–. ¿Qué podría hacer Hunfredo para remediar esta situación? Tal
vez si enviara una carta al Santo Padre, relatándole lo ocurrido…
–¿Al Papa? Jamás lo arreglará por las buenas. Es una cuestión política
–hizo una pausa para reflexionar–. La única manera que se me ocurre es que
mate a Conrado y vuelva a desposar a Isabel –añadió, encogiéndose de
hombros. No supe si hablaba en serio.
–¿Crees capaz a Hunfredo de urdir un regicidio?
–¿Qué no se puede esperar de un amante con el corazón traspasado de
parte a parte? –dijo Teodoro–. A veces pienso que Conrado no se ha unido a
nosotros por evitar cruzarse con Hunfredo. En cuanto a éste, es un buen
soldado que nunca rehúsa entrar en combate. Sus propiedades, su familia, son
de Torón; por tanto, él lleva aquí toda la vida y no es esta cruzada la primera
guerra en que participa. ¿Sabías que fue prisionero de Saladino hace unos
años, cuando éste quería invadir sus tierras y ciudades? –negué con la
cabeza–. Seguramente ése es otro motivo de dolor y resentimiento para él.
Fue capturado por Saladino, quien exigió como rescate la soberanía de varias
fortalezas. La madre, Estefanía, señora de Transjordania, aceptó el trato y
prometió entregar las fortalezas de Kerak y Montreal. Al obtener esta
promesa, Saladino liberó a Hunfredo, pero los defensores se negaron a ceder
las plazas al infiel. Entonces su madre le obligó a entregarse de nuevo a
Saladino como prisionero, por no haber podido cumplir su palabra.
–¿Qué? –esta vez sí que me había sorprendido de verdad–. ¿Cómo
puede una madre entregar a su hijo, sangre de su sangre, como prisionero del
enemigo, pudiendo evitarlo?
–Pues eso hizo Estefanía, dar a su propio hijo para salvaguardar su
honor –dijo Teodoro, encogiéndose de hombros–. A Saladino no debió de
parecerle buena idea, porque volvió a soltar a Hunfredo a cambio de nada.
–No me extraña… –murmuré–. ¿Se han vuelto todos locos en Tierra
Santa?
–A saber. Como ves, este hombre está más acostumbrado a las
guerras de Ultramar que cualquiera de nosotros, así como a sus intrigas y
rarezas. La verdad es que mientras estés aquí deberás andar con mucho
cuidado y no dar nada por supuesto, aunque creas que sabes mucho sobre
cristianos y musulmanes.
–Cierto es que me queda mucho que aprender –dije, pensativo.
Detrás de nosotros veíamos ya algunos caballeros selyúcidas al
acecho de los rezagados. Esta vez no iban a gozar de demasiadas
oportunidades para degollarlos, pues nos desplazaríamos muy poco y
despacio. Los generales no querían ir perdiendo tanta gente por el camino y
habían decidido un ritmo de marcha suave y una jornada breve.
En verdad se agradecía, pues cada vez hacía más calor. Teodoro y yo
dejamos de conversar, ya que nuestros yelmos tendían a recalentarse hasta
extremos insoportables. El sudor irritaba los ojos y toda la piel nos picaba.
Ansiaba quitarme aquella especie de caldera de la cabeza y rascarme hasta
quedarme sin uñas, pero Teodoro se me adelantó. Se pasó la mano por el
cabello y me sonrió, con expresión de felicidad.
–El placer es una cosa simple, mi buen Marc. Sólo tienes que sacarte
el maldito yelmo y dejar que el aire acaricie…
Fueron sus últimas palabras, que quedaron interrumpidas de golpe. Oí
un ruido sordo. Un instante después, mi amigo caía ponía los ojos en blanco y
caía del caballo con estrépito. De su nuca sobresalía una flecha selyúcida.
No supe qué hacer. ¿Desmontaba para auxiliar a Teodoro, o debía
correr a protegerme? ¿De dónde había salido aquella malhadada saeta? Miré
desesperadamente a mi alrededor. A lo lejos había dos figuras montadas en
sendos alazanes árabes. Creí reconocer en una de ellas a al-Kamil. La otra
debía por fuerza corresponder a un arquero magnífico. Aún portaba su arma
en el brazo, e hizo ademán de sacar otra flecha del carcaj. Al-Kamil me
obsequió con un saludo burlesco y ambos jinetes desaparecieron tras una
loma.
Mientras, los soldados de infantería que escoltábamos habían
retrocedido para socorrer al caballero caído. Uno de ellos me miró y negó con
la cabeza. Teodoro estaba más allá de cualquier ayuda humana. Desmonté y
entre todos atamos el cuerpo al caballo. No me quité el yelmo en todo el rato,
y no sólo por miedo al arquero selyúcida. Por mucho calor que diera, al
menos impedía que me vieran llorar.
Llevaba pocos días en la cruzada y los dos hombres que más habían
hecho por ayudarme, Jaime de Avesnes y Teodoro, estaban muertos. Aquello
me hizo tomar conciencia de que la guerra era algo más que la gloria del
vencedor. Mucho se perdía en ella. Y también empecé a darme cuenta de una
circunstancia que me ha acompañado a lo largo de mi vida. Todos aquellos
que me muestran su afecto suelen morir pronto.

* * *

Por mucho que nos doliera, los caídos no detenían nuestra marcha. La
formación seguía como siempre: la impedimenta al lado de la playa, la
caballería en medio y la infantería junto a ella, protegiendo la columna. Los
exploradores merodeaban por todas partes buscando al enemigo e informando
de sus movimientos. Corrían rumores de que en Arsuf Saladino había
obsequiado a los soldados huidos con la filípica más furibunda de la Historia,
y ahora estaba reagrupando y preparando su ejército. Según Hunfredo no
había de qué preocuparse. Ningún general mahometano se atrevería a
provocar una nueva batalla en campo abierto después de sufrir tan gran
derrota en Arsuf. Pronosticó que el próximo encuentro sería posiblemente un
asalto a una ciudad, o un largo sitio.
Por otra parte había malestar entre la nobleza. Muchos querían
precipitarse sobre Jerusalén y así tomar la capital. Opinaban que la fácil
victoria de Arsuf ante un ejército más numeroso había sido una señal del
Altísimo. Otros, menos confiados en intercesiones divinas, argüían que ya
habíamos derrotado al único ejército que se nos podía oponer en aquellas
tierras. Sin embargo, Ricardo Corazón de León no quería oír hablar de asaltar
Jerusalén, pues la ciudad estaba tierra adentro y nosotros sólo podíamos
aprovisionarnos por mar. Saladino, por el contrario, disponía de vías de
suministros por tierra en todas direcciones, y le llegaban caravanas con
vituallas desde Egipto, Arabia, Damasco e incluso Bagdad. Si nosotros
avanzábamos y Saladino practicaba la política de tierra quemada, arrasando
todo a nuestro paso y envenenando los pozos, llegaríamos a Jerusalén
hambrientos y sedientos y seríamos por tanto una presa fácil. Además, había
fortificaciones musulmanas antes de llegar a la capital, como Ramla.
Yo procuraba enterarme de todos los rumores y noticias, ya que eso
mantenía ocupada mi mente y evitaba que pensara en el buen viejo Teodoro.
Echaba de menos su charla, su buen humor, su punto de cinismo. Mientras
andaba meditando acerca de todo esto, llegó un hombre a caballo, preguntó
quién era Marc d’Artois y al averiguarlo me comunicó un escueto mensaje:
–El rey quiere veros. Ahora.
CAPÍTULO SEGUNDO: SAN JUAN DE ACRE

Cuando un rey anuncia que quiere verte no puedes hacerle esperar, así
que dejé a un lado mis penas y crucé al galope toda la columna hasta el frente
de la misma. Descubrí que el ejército se había detenido y Ricardo Corazón de
León estaba discutiendo con sus hombres. Soplaba un viento bastante fresco
y sobre el mar podían divisarse nubes oscuras. Los hombres de la vanguardia
parecían incómodos; seguramente tampoco sabían por qué nos parábamos.
Yo no tenía claro si debía esperar o unirme al círculo de caballeros que
rodeaba al monarca. Hunfredo me vio e hizo un gesto con la mano para que
me acercara. Me metí entre dos caballeros y nadie pareció sorprenderse.
–He aquí a nuestro buen Marc d’Artois –dijo Ricardo al
reconocerme–. Tendremos que darte instrucciones, pues llegan noticias
turbadoras de tu padre. En una carta nos ha hecho saber que después de
algunas averiguaciones ha decidido partir de Acre en dirección a Damasco.
Está preocupado, pues considera que la conspiración de que te hablamos el
otro día puede ser mucho más que uno de tantos rumores. Por desgracia, el
viejo d’Artois nunca proporciona demasiados detalles, ni tan siquiera a nos,
así que queremos que vayas a San Juan de Acre a aguardar sus noticias y
ayudarle en sus pesquisas si fuere menester. Él nos contó maravillas de lo
bien que te desenvuelves entre musulmanes y cómo puedes hacerte pasar por
uno de ellos. Con ese color de piel no nos extraña –hubo algunas risas.
Creo que no lo he comentado, pero por aquel entonces era muy
moreno, delgado y mi rostro parecía tan musulmán como el de cualquier
egipcio. Tan sólo desentonaba mi cabellera rubia, pero al dejar atrás la
infancia mi pelo se había oscurecido lo suficiente. Supongo que comparado
con esa gente venida hacía poco de Britania, Flandes y los Condados Francos
yo era un perfecto sarraceno.
–Marcharás esta misma mañana con las galeras. Hunfredo sabe cuál
es la casa que compró tu padre en Acre y te guiará hasta ella. Aprovechamos
para decirte que será tu invitado, porque le queremos de incógnito en aquella
ciudad.
–Para que Conrado no se ponga nervioso –se le escapó a alguien por
lo bajo.
–¡No empecemos otra vez! –rugió Ricardo–. Hunfredo también ha de
realizar algunos encargos para nos, así que no queremos que a nadie se le
ocurra advertir a Conrado que va hacia allí –miró gravemente a todos y cada
uno de los presentes–. Y tampoco a Guido, por si acaso.
–Ni a Balián de Ibelín –debió de ser una broma, pues todos rieron a
carcajadas.
–Ni a Bonifacio de Carcasona –nuevas risas. Empezaba a sospechar
que me estaba perdiendo todos los chistes, uno tras otro.
–¡Exactamente, a ninguno de ellos! –confirmó Ricardo,
completamente en serio–. Ya sabéis que tal como están las cosas, un emisario
del rey suele despertar recelos, y nos deseamos que los asuntos se despachen
sin trabas. Vos, Hunfredo, aprovechad para poner al día al muchacho en
política y tú, Marc, ayúdale a pasar desapercibido –echó un vistazo a
Hunfredo y suspiró–. De paso, a ver si le convences para que no se limpie a
diario, o va a parecer un emir.
Ciertamente, lograr que Hunfredo pasase desapercibido sería una
proeza. Su capa era la única pieza perfectamente blanca de todo aquel
ejército. ¿Cómo lograba mantener la ropa limpia estando en campaña?
–Ahora marchaos los dos –nos despidió así a Hunfredo y a mí y
mientras nos íbamos, tras la salutación de rigor, le oí que volvía a
conferenciar con sus generales.
–Así están las cosas. ¿Adónde nos dirigimos ahora? –decía Ricardo.
–¡Jerusalén! Tomemos la ciudad inmediatamente, sin que puedan
prepararse –respondió uno de los caballeros.
–Ya están apercibidos. Es mejor ir a Jaffa; nuestros hombres necesitan
un descanso y tenemos muchos heridos. Allí podremos acumular provisiones
para lanzar una campaña en tierra firme…
La discusión continuó pero no pude oír más. A Hunfredo se le escapó
un comentario cuando estábamos suficientemente lejos.
–Irán a Jaffa –dijo escuetamente.
–¿Por qué creéis tal cosa? –pregunté, más que nada para darle
conversación. Al menos, parecía de mejor humor que la otra noche.
–Las provisiones y refuerzos nos llegan por mar y Jerusalén está tierra
adentro –empezó a explicar con toda naturalidad–. En estos momentos el
grueso del ejército de Saladino, bien pertrechado, procede a acuartelarse en
Ramla, preparado para salir en defensa de Jerusalén a cualquier precio. Has
de tener en cuenta que muchos emires y visires desean ocupar el lugar del
sultán. Si Saladino perdiera Jerusalén, que es la más preciosa de sus
conquistas, su puesto y su vida se hallarían muy comprometidos. Por otra
parte los musulmanes están preparados para aguantar acantonados todo el
invierno, y aunque el calor sea muy elevado para estas fechas, puedes estar
seguro que pronto empezará el mal tiempo.
–Creo percibir en vos otra manera de hablar, yo diría que más natural
–me miró sorprendido y vio que le estaba sonriendo–. No sabía que fuerais
un entendido en el arte de la guerra, pero me agrada que me pongáis al día en
estas cuestiones. Me he pasado los últimos días recibiendo golpes y me
gustaría conocer mejor los motivos de mis magulladuras.
–Debes perdonarme si a menudo adopto una pose poco agradable para
el resto de los caballeros –adujo a modo de disculpa–. No me es fácil soportar
el trato con la gente en los últimos tiempos.
Observé que le disgustaba hablar de sí mismo, de modo que traté de
regresar al tema anterior. Como habíamos llegado a la playa y teníamos que
esperar a que las galeras terminaran de descargar, desmontamos y nos
sentamos sobre unas rocas para continuar la conversación.
–Me ha sorprendido lo que habéis contado de Saladino. En Egipto su
prestigio es tan grande que difícilmente cabe pensar que pudiera tener
problemas. Creía que estaba muy seguro en el trono.
–¿Lees libros?
–¿Cómo?
–Normalmente abiertos, cabeza arriba y mirando esos garabatos de
tinta que tienen en sus páginas –ahora quien sonreía era él.
–Quería decir que no entiendo el porqué de vuestra pregunta, pero de
todos modos la respuesta es sí. Mi padre y mi preceptor se han preocupado
siempre de que lea. Dicen que es la mejor manera de aprender bien los
idiomas y no permitir que una mente ociosa labre los terrenos del pecado.
–Eso último me ha gustado, pero lo decía porque eres egipcio, aunque
sea de adopción. Por ese motivo tienes a tu disposición algunas de las
mejores bibliotecas del Islam. Deberías aprovechar para estudiar la Historia.
Por ejemplo, ¿qué sabes de los sultanes de Egipto anteriores a Saladino?
Tuve que pensar un momento antes de responder. Aunque había oído
nombrar a alguno, especialmente a Nur ed-Din, el antecesor de Saladino, bien
poco conocía de ellos. La Historia y la Política nunca me habían interesado
demasiado. Así lo reconocí y Hunfredo reemprendió al fin su explicación.
–No te aburriré con detalles, pero quédate con lo esencial. Hará unos
dos siglos, la dinastía fatimí, de creencias chiíes… –me miró fijamente–. Por
cierto, ¿sabes de lo que te estoy hablando?
–¡Por supuesto! –me hice el ofendido–. Desde muy niño he tomado el
té con las familias de comerciantes egipcios, y he jugado con sus hijos.
Conozco las diferencias entre chiíes y suníes. Los primeros son más solemnes
en el culto a los muertos y…
Hunfredo me hizo callar con un gesto de la mano.
–Me alegro de tener delante a un joven instruido. Bien, como decía,
los fatimíes acabaron por establecer un califato con todas las de la ley, al
mismo nivel que los de Córdoba y Bagdad, ambos suníes. Aunque en la
época del gran califa al-Aziz dominaron todo el norte de África y parte de
Arabia, en realidad sólo llegaron a controlar bien Egipto. Tuvieron su época
de gloria, pero durante este último siglo su poder declinó. Y todo, mi buen
Marc, por culpa del ejército. Demasiados mercenarios de mil y una
procedencias, conspirando entre ellos… Los visires, es decir, jefes militares,
fueron adquiriendo más poder, y los califas llegaron a desconfiar de ellos. Si
a eso unimos las discordias religiosas entre los que interpretaban rígidamente
las palabras del Corán y los miembros de diversas sectas, el desastre estaba
poco menos que anunciado. De hecho, creo que si no hubieran llegado los
cruzados, el califato fatimí habría caído décadas antes.
»Por tanto, Egipto padeció una época de continuos vaivenes políticos
y rápidos cambios en la cabeza visible del gobierno. Bueno –sonrió–, más
que cambios de cabezas, éstas eran cortadas, literalmente. De hecho, en una
ocasión el nuevo califa, todavía un niño, fue obligado a ver, sentado en su
trono y rodeado de cortesanos, cómo decapitaban a su antecesor y a varios
rivales políticos. La impresión resultó tan honda que el pobre infeliz contrajo
una terrible enfermedad que periódicamente le producía unos ataques feroces,
con temblores y sacudidas, y le mantuvo aterrorizado de por vida. La cual,
obviamente, no solía ser muy larga –tras esto me miró como evaluando que
efecto me habían causado sus palabras; luego continuó–. No resulta nada
extraño; más bien se trata de la tónica general en Egipto. Las cabezas de los
príncipes ruedan con más facilidad que las de los mendigos.
»Saladino y sus selyúcidas acabaron con el califato fatimí en 1171,
antes de que tú nacieras, ¿me equivoco? Saladino puso orden en Egipto, y
como buen suní trató de restaurar la corriente mayoritaria del Islam. Aunque
reconoce la soberanía del califa de Bagdad, y se considera su sultán y
humilde servidor, en verdad es Saladino quien manda.
Yo asentí con la cabeza.
–En Egipto se le idolatra –añadí–. Es amado y admirado por todos.
Hunfredo me contempló con semblante un tanto cínico.
–No estés tan seguro. Los emires y visires que sirven al sultán desean
ante todo ocupar su cargo. El califa, por su parte, vigila a todos los sultanes
para asegurar su propio poder. No es de extrañar que los herederos o
pretendientes al trono, incluso los hijos, participen en las maquinaciones para
derribar a quien manda. En este sentido no hay nada que debilite más la
posición de un príncipe del Islam que sufrir derrotas ante un príncipe de la
Cristiandad. Te aseguro que muchos están deseando que Saladino pierda
Jerusalén para morder su yugular.
–¿Creéis que tomaremos Jerusalén? –pregunté sin poder resistirlo.
–Sinceramente, no –su respuesta fue rápida y contundente.
–¿Acaso no tenemos suficiente fe?
–Es lo único de lo que andamos sobrados. Por desgracia, nos faltan
algunas decenas de millares de soldados. El rey de Francia, Felipe Augusto,
nunca deseó abrazar la cruz y tras la toma de Acre decidió regresar a su país,
llevándose consigo gran parte de su ejército. Eso significa que la mayoría de
los caballeros de la flor de lis ya no está con nosotros. Del ejército del
emperador Federico Barbarroja… Bueno, de ese maldito germano mejor ni
hablar. ¿A quién se le ocurre intentar cruzar un río con armadura? Mientras se
ahogaba y pedía auxilio, sus caballeros intentaban soltarse las placas y cotas
de malla para nadar y salvarle. Cuando el primero de ellos se metió en el
agua, la armadura del emperador ya debía de haberse oxidado. Dicen que sus
últimas palabras fueron: «¡Ahora os demostraré que no es tan hondo como
aseguráis!» Maldita sea, parece un chiste –no sabía si tomarme en serio el
relato de Hunfredo, pero no se veía rastro de humor en su cara mientras
hablaba–. Los germanos tienen un grave defecto: en cuanto se les muere el
caudillo pierden el seso, llegando incluso hasta suicidarse… El resultado fue
que el impresionante ejército del emperador Barbarroja se dividió. Parte
regresó a casa, parte se quedó en tierra de turcos peleando por no se sabe qué,
y unos pocos soldados, los menos, llegaron hasta aquí, agotados y
desmoralizados, pero ya no nos servían para batallar como Dios manda.
»De este modo, la que debía ser la mayor y más poderosa de las
cruzadas, con tres importantes ejércitos con sus respectivos reyes, se ha
convertido en nada. Cierto, los britanos están aquí, con su rey, y también
aventureros flamencos, lombardos, normandos y españoles. Algunos francos
deseosos de entrar en Jerusalén no regresaron con su rey y tenemos
mercenarios turcopolos poco de fiar. En realidad sólo confío en los
templarios y los hospitalarios, pero son muy pocos. Como ves, un batiburrillo
de militares poco cohesionados y que a menudo se enfrentan entre sí.
»El resultado es que tenemos pocas fuerzas y el tiempo en contra,
pues tarde o temprano los caballeros regresarán a sus tierras. El propio
Ricardo desea marchar a su país, de donde le llegan noticias preocupantes
sobre su hermano Juan, que aparte de sufrir el mal de la licantropía ahora
parece querer quedarse con el reino de Inglaterra. Saladino lo sabe y jugará a
retrasarnos todo cuanto pueda.
–Habéis pintado un futuro muy oscuro para esta cruzada –le
comenté–. ¿No hay ninguna esperanza de victoria para nosotros?
–Claro, pero no consiste en luchar. Si negociamos una paz honorable
con Saladino, podremos mantener los reinos de Ultramar y las ciudades que
hemos conquistado. Los cruzados regresarán a sus países y los caballeros de
Ultramar, como yo, sabremos entendernos con los musulmanes sin necesidad
de guerrear. A Saladino le conviene, porque de ese modo puede olvidarse de
nosotros y poner orden en su reino.
–Entonces ¿por qué no firman la paz?
–Los nobles cristianos arden en deseos de demostrar su valor en
combate. Ya lo viste en Arsuf: se lanzaron a la carga sin esperar a recibir la
orden. Guido, Balián, Conrado y muchos otros confabulan por sus intereses:
un reino, un condado, cualquier cosa que puedan rapiñar. Ricardo quiere ante
todo aventura, riesgo y poner a prueba sus dotes como general. Por el otro
bando también es complicado. Algunos anhelan la paz, otros no dejarían de
luchar hasta ver muerto al último cristiano de Oriente y bastantes desean que
Saladino sufra una o dos derrotas más, para tener una excusa que justifique
usurpar su puesto –hizo una pausa y suspiró antes de continuar–.
Mantenemos conversaciones diplomáticas para intentar una paz aceptable
para ambas partes, pero de momento no dan resultado alguno. Quizás ahora,
después de ser derrotado en Arsuf, Saladino ceda un poco y podamos llegar a
un acuerdo. Por mi parte seguiré intentándolo.
Mantuvimos la conversación durante un buen rato. Hunfredo me caía
cada vez mejor. Era un hombre culto, que me sorprendía con su gran
conocimiento de numerosos y diversos temas. A pesar de su costumbre de
lavarse y acicalarse como un califa (o como una odalisca, según los
malpensados), su compañía me resultaba grata y sus poses de afeminado no
eran tales cuando se distendía charlando con un amigo. Al final, acabé
tuteándolo. Descubrí en él, además, a un gran arabista. Conocía las palabras
del profeta Mahoma tan bien como la Biblia y había leído, e incluso discutido
en persona, con sabios árabes y bizantinos. Me confesó que su aprecio por las
artes y las ciencias le habían ganado fácilmente la estima de Saladino, un
hombre también muy aficionado a estos temas. El sultán procuraba acoger en
su corte a cuantos hombres sabios era posible, sin importarle su procedencia.
Sólo interrumpimos nuestra conversación cuando llegó la hora de
embarcarse en la galera. Estaba muy emocionado porque era la primera vez
que pisaba un barco. Por un momento me imaginé a mí mismo como un
pirata de leyenda, de pie en el castillo de proa, con el acero desenvainado y
ordenando abordar al enemigo. Caminé por la cubierta con entusiasmo, como
si fuera el rey de los mares, henchido de espíritu aventurero.
Tal estado de ánimo exultante me duró poco más de un cuarto de
hora. Ciertamente no puedo contar gran cosa del viaje, pues casi lo único que
me dediqué a observar fue el incesante chapoteo de las olas contra el casco,
en la línea de flotación. Yo, el valeroso guerrero Marc d’Artois, me pasé casi
todo el trayecto hasta Acre agarrado a la borda, intentando devolver al mar lo
que mi estómago ya no tenía.
No es que hubiera tempestad o el viaje fuera problemático. Es que los
barcos se mueven. Quiero decir todo el navío, de un lado a otro, con un suave
e incesante balanceo que levanta la cubierta por un lado y luego por el otro y
así una vez, y otra vez, y otra, durante toda la travesía. El capitán de la galera
se apiadó de mí y me preparó una infusión que redujo el malestar, pero sólo
servía para que mi estómago encontrase al fin algo que arrojar a los peces.
Menudo héroe de leyenda estaba hecho. Por fortuna, nadie se rió de mí, al
menos en la cara.
Me hubiera gustado poder observar la vida a bordo, disfrutar del
paisaje costero y charlar con la marinería. En lugar de eso tuve que limitarme
a permanecer inclinado sobre la amura, soportando los graznidos de las
gaviotas y deseando que terminara lo antes posible aquel tormento. Seguro
que las ánimas del purgatorio padecían menos que yo, llegué a pensar.
Como teníamos el viento a favor y soplaba con energía hicimos el
viaje muy rápidamente. En un determinado momento noté en la espalda unas
palmadas. Levanté la cabeza y vi a Hunfredo señalando hacia proa.
–San Juan de Acre –me informó escuetamente.
Intenté incorporarme y caminar por la cubierta. El viento era cada vez
más fuerte y el oleaje iba creciendo, pero estábamos a punto de entrar en el
puerto y allí encontraríamos un cobijo natural. Me quedé con ganas de besar
el suelo cuando tocamos tierra. Aquello se me antojó lo único bueno de viajar
en barco: el placer que se experimenta cuando se vuelve a pisar terreno firme,
que no se menea bajo los pies.
Acre era una ciudad hermosa, la capital de Ultramar en tanto
Jerusalén permaneciera en manos del infiel. Se erguía en una pequeña
península que sobresalía de la línea de la costa y daba inicio a un gran arenal.
Conforme nos acercábamos pude ver con mayor detalle sus murallas y torres.
Era una urbe pensada para ser defendida y parecía imposible que los cruzados
hubieran podido expulsar de ella a los ejércitos de Saladino, pero tras dos
años de asedio infructuoso, había llegado Ricardo Corazón de León y Acre
había caído en sus manos rápidamente.
Ahora el puerto se hallaba repleto de espléndidas galeras a la sombra
de la torre de las Moscas. Algunas eran venecianas o genovesas, sin duda
dedicadas a mercadear. Otras lucían pabellones de guerra y sus estandartes
pregonaban su pertenencia a los templarios, los hospitalarios o al rey Ricardo.
Los muelles estaban fuertemente custodiados por hombres armados y en las
murallas y atalayas se veían numerosos centinelas. En la punta de tierra que
más se adentraba en el mar destacaba el masivo castillo del Temple. A sus
pies yacía el barrio pisano y al lado de éste, dominando los muelles, el barrio
veneciano, que terminaba en el edificio del Arsenal. A lo lejos, más allá del
puerto, podía ver el principio de las murallas con la torre del Patriarca. A
juzgar por la cantidad de hombres de armas parecían a punto de ser atacados,
pero sabía muy bien que la guerra se estaba desplazando al sur y los ejércitos
tenían por aquel entonces otros objetivos.
Ya en tierra firme, mi estómago se asentó y por fin pude articular
palabra sin que me dieran arcadas. Expresé en voz alta mi admiración ante las
soberbias murallas de la ciudad.
–Las murallas, sí… –Hunfredo suspiró y me pareció un poco
desanimado–. Eso me recuerda una de las típicas ocurrencias de Ricardo
Corazón de León. Como guerrero no tiene rival, pero en cuanto a sus dotes
como político, deja muy mucho que desear.
Me detuve y lo miré, sorprendido. ¿Estaba censurando en público a su
rey? ¿Acaso no le debíamos todos obediencia y respeto? Y más aún
Hunfredo, su hombre de confianza. Debió de darse cuenta de mi perplejidad,
porque se apresuró a explicármelo.
–Cuando arrebatamos Acre a Saladino, Leopoldo de Austria, que
capitaneaba a los pocos alemanes que nos quedaban después de la muerte de
Federico Barbarroja, quiso recibir los honores que creía merecer. Se empeñó
en que le trataran al mismo nivel que a los reyes de Francia e Inglaterra, y no
se le ocurrió cosa mejor que alzar su estandarte en las murallas al lado del de
Ricardo. Éste sufrió otro de sus famosos accesos de ira, y mandó arrojar el
estandarte de Leopoldo al foso. Creo que también algún austriaco fue a parar
allí de cabeza. Imagínate las consecuencias: Leopoldo y los suyos se
marcharon de Tierra Santa rumiando una venganza ante tamaña ofensa.
Perder hombres tontamente; justo lo que más necesitábamos… –se le escapó
un bufido de exasperación–. Nuestro buen Ricardo es un genio a la hora de
enemistarse con otros príncipes de la Cristiandad. Cuando tenga que retornar
a Inglaterra deberá andarse con mucho cuidado. Más de uno se la tiene jurada
–me propinó una palmadita amistosa en la espalda–. Ya ves, Marc: somos
pocos y mal avenidos. Me parece un auténtico milagro que aún no nos hayan
echado de Tierra Santa.

* * *

Una vez dentro de la ciudad, el ambiente cambió bastante. El bullicio


resultaba sorprendente. Uno se tropezaba con ricos edificios y calles bien
empedradas, los mercados estaban abarrotados y la gente se hacinaba por
doquier. Abundaban las tabernas y las fondas; de todas ellas salía un
incesante griterío y el vino parecía correr a raudales. Veíanse comerciantes
musulmanes que no parecían tener ningún problema, pero sobre todo había
muchos caballeros. Era una lástima que debieran permanecer allí,
defendiendo la ciudad, en lugar de marchar con el ejército. Se lo comenté a
Hunfredo y se rió de mí.
–No hace falta tanta gente para velar por Acre. Están aquí por la
buena vida: vino, comida, mujeres, juego, duelos, mujeres, negocios fáciles,
conspiraciones, más mujeres…
En verdad que en ningún sitio había visto a las prostitutas en tal
abundancia y anunciando sus servicios públicamente.
–¿No se opone la Iglesia a todo esto? –pregunté.
–Supongo que sí, pero los sacerdotes gustan de los mismos placeres
que los caballeros. Por ahora sus prédicas van dirigidas a arengar a la gente
en la lucha contra el infiel y no se molestan en denunciar la lascivia –nos
cruzamos con un prelado rodeado de mujeres fáciles que lo tuteaban–. Me
temo que por ahora están estudiando el problema –añadió secamente.
Hunfredo me guió entre la maraña de callejuelas hasta dar con la casa
de mi padre. Por suerte éste, antes de marchar, le había proporcionado una
llave para que me la entregase. Más que una casa, se trataba de un par de
habitaciones minúsculas, sin apenas muebles. En una había dos camas y un
pequeño baúl con algo de ropa. Reconocí algunas prendas de mi padre. En la
otra había un hogar con restos de cenizas, una mesa de donde desalojé de un
manotazo una rata bien gorda y varias sillas. Acostumbrado a las
comodidades de mi hogar en Damieta aquello parecía más bien el cuarto de
los esclavos.
–Todo un lujo en la superpoblada Acre –comentó Hunfredo para
animarme.
Como no habíamos traído los caballos ni apenas equipaje, y Hunfredo
no debía pasear para evitar ser reconocido, decidimos ocuparnos enseguida
de las cuestiones de intendencia.
Antes de que pudiéramos entrar en detalles, observé que Hunfredo
buscaba algo de agua y la vertía en una palangana.
–¿Qué piensas hacer? –inquirí.
–Lavarme –respondió, mirándome sorprendido.
–De eso, ni hablar. El rey me ordenó que tratase de que pasaras
desapercibido –dije, poniéndome serio–. Hoy no te lavas, ni mañana
tampoco. Además, te daré algo de la ropa vieja que hay en el baúl. Ve
quitándote esa capa blanca; lleva tus armas estampadas y sólo te falta un
cartel que proclame: «¡Atended! El mismísimo Hunfredo se encuentra dentro
de tan lindos atavíos».
Me costó Dios y ayuda convencerle pero al final pude con él y se dejó
vestir con un atuendo menos llamativo. Se le notaba desesperado dentro de
aquellos harapos, que le colgaban por todas partes y que si los hubiéramos
lavado pesarían la mitad. En cambio, no hubo manera de conseguir que se
tiznase un poco la cara. Al menos, ahora parecía relativamente normal, según
lo que se estilaba en Acre.
A partir de ese momento, apenas coincidí con él durante unos días.
Salía por las mañanas y se dedicaba a sus asuntos; diligencias para el rey,
cabía suponer. Cuando regresaba, solía encerrarse en un mutismo hosco y no
mostraba demasiadas ganas de charla. Me daba la impresión de que erigía
una muralla entre él y el resto del mundo, como si guardara un secreto que no
quisiera compartir. En esos momentos era mejor dejarlo tranquilo. Algún día
se le pasaría ese estado de ánimo, y volvería a tornarse sociable, me dije.
Yo no tenía nada mejor que hacer, así que adecenté un poco la casa y
me dediqué a recorrer Acre de arriba abajo. Me interesaba conocer a la gente
y especialmente a los mercaderes. En el futuro quizá resultara ventajoso
tratar con ellos y era conveniente cultivar todas las amistades posibles. Eso
implicaba ir a beber con ellos en las tabernas, lo que constituía la actividad
social predominante en la ciudad. También era fácil conocer nobles, hidalgos
y soldados de fortuna. Aunque no me interesaban tanto, procuré trabar
amistad con ellos. No olvidaba que estábamos en una guerra y nunca venía
mal tener amigos hasta en el averno. Por suerte llevaba bastante dinero
encima y podía desenvolverme bien; además, hice algunos pequeños
negocios. Como decía mi padre, «nunca dejes de comprar barato algo que
puedas vender caro». La afición al juego de muchos de aquellos hombres
permitía, si estaba uno atento, adquirir cualquier cosa de valor por unas pocas
monedas y permitirles así seguir apostando.
Uno de los contados días en que el humor de Hunfredo mejoró y se
permitió el placer de holgar, comimos juntos en una fonda cerca de casa. Al
salir de ella me tironeó del brazo y me hizo cambiar de repente de dirección.
La tensión se reflejaba en su cara.
–Vamos por aquí. Ese hijo de mala madre me robó mi mujer. Es el
marqués Conrado de Montferrato –me susurró al oído, y luego murmuró,
como para sí mismo–. Se supone que debería estar en su fortaleza de Tiro.
¿Qué andará urdiendo por aquí?
Yo no llegué a distinguir a quién se refería y me limité a seguirle. Por
desgracia, no pudimos pasar desapercibidos mucho tiempo. Un joven alto y
rubio nos identificó y empezó a llamar a mi amigo a grito pelado por su
nombre.
–¡Señor Hunfredo, tenéis un mensaje del rey! –llegó jadeando tras
correr para alcanzarnos, y le entregó una carta.
No tuvo más remedio que leerla allí mismo y acto seguido me dijo
que debía partir de inmediato hacia Jaffa. El rey requería de nuevo sus
servicios como diplomático y lo instaba a acudir cuanto antes.
Fuimos a recoger las escasas pertenencias que había traído consigo y
le acompañé al puerto. Allí vi que realmente Hunfredo era alguien importante
para el rey, pues había una galera esperándole, sólo a él. Nada más subir a
bordo soltaron amarras y empezaron a remar vigorosamente.
Cuando salieron del puerto me di la vuelta para regresar y se me
acercó un hombre mayor, bien vestido y de cara afable.
–Señor, si tenéis a bien permitir que me dirija a vos, quisiera
transmitiros unas palabras de mi señor, el honorable Conrado de Montferrato
–asentí y siguió hablando–. Os espera esta noche en su casa a la hora de
poniente para cenar. Le agradaría conoceros y platicar con vos, al tiempo que
presentaros sus respetos.
Aquello era ser muy, pero que muy zalamero. Normalmente un tipo
de la importancia de Conrado sólo le daría una orden seca y cortante a un
desconocido. Tanta amabilidad tenía un propósito obvio: quería conocer al
que había visto junto a su enemigo. Bien, no iba a ser yo quien le hiciera un
feo al futuro rey de Jerusalén. Además, sentía curiosidad. Por otra parte no
podría traicionar a Hunfredo ni aunque quisiera, pues no tenía ni idea de la
naturaleza de sus andanzas en San Juan de Acre.
El anciano me instruyó para hallar la casa de Conrado y se despidió
cortésmente. Como aún faltaban unas horas decidí acudir al mercado a
comprar los pertrechos necesarios para aquella velada: un frasquito de
perfume de esencias egipcias para disimular el sudor y hacerme agradable al
olfato, un jubón de segunda mano, pero bastante nuevo y apañado que me
permitiría quedar bien y una cota de malla corta y sin mangas, fácil de
disimular bajo mis ropajes. No quería que fuera notorio para Conrado que
desconfiaba de él, pero tampoco iba a facilitar la entrada de una daga perdida
en mi espalda.
Llegué a mi cita a la hora acordada. Acre no es muy grande, y me
encontré la primera sorpresa de la noche. El anciano me estaba esperando,
con signos evidentes de nerviosismo. En cuanto me vio pareció alegrarse y
enseguida pidió que le acompañara, solicitando mi discreción. ¿Por ventura el
poderoso Conrado temía algo? ¿O a alguien?
Me condujo a lo que parecía una posada, pero más tranquila de lo
habitual. Subimos unas escaleras de madera decrépita que crujía bajo el peso
de nuestros cuerpos y me introdujo en una habitación bastante amplia. Estaba
adornada por unas cortinas viejas, pero en el centro se hallaba una mesa muy
bien puesta para dos. A cada lado había un joven esclavo que haría la función
de sirviente. Sentada tras la mesa me aguardaba una mujer joven, hermosa
como no había visto ninguna antes, a pesar de ser algo delgada para mi gusto.
Sus ojos eran grandes, claros y tristes como el mar de los naufragios. La
blancura de su piel, apenas sonrosada por el sol, indicaba una noble cuna.
Coronaban su gentil cabeza unos largos cabellos, sueltos y ondulantes.
El anciano me presentó a Isabel de Montferrato y se marchó de
inmediato. Le oí quedarse al otro lado de la puerta.
–Espero que no os cause molestia este encuentro inesperado –dijo
Isabel–. Decidí emplear el nombre de mi esposo para asegurarme de que
vendríais –hizo un gesto con la mano izquierda y unas cadenitas de oro
tintinearon. Los dos sirvientes nos escanciaron el vino y trajeron la comida.
Ella aprovechó para apartar el gran candelabro que teníamos justo
entre ambos para poder contemplarnos mejor. A mis ojos su rostro no dejó de
brillar por ello.
–Mi esposo tiene compromisos que atender y no regresará hasta tarde,
pero debo estar cuando él llegue, así que dispongo de poco tiempo.
–Decid qué puedo hacer por vos, hermosa dama –respondí, como si
no me lo imaginara.
–Habéis de saber que antes estuve casada con Hunfredo, el señor de
Torón –asentí con la cabeza y ella continuó hablando dulcemente. Su voz
parecía la de una niña, aunque sólo era cinco años más joven que Hunfredo.
Si había sido madre hacía poco, apenas se le notaba–. Sin embargo, no puedo
comunicarme con él. Mi esposo vigila celosamente sus derechos y quisiera, al
menos, hacer llegar un último mensaje a mi… –sus ojos se llenaron de
lágrimas y tuvo que dejar de hablar unos instantes. Se arregló con un pañuelo
de seda y recuperó la compostura antes de continuar–. Quiero que me hagáis
un gran favor. Tomad esta carta y entregadla personalmente a Hunfredo y
sólo a él. No confiéis en nadie más para ello. Os he visto a su lado y sé que
gusta de escoger bien sus compañías. Por otra parte no puedo pedírselo a
nadie más. Posiblemente sea la última vez que tenga ocasión de hacerle llegar
un mensaje y no estoy dispuesta a perder esta oportunidad.
Su mirada de súplica era demasiado para mí.
–Ignoro cuándo volveré a ver a Hunfredo. Ambos servimos al rey y
tal vez debamos hacerlo en lugares distintos.
–No importa cuándo, siempre que lo hagáis tan pronto como sea
posible. Os lo imploro de nuevo: sólo a él.
–Entonces acepto vuestro encargo –respondí–. Únicamente la mano
de Hunfredo tomará este mensaje.
Ella se levantó para entregármelo y me apresuré a guardarlo dentro de
mi camisa.
–Debo marchar ya –dijo entonces Isabel–, pero os ruego que aceptéis
mi hospitalidad y terminéis vuestra cena sosegadamente.
Hizo amago de irse, pero tomé su mano para retenerla.
–Hunfredo os quiere –le dije–. Sé que le duele vuestra separación –le
solté la mano. Ella sonrió un instante, como sólo pueden hacerlo los ángeles,
y desapareció por la puerta.
No quería quedarme allí cenando, más solo que la una, pero tampoco
podía desdeñar su hospitalidad, así que comí un poco del primer plato, tomé
un sorbo de vino y cuando me pareció que los honores ya estaban hechos
decidí marchar yo también. Me fijé de nuevo en los jóvenes sirvientes. Se les
veía fatigados, demasiado flacos y su piel mostraba señales de golpes. No
tenían un buen amo, eso era evidente, y aun a riesgo de parecer débil de
carácter he de admitir que nunca me han gustado las personas que no saben
tratar justamente a sus esclavos.
Les pedí que se quedaran un rato y acabaran ellos con las viandas. Vi
un poco de miedo en sus miradas y para animarles les dije que era para hacer
creer que la cena se había celebrado normalmente, y que su ama y yo
habíamos permanecido allí mucho rato. Entregué a cada uno medio dirham
por el servicio y en cuanto crucé la puerta empecé a oír ruido de platos. Me
sentía satisfecho de mi buena obra y esos infelices comerían bien por un día.
Ya en la calle, bajo unas estrellas rutilantes y una noche fresca,
reflexioné sobre el sorprendente encuentro. No podía haber sido más breve,
eso desde luego; sin embargo, me había causado honda impresión. Aquella
mujer había urdido a toda prisa una cita con un desconocido, sin duda
engañando a su esposo, sólo por gozar de una remota posibilidad de poder
remitir un mensaje a su amado. Lo único que conocía de mí era que había
estado al lado de Hunfredo en la calle y corría un gran riesgo para verme, sin
ninguna garantía. En verdad debía de estar muy desesperada. Sabía que había
perdido para siempre a su primer marido cuando la obligaron a casarse con
Conrado, pero no dudaba en hacer lo que fuera para ponerse en contacto una
vez más con Hunfredo.
Puede que el joven Hunfredo no fuese muy respetado por otros
caballeros a causa de su excesiva delicadeza, pero desde luego había una
mujer que lo amaba apasionadamente. Yo no les iba a fallar. Lo que no sabía
era cuándo podría cumplir lo prometido, así que empecé a pensar en
acercarme a Jaffa, entregar la misiva y regresar.
En cuanto a la carta en sí misma, no pude contener la curiosidad y
nada más llegué a casa decidí echarle un vistazo; por fuera, naturalmente.
Como la oscuridad reinaba en la habitación, fui a encender una lámpara. Por
desgracia estaba vacía de aceite y con la mecha quemada, por añadidura.
Debí de dejármela encendida la noche anterior. Maldije mi desidia y perdí un
buen rato en volver a ponerla en condiciones, pero al final un resplandor
anaranjado y vacilante iluminó el cuarto. Satisfecho de mi habilidad, volví a
ocuparme de la carta.
Era pequeña, de un pergamino viejo y recio. Estaba doblada con sumo
cuidado y sellada con lacre, pero sin grabado alguno que la identificara.
Tampoco había nada escrito en su exterior, como si Isabel hubiera primado
por encima de todo la discreción. Miré al trasluz de la llama, pero el
pergamino era demasiado grueso para poder leer nada. Decidí no ir más lejos,
pues consideraba que debía cierta reserva a quien me había honrado con su
confianza. Antes de dejarla creí percibir un débil aroma. La acerqué a mi
nariz y olfateé cuidadosamente. La carta había sido perfumada de modo
suave y exquisito, seguramente una mezcla de varias esencias de flores. Era
una de aquellas fragancias discretas pero embriagadoras que habían hecho
famosos a los perfumistas de Bagdad.
Necesitaba un buen escondite para ese comprometedor mensaje y me
puse a buscar. No me pareció buena idea dejarlo en la casa, pues cuando salía
quedaba sin vigilancia y además no sabía cuándo tendría que marcharme. En
mis ropas no había muchos lugares y desde luego las bolsas donde guardaba
el dinero serían los peores sitios para algo que no debía ser hallado.
Finalmente decidí esconderlo en mi camisa, que siempre llevaría encima. Con
aguja e hilo me puse manos a la obra y la carta desapareció como por
ensalmo en un pliegue muy disimulado. Ventajas de haber ayudado a
Mansura a coser cuando era niño.
Como ya había acabado, me comí unas galletas y un poco de cerdo
ahumado antes de irme a la cama. Los jaleos nocturnos de Acre no permitían
conciliar fácilmente el sueño, pero al final logré descansar.

* * *

Durante una buena temporada no hice otra cosa que holgar y


«relacionarme» con los parroquianos de las tabernas. Aquel asunto de la
guerra había empezado de una forma muy emocionante, pero se estaba
convirtiendo en un fastidio. Los diversos morados y heridas sufridos en Arsuf
y los días siguientes ya habían desaparecido. Ahora todo lo que quedaba de la
cruzada era la vida cotidiana en Acre, plena de disipación, que la gente
consumía en placeres y veleidades.
No faltaba la comida, especialmente las frutas y verduras gracias a las
ricas huertas circundantes. Tampoco las meretrices, fueran de una u otra
religión. Los nobles cruzados montaban desde pequeñas fiestas a verdaderas
orgías, y cada día había más caballeros en Acre.
Ricardo y su ejército permanecían en Jaffa, donde habían mejorado
las fortificaciones y ahora se limitaban a aguardar acontecimientos. El
tiempo, que empeoraba día a día, les obligaba en parte a ello. El frío, las
ventiscas y las lluvias torrenciales habían arruinado varias expediciones de
Ricardo cuando intentaba acercarse a Jerusalén. A todo ello, cada vez más
caballeros decidían regresar a Acre y pasar allí el invierno, en un ambiente
más festivo y con menos rigores. Sinceramente no daban la impresión de ser
soldados de Cristo, al menos no cuando estaban borrachos y se empeñaban en
fornicar con las prostitutas sobre las mesas de las posadas, con un coro
vitoreando a su alrededor.
Yo me hice el firme propósito de no ceder a ese tipo de vida. Quería
estar en plena forma cuando se me necesitara. No sabía si antes llegaría mi
padre y me contaría sus vicisitudes o si me llamaría de nuevo Ricardo. En
cualquier caso me iban a encontrar sobrio y preparado.
Eso no me obligaba a recluirme como un monje. Salía cada noche y
platicaba con gente nueva o simplemente cenaba y bebía con conocidos de
anteriores veladas. Había cierto grupo que tampoco parecía aprobar todos los
excesos y, como mucho, sus integrantes bebían un poco más de la cuenta
alguna que otra vez. Prefería relacionarme con ellos, pues intuía que a la
larga serían menos problemáticos. Alguna vez nos habían ofrecido banj, o
alguna otra droga traída de Oriente. Las rechazamos porque preferíamos
limitarnos al vino o, tras una cena copiosa, a alguna de esas diabólicas
bebidas de hierbas, más vigorosas aún, que se ufanaban de preparar algunos
monasterios.
En cierta ocasión habían ido cayendo uno tras otro los comensales,
dando con sus rostros en la mesa, hasta que quedamos bien pocos despiertos.
Era una noche por lo demás proclive a los excesos. La propia atmósfera se
había enojado, como lo hizo el día de la crucifixión de Nuestro Señor, y
truenos y relámpagos caían sin cesar. En la posada todas las ventanas estaban
cerradas y la gente no tenía ganas de salir a la calle, por lo que la velada se
fue alargando sin sentirlo.
Me habían presentado aquella misma noche a un nuevo comensal, un
tal Bonifacio. Era un hombre de unos cuarenta años, bajo pero muy recio, con
cuerpo de buey y una mirada de ojos pequeños y vivarachos. Se trataba de un
caballero agradable, educado, zalamero y contaba muchas historias amenas.
Supe que era el mismo Bonifacio de Carcasona de quien había oído una
rápida y oscura broma, justo cuando Ricardo nos ordenaba a Hunfredo y a mí
dirigirnos a Acre. Por ello decidí no confiarme, pero tampoco daba la
impresión de que pudiera representar peligro alguno. En realidad era el
contertulio más animado y siempre lograba hacernos reír.
Como de costumbre, la conversación acabó derivando hacia mil y un
chismes sobre los diversos caballeros, sus vidas pasadas, sus secretos
inconfesables. Los cruzados eran peores cotillas que las mujerucas de los
fregaderos y gustaban de contar o inventar toda suerte de relatos. Sin
embargo muchas veces esas historias eran ciertas y convenía escucharlas.
Podía tratarse a menudo de la única fuente de información y se averiguaban
así sabrosos detalles de la política o las tramas que urdía cada noble para
lograr sus fines.
Hubo un momento en que Bonifacio empezó a hablar de Ricardo
Corazón de León y Hunfredo. Presté oídos enseguida, aunque tratando de
aparentar indiferencia.
–Y os digo que el rey tiene total confianza en esa serpiente de
Hunfredo. ¡Ja! No sabe que se trata de su peor enemigo. Cierto que Ricardo
no deseaba a Conrado como rey. Él siempre prefirió al buen Guido…
–¡Ese Guido es un inútil! –le interrumpió otro caballero–. Nadie
quiere un inepto como él en el trono de Jerusalén. ¿Recordáis cómo nos
condujo al desastre en la batalla de Hattin? ¡Y todo por no hacer caso a
quienes le aconsejaban con sabiduría que no se metiera en la boca del lobo!
–Bueno, bueno… –Bonifacio sonreía, conciliador–. Cierto que la
fortuna no le ha favorecido, pero ya me diréis, con Saladino invadiendo
medio mundo, poco más podía hacer. Yo afirmo que Guido hubiera sido un
buen rey, pero quién sabe… El caso es que Ricardo era su único partidario de
peso, lo que beneficiaba a Hunfredo, pues no ponía en peligro su matrimonio.
Sin embargo, las cosas no salieron bien. Obligaron a Hunfredo e Isabel a
divorciarse, Cristo nos perdone, y Hunfredo odia tanto a Ricardo por no
haber sido capaz de evitarlo, como a Conrado por quedarse con su bella
esposa. Reprocha a Ricardo su debilidad, haber cedido tan fácilmente a los
partidarios de Conrado y sobre todo no haber impedido que el legado
pontificio le divorciase –bajó aún más la voz para lograr que los comensales
se acercaran a él si querían seguir escuchándolo–. ¡Y os digo que si Hunfredo
se sale con la suya, es posible que veamos morir a dos reyes por la misma
mano, el de Jerusalén y el de Britania!
–Eso es exagerar; Hunfredo parece bastante inofensivo –replicó un
hombre.
–Ese jovencito, inofensivo y afeminado, está ahora en Jaffa. ¿Sabéis
que hace? Cruza cada día las líneas enemigas, como si para él no existiera la
guerra. Los centinelas musulmanes le saludan como a un atabeg, come con
Saladino y con Ricardo, escucha secretos de ambos… –iba enfureciéndose
mientras hablaba–. ¡Pero nadie sabe cuáles son sus intenciones!
Prácticamente lleva él toda la diplomacia. Cierto, al-Adil hace lo mismo por
parte de Saladino, pero es hermano de éste y un hombre de toda confianza –
hizo una pausa para beber y apuró la copa. Inmediatamente se la llenó de
nuevo y también al resto de los presentes–. ¿Cómo podemos confiar en un
hombre que ha sido dos veces prisionero de Saladino y en ambas lo liberaron
sin pagar rescate? A buen seguro le juró vasallaje a cambio de su libertad.
¿Cómo podemos fiarnos de un resentido, que tiene razones para matar a reyes
por un amor perdido? ¿Acaso estamos todos ciegos? Hay quien duda incluso
que aún sea cristiano. Tanto tiempo entre árabes… Habla su lengua, conoce
sus costumbres, se lava como una ramera de harén y según muchos sirve más
a los intereses de Saladino que a los de Ricardo. ¡Válgame Dios, después de
Arsuf debimos caer de inmediato sobre Jerusalén como una plaga bíblica, sin
que nada nos detuviera! ¿Sabéis por qué no lo hicimos? Creo de verdad que
Hunfredo, consciente de que tras esa derrota el ejército de Saladino estaba
desorganizado y desmoralizado, contuvo con falsas prudencias a Ricardo.
Sembró dudas en el corazón de hombres valientes, inventó posibles trampas y
peligros que no existían. Todo para detener a los ejércitos del Señor, todo
para dar a Saladino tiempo de preparar sus defensas y evitar la caída de
Jerusalén.
–No entiendo en qué beneficia a Hunfredo que Jerusalén siga siendo
del infiel –intervine al fin, sorprendido por todo aquel discurso. También me
llamó la atención que empleara palabras como «atabeg», desconocidas para
la mayoría de los cristianos, aunque no se lo hice notar.
–Muchacho, ¿aún no te has enterado? –como estaba a mi lado me
pasó un brazo sobre los hombros y acercó su rostro al mío. Su aliento
alcohólico me dijo–: Si reconquistamos Jerusalén, Conrado será coronado rey
por la gracia de Dios y vivirá rodeado de un verdadero ejército. Ricardo habrá
cumplido sus votos de cruzado y regresará a Inglaterra, a ver si su hermano
Juan le ha dejado ya sin reino o aún puede recuperarlo. Eso no interesa a
Hunfredo. Está ahora mismo escondido en su madriguera, urdiendo planes
para acabar con dos reyes y recobrar a la dulce Isabel. No podrá hacerlo si la
guerra acaba, pero ahora dispone de un blanco mucho más fácil. ¡Ah, Isabel,
yo la he visto de cerca y comprendo que se pueda matar por una mujer así! –
exclamó elevando los ojos al cielo, como si hablara de un ángel.
Toda esa conversación me perturbó seriamente. Sabía que Hunfredo
no caía simpático a muchos hombres, pero hasta entonces no había oído a
nadie exponer claramente sus motivos contra él. Por mi parte podía entender
las razones que esgrimía Bonifacio. Eso era lo malo, que tenían mucho
sentido y sin embargo me negaba a creer en ellas. ¿Conocía yo a Hunfredo de
Torón? ¿Cómo iba a poder juzgar sus intenciones? Cierto que había charlado
muchas veces con él y me pareció un hombre prudente, pero no podía
escrutar su alma ni saber qué planes albergaba. Las palabras de Bonifacio me
habían hecho dudar de alguien a quien había empezado a cobrar afecto y eso
me molestaba.
Fuera como fuese, Ricardo en persona me había mandado ayudarle y
cobijarle en mi casa en un determinado momento. Si el monarca no ordenaba
otra cosa, Hunfredo sólo podría esperar apoyo de mi parte y haría oídos
sordos a esos rumores de taberna. Ése era mi propósito, pero la angustia y la
incertidumbre comenzaban a roerme por dentro.
Palpé discretamente la carta que llevaba cosida en mi camisa. Sí,
también haría eso por Hunfredo. Resultaba difícil no simpatizar con alguien
capaz de despertar semejante veneración en una mujer. Le entregaría las
palabras de su amor, aunque fueran una despedida para siempre.

* * *

Los días se convirtieron en semanas y éstas fueron transcurriendo una


tras otra. No tenía noticias de mi padre, tampoco veía a Hunfredo y la cruzada
parecía en punto muerto. Me aburría como una ostra, en suma. Para saber
bien en qué ambientes me movía, me dediqué a informarme de la historia de
los reinos cruzados en Palestina. Eso me ayudó a entender el origen de
muchas inquinas actuales entre unos nobles y otros.
En efecto, había dos bandos entre los cristianos de Tierra Santa. El
débil Guido de Lusignan era apoyado por Ricardo Corazón de León y unos
pocos señores locales, como Hunfredo. El resto de los nobles de Ultramar
prefería a Conrado. De hecho, si Saladino no logró quedarse como amo de
todo Oriente fue por la heroica defensa que el nuevo marido de Isabel hizo de
la ciudad de Tiro. Permitió ganar tiempo hasta que llegó la ayuda de los
distintos monarcas de Occidente. Pese a eso, yo no podía sentir simpatía
hacia él. Al fin y al cabo, le había quitado a Hunfredo su amada esposa.
Pensé en la dulce Isabel, obligada contra su voluntad a yacer con un tipo
violento como Conrado, para darle un heredero… Y en Hunfredo, mi buen
amigo, reconcomido por la frustración y los celos, impotente para recuperar
lo que era suyo. Por muy valiente que fuera Conrado, jamás podría contar con
mi devoción. Yo era joven, y por aquel entonces tenía muy claras mis
lealtades.
Además, Conrado era muy estimado por Felipe Augusto, el poderoso
rey francés. A este monarca no llegué a conocerlo, pues había partido para su
patria después de la toma de Acre. Su relación con Ricardo era una especie de
mezcla de amor y odio; quizá más de lo segundo que de lo primero, pues
tenían demasiados líos de familia e intereses enfrentados en Europa. Tiempo
después pregunté a varios nobles y guerreros musulmanes qué pensaban de
él. No le mostraban el mismo respeto que hacia Ricardo, desde luego. A éste
lo admiraban por su nobleza, y lo consideraban el más rico y gallardo de los
dos. Y ciertamente lo era, por su aspecto. Felipe parecía débil físicamente,
poco agraciado, y era un hombre reservado y antipático. Sin embargo, fue un
buen rey, taimado e inteligente, justo a su manera. Todo lo contrario que
Ricardo, capaz de encandilar a amigos y enemigos, un excepcional militar
pero un desastre en asuntos de Estado. En cuanto a los nobles de Ultramar,
mostraban más fidelidad al francés que al britano.
Mientras tanto, seguían las escaramuzas entre las tropas del rey
Ricardo y las de Saladino, pero todas quedaron en nada. Se decía que el mal
tiempo impedía el movimiento del ejército y, por si faltaba algo, llegaban
noticias preocupantes desde la isla de Chipre. Ricardo, como quien no quiere
la cosa, se la había arrebatado a los griegos cuando venía de camino a Tierra
Santa. Fue de las pocas tierras que los cristianos conquistamos en esta
cruzada, y no precisamente a los musulmanes. Pero la situación interna de
Chipre sólo daba quebraderos de cabeza, y Ricardo tenía otras cosas que le
preocupaban: conflictos en el norte de Palestina con los partidarios de
Conrado, el temor de que Felipe Augusto, al volver a Francia, atacara sus
posesiones…. Se sacó el problema chipriota de encima vendiendo la isla a los
templarios. Que se ocuparan ellos de tratar a los díscolos nobles locales.
A todo esto el ejército se había adocenado. Muchos caballeros
llevaban tiempo en Acre sin prestar atención para nada a la guerra. Los que
no habían regresado a la capital permanecían en Jaffa, donde reinaba la buena
vida gracias a las viandas y las prostitutas traídas de Acre.
En todo ese tiempo llegué a conocer a mucha gente. Bonifacio era un
tertuliano habitual, así como Miltíades, un mozo bizantino, aunque buena
persona, que también quería hacer negocios y pretendía aprender árabe para
tratar con los musulmanes. Asimismo tuve ocasión de ver al famoso Conrado
en el puerto, acompañado de su esposa Isabel que le despedía. Al parecer
Conrado tenía muchos asuntos que tratar y se movía a menudo entre Acre y
Tiro. A pesar de ello, Isabel no volvió a llamarme y no tuvimos ocasión de
conversar.
Para matar el tedio me dedicaba esporádicamente a los negocios. Por
suerte no se había perdido el tráfico comercial con Egipto, así que escribía a
casa y a veces les enviaba artículos que nuestra gente vendería bien en los
mercados. Los ratos libres, que eran muchos, los dedicaba a leer merced a los
préstamos que me hacía un monje medio ciego, encantado de orientar a un
joven en los secretos de la cultura. Descubrí gracias a él que los libros podían
ser divertidos, pues había obras con relatos imaginarios, escritas por antiguos
griegos y árabes, que contaban disparatadas aventuras y enredos. También
me dejó manuscritos sobre extraños temas, que dijo serían útiles a un
mercader: alquimia, para conocer mejor la composición de las cosas y que no
pudieran engañarme con su naturaleza, tratados sobre plantas y sus usos,
sobre telas y muchos otros asuntos. Los más me parecían demasiado
complicados, sobre todo esos libros árabes que hablaban de los cielos, las
estaciones, las fases de la luna y estaban llenos de números. También hojeé
un raro volumen, que sin duda el monje me pasó por error, que contenía
extrañas invocaciones y hablaba de la apertura de «puertas a lugares
oscuros». Se me antojó un completo galimatías y se lo devolví sin haber sido
capaz de leer la cuarta parte de sus páginas. No recuerdo bien el título. Era
una palabra rara, que empezaba por «Necro-» o algo así.
Y de repente todo cambió. Una tarde, mientras paseaba por el
mercado para comprar algunas viandas, se armó un gran alboroto. La gente
empezó a pregonar la llegada del rey. Como el puerto estaba muy cerca me
dirigí hasta él. Ciertamente habían amarrado varias galeras con los pabellones
de Ricardo y los nobles estaban desembarcando.
Reconocí a Hunfredo y pensé que era un buen momento para cumplir
mi palabra, así que me dirigí hacia él. En cuanto me vio me aferró del brazo y
me llevó afuera.
–Será mejor desaparecer. El rey está enfadado y ha venido a reprender
a sus hombres –me explicó por el camino–. Cada día más caballeros desertan
de la primera línea y se vienen a la retaguardia a yacer y pacer.
–Ya había notado que el ardor guerrero estaba disminuyendo –le
comenté–. Espero que al menos haya buenas noticias de la guerra.
Hunfredo se echó a reír.
–¿Qué guerra? Ambos ejércitos se han enrocado. Nadie se atreve a
atacar y he estado haciendo proposiciones diplomáticas que me provocaban
el sonrojo nada más brotar de mis labios. Pero no hablemos de eso en la calle;
ya hay suficiente cotilleo político para que empecemos a aventar estas cosas
en público.
Llegamos a casa y Hunfredo, como en sus mejores tiempos, no tardó
en buscar agua para lavarse un poco. Entonces decidí que era un buen
momento para entregarle la carta de su amada. Como la llevaba cosida en un
pliegue de la ropa, empecé a quitarme el jubón y luego la camisa para poder
recuperarla.
–Oye, ya sé que se dicen muchas cosas de mí –dijo azorado
Hunfredo–, pero no debes creer todo lo que cuentan; yo prefiero…
–¡Oh, cállate ya! –le grité, enojado–. Tengo una carta para ti de Isabel
y la llevo bien escondida para que nadie la encuentre.
Se la entregué y Hunfredo la abrió y leyó de inmediato. Luego se fue
a la otra habitación y no regresó hasta bastante después. Tenía los ojos
enrojecidos y el rostro iracundo.
Guardó silencio durante varios minutos, hasta que la situación se fue
tornando embarazosa. Le escancié un poco de vino en una copa vieja,
pensando que tal vez le animaría. Juzgué oportuno no tocar el tema amoroso,
pero decidí darle conversación. Sin duda le haría bien.
–Explícame esa política que te trae de cabeza –dije, tras ofrecerle la
bebida.
–Bueno, sería largo de contar, pero valga esto como muestra –empezó
a relatar con aspecto desalentado–. Visto que no había modo ni ganas de
tomar Jerusalén, a nuestro amado rey se le ocurrió una solución ideal. Ofreció
casar a su hermana Juana con Malik al-Adil, el hermano de Saladino, para
compartir el reino de Jerusalén.
–¿¡Qué!?
–Sí, eso es lo que exclamaron al unísono al-Adil y Saladino. No hace
falta decir que rechazaron amablemente la oferta y se interesaron cautamente
por el estado de salud mental de Ricardo, quien había sufrido un pequeño
brote de paludismo pocos días antes –tomó un trago antes de continuar–.
Entonces le recordé a Saladino que él había hecho en el pasado una oferta
semejante, casar un musulmán de su familia con una cristiana, por razones
políticas. Saladino me explicó que entonces se trató de una broma. Pues bien,
no terminó aquí la cosa, ya que al volver me encontré con que Ricardo había
explicado la propuesta a su hermana, la cual había montado en cólera,
afirmando que antes moriría que desposar con un infiel. Así que el rey, sin
atender a razones, me hizo volver para preguntarle a al-Adil si aceptaría
bautizarse para poder unirse a Juana –suspiró como si lo estuviera viendo de
nuevo–. Ni te imaginas cómo se lo tomaron; nunca había visto a nadie reírse
tanto. En fin, tras un nuevo rechazo de ésta y otras curiosas ofertas que
prefiero no rememorar, el ocho de noviembre al-Adil decidió celebrar una
fiesta en su palacio de Lydda, invitando a Ricardo y su gente. La celebración
fue espléndida, todos se hicieron magníficos regalos y se juraron amistad
eterna. Pero al día siguiente fui a ver a Saladino y me encontré otra vez con el
maldito marqués Conrado. A nuestras espaldas estaba negociando con
Saladino y me temo que el trato sea muy desfavorable para nuestra causa,
pues Saladino endureció ese día sus condiciones. El sultán puede
permitírselo; se limita a aguardar y averiguar cuál de los dos bandos
cristianos le ofrece más.
Hunfredo siguió explicándome algunas otras ofertas de paz curiosas,
cuando no extravagantes, que había tenido que transmitir en los últimos
tiempos. Llegué a pensar que había algo en la atmósfera de Tierra Santa que
volvía locos a los hombres; tal vez los yinns ejercían sobre las mentes su
maligna influencia, como creían los árabes.
Nuestra charla se vio interrumpida por unos enérgicos golpes en la
puerta. Extrañado, fui a abrir y me encontré con un caballero ante mí.
Llevaba sayo y capa blancos, con grandes cruces templarias en rojo y un
escudo también con las armas de su orden. Debajo de esta ropa se veía la cota
de malla que lo protegía de pies a cabeza. Tenía un templario con uniforme
de batalla a un palmo de mis narices.
Era joven, moreno, de estatura media, con el cuerpo fibroso y buenos
músculos. Poseía un porte elegante y mirada concentrada, como queriéndome
atravesar con ella. Varias cicatrices le adornaban la cara. Me apercibí de que
tenía el caballo asido por las riendas y tanto la bestia como el caballero
estaban sudados y llenos de polvo.
–¿Sois vos el noble Marc d’Artois? –preguntó con sequedad,
estudiándome de arriba abajo.
Asentí tragando saliva; aquello era muy extraño. Y lo era más que se
dirigieran a mí como noble. Me habían llamado muchas cosas en la vida, pero
nunca «noble». Vi de reojo que Hunfredo se había levantado de golpe, como
si estuviera ante una aparición. Enseguida se dirigió al templario, a quien era
evidente que conocía.
–Dime, Miguel, ¿tenéis alguna novedad? ¿Le habéis hallado?
–Creemos que sí, pero os juro por el buen Dios que en el lugar menos
esperado y no estamos seguros que se trate de él –me miró de un modo
extraño antes de continuar–. Será mejor que sea el rey quien os dé más
detalles, pues acabo de llegar del Krak con la noticia y me ha encomendado
que os conduzca ante su presencia de inmediato.
–¿Del Krak? ¿Qué Krak? –preguntó Hunfredo, estupefacto.
No entendía nada, pero el tono en que hablaban y sus caras de
preocupación no presagiaban nada bueno.
–Coge tus cosas, y sobre todo tus armas –me urgió Hunfredo–. Si se
trata de lo que supongo, es posible que debas partir de inmediato. ¿Tienes
caballo? –negué con la cabeza. Aquella pobre bestia con la que llegué a Arsuf
la vendí en cuanto pude; no era un buen destrero, precisamente–. Bueno, ya
me ocuparé de eso. Ahora, vamos.
El templario nos acompañó por las atestadas calles de Acre. En
aquella ocasión no nos entretuvo el gentío, pues si alguien no se apartaba de
nuestro camino lo arrojaba a un lado de un empellón, aunque fuera un
soldado armado. Nadie se atrevió a protestar, lo que daba cabal idea de la
fama de los templarios.
Aproveché para preguntarle a Hunfredo qué era un Krak.
–Se trata de castillos construidos por los cruzados, pero este hombre
trae un mensaje que debería venir de Damasco y no hay ningún Krak allí
cerca.
No pude sonsacarle nada más y tuve que avivar el paso para seguir el
ritmo de aquel maldito templario que cada vez iba más deprisa.
Como mi casa estaba situada en el barrio veneciano, cerca del arsenal
de Acre, tuvimos que cruzar todo ese sector paralelo al puerto, luego todo el
barrio pisano al lado de la escollera sobre la que se erguía la torre de las
Moscas y finalmente llegamos ante un gran edificio de gruesas paredes de
piedra, justo al extremo sur de Acre, allí donde ésta se adentraba en el mar.
Era el cuartel del Temple, al lado de la iglesia de San Andrés. Se suponía que
si los caballeros templarios, hospitalarios y teutónicos tenían sus respectivos
acuartelamientos en los tres puntos más alejados entre sí de la ciudad, no
sería por casualidad. Sin embargo, aquel día vi a caballeros de las tres
órdenes en el lugar de los templarios. La razón era muy simple: lo había
escogido el rey para alojarse y había convocado a unos y otros para
abroncarles. Por suerte sólo tuve que oír sus últimos gritos, pero los
semblantes de los caballeros que salían no lucían muy radiantes. El rey les
echaba en cara su falta de ardor combativo y que cada vez había menos
hombres en el frente y más en la retaguardia y en las camas de las meretrices.
Les ordenaba prepararse para retomar su obligación de luchar por la cruz.
–Ya te dije que el rey venía a soltar una filípica… –murmuró
Hunfredo–. Hoy no le lleves la contraria.
Jamás se me hubiera ocurrido objetarle a mi soberano, pero Hunfredo
tenía esos detalles cuando se ponía fraternal.
Debimos aún esperar un buen rato. Miguel seguía empeñado en todo
momento en mostrar su cara de preocupación. Hunfredo le iba mirando de
reojo, como si esperase la revelación de algún secreto a través de la
contemplación del templario. Muchos caballeros, escuderos, mensajeros y
pajes vagaban arriba y abajo conforme Ricardo iba vociferando órdenes, y a
mí todo aquello me ponía muy nervioso.
Era curioso que el Ricardo que vi en medio de la batalla de Arsuf
pareciera un hombre feliz y relajado, mientras que el que hallaba en su propia
corte se asemejara a una fiera furiosa. Tal vez Ricardo prefería combatir ante
leales enemigos que con sus propios y perezosos caballeros.
Al cabo de un buen rato un paje vino a llamarnos. Me aseguré de
llevar la sobrecota y el cinturón con las armas bien colocados y llegamos por
fin a la presencia del rey.

* * *

–Ah, vosotros… –dijo, como si ya no se acordara de por qué nos


había llamado–. Bien, bien, veamos, querido d’Artois –prosiguió, mirándome
con aspecto pesaroso–. Has de saber que tu padre partió en una delicada
misión. Tenía que averiguar si había algo de cierto en los rumores de una
conspiración. Afirmó que a través de un mercader de Damasco amigo suyo y
hombre de su confianza, a quien halló en Acre poco antes de vuestra llegada,
había obtenido alguna prueba en tal sentido. Entonces nos envió una carta
diciéndonos que para comprobar estas pistas iría a Damasco en persona y
regresaría de inmediato. Nos indicó que comportaba un riesgo hacer estas
averiguaciones y que si no retornaba enseguida pusiéramos otro hombre a
investigar, pues el asunto parecía grave.
»Por desgracia fue transcurriendo el tiempo y no recibíamos ninguna
noticia de d’Artois. Preocupado, ordenamos buscarle. El caballero Miguel
viajó a Damasco y no halló rastro de él. Otros templarios le han estado
indagando por todas partes y al final hemos dado con algo sorprendente. Un
caballero que responde bastante bien a la descripción de tu padre fue
encontrado hace pocos días en el desierto por una patrulla de hospitalarios,
cerca del Krak de los Caballeros. Como Miguel conocía a tu padre de vista
acudió al Krak para identificarle –se detuvo un momento y miró a Miguel–.
Será mejor que sigáis vos mismo.
–Bueno, sólo puedo añadir que no estoy seguro de si es el caballero
d’Artois o no –me miró titubeante, con semblante contrito–. Lamento si he de
ser portador de malas noticias, pero el hombre que hallaron los hospitalarios
en el desierto no razona de un modo normal. Además presenta heridas
extrañas en todo el cuerpo, sobre todo en la cara. Parecen una mezcla de
cuchilladas y quemaduras y no permiten reconocer sus rasgos. Cuando se le
pregunta por lo que ha sucedido sólo obtenemos alaridos de espanto y, de vez
en cuando, unas frases muy extrañas –se detuvo para santiguarse antes de
continuar–: «¡El infierno, he visto abrirse las puertas del infierno!» Es casi lo
único que es capaz de decir. El sacerdote del castillo, que tiene conocimientos
de física y medicina, me reconoció en privado que no le extrañaría de alguien
con semejantes heridas que en verdad hubiera estado un instante en el averno.
El rey tomó unos objetos que tenía guardados en una pequeña caja
sobre la mesa y me los tendió para que los examinara.
–Esto lo llevaba encima ese caballero. Lo han traído por si puedes
reconocer los objetos personales de tu padre.
Tomé en mis manos lo que el rey me daba. Un crucifijo que padre
había llevado al cuello desde niño y jamás se había quitado. Era pequeño, de
oro y se veía muy gastado porque padre solía asirlo y frotarlo mientras
reflexionaba. Un pedazo de papel, quemado por todos lados, en el que podía
reconocer la letra salida de su mano y una fina daga damasquinada,
exactamente igual a la mía. Había comprado ambas al mismo tiempo y nunca
se separaba de ella.
Aquello fue demasiado para mí. Hasta ese momento me negaba a
creer que estaban hablando de padre. A él no habían podido ocurrirle todas
esas desgracias y, al fin y al cabo, decían que fueron incapaces de
reconocerlo.
Debieron de notar que me fallaban las rodillas y me ofrecieron asiento
en la mesa del rey. Este aprovechó para decir a los demás que se sentaran
también y ordenó traernos un refrigerio. Yo no pude probar bocado y no
paraba de dar vueltas al relato del templario. Mi padre se había vuelto loco,
tenía heridas tan severas que no podían ni reconocerlo y decía haber visto
abrirse la puerta del mismísimo infierno. Eso me recordó la profecía que me
habían hecho años atrás, en el Cairo. No me gustaba que pudiera devenir real.
También me vino a la cabeza aquel extraño manuscrito que apenas leí,
arrepintiéndome de haberlo devuelto. Deseé que todo aquello sólo fuera una
pesadilla de la que pronto despertaría. No tuve esa suerte. Iba a emprender un
camino que me llevaría a conocer el Mal, en estado puro.
CAPÍTULO TERCERO: KRAK DE LOS CABALLEROS

Aún hoy, al cabo de muchos años, recuerdo aquella reunión con


Ricardo como si fuera ayer. Se quedó grabada a fuego en mi cabeza. Si la
batalla de Arsuf significó el abandono de la niñez para sumergirme en el duro
mundo de los adultos, fue ese día, cuando el templario apareció ante mi
puerta, en el que empecé a descubrir los aspectos más oscuros de la vida.
El rey discutió un buen rato con Miguel y Hunfredo acerca de las
derivaciones de tan misterioso caso. Yo no sabía qué decir; me encontraba
fatal y prefería limitarme a escuchar. Grosso modo, el problema venía a ser el
siguiente: padre sospechaba de los musulmanes, pero Ricardo estaba
convencido de que Saladino no tramaba nada personal contra él. «Cuando el
rey Felipe y nos estuvimos enfermos durante el sitio de Acre, el sultán se
interesó con mucha gentileza por nuestra salud. Ésa no es la actitud de
alguien que pretenda matarnos». Miguel desconfiaba totalmente de Saladino.
«Le agradecisteis su amabilidad mandando decapitar a más de dos mil
prisioneros musulmanes, pese a que ya habían pagado parte del rescate. Esa
afrenta no la olvidará jamás».
Hunfredo sospechaba además de algunos caballeros francos. Según él
estaban descontentos con el protagonismo que había adquirido el rey britano
tras la marcha de su soberano Felipe Augusto. Citó como el más peligroso a
Bonifacio. «Él y los de su calaña son como serpientes; pasan desapercibidos,
parece que nunca hablen de política, pero sé que tienen conciliábulos
secretos y soliviantan los ánimos de la gente. Recordad que el espía que
enviasteis a una de sus reuniones desapareció para siempre. Además, mis
informadores árabes dicen que se ve a menudo a Bonifacio rondando en
torno a al-Adil y que le han visto juntarse con éste, con Conrado y con
Balián. Ése es en verdad un cónclave de sabandijas».
Con todo, el mayor enigma parecía ser el lugar en donde se había
hallado a mi padre: merodeando en el desierto, febril a causa del sol, la sed y
las extrañas heridas junto al Krak de los Caballeros. En un mapa que había
sobre la mesa me mostraron el emplazamiento. Sabían a ciencia cierta que
padre había marchado a Damasco, pero de allí al Krak había al menos cuatro
jornadas a caballo. Tuvo que cruzar los montes del Antilíbano, luego subir
todo el valle de la Bekaa y finalmente perderse de algún modo al norte del
Krak. Era un territorio en permanente disputa, pero allí no había partidarios
de Saladino que se supiera, más bien enemigos suyos, tanto entre los
cristianos como entre los musulmanes. Cualquier cosa que hubiera
averiguado en Damasco habría debido conducirle a otros territorios: si se
trataba de conspiraciones del califato, hacia el este; si quería advertir a los
cristianos, hacia el oeste; y si la conspiración estaba entre las fuerzas de
Saladino hacia el sur, bien a Lydda, a Jerusalén o a Egipto. Lo único que
quedaba fuera de nuestra capacidad de entendimiento era qué pista, qué
oscuro motivo, podía haberlo conducido al norte. Allí no se desarrollaba la
guerra, no había facciones conocidas de uno u otro bando ni nadie a quien
pudiéramos considerar influyente. Si el peligro venía del norte, debía tratarse
de una fuerza desconocida para nosotros en aquel momento. O tal vez algo
aún más siniestro.
Miguel había preguntado al respecto a los hospitalarios, pero éstos
negaron saber nada de conspiraciones y aseguraron que por allí, donde
patrullaban a diario, no habían visto mensajeros de Saladino ni los visitaron
otros cristianos. Sus únicos problemas eran de índole local: grupos de
bandidos, una secta de musulmanes herejes, robos, crímenes… La rutina de
la vida en la frontera, en suma.
Seguíamos a oscuras y padre no había dicho a nadie qué pistas le
habían llevado a Damasco. Tampoco teníamos aún la certeza de que fuera él,
pues sus objetos personales podían haberle sido robados y tal vez se tratara de
otro hombre. La verdad es que en mi fuero interno no creía en esta hipótesis,
pero he de admitir que traté de aferrarme a ella con desesperación. Como era
inevitable se llegó a la conclusión de que debía dirigirme al Krak de los
Caballeros con urgencia y reconocer al misterioso herido, para determinar si
era o no mi progenitor.
El templario me acompañaría para mostrarme el camino y escoltarme.
Hunfredo no tuvo más remedio que viajar de inmediato a Jaffa y retomar tan
pronto como pudiera las conversaciones con Saladino. El rey debía seguir
despachando asuntos, así que tras una reverencia muy cortesana salimos de
su presencia y Hunfredo se despidió de nosotros.
Ante mi empeño en partir de inmediato, Miguel me contuvo.
–Comprendo vuestras prisas. Yo también las tendría en vuestro lugar,
pero hoy he reventado tres caballos para llegar lo antes posible y solamente
he comido unas galletas por el camino –como en ese momento pasábamos
junto a una aspillera vimos ya un cielo rojizo, pues el sol se estaba
escondiendo tras el horizonte–. A estas horas no llegaríamos muy lejos antes
de vernos obligados a parar. No tiene sentido salir al anochecer, así que
vayamos a cenar y mañana al alba partiremos. ¿Tenéis que regresar a casa por
algún motivo?
Reconocí que no era necesario, así que fuimos directamente a una
gran sala. Allí Miguel me presentó a una multitud de templarios y nos
sentamos entre ellos para comer. Habían asado un cordero y algunas aves, el
pan parecía recién salido del horno y corría el vino en abundancia.
–Bueno, supongo que la vida de un monje no tiene por qué ser dura –
comenté en un suspiro.
–¡Oh, claro que lo es! Por eso debemos alimentarnos bien, para
soportar tantos rigores –replicó Miguel, cortando con su daga un gran pedazo
de cordero.
Mi estado de ánimo había mejorado un poco. La idea de perder a mi
padre no me cabía en la cabeza. Siempre había estado ahí, inamovible como
una roca, como si nunca fuera a morirse. Mi mente se empeñó en negar las
evidencias de una catástrofe que no quería admitir. El misterioso herido tenía
que ser otro, sin duda. Quizá un ladrón, que había robado sus cosas en un
descuido. Me aferré a esa esperanza. Sí, todo saldría bien. Dios no permitiría
lo contrario. Así, reconfortado, acompañé a Miguel en su cena.

* * *

A la mañana siguiente, apenas terminado el desayuno, nos trajeron


dos magníficos caballos. Dispusimos en ellos los escasos artículos que
necesitábamos para el viaje: provisiones, agua y un poco de vino, y mantas,
armas y una alforja con despachos que Miguel llevaría al Krak para
aprovechar el viaje. Entonces llegó corriendo un compañero de armas de
Miguel.
–¡Esperad, os traigo una buena noticia! –se detuvo a nuestro lado y se
tomó un momento para recuperar el resuello. Era evidente que venía
corriendo un largo trecho–. Ayer por la noche se refugió una galera pisana en
el puerto. Sus tripulantes dijeron haber visto galeras musulmanas y no
quisieron tentar la suerte. Ahora se disponen a partir rumbo a Trípoli y
afirman que si sigue soplando este viento pueden llegar hoy mismo al
anochecer. Os llevarán por un módico precio.
–¡Bien, magnífico! –Miguel estaba entusiasmado–. La mayor parte
del trayecto, en galera. Ahorraremos varias jornadas de cabalgar. ¿No os
parece una noticia estupenda?
–Sin duda… –logré mascullar, mientras pensaba en todo un largo día
de vómitos.
Por suerte no fue una tragedia. En aquella ocasión el mareo fue
mucho menor y me encontraba razonablemente bien hacia la tarde. Parecía
como si lo peor hubiera sido el primer contacto con el mar y ahora el cuerpo
empezara a acostumbrarse a ese vaivén antinatural.
Miguel se mostró un poco preocupado al principio, pues decía haber
visto cadáveres con mejor aspecto. Sin embargo, fui recuperando algo de
color e incluso me atreví a engullir un poco de pan antes de llegar a puerto.
El viaje fue ciertamente rápido. El viento soplaba a favor y los
galeotes, aun sin forzar el ritmo, añadían una buena velocidad al buque.
Antes del ocaso divisamos Trípoli en el horizonte. También allí disponían los
templarios de una casa, aunque pequeña en comparación con la de Acre.
Llegamos, comimos y yo me retiré, a ver si en la cama terminaba de
reponerme. Miguel se quedó un buen rato con sus camaradas, contando
chismes, bebiendo y armando tal batahola que creí que nunca podría dormir.
Al día siguiente, el viento ligero de la jornada anterior, que tanto bien
había hecho a nuestro periplo, se había convertido en una borrasca. Llovía a
raudales y decidimos esperar un poco antes de decidir si salíamos. Mediada la
mañana la lluvia empezó a menguar, el sol se asomó tras las nubes y nos
dispusimos a partir. Había una parada de postas a medio camino, pero ir de
Trípoli al Krak de los Caballeros en un solo día sería agotador y tal cosa era
lo que nos proponíamos.
Partimos hacia el norte siguiendo la costa. Los caminos eran
razonablemente buenos y la lluvia de la mañana había refrescado el ambiente.
Cruzamos a buen ritmo pequeños pueblos de agricultores y algunos ríos que
probablemente en verano estarían secos, pero ahora tenían un poco de caudal.
Llegados a cierto punto nos adentramos hacia el interior y encontramos allí la
casa de postas. Era muy tarde para almorzar, pero nos sirvieron sopa de
torreznos y ajo y lo completamos con un poco del cerdo ahumado que
llevábamos. Con los caballos de refresco y el suelo seco, pues allí no parecía
haber llovido, nos dispusimos a recorrer al trote la distancia que nos separaba
del Krak.
Tardamos en llegar, pues era un largo recorrido por unas tierras cada
vez más desérticas y agrestes. Empezamos a oír truenos en la lejanía, pero
sólo era una tempestad pequeña que azotaba la costa y seguramente no nos
alcanzaría. Faltaba poco para el ocaso cuando vimos recortarse en el
horizonte la mole pétrea de ese formidable castillo. Tenía una planta
rectangular que se alzaba en una pequeña elevación del terreno. Alrededor de
ésta había un recinto exterior amurallado, de lienzo blanco y terso como la
piel de una jovencita. Tanto el castillo en sí como la muralla exterior se
protegían mediante gruesas torres circulares y se divisaba a un lado un
acueducto para llevar agua a la edificación. Todas las murallas y torres
estaban almenadas. En ellas se veían soldados haciendo la ronda. En la torre
del homenaje ondeaba orgullosa la bandera de la Orden del Hospital.
–Una gran construcción –comenté mientras la observaba.
–No está mal –respondió Miguel encogiéndose de hombros–. Era una
fortaleza musulmana, pero los hospitalarios la han arreglado un poco.
Creo que a Miguel no le agradaba elogiar a otras órdenes, mas a mí
me pareció un castillo formidable y no me hubiera gustado tener que
asaltarlo.
Cuando llegamos a su puerta Miguel voceó nuestros nombres. El
capitán de la guardia subió a la muralla y habló un poco con él para
asegurarse, pues ya estaba oscureciendo y no podía vernos apenas. Entonces
abrieron la puerta y pasamos al primer recinto. Dejamos los caballos y nos
apresuramos a subir al segundo recinto.
El mismo capitán que nos había dejado entrar nos informó de la
situación cuando supo el motivo de nuestra estancia allí.
–Hace un par de días el hombre que queréis ver experimentó una
pequeña mejoría. A duras penas pudo decirnos su nombre y así confirmamos
que se trataba de d’Artois. Enviamos un mensajero para informar de ello,
pero habrá llegado después de vuestra partida de Acre. Como habéis venido
por mar no os cruzasteis con él.
Se me cayó el alma a los pies. Ya no podía seguir engañándome.
Tales fueron mi frustración, mi pena, mi angustia, que estuve a punto de
ponerme a llorar a grito pelado. Aquello no podía estarme pasando. Pero
antes de dar un lamentable espectáculo, en un atisbo de lucidez comprendí
que ahora era yo el depositario del honor de los d’Artois. Sería un canalla si
fallaba a los míos. Con un esfuerzo sobrehumano, me mantuve firme, miré a
los ojos al capitán y procuré que no se me quebrara la voz.
–¿Cómo está ahora mi padre?
–Mal, no quiero daros falsas esperanzas –me respondió, moviendo la
cabeza de un lado a otro–. No ha vuelto a recuperar la lucidez y la gravedad
de sus heridas, con el dolor que le causan, obligan al físico a administrarle
una poción que le alivie sus últimos días. Temo que no vivirá mucho más,
pero al menos le reconfortará veros antes de reunirse con su Creador.
Acompañadme.
Seguimos al capitán en medio de un silencio respetuoso. Eso me dio
unos instantes para respirar hondo, y hacerme el firme propósito de no
mostrar debilidad en público. Iluso de mí. Ni siquiera así estaba preparado
para lo que me iba a encontrar.
Realmente no era de extrañar que nadie hubiera podido reconocerlo.
Incluso a mí me costaba admitir que en ese lecho yaciera un ser humano. Su
cuerpo estaba cubierto con finas gasas que tapaban unas quemaduras
terribles. Sobre éstas una mujer anciana untaba en aquellos momentos una
pomada de color blancuzco.
Padre tenía la cara completamente desfigurada, la nariz destrozada, la
piel parcialmente quemada y llena de puntos negros, como pequeños agujeros
provocados por diminutos carbones ardientes. En algunas partes las
quemaduras parecían superficiales, mientras que en otras le habían desollado
literalmente y de su carne supuraba un humor nauseabundo. Las manos eran
apenas garras, con las palmas completamente calcinadas. Era como si hubiera
intentado protegerse con ellas de las llamas y éstas las hubieran roído sin
misericordia.
Parecía inconsciente más que dormido, respiraba entrecortadamente y
cualquiera que le amase hubiera preferido hallarlo muerto antes que en un
estado tan atroz.
No pude evitar caer de rodillas a tierra, sin atreverme a tocarle
siquiera y rompí a llorar desconsoladamente. Cuando al fin pude controlar
mis sollozos, empecé a rezar fervorosamente a Dios, a la Virgen y a todos los
santos que conocía.
Los caballeros respetaban mi dolor y sin decir palabra salieron y
aguardaron al otro lado de la puerta. Creo que ellos también oraron.
Cualquier cristiano rezaría ante un sufrimiento tan grande.
Pasaron horas antes que volviera a levantarme y entonces recordé que
tenía una obligación que cumplir, aunque ya era tan sólo formal. Me dirigí al
caballero Miguel y le dije:
–Hemos venido a identificarle y debéis saber que sin lugar a dudas es
mi padre, el caballero d’Artois.
–Comprendo vuestro dolor y os acompaño en él –me respondió, y sus
palabras eran realmente sentidas–. Rogaré por su alma y tan pronto como sea
posible llevaré el mensaje al rey. Supongo que vos deseáis quedaros con él
para acompañarlo en sus últimos momentos.
–Así es. Decid al rey que cuando entierre a mi padre regresaré para
servirle. Ahora quiero velarle y rezar por él.
El capitán acompañó a Miguel a sus aposentos y yo me quedé allí, a
solas con mi padre y mis plegarias el resto de la noche. Al menos, musitar
una oración tras otra me impedía pensar en lo más desolador: el hombre a
quien más había querido y admirado era ahora un despojo que causaba
espanto a todos cuantos lo miraban. Él, que de pequeño me sentaba en sus
rodillas mientras me narraba cautivadoras historias de su país natal. Él, que
me parecía el más fuerte de los mortales… Me costaba contener las lágrimas.
El mundo que conocía desde niño se estaba desvaneciendo como humo, junto
con la vida de aquel cuerpo moribundo.
Tan sólo al amanecer logró vencerme el cansancio y sentado al lado
de su cama quedé profundamente dormido. Cuando desperté supe que ya era
media mañana y Miguel había partido de nuevo a Acre. No le gustaba perder
el tiempo; sin duda era un buen mensajero. Yo quise quedarme para ayudar a
la mujer que curaba a padre, pero un hospitalario vino a buscarme.
–Comprendo vuestra aflicción –me dijo suavemente–, pero debéis
alimentar vuestro cuerpo. Un soldado de Dios debe estar siempre preparado
para defender Su causa.
Me acompañó al comedor, donde tan sólo se hallaban los
hospitalarios que terminaban la guardia en ese momento y por tanto aún no
habían podido desayunar. Me ofrecieron leche, queso y algunas otras viandas,
pero no podía pensar en comer mientras veía en mi mente las heridas en el
cuerpo de mi padre, su rostro deformado en una mueca grotesca… Ante la
insistencia de los hospitalarios accedí al menos a beber la leche y luego
regresé a mi triste labor: presenciar impotente la agonía de un ser amado.
Así transcurrió aquel día. A veces padre despertaba de su
inconsciencia y cuando lo hacía daba verdadero miedo. Aullaba, propinaba
manotazos con sus miembros inútiles y en una ocasión le oí ese horrible
grito: «¡El infierno, el infierno se abre ante nosotros!» Me estremecí, al
tiempo que me persignaba. Recordé una vez más aquel manuscrito misterioso
en el que se mencionaban ciertas puertas que no debían ser abiertas. ¿Tal vez
padre…? Meneé la cabeza, abatido. ¿Tendría algo que ver con la conjura
contra el rey Ricardo?
A la hora de la cena me forzaron a acompañarles de nuevo. El mismo
hospitalario de antes, del cual sospeché que le habían encargado ocuparse de
mí, me obligó a acudir al comedor y me regañó suavemente por
desatenderme a mí mismo.
–No ofendáis al Creador y tened buen cuidado de Su obra, pues a
través de vos Él ejecuta Sus prodigios –decía mientras me acompañaba.
Me di cuenta que durante todo ese día me había hundido en mi propio
dolor, olvidándome por completo de mis anfitriones. Hice de tripas corazón y
decidí empezar a corregirlo.
–¿Cómo os llamáis? –le pregunté.
–Amalarico de Foix –respondió, contento de oírme hablar al fin–. ¿Y
vuestro nombre?
–Marc d’Artois –enfaticé la última palabra, como si le debiera a padre
al menos mostrar mi orgullo por llevar su apellido.
–A todos nos conmueve la desgracia que aflige a vuestro padre y
rezamos por él cada día –me explicó–. Todavía nos apenó más cuando
Miguel nos contó que era un hombre de confianza del rey, que desempeñaba
una misión para él –llegamos y nos sentamos en la mesa–. ¡No os imagináis
cuantas cábalas hemos hecho pensando cuál debía de ser esa misión y qué
terrible desgracia le aconteció! Nadie ha visto nunca un hombre con tales
heridas. Y el olor que desprendía cuando llegó…
–¿Qué olor? –pregunté sorprendido. No había notado en su cuerpo
más que el de la pomada que le administraban.
En ese momento empezó la bendición de los alimentos y tuvimos que
esperar para proseguir nuestra conversación.
–Un olor extraño, de carne quemada y de carbón, pero también un
fuerte hedor a azufre.
Sentí erizarse los cabellos de mi nuca: azufre. Mis peores temores
parecían confirmarse. Se habían abierto las puertas del infierno, un buen
cristiano había sido calcinado en vida y sus restos agonizantes tenían la
fetidez del azufre.
–Las estrellas habían anunciado que hallaría la puerta del infierno y
debería atravesarla –murmuré en voz baja, recordando un viejo encuentro en
El Cairo.
–¿Habían profetizado ese horror a vuestro padre? –Amalarico me
miraba asustado.
–No, me lo profetizaron a mí –los hospitalarios que tenía cerca se
santiguaron al oírlo. Los que estaban más lejos prestaron atención a lo que
sucedía al ver que sus compañeros hacían ese gesto.
–¿A vos? Seguramente vuestro padre topó con algún misterio horrible
cuando servía al rey en un cometido secreto.
Aquello era demasiado para mi pobre mente. Las emociones
contenidas se desataron por fin.
–Yo también sirvo al rey –dije sin pensarlo dos veces– y completaré
la misión del buen caballero d’Artois –sin darme cuenta empecé a alzar la
voz– y vengaré su muerte. ¡Aunque deba descender al infierno para ello, juro
que vengaré la muerte de mi padre! –estaba gritando a pleno pulmón, de pie
ante todos, y varios caballeros se levantaron para calmarme y sentarme de
nuevo.
No hubo quien acallara las conversaciones durante aquella cena y al
acabar muchos hombres, guerreros curtidos y devotos cristianos, se acercaron
para conocerme y presentarme sus respetos. Estoy seguro que nadie dudó de
mis palabras e hicieron bien. Por primera vez en la vida, sabía exactamente
qué debía hacer y estaba dispuesto a llevar a cabo mi empresa. Lo había
jurado ante Dios y ante los hombres. Lo cumpliría. Y si alguien trataba de
impedirlo, mejor sería para él que se apartara de mi camino.

* * *

Al salir del comedor el capellán quiso hablar conmigo. Me llevó a


pasear por las murallas del castillo. Dominaba una amplísima extensión de
terreno pero sólo divisábamos pequeñas casas aisladas, muy alejadas unas de
otras. El sol se ocultaba y una columna de fuego pareció elevarse hacia el
cielo en su último momento. Luego, el suave rotar de la esfera celeste hizo
que las estrellas aparecieran en todo su esplendor, fluyendo en los cielos con
su ritmo sosegado, joyas inmensas encastradas en la bóveda de cristal que nos
separaba del cielo y de la gloria del Creador. Soñé que pronto mi padre
hallaría reposo eterno en aquel lugar, más allá de los astros y del dolor.
Sobre el Mediterráneo, muy a lo lejos, otra tormenta embravecía las
aguas y enviaba furiosos relámpagos contra ellas. No nos llegaba el ruido de
los truenos, pero esos fuegos en el cielo parecían reflejar mi estado de ánimo.
Al cabo de un rato empezamos a conversar el capellán y yo. Era un
hombre culto y amable; sus palabras me reconfortaban y daban sentido a las
cosas. Estuvimos mucho rato allí, bajo las estrellas de Oriente, hasta que la
luna empezó a reinar sobre el firmamento.
–Aunque sea el símbolo del infiel, es verdaderamente hermosa –dijo
el capellán mientras la contemplaba. Asentí y continuó hablando–. Sé que es
difícil para vos, pero debéis pensar que pronto enterraréis a vuestro padre. No
debéis ofuscaros con su muerte y espero que viváis una existencia plena.
Servid a vuestro rey, ayudad a los demás hombres y amad a Dios, pero no os
obcequéis en una venganza. Si Dios quiere que reparéis el daño causado a
vuestro padre, os basta seguir con vuestra vida y Él pondrá ante vos la
ocasión de cumplir el juramento que habéis hecho.
–Sé que lo hará.
–No pretendáis forzar Su Voluntad. Tiene un destino para cada uno de
nosotros y aunque a menudo cueste reconocerlo, siempre es posible seguir los
designios de Dios.
–Rezaré cada día para que me permita llevar a cabo mi venganza.
El capellán suspiró. La gente tozuda es de mal convencer, pero yo
sabía que no era sólo testarudez. Era una profunda determinación. Un horror
semejante no podía quedar sin castigo y ojalá le pluguiera a Dios que fuera
mía la mano que ejecutara al culpable.

* * *

Al día siguiente, durante el almuerzo, vino apresuradamente la


anciana que cuidaba a padre. Nos dijo que estaba mejor y había recobrado la
lucidez, de modo que el físico, el capellán, Amalarico y yo fuimos corriendo
a verle.
En realidad apenas podía articular palabra y no entendía mucho de lo
que le decíamos, pero el capellán le administró los sacramentos y luego, al
darse cuenta de que era yo quien estaba a su lado, intentó levantar la cabeza.
Sus ojos apenas podían ver, pero hizo un esfuerzo y trató de esbozar una
sonrisa al sentirme a su lado. Entonces habló muy bajo y todos nos
acercamos para escucharle.
–¿Qué dice? –preguntó el capellán.
Padre se esforzó por hablar más claro y al fin pudimos entender
algunas palabras:
–… los bebedores… ellos abren la puerta –tosió y escupió una saliva
ensangrentada –. Me lo dijo Ibn Khallikan… el amigo de mi amigo Abú Alí.
No, no abráis… –un nuevo ataque de tos lo postró en el lecho y su boca
quedó llena de sangre.
–Su estado es grave –me susurró al oído el físico–. Aunque parezca
mejor, su respiración y su corazón pueden detenerse en cualquier momento.
–¡La cruz! –dijo padre más alto que antes, en un arrebato de
exaltación–. Hijo, ¿estás conmigo? –le dije que sí, que seguía a su vera–.
Prométeme que abrazarás la cruz. Siempre al lado del bien. Promételo antes
que muera. Desde ahora y para siempre…
Aunque no me gustaba la idea, tampoco podía llevarle la contraria, así
que le prometí abrazar la cruz. Al fin y al cabo, a saber cuando volvería a
haber otra cruzada, si es que a alguien se le ocurría organizar alguna más. Eso
pensaba entonces; valiente profeta estaba hecho.
Nuevos accesos de tos le impidieron seguir hablando hasta mucho
rato después. Cuando volvió a hacerlo se trataba de palabras sin sentido,
salvo un par de veces que mencionó la puerta del infierno: «Es un fuego y un
relámpago, su furia te hace volar, los bebedores pueden invocar el
infierno…» Ésta fue la frase más larga y con sentido que pudo articular aquel
día, hacia el final del cual nos abandonó para reunirse con Dios, dejándonos a
todos con el ánimo perturbado por sus crípticas revelaciones y tristes por su
pérdida.
A la mañana siguiente celebramos misa por él y dimos cristiana
sepultura a su cuerpo con todos los honores de un cruzado que había muerto
sirviendo al rey y a la fe verdadera. Su cuerpo fue amortajado con uniforme
de gala de la Orden del Hospital y enterrado en el cementerio del Krak de los
Caballeros.
Decidí que no había nada más que pudiera hacer allí, de modo que me
preparé para retornar a San Juan de Acre y si el rey no estaba, adonde hiciera
falta para darle la noticia y ponerme a su servicio.
Como los hospitalarios patrullaban una amplia zona constantemente,
me ofrecieron acompañarme un buen trecho. Así partí del Krak junto a seis
caballeros que me dejaron en Trípoli. Desde allí bajé hasta Acre y una sola
idea anidó en mi cabeza todo ese tiempo: cumplir la promesa de vengar a mi
padre.

* * *

Una vez de regreso a Acre todo ocurrió muy deprisa. Llegué al cuartel
templario y al relatarles lo ocurrido me preguntaron si sabía escribir y me
pidieron que redactara un informe para el rey. Se hallaba de nuevo en Jaffa o
por los alrededores. Luego les pregunté por Hunfredo y me dijeron que iba y
venía, pero que en aquel momento estaba en Acre y él podría darme
instrucciones. No sabían dónde se alojaba, pero yo sí.
Fui a mi casa y nada más abrir la puerta supe que Hunfredo había
estado haciendo de las suyas. Había unos cuantos muebles más, bastante
lujosos. Unas alfombras persas muy caras en el suelo que iban a juego con las
cortinas me impresionaron aún más que los muebles, pero lo que acabó de
pasmarme fue ver salir de mi habitación a Hunfredo, bostezando y con una
copa de vino en la mano. Tenía ojeras y aspecto de estar recuperándose de
toda suerte de excesos. No parecía el mismo. Hasta aquella fecha, siempre me
había mostrado su faceta de repulido y amante del orden. Se me figuró que él
también necesitaría ahogar las penas de vez en cuando, sobre todo si era
incapaz de comunicarse con su amada Isabel.
Me saludó con un gruñido y se refrescó la cara con agua para
espabilarse. No dio muestras de avergonzarse por su estado, y yo tampoco se
lo afeé.
–¡Vaya horas de aparecer! –dijo al fin.
–Es media tarde –le informé.
–¿De verdad? No debería serlo –tomó una copa en la que aún había
vino y la apuró–. Es lo mejor para la resaca –me aseguró.
Tardó un rato en recuperarse y al fin pudimos hablar.
–Siento mucho lo de tu padre. Recibimos el despacho y nos apenó
confirmar que era él. Un hombre valiente y leal como pocos –se le escapó un
suspiro–. Supongo que si has regresado es que ha muerto –asentí con la
cabeza y se detuvo un momento para reflexionar–. Por desgracia actuó muy
rápido y no nos informó de los pasos que daba, así que no sabemos qué
descubrió. ¿Te contó algo nuevo, cualquier cosa que pueda servirnos de
indicio?
Le narré con detalle todo lo ocurrido, especialmente las últimas
palabras de padre.
–Así que las únicas pistas son éstas y puede tratarse de alucinaciones
–concluí.
–No parece tener mucho sentido –reflexionó Hunfredo–. Alguien
capaz de invocar el mismísimo infierno, los «bebedores» según tu padre. Y
esos nombres, Ibn Khallikan, Abú Alí… ¿De quiénes puede tratarse? Si tan
sólo supiéramos eso…
–Es que lo sabemos, al menos uno de ellos –me miró sorprendido, así
que continué–. Abú Alí es un afamado comerciante, uno de los más ricos. Es
un hombre inteligente, atrevido y aventurero. Podría vivir en un palacio en
Bagdad, pero prefiere seguir viajando y atendiendo sus negocios
personalmente. Mi padre, que en paz descanse, hizo tratos con él muchas
veces. Posee varios barcos en Basora y éstos le traen mercancías preciosas y
exóticas, de un valor incalculable y que proceden de tierras muy lejanas.
También es dueño de una casa en Damasco y sé que le tratan con cordialidad
desde el sultán hasta el propio califa.
–Vaya, todo un tipo importante.
–Y muy amigo de padre. Éste le presentó a ricos mercaderes
occidentales cuando Abú Alí estuvo una temporada en Egipto. Desde
entonces nos dedicábamos a ejercerle de intermediarios. Sus barcos traían
mercancías hasta Basora, las caravanas las hacían llegar a Damasco y desde
allí nuestra gente se ocupaba de llevarlas a Europa. Todos ganábamos mucho
dinero con eso. Cuando acabe la guerra supongo que volveremos a hacerlo –
miré alrededor y añadí–: Esta casa no es la única propiedad de la familia en
Ultramar. Seguramente padre la compró para pasar más desapercibido.
Hunfredo rumiaba algo, porque de repente dio un vuelco a la
conversación.
–Perdona que te lo pregunte. Ya sé que puede ser poco delicado, pero
ahora me doy cuenta de que no se me había ocurrido antes –carraspeó un
poco y luego preguntó–: ¿Sois nobles, muy ricos o algo así?
–De familia noble, pero padre era bastardo y se fue para buscarse la
vida. Casó con una mujer adinerada y se dedicó al comercio. Ahora somos
muy ricos –para confirmarlo me levanté la sobrecota y la cota de malla, que
aún no había tenido tiempo de quitarme, cogí una pequeña bolsa y derramé su
contenido sobre la mesa–. Hay que viajar bien preparado.
Hunfredo se quedó con la mirada fija sobre las esmeraldas, diamantes
y rubíes y finalmente dio un largo silbido.
–Supongo que llevas otra bolsa con calderilla para cuando vas a
comprar el pan –bromeó–. Bueno, el caso es que lo preguntaba por lo
siguiente: en una ocasión un comerciante degolló a otro muy acaudalado
fingiendo que era obra de unos bandidos. Luego fue a reclamar a sus
herederos una importante cantidad que se le debía. Al final se descubrió la
maniobra: lo había matado justo después de cobrar y así pretendía hacerlo
dos veces.
–Tranquilo; no le debemos nada a Alí en estos momentos, estoy
seguro de eso. Además, siempre le pagábamos en el momento de recibir las
mercancías. Por otra parte, antes de morir padre se refirió a él como su
amigo.
–¿Tan convencido estás para descartar a Abú Alí como inductor de la
muerte de tu padre? –insistió Hunfredo–. Piénsalo detenidamente: un
desquite por cuestiones de negocios, por una ofensa o una discusión…
–Nada que yo sepa. Padre no tenía enemigos; siempre trataba muy
bien a todo el mundo y era muy convincente en los negocios. Le gustaba
dejar a todos contentos, incluso a quienes compraba, para asegurarse tratos
futuros y que le ofrecieran primero las mejores mercancías. Además… –me
estremecí–. Tendrías que haber visto su cuerpo. Ningún ser humano, por
mucho que se ensañara, podría causar tal devastación. Los sicarios prefieren
la flecha o el puñal.
–Bueno, solo quería ir descartando posibilidades. A menudo la gente
aprovecha las guerras para hacer negocios sucios o zanjar de modo cruel
rencillas personales. Supongo que la única opción que nos queda es pensar
que d’Artois averiguó algo. Algo terrible y que le llevó a la muerte.
Seguimos discutiendo durante un rato, pero cada vez era más evidente
que teníamos una única posibilidad: ir a Damasco y hablar con Abú Alí.
Padre había dicho claramente que el tal Ibn Khallikan era amigo de este
mercader, así que con un poco de suerte alguno de los dos podría
suministrarnos información.
Hunfredo no podía viajar a Damasco y se resistía a admitir que fuera
yo solo. Le dije que lo consultara con el rey, pero admitió a regañadientes
que Ricardo aprobaría cualquier disparate que sonara a gesta valerosa de uno
de sus hombres.
–Pues entonces, si no tienes nada más que decir, partiré hacia
Damasco mañana al salir el sol –afirmé, muy convencido.
–Es una locura… –objetó Hunfredo–. Damasco es una ciudad
complicada, no uno de esos bucólicos pueblecitos egipcios. Allí ha instalado
Saladino su corte, y con las idas y venidas que provoca esta guerra puedes
encontrarte con cualquier cosa. No sé como estará el ambiente, y a la menor
sospecha de que eres cristiano tu cabeza correrá serio peligro.
–No es tan grave; recuerda que toda mi vida ha transcurrido entre
musulmanes. Sé desenvolverme bien entre ellos.
–Pero puedes encontrarte en medio de una conspiración –Hunfredo
seguía planteando inconvenientes–. Según las noticias de que dispongo hay
varios hombres de Saladino que saldrían muy beneficiados con su muerte. El
propio califa recela del prestigio del sultán, que amenaza con eclipsarle.
Algunos cortesanos están aprovechando para envenenar los oídos del califa y
hacerle creer que si Saladino vence esta guerra luego irá a Bagdad a quitarle
el trono, y si pierde entonces serán los cristianos quienes lo hagan.
–¡Eso es absurdo! –exclamé–. Todo el mundo en Egipto sabe que
Saladino es fiel al califa…
–Excepto el califa de Bagdad –me interrumpió Hunfredo.
–Y aquí hasta el último soldado está convencido que la cruzada ha
encallado y será un milagro si llegamos tan siquiera a Jerusalén…
–En Bagdad, hasta el último soldado teme que lleguemos a las puertas
de la ciudad –me interrumpió de nuevo–. Mira, las cosas se ven de un modo
muy distinto desde uno u otro bando. Tú y yo sabemos que nuestro ejército
jamás llegaría a las puertas de Bagdad y que bastante suerte tuvimos de tomar
Acre y vencer en Arsuf. Actualmente no nos atrevemos ni a adentrarnos un
día de camino lejos de la costa y sería impensable que hiciéramos algo más
de lo que ya hemos logrado.
»Ahora trata de verlo a través de sus ojos: Saladino se convierte en un
general victorioso y es nombrado sultán de Egipto, tras lo cual logra
importantes conquistas. El Califato Abasí es más fuerte y poderoso que
nunca. De repente aparece por el mar un puñado de galeras y Acre, ciudad
protegida por el ejército de Saladino, cae en manos cristianas. Después de eso
se reúne un importante ejército, con levas procedentes de muchas partes del
califato. Escogen el lugar y el momento de la batalla… y pierden –iba
acompañando sus explicaciones con gestos dramáticos en todo momento, y
entonando como si fuera un juglar–. Su mejor general y su más poderoso
ejército son repetidamente derrotados. Corre la voz de que en Arsuf la
infantería desertó, aterrorizada por esa carga de hombres y caballos cubiertos
de brillantes armaduras y que los caballeros selyúcidas fueron incapaces de
contener tal torrente de acero en movimiento. Se habla de nuevo de la
invulnerabilidad de los francos, los hombres de metal a los que no matan las
flechas, los monstruos cristianos que sacrificaron a millares de
musulmanes…
–Hunfredo, creo que exageras. Recuerda que estuve allí.
–¿Acaso no vencimos?
–Sí, pero lo describes de un modo… No sé como decírtelo, pero a mí
me dio la impresión de que ganamos porque Dios se apiadó de nosotros.
–¡Ése es tu punto de vista! –clamó entusiasmado, apuntándome con el
dedo–. Pero para ellos somos un ejército que ha derrotado al mejor de los
suyos. Los soldados que estuvieron en Arsuf cuentan que ni las flechas ni las
espadas pueden atravesar nuestras cotas y armaduras, que no nos cansamos
jamás, que matamos a sus hombres por decenas de millares. El terror a una
invasión cristiana se extiende por tierras abasíes como nunca antes. Los
nobles aprovechan para exagerar los peligros y lograr que Saladino caiga en
desgracia. El pueblo pide que se detenga a los cristianos antes que entremos
en sus pueblos y los degollemos…
–Todo eso son exageraciones. Yo fui uno de que se ocuparon de
contar cadáveres, y en Arsuf las bajas fueron de centenares, no de millares.
Había tantos muertos nuestros como suyos, así que no somos indestructibles
ni nos dedicamos a pasar a cuchillo a la gente de los pueblos.
–Bueno, yo he visto a los nuestros dedicarse a la tarea de «limpiar»
plazas conquistadas unas cuantas veces –dijo con voz seria–. Lo que quiero
que comprendas es que está cundiendo el pánico. Los musulmanes recuerdan
las grandes matanzas de anteriores cruzadas y para empeorarlo Ricardo
también hizo de las suyas cuando tomó Acre. La gente tiene miedo y los
nobles quieren aprovecharlo para usurpar el poder. Ahora Saladino es débil.
Sus derrotas ante Ricardo lo han desprestigiado. Si vas a Damasco estarás en
el centro de todas las rencillas y conspiraciones. No conocerás a nadie ni
podrás confiar en nadie. Yo mismo, si estuviera allí, sólo me fiaría de
Saladino. Puede ser que te maten en la calle por tu condición de cristiano, o
que te torturen si descubren que eres agente del rey cristiano, o que te utilicen
en sus conspiraciones como un peón más.
–Asumiré el riesgo –dije con un suspiro–. Debo hacerlo. Es la única
manera de saber quién está detrás de esos rumores para acabar con el rey
Ricardo y quién causó la muerte de mi padre.
–Y de averiguar quién quiere matar a Saladino.
–¿De verdad crees que la conspiración consiste en liquidar a ambos?
Eso es lo que no acabo de entender. Matar a uno beneficia al otro. Pero ¿a
quién le traería cuenta quitar de en medio a los dos?
–Al califa, porque se deshace del peligro cristiano y ya no temerá que
Saladino le arrebate el puesto. A muchos nobles, que ascenderían de posición
a costa de los que son fieles al sultán. Y temo que a alguien más.
–¿Quién? –Era obvio que Hunfredo empezaba a asumir que no me
detendría y parecía dispuesto a confesarme algún secreto.
Le vi dudar un momento y luego fue a buscar una carta. Me la dio y
comprobé que estaba escrita en árabe culto, con esa caligrafía alargada propia
de las tierras orientales. Empecé a leerla, pero sólo era alguien que contaba
rumores e historias de rencillas entre altos cargos del sultanato.
–No veo qué importancia tiene…
–Lo interesante aparece al final –me señaló Hunfredo–. Procede de un
informador de confianza.
Antes de acabar, el texto se volvía cada vez más oscuro. Hablaba de
rumores de crímenes y conspiraciones y de alguien llamado «el Viejo».
Alguien que podía…
–¿Qué pone aquí? No lo entiendo –dije, tendiéndole la carta.
–El miedo es lo único que sacarás en claro de cualquiera que te hable
de ese terrible personaje –tomó la carta y leyó donde le señalaba–. Dice: «…
capaz de nublar las mentes de los hombres y hacerles cometer los más
brutales crímenes».
–¿A qué Viejo se refieren?
–No lo sé, aunque he oído mentarlo un par de veces –Hunfredo cruzó
los brazos y adoptó un semblante pensativo–. Siempre está relacionado con
hechicerías que enloquecen a los hombres y les convierten en animales
feroces. Se le atribuyen las peores fechorías, los actos más nefandos. No
estoy seguro de si es real o un mito, una leyenda oscura a la que achacan lo
inexplicable. Tal vez todos los crímenes horribles se adjudican por costumbre
al mismo personaje. Pero lo mejor de todo reside en la última frase –fijó sus
ojos en mí y sonrío malévolamente–. Creo que te va a encantar.
Acabé de leer y ciertamente allí había una referencia que perturbó mi
ánimo profundamente:
«No puedo decirte más, querido Hunfredo, salvo que cuides de no
cruzarte en el camino del Viejo ni de sus bebedores, esos lobos sedientos de
sangre humana».
–Bueno, ¿que te ha parecido? –preguntó Hunfredo para romper mi
silencio.
–Mi padre habló de los bebedores antes de morir. Dijo que podían
hacer aparecer el infierno en la Tierra, que eran capaces de invocarlo, de abrir
puertas…
Hunfredo se inclinó hacia adelante y me agarró el brazo.
–Si vas a Damasco no sólo te enfrentarás a una ciudad llena de
peligros –me advirtió, con preocupación– Si lo que afirman tu padre y ese
hombre es cierto, puede que en esta conspiración estén envueltas las fuerzas
demoníacas. «Bebedores, lobos sedientos de sangre humana». No sé qué
opinas tú de esto, pero yo creo que este asunto apesta a algo oscuro e infernal,
de fuera de este mundo…
En el fondo yo pensaba lo mismo, y más aún después de haber estado
junto al lecho de muerte de mi padre, pero traté de hacer de abogado del
Diablo, de aferrarme a la cordura:
–No estarás refiriéndote a los licántropos…
–¿Por qué no? –Hunfredo seguía poniendo cara de preocupación–.
Hay quienes acusan de padecer ese mal al propio Juan, el hermano de
Ricardo.
–Venga, Hunfredo, no intentes atemorizarme para que desista de
viajar a Damasco.
–A mí no me han hecho ninguna profecía desagradable al respecto –
concluyó, encogiéndose de hombros.
–No te pongas paternal, Hunfredo –era detestable cuando empleaba
ese tono, como si estuviera reprendiendo a un niño pequeño.
Decidí que ya tenía bastante de discusiones y la di por zanjada.
Hunfredo fue a ordenar que me preparasen un caballo y pertrechos para el
viaje y luego acudimos a cenar a una posada del barrio genovés. Estábamos
junto a una ventana y podíamos divisar la torre de las Moscas al otro lado del
puerto, y entre ella y nosotros una docena de galeras y bastantes
embarcaciones más pequeñas amarradas. Para mi sorpresa nos dieron a elegir
entre varios tipos distintos de comida y Hunfredo se empeñó en escoger entre
diversos vinos antes de decidir cuál beberíamos esa noche. El lugar me gustó
porque era más tranquilo que la mayoría, pero cuando me enteré del precio
entendí que no todo el mundo podría ir a comer allí. Hunfredo, en cambio,
parecía ser muy conocido por aquel lugar. Supongo que era un experto en
vivir bien y no puedo reprochárselo.
La verdad es que Acre cada vez parecía más un lugar de recreo para la
nobleza que la base de operaciones de una cruzada contra los infieles.
Conforme pasaban los días había más tabernas, más fiestas y más mujeres de
moral dudosa, aunque no sabía por qué las llamaban así, puesto que no
ofrecían lugar a dudas.
Al día siguiente partí hacia Damasco con las primeras luces del alba.
Tenía el corazón en un puño. Las historias de Hunfredo habían logrado
llenarme de temores. La sensación se asemejaba a la que pudo experimentar
uno de aquellos primeros cristianos que eran conducidos al circo con los
leones. Sabía que en Damasco sólo me aguardaban peligros, enemigos y que
no podría confiar en nadie. De todos modos debía hacer frente al riesgo,
averiguar lo que pudiera y, sobre todo, largarme de allí cuanto antes mejor. Y
eso haría, sin darles tiempo a mis presuntos enemigos para que urdieran sus
maquinaciones. Sí, esa era una buena idea; una visita lo más breve posible.
Con un poco de suerte, para Navidad estaría de vuelta en Acre.
Creo que ya comenté antes que no nací para profeta…
CAPÍTULO CUARTO: DAMASCO

Del viaje hasta Damasco prefiero no acordarme. En esa época del año
el mal tiempo crea un sinnúmero de problemas al viajero. Y aquél fue un
otoño realmente pésimo, preludio de un invierno aún peor. Las tormentas y
los vendavales me hicieron perder varios días, pero al menos tuvieron la
virtud de permitirme pasar desapercibido con mayor facilidad. La gente,
especialmente los campesinos, preguntan menos y ayudan más al viajero en
aprietos. Creo que en algunos momentos mi aspecto era lo suficientemente
lastimoso como para parecer apurado.
Los últimos días hubo una mejoría y llegué a Damasco con tiempo
fresco pero soleado. Las cercanías de la ciudad eran impresionantes.
Extramuros, todo Damasco estaba rodeado de jardines, bosques y canales.
Estos últimos se disponían de forma sumamente enrevesada. Un entorno tan
complejo había sido creado para complicar el asalto de un ejército. Sólo los
defensores de la ciudad conocían hasta el último recoveco y podían
aprovechar el terreno. Para un ejército invasor, acercarse a Damasco era
como entrar en un laberinto donde a veces resultaba factible cabalgar y otras,
debido al agua, los accidentes del terreno o los tupidos bosques, no se podía
pasar. Al menos tenía que reconocer que se trataba de la medida defensiva
más hermosa que hubiera contemplado nunca.
Aunque era invierno, los bosques y jardines lucían bajo el sol como
un collar de vida que rodeara la ciudad. En las tranquilas aguas de las
acequias se podían ver muchas aves, e incluso alguna pequeña embarcación
de recreo con gente paseando y admirando tanta belleza.
Los palmerales tenían el aspecto de pequeños oasis, rodeados de arena
y con lagos en medio. Los bosques eran grandes, espesos y alrededor de ellos
el camino serpenteaba entre pequeñas colinas, muy bajas. Éstas parecían más
bien montículos artificiales, seguramente dispuestos para preparar
emboscadas a los asaltantes.
Hubiera sido posible incluso perderse. Por suerte era una gran urbe y
en torno a ella pululaba una verdadera marea de gente entrando y saliendo,
por lo que me resultó fácil hallar el camino correcto.
A pesar de mis numerosos temores no tuve ninguna dificultad en
entrar. Tan sólo me topé con un par de guardias en la puerta, preocupados
únicamente en su propia charla. Ni tan siquiera miraban a la gente que
pasaba. En el interior vi algún que otro soldado más, pero parecían de paseo
más que otra cosa. No daba en absoluto la impresión de ser una ciudad
aterrorizada ante la inminente llegada del enemigo; más bien cabía
preguntarse si sus moradores sabían que el país estaba en guerra.
Ya en el corazón de Damasco, observé que distaba mucho de ser el
típico amontonamiento de viviendas que pugnaban unas con otras para
hacerse un sitio, como en el norte de África. El trazado de las calles tampoco
imitaba al informe laberinto de Fez o de Argel, y las fachadas de las casas
resultaban más lujosas. El suelo estaba empedrado y abundaban las macetas
con flores por todas partes, así como algunas fuentecillas donde las mujeres
acudían a recoger agua. Por detrás de algunas tapias bajas, que sin duda
daban a jardines interiores, asomaban las copas de diversos árboles. Reconocí
entre ellos palmeras datileras y naranjos. Esos patios debían de ser pequeñas
recreaciones de un oasis paradisíaco, al estilo de los que había visto en casas
de algunos amigos ricos en Egipto o los que cantaban los poetas andalusíes.
Casi todas las calles por las que pasé consistían en un gran zoco. La
cantidad de vendedores y mercancías era formidable. No me extrañaba que
padre tuviera tanta pasión por Damasco. Aunque la había visitado pocas
veces, siempre hablaba como si estuviera enamorado de ella. No era difícil
darse cuenta que se trataba de una ciudad muy rica, como tampoco que era un
cruce entre el occidente cristiano y el oriente plagado de refinamientos y
exquisiteces.
Podía ver productos de todas partes: de Bizancio, de Egipto, de
Europa y naturalmente los propios del califato. Pero también había allí esas
preciosas mercaderías de países remotos, dignas de un sibarita: telas tan
ligeras que semejaban flotar en el aire, con colores vivísimos; perfumes que
parecían narrar historias de bosques primigenios y feroces, de jardines
tranquilos a la vera de ríos lejanos o de montañas eternamente nevadas. Había
objetos de formas y colores sorprendentes, montones de sacos de las mejores
especias, alfombras cuyos dibujos mostraban una gracia y buen gusto
exquisitos, joyas finamente trabajadas, animales que no había visto nunca en
los mercados africanos… Me pasé un buen rato mirándolo todo y
lamentando, como buen comerciante que era, no poder dedicarme a los
negocios, pues sabía cuán fácilmente vendería en África o en Europa aquellas
maravillas.
Pero no sólo los mercados resultaban fascinadores. La ciudad en sí
misma y sus moradores también lo eran. Apreciaba un estilo diferente en los
edificios, en la manera de comportarse de los ciudadanos y en todo cuanto me
rodeaba. La gente parecía tener más tiempo para sí misma que en Damieta.
Había numerosos grupos de personas en el interior de locales abiertos o
sentadas sobre cojines en la calle. Charlaban animadamente mientras comían
o sencillamente tomaban el té. Observé que los vasos estaban ricamente
decorados y a veces el cristal exhibía vivos colores y las teteras eran enormes
objetos de metal, generalmente bronce o cobre, completamente trabajadas a
cincel con dibujos florales o arabescos. Por todas partes afloraba el lujo y una
forma de vida rebosante de pequeños placeres.
A los habitantes de Damasco se les veía tranquilos, aunque no exentos
de energía. Sorprendía la amabilidad de cualquiera con quien hablaba. Algo
que me agradó fue constatar que estaban acostumbrados al trato con
occidentales. Por todas partes me topé, escasos en número pero fáciles de
distinguir, con cristianos y judíos. Los cristianos en su mayoría debían de ser
bizantinos, pues Damasco estaba más cerca de ese país que de cualquier otro
de nuestra fe.
Tuve que ir preguntando para orientarme, pero finalmente pude llegar
a la casa de Abú Alí. Más bien debería decir a la parte de la ciudad que le
pertenecía, pues se trataba de un enorme edificio, de paredes altas y
pulcramente encaladas, con un espectacular jardín adosado.
Llamé a la puerta y al cabo de poco tiempo ésta se entreabrió, dejando
ver una gran verruga. Detrás de la verruga había una portentosa nariz y un
buen trecho más hacia atrás un viejo malcarado me preguntó qué me traía por
allí. El tono dejaba claro que quería decir: «¡Vete y no molestes!» Sin
embargo, hice caso omiso de su falta de cortesía y me presenté. Le pedí que
avisara a Abú Alí de mi presencia y le comunicara que traía noticias de mi
padre.
–¡Mi señor no está! –gruñó, al tiempo que cerraba de un portazo.
La grosería y el que me tratara como a un apestado me indignaron de
tal forma que sin pensarlo dos veces empecé a aporrear la puerta y gritar
exigiendo que abrieran. También dejé caer algo sobre cortarle el cuello y
cosas así. A mi alrededor la gente se detuvo a observar lo que ocurría.
Mi táctica surtió efecto porque volvieron a abrir la puerta. Por si acaso
no estaban de buen humor me aparté un paso. Esta vez apareció un hombre
de mediana edad, corpulento y bien vestido, que me miraba con cara de
estupefacción.
–¿Qué ocurre? ¿Qué modales son ésos? –acertó a decir–. ¿Por qué
creéis necesario organizar semejante escándalo?
–¿Modales? –me exasperé–. Vengo desde Acre a traer noticias a
vuestro señor y solicitar su hospitalidad y me cerráis la puerta ante las narices
como si fuera un ladrón o un leproso. ¿Quién necesita lecciones de
urbanidad? –intenté calmarme un poco para seguir hablando–. Soy Marc
d’Artois. Mi padre vino a ver a vuestro señor hace un tiempo. Después de eso
fue horriblemente torturado y finalmente falleció. Quiero hablar con Alí para
que me diga qué estaba haciendo mi padre, qué fue lo que le ocurrió.
Turbado, el hombre se presentó como el encargado de la hacienda en
ausencia de Alí y me dijo que se llamaba Abdazzahir. Me invitó a entrar y
puso mi caballo al cuidado de un joven sirviente. Después me llevó a través
de varias estancias hasta lo que parecía un gran comedor. Allí quiso saber
más detalles sobre las noticias que le traía y también del problema que había
tenido en la puerta.
–Debéis perdonar al viejo Murad. Está un poco desequilibrado y a
menudo no hace las cosas como debiera –me explicó cortésmente–. Me
aseguraré de que no vuelva a ocuparse de atender a las visitas. Ahora si me lo
permitís, y en ausencia de mi señor Abú Alí, quisiera ofreceros una bebida.
Dio unas palmadas y al momento entró una joven esclava con una
bandeja de plata que contenía dos servicios de té y una tetera, todo ello
también de plata.
Me satisfizo el detalle, porque ser invitado a tomar el té en casa de un
musulmán significaba que eras bien recibido y que te ofrecían su
hospitalidad. Para mi sorpresa, lo que manó de aquella tetera no era el líquido
que yo esperaba, sino una cosa ligera como el agua pero completamente
negra, con un aroma intenso y agradable.
Me ofrecieron una taza y me la llevé a los labios. El sabor era muy
original, pero no pude evitar una mueca ante lo amargo que resultaba.
Abdazzahir se dio cuenta y compuso una expresión de disculpa.
–¡Oh, lo siento! Hay a quienes no agrada el sabor del café sin añadirle
un poco de sal índica –se excusó, al tiempo que cogía un pequeño tarro y me
lo ofrecía.
–No creo que salarlo ayude a que sepa mejor –repuse, observando con
ciertas dudas el contenido del recipiente. Abdazzahir sonrió al oír mis
palabras.
–La sal índica no es salada; sirve para endulzar –me explicó
tranquilamente–. Debe su nombre al aspecto del producto y a su procedencia,
pero ya veréis, probad un poco…
Con una cucharilla me ofreció una pequeña cantidad de sal índica. La
paladeé con precaución y descubrí que era la cosa más dulce y sabrosa que
jamás me hubiera llevado a la boca. Convencido, me puse un poco de aquello
tan original en el café y estuve un rato deleitándome con el resultado. Me
parecía increíble que algo tan delicioso no fuera conocido en todo el mundo
civilizado, y así se lo hice saber a Abdazzahir.
–¡Pues claro que es conocido en todo el mundo civilizado –me
respondió, tras soltar una carcajada–, pero vos venís del Mediterráneo!
Y así estuvimos platicando durante un rato de buen humor. Parecía un
tipo excelente y me recordaba un poco en sus maneras al propio Abú Alí.
Finalmente me ofreció acomodarme en la casa a la espera del regreso de su
señor, que tardaría a lo sumo un par de días. Me pareció excesivo aceptar;
además, no quería estar controlado y estimé más conveniente declinar su
ofrecimiento. Le expliqué que tenía otros asuntos que resolver en Damasco y
nos despedimos.
Como Abdazzahir me había confesado que no conocía a nadie
llamado Ibn Khallikan, me dispuse a buscarlo por mi cuenta. A la tarde aún le
restaban unas horas hasta que empezara a oscurecer y decidí aprovecharlas.
Cuanto antes cumpliera mi misión en Damasco, mejor para mí. Ya tendría
tiempo cuando acabara la guerra de volver para disfrutar de tan maravilloso
lugar.
La verdad es que empezaba a estar harto de pasear por la ciudad con
el caballo asido de las riendas mientras preguntaba a todo el mundo. Me urgía
hallar un lugar donde dejar el animal, así que al ver una cuadra me dirigí
hacia allí. Estaba la gente muy atareada, pues al parecer hubo un incendio en
la casa vecina unos días antes que también les había afectado. Varios se
afanaban en reforzar la pared colindante con la vivienda quemada, pues
algunas grietas en ella no presagiaban nada bueno.
Me acerqué a un hombre bajito que llevaba un mandil de cuero y
parecía mandar a los mozos. Se presentó como al-Faiz y ciertamente era el
jefe. Me dijo que aparte de cuidar el caballo podía ofrecerme alojamiento
también a mí, si me conformaba con un pequeño cuarto sobre las
caballerizas. Fuimos a verlo y me pareció suficiente. Acto seguido el hombre
también se ofreció a darme de comer y como aún era temprano y corría el
riesgo de que le respondiera con una negativa, en lugar de preguntar me fue
empujando hasta la parte de la casa donde servían comidas. Como el viaje
había sido largo y agotador y me estaba llegando olor a estofado de cordero,
le dejé hacer.
Así repuse fuerzas y en la mesa, junto a otros parroquianos, pude
enterarme de algunas noticias locales. Quién era infiel, quién había huido con
los soldados persiguiéndole tras una riña que acabó con un muerto, quién
había ganado una gran apuesta en las carreras… En fin, ese tipo de temas.
Hay que ver cuánto habla la gente delante de un estofado de cordero a la
menta, con verduras y cardamomo.
Cuando supieron que venía de Acre se mostraron interesados por
conocer noticias de la guerra. Como me hacía pasar por mercader egipcio no
les conté nada de Arsuf. Me limité a explicar la situación actual, con los
ejércitos mirándose de cerca sin que nadie se atreviera a golpear primero.
Para mi sorpresa todos los contertulios se mostraban bastante pesimistas
respecto al resultado.
–Saladino ha perdido su buena estrella –decía uno de ellos–. Si no es
capaz de derrotar a los infieles está acabado. Cualquier día su cabeza rodará
por el suelo y tendremos un nuevo sultán.
–No creo que esté acabado –repuse yo–. Mantiene al-Kadisiya y si los
romanos no pueden tomar la ciudad se irán con el rabo entre piernas. Para
ellos la guerra sólo tiene sentido si recuperan la ciudad santa.
–¡Pero si no hay quien detenga a esos rumis! –respondió otro
hombre–. Sabed que van cubiertos de acero de pies a cabeza, no les dañan las
flechas ni las espadas –bajó la voz y llevó la cabeza al centro de la mesa
como si fuera a explicar algo terrible. Los demás le siguieron el juego y
también se acercaron. Por mi parte tironeé un poco de las mangas para evitar
que asomara la cota de malla que llevaba debajo–. Conozco a un joven que
acaba de volver de allí y me contó que en la batalla vio a un rumi que había
perdido la cabeza y seguía luchando.
–Sí, sí, es cierto –replicó enseguida otro–. Mi sobrino me contó que
en el asalto a Acre contempló a varios francos sobre los cuales caía aceite
hirviendo, pero siguieron escalando las murallas y mataron a muchos
hombres. ¡A los infieles les da fuerza el propio Satanás!
–Creo que esos jóvenes han regresado con ganas de presumir y de
hacerse los héroes –contesté, sin poderme contener ante tantos disparates–.
En los días que he estado atravesando tierras conquistadas por los francos he
visto a muchos de ellos, y no son distintos de vosotros o de mí, salvo por las
vestimentas y el color de la piel –esta vez agradecí ciertamente estar tan
moreno–. En Acre, por ejemplo, yacen muchos hombres heridos en las
batallas y se reponen tan lentamente como cualquier hijo de vecino. No he
visto ninguno más fuerte o más fiero. Además, si fueran invencibles el
ejército del sultán no les hubiera detenido todas estas semanas. Ni tan
siquiera se atreven a acercarse a al-Kadisiya.
–Ojalá tengáis razón, pero si las cosas siguen así no me extrañaría ver
toda la costa en manos de los infieles. Y si se hacen fuertes en al-Kadisiya,
luego no habrá quien les detenga. Se atreverán a cruzar el Sinaí para
conquistar Misr y a subir por el mar de Galilea hasta Dimask[2].
La conversación siguió un buen rato en este sentido y me sorprendió
ver cuán poco sabían de lo que ocurría realmente. Creían que el ejército
cruzado tenía más de cien mil hombres, que apenas sufría bajas en las batallas
y que cualquier día podía presentarse ante las puertas de Damasco. Al parecer
Hunfredo tenía razón en gran parte, pero yo sólo podía atribuir las
preocupaciones de esa gente a su desconocimiento. Si al fin y al cabo en el
lado cristiano se estaba hablando de retirarse o de firmar un tratado de paz
porque no se atrevían con Jerusalén, entonces era imposible que Damasco
corriese ningún riesgo. Pero claro, un arriero, un herrero, un curtidor de cuero
y un campesino, que tales eran los oficios de mis contertulianos, no tenían
idea de las cuitas del rey Ricardo ni de los afanes diplomáticos de Hunfredo
IV de Torón.
Acabada la cena nos sirvieron un té caliente. Sabía a flores y a madera
de sándalo. Era riquísimo, pero eché en falta ese líquido negro y amargo que
había descubierto por la tarde.

* * *

Cuando le pagué a al-Faiz se me ocurrió preguntarle si conocía a un


sabio llamado Ibn Khallikan con quien tenía que hablar. Pensé que como
recibía a tanta gente en su negocio podría haber oído noticias de él.
–¿Ibn Khallikan? –me miró entre sorprendido y divertido–. ¿Queréis
hablar con Ibn Khallikan? Pues deberéis buscar sus cenizas entre lo que
queda de su casa –señaló hacia la izquierda con su pulgar–. Y si lográis que
os dirija la palabra podéis pedirle a ese maldito brujo que me pague los
desperfectos. ¿Sabéis lo que me va a costar arreglar la pared? Toda la vida
soportando el tufo nauseabundo que exhalaba su guarida, los ruidos y mil
clases de molestias, y cuando decide morirse casi consigue llevarse mi hogar
y mi negocio por delante. ¡Menudo pájaro, ese Ibn Khallikan! Un centenar de
hombres echando cubos de agua no pudo detener el incendio. ¡A saber qué
puso esta vez en su «horno de las maravillas»!–yo intentaba meter baza, pero
ante la verborrea del hombre me sentía como si tratara de empujar el mar con
mis brazos para que retrocediese–. Tampoco sería justo si no reconociese que
el viejo Ibn Khallikan nunca se negaba a echar una mano cuando hacía falta,
a preparar una pomada o un bebedizo cuando alguien caía enfermo. A los
pobres les daba ungüentos y medicinas sin cobrarles, mas ¿no podía morirse
de un modo más normal?
–Pero ¿cómo ocurrió y cuando? –logré preguntar al fin, sin salir de mi
asombro. ¡Me hospedaba justo al lado del objeto de mi búsqueda, en una urbe
tan extensa como Damasco! Aquellas casualidades no sucedían en la vida
real. Quizá algún santo había dejado por un momento de alabar al Altísimo y
se ocupaba de auxiliar a un mísero mortal como yo.
–Pues hará dos noches, sin contar ésta. Y el cómo, Alá piadoso y
apiadable me permita olvidarlo… –pareció que le sacudía un escalofrío al
recordar.
–Sí, sí, Alá misericordioso se apiade de nosotros, pero no lo olvidéis
ahora y contadme cómo sucedió todo –dije, mientras le obligaba a sentarse y
pedía a un sirviente que nos trajera una jarra de cerveza.
Puso ciertos reparos, y me miró con cara de reproche. No hay que
olvidar que su religión les prohíbe el alcohol, pero una moneda de plata que
cayó tintineando sobre la piedra del mostrador le alegró el semblante e hizo
aparecer en el acto una magnífica cerveza para cada uno. Mi entusiasta
informador no le hizo ascos al pecaminoso líquido. Al fin y al cabo, por muy
musulmanes que fuesen, en la lejana al-Ándalus los poetas se atrevían a
escribir poesías báquicas.
–Bueno, bueno –el hombre empezó a recordar después de un largo
trago–. Dio la casualidad de que estaba todavía desvelado, pues el jaleo de
antes en la puerta me había despertado y no había logrado conciliar el sueño
todavía cuando se oyó ese ruido, a eso de medianoche…
–Un momento, vayamos por partes –le interrumpí–. ¿Qué jaleo,
cuándo y en qué puerta? No olvidéis que yo no estaba; es la primera noticia
que tengo.
–¡Oh, eso! Pues veréis, me había metido muy temprano en la cama
porque estaba cansado. Al cabo de un rato, no sé cuándo, me despertaron
unos gritos y unos golpes en la calle. Asomé la cabeza para ver de qué se
trataba, pues este barrio es muy tranquilo. Vi a un hombre de aspecto terrible
que aporreaba la puerta del viejo Ibn Khallikan. Parecía muy enfadado y
gritaba como un energúmeno.
–Ese hombre que habéis mencionado –le interrumpí–, ¿sabéis cómo
se llamaba? ¿Qué aspecto tenía?
– Era alto y recio, con el cabello largo y recogido en una coleta. Debía
de tener unos treinta o treinta y cinco años y me pareció que le faltaba la oreja
derecha. Su acento era del norte. No sé cuál sería su nombre. Le rogué que se
callara y nos dejara dormir y ni se molestó en mirarme. Al final Ibn Khallikan
bajó y abrió una pequeña mirilla que tenía en su puerta. Le gustaba mucho
hacerse el interesante, ya se sabe cómo son los brujos. No sé qué le dijo al
hombre de la calle, pero éste se enfadó aún más y aporreó con frenesí su
puerta. Finalmente Ibn Khallikan le abrió. Parecía querer aplacarle y se
mostraba servil, aunque os aseguro que ese viejo era arrogante por naturaleza.
»Vi que conversaban durante un rato y el visitante pareció calmarse.
Al final entraron ambos en la casa y yo me volví a la cama –se detuvo para
tomar un nuevo trago con mucha calma y a punto estuve de arrancarle la jarra
de las manos para que siguiera hablando–. La verdad es que todo ese jaleo me
había desvelado y empecé a dar vueltas en el lecho. No sé cuanto tiempo
pasó, pero seguro que fueron muchas horas. Yo tengo eso, si me despiertan
me cuesta enormemente volver a dormirme. Entonces se oyó ese descomunal
trueno. ¿Tú lo sentiste, chico? –preguntó al sirviente que zascandileaba cerca
de nosotros.
Era un joven enclenque a quien la naturaleza castigaba con una cara
llena de abultados granos rojizos. Había estado limpiando el suelo con brío a
nuestro lado y parecía tener ganas de acabar para irse a su casa. Al oír la
pregunta se limitó a responder afirmativamente con la cabeza.
–Pues este rapaz vive a varias calles de distancia. El estruendo me
propinó tal sobresalto que el corazón empezó a palpitarme con frenesí. El aire
circulaba tan precipitadamente por mis venas que si hubiera pinchado una
habría salido un huracán. Mi esposa se despertó con tal susto que se puso a
llorar. Los caballos estaban frenéticos y relinchaban y trataban de escapar.
Todo el barrio se había despertado y salía a la calle a ver qué ocurría.
Distinguí al carpintero Fezdak y a su mujer. Ambos estaban aterrorizados y
se abrazaban con caras de estupor. Y también reconocí a…
–Bueno, ya entiendo que todo el mundo estaba muy asustado, pero
¿qué hicisteis a continuación?
–Pues lo mismo que todos. Después de bajar a calmar a los caballos vi
la casa de Ibn Khallikan en llamas por los cuatro costados. Hice salir a toda
mi familia y ayudé a la gente que sacaba agua de la fuente para arrojarla al
incendio. Logramos que el fuego no pasara a las viviendas colindantes, pero
fue imposible salvar nada del vecino. Por la mañana los soldados estuvieron
hurgando entre los restos y al parecer hallaron los huesos calcinados del
viejo. Entre los vecinos nadie se explica qué pudo ocurrir. Ese anciano era al
parecer alguien importante. Uno de esos hombres que se pasan la vida entre
libros. Sabía muchos idiomas y a menudo recibía a extranjeros. También iban
a verle de vez en cuando los comerciantes para hacerle consultas cuando
había dudas sobre la composición o la pureza de algún producto. Él los
llevaba a su taller, sometía el material a pruebas con líquidos diversos y
decidía sobre su naturaleza. Debía de ser una autoridad en la materia, pues
nadie dudaba de sus juicios.
–De manera que se trataba de un alquimista… –le sugerí.
–Sí, así es como le llamaban. Yo prefiero decir brujo, que se entiende
mejor.
–La casa que he visto al llegar no sólo está quemada; parece como si
hubieran echado abajo la fachada. ¿Acaso no podían entrar después del
incendio y tuvieron que derribarla?
–Oh, no; cuando salimos a la calle ya estaba así. Pensad que ese
trueno increíble hizo temblar mi propio hogar hasta los cimientos y agrietó
las paredes laterales. Parecía como si hubiera querido reventar la casa en
todas direcciones. Os aseguro que era una sólida mansión de piedra. Además
estaba ese extraño hedor mefítico, un efluvio pestilente que impregnaba toda
la calle y que nunca había olido jamás con tanta intensidad.
–¿A qué hedía?
–Era el olor del azufre. Toda la calle olía a azufre y cenizas.
Esta vez fui yo quien sintió un escalofrío recorrerme la espalda.

* * *

Al día siguiente me desperté muy temprano. Había experimentado


una gran incomodidad durante toda la noche, como si la cercanía de esa casa
fuera un mal presagio. Bostecé, me vestí y salí al patio trasero a aligerar mi
cuerpo en la letrina. Mientras estaba allí, sumido en mis reflexiones, oí la voz
de la mujer avisándome que tenía el desayuno a punto.
Había un bullicio considerable en la casa, pues se marchaban unos
huéspedes y llegaban otros nuevos. Un hombre regateaba el precio de un
caballo en la cuadra y me acerqué para asegurarme de que ningún mozo le
estuviera vendiendo el mío.
Más tranquilo fui a por mi comida, que consistía en un gran tazón de
leche de cabra y una pasta redonda, aplanada, que parecía pan con miel o algo
por el estilo.
En cuanto terminé me dirigí a la casa de al lado para ver si había
alguna cosa que me diera una idea más exacta de lo ocurrido. Cuando estuve
allí comprendí que sería inútil. Aquello era un absoluto desastre. Lo que no
estaba quemado aparecía roto y todo revuelto, en medio de cenizas, vigas y
piedras caídas. Estuve un rato mirando, pero era evidente que acudir al lugar
donde habían sucedido los hechos para revolver entre los despojos serviría de
bien poco para sacar algo en claro. Por ejemplo esas tablas rotas, que
parecían parte de una caja. Tenían unos dibujos rarísimos pintados, como… o
sea que me recordaban… La verdad es que no se me ocurría nada a lo que se
pareciesen. Eran simplemente rayas en diferentes direcciones, cruzándose
entre sí y en algún caso formando un cuadrado u otra figura simple. Seguí
revolviendo y hallé una caja, casi entera, con exactamente los mismos
dibujos. Mientras la sostenía delante de mí apareció al-Faiz, que venía del
zoco cargado con un gran cesto de verduras.
–Esas cajas las recibió hace tiempo –me explicó–. Llegó una pequeña
caravana y algunos camellos iban cargados con ellas. Me llamó la atención
porque había muchos hombres armados.
Quedé pensativo unos momentos.
–¿Sabéis de dónde venían o quiénes eran? –se me había ocurrido la
posibilidad de que tuvieran algo que ver con lo que me interesaba, pero al-
Faiz respondió negativamente–. ¿Dijo Ibn Khallikan cuál era su contenido? –
otro gesto negativo con la cabeza. Me acerqué a él para mostrarle esos
curiosos dibujos–. ¿Sabéis qué son estas cosas que tienen pintadas?
–No sé, nunca he visto nada parecido –dicho esto dio la vuelta y fue a
su casa a entregar las verduras mientras silbaba una alegre tonada.
Yo me quedé revolviendo entre los escombros, pero solamente
conseguí acabar pareciendo un deshollinador cuando una viga que estaba
apoyada en lo alto de una pared cedió y al caer levantó una gran nube de
cenizas.
Decidí dejarlo y regresé a la fonda, entrando por la caballeriza. La
mujer de al-Faiz me vio y gritó. Su marido apareció enseguida con un gran
cuchillo en una mano y una enorme hortaliza, que sostenía como una porra,
en la otra.
–¡Fíjate en eso! –dijo la mujer, señalándome con un dedo tembloroso
como si yo fuera un monstruo–. ¡Nunca había visto tal cantidad de porquería
sobre una persona!
–Bueno, mujer, acuérdate de cuando hallaron a Fátima la loca
durmiendo sobre un charco de barro –respondió su marido.
–O de cuando Jamil resbaló sobre esa enorme boñiga de vaca –terció
el mozo de la cara castigada por la naturaleza.
–Y ¿qué me decís de cuando el viejo Yusuf se coló en el pozo negro?
–añadió un parroquiano.
–A mí sólo me ha caído encima ceniza de aquí al lado –intenté
excusarme–. Se desplomó una viga y..
–¡Nada de peros! –cortó tajantemente la mujer–. Ahora mismo vais a
lavaros de arriba abajo. De lo contrario hoy no comeréis. No voy a consentir
que algo tan sucio como vos se siente en mi mesa.
No hubo manera de convencerles que la suciedad y el hambre no
guardaban relación. Les dije que la lluvia del viaje ya me había mojado
suficiente para una buena temporada y que bastaba con sacudir un poco las
ropas para que aquello marchase, pues sólo era polvo. No hubo manera. Me
vi conducido a la fuerza ante un temible barreño lleno de agua. Por suerte
pude argumentar vergüenza de mostrar mis carnes ante ojos ajenos y logré
que me dejaran solo. Nada más hubiera faltado que me despojaran del jubón
y la camisa y apareciera debajo una cota de malla. Empezaba a creer que
llevarla en esas tierras podía ser un problema, pero después de Arsuf, donde
me había salvado la vida varias veces, no pensaba dejarla así como así.
Me la quité y la escondí debajo de toda la ropa por si entraba alguien
a destiempo. La verdad es que poder desprenderme de todo aquello fue un
verdadero respiro. La cota de malla es un gran invento, pero quien crea que
resulta cómoda, que pruebe a llevarla una semana seguida. Mi piel empezaba
a tener la textura de un estropajo usado y la ropa interior estaba macerada por
el roce con el metal. Mi hermosa camiseta de algodón del Nilo no duraría
mucho más, eso seguro.
Resultó un alivio poder dejar respirar la piel un rato y el agua me
refrescó notablemente. Luego traté de limpiar la cota, pero como en la
habitación no había arena ni nada parecido no pude hacerlo. Pensé en
sumergirla en el agua, pero no me pareció buena idea. Era una prenda
demasiado cara para arriesgarse a oxidarla. Tendría que esperar a estar en una
playa o un desierto; entonces sí podría restregarla en arena fina y seca hasta
dejarla reluciente como la plata.
Me puse una chilaba que llevaba en el equipaje y me dirigí al
comedor.
–Esto ya es otra cosa –dijo la mujer aprobatoriamente tras observarme
de arriba abajo–. Ahora ya empezáis a parecer una persona decente. Además
ganáis mucho con la chilaba; no deberíais dejaros impresionar por las modas
de Misr. Ese horrible jubón que llevabais, por ejemplo, os hacía parecer más
grueso y estabais siempre tieso con él, como si llevarais un peto de armadura
debajo. Ahora se os ve más natural, más suelto.
El resto de los parroquianos aprovechó para expresar su opinión y
pronto hubo unanimidad en censurar la moda y las costumbres egipcias, tan
artificiosas e incómodas. Por el contrario, todos coincidieron en que las ropas
y costumbres de Damasco y Bagdad eran más confortables y dignas. Visto el
sesgo de la conversación, desaparecí en cuanto pude.

* * *

A falta de nada mejor que hacer me dediqué a hablar con al-Faiz y


con cuantos vecinos hallé bien dispuestos sobre Ibn Khallikan y su vida.
Al parecer era un hombre que no se relacionaba demasiado con sus
vecinos, pero éstos le describían por lo general como bondadoso y sabio,
aunque un poco raro de carácter. Tenía muchos amigos lejanos, con los que
mantenía correspondencia y a veces recibía la visita de alguno de ellos. En
ocasiones Ibn Khallikan había contratado a alguien para que llevara un bulto
a Bagdad o para que le hiciera alguna otra gestión, y tras mucho insistir pude
averiguar quiénes eran estos recaderos. Gracias a ellos obtuve varios
nombres, pero no sabía si me iban a ser de utilidad. Parecía que las gentes
con quienes se relacionaba el fallecido anciano eran individuos importantes,
tal vez sabios o brujos alquimistas como él, y residían en Bagdad.
Supuse que era mejor informar de ello a Hunfredo cuando llegara el
momento, pues emprender un viaje a la distante Bagdad con tan escaso
motivo me parecía excesivo. De todos modos seguí hablando con todo el
mundo y a base de sonsacar, y de vez en cuando de soltar alguna moneda, iba
haciendo averiguaciones sobre la vida y las costumbres de Ibn Khallikan.
Hacia el final del día tuve un golpe de suerte. Cuando me dirigía de
nuevo a la posada me fijé en un hombre de aspecto desolado delante de la
casa incendiada. Tenía el aire triste de quien está ante una pérdida que le es
propia y no sólo contemplando la desgracia ajena. Sin pensarlo dos veces me
dirigí a él y comprobé que era alto y delgado, de edad un tanto avanzada.
Llevaba una cuidada perilla y vestía como una persona bien situada
económicamente. Le pregunté si conocía al viejo Ibn Khallikan. Como afirmó
que así era, le conduje a una casa de té cercana diciéndole que quería
invitarle. Receló un poco, pero un árabe no rechaza sin motivo una invitación
a tomar el té, por lo que supondría de ofensa.
No recuerdo exactamente la sarta de mentiras que inventé para
ganarme su confianza y simpatía, pero más o menos consistía en que había
viajado hasta Damasco para conocer al fallecido, debido a lo mucho y muy
bien que me habían hablado de él y a que deseaba contar con su
asesoramiento en diversos temas. El hombre pareció convencerse de que yo
iba de buena fe y sentía profundamente la muerte del anciano. Me dijo que se
llamaba Rashid. Era un viejo amigo de Ibn Khallikan, aunque últimamente le
veía poco. Al regresar de un viaje había recibido la triste noticia y había
acudido a ver la casa.
–Supongo que fue un accidente desafortunado –dije para tantearle–. A
lo mejor se olvidó algún fuego encendido y se quedó dormido.
–Tal vez –respondió escuetamente Rashid.
–Aunque a decir verdad he oído algunos comentarios, supongo que
rumores sin fundamento, sobre que esta trágica muerte podría no ser fortuita
–observaba atentamente su expresión. Rashid tenía la cabeza baja, la vista
concentrada en el vaso–. Me llamó especialmente la atención que hubiera
recibido una visita a altas horas de la noche, una visita un tanto siniestra
según me contaron.
Rashid levantó la mirada y la fijó en mí. Había dicho algo que
despertó sus sospechas.
–Fue pocas horas después de esta visita que su casa reventó, como si
un trueno la hubiera devorado por dentro, incendiando de paso todo cuanto
contenía.
–¿Sabéis cómo era ese hombre siniestro? –preguntó Rashid–. Tal vez
alguien observó si le faltaba una oreja…
No pude evitar dar un respingo.
–Así es –respondí, confirmando sus temores–. Ya me daba la
impresión que había algo oscuro en todo esto. Parece ser que Ibn Khallikan
no quería abrirle la puerta, pero el hombre insistió aporreándola y al final
logró que lo atendiera. Unas horas después la vida del anciano acabó de un
modo súbito.
–Os confesaré algo –susurró Rashid, acercándose y comprobando con
la mirada que nadie estuviera pendiente de nosotros–. Ibn Khallikan se
hallaba muy preocupado desde hacía tiempo. Había recibido un encargo.
Parece que estaba relacionado con sus investigaciones y que le iba a permitir
ganarse un buen puñado de monedas. Sin embargo, algo debió de torcerse
porque la última vez que le vi me contó que quería desentenderse de todo ese
asunto. Dijo que era un tema peligroso, terrible, que cuando pensaba en las
implicaciones que podía alcanzar prefería no haber sabido nada de ello.
También me contó que ese hombre sin oreja, Jazari creo que lo llamó, se
enfadó mucho al oírle afirmar que pretendía dejarlo todo. Al parecer llegó a
amenazarlo e Ibn Khallikan se lo tomaba muy en serio. Decía que era un
hombre poderoso y violento, que hablaba en nombre de alguien más
poderoso y violento todavía –hizo una pausa y tomó otro sorbo de té–.
Cuando me dieron la noticia de su muerte temí lo peor. Supongo que se negó
tajantemente a seguir adelante, fuera lo que fuese ese turbio asunto. Deduzco
que esa negativa le costó la vida.
–Eso mismo creo yo, pero no tengo ni idea de qué pueda ser ese
misterioso asunto. ¿Os confesó algo al respecto? ¿Qué temas estaba
investigando? ¿Qué le habían pedido?
–No quería contar nada sobre eso –movió la cabeza para reafirmar sus
palabras–. Sólo aseguraba que era algo demasiado oscuro, que acechaba en
todo ese asunto un peligro inmenso para los hombres. También me indicó que
ahora comprendía que había cosas que era mejor no saber, conocimientos que
deberían estar prohibidos porque ponían en juego fuerzas que tal vez no
supiéramos controlar.
–Da la impresión como si le asustaran las implicaciones de lo que
tenía entre manos.
–Estoy seguro de que le aterraban. Fue desde siempre un hombre
infinitamente curioso. Quería saberlo todo, experimentarlo todo. Antes no
hubiera aceptado la idea de que un conocimiento debiera estar prohibido. Sin
embargo, me reveló que tenía en sus manos la llave de un saber tan siniestro
que podía convertir el mundo en un infierno. También dijo que el hombre sin
oreja quería precisamente comprar esa llave y aprender a usarla.
«Y las llaves sirven para abrir puertas», pensé.
Era evidente que Rashid no quería continuar hablando de ese tema,
así que cambié para tratar de obtener algo más. Por desgracia poco podía
decirme que me fuera de utilidad, aunque al menos recordaba el nombre de
otro sabio, amigo de Ibn Khallikan, y que residía en Bagdad: Bektash al-
Fakrhi.
–A juzgar por el nombre parece mameluco –comenté.
–Creo que sí –respondió Rashid–, pero según Ibn Khallikan es un
hombre muy sabio y un gran amigo suyo. Parece que estudió en
Constantinopla y en Alejandría, entre otros sitios, y que es un gran experto en
las ciencias y artes de diferentes culturas.
Rashid dijo que tenía asuntos que atender, así que nos despedimos
cordialmente. Había obtenido bastante información, pero más que útil yo la
definiría como preocupante.

* * *

Me quedé en el local y pedí otro té. Quería reflexionar con calma


sobre todas mis averiguaciones, en las que se mezclaba lo humano (como el
misterioso hombre desorejado) y lo sobrenatural. También debía decidir si
volvía a la casa de Abú Alí, por si había regresado, o si ya no valía la pena
hablar con él. Lo que más me apetecía era concluir aquella misión, informar
al rey y planear el siguiente movimiento. Quizá Hunfredo hubiera dado con
algo de interés en sus idas y venidas y podríamos cotejar la información. Tal
como estaban las cosas, me parecía que si no surgía nada nuevo, la única
posibilidad restante sería acudir a Bagdad y tratar de hablar con Bektash al-
Fakrhi, con la esperanza que supiera algo de los asuntos secretos de su
fallecido amigo Ibn Khallikan.
Miré por la ventana y vi la gente paseando u ocupada en sus negocios.
Algunos niños jugaban a perseguirse o se peleaban con palos como si fueran
espadas. No pude evitar sonreír. ¡Quién tuviera tan sólo esas simples
preocupaciones! Un carretero blasfemaba para que su mula se dignara mover
las ancas, un poco más allá un mendigo pedía limosna y justo enfrente un par
de soldados hablaban con un hombre en la calle. Era uno de los mozos de
cuadra de al-Faiz y señalaba hacia mí.
Me levanté tranquilamente, pagué la consumición y pregunté si había
alguna otra salida del establecimiento.
–Claro que no –respondió huraño el hombre mientras guardaba la
moneda–. ¿Os creéis que esto es el palacio del sultán? Con una hay
suficiente.
Salí con un tranquilo paso rápido y decidí dar un paseo antes de
preocuparme por la comida. De reojo noté que los soldados venían en mi
dirección.
Como sabía que existía una mezquita en una calle cercana y aún no la
había visitado, decidí doblar una esquina para dirigirme hacia allí.
–¡Eh, tú, el egipcio! –gritó un soldado–. ¡Detente, en nombre del
sultán!
Súbitamente cambié de intención y en lugar de pasear decidí hacer
ejercicio; eché a correr como alma que llevara el diablo, apartando a la gente
a empellones cuando era menester.
–¡Detente! –gritaba el soldado–. ¡Detente, en nombre de Saladino!
Claro, era justo lo que pensaba hacer tan pronto como me hubiera
librado de ellos. Por desgracia aparecieron más soldados delante de mí y tuve
que meterme en una estrecha callejuela. Estaba abarrotada de gente y algunos
trataban de ayudar a los soldados intentando agarrarme, de modo que tenía
que huir y al mismo tiempo esquivar a los ciudadanos cooperadores con la
autoridad. Debido a ello iba perdiendo terreno y cada vez los soldados se
acercaban más.
Entonces aparecieron otros dos justo al final de la callejuela. ¿De
dónde salían tantos soldados si en varios días no había visto ninguno por las
calles de la ciudad? Acorralado como estaba me subí de un salto encima de
unas cajas de fruta y desde allí me encaramé al toldo de la frutería. Antes que
pudiera alcanzar el techo una lanza me acertó en la espalda. El impacto me
dejó sin aire en los pulmones, pero me recuperé y seguí escalando. Sin duda
mi querida cota de malla me había hecho otro gran servicio, pero el morado
esta vez sería fabuloso.
Llegué al techo e intenté recuperar el resuello, pero los soldados
también sabían trepar, pese a las maldiciones del frutero, que exigía que
alguien le pagara el destrozo de las cajas aplastadas.
Envié abajo al primer soldado de una patada en la cara y empecé a
correr saltando entre los tejados. Finalmente pude llegar al otro lado de la
manzana de casas. Una vez allí salté a la calle, pero me torcí un tobillo y
cuando me levanté apenas podía caminar. Tampoco era necesario tomarse la
molestia; aparecieron soldados por ambos lados de la calle y los del tejado
me alcanzaron y saltaron con mayor habilidad que la mía. Ahora estaba
rodeado de lanzas y espadas y era imposible huir. Al cabo de muy poco llegó
el soldado al que había propinado la patada. Al parecer era el jefe del grupo y
nada más verme me tumbó de un puñetazo.
Hubo una pequeña discusión sobre si me ejecutaban allí mismo por
haber golpeado a uno de los suyos. Prevaleció la cordura y el sentido del
deber y me llevaron con las manos atadas a la espalda hasta el palacio del
sultán.
Recibí unos cuantos golpes más por el camino y al llegar a palacio me
arrojaron en una mazmorra del sótano, donde aprovecharon para patearme un
poco después de desvalijarme y quitarme la cota de malla. Había quedado
molido y sólo la suerte quiso que no me rompieran algún hueso. Sentía la
cara hinchada y la sangre manaba de varias heridas en los labios, la ceja, la
mejilla… Las ratas olisquearon la sangre y se acercaron para ver si yo era
comestible. Tuve que dedicar un buen rato a pelearme con ellas a patadas
para mantenerlas alejadas. Por suerte aparecieron nuevos soldados que me
sacaron de allí y sin decir ni una palabra me llevaron por pasillos y cámaras
diversas. Las salas que cruzaba eran cada vez más grandes y hermosas, hasta
llegar a un patio interior rodeado de naranjos, en cuyo centro una fuente
mantenía en movimiento el agua de un largo estanque rectangular.
A un extremo del estanque, un hombre vestido de modo sencillo
reposaba sobre unos cojines mientras otros individuos le mostraban
documentos y discutían asuntos con él. Se trataba de un tipo delgado, de unos
cincuenta y cinco o sesenta años. Tenía un aspecto ligeramente enfermizo y
cansado, pero su rostro melancólico se iluminaba con una sonrisa
encantadora cada vez que se dirigía a alguien. Sus modales eran sosegados y
elegantes, y con tranquilidad iba escuchando a todo el mundo y resolviendo
sus dudas.
A falta de algo mejor que hacer estuve observándole mientras
despachaba y llegué a la conclusión que no podía ser otro que Al-Nasir Salah
ad-Din Yusuf ibn Ayyub, más conocido entre los cristianos como Saladino,
sultán de Egipto y dueño y señor de casi todo Oriente.
Cuando Saladino acabó con los otros asuntos los soldados avanzaron,
le hicieron una reverencia y a mí me arrojaron al suelo.
–He aquí al fisgón que merodeaba por la casa de Ibn Khallikan, mi
señor –le explicó el que mandaba–. Se resistió a ser detenido y descubrieron
que llevaba una cota de malla franca oculta bajo la ropa.
Saladino me estudió un rato sin decir nada. Luego empezó a
formularme preguntas sobre mi interés por el sabio. Traté de contarle la
misma historia que a Rashid, pero Saladino parecía más listo y, aunque no lo
dijo, veía en sus ojos que no me creía.
–Y esa cota de malla –preguntó el sultán–, ¿por qué llevas encima
algo así?
–Fue un capricho. Se la compré a un soldado franco en Acre y acabé
tomándole cariño –estaba claro que seguía sin convencerle.
–¿Por qué huías de mis soldados?
Eso ya lo había preguntado antes, así que repetí la respuesta.
–Tengo algunas deudas, mi señor. Creí que mis acreedores querían
meterme en la cárcel –el escepticismo del sultán crecía por momentos–.
Pensé en escapar y luego regresar para pagarlas. Así estaría en paz con todos.
Aquello iba de mal en peor. No sólo no me creía, sino que se estaba
cansando de escuchar mis patrañas. Finalmente puso cara de desilusión e hizo
un elegante gesto con la mano. Los soldados me empujaron y me llevaron
afuera. Esta vez parecían más divertidos que antes, a juzgar por los trompazos
que recibía por todo el cuerpo.
Al pasar por una gran sala nos cruzamos con un grupo de árabes. Uno
de ellos, una chica a juzgar por la voz, preguntó qué hacían conmigo.
–Vamos a torturarle durante dos o tres de días para que cese de
mentirle al sultán –le explicaron–. Y si no quiere volver a verle le mataremos
–el jefe de mi escolta me miró y añadió sonriendo–: poco a poco.
Logré girarme para ver quién había hablado, pues creí reconocer la
voz.
–¡Hunfredo, ayúdame! –grité desesperado.
–Esperad un momento –dijo, acercándose y mirándome mejor. Puso
cara de sorpresa al reconocerme–. ¡Marc! ¿Qué haces tú aquí? –volvió a
contemplarme como si no se lo creyera–. ¿Y todas esas heridas y esa sangre
y…?
–¡Esto va en serio! ¡Haz algo!
–Voy a hablar con el sultán –dijo a los soldados–. Aguardad, porque
tal vez os imparta nuevas órdenes.
Así que Hunfredo, cuando estaba con el enemigo, vestía como un
árabe y olía a perfumes caros. Bueno, a juzgar por los hombres que vi
despachando con Saladino y por el aspecto de éste, debía ser algo normal en
esos ambientes tan refinados.
–¡Los de fuera! –gritó un oficial desde la sala de al lado al cabo de un
rato–. Sí, vosotros, venid y traed esa comida para perros –esto último iba por
mí.
Entramos y esta vez Saladino y Hunfredo estaban sentados uno al
lado del otro, compartiendo un té. Hunfredo levantaba el meñique al sostener
la taza. Saladino no.
–Así que éste es el valiente espía de Ricardo Corazón de León –
murmuró Saladino con cara de desaprobación–. ¿Sabéis una cosa, Hunfredo?
Miente muy mal.
–Debéis perdonarle; es nuevo en el oficio –respondió Hunfredo. Ponía
cara de estar pasándoselo muy bien–. En realidad no teníamos nadie más de
quien echar mano. Hay pocos hombres en el ejército de la verdadera fe que
hablen árabe como un nativo y a esos pocos ya los conocéis. ¿Os imagináis
que Balián o yo mismo tratáramos de pasar desapercibidos entre los vuestros?
–Os comprendo, querido Hunfredo –replicó Saladino–. Cuando tengo
que enviaros espías también padezco el mismo problema. Hay pocos
creyentes en el Dios verdadero que sepan hablar vuestro idioma y no
conozcáis ya.
Mientras esos dos se divertían y bromeaban entre ellos, yo seguía
sangrando y un soldado me estaba clavando, cada vez con más fuerza, el
alfanje en los riñones.
–Así pues, espero que haya quedado claro que no había mala
intención de ningún tipo –al fin parecía que Hunfredo decidía hacer algo
bien–. Esa famosa conspiración de la que habíamos hablado tiene a Ricardo
preocupado. Por eso enviamos a este hombre a realizar algunas pesquisas.
Como vuestros agentes ya están sobre la pista, es innecesario que siga
trabajando en ello. Confío que si descubrís alguna amenaza contra mi señor
tengáis la amabilidad de hacérnoslo saber.
–Yo también espero lo mismo de vos –respondió Saladino– Sabed
que me tiene muy preocupado este asunto. Según mis informadores, Ibn
Khallikan se vanagloriaba de haber cerrado un trato con alguien muy
influyente. Decía que gracias a su descubrimiento habría tales cambios que
incluso los más poderosos caerían.
–Me temo que eso iba por vos –sugirió Hunfredo.
–Pero después tuvo miedo –continuó el sultán–. Intentó desentenderse
de todo el asunto y no se lo permitieron. Cuando mis hombres se aprestaban a
detenerlo llegó la noticia de su trágico final. Debéis saber que no se trataba
tan solo de habladurías de un viejo loco. Ese Ibn Khallikan era un gran
entendido en artes oscuras y tenía numerosos contactos, incluso en el
extranjero. La primera noticia de que participaba en esa confusa conspiración
contra el sultanato nos llegó de fuentes dignas de toda confianza –hizo una
pequeña pausa, como si pensara en algo–. Lo que no alcanzo a comprender es
cómo puede afectar todo esto a vuestro rey. Quienes conspiran contra mí
desean, precisamente, que Ricardo me derrote una vez más para
desacreditarme y que los visires y el pueblo me retiren su confianza.
–Ciertamente es un enigma –respondió Hunfredo–. Las mismas
consideraciones podría hacer respecto a nosotros. No se me ocurre de
cristiano alguno que pueda desear al mismo tiempo la caída de Ricardo y la
vuestra, pero sí de quienes anhelan lo uno o lo otro por separado. Conrado o
Balián desearían ver muerto a Ricardo, pero os prefieren a vos como sultán
porque saben que sois dialogante y ellos pretenden quedarse en Ultramar. Los
cruzados de fe más ardiente no participan en estas intrigas internas, pero en
cambio harían lo que fuese con tal de veros caer con la esperanza que eso
debilitase al sultanato.
–Es verdaderamente curioso que sólo estemos de acuerdo en temas
que conciernen a nuestros comunes enemigos y sin embargo no sepamos
quiénes son –bromeó Saladino–. Mientras tanto, lo único que podemos hacer
es seguir investigando y confiar en que la verdad salga a la luz. Me alegraría
que me informaseis de los pasos que vais dando en vuestras pesquisas, del
mismo modo que sabéis que yo os corresponderé.
–Entonces d’Artois y yo partiremos hoy mismo hacia Acre… –
Hunfredo hizo un amago de levantarse mientras hablaba.
–No tan deprisa –Saladino le detuvo con un gesto–. No he dicho que
se vaya a ir.
–Daba por entendido que…–objetó Hunfredo, sorprendido.
–Demasiadas cosas son las que dais por entendidas.
El cariz que estaba tomando la conversación no me gustaba.
–Del mismo modo que hasta ahora hemos colaborado pasándonos la
escasa información de que disponíamos, podemos seguir haciéndolo –
Hunfredo empezaba a verse apurado–. Sabed que con sumo placer os
notificaré todas nuestras diligencias al respecto, sin dilación, especialmente si
descubriéramos que la conspiración existe y amenaza vuestra vida o vuestro
reino.
–No lo pongo en duda –Saladino parecía un mar de tranquilidad,
como si hablara de cosas irrelevantes. En realidad así era, pues se trataba de
mi vida–. El problema es que ahora este joven es mi prisionero.
–Si se trata del rescate, yo mismo pagaré encantado la suma que
estipuléis como más conveniente.
–Lo que quiero decir es que prefiero librar al ejército del falso Dios de
sufrir de nuevo la tentación de enviarme un espía que sabe hacerse pasar
perfectamente por uno de mis súbditos –ahora era Saladino quien decidió
levantarse y después de él lo hizo de un salto Hunfredo–. ¡Odaliscas, acudid!
–exigió Saladino, dando unas palmadas.
Un grupo de hermosas jóvenes, vestidas, o casi, con livianos velos,
entró enseguida haciendo grandes reverencias a su señor, quien me señaló
con el dedo mientras decía:
–Coged esa cosa que huele a cristiano, curadla, lavadla, peinadla,
perfumadla, vestidla dignamente y luego me la volvéis a traer –dio nuevas
palmadas mientras las azuzaba–. ¡Vamos, niñas, no os durmáis! –de nuevo se
dirigió a Hunfredo–. Ahora jugaremos un poco al ajedrez mientras esperamos
la hora de la cena.
–Otra vez al ajedrez –se quejó Hunfredo–; siempre ganáis vos, señor.
Las mozas me liberaron de los soldados y me llevaron a una
habitación para bañarme mientras proferían exclamaciones de asco y se
tapaban la nariz.
Una vez dentro de la bañera me frotaron por todas partes sin mostrar
ningún pudor. Luego me ungieron con aceites y esencias, perfumaron mi
pelo, recortaron mis uñas y hasta me arreglaron las cejas. Fueron en vano
todos mis intentos de mantener la dignidad y acabé pareciendo un atabeg de
Bagdad.
Tampoco se olvidaron de curarme las heridas, pero sospeché que el
remedio podía ser poco eficaz cuando descubrí que escogieron los ungüentos
a aplicar para que su olor hiciera juego con el perfume. Al menos las vendas
servirían para algo, pues habían tapado las principales magulladuras que me
habían infligido los soldados.
Cuando terminaron examinaron su trabajo, o sea a mí, y se dieron por
satisfechas.
–Bueno, ya estás bien –dijo una de ellas, cruzando los brazos como si
hubiera acabado una dura faena–. Ya puedes presentarte ante el sultán.
–¿Desnudo? –pregunté, incrédulo.
–¡Oh, Alá tenga misericordia de nosotras! –alzó la vista al cielo–. ¡Se
me había olvidado! Chicas, deprisa, id a buscar ropas para que este cristiano
parezca un caballero.
Si escoger las pomadas les llevó mucho rato, ¿para qué comentar lo
que tardaron en elegirme la indumentaria? Empezaba a caer la noche cuando
terminaron y me llevaron de nuevo ante el sultán.
–¡Eso es trampa! –exclamó furioso Saladino. Confiaba que no
estuviera hablando de mí.
Cuando me acerqué vi que señalaba el tablero de ajedrez. Es ese juego
en que dos ejércitos se matan entre sí, pero no te salpica la sangre.
–Es una maniobra perfectamente normal en el campo de batalla –se
defendía Hunfredo.
–¡Cómo va a ser normal que los dos caballos me ataquen
simultáneamente! –rugía Saladino–. O me atacáis con uno o con otro, pero no
con los dos al mismo tiempo.
–Los cristianos siempre enviamos a la carga toda la caballería a la vez
–replicó Hunfredo, encogiéndose de hombros. Entonces reparó en mí–. Vaya,
observo una notable mejoría en tu aspecto y olor en general, querido
d’Artois. Las ropas quizá un poco anchas, pero adecuadas. En cuanto a los
cardenales, cicatrices y demás, ¡qué le vamos a hacer! Tendremos que esperar
que la madre naturaleza lleve a cabo las reparaciones oportunas.
–Antes daba la impresión de ser joven, pero ahora parece un crío –
comentó Saladino despectivamente tras mirarme.
–Es un guerrero que ha combatido junto a su rey en Arsuf.
–No parece capaz de desenvolverse solo por el mundo –siguió
criticando el sultán.
–También es un hábil comerciante, un excelente arabista y ducho en
numerosas lenguas y saberes.
–Si debería estar en la escuela…
–Os aseguro que se trata de un hombre fiero y sabio como pocos –
Hunfredo hacía todo lo posible para defenderme ante Saladino. Yo hubiera
preferido que lo dejara correr y que el sultán me enviase de vuelta a la
escuela en Damieta.
–Vaya, el contenido debe de ser mejor que el envoltorio –concluyó
Saladino, pensativo–. Hagamos una prueba.
«¿Una prueba?¿Qué prueba?» Mi mente se puso en alerta; sonaban
tambores de guerra dentro de mi cabeza.
–Ven aquí, muchacho, siéntate a nuestro lado –me mandó, mientras se
ponía a ordenar las figuras sobre el tablero–. Escoge un color.
–Blancas –dije, sin pensarlo dos veces.
–Bien, jugarás con las negras –respondió Saladino.
–Ejem, Marc, el juego consiste… –empezó a decir Hunfredo.
–Déjalo –le corté–. He visto jugarlo un par de veces; sé como
funciona.
Saladino empezó avanzando el peón de su reina y repliqué con el
mismo movimiento. Unas veinte jugadas más tarde Saladino le sugirió a
Hunfredo, como si fuera por casualidad:
–Venid a mi lado, querido Hunfredo. Ayudadme con vuestros
comentarios.
–Bueno, yo diría que debéis sacrificar la reina si no queréis perder
vuestro rey…
Unas pocas jugadas después me comí el rey blanco de Saladino con
un alfil.
–¿Se puede saber a quién has visto jugar «un par de veces» al
ajedrez? –preguntó Saladino, amostazado.
–Bueno… En mi casa venía a menudo al-Mu’azzam…
–¡El gran maestro sirio al-Mu’azzam! –me interrumpió Saladino,
sorprendido.
–…También lo vi jugar en casa de Shujai, en El Cairo. Cuando era
pequeño iba a menudo allí con padre. Era muy amigo de ese buen hombre.
–Shujai, el autor de varios tratados sobre estrategia del ajedrez –siguió
murmurando Saladino.
–Y por supuesto jugué a menudo con Juwaïni. Decía que le gustaba
enseñar a los niños.
–¿Juwaïni? –preguntó Hunfredo–. ¿No es al que llaman el califa del
ajedrez?
–Vaya, parece que vuestro jovencito es realmente sorprendente –
concluyó Saladino–. Le han enseñado este noble juego los tres mejores
maestros de nuestro tiempo y, según me contabais antes, es un cristiano
educado entre musulmanes y versado en libros y ciencias. Puesto que no me
conviene dejarle ir propongo que se quede aquí, en mi corte, sin salir de
palacio, como invitado de honor. Podrá aprender así de todos los sabios con
los que he procurado rodearme. Yo mismo se los presentaré y me aseguraré
de que completen su educación. Consideraos satisfecho, Hunfredo, pues ha
sido una gran suerte para él y vos no debéis preocuparos por su seguridad.
Decidle a mi estimado Ricardo que yo personalmente velaré por Marc
d’Artois.
Dicho esto tomó un jarro de agua, vertió un poco en un vaso y me lo
ofreció con su propia mano. Lo recibí con una reverencia de agradecimiento
y bebí un sorbo. En ese momento pasé a estar bajo la protección del sultán
Saladino.
A una orden de nuestro anfitrión sirvieron la cena. En un determinado
momento, Hunfredo se acercó a mi oído y susurró una advertencia.
–Tiene a menudo estos arranques de generosidad, pero no le hagas
enfadar o descubrirás que también le gusta hacer rodar cabezas.
Asentí y tomé buena nota de su aviso. He de decir sin embargo que
siempre fui tratado con el máximo respeto y generosidad por el sultán, y
tiempo después lloré su muerte como el que más, pero ésa es otra historia.
La cena terminó y nos despedimos de nuestro anfitrión. El jefe de la
guardia asomó la cabeza y preguntó a su amo si podía llevarme ya a la sala de
tortura. Por suerte Saladino le puso al corriente de las novedades y el soldado
tuvo que resignarse con un «Ya te pillaré, cristiano» murmurado entre
dientes, mientras me miraba de reojo.
Como era muy tarde cuando terminamos ya no tenía sentido que
Hunfredo marchara hasta el día siguiente. Fue a verme a los aposentos que
me habían asignado y tras revisarlo todo para asegurarse que no hubiera
oídos de más preguntó sobre mis pesquisas.
Le puse rápidamente al corriente de lo poco que había averiguado.
–Datos siniestros pero no demasiado esclarecedores, vagos rumores,
algunas conjeturas y varios nombres de personas lejanas que no tenemos ni
idea de si están o no relacionadas con el caso –ése fue su resumen y dicho así
resultaba bastante descorazonador.
–He hecho cuanto ha estado en mis manos –me disculpé.
–Y además el sultán te ha atrapado. Ahora ¿a quién envío yo a
Bagdad? –me recriminó–. No tenemos mucha gente que pueda pasar por
árabe, eso es bien cierto. Tú vas a quedarte aquí, perdiendo el tiempo entre
sabios y odaliscas. Además no sabes lo complicadas que se están poniendo
las cosas allá fuera, donde la guerra no se disputa sobre el tablero. A este
paso vamos a acabar luchando los cristianos entre nosotros por la corona de
Jerusalén, un reino que no hemos conquistado aún. Y mejor no te cuento los
problemas que tiene Saladino con sus hombres. Hay sospechas de que se
prepara una gran traición contra él. Por eso decidimos colaborar pasándonos
información sobre estas maquinaciones, pero nosotros nada tenemos que
aportar y él no nos contará nada si no le ayudamos antes.
–¿Y yo qué puedo hacer? –pregunté compungido.
–Estudiar filosofía durante el día y escoger con qué esclava quieres
acostarte por la noche.
–¿Lo dices en serio? –pregunté, sorprendido.
–¡Oh, Señor, Señor! ¿Por qué me has abandonado? –gimió Hunfredo
adoptando una pose histriónica, con los brazos alzados y los puños cerrados.
He de decir que hablaba en serio, como bien descubrí al poco.

* * *

Hunfredo se marchó y me dejó allí tirado, entre lujos orientales,


sabios árabes y bizantinos y esclavas complacientes. ¡Ah, y también estaba
Mose ben Maimón, conocido entre los árabes como Abu 'Imran Musa ben
Maimun ibn 'Abd Allah! Aunque luego supe que los cristianos le llamaban
simplemente Maimónides.
Se presentó al día siguiente, cuando vino a verme a petición de
Saladino para echar un vistazo a mis heridas, pues era su médico personal.
Curiosamente Saladino nunca «ordenaba» nada a Maimónides, siempre le
«pedía» las cosas. Bueno, hablando con propiedad, Maimónides era el
médico particular del Gran Visir al-Fadil en Egipto. Allí tenía su residencia
en Fustat,[3] pero también se ocupaba de los achaques del sultán, al cual
visitaba con frecuencia. Tuve la suerte de que anduviera por Damasco
durante la época en que fui cautivo de palacio.
–Contusiones externas varias y algunas heridas leves –dictaminó el
médico-filósofo–. Nada que no puedan arreglar los humores internos por sí
solos, si tu espíritu sabe guiarlos adecuadamente.
Me pregunté cómo sugerirle a mi espíritu que guiara adecuadamente
mis humores internos.
–En cuanto a esta pomada que te han puesto, aparte de las fragancias
olorosas, todo lo que tiene son inmundicias y potingues que no sirven para
nada. Más te vale mantenerte limpio y encomendarte en manos del Dios
verdadero si quieres curarte.
–¿Cuál de ellos? –pregunté–. Porque sois judío, servís como médico a
un musulmán y le habláis a un cristiano. Tal vez deberíais ser más preciso –
acababa de perder la mejor ocasión de mi vida de mantenerme callado.
–¡Vaya, un muchacho respondón! –dijo Maimónides, frotándose las
manos–. Y además, de esa deliciosa variante que formula preguntas
razonadas. Bien, bien, siéntate y dime: ¿has oído hablar de la ciencia de la
teología, de la hermética y de la cábala?
Así fue como empezó muy de mañana mi primera lección de teología,
hermetismo y cábala. Se prolongó a lo largo de todo el día y de muchos más.
En realidad Maimónides me hablaba de numerosos temas: medicina, física,
alquimia, matemáticas, geografía, literatura antigua, poesía, mística, botánica
aplicada, y todos ellos tenían que ver invariablemente con el hermetismo y la
cábala.
Cuando acabábamos de hablar o, mejor dicho, cuando él acababa de
hablar, solía preguntarle si ya había encontrado algún remedio eficaz contra
el dolor de cabeza. O no captó nunca la indirecta o le importaba un comino.
Por suerte tenía mi particular remedio nocturno para reponerme de las
palizas de Maimónides. Hunfredo no había mentido; las esclavas eran
complacientes y gustaban de probar a ese «exótico franco», que era como me
llamaban.

* * *

Al cabo de unos días de estar cautivo en palacio recibí una inesperada


visita. Abú Alí, el amigo de padre, había regresado al fin a Damasco. Nada
más llegar supo de mi paso por su casa y de mi captura por los soldados. Al
parecer eso había sido la noticia del día, de modo que todo el mundo estaba
enterado de ello.
Vino inmediatamente a interesarse por mi suerte, figurándose que me
hallaría en una oscura mazmorra, medio comido por las ratas. Su sorpresa y
alivio fueron enormes cuando se encontró con que estaba tumbado sobre
cojines en un patio, al lado del estanque y leyendo un libro.
Abú Alí era un hombre de unos cuarenta años, de aspecto bastante
vulgar. Tenía una gran barriga y vestía con ropas muy lujosas de azul y
blanco, con brocados de oro. Era ese tipo de rico que desea que todo el
mundo sepa que lo es.
–Vaya, había temido algo mucho peor –dijo con un suspiro de alivio
mientras se sentaba a mi lado–. Pero veo que el sultán te trata muy bien. Te
debe de considerar alguien importante.
Me encogí de hombros por toda respuesta. Dejé el libro y le ofrecí un
vaso de té.
–La verdad es que a mí también me sorprende –confesé–. No estaría
tan bien si no hubiera dado la casualidad que un amigo mío, hombre en quien
confía Saladino, se hallaba presente e intercedió por mí.
–Ante todo, permíteme que te diga que comparto tu dolor por la
pérdida de tu padre –dijo, aceptando el té–. Era un buen amigo, un
comerciante honesto y un hombre valiente. Cuando vino a mi casa no
sospeché en ningún momento que pudiera ser la última vez. Se le veía tan
rebosante de energía, tan ilusionado con su negocio de metales…
–¿Negocio? –pregunté–. ¿Qué tipo de negocio?
–Quería obtener la exclusiva para el mercado egipcio de no sé qué
productos para tratar los metales. Por eso me estuvo preguntando por
alquimistas de renombre y le cité todos los que sabía. La verdad es que en
Damasco no hay muchos. Por cierto que el mejor, también amigo mío,
falleció hace pocos días –suspiró de nuevo con pesar–. He regresado sólo
para recibir noticias trágicas.
–No sabéis cuánto lo lamento –respondí, con semblante apenado. La
verdad es que sospechaba que padre le mintió descaradamente sobre sus
fines. Era lógico que no pudiera pedir ayuda abiertamente a un mahometano
para la causa de la cruzada.
Estuvimos un buen rato charlando. Abú Alí repitió muchas veces que
le encantaba comprobar que me había convertido en todo un hombre. No me
había visto desde hacía lo menos dos o tres años, así que el comentario era
inevitable, supongo.
También me dijo que tan pronto regresara Saladino de Jerusalén,
donde pasaba más tiempo que en Damasco por culpa de la guerra, hablaría
con él para interceder por mi causa. Me aseguró que era íntimo amigo del
sultán y que sin duda alguna le escucharía.
–En fin, debo despedirme de ti por hoy –dijo, levantándose–. No
dudes en comunicarme cualquier cosa que necesites y si está en mi mano,
tuya será.
Me abrazó, me besó en ambas mejillas y se despidió. Volví a verle
varias veces, pues efectivamente habló con Saladino, aunque sin lograr mi
libertad. Me reiteró en todo momento su ofrecimiento de que contará con él y
sus visitas, he de reconocerlo, fueron una ayuda para mí durante aquel
cautiverio.
* * *

Por lo que respecta a mi estancia en Damasco, bueno, para ser una


pretendida visita rápida no salió muy bien. Los días fueron convirtiéndose en
semanas. Pasé la Navidad en palacio y me temo que fui el único que celebró
tan solemne fecha. Las semanas se fueron transmutando en meses y
empezaba a sentirme verdaderamente agobiado.
Prácticamente mis únicas distracciones, aparte de las esclavas, para
quien yo resultaba un raro capricho o algo así, eran los libros y las charlas
con los sabios y poetas de la corte. Estando el sultán de campaña echaban de
menos tener con quien hablar, pues los soldados no eran muy dados a las
ciencias y las artes. Como Saladino les encomendó la tarea de educarme
mientras residiera allí, se dedicaron a ello con esmero. O exceso de celo, a
veces.
El más sorprendente era siempre Maimónides. A veces dudaba si era
un sabio o un loco. En una ocasión en que se me escapó un comentario sobre
ello su respuesta fue simplemente: «¿Qué diferencia hay?»
Sus enseñanzas eran profundas, eso no puede negarse. Tan profundas
que a menudo sabía menos y me quedaba con más dudas después de
escucharle de las que albergaba antes. En cambio, su amor por los libros
podía resultar contagioso.
Cada vez que recibía un volumen nuevo de cualquier obra interesante
venía a verme y me contaba sus mil y una excelencias. Se disgustaba
conmigo cuando descubría que no conocía el hebreo o el griego antiguo, pero
para compensar me pasaba distintas versiones en árabe. Así fue como leí a
Aristóteles o a Platón. Cuando no había traducción disponible él me
proporcionaba un resumen del contenido.
También discutí con él de religión. Era un tema que le apasionaba;
aun hoy juraría que le brillaban los ojillos cuando le brindaba la ocasión de
explayarse sobre las veintiséis pruebas de la existencia de Dios, o la Causa
Primera, como a veces le llamaba. Sin embargo, cuando yo, joven e
impetuoso, trataba de defender las virtudes del cristianismo sobre el islam o
el judaísmo, Maimónides se entristecía. Una vez me explicó el motivo.
–La fe excluyente es mala, por mucho que facilite la vida a los que la
practican. No albergar dudas resulta fácil y gratifica el espíritu, pero al final
se acaba viendo como enemigos a los que siguen credos diferentes. Mi
familia y yo lo hemos padecido en carne propia: el fanatismo sólo engendra
miedo, conversiones forzadas, ejecuciones injustas y exilio –su rostro se
ensombreció mientras recordaba–. Yo nací en Córdoba, hace ya demasiados
años, según atestigua el crujir de mis huesos. Fui educado en las enseñanzas
judías por mi padre, un santo varón, pero desde la más tierna infancia
también aprendí de sabios árabes todo lo bueno que éstos tienen que
enseñarnos. No ha de extrañarte, mi inexperto amigo. Al-Ándalus era en
aquella época un buen lugar para vivir. Había tolerancia religiosa y, por tanto,
mutuo enriquecimiento.
»Maldito sea el día en que llegaron del norte de África los fanáticos
almohades. Conquistaron todo el país y propinaron alguna que otra paliza a
los reyes cristianos, pues se trataba de consumados guerreros. Por desgracia,
su fe era rígida. Nos dieron un ultimátum: conversión al Islam o exilio. Mi
familia y yo anduvimos dando tumbos por España durante doce años, hasta
que no nos quedó otro remedio que cruzar el mar. Nos asentamos en Fez, al
igual que otros judíos, haciéndonos pasar por musulmanes, pero aquello no
podía durar. Mi reputación de hombre sabio crecía, y era cuestión de tiempo
que las autoridades religiosas repararan en mí. Me acusaron de haber
renegado del Islam, y tan sólo me libré de la muerte por la intercesión de un
buen amigo árabe, Abu al-Arab al-Mu'ishah; bendito sea su nombre. Otros no
tuvieron tanta suerte, pobres…
»Huir, siempre huir… Mi familia y yo emigramos a Palestina, y de
ahí a Egipto, donde por fin nos asentamos. Fueron tiempos duros: murieron
mi padre, mi hermano David… Al final tuve que ponerme a trabajar, pero me
negué a hacerlo a costa de la religión. Me convertí en médico y, modestia
aparte, gané fama de buen profesional. Atraje la atención del Gran Visir, que
a su vez habló maravillas de mí a Saladino… Ya conoces el resto de la
historia –me miró fijamente a los ojos–. Hoy, al cabo de los años, puedo decir
que la vida no me ha tratado del todo mal, pero sigo preguntándome si no
habría sido mejor que aquellos almohades se hubieran quedado en lo más
profundo de África. Yo habría envejecido tranquilamente en la hermosa
Córdoba, y me habría ahorrado contemplar mucho sufrimiento, demasiados
justos ajusticiados –meneó la cabeza, como si quisiera ahuyentar un recuerdo
desagradable–. Tenlo siempre presente, mi buen Marc: huye de los hombres
que sólo se guían por un único libro, por muy sagrado que sea, pues se
empeñarán en salvarte aunque no lo desees. Y ahora discúlpame. Me siento
cansado.
Se fue y me dejó allí solo, rumiando sus palabras, sobre todo las
últimas. Yo también he envejecido muy lejos de mi tierra natal, y ahora
comprendo perfectamente al venerable sabio. Esa vez, en puesto de
abrumarme con su erudición, me había hablado con el corazón en la mano.
Pero yo era un mozo que empezaba a vivir, y sólo logró confundirme.

* * *

No sólo Maimónides me desconcertaba. Una mañana como otra


cualquiera andaba yo vagando ocioso por palacio, cuando vislumbré algo
extraño al pasar junto a una celosía. Era una mancha de color rojo con
destellos dorados, y parecía moverse lentamente, como si se meciera. Picado
por la curiosidad, me detuve y miré disimuladamente. En un patio, apoyada
en el brocal de una fuentecilla, había una muchacha. En principio no le di
importancia. «Una odalisca descansando, aunque no sé de qué. Para el
trabajo que hacen…» Sin embargo, cuando me disponía a marcharme, me
fijé en un detalle incongruente.
Aquella chica estaba leyendo un libro; abierto, cabeza arriba y
mirando esos garabatos de tinta que tenía en sus páginas, como diría
Hunfredo en son de guasa. Me chocó, porque la erudición no figuraba entre
los requisitos necesarios para ejercer de odalisca, así que la observé más
detenidamente.
Era joven, quizá más que yo, aunque sin duda habría cumplido ya
los quince años. Vestía chaquetilla corta y pantalones holgados de color rojo
vivo con brocados de oro. Su cuerpo parecía delgado y menudo, aunque bien
formado. Y el pelo… Ya se sabe que las musulmanas son reacias a mostrarlo
en público para no tentar a los hombres; pero allí, en la intimidad de palacio,
la misteriosa joven lo lucía sin pudor, recogido por una pequeña diadema con
joyas engarzadas.
Me quedé extasiado contemplándola, y creo que perdí la noción
del tiempo. Parecía concentrada y no movía los labios ni señalaba las letras
con el dedo conforme avanzaba en el texto, como hacen los lectores novatos.
De vez en cuando una sonrisa se esbozaba en su lindo rostro. Probablemente,
el libro sería una amable novela, no un sesudo tratado de Maimónides.
Permanecí allí, quieto como una estatua, hasta que oí pasos a mis espaldas.
Se trataba de un eunuco de harén, que me miraba con cara de pocos amigos,
reprochando mi indiscreción. Me retiré con disimulo, procurando mantener la
dignidad. Debí de hacer algún ruido, porque la muchacha alzó la vista hacia
la celosía que me ocultaba. Parecía sorprendida, más que alarmada o
avergonzada, pero no pude permanecer allí más tiempo. Sería
contraproducente irritar más al eunuco, y que restringieran mi libertad de
movimientos por aquella zona de palacio.
Mientras me alejaba, me pregunté si ella me habría visto y, en tal
caso, qué pensaría de un fisgón indiscreto como yo. Me dio la impresión de
que en el último momento nuestras miradas se habían cruzado. Sus ojos eran
grandes y oscuros, de una belleza difícil de describir con palabras. Pensé en
ella durante varios días, preguntándome si me encontraría con ella de nuevo.
¿Pertenecería a la servidumbre de palacio o sería una visitante ocasional? Y
había algo que me perturbaba. ¿Por qué, si disponía de dulces odaliscas que
complacían todos mis deseos, no podía quitarme de la cabeza aquella
muchacha con la que no había cruzado ni media palabra?

* * *

En cierta ocasión acudí a visitar a Maimónides a su cámara, pero no


lo hallé. Como sabía que no le molestaría que hojeara sus volúmenes me
entretuve con ellos para esperar su regreso. Sobre la mesa, un espléndido
libro parecía invitarme a examinarlo. Era grande, con gruesas tapas de cuero
negro grabadas con letras árabes en oro. Lo abrí y empecé a repasarlo, pero
sin prestar mucha atención al texto, pues me cautivaron enseguida las
preciosas ilustraciones que mostraban máquinas complejas, talleres en los
que se afanaban hombres atareados y, sobre todo, muchos dibujos
enigmáticos de figuras geométricas extrañas, orladas de números y palabras
misteriosas.
Mientras estaba ocupado con ello entró Maimónides. Nada más
percatarse de lo que yo tenía entre manos gritó espantado, propinándome tal
susto que mi corazón dio un vuelco. Se precipitó sobre el mamotreto,
cerrándolo de golpe y aferrándolo con ambos brazos sobre su pecho.
–¿Se puede saber qué pretendes, infeliz criatura?
–Tan sólo miraba los dibujos –me excusé, sin saber qué ocurría.
–Mejor si no has leído nada –el tono de su voz era propio de una
tragedia griega–. No desearía que por un descuido mío tu joven alma se
contaminara con cosas que no deben ser leídas, ni que tu mente se
corrompiera con saberes que deberían estar prohibidos.
–¿Conocimientos prohibidos? –me quedé estupefacto ante lo que
acababa de oír. ¿No era Maimónides quien siempre me insistía en la
necesidad de saber más, de mostrar curiosidad por todo? Así se lo hice notar.
–No por cualquier saber; sólo por aquéllos que no causan daño, por
los que pueden ser comprendidos sin generar confusión en la mente ni
perturbar el espíritu –sentenció.
–El saber no provoca confusión –repliqué, seguro de mí mismo–. Ésta
procede de la ignorancia y el conocimiento la disipa.
A modo de respuesta Maimónides soltó una sonora carcajada.
–¿Crees de verdad que todo conocimiento es positivo? –me interrogó
en tono misterioso–. Dime, ¿cuántos modos de saber crees que hay? ¿De
cuántas maneras puede ser aprehendido el conocimiento?
Le tenía calado lo suficiente para saber que una pregunta filosófica de
Maimónides sólo podía ser respondida por él mismo, así que callé y aguardé
su explicación.
–Existen dos modos de conocer una cosa –ahí estaba la respuesta.
Volví a sentarme, pues suponía que habría para rato. Él hizo lo mismo, pero
sin soltar el libro en ningún momento–. Se trata del conocimiento objetivo y
del subjetivo. El objetivo consiste en mantener la distancia de la cosa
observada. Se la estudia desde fuera, se la analiza de lejos, ponderando sus
cualidades, sus virtudes y defectos sin dejar que nos influyan. Hay quienes
dicen que sólo es posible conocer de verdad de este modo, huyendo del
influjo o contagio con lo que se estudia, evitando incluso nuestra influencia
sobre ello. Es seguramente el mejor método para estudiar cosas inanimadas,
pues difícilmente podemos vincularnos a ellas.
»Sin embargo, existe igualmente el conocimiento subjetivo. También
hay quien afirma que sólo con él podemos descubrir el verdadero ser de la
cosa estudiada. Pongamos un ejemplo: tú mismo. Eres cristiano y los tuyos te
han elegido para cumplir alguna misión entre los sarracenos, por tus
conocimientos sobre su lengua y sus costumbres. No obstante, si para cumplir
esta misión decides entender lo mejor posible el Islam, corres el peligro de
llegar a comprenderlo tan profundamente, de unirte tanto a él, que acabes
sintiendo como propio lo que identifica a tus enemigos. Podría suceder que al
conocer tan a fondo a tus adversarios llegaras a identificarte con ellos y te
negaras a matarlos o causarles daño alguno, tal como estás obligado a hacer
en tu condición de cruzado. ¿No dirían entonces tus amigos cristianos que el
conocimiento del Islam te ha creado confusión en la mente, hasta convertirte
en un traidor?
Fui a responderle, pues me molestó ese comentario. Sin embargo, me
impidió hablar con un gesto y prosiguió su discurso.
–El conocimiento objetivo, cuando lo aplicas a las culturas, a las ideas
de los demás, no te permite profundizar. Si miras de lejos una cultura para
estudiarla, nunca la comprenderás plenamente. Tienes que unirte a ella,
sentirla como propia, participar de las mismas creencias. Has de crear un
vínculo de simpatía. Entonces eres uno con la cosa estudiada, has
profundizado y la has comprendido plenamente. Lo malo es que te ha
influido, se ha adueñado de ti y ya no eres el mismo de antes. Si te esfuerzas
en comprender a los árabes puedes acabar siendo un gran arabista, pero si
logras entenderlos de verdad, hasta participar de sus ideas, puedes acabar
siendo un mal cristiano. Tratar de asimilar otra cultura te puede hundir en un
pozo lleno a rebosar de confusión.
Aproveché que hizo una pausa para indicarle que el libro de marras
no tenía pinta de versar sobre religión.
–Es cierto, pero yo sólo te he puesto un ejemplo –respondió
sonriente–. ¿Recuerdas que te dejé leer mi obra «El libro del conocimiento»?
Te acordarás, pues, que allí explico que algunos temas pueden desembocar en
conocimientos indeseables y que de algunas materias sólo podemos hablar en
privado, con una sola persona y aun así si es prudente. No todos los intelectos
son capaces de abordar ciertos asuntos. Algunos son tan terribles que no sólo
pueden desembocar en la confusión, sino también en peligros, peligros
tremendos y muy reales –se levantó de nuevo, dando por terminada la
explicación, pero no sin antes regalarme un último consejo–. Si no has
llegado a leer nada de este libro, felicítate por ello, pues hay quien mataría
por obtener sus secretos, y hay quien no podría evitar causar la muerte si los
hubiera adquirido.
Y así me quedé. Como siempre, Maimónides me había dejado sumido
en un mar de dudas, confuso el entendimiento y perturbado el espíritu, sin
saber a ciencia cierta de qué había estado hablando. Lo peor de todo era que
ni tan siquiera se me había ocurrido leer nada de aquel misterioso libro,
absorto como estaba con sus dibujos. Ignoraba, pues, cuáles eran los terribles
conocimientos prohibidos que había tenido entre mis ingenuas manos.
Pese a su negativa, no me di por vencido. De vez en cuando le dejaba
caer, como quien no quiere la cosa, lo interesante que sería para mi formación
intelectual conocer algunos detalles sobre esos temas peligrosos, esas
máquinas, e incluso acerca de puertas que se abren a lugares innombrables.
Así, podría eludir el riesgo si alguna vez me topaba con él. Maimónides
siempre se hizo el despistado, hasta que lo dejé por imposible. O bien no se
fiaba de mí, o bien tenía auténtico miedo de que ciertos misterios se
divulgaran.

* * *

Los días seguían pasando entre libros, enseñanzas comprensibles de


algunos sabios de la corte y otras a menudo oscuras de Maimónides. Para que
mis sesos no se reblandecieran por culpa de tanta enseñanza docta, paseaba
por palacio, al cual llegué a conocer bastante bien, sobre todo las cercanías
del harén. En especial, nunca olvidaba pasarme por el pequeño patio donde
un día vi a aquella misteriosa jovencita, con la vana esperanza de volver a dar
con ella de nuevo. Era irracional, pero había llegado a obsesionarme. Por
fortuna, mis plegarias tuvieron éxito.
Allí estaba de nuevo, sentada junto a la fuentecilla y con un libro en el
regazo. Comprobé que no hubiera eunucos fastidiosos por los alrededores y,
parapetado tras la celosía, la pude observar a placer. En esta ocasión llevaba
un vestido azul celeste con brocados de plata que realzaba aún más sus
encantos. Había recogido sus larga cabellera negra en una coleta, sujeta por
varias cintas de seda azul.
Procuré no hacer ruido, pero o bien fui más torpe de lo que creía, o
ella poseía un sexto sentido para detectar espías. Alzó la vista hacia donde yo
estaba y me interpeló con desparpajo:
–Tú, alma en pena: si quieres hablar conmigo, la puerta está al otro
lado del patio.
Di un respingo. Las musulmanas, al menos las doncellas, no se
dirigían con tal descaro a los hombres. Aquella chica era ciertamente
singular. Reconozco que me sonrojé al ser descubierto, pero la curiosidad
venció a la vergüenza y me dirigí hacia donde ella estaba.
Me quedé de pie a unos pasos de distancia, sin saber muy bien cómo
entablar conversación. Era raro en mí, pues no era un mozo tímido,
precisamente. Sin embargo, la joven no había dejado de mirarme fijamente,
como si se hubiera topado con un bicho raro, y eso me azoraba. Tragué saliva
y carraspeé, lo cual debió de hacerme parecer aún más patético. Por fortuna,
ella se apiadó de mí y habló en primer lugar:
–Nunca te había visto por palacio, y tus modales no son de esclavo.
Estás muy flaco para tratarse de un eunuco. ¿Cómo te llamas?
Las doncellas no se tomaban tales licencias con hombres
desconocidos, pero obviamente le daba igual. Más que escandalizarme,
aquella frescura me cautivó.
–Marc, hijo del noble d’Artois, huésped del sultán Saladino –
respondí, procurando sonar como alguien serio e importante.
–¿Un franco? Pues suenas como un campesino egipcio, perdona que
te diga –me soltó, al tiempo que con la cara componía un mohín muy
gracioso.
Mi intento de quedar bien había fracasado estrepitosamente. Un
campesino egipcio… Qué bochorno. Supongo que mi apariencia, ataviado
como un figurín, imponía poco respeto. Opté por cambiar de tema.
–¿De qué trata el libro? ¿Es una de esas aventuras bizantinas, con
piratas y amores desesperados?
–Ah, pero ¿sabes leer? No dejas de sorprenderme –replicó, en tono
zumbón, sin dejar de mirarme a los ojos.
Su aire de superioridad estaba comenzando a molestarme. La
fascinación que su belleza había ejercido sobre mí se esfumaba. ¿Quién se
había creído que era aquella mocosa? ¿Por qué se negaba a tomarme en
serio?
–Soy amigo de Maimónides y otros sabios de la corte –le espeté,
quizá en un tono más duro del debido–. Me hacen partícipe de sus secretos,
más importantes que vulgares romances de alcoba –y señalé al libro con
gesto despectivo.
La muchacha frunció el ceño y sin duda me habría obsequiado con
una contestación desabrida, pero justo en aquel instante sentimos unos pasos
en la lejanía. Ella suspiró.
–Se acerca el eunuco que vigila estos lugares. Si te pillan aquí, te
convertirán en uno de ellos –me lanzó una mirada pícara–. Mas no sé si
notarías la diferencia. Anda, márchate, Marc, hijo del noble d’Artois.
Señaló hacia la puerta con un movimiento de cabeza y yo la obedecí
sin rechistar, aunque su broma sobre dejarme hecho un eunuco me pareció de
pésimo gusto. Le eché un último vistazo apresurado. Seguía sentada junto a
la fuente, con el libro en la mano, y parecía haber perdido interés en mí.
Probablemente me había tomado por un patán y no le importaba en absoluto,
me dije, abatido. Al menos, había recordado mi nombre, traté de consolarme.
Entonces me di cuenta de había olvidado preguntarle el suyo.
Ya no volví a verla en palacio. Intenté no pensar más en ella, puesto
que se había mofado de mí y había herido mi orgullo. Sin embargo, aquellos
ojos, su voz tan melodiosa, su cabello negro… ¿Quién sería la misteriosa
muchacha? Mas no me atreví a preguntarlo. Habría tenido que admitir mi
incursión en un recinto prohibido, y no quería disgustar a mis anfitriones.

* * *

Las noticias que llegaban de la cruzada decían invariablemente que


todo seguía igual. Los ejércitos se rehuían, había pequeñas escaramuzas y los
esfuerzos diplomáticos se multiplicaban. Los árabes estaban hartos de tener a
los infieles a las puertas de la Ciudad Santa, y los cristianos se encontraban
divididos. Los nativos de Ultramar anhelaban la marcha de los cruzados, para
que dejaran de intervenir en sus asuntos. Los cruzados deseaban forzar un
asalto sobre Jerusalén, pero hasta los cielos parecían haberse conjurado en su
contra. El día de los Santos Inocentes, un vendaval furioso arrancó de cuajo
las tiendas del campamento. El tres de enero, nuestras tropas llegaron a
apenas doce millas de Jerusalén, pero no pudieron pasar de ahí. Según me
contaron, Ricardo se negó a posar su vista en las murallas de la ciudad: tan
cerca, pero tan lejos de sus posibilidades.
Además de su fracaso en recuperar los Santos Lugares, el rey tenía
otros motivos para angustiarse. Recibía cada vez más noticias preocupantes
sobre su hermano Juan y quería regresar a Inglaterra lo antes posible, pero no
sin poder presumir de una victoria en Tierra Santa. El prestigio era esencial
para él. Sin embargo, pese a su astucia militar, de vez en cuando hacía gala de
una temeraria insensatez. Cierto día no se le ocurrió cosa mejor que hacer que
salir a cazar con sus halcones, y los soldados del sultán estuvieron a punto de
tomarlo prisionero. Tan sólo se libró porque un bravo caballero, Guillermo de
Preux, se puso a gritar que él era el rey y los sarracenos se tragaron el
engaño, capturando al individuo equivocado. No era algo nuevo. Ya en
Sicilia, camino de Palestina, Ricardo tuvo un serio disgusto a causa de su
amor por la cetrería. Intentó robar un halcón a una familia de campesinos, y
éstos estuvieron a punto de matarlo. Sin duda, nuestro monarca era hombre
de acción, pues a veces actuaba sin pensárselo.
Por lo demás, todo seguía como de costumbre. Conrado conspiraba
por su cuenta, Guido también, Balián hacía lo mismo y entre ellos se
peleaban continuamente. Mientras tanto, al igual que había sucedido durante
el largo sitio de Acre, los soldados de ambos ejércitos, de tanto tiempo como
llevaban acampados unos frente a otros, habían llegado a conocerse
personalmente. Cuando uno de ellos se aburría dejaba sus armas, cruzaba las
líneas enemigas y se iba al otro lado a pasar el rato. Los niños de ambos
ejércitos jugaban a batallas fingidas en una tierra de nadie, regada poco antes
por la sangre de sus padres. Las mujeres cristianas y musulmanas se
encontraban a menudo para charlar, intercambiar recetas y cambalachear con
telas, alfombras y objetos diversos.
Los predicadores de ambas religiones echaban chispas por culpa de
esta situación y exhortaban a sus huestes para que recuperasen el ardor
combativo y volvieran a matar a sus enemigos, en lugar de jugar a dados con
ellos. Los generales les respondían que aún no, que no estaba claro quién iba
a ganar y que además el tiempo no acompañaba. Esto último era bien cierto.
Quien crea que en Tierra Santa o en Damasco el clima es moderado es que no
estuvo allí durante ese maldito invierno de 1192. Bueno, yo no podía
quejarme. Al fin y al cabo no lo pasé en recosidas tiendas de campaña,
comiendo cerdo salado y galletas cada día. Estaba en el palacio del sultán,
envuelto en sedas, rodeado de mozas complacientes y gozando de las delicias
de la cocina principesca. A cualquiera que deba participar en una guerra le
recomiendo que lo haga de este modo, desde palacio.

* * *

Un día me avisaron que Saladino había llegado a Damasco desde el


frente. Decidí ir a saludarlo e interesarme por su salud, pues sufría frecuentes
ataques de paludismo, así como otros humores malignos que envenenaban su
sangre, y últimamente estaba muy desmejorado. Maimónides me confió sus
temores de que pudiéramos gozar de su presencia en este mundo durante
poco tiempo.
Los guardias me ordenaron que aguardase en el jardín. Ya me
avisarían cuando se me permitiera pasar, así que fui a sentarme bajo un árbol,
justo al lado de una celosía. Para mi sorpresa oí las voces de Saladino y
Hunfredo, que discutían al otro lado, y lo que decía Hunfredo me preocupó.
–¿Acaso creéis que yo no estoy harto de esta cruzada? –clamaba en
voz alta–. ¡Por mí que regresen todos a sus países! He perdido incluso mi
esposa desde que llegaron y si pudiera no dudaría en matar a Conrado y
algunos más.
–No sospechaba que un cristiano compartiera hasta tal punto mis
deseos de ver alejarse el ejército cruzado –bromeó Saladino.
–Pues ya son muchos los que piensan como yo. Los nobles de
Ultramar están más que hartos de las injerencias de esos petimetres europeos.
Si pudiéramos llegar a un entendimiento, un acuerdo honorable para ambas
partes, todos los nobles de Antioquía hacia abajo os apoyarían con tal que los
cruzados se marchen de una vez.
–Hace un par de días Conrado me sugería lo mismo –respondió
Saladino–, sólo que el trato en concreto que él propone difiere del vuestro.
–¿Incluye mi muerte?
–No se especificó.
–En mi trato podéis incluir su cabeza sobre una bandeja –la voz de
Hunfredo sonaba triste, como amargada.
–De todos modos, sabed que no soy reticente a aceptar un acuerdo –
dijo el sultán–: una tregua o un pacto que posibilite firmar la paz. Claro que
debería ser en condiciones que me permitan presentarlo dignamente ante mis
visires y el califa.
–¿Creéis que al califa le gustaría si vuestro hermano…?
–Ignoro lo que pasa por la mente del califa, pero al-Adil no quiere ni
oír hablar de ello –cortó Saladino. Yo me quedé con las ganas de saber qué
pintaba al-Adil en un acuerdo de paz propuesto por los cristianos.
–No tendríais que haber demolido Ascalón hasta los cimientos. Eso lo
ha complicado todo. Si nos la hubierais cedido…
–¡Ascalón era innegociable! –la respuesta de Saladino fue cortante.
–Es que a Ricardo le hacía ilusión tener esa ciudad… –gimió
Hunfredo, como si estuviera harto de repetirlo y supiera que era en vano.
–Nunca os iba a ceder Ascalón. ¡Nunca!
–Era sólo una ciudad pequeña, insignificante. Cuatro pescadores de
mala muerte, cuatro casas viejas y total, qué más os daba si ya poseéis medio
mundo…
–Esa ciudad insignificante estaba justo en medio de mi mitad del
mundo. Dominaba el único punto de paso por tierra firme entre Egipto y
Siria. Quien se adueñara de Ascalón, lograría partir en dos mi reino. No
habría más levas de Egipto, ni más caravanas entre Damasco y Alejandría.
–Bueno –dijo Hunfredo, pensativo–, las caravanas y las levas siempre
podrían dar un rodeo por el Sinaí.
–¿Por el desierto del Sinaí? Creo recordar que a Moisés le llevó
cuarenta años.
–Siempre he creído que ese capítulo de la Biblia exagera. Yo mismo
he cruzado la región y son pocos días.
–Dejad que lo adivine –repuso Saladino–. Cuando hicisteis ese viaje,
¿por casualidad no pasasteis por Ascalón?
–¡De acuerdo, de acuerdo, todo el mundo pasaba por Ascalón! –
Hunfredo había cedido al fin–. Pero pensad que era sólo una pequeña ciudad.
Ricardo se habría quedado contento, presumiría de tener toda la costa, se
olvidaría de Jerusalén y se marcharía a preguntarle a su hermano Juan de
quién se ha creído que es la corona de Britania. Y nosotros no tendríamos que
estar aquí negociando. ¿Por qué tuvisteis que derruirla en vez de
intercambiarla por una paz justa y mutuamente beneficiosa? ¡Después de eso,
sólo nos enfrentamos a meses y meses de calamidades!
Yo escuchaba como en un sueño. ¿Así se negociaba en la alta
política? ¿Mendigando una ciudad pequeña y sugiriendo que mercancías y
ejércitos den un rodeo por el desierto? Más tarde me explicaría Hunfredo que
llevaba meses discutiendo sobre lo mismo y que al final, agotados todos los
argumentos, sólo quedaba la posibilidad de la repetición ad nauseam. Esto
hacía que todo el mundo se cansara y, debido a la confianza adquirida, los
resultados eran impredecibles.
Lo que no me explicó, y yo no osé preguntarle, era si de verdad
deseaba tanto la muerte de Conrado, una opinión suya que tiempo después
me preocuparía sobremanera. Me habría gustado saber también si sus
intereses diferían de los de la Cristiandad hasta el punto de preferir que se
marchara el ejército cruzado sin haber logrado sus objetivos.

* * *

Aunque pudiera albergar alguna duda sobre la lealtad de Hunfredo


hacia la cruzada, no podía tenerlas acerca de su honestidad para conmigo.
Cuando nos encontramos los dos ante Saladino volvió a tocar el tema de mi
libertad con suma delicadeza. Al parecer había estado colaborando, pasando
al sultán información obtenida por sus hombres sobre las conspiraciones para
derrocar a Saladino. Estar en guerra era muy provechoso en estos casos, pues
ciertos prisioneros destacados podían ser persuadidos con hábiles métodos
para contar cuanto supieran sobre tal o cuál tema. Durante las refriegas y
pequeñas escaramuzas entre patrullas había caído algún musulmán de
posición destacada. Esta circunstancia la había aprovechado Hunfredo para
obtener noticias sobre las distintas facciones que pretendían hacerse con el
poder.
Saladino estaba agradecido por estos informes, pero se resistía a dejar
en libertad a un espía que podía hacerse pasar por un musulmán.
–Si fuera otro hombre os satisfaría, mi querido Hunfredo –decía el
sultán–. Sin embargo, es muy arriesgado para mí liberar a nuestro buen Marc.
–Si creéis que su libertad os perjudicará podéis someterle a un
juramento –respondió Hunfredo–. De ese modo garantizáis que vuestros
intereses no serán dañados.
–Tengo amargas experiencias sobre los juramentos cristianos –objetó
Saladino–. ¿Recordáis lo sucedido con el infame Guido? Cuando fue mi
prisionero, lo traté con honores regios. Lo liberé a cambio de su promesa de
abandonar Palestina por mar y no volver a tomar las armas contra el Islam.
Cuál no sería mi decepción al constatar que no sólo no zarpaba en una galera,
sino que trataba de arrebatarle a Conrado el control de Tiro, y al fracasar en
ese intento, se dispuso a arrebatarnos la plaza de Acre. Luego me enteré de
que vuestros sacerdotes declaran nulos los juramentos hechos a los hijos de
Alá.
–No hagáis caso de eso; los sacerdotes declaran nula cualquier cosa
por un precio conveniente –y tras pensarlo, añadió–: Me gustaría saber
cuanto le habrá reportado a uno que yo sé el haber anulado mi matrimonio
contra mi voluntad y la de mi esposa…
–Como veis, me estáis dando la razón.
–No es del todo cierto. Sólo cuestiono las promesas de quienes no
tienen honor. Sin embargo, para un verdadero caballero el incumplimiento de
la palabra dada es imposible. Antes moriría que faltar a ella.
–Debéis presentarme algún día a uno de esos caballeros.
–¿No cumplió el gran Jaime de Avesnes la palabra que os dio?
–Ponéis el listón demasiado alto –respondió Saladino–. No hay ni
habrá otro como el de Avesnes.
–Entonces, permitid que lo baje un poco. ¿Acaso yo no cumplí la
palabra que os di siendo vuestro prisionero?
–Tampoco os tengáis por poco –dijo Saladino sonriendo–. Sois uno de
esos hombres difíciles de hallar en quien se puede confiar, aunque sea un
enemigo.
–Os aseguro que él también lo es –Hunfredo me señaló con la
mirada–. Podéis confiar en que no os traicionará. Basta con que el juramento
sea suficientemente equilibrado como para que no deba romper sus
obligaciones de buen cristiano. Yo propongo que jure no causaros daño y, si
descubriera algo relacionado con esa conspiración que os preocupa, que os lo
haga saber.
–Yo afinaría un poco más. Podrá seguir sirviendo a su rey como
juzgue más oportuno. Lo que averigüe durante su misión no podrá usarlo ni
contra el Islam ni contra mí, debiendo advertírmelo si descubre que corro
algún peligro, velando por mi vida igual que haría con la de su soberano.
Hunfredo se lo estuvo pensando un rato y finalmente hizo un gesto de
aprobación con la cabeza.
–Me parece aceptable para un cruzado que se beneficia de vuestra
conocida y espléndida generosidad –y dirigiéndose a mí–: ¿Qué te parece,
muchacho?
–Si tú crees que es correcto… –no las tenía todas conmigo, pero sabía
que otros caballeros habían pronunciado juramentos parecidos, Hunfredo
entre ellos, y gozaban del respeto de los suyos.
–Entonces no se hable más –dijo Saladino–. Harás el juramento y
quedarás libre para ir a servirme a Bagdad.
–¿Qué? –exclamé, sin poderlo evitar.
–¿Cómo? –preguntó Hunfredo.
–¡Oh, claro, se me olvidaba! –explicó el sultán, chascando los dedos y
sonriendo como si acabara de recordar una menudencia–. Hay un detalle sin
importancia, una información que me ha llegado y que no viene al caso
ahora. Debido a ella he decidido enviar un hombre de mi absoluta confianza a
Bagdad y, puesto que hay cristianos implicados en ese asunto, creo que
podría ir acompañado del buen Marc por si fuera necesario y pudiera aportar
algo –entonces me miró antes de añadir–. Seguro que estaréis satisfechos,
pues ello os permite seguir con vuestras indagaciones sin correr el riesgo de
caer de nuevo en manos de los soldados. Pensad que en Bagdad el califa no
tiende a ser tan generoso con los infieles como me lo permite mi natural
magnanimidad.
–Bagdad… –susurré, en un lamento quejumbroso.
–Estoy seguro de que es una idea magnífica –dijo Hunfredo, mientras
me propinaba un codazo para que callara–. Aunque me gustaría estar al
corriente de ese pequeño detalle, esa insignificancia que os hace enviar allí a
vuestro hombre.
–No os preocupéis ahora por eso; rumores que deben confirmarse o
rechazarse, puro trámite –y dando el asunto por zanjado dio unas palmadas y
llamó a las odaliscas para que nos sirvieran.
Después de ser agasajados tuve que someterme al dichoso juramento,
Saladino se declaró mi protector mientras cumpliera esa misión e hizo
redactar un salvoconducto para mí.
Había empezado esta aventura como soldado y espía del rey Ricardo I
de Britania y ahora era también un agente del sultán de Egipto, Saladino. El
asunto empezaba a ponerse interesante, no podía negarlo. Cuando ya nos
despedíamos me vino una idea a la cabeza. ¿Quién sería ese hombre de
confianza del sultán? ¿Haría buenas migas con él? Al menos confiaba en que
pudiera empezar con buen pie cuando le conociera. Vamos, que sería
conveniente consolidar una relación de amistad, si tal cosa fuera posible.

* * *

Hunfredo tuvo que partir de nuevo para llevar las noticias de sus
negociaciones al rey Ricardo. Yo almorcé con el sultán una sencilla ensalada
a base de pepino, yogur y nueces y después un pollo al agua de rosas. Él
apenas probó un bocado de cada plato, y pensé que no era extraño que
estuviera enfermo si se alimentaba tan escasamente.
Después de la comida me comentó que tanto Maimónides como los
otros sabios de la corte le habían dado muy buenas referencias de mí. Era
debido a eso que me permitía marchar al lado de su hombre para continuar
las investigaciones.
–Confío en que puedas aportar una visión diferente del problema, que
ayude en alguna manera a resolverlo. Maimónides dice que eres astuto,
curioso y observador. Según él son defectos de tu carácter, pero yo prefiero
considerarlos virtudes útiles –hizo una pausa y miró a mis espaldas. Yo
escuché sin volverme y oí pasos rápidos que se acercaban. Era alguien que
cojeaba un poco–. Aquí está el que será tu compañero y guía durante el viaje
a Bagdad –sonrió amablemente.
Me volví y quedé mudo, helado y paralizado un momento mientras un
negro espanto se abatía sobre mí, al igual que el recién llegado. Un instante
más tarde saltaba de mis cojines, levantándome a toda prisa. Agarré un
alfanje de una panoplia en la pared y me apresté a parar una lluvia de golpes
de espada.
–¡Quietos, deteneos! –gritaba Saladino sin éxito–. ¡Teneos los dos, os
lo ordeno!
Al poco estuvimos rodeados de guardias que nos habían desarmado e
inmovilizado. Varias dagas en el cuello de cada uno esperaban una orden del
sultán para llevar a cabo su trabajo. Saladino, rojo de ira, exigía una
explicación.
–¡Este maldito cristiano es el que me dejó cojo! –exclamó al-Kamil–.
Ponedlo en mis manos y le daré su merecido. Pienso arrancarle…
–¡Basta ya! –gritó el sultán–. Te ordeno que olvides tus rencillas.
Arsuf queda muy lejos y ahora este joven es tu compañero en una delicada
misión de la que puede depender mi vida… y quizá algo más. Si no eres
capaz de cumplir mi voluntad dímelo ahora. No faltarán hombres dispuestos
a ocupar tu puesto.
Al-Kamil, avergonzado, bajó la mirada y dócilmente proclamó:
–Vuestros deseos son órdenes para mí, señor. Alcanzaré el paraíso
cumpliéndolas si es necesario.
–Y tú, franco, ¿algún problema en seguir mis instrucciones?
Las dagas que estaban hiriendo mi cuello punzaron un poco más.
Noté cómo un par de gotas de sangre empezaban a deslizarse sobre mi piel.
Suspiré y afirmé mi voluntad inquebrantable de servirle.
–Entonces todo está bien –con un gesto de la mano ordenó a los
guardias que se relajaran–. Colaboraréis como hermanos en esta misión y
cuando acabe, a mi satisfacción, os concederé permiso para mataros si aún lo
deseáis. Ahora dirigíos a las caballerizas para ultimar los preparativos.

* * *

No hubo mucho que preparar, salvo escoger los caballos y las armas
que portaríamos. Yo logré recuperar mis joyas, el dinero y la vieja cota de
malla. Al-Kamil, al verla, afirmó que estaba loco si pretendía ponerme esa
prenda durante el viaje.
–Morirás de calor cuando atravesemos el desierto de Siria.
–En esta época del año lo dudo –le respondí–. ¿No ves qué tiempo
hace? Además, me ha salvado la vida en alguna ocasión. ¿Por qué crees que
aguanté tus golpes en Arsuf?
–Nos dirigimos a Bagdad, la capital, no al campo de batalla –se limitó
a responder, ignorando mi alusión a nuestro primer encuentro.
–No será necesario que atraveséis el desierto –dijo una voz desde la
puerta del establo. Era Abú Alí, radiante de felicidad–. Acabo de enterarme
de que por fin estás libre y que ahora sirves a una buena causa –se acercó, me
estrechó entre sus brazos y me besó como a un hijo–. Le he contado a
Saladino que mañana salgo de viaje, por motivos urgentes, hacia Bagdad.
Está de acuerdo conmigo en que pasaréis más desapercibidos si llegáis a la
ciudad como mercaderes, acompañados por mi gente y por mí. Naturalmente
seguiremos una ruta un poco más al norte, hacia las riberas del Eúfrates. Es
mejor y más seguro pasar entre acequias y campos cultivados que por un
desierto, y podremos refugiarnos en los caravasares si el tiempo se pone en
nuestra contra.
–Perderemos muchos días yendo en una caravana de camellos por la
ruta de la seda –objetó al-Kamil–. Nos interesa llegar lo antes posible; nuestra
misión es urgente.
–No debéis temer por eso. No es verdaderamente una caravana: no
llevaremos mercancías y todos iremos en los mejores caballos árabes. En
numerosos caravasares[4] y palacios[5] dispongo de mis propios caballos de
refresco, así que podremos hacer muchas leguas cada jornada –y guiñándome
un ojo añadió–: si es que aguantáis tamaño esfuerzo.
CAPÍTULO QUINTO: ÉUFRATES

Partimos hacia Bagdad cuando clareaba el alba del primer día de


febrero del año de Nuestro Señor de 1192.
He de confesar que me hallaba muy excitado ante la perspectiva
de abandonar por fin Damasco, y cabalgar libre por las rutas de los
comerciantes. Tras los últimos acontecimientos, nada me placía más que
dejar atrás los espacios cerrados, sentirme libre, tan sólo vigilado por el cielo
y el ancho horizonte. Por muy lujosa que fuera la jaula en la que me tuvieron
cautivo, no dejaba de ser eso: una jaula.
No obstante, la nuestra era una caravana un tanto especial. Nada
de camellos maleducados, que al mínimo descuido te mordían o te soltaban
un escupitajo en el cogote. Nada de gritos de los camelleros, de bullicio, de
aparente desorden. Íbamos ligeros de equipaje, y eso alegró mi corazón.
Éramos dos docenas, entre hombres de armas y criados de Abú Alí, a lomos
de excelentes caballos árabes, nerviosos y ágiles, de patas finas. No debíamos
cargar con un lastre de víveres, pues los caravasares abundaban por aquella
zona. Desde que Dios creó el mundo, Siria era un cruce de caminos disputado
por reyes, generales y conquistadores de toda laya. Los nombres de la
mayoría de ellos habían sido borrados por la arena y el viento.
La ruta que seguiríamos era la más lógica y cómoda. Incontables
mercaderías, y no sólo la seda y las especias, viajaban de Oriente a Occidente
a través de ella. Salimos hacia el noreste por la carretera que iba a la ciudad
de Homs, patria del emperador romano Heliogábalo, pero antes de llegar a la
villa de Al Qutayfah nos desviamos a la derecha, alejándonos del Antilíbano.
Pasamos por un largo valle entre los montes de Jebel el Gharbi y Jebel ed
Dana, camino de Al Qaryatayn, y el desierto de Siria se abrió ante nosotros.
En mi inocencia, había supuesto que la marcha sería muy viva, ya
que no dependíamos del cansino paso de los camellos, sino que nuestros
briosos corceles nos llevarían en volandas hasta Mesopotamia, hogar de los
antiguos caldeos. Iluso de mí. Cuando no era un caballo que se lastimaba una
pata o llevaba una herradura mal puesta, alguno de los criados o el propio
Abú Alí sentían un apretón y tenían que ir a aliviarse detrás de un arbusto.
–Habrá sido algo de lo que comimos anoche –se excusaban, con
caras de circunstancias.
Con estos retrasos, al-Kamil cada vez se iba poniendo de peor
humor. Yo lo atribuía a la mala suerte, y trataba de tomármelo con filosofía y
disfrutar del paisaje.
Habíamos dejado ya atrás la benéfica influencia del
Mediterráneo, y nos enfrentábamos a la vasta planicie siria. Aunque muchos
se referían a ella como el desierto, realmente era una estepa salpicada de
algún arbolillo aquí y allá, y nunca dejamos de ver vegetación durante todo el
viaje, aunque estuviera reducida a matorrales. El clima se iba tornando cada
vez más seco conforme nos alejábamos de la costa, y de las zonas cultivadas
pasamos a recorrer una llanura por la que vagaban los nómadas y sus
rebaños. Toda aquella zona, la parte norte de desierto, era conocida como
Shamiyah, y en ella uno se sentía a la vez libre como un pájaro e
insignificante ante la magnificencia de la naturaleza.
Pese a la carencia de relieves notables, Shamiyah no era tan
monótona como pudiera parecer. Se veía mucha caza menor a nuestro paso, y
resultaban frecuentes los cauces secos; wadis, los llaman los árabes. En
algunos aún quedaba agua, un resto de las últimas lluvias. Una línea delgada
de álamos, sauces y otros arbolillos de ribera anunciaba su presencia al
viajero y proporcionaba remansos de sombra y frescor. Nosotros los
disfrutábamos más de lo debido, por las razones que expuse antes. Tanta
parada hacía que a al-Kamil se lo llevaran los demonios. Empezó a sugerir
que Abú Alí se estaba retrasando ex profeso, lo que me pareció un completo
delirio por su parte. Así se lo hice notar, lo que contribuyó a que me detestara
aún más.
Supongo que por el hecho de ser el único cristiano del grupo, mis
compañeros de fatigas tendían a darme de lado. Tan sólo Abú Alí, siempre
amable y obsequioso, se ponía a mi altura de vez en cuando para interesarse
por mi bienestar. Tanto apego hacia mí empezaba a resultarme empalagoso.
Abú Alí también trataba de congraciarse con el ceñudo al-Kamil, pero el
selyúcida no hacía más que gruñir y quejarse por la lentitud del viaje,
comparándolo con un paseo campestre de tiernas damiselas. Bueno, no dijo
exactamente «tiernas damiselas», pero no me apetece ensuciar este relato con
expresiones malsonantes.
Otro de los integrantes de la caravana me llamaba sobremanera la
atención. Se trataba de un rapazuelo delgado, flaco incluso, que apenas me
llegaba a la altura del hombro, ataviado de forma estrambótica: vestía
pantalón ancho y blusa holgada, y se tocaba con un pintoresco turbante que le
tapaba el cabello; supuse que éste sería negro. Por encima de todo eso llevaba
una especie de chilaba marrón, quizá de origen andalusí, con capucha
incluida. Pese a ir más cubierto que el corazón de una cebolla, se intuía que
sus rasgos eran delicados y finos; demasiado delicados, para mi gusto.
Aquel chico llegaba a ser realmente cargante. En cuanto tenía
ocasión se arrimaba a mí y me estudiaba con una fijeza que me crispaba el
ánimo. ¿Acaso nunca antes se había topado con un cristiano? Se suponía que
Damasco y Bagdad eran ciudades cosmopolitas. ¿De dónde habría sacado
Abú Alí a esa enojosa criatura?
Al menos, tuvo el detalle de no dirigirme la palabra. Deduje que se
trataba de un paje de Abú Alí. Intenté eludirlo discretamente, pero él no se
desanimaba. Algo en mí lo atraía. ¿Mi juventud, o el hecho de ser cristiano?
Llegó hasta el extremo de seguirme una vez que paramos junto a un wadi, y
yo trataba de retirarme discretamente a vaciar la vejiga. Cuando comprobó lo
que iba a hacer volvió junto a Abú Alí, pero la situación comenzaba a
crisparme los nervios. En una caravana tan reducida como la nuestra, era
difícil esconderse para evitar aquella atención no deseada. Acabé harto,
comprendiendo lo que sufrió el santo Job cuando el Señor le envió toda
suerte de calamidades para probar su fe. Por fortuna, a la hora de pernoctar en
uno de los muchos caravasares de la ruta nunca dormía a mi lado. Sólo
hubiera faltado eso. En verdad, yo prefería de compañero a al-Kamil. Su odio
educado me resultaba más llevadero.
Conforme nos íbamos acercando al pueblo de Tadmuriyah, al pie
de los montes de Abu Rujmein, uno de los escasos relieves de la llanura siria,
aquel pegajoso zagal llegó a exasperarme. Lo que más me molestaba eran las
risillas solapadas de los hombres de la caravana, cada vez que el mocoso se
me arrimaba. Llegué a pensar que se trataba de un efebo de Abú Alí,
encargado de calentar la cama del rico mercader durante las noches. A lo
mejor a los persas les gustaban esas cosas, pero un servidor era un cristiano
hecho y derecho, que abominaba de la sodomía. ¿Cómo debía reaccionar si el
chico se me insinuaba?
En suma, mi humor fue empeorando hasta que un día estallé.
Habíamos parado por quinta vez aquella mañana, para desesperación de al-
Kamil, junto a un humilde pozo rodeado de árboles que proporcionaban una
grata sombra. Aquel malhadado zagal tuvo la ocurrencia de salpicarme con
agua, pensando sin duda hacer una gracia, pero tuvo la virtud de sacarme de
mis casillas. Era la gota que colmaba el cáliz de mi paciencia. Le propiné un
revés con el dorso de la mano, mas se agachó y me replicó con una mueca
burlona. Fui tras él, pero era más ágil que yo y me esquivaba sin dificultad.
Mis compañeros de caravana se tronchaban de risa. Como no deseaba ser
motivo de rechifla general, hice como que me calmaba y me acerqué al pozo
a por un poco de agua para refrescarme la cara.
Tal como suponía, el chico, cual polilla atraída por una vela
encendida, se acercó de nuevo. Simulé no hacerle caso y, en cuanto se
descuidó, aproveché para agarrarlo de la chilaba. Acerqué mi cara a la suya y
le grité:
–¡Me tienes harto, hijo de Satanás! ¡Ahora verás lo que es bueno!
Sólo pretendía asustarlo, pero sin duda creyó que mi amenaza iba
en serio, ya que me lanzó un certero rodillazo a las partes pudendas. Fue otra
de esas ocasiones en las que bendije al inventor de la cota de malla. El chico
se hizo daño en la rodilla, pero lo rápido de su movimiento me desequilibró.
Sin querer, tiré de la chilaba de tal forma que el turbante que llevaba
encasquetado en la cabeza voló por los aires.
Ante mí se hallaba la misteriosa muchacha que leía libros en aquel
patio del palacio de Saladino. Presa de la estupefacción, fui incapaz de
reaccionar. El que había tomado por un efebo aprovechó para atizarme un
bofetón y apartarse de mí, con la cabeza muy alta y aire ofendido.
Los hombres se revolcaban por el suelo, carcajeándose a
mandíbula batiente. A mí se me debió de quedar una cara de bobo digna de
ser plasmada por un pintor.
–¿Es una mujer? –logré balbucir.
–¿No habías conocido a ninguna antes, franco? –intervino en ese
momento al-Kamil, mirándome con sorna. Era la primera vez que lo veía de
buen talante durante el viaje–. Se trata de unas criaturas que Alá puso en el
mundo para nuestro solaz y perdición. Se reconocen por tener un par de…
–No sigas, al-Kamil, o lograrás que olvide la tregua que Saladino
nos impuso –resoplé–. ¿Lo sabías y no me lo dijiste, hijo de un chacal?
–Era demasiado divertido como para acabar con ello. Además,
me admira que no te dieras cuenta. Las mujeres no andan como los hombres
o como los francos.
–¿Te estás burlando de mí? ¿Cómo es eso de que anda diferente?
Yo no veo que…
–Pues eso, que se mueven de otro modo. ¿No tienes ojos en la
cara? ¿O acaso las mujeres cristianas se desplazan a saltos, como las ranas?
–Sin comentarios –me rendí–. Convendrás conmigo en que
parecía un zagal, tan delgada…
–¿Delgada? Creo que sus proporciones son correctas, y tiene cada
cosa en su sitio –repuso al-Kamil, zumbón–. Por lo que colijo, a vosotros los
francos os gustan bien gordas, como las vacas.
–Hablando de vacas, ¿qué tal tu madre? –repliqué, sin poderlo
evitar.
Estuvimos a punto de llegar a las manos. Si las miradas matasen,
ambos habríamos caído fulminados allí mismo, pero la cordura se impuso.
Debíamos cumplir una misión, en vez de ponerla en peligro por niñerías.
Intenté poner paz.
–Disculpa, al-Kamil. No deberíamos pelearnos por culpa de la
barragana que Abú Alí se ha traído para que le…
La voz del mercader sonó a mis espaldas:
–Marc d’Artois, permíteme que te presente a mi muy amada hija
Yahán. Perdónala por su conducta, que en ocasiones resulta un tanto díscola.
Me temo que ha salido a su madre, que en paz descanse.
Deseando que se me tragara la tierra, me giré y compuse una sonrisa
forzada. Abú Alí me miraba con expresión beatífica, pero su hija echaba
chispas por los ojos. Supongo que lo de «barragana» no le había complacido.
Si en palacio me había tomado por un vulgar campesino egipcio, ¿qué
pensaría ahora de mí?
Desde luego, aquél no era mi día.

* * *

El resto del trayecto hasta Tadmuriyah, un pueblo


estratégicamente situado en un enorme oasis, transcurrió en calma. Yahán me
rehuía, y cada vez que se cruzaba conmigo me obsequiaba con una mirada
propia de un basilisco. Mejor dicho, de un verdugo. Yo me sentía
abochornado, pero mi orgullo impedía que le pidiese disculpas por mi
torpeza. Al menos, al-Kamil no había hurgado más en la herida, sumiéndose
de nuevo en su enfurruñamiento por la lentitud del viaje.
Intentamos hacer noche en aquel pueblo, pero por capricho del
destino aquello parecía un sínodo de camelleros. Varias caravanas habían
coincidido en Tadmuriyah, y no quedaba un alojamiento libre. Abú Alí, a
base de rascarse la bolsa, consiguió provisiones, y decidimos acampar al raso,
al calor de unas hogueras. El mercader nos comentó que había unas ruinas
relativamente cerca, las cuales nos cobijarían un tanto, y hacia ellas nos
dirigimos. No fue hasta que llegamos que al-Kamil me dijo que se trataba de
lo que quedaba de la legendaria ciudad de Palmira.
En Siria había muchas ciudades como aquélla, en tiempos
orgullosas y plenas de vida. Ahora, las piedras caídas y las pilastras que aún
permanecían en pie se borraban poco a poco de la memoria de los hombres,
mientras el sol y el viento corroían sus huesos de mármol.
Llegamos hasta el lugar, y montamos el improvisado
campamento cerca de un muro derruido, con unas columnas y un arco al
fondo. Los hombres no quisieron meterse en las ruinas, y empezaron a
murmurar sobre los yinns y las almas de los antiguos paganos.
Al final se establecieron los turnos de guardia y encendimos varias
hogueras. Yo me senté en la de honor, por llamarla de alguna manera, junto a
Abú Alí, su hija y al-Kamil. Tras unos minutos de charla insustancial con el
mercader, éste se marchó a tranquilizar a sus hombres, que se ponían
nerviosos cada vez que un animal nocturno dejaba escapar un grito.
Seguramente lo tomaban por el gemido de un alma en pena, o su equivalente
entre los musulmanes. Así, me quedé a solas con un selyúcida que no me
cortaba el cuello por respeto a Saladino, y una chica que ahora no me podía
ni ver. Por si faltaba algo, al-Kamil parecía desaprobar que una moza
casadera se relacionara de aquella manera con los hombres, aunque por
educación se abstenía de mencionarlo. La expresión «silencio incómodo»
describe muy bien los instantes que siguieron. ¿De qué podía hablar con
aquellos dos?
Alcé mi vista al firmamento. Era una noche clara, con el aire en
calma, sin una nube, y las estrellas brillaban con furia. Una vez, alguien me
dijo que las estrellas eran las joyas del manto de la Virgen María, y en
momentos como aquél podía creérmelo. Suspiré. Padre me había enseñado a
identificar las constelaciones, algo esencial para un mercader viajero. Para
mí, muchas de ellas tenían nombre y eran viejas amigas.
Al-Kamil se dio cuenta de mi ensimismamiento. Miró hacia el mismo
sitio que yo, por si hubiera divisado algo extraño en el cielo. Al no ver nada,
me preguntó:
–¿Qué, franco, leyendo tu destino en los astros?
–¿Eh? –me había pillado distraído–. No; simplemente, me
limitaba a reconocer constelaciones. Mira –señalé una–, ésa es Perseo. ¿Te
suena?
–No con ese nombre.
–Vaya. Perseo fue un héroe de los antiguos griegos, hijo de Zeus
y Dánae –Yahán pareció interesarse, así que hice memoria y proseguí–. En su
historia hay algo sobre una profecía que se me ha olvidado. Creo que lo
arrojaron al mar, pero se salvó, y al final le tocó en suerte matar a Medusa,
una monstruosa Gorgona con serpientes por cabellos, que convertía en piedra
todo aquello que miraba –seguí contando aquel mito pagano, adornándolo
con detalles que me iba inventando, y concluí–. ¿Veis esa estrella a la
derecha? Se supone que es la cabeza cortada de Medusa, que Perseo sostiene
en su mano.
–Qué curioso –intervino al-Kamil–. Nosotros la llamamos Ras-al-
ghul, la cabeza del demonio. Maimónides me comentó una vez que para los
judíos es Rosh ha Satán, que significa lo mismo.
–Dicen que cambia de brillo. En cualquier caso, nada bueno
puede venir de esa estrella.
–Es nefasta, sí –añadió al-Kamil.
Yahán parecía divertida.
–Vaya, vaya… Al final, resulta que dos valientes guerreros como
vosotros entendéis de Astrología. Pensaba que os dedicaríais a despanzurrar
enemigos, en vez de ocuparos de las cosas del saber.
La miramos y nos encogimos de hombros. Yo se lo tenía que
agradecer a padre, empeñado en educarme como mercader, tanto como
hombre de armas. En cuanto a al-Kamil… Desde luego, debía reconocer que
no se trataba de una alimaña sedienta de sangre, tal como pensaban quienes
animaban a las cruzadas desde Europa.
–Si tanto sabéis –continuó Yahán–, habladme sobre esta ciudad
fantasmal –señaló al arco que se veía al fondo, iluminado por la luna–.
¿Quiénes la edificaron y por qué fue destruida?
Yo había oído hablar de Palmira, pero al-Kamil se me adelantó.
–Esta urbe, Palmira o Tadmor, llegó a dominar las rutas de las
caravanas con el lejano oriente. Aquí, los árabes, antes de que el Profeta
acabase con sus falsos dioses, fundaron un país que llegó a ser poderoso,
aprovechando la debilidad de los persas y los romanos, hartos ya de pelearse
entre sí. La reina Zenobia llegó a proclamarse independiente y a dominar
varias provincias romanas, pero al final uno de sus emperadores, esto…
–Aureliano –intervine yo.
–Un nombre ridículo –prosiguió al-Kamil–. Bien, ese infiel hizo
prisionera a Zenobia y arrasó Palmira. Pero la ciudad se alzaba en un sitio
estratégico, en un oasis que dominaba las rutas caravaneras, y renació. Tal
como estaba escrito, en su momento sus habitantes vieron la luz del Islam, y
la ciudad prosperó. Pero seguramente aquellas gentes se hicieron arrogantes,
y Alá, bendito sea Su nombre, decidió castigarla. Hace poco más de cien
años, un temblor de tierra la destruyó. Esto es cuanto queda de ella –hizo un
gesto teatral, abarcando a las ruinas.
–No es la primera ciudad de por aquí que acaba devastada por un
terremoto, ¿verdad? –preguntó Yahán.
Por alguna razón, me molestó que siguiera con tanto interés las
palabras de al-Kamil.
–Debe de haber muchos pecados por estas tierras, para que Dios
las castigue así –dije.
–Son actos de Alá, para reafirmarnos en nuestra fe –repuso el
selyúcida.
Se inició una entretenida discusión teológica entre los tres.
Bueno, eran dos contra uno, pero creo que me defendí bien. Poco a poco, al-
Kamil fue callándose, y éramos Yahán y yo quienes argumentábamos de
forma más vehemente. En un momento dado, al-Kamil se marchó en silencio
a dormir y nos dejó solos, pero no nos dimos cuenta hasta un rato después.
Nos callamos de súbito, cohibidos, sin saber muy bien cómo seguir. Yahán
me miró entonces a los ojos y sonrió levemente.
–Pareces muy versado en teología, astrología y otras ciencias,
pero ¿de qué te sirve eso en la vida real si eres incapaz de reconocer a una
mujer? Cristiano tenías que ser. Y egipcio, por si te faltaba algo.
Debo confesar que me ruboricé, aunque la noche y la luz
vacilante de la hoguera me ayudaron a disimularlo, o en eso confié. Yahán
pareció rumiar algún pensamiento, y dijo:
–En algunos sitios me lapidarían por esto, pero el calor de la
lumbre va a lograr que me sofoque –y se quitó el turbante. Su pelo quedó
suelto, brillando a la luz de la luna.
Por un momento, me olvidé de respirar. ¿Cómo demonios podía
haberla tomado por un chico? Me di cuenta, de repente, de lo hermosa que
era. Eso sí, estaba más loca que una cabra. No sólo se vestía como un
muchacho, sino que encima mostraba los cabellos a un hombre en público, y
no sólo en los aposentos palaciegos. Era algo ciertamente inusual. ¿Qué le
habría impulsado a hacerlo?
Me miró de reojo, como aguardando alguna reacción por mi parte
o, quizá, divertida por ésta su última travesura. El caso es que se levantó, se
cubrió de nuevo la cabeza y me deseó que pasase una buena noche. Y allí me
quedé yo, más solo que la una, intentando poner orden en el barullo de
pensamientos que en esos momentos asaltaba mi mente.

* * *

Reemprendimos el camino hacia el este por un paisaje que se iba


haciendo cada vez más ameno. Abundaban los oasis y pozos, cuyos nombres
he olvidado. Recuerdo, eso sí, la habilidad de los agricultores locales, que
canalizaban el agua con maestría y creaban vergeles en medio de la nada.
Dudo que exista otro pueblo que domine de semejante forma el arte de la
irrigación. De vez en cuando, una mansión fortificada se alzaba en la llanura.
Algunas pertenecían a Abú Alí, que nos obligaba a detenernos en ellas para
agasajarnos con su hospitalidad. Lo que al-Kamil farfullaba al respecto,
prefiero no repetirlo aquí.
Sin embargo, en aquellos días yo no reparaba en la tardanza.
Yahán no se me iba de la cabeza, y ahora era a mí a quien le apetecía
cabalgar a su lado. Sin embargo, decidí mantener la dignidad, evitando
cualquier intento de aproximación. Ella tampoco parecía hacerme mucho
caso, aunque alguna vez hubiera jurado que me estudiaba detenidamente
cuando creía que yo no me daba cuenta.
Para no acabar como uno de esos trovadores occitanos que
languidecían por el amor de una dama inalcanzable, traté de matar el tiempo
con distracciones más útiles. Durante el periodo que pasé en palacio no me
permitieron portar armas, así que mis habilidades marciales corrían peligro de
anquilosarse. Decidí aprovechar las frecuentes paradas para repasar
movimientos de esgrima, sin importarme las miradas perplejas que me
echaban los miembros de la caravana, Yahán inclusive. Que me tomaran por
loco furioso, daba igual. Ya estaba bien de holgar. Recordé el juramento que
hice a mi padre en su lecho de muerte. Si quería ser un buen soldado de
Cristo, debía esforzarme más.
Tan sólo al-Kamil parecía comprender mi actitud. La primera vez
que me detuve a efectuar diversas fintas con la espada me estudió con ojo
crítico. Al cabo de un rato no pudo resistirse a efectuar un comentario
profesional:
–Si levantas el brazo izquierdo de esa manera cuando golpeas con
la diestra, alguien acabará metiéndote dos palmos de acero por el sobaco en
cuanto te descuides.
–Se supone que llevaré el escudo bien aferrado –murmuré entre
dientes, resollando por el esfuerzo. Estaba desentrenado, y me pesaba la cota
de malla.
–Pues te mueves como si quisieras usarlo de sombrero, en vez de
mantenerlo ceñido al costado –señaló, en tono docto–. No me explico cómo
sobreviviste en Arsuf. Será cierto que la Madre de Jesús favorece a los tontos,
a los niños y a los pastores, como afirmáis los cristianos…
Estuve a punto de mandarlo al diablo, pero me contuve. Pensé en
la misión que nos habían encomendado, y el mejor modo de cumplirla. Al-
Kamil era mi enemigo, sin duda. No olvidaba que él había ordenado a aquel
arquero disparar sobre mi camarada, el caballero Teodoro. Sin embargo,
saltaba a la vista que se trataba de un guerrero excelente. ¿Por qué no
aprovechar aquella circunstancia?
–Si tan bueno te consideras –le espeté–, ¿te atreves a cruzar tu
espada conmigo, para que nuestras habilidades no se atrofien? Saladino nos
lo agradecerá –añadí.
No se lo pensó mucho.
–Siempre será mejor que dar tajos al tronco de una palmera –
sonrió–. Pareces tener unos conocimientos básicos del arte de la esgrima.
Traje algunas armas con el filo embotado, por si se terciaba practicar con
alguno de los integrantes de la caravana. Voy a por ellas; por mucho que te lo
merezcas, al sultán no le gustaría que te amputase un miembro por accidente.
Y así empezamos a darnos lecciones mutuamente. Era bueno el
condenado, más viejo y experimentado que yo, aunque él también debió
admitir que aquel cristiano atesoraba algunos recursos. Y aunque no lo dijera
abiertamente, tenía más en común conmigo que con el resto de integrantes de
la caravana. Ambos sabíamos lo que era matar al enemigo en el campo de
batalla, y nos tomábamos muy en serio la responsabilidad de cumplir
órdenes.
Por otro lado, era muy de agradecer el esfuerzo físico, que a veces me
llevaba hasta la extenuación. Cuando rodaba por el suelo polvoriento para
evitar que al-Kamil me moliera a golpes de espada, no me quedaba tiempo
para pensar en Yahán.
Abú Alí no aprobaba aquellos alardes bélicos. Protestaba sin
cesar, pregonando a los cuatro vientos el riesgo que corríamos de lastimarnos
o algo peor. Más aún, la caravana se hallaba bajo su responsabilidad y ¿qué
pensaría el sultán, en caso de ocurrir una desgracia? Por supuesto, al-Kamil y
yo no le hicimos el menor caso. Con suerte, así se daría más prisa por llegar a
nuestro destino.

* * *

Por fin, tras más jornadas de viaje de las debidas, llegamos a Abú
Kamal, un pueblo situado a orillas del Éufrates. Mesopotamia, la tierra entre
ríos, se desplegaba ante nosotros. A partir de ahí el viaje sería más fácil, ya
que sólo tendríamos que seguir el curso fluvial hasta Ar Ramadi, y luego
torcer hasta el Tigris, donde se asentaba Bagdad.
Cabalgar por aquellos lugares resultaba un auténtico placer. El río
a nuestra izquierda, incontables acequias y canales, huertos, viajeros, barcos,
carros, villas, fortalezas, agricultores, mercaderes, soldados, pájaros… Sentía
como si me hallara en un vergel. El Éufrates era un regalo de Dios para
fertilizar el desierto. Claro que habiéndome criado en Egipto, aquello me
resultaba familiar. En cierto modo, era como retornar a casa, a la infancia, a
tiempos más felices, cuando padre aún vivía. Sentí las punzadas de la
nostalgia, pero traté de apartar de mi mente aquellos pensamientos ociosos.
A esas alturas, al-Kamil hasta me dirigía la palabra regularmente.
Aquel día, cosa rara, debía de estar de buen humor, pues se empeñó en
impartirme una lección magistral sobre las maravillas del Éufrates,
empezando por su nacimiento, que él situaba en el monte Ararat. Sí, ése
donde el arca de Noé tocó fondo. No sé si lo creía en verdad, o bien trataba
de impresionarme o de echar flores a su tierra natal. No tardé en dejarle claro
que para alguien que, como yo, había vivido en el valle del Nilo, el Éufrates
era poco menos que un canalillo de desagüe.
–Si quieres ver ríos de verdad, vente para Egipto –le sugerí,
burlón–. Allí tenemos cocodrilos en vez de lagartijas, e hipopótamos en
puesto de ratas de agua.
No era la primera vez, ni sería la última, en que disputábamos por
temas de lo más diverso. Sin embargo, el roce continuo, las discusiones y las
charlas, estaban logrando que entre nosotros dos, si no la amistad, surgiera el
respeto. Al fin y al cabo, éramos camaradas de profesión, aunque militásemos
en bandos diferentes.
Aquella misma tarde, mientras practicábamos unas complicadas fintas
y contraataques, tuvimos que soportar una nueva filípica de Abú Alí sobre
nuestra irresponsabilidad por jugar con el acero de aquella manera.
–¡Acabaréis por mataros! –sentenció antes de marcharse, dejándonos
por imposible.
–Eso es lo que a ti te gustaría, gordinflón –murmuró al-Kamil
cuando el mercader se largó, y seguimos peleando.
Y con cada golpe y cada discusión, nuestra estima mutua no
hacía más que aumentar.

* * *

Inevitablemente, al-Kamil y yo comentábamos los avatares de la


Cruzada. Nos escuchábamos atentamente, aunque refunfuñábamos cada vez
que el otro alababa en exceso a los suyos y se burlaba del enemigo. Confieso
que me resultó muy útil discutir con un guerrero del bando musulmán que,
por cierto, había participado en todas las grandes batallas de los últimos
tiempos al lado de Saladino. Era bueno conocer las versiones de ambas partes
sobre los mismos acontecimientos. Lo que uno consideraba actos dignos de
alabanza, para el otro eran crímenes execrables.
Puesto que avanzábamos a paso de tortuga, al-Kamil tuvo tiempo
de cruzarse con varios mensajeros de Saladino, los cuales nos informaron
sobre lo que sucedía en Palestina. Seguía haciendo un tiempo de perros, y
Ricardo había renunciado definitivamente a conquistar Jerusalén. Para que
sus hombres no se desanimaran, se dedicó en cuerpo y alma a fortificar lo que
quedaba de Ascalón. Saladino no lo atacó, sino que prefirió aguardar
refuerzos y reponer fuerzas. Al-Kamil me confesó que, de paso, confiaba en
que los francos acabaran por pelearse entre sí y le ahorraran el trabajo de
combatirlos. De hecho, las relaciones entre Ricardo y Conrado de
Montferrato eran cada vez más tirantes. Mi rey había llegado incluso a
amenazar a Conrado con arrebatarle sus tierras, pero éste se sabía seguro en
su fortaleza de Tiro. Ciertamente, aquellas noticias me inquietaron
sobremanera. Éramos pocos y, encima, despellejándonos entre nosotros…
Ojalá acabara pronto esta excursión a Bagdad y me permitieran regresar al
lugar donde podría tener lugar una nueva batalla. Pero debíamos cumplir una
misión, y eso significaba llevarme bien con al-Kamil. Doy fe de que
conversamos mucho. Ambos preferíamos un interlocutor serio al parloteo de
Abú Alí.
Al principio, yo le conté maravillas de los personajes a quien
admiraba: el buen y bravo rey Ricardo; el noble aunque atormentado
Hunfredo; la pobre y abnegada Isabel; los valerosos templarios… Asimismo,
critiqué a los que me caían mal, como el rey Guido o el siniestro Conrado de
Montferrato, que tanto sufrimiento causaba a Hunfredo y a su esposa. Al-
Kamil me dejó hablar, escuchando con educación. Cuando terminé de
pronunciar un encendido elogio de Ricardo Corazón de León, el selyúcida me
puso una mano en el hombro y me miró con expresión socarrona.
–Resulta muy interesante tu disertación sobre excelentes héroes y
malvados villanos, Marc. Has tenido suerte de relacionarte sólo con los
primeros, ¿verdad? Ricardo, Hunfredo, los templarios… Todos tus amigos y
protectores son de los buenos y virtuosos. ¿No te parece una improbable
casualidad? –y la sonrisa se borró de su rostro–. Tal vez aquellos a quienes
admiras, tan nobles e intachables, guarden oscuros secretos. En ocasiones, lo
que parece una joya rutilante resulta ser una vulgar piedra pintada con
purpurina, para engañar a los incautos. Medita sobre ello, aunque éste sea un
pasatiempo poco practicado por los jovenzuelos como tú.
Al-Kamil se dio la vuelta y me dejó a solas, confundido por lo
que había insinuado. Más que confundido, me sentía indignado. ¿Quién era
aquel hereje para mancillar el buen nombre de mi rey y los demás? Tomé sus
palabras como lo que eran: maledicencias de un enemigo resentido. No
obstante, la duda había sido sembrada.
Por supuesto, el tema no podía quedar así. Al cabo de un rato, en
cuanto se me presentó la ocasión, volví a defender el honor de quienes
consideraba justos, comparándolos con otros individuos menos
recomendables, como Guido o Conrado. Al-Kamil se mesó la barba,
meditabundo.
–Estoy de acuerdo contigo en que el rey Guido es un desastre en
todos los aspectos: como hombre de palabra, como militar… ¿Has oído
hablar de la victoria de los Cuernos de Hattin?
–La derrota –puntualicé–. No olvides que soy cristiano.
–Peor para ti. Yo estuve allí, ¿sabes? Lo mejor del caso es que
pudisteis haber ganado la batalla. Tan sólo la cerrazón de mollera de vuestros
príncipes os condujo de cabeza a la encerrona que os habíamos preparado. Yo
me negaba a creer que fuerais tan estúpidos, pero Saladino os conocía bien.
«Ya verás cómo caen esos infieles, mi buen al-Kamil», me dijo, y qué razón
tenía…
»Por supuesto, no todos los jefes cristianos carecían de
experiencia y sentido común. Según supimos luego, bastantes caballeros
estaban de acuerdo en que atacar al ejército de Saladino era un suicidio. Si
hubierais seguido una estrategia defensiva, nos habríamos tenido que retirar.
Estábamos en pleno verano, y nuestro ejército no podría mantenerse mucho
tiempo operativo en aquel secarral, cerca de Tiberíades.
–¿Qué se os había perdido por allí?
Al Kamil miró al cielo, como pidiéndole a Alá fuerzas para
cumplir una tarea desagradable. Creo que lo hacía de broma; en el fondo, le
gustaba apabullarme con sus vastos conocimientos de la política de Tierra
Santa.
–Ay, olvidaba que eres un polluelo recién salido del cascarón, sin
experiencia de la vida. Para que comprendas cómo pudo ocurrir una
escabechina tan excelsa como la de los Cuernos de Hattin, tendremos que
retroceder algunos años. Atiende: Por aquel entonces, Saladino quería
castigar al hombre más malvado que ha pisado Palestina: Reinaldo de
Châtillon. No contento con haber saqueado Chipre, ese perro infiel organizó
una flota pirata que robó, violó y mató a los buenos musulmanes por las
costas del mar Rojo. ¡Incluso llegó a las cercanías de la Meca, y hundió un
barco lleno de inocentes peregrinos! –al-Kamil se iba exaltando conforme
narraba la historia–. Saladino juró que nunca perdonaría aquella afrenta y se
dispuso a invadir Palestina.
»Muchos francos acudieron a la llamada de Guido para
defenderos de nuestra justa ira. Bueno, a algunos no les dejamos llegar. Tu
amigo Hunfredo cayó en una emboscada, y liquidamos a sus tropas
transjordanas. De todos modos, lograsteis organizar un ejército
medianamente decente y nos bloqueasteis el paso. Los caballeros cristianos
más sensatos aconsejaron bien a Guido, y vuestras tropas permanecieron a la
defensiva. De habernos atacado, os habríamos borrado del mapa. De hecho,
Saladino tuvo que retirarse, y cada mochuelo volvió a su olivo. Sin embargo,
Reinaldo y otros francos se quedaron con las ganas de hostigarnos. Acusaron
a Guido de cobardía, y maniobraron para destituirlo. Por si no lo sabías,
Guido aún no era rey de Jerusalén en esa época, aunque había sido nombrado
regente por el desgraciado Balduino, el cual agonizaba por culpa de la lepra.
»A todo esto, tenía que celebrarse la boda entre tu amigo
Hunfredo y la niña Isabel. Sería un buen momento para que los jefes
cristianos se reunieran y reconciliaran. Reinaldo insistió en que la ceremonia
tuviera lugar en su fortaleza de Kerak. Fue un gran festejo que duró varios
días, y cuando los invitados se lo estaban pasando mejor, Saladino llegó con
tropas egipcias y sitió la fortaleza. Como te dije, había jurado acabar con el
infame Reinaldo, y no cejaría hasta cumplirlo.
»Lo que ocurrió después es para contarlo y no creerlo. Músicos,
juglares y demás morralla prosiguieron con sus actuaciones, mientras
nuestras catapultas no paraban de lanzar piedras contra las murallas.
Estefanía, la madre de Hunfredo, llegó a preparar con sus propias manos unos
platos de comida que envió como presente a Saladino. Para tratarse de una
mujer, los tenía bien puestos… Saladino, en uno de sus gestos de bondad que
a veces le pierden, ordenó que no bombardeásemos la torre en que residían
los recién casados. En fin, fuimos incapaces de tomar la fortaleza. Como
llegaban refuerzos de Jerusalén, no nos quedó otro remedio que levantar el
sitio. El maldito Reinaldo debía de haber firmado un pacto con Satanás,
puesto que no había forma de acabar con él…
–Pero ¿qué tiene que ver todo esto con la batalla de Hattin? –me
estaba impacientando.
–Ten un poco de paciencia, cabeza loca. ¿Quieres enterarte de por
qué nos estamos matando unos a otros? Pues aprende a escuchar a tus
superiores –me amonestó–. Transcurrieron varios años sin batallas dignas de
mención. Saladino debía resolver algunos problemas en Egipto, así que os
dejó en paz de momento. Mientras, los cristianos os empeñabais en pelear
entre vosotros. El leproso Balduino se enemistó con Guido por la manía de
éste de asaltar caravanas de inocentes beduinos. Así, el rey, antes de morir,
llamó a su primo Raimundo de Trípoli y le pidió que cuidara del próximo rey
de Jerusalén, aún niño y, además, con muy mala salud. En caso de que éste
muriera antes de cumplir los diez años, se determinó que Raimundo quedaría
como regente hasta que el papa, el emperador y los reyes de Francia y
Bretaña decidieran quién debía ocupar el trono.
»El niño abandonó este mundo antes de cumplir nueve años, pero
varios nobles locales se las ingeniaron para engañar a Raimundo y enviarlo
lejos de Jerusalén en tan cruciales momentos. Sibila acabó por coronarse
reina de Jerusalén y su marido, Guido, fue encargado de gobernar el reino,
pese a su impopularidad. El infame Reinaldo de Châtillon fue su principal
valedor. ¿Qué podían hacer los partidarios de cumplir la voluntad del difunto
Balduino, con el noble Raimundo a la cabeza? Alguien tuvo una brillante
idea: que Isabel y Hunfredo marcharan a Jerusalén y se coronaran reyes.
Reinaldo y sus secuaces no podrían resistir a las tropas unidas de los demás
caballeros de Palestina. Por tanto, Sibila y Guido tendrían que renunciar al
trono.
»Lo que sucedió entonces, según nos informaron los espías, no te
gustará. Tu idolatrado Hunfredo escapó, fue corriendo a Jerusalén y pidió
audiencia a la reina Sibila. Ésta lo insultó y escarneció, pero Hunfredo no
protestó. Humillado, le confesó que tenía miedo de ser rey. ¡El muy
cobarde…! La responsabilidad del cargo era demasiado para él. Se lo pasaba
muy bien con su esposa Isabel, la cual lo amaba con locura, y detestaba
complicarse la vida. Sibila quedó encantada, y obligó a Hunfredo a que
rindiera homenaje a Guido. Hunfredo no se negó, sino todo lo contrario. Y
ante esto, ¿qué podía hacer el pobre Raimundo? Maldijo a aquel cagón, liberó
de su juramento a los caballeros que lo seguían y todos acabaron por
someterse a Guido. Desde entonces, Hunfredo no es demasiado popular entre
los tuyos.
Al-Kamil me miró con gesto burlón, y yo no supe qué replicar.
Quise defender a Hunfredo, pero ¿en verdad lo conocía yo mejor que el
selyúcida?. Bajé la cabeza, abatido, mientras él seguía con su relato:
–Para nosotros fue un regalo de Alá que el majadero de Guido
fuera rey. Muchos nobles cristianos lo detestaban, así que era cuestión de
tiempo que alguno de ellos rompiera la tregua con Saladino y le diera a éste
un motivo para atacaros. Justo es decir que Guido trató de mantener la paz,
pero el bárbaro Reinaldo atacó una gran caravana, obteniendo un inmenso
botín tras matar a los soldados que la escoltaban. Acto seguido se encerró en
su fortaleza de Kerak, convencido de su invulnerabilidad. Saladino estaba ya
más que harto de tantas violaciones de la tregua, y se quejó a Guido para que
castigara a Reinaldo. Por desgracia para el rey, Reinaldo era su principal
apoyo, así que no podía tomar ninguna medida contra él.
»Estuvo a punto de estallar una guerra entre cristianos, y
Saladino, bendito sea, aprovechó para tomar la iniciativa. Gracias a las
reticencias de Raimundo, nuestras tropas pudieron realizar unas cuantas
incursiones en territorio infiel, que concluyeron con una excelente degollina
de templarios y hospitalarios. Ante eso, os visteis forzados a olvidar pasadas
rencillas y uniros. Y así, por fin, llegamos a la decisiva batalla de Hattin.
»Nuestras tropas cruzaron el Jordán y sitiaron la ciudad de
Tiberíades. El conde Raimundo, con muy buen sentido, aconsejó a Guido que
no nos atacara. Al igual que años atrás, sabía que una estrategia defensiva os
beneficiaría. Ninguno de los dos ejércitos podría aguantar mucho tiempo en
un territorio tan desértico como las proximidades del mar de Galilea; además,
Tiberíades era perfectamente capaz de resistir nuestro asedio. Sin embargo,
Reinaldo de Châtillon y el Gran Maestre de los templarios convencieron al
débil Guido de que debía entablar combate. Como de costumbre, tus
preciados templarios poseían más músculo que cerebro. Raimundo, tras
mucho argumentar, había logrado que Guido optara por quedarse en Seforia,
un lugar con agua y buenos pastos para los caballos. Sin embargo, el Gran
Maestre Gerardo, amparado en la oscuridad de la noche, visitó a escondidas
al rey Guido y le hizo cambiar de idea.
»Y fue así como los cristianos avanzasteis por seis leguas de
tierra seca, en pleno verano, y os metisteis de cabeza en la emboscada que os
tendimos. Saladino daba gracias a Alá por vuestra torpeza suicida. Cuando os
quedasteis sin agua, sólo tuvimos que incendiar el terreno, esperar a que
salierais, cegados y muertos de sed, y mataros como a conejos. Que conste:
los caballeros francos lucharon como demonios, pese a saberse perdidos, y
nos costó lo indecible acabar con ellos. Pero ganamos al final. Algunos, como
Raimundo o Balián de Ibelín, pudieron huir. Otros, como el obispo de Acre,
murieron. Y para nuestra dicha, capturamos a Guido, Reinaldo, Hunfredo, el
Gran Maestre y unos cuantos más. También nos apoderamos de la cruz en
que ejecutaron al profeta Jesús, al que vosotros os empeñáis en considerar
hijo de Dios. Como si Alá tuviera hijo… ¡Menudo disparate!
»Saladino se sentía magnánimo. Llevó a los prisioneros a su
tienda y ofreció agua fresca a Guido. Como sabrás, eso significaba que lo
tomaba bajo su protección. Guido no tuvo otra ocurrencia que pasarle la copa
a su amigo Reinaldo, lo que enfureció al sultán. Reinaldo de Châtillon, el
infame, no podía ser perdonado. Saladino le afeó su pasada conducta y acto
seguido, con sus propias manos, lo decapitó delante de todos. A los demás
príncipes cristianos los respetó, incluido el Gran Maestre del Temple. En
cambio, a los templarios no podía dejarlos libres. Eran demasiado fanáticos y
buenos guerreros. En un alarde de buen humor, Saladino llamó a unos sufíes
medio locos que nos seguían, les entregó unos alfanjes y les pidió que
ejecutaran a los templarios. Teniendo en cuenta que algunos de esos santones
no sabían distinguir entre el mango y la hoja de un arma, la ejecución fue un
tanto, digamos, pintoresca. Al final no dejaron ni uno vivo, pero se tomaron
su tiempo, eso sí. Es lo que ocurre si permites que unos aficionados lleven a
cabo el trabajo de los profesionales –se le escapó una carcajada, aunque a mí
maldita la gracia que me hizo.
»Después de la gloriosa victoria de Hattin, el resto de Palestina
cayó en nuestras manos como fruta madura. Los pocos supervivientes
cristianos se refugiaron en la fortaleza de Tiro, mientras nosotros
reconquistábamos las grandes ciudades: Sidón, Ascalón, Jerusalén…
Saladino fue amable con los prisioneros, lo cual confundió a los cristianos.
Prácticamente os barrimos del país. Tan sólo os quedaban Tiro, algunas
fortalezas como el Krak de los Caballeros y poco más –de repente, el rostro
de al-Kamil se ensombreció–. ¡Maldita sea, justo después de la batalla de
Hattin os pudimos haber echado a todos al mar! Pero Saladino cometió un
error: esperó demasiado. Negoció la rendición de Tiro, la cual estaba
dispuesta a capitular. Hasta habíamos izado nuestras banderas en la
ciudadela… Y justo entonces llegó a Acre, que estaba en nuestro poder, un
barco solitario con un tal Conrado de Montferrato. Sí, el mismo que le birló
la mujer a Hunfredo.
»Conrado venía de Constantinopla, donde estaba acusado de
homicidio, así que prefirió cambiar de aires. No tenía ni idea del desastre de
Hattin. En cuanto le comunicaron la noticia y le dijeron que Tiro iba a
capitular, tuvo la brillante idea de navegar hasta esta ciudad, presentarse ante
los sitiados como un héroe y convencerlos de que resistieran. ¡Así, por las
buenas, con tan sólo un miserable barco y dos cojones…! Era una ocurrencia
absurda, pero se salió con la suya. Contra todo pronóstico, Tiro decidió
resistir y rechazó nuestros primeros ataques. Incluso llegamos a traer a su
anciano padre, el marqués de Montferrato, amenazando con matarlo si no se
rendía, pero ni por ésas. Saladino perdonó al marqués y, en vez de perseverar
en el asedio, hizo caso al consejo de sus emires y dio descanso al ejército.
Qué error; qué inmenso error…
»La valentía de Conrado logró que todos creyeran que podíais
volver a dominar Palestina. Pedisteis auxilio a los reyes europeos, y desde
Sicilia os enviaron una flota al mando del almirante Margarito con varios
cientos de caballeros. Poco después fueron llegando otros aventureros
cristianos: marinos daneses y flamencos, el valiente caballero Jaime de
Avesnes, cuya memoria honramos incluso sus enemigos… Y ya no pudimos
echaros. Aún peor: Guido, celoso de la fama de Conrado, se empeñó en
atacar Acre, y pese a su conocida incompetencia mantuvo el sitio hasta que
llegaron los refuerzos francos y las tropas del rey Ricardo. El resto, ya lo
conoces.
»Por tanto, Marc, nosotros vemos las cosas de forma distinta a la tuya.
Los templarios no son héroes, sino bárbaros sedientos de sangre. Su única
virtud es la destreza que exhiben en el arte de la guerra. Hunfredo es un
hombre, o tal vez menos que eso, débil y pusilánime, aunque útil por su
comprensión de la cultura árabe. Si bien Saladino lo tiene en alta estima,
muchos lo despreciamos, por más que lo necesitemos. Y tu odiado Conrado
nos parece un valiente enemigo, digno de elogio. Eso sí, estamos de acuerdo
en que Guido es un perfecto imbécil –sentenció.
Las palabras del selyúcida me habían abrumado. Hasta entonces
había tenido las ideas muy claras, y aquel maldito se empeñaba en
ensombrecerlas con sus acusaciones. Intenté reaccionar.
–Pero… Al menos, admitirás que Ricardo es un noble guerrero,
al que hasta vosotros elogiáis. El propio Saladino lo respeta…
–Nadie discute sus dotes como jefe militar ni su valor personal.
Nosotros, los selyúcidas, admiramos eso. Sin embargo, Saladino es muy
superior como persona. Su nobleza y bondad son incomparables. Cuando se
decide a obrar con magnanimidad, nada ni nadie lo detiene, incluso si va en
contra de sus propios intereses. En cambio, Ricardo… Después de que nos
arrebatarais Acre, llegamos a un acuerdo para rescatar a los prisioneros. Pues
bien, tu noble monarca no lo respetó. Ordenó a sus soldados que mataran a
todos los cautivos musulmanes. Fue horrible. ¡Allí, delante de nuestros ojos,
sin que pudiéramos evitarlo…! Cuando os retirasteis, tan sólo pudimos contar
los muertos, miles de ellos. Y llorarlos.
Juraría que los ojos se le humedecieron. Yo, obviamente, traté de
justificar a mi rey:
–Es lamentable, de acuerdo, pero se trata de cosas que suceden en
la guerra. Tú mismo me acabas de contar cómo Saladino ordenó eliminar a
los templarios prisioneros en Hattin, ¿verdad?
Al-Kamil me miró con furia.
–¡Sí, pero se trataba de hombres hechos y derechos, que sabían a
lo que se exponían cuando participaban en la batalla! En cambio, en Acre
matasteis a mujeres, ancianos, niños de teta… ¿Cómo se pueden comparar
ambas acciones? –alzó los brazos al cielo–. ¡Somos guerreros, no carniceros!
¡Que los yinns se lleven a tu dichoso Ricardo Corazón de León!
Se calló de pronto, dio media vuelta y se marchó, quizá para que
su furia no le hiciese perder la compostura. Aquellos recuerdos le dolían,
estaba claro. Durante una buena temporada no saqué el tema de las cruzadas a
colación. A mí tampoco me habían dejado muy contento sus palabras.
Cuando crees tener la razón de tu parte, resulta odioso que siembren dudas en
tu mente. Me vino a la cabeza aquel discurso de Maimónides sobre los modos
de adquirir conocimiento. Si aprendía a pensar como un infiel, ¿podría seguir
llamándome cristiano? Para convertirme en un buen cruzado, ¿tendría que
renunciar a comprender al enemigo? Y lo peor de todo, ¿acaso serían mis
héroes unos miserables en el fondo? Indudablemente, aquel viaje a Bagdad
no estaba saliendo como había supuesto.
* * *

Mi otra preocupación radicaba en Yahán, por más que tratara de


convencerme a mí mismo de que no había motivo.
Yo creo que ambos buscábamos una excusa para entablar de
nuevo conversación, aunque ninguno se decidía a dar el primer paso. Puede
parecer estúpido, pero así era. En el fondo, nos comportábamos como críos.
Tan sólo se requería un momento mágico, como aquél en las
ruinas de Palmira, para volver a encender la chispa. Y en un viaje tan largo
como el que nos ocupaba, con unos parajes tan evocadores y rebosantes de
historia, sólo era cuestión de tiempo.
Una de las noches en que pernoctamos en una de las mansiones
de Abú Alí, a orillas del río, y después de cenar opíparamente, se inició una
conversación ociosa entre el mercader, al-Kamil y yo. Yahán se mantenía al
margen, más recatada que de costumbre, aunque atendía a cuanto decíamos.
Las viandas y licores habían atemperado el enfado crónico de al-
Kamil. Tanto él como yo teníamos la tripa llena, así que aguantamos sin
pestañear el soliloquio de Abú Alí sobre sus numerosas posesiones en
Mesopotamia. Más adelante, no sé muy bien por qué, formulé algunas
observaciones sobre unas colinas que habíamos visto durante las jornadas
anteriores.
–Son tan regulares, y parecen estar plantadas ahí, en medio de
ningún sitio…
–En este país les dan el nombre de tell –me explicó Abú Alí,
encantado de ilustrarme con su sabiduría–. Dicen, pero yo no pondría la
mano en el fuego, que bajo ellas yacen los restos de las ciudades de los
antiguos caldeos. Se cuentan historias de tesoros enterrados…
Seguimos platicando un rato más hasta que al-Kamil se excusó y se
retiró. Lo mismo hicieron al cabo de unos minutos Abú Alí y su hija. Yo me
quedé solo y, puesto que en esos momentos no me veía capaz de conciliar el
sueño, salí a dar un paseo por el jardincillo de la mansión. Era un lugar
agradable, cautivador incluso, con el murmullo del agua de fondo.
–Algunos afirman que los jardines son la forma en que
representamos en la tierra nuestra idea del Paraíso –dije en voz alta, no sé
muy bien por qué razón. No suelo hablar solo.
–Para un pueblo nacido en el desierto, el Paraíso reside en el agua
–susurró alguien a mi lado.
Me volví, sobresaltado. Era Yahán. Me había seguido sin que me
diera cuenta, o bien nuestros caminos se habían cruzado al azar.
Y la noche tenía magia.
Creo que balbucí alguna trivialidad para salir del paso. De
repente, y sin motivo, me estaba poniendo nervioso. Nos sentamos en un
banco, junto a una fuentecilla cantarina. Yo no sabía muy bien cómo seguir,
pero Yahán tomó la iniciativa.
–Noches así, tan oscuras, son propicias para relatar historias.
Conozco muchos cuentos de mi tierra, pero me gustaría escuchar alguno de
labios de un cristiano.
–Si tú me correspondes con otro que sea nuevo para mí…
–Trato hecho. ¡Comienza, Marc!
El oírla pronunciar mi nombre me causó un inesperado placer.
Estuve unos instantes dudoso, pensando en qué le iba a contar que no fuera
muy subido de tono o pudiera ofender su religión o su sexo. Al final me
decidí.
–De acuerdo, ahí va. En un lugar de Persia…
–Oye, que yo soy persa –me señaló con el dedo, amenazante–.
No te vayas a pasar, ¿eh?
–Tranquilízate, mujer, y no me interrumpas hasta el final:
»En un lugar de Persia, de cuyo nombre no quiero acordarme, no
hace mucho tiempo vivía un sabio que poseía grandes conocimientos de
alquimia, de astrología y de todos los saberes prohibidos.
»El sabio era, quizá, la persona más poderosa de su país, pero a
pesar de eso no podía alcanzar la felicidad, ya que estaba solo. Ninguna
mujer hermosa se atrevía a acercársele, pues era mucho el miedo que le
tenían. Y las que trataban de arrimársele… Bueno, Yahán, no quiero ofender
tus oídos, pero puedes imaginarte cuál sería su catadura.
»El tiempo pasó, y el sabio fue resignándose a su suerte. Un buen
día, se dio cuenta de que alguien había hurgado en su despensa, ya que un
saco con trigo aparecía roto, con el cereal desparramado por el suelo. «Vaya,
me temo que tenemos visitantes», dijo, y preparó una ratonera, en la que puso
algo de queso como cebo.
»A la mañana siguiente, comprobó que había capturado a una ratita
blanca, que se agazapaba en un rincón de la jaula, asustada. «Bueno, ¿a quién
tenemos aquí?» Pensó en el destino que le daría al animalillo, si lo mataría,
se lo entregaría al gato o lo usaría en alguno de sus experimentos. Sin
embargo, en aquel momento lo asaltó de nuevo la soledad que padecía y una
peculiar idea vino a su mente. «Después de todo, vas a servir para algo, mi
pequeña amiga».
»Dicho y hecho. Gracias a sus conocimientos de alquimia, el sabio
preparó un elixir que obligó a beber a la ratita, y ésta se convirtió en una niña
rubia y de ojos azules, un auténtico encanto de criatura. El sabio la adoptó
como su propia hija, y durante varios años fue el hombre más feliz del
mundo.
»Pero la niña creció, y se convirtió en una mocita casadera por la que
suspiraban todos los mozos de la ciudad. El sabio, que se había mostrado
como un padre amante y justo, se puso muy triste al comprender que tendría
que separarse de su hija, pero era ley de vida que se casase y fundase un
nuevo hogar.
»Por supuesto, el sabio quería lo mejor para su hija del alma. Ninguno
de los hombres de la ciudad le parecía lo suficientemente bueno para ella. No;
él quería desposarla con el ser más poderoso del universo. Su pequeña no se
merecía menos.
»Meditó mucho sobre quién sería el más poderoso, y al final llegó a la
conclusión de que debía dirigirse al cielo estrellado, bajo el que moraban
todos los demás seres. Así que subió al monte más alto de Persia y le rogó
que se desposase con su hija. Más el firmamento le respondió: «Has de saber,
¡oh, venerable! que hay alguien más poderoso que yo: el Sol, cuya luz me
hace palidecer y me obliga a velar las estrellas, para que no se quemen y
conviertan en cenizas».
»Y el sabio aguardó al amanecer y, mirando hacia levante, pidió al sol
que se desposase con su hija. Más el astro rey le contestó: «Tu proposición
me halaga, venerable sabio, pero has de saber que hay alguien más poderoso
que yo: la nube, que oculta mi rostro ante los mortales. Habla con ella,
pues».
»Y así, el sabio se dirigió hacia un valle donde rugía una terrible
tempestad, con mil rayos y centellas hendiendo el aire, y le rogó
humildemente que aceptase la mano de su hija. Mas el negro y feroz
nubarrón le respondió: «Agradezco tu deferencia, noble sabio, pero hay
alguien más poderoso que yo: el viento, que me lleva a su antojo de un lugar
a otro, o me deshace en jirones si así se le antoja».
»Y el sabio, que ya comenzaba a desesperar, marchó hasta el desierto,
donde el viento soplaba y sepultaba a hombres y camellos. Con su magia
logró que le prestase atención, y así le pidió que se desposase con su amada
hija. Pero el viento le contestó, en un susurro: «Tu solicitud me honra, ¡oh,
hijo del Hombre! Pero has de saber que hay alguien más poderoso que yo. Se
trata de la montaña, contra cuya mole inmóvil yo me estrello y mis fuerzas se
disipan. Ella protege a hombres y animales, y permite que escapen de mi
ira».
»El sabio, perseverante, volvió de nuevo a la montaña más alta de
Persia. Se arrodilló a sus faldas, y le rogó humildemente que aceptase a su
hija como esposa. Mas la montaña, con una voz que parecía una avalancha de
piedras, le respondió: «Gracias, humano, por pensar en mí y considerarme
digna de desposar a tu hija, pero hay alguien que puede conmigo. En mis
entrañas mora una criatura que me horada con galerías, se pasea a su
antojo, e incluso roba a los hombres a los que doy cobijo en el valle que se
abre a mis pies». Y cuando el sabio le preguntó por el nombre de aquella
criatura que se reía de montañas y hombres, la montaña le dijo que se trataba
de un humilde ratón, que desesperaba a todos y nadie era capaz de capturar.
»Pero nada era imposible para la magia del sabio, que logró hacerse
con el contumaz roedor, para alegría de los moradores del valle. Llevó al
animalillo a su casa y lo asió de la cola mientras lo miraba fijamente:
«Conque tú eres la criatura más poderosa del universo, ¿eh? Quién lo diría,
pero los designios de Dios son inescrutables. En fin, ahora tengo claro lo que
debo hacer».
»Y el sabio se fue a la habitación donde su hija dormía, la besó en la
frente y, con unas palabras mágicas y signos cabalísticos, la volvió a
convertir en una ratita y se la entregó al ratón, que se puso muy contento. El
sabio les construyó un palacio en miniatura, con pequeños duendecillos para
que les sirvieran, y los dos vivieron felices durante toda su vida.
Yahán, que había escuchado el cuento sin perder detalle, hizo un
mohín de disgusto.
–Muy bonito, aunque espero, por tu bien, que lo de la ratita persa
no vaya con segundas intenciones… –hizo ademán de golpearme.
–Nada más lejos de mi voluntad –la calmé con un gesto y le
sonreí–. Ahora es tu turno, Yahán.
–De acuerdo. Tal vez mi relato no trate de gente tan poderosa
como el tuyo, pero espero que no te resulte aburrido. Versará sobre animales,
ya que sus actos nos muestran la sabiduría de Alá, el justo, el retribuidor, el
dueño soberano del poder, el omnisciente, el compasivo. Y saldrá también un
ratón, para no ser menos que tú. Ahí va mi historia:
»Había una vez una pobre mujer cristiana cuyo único oficio era
descascarar semillas de sésamo para las pócimas de un boticario, y con ello
se ganaba la vida. No había en el pueblo otra persona que se quisiera dedicar
a tan arduo, absurdo e ingrato trabajo, ya que para obtener un puñado de
sésamo limpio, debía afanarse todo el día, dejándose la vista y la salud en el
empeño.
»Una noche, mientras la pobre mujer dormía, rendida por el esfuerzo,
acertó a pasar por su casa una comadreja. Al ver el montoncito de sésamo,
primorosamente dispuesto en una bandeja, la gula la venció. Con sigilo, se
llevó el sésamo a su madriguera, donde se lo zampó sin remordimientos. Tan
sólo dejó una pequeña cantidad en la bandeja, ya que se había saciado y no
deseaba más.
»A la mañana siguiente, la mujer descubrió el robo, y sus gritos de ira
se oyeron en todo el pueblo. «¡Tienen que haber sido esos malditos ratones!
Desde que se me murió el gato, los muy desvergonzados campan por sus
respetos, pululando por la despensa y comiéndose mi único medio de
subsistencia. ¡Ay, quieran Dios y Su Hijo que pudiera capturar a uno tan
sólo de esos bichos inmundos! Haría con él un escarmiento ejemplar, y así
pagaría las culpas de todos sus congéneres». Y blasfemando, como soléis
hacer los cristianos, se puso a descascarar sésamo, para recobrar lo perdido.
»La comadreja, que esto oyó, vio la oportunidad de que su crimen
quedase impune. «Debo protegerme de la venganza de esa mujer, y velar por
mi salud». Así, fue a buscar ratones a la calle, y encontró a uno, recién
llegado del campo, que buscaba un hogar donde asentarse.
»La comadreja, muy amable y zalamera, saludó al ratón y le ofreció
su hospitalidad. Lo engañó, afirmando que vivía en la mansión de una rica
mujer, y le sorbió el seso al ingenuo animalillo, contándole los grandes
banquetes que se daba en aquella casa. Lo encandiló hablándole de pasteles
gigantescos, de sacos y sacos de grano y otros manjares deliciosos. Al ratón
se le hacía la boca agua y se relamía pensando en todo lo que se iba a zampar,
y lo acertada que había sido su decisión de emigrar del campo a la ciudad,
donde todo eran oportunidades y diversiones. «Ay, mi querida comadreja,
ojalá que todos los vecinos fueran tan hospitalarios y bondadosos como tú,
que ayudan tan desinteresadamente a un recién llegado», dijo al fin,
agradecido.
»La comadreja comprobó que su engaño veíase coronado por el éxito,
y se dispuso a dar el golpe final. «No debes agradecérmelo, mi buen
ratoncito. Durante mis viajes por el mundo conocí al pueblo musulmán, y allí
aprendí la virtud de la hospitalidad, tan grata a Alá, el compasivo. Pero aún
no te he contado lo mejor. Esta mujer prepara un sésamo delicioso, como no
hay otro igual en el mundo. Sin embargo, es descuidada, y tus parientes de
ciudad se lo comen sin compartir nada con los vecinos. Mi deber es
advertírtelo, para que tú también puedas participar en el banquete. Tú te lo
mereces antes que esos patanes». El ratón volvió a darle las gracias por su
amabilidad y, ni corto ni perezoso, corrió en busca del sésamo, dispuesto a
darse el gran atracón. No se fijó en la sonrisa hipócrita de la comadreja.
»Y tal como la comadreja había supuesto, aquel palurdo ratón de
campo desconocía las costumbres y horario de la mujer, por lo que fue
descubierto por ésta mientras roía las semillas. El desgraciado ni siquiera
había tomado la precaución de llevarse el botín a un lugar seguro, sino que se
puso a atiborrarse de sésamo en la misma bandeja. La mujer, por supuesto, se
acercó con sigilo, lo agarró por la cola y, dando gritos de triunfo, lo mató de
muerte cruel.
»Y así el ratón, por su confianza ciega, pagó unas culpas que no eran
suyas, y la comadreja pudo pasarse por aquella casa siempre que quiso, a
sabiendas de que la mujer sospecharía de los ratones cada vez que faltara un
puñadito de sésamo de la bandeja.
»Pues esta historia nos enseña que no debemos fiarnos de los
extraños, que con bellas palabras nos lisonjean, pero sus corazones albergan
oscuras intenciones y tratan de aprovecharse de la inocencia de los justos.
Sólo buscan nuestra perdición –quizá estaba refiriéndose a mí, pensé–, y para
eso debemos permanecer siempre alerta, gracias a Alá, el piadoso, el
apiadable. Bendito sea Su nombre.
El cuento había terminado, y los dos nos quedamos callados.
Nuestras miradas se cruzaron, y en sus ojos, negros y profundos, creí ver
reflejado un océano de estrellas. No había contemplado nada más hermoso en
mi vida. Con el corazón latiéndome desbocado en el pecho, y haciendo
acopio de todo mi valor, junté mi rostro con el suyo y la besé.
Temí que huyera, o que se pusiera a gritar y montara un
escándalo embarazoso, o bien que me abofeteara, pero se limitó a cerrar los
ojos y responder a mi beso. No sé cuánto estuvimos así. Supongo que no
demasiado, aunque fue como si el tiempo se hubiese detenido.
El momento pasó. Yahán se levantó, y yo no hice ademán de
retenerla. Me lanzó una mirada inescrutable y marchó a paso vivo hacia la
casa. Me quedé un buen rato en el jardín, preguntándome si aquello había
sucedido en realidad y si Yahán volvería a dirigirme la palabra por la
mañana.
Pero lo hizo, y durante nuestro viaje, Éufrates abajo, hubo más
noches y más historias. Yo le conté la del traje nuevo del rey, que unos
timadores fingieron tejer, diciendo que era una prenda maravillosa que los
cornudos y los bastardos no podían ver. O relatos de hadas y duendes, que
recordaba haber escuchado de labios de unos viajeros germanos. O, sobre
todo, aventuras de caballeros valientes que luchaban contra feroces dragones
para rescatar a una princesa de su aciago destino. A Yahán le encantaban
estas últimas. A cambio, ella me contó infinidad de historias sobre un mítico
califa, al-Rashid, y visires malvados, yinns poderosos, intrépidos marinos,
animales parlantes, gentiles y valientes doncellas, aventuras y maravillas sin
fin.
Y así, para cuando llegamos a la altura de Ar Ramadi, estábamos
perdidamente enamorados el uno del otro.
CAPÍTULO SEXTO: BAGDAD

Era una luminosa mañana. Yo cabalgaba junto a Yahán y nos


entreteníamos conversando, cuando me percaté de que en el horizonte se
divisaba una luz verde. Era como un destello permanente, un faro lejano y
hermoso. Al principio no le presté demasiada atención, pero a lo largo de las
horas ese resplandor verde se volvía más intenso. Comenté a Yahán este
hecho curioso y se rió, mirándome como si supiera muy bien qué misterios
del mundo todavía me resultaban desconocidos.
Seguimos cabalgando y era ya mediodía cuando vi que algunos
hombres se habían detenido y oteaban el horizonte. Les pregunté qué estaban
mirando y me respondieron con una sola palabra: «Bagdad».
Los imité, protegiendo mis ojos del intenso sol con una mano, sin
estar seguro de si me hallaba frente a un espejismo. Muy a lo lejos, al otro
lado del Tigris, contemplé una ciudad de ensueño cuyas formas parecían
tremolar en el aire. Rodeada de plantaciones y jardines, de acequias y
canales, se levantaba una inmensa muralla circular. Era mayor que cualquiera
que hubiera visto jamás, y quedó grabada esa imagen en mi retina, como un
sueño.
El sol y la distancia la enturbiaban con esa característica
reverberación de calor que emana del suelo. Había verdor de los campos y la
dulce presencia del agua rodeaba la ciudad. El río se entremezclaba con la
tierra en numerosos lugares formando vastos lagos y pantanos, bordeados de
cañaverales. Se veían pequeñas barcas de pescadores y también alguna que
otra embarcación de mayor calado, seguramente destinada a transportar
personas o mercancías.
Era una ciudad cerrada, concebida para tenerlo todo dentro de sí.
Estaba rodeada de numerosas torres defensivas. Sin embargo, también
quedaba abierta al exterior en forma de construcciones que irradiaban de ella:
las casas de los agricultores, un mercado y unos grandes acuartelamientos
para los turcos del Jorasán, la guardia personal del califa, rodeaban la capital.
No obstante, resultaban disminuidos ante su impresionante mole. Conforme
nos acercábamos también pude distinguir caballerizas y puertos fluviales con
pequeños almacenes de madera o ladrillos para guardar las mercancías.
Abundaban los caminos y puentecillos, y donde éstos faltaban la gente
recurría a las embarcaciones para la pesca o para atravesar el río, los canales
o los marjales. No me extrañaba que se llamara a las gentes de esa región
«los árabes de los pantanos», tal como me habían contado mis
acompañantes.
Tuvimos que recorrer todos esos arrabales de fantasía, siguiendo el
estrecho camino. Por mi parte tenía que resistirme a hacer un alto cada vez
que pasábamos junto a un bosque a la vera del río. Hubiera querido sentarme
junto a Yahán y escuchar sus cuentos maravillosos o invitarla a un paseo en
barca por esas aguas tranquilas, entre la paz de los juncos y los nenúfares.
Los hombres, por el contrario, estaban deseosos de llegar lo antes
posible y pusieron los caballos al trote. Llegamos así a la puerta suroeste de
Bagdad. Estaba protegida por un enorme bastión al que se accedía por una
pequeña abertura lateral, y separado de la segunda muralla por un glacis
defensivo. De allí pasamos a un gran patio de guardia rodeado de altos
muros, desde donde nos contemplaron indiferentes los guardias turcos.
Este patio daba a una gran puerta fortificada, abierta de par en par en
ese momento, que permitía franquear la tercera y última de las imponentes
murallas. Sin embargo, al cruzarla pude ver los rastrillos, las troneras, las
aspilleras por las que podían dispararse las flechas y oí la algarabía de los
soldados en el cuarto de guardia del piso superior.
A partir de ese punto dejó de parecer una fortaleza y descubrí una
ciudad llena de vida y de riqueza. La larga calle radial que seguíamos estaba
flanqueada de tiendas donde se amontonaban más y más bellos productos de
los que hubiera visto nunca. Si Damasco me había impresionado, no había
palabras para describir el lujo exuberante de Bagdad.
Cruzamos una nueva muralla, después de tener un breve atisbo de la
gran calle circular que daba la vuelta a todo Bagdad, y una nueva fila de
tiendas apareció ante nosotros. He de decir que no se trataba de simples
tenderetes en la calle, como en Damasco o El Cairo. Consistían en largos
bazares a cubierto. Unas enormes bóvedas les daban sombra y eran ya en sí
mismas todo un espectáculo por las altas columnas, por la riqueza de los
ornamentos y por la manera en que se integraban todos los elementos
arquitectónicos. Como vería más tarde al pasear por Bagdad, no había nada
que hubiera sido dejado al azar, nada que no estuviera en perfecta armonía
con los elementos de su entorno.
Para llegar al palacio de Abú Alí, situado al norte, tuvimos que cruzar
Bagdad entero. Eso me permitió descubrir que todo el centro de la ciudad era
un amplísimo jardín, con estanques, fuentes y muchos árboles y flores
exóticas. En medio de aquel idílico jardín se alzaba un inmenso edificio
cuadrado coronado por una no menos inmensa cúpula, completamente
revestida de losetas de un esmalte vitrificado verde. Ése, y no otro, era el
misterioso resplandor que como un faro de esmeraldas se veía a tal distancia,
gracias a la luz del sol. Pregunté acerca de ello a al-Kamil:
–Eso es el Dar-el-Kilafa –respondió–. Se trata de la morada del califa.
La cúpula se llama al-Qobbat al-Khadra y debajo y alrededor de ella están los
cuatro iwanes del califa. Son esos espacios abiertos en la fachada del palacio,
cubiertos por media bóveda, donde el soberano se presenta ante su pueblo.
–Salas del trono al aire libre –comenté–. Y ¿por qué hay uno en cada
lado del palacio?
-Para elegir el que esté a sotavento. Así, cuando el califa se digne
aparecer, no le dará el aire en la cara –y tras una pausa añadió,
obsequiándome con una sonrisa–. Quien no haya visto ese palacio no sabe
qué es el verdadero lujo oriental, por muchos cuentos que le hayan narrado.
Por fin llegamos al palacio de Abú Alí y he de admitir que era digno
de tal nombre. Para mi gusto pecaba de un exceso de ostentación. No había
un palmo de pared sin complicadas decoraciones, pasillo que no estuviera por
completo cubierto de alfombras persas, ni estancia que no hubiera sido
abarrotada de muebles y objetos valiosos. Incluso el patio interior que vi a
través de una celosía estaba lleno de esculturas persas o helénicas, que
desentonaban por completo. Todo en aquella morada parecía diseñado con el
fin de alardear. Por supuesto, cuando requirió mi parecer le elogié la casa y su
buen gusto, con lo que se mostró muy satisfecho.
Nos guiaron a las habitaciones y a mí me tocó una en la planta baja
que daba al exterior. Aquello contrastaba con las casas musulmanas de
África, que se abrían hacia el patio interior, a salvo de las miradas curiosas de
los viandantes. Tenía muchos muebles de lujosas maderas y unos delicados
jarrones de cerámica con exquisitos dibujos de flores en azul celeste. Una
ancha cama de cojines y sábanas de sedas de colores llamativos me alegró la
vista.
Me limité a dejar mis escasas pertenencias en un rincón y como aún
era temprano me dispuse a salir para iniciar mis pesquisas. Vi a al-Kamil que
salía de su habitación y se dirigía también hacia la puerta, pero ninguno de
los dos llegó muy lejos. Abú Alí nos cerró el paso llevándose las manos a la
cabeza, horrorizado ante nuestra escapada.
–¡Por favor, por favor! –clamaba–. No podéis ir así por Bagdad,
cubiertos de polvo de pies a cabeza, vestidos como viajeros y con ese aspecto
cansado. ¡Pensarían que no soy hospitalario con mis invitados! Vamos,
vamos, venid por aquí, que he dado orden de encender las termas y las
esclavas están preparando los jabones y los afeites. Los eunucos os traerán
ropas dignas de un caballero y los sirvientes os preparan ya unos zumos de
fruta con hielo y un pequeño refrigerio para que os repongáis.
Fue inútil que objetáramos que teníamos una misión que cumplir, que
el deber nos llamaba y todo lo demás. Nos vimos sumergidos sin saber cómo
en aguas tibias y fragantes, rodeados de mármoles y aparatosos jarrones
tallados en ónice y jade. Éramos frotados y refregados por esclavas jóvenes e
intimidados por dos enormes eunucos persas con aspecto de bueyes cebados.
Éstos nos observaban con ojo crítico mientras descartaban unas prendas y
escogían otras para nosotros. Confiaba que al menos nos elegirían ropas
menos llamativas que las que ellos portaban: holgados pantalones bombachos
a rayas rojas y negras y unas babuchas acabadas en una larga punta en
espiral. El torso estaba desnudo, pero llevaban grandes turbantes azules con
algunas plumas bien tiesas en la frente.
Una chica empezó a frotarme la cara con una pastilla de jabón de
rosas. Pensé que si al menos fuese Yahán, el baño sería más divertido.
Aunque si pudiera estar con ella de esa guisa en unas termas, quizá la palabra
más adecuada para describir el evento no sería «baño».
Cuando salimos nos tumbaron en un diván, nos masajearon con
ungüentos olorosos y finalmente nos vestimos con ropas apropiadas para un
caballero de Bagdad. Creo que en cualquier otro lugar del mundo no tomarían
en serio a alguien ataviado de aquel modo, con unos largos y holgados trajes
de algodón estampados en brillantes colores. Los cuellos y mangas estaban
recamados en hilo de oro con complicados arabescos. «Al menos», pensé,
«entre tanta holgura podré esconder la espada».
–No está mal –oí murmurar a al-Kamil–. En estas ropas puedo
camuflar un alfanje y una buena daga.
No pude evitar echarme a reír ante nuestra coincidencia de
pensamientos y, al ver su cara de estupor, se lo expliqué.
–Vaya, acabará resultando que somos almas gemelas –bromeó al-
Kamil–. Pero si piensas ir armado por la ciudad tendré que vigilar mis
piernas. He tardado demasiado tiempo en recobrarme de tu patada en Arsuf.
–Puedes estar tranquilo, al-Kamil; no pienso meterme en tus asuntos
ni causarte ningún quebranto. No tendrás que preocuparte por mí.
–Entonces, basta de bromas y de rivalidades. Cada uno a lo suyo y no
nos molestemos más –dijo el selyúcida tendiéndome la diestra.
Se la acepté y nos dimos un buen apretón. Me pareció buena idea no
tener que preocuparme más de él y parecía de ésos que saben cumplir su
palabra.
–Y ahora escapemos antes que Abú Alí nos atrape con cualquier
pretexto –le sugerí en voz más baja.
Fue inútil. Al salir de la cámara nos encontramos a Abú Alí que
llegaba, con su eterna cara de felicidad y campechanería.
–Como he visto que ya es bastante tarde, no tenía sentido un
refrigerio. Acompañadme y os conduciré al comedor, donde está a punto el
almuerzo. Sólo espero que Yahán no tarde demasiado en acicalarse. Ya
sabéis cómo son las jovencitas para estos menesteres.
Tuvimos que esperar una hora o más, mientras tomábamos té y Abú
nos contaba interminables relatos de sus viajes y de cómo había amasado su
fortuna comerciando y efectuando grandes inversiones. Sin embargo, la
espera valió la pena. Cuando apareció ya no pude reconocer a aquel
«muchachito» de la caravana, de modales torpes y voz aflautada. Ahora venía
hacia mí una princesa de cuento de hadas, envuelta en sedas rojas y amarillas,
casi transparentes. Llevaba una pequeña diadema de brillantes en el pelo y
muchos brazaletes de oro en cada antebrazo. Tenía las cejas pintadas con
esmero, alargando y estilizando su forma natural y toda ella olía a un suave y
fresco perfume de flores que no conocía. Se acercó a mí y agachándose me
dio un beso en la mejilla, al tiempo que me susurraba al oído:
–Espero que estés a gusto en mi casa.
–¡Oh, vamos, no debéis hacer esas cosas! –exclamó Abú Alí
fingiendo escandalizarse–. ¿Cómo se te ocurre besar a un varón? ¡Y además
cristiano! –remedó un escalofrío–. Como se entere alguien perderé la poca
reputación de hombre de bien que aún pueda quedarme. Espera al menos
hasta que logre convencerle para que se convierta al Islam y entonces será
menos escandaloso que le beses.
–Los jóvenes no saben de escándalos ni reputaciones –terció al-
Kamil– y cuando por fin lo entienden, es que ya se están haciendo viejos.
–Pero los viejos hemos de enseñar nuestra experiencia a los jóvenes
para evitarles repetir los errores que tanto nos deleitaron cuando teníamos su
edad.
–Y ellos han de poseer la sabiduría suficiente para hacer caso omiso
de esas enseñanzas, al menos hasta el día en que deban transmitirlas a sus
hijos.
Continuaron así un rato, entre bromas y chanzas, hasta que Yahán se
cansó y se levantó tirándome del brazo.
–Dejémosles discutir en balde y vamos a probar algún bocado tú y yo,
antes de que desfallezcamos.
Abú Alí y al-Kamil se dieron por enterados y nos acompañaron a la
mesa. No hará falta explicar a estas alturas que todo era lujoso y ostentoso,
que comimos y bebimos en platos y copas de plata y que nos saciamos de
manjares suculentos.

* * *

Así fue transcurriendo toda la jornada, con Abú Alí convertido en un


completo pelmazo que a cada instante ideaba algo nuevo para agasajarnos
como príncipes. Al-Kamil y yo terminamos por resignarnos a perder aquel
día para no ofender su pomposa hospitalidad. A lo largo de la tarde fueron
acudiendo numerosas visitas para Abú Alí. Se trataba de potentados como él,
mercaderes y profesionales de diversos ramos que, enterados de su regreso,
venían a saludarle o a discutir de negocios varios. A todos nos los presentaba
y les agasajaba como príncipes y unos cuantos se quedaron a cenar.
Mi sufrido estómago ya no estaba para grandes alegrías, después de
pasarme la tarde entera probando bocados de mil delicadezas distintas.
Estuve casi todo el rato intercambiando miradas y sonrisas con Yahán, hasta
que al final ella se levantó discretamente y antes de salir de la habitación me
hizo un gesto para que la siguiera.
Vi que mi anfitrión estaba absorto en una discusión con sus invitados
y aproveché para fugarme tras los delicados pasos de Yahán. Al-Kamil sí se
apercibió de mi retirada y me miró frunciendo el ceño. Ignoro si le disgustaba
mi descortesía de huir a hurtadillas de nuestro anfitrión o simplemente
lamentaba no poder imitarnos.
Hallé a mi adorada esperándome en el pasillo. Me agarró la mano con
firmeza y haciéndome un gesto para que estuviera callado me llevó corriendo
por las escaleras. En las buhardillas se dirigió hacia una puerta de recia
madera. Tuvo que empujarla con fuerza para abrirla y me llevó por una
escalera de caracol más arriba todavía.
Cuando alcanzamos nuestra cumbre particular estábamos en lo alto de
una torre, poco más ancha que la de un minarete. Tenía una vieja cúpula de
esmalte rosa y una barandilla baja, que nos permitía otear por encima de ella
aunque nos sentáramos en el banco desvencijado que ya nadie debía de
recordar que estaba allí.
–Éste es mi lugar secreto –me susurró Yahán al oído–. Desde aquí
podemos contemplar el mundo entero a nuestros pies sin que nadie pueda
vernos –y señalando con el dedo hacia el oeste añadió–. Mira el Tigris.
¿Verdad que parece un río de plata?
La luna llena brillaba con fuerza en un cielo despejado y teníamos
bajo nosotros toda la ciudad de Bagdad. Alrededor de las murallas yacían los
campos y el gran río que, majestuoso, parecía el dueño y señor de todo. La
luz pálida de la luna se reflejaba en su ancho cauce y lo hacía brillar con un
matiz fluido, deslizante, que me recordó más el mercurio que la plata. Sí, un
río de mercurio bajo una luna inmensa.
En las ventanas de las casas, abiertas debido al calor, se veían mil
destellos de fuegos encendidos o de velas y lámparas de aceite. Todavía
reinaba un cierto bullicio en las calles, y en los campos los últimos viajeros y
labradores se afanaban por llegar lo antes posible a sus respectivos refugios.
Un débil aroma de especias nos alcanzaba, impulsado por la suave brisa,
mezcla de millares de fogones donde habían condimentado los platos que
servirían esa noche.
–Cierra los ojos y abre la boca –me dijo Yahán mientras contemplaba
absorto aquella escena.
La obedecí y noté que sus dedos introducían algo muy suave en mi
boca.
–Pétalos de rosa confitados: el obsequio de los amantes en Bagdad,
Marc –dijo, dándome un beso en la mejilla.
El pétalo se deshizo en mi lengua por sí solo mientras Yahán
empezaba a hablar:
–Había una vez un pobre pordiosero, un muchacho zafio y feo. No se
le conocían los padres y malvivía de las limosnas que le entregaban los
musulmanes piadosos, pese a que su corazón estaba marchito y nunca se le
había oído una oración a Alá, ni tan siquiera cualquier otra palabra…
Y así durante un buen rato estuvo relatándome las desventuras del
pobre, pero valeroso, Markia ibn al-Artois. El chico había visto a una
princesa, hija de un poderoso sultán, y se había enamorado perdidamente de
ella. Anduvo tras el sultán y se unió a su ejército para poder seguir sus pasos.
Cómo no, pasó mil aventuras hasta convertirse en un famoso guerrero y
atraer la atención del sultán. Cuando éste le preguntó al fin qué podía
regalarle para recompensar la valentía con que le servía, pidió la mano de su
hija. Enfurecido, el sultán mandó azotarle y expulsarle de su ejército. Pero al
despedirse de él le dijo, para burlarse aún más:
«Si de verdad deseas alcanzar lo que has osado pedir, tendrás que
regresar con un genio atrapado en una botella y un pedazo de la luna en una
bandeja de oro».
Y así fue expulsado del palacio del sultán entre grandes carcajadas de
todos los presentes, azotes de los guardias, abucheos de los niños y ladridos
de los perros.
El muchacho no se desanimó por ello. Fue a ver a la vieja del Monte
de Fuego y le preguntó dónde podría encontrar un genio y cómo dominarlo.
La anciana le contó que había uno en el Valle del Terror, pero que para
capturarlo y meterlo en una botella debería convencerlo para que lo hiciese
voluntariamente, pues era imposible forzar a un genio a cometer actos en
contra de su voluntad. También le previno contra la terrible ambición del
genio, que quería poseerlo todo, incluso a los hombres, y a buen seguro le
convertiría en su esclavo si acudía a su morada. Por desgracia, la vieja no
conocía la manera de conseguir un trozo de luna.
Markia llegó al Valle del Terror. Allí encontró un pueblo entero de
esclavos, alrededor de un gran castillo. Los esclavos le advirtieron que debía
huir antes que el genio reparase en él, pero Markia acudió hasta la puerta del
castillo y gritó para que le abrieran. Nada más cruzar el umbral se vio
cargado de cadenas y conducido hasta el genio, que se sentaba en un trono de
oro. A los pies del genio dos pequeños dragones se relamían mirando a
Markia. En el centro de la estancia, numerosos cofres repletos de oro y joyas
se hallaban amontonados encima de una alfombra persa.
El muchacho le contó al genio que conocía el paradero de un tesoro
inmenso, mucho mayor que el suyo, y que si quería ayudarle a conseguirlo lo
compartirían entre los dos. Ese tesoro estaba escondido en una gigantesca
fortaleza subterránea y el muchacho confesó que a él, simple mortal, le era
imposible apropiárselo sin ayuda. La codicia relampagueó en los ojos del
genio y cerraron un trato. Markia le conduciría hasta el paradero de ese tesoro
y el genio lo sacaría de allí. Luego se lo repartirían entre ambos. Markia, al
ver los ojos del genio, estuvo seguro que éste no pensaba cumplir su palabra,
pero no le importó.
Condujo al genio hasta la gran fortaleza, que había conocido durante
sus viajes con el ejército del sultán. Hacía siglos que estaba abandonada, pero
aún resistían sus gruesas murallas y la mayoría de sus torreones. Markia le
explicó al genio que debajo de ella los innumerables pasadizos subterráneos
albergaban una fortaleza oculta aún mayor. Le llevó a través de muchos
corredores por los sótanos, bajando cada vez más profundamente. Al final del
descenso le mostró una pared de arena, con un pequeño agujero.
«Mira a través de ese agujero y verás brillar el oro», dijo el
muchacho. «Si eres capaz de abrir un túnel hasta la superficie y subir todo
ese oro, seremos inmensamente ricos. Pero primero tendrás que introducirte
por este huequecillo hasta la cámara secreta».
El genio acercó el ojo al agujero y entre la oscuridad advirtió el brillo
inconfundible del oro.
«Espérame aquí y pronto verás cómo abro las entrañas de la tierra y
extraigo ese tesoro», dijo el genio, precipitándose hacia el interior del agujero
convertido en un fantasma de humo.
En cuanto el genio hubo entrado, Markia sacó un tapón de corcho que
llevaba en un bolsillo y tapó el agujero. Luego escarbó alrededor del mismo y
agarró la botella que días antes había ocultado en ese lugar. Dentro de ella
resplandecía un par de monedas de oro que había puesto para engañar al
genio y éste, golpeando las paredes de cristal, vociferaba para que lo sacaran
de allí. Sabía que estaba en el único lugar, junto a una lámpara de aceite, de
donde un genio no puede escapar.
Markia regresó al Valle del Terror y liberó a los esclavos. Éstos
celebraron una gran fiesta en su honor, pero al ver que estaba triste le
preguntaron qué podían hacer por él. El muchacho les contó sus intenciones y
lo que había pedido el sultán.
«Para mi desgracia, no sé como conseguir un trozo de luna», terminó
diciendo.
«No debes preocuparte por eso», intervino un anciano. «Sé la forma
de obtener lo que necesitas. Existe una manera en que puedes llegar a la
luna y es con una alfombra mágica».
«¿Dónde puedo conseguir una?»
«Está aquí, en el palacio. Es la que usaba el genio para guardar sus
tesoros; de esta manera puede llevarlos consigo sin esfuerzo».
Entre todos acudieron al salón del trono, quitaron los tesoros de la
alfombra y Markia salió montado en ella por una ventana. Atravesó la noche
hasta llegar a la luna y una vez allí cogió una roca grande y hermosa. Entre
sus manos la piedra brillaba con una luz plateada, como si escondiera un
fuego frío en su interior. Regresó al castillo del genio y de todo el tesoro sólo
se quedó una bandeja de oro para depositar la roca lunar. El resto lo cedió a
los antiguos esclavos.
Así, Markia ibn al-Artois logró presentarse de nuevo ante el sultán,
viajando en su alfombra voladora. Pero éste, incrédulo, abrió la botella para
comprobar su contenido y el enfurecido genio se escapó como un remolino
de humo negro y destruyó con rayos el palacio y toda la ciudad. Sólo se
salvaron Markia y la princesa, quienes lograron subir de nuevo a la alfombra
y abrazados viajaron hasta la luna, pues como todo el mundo sabe es el
paraíso de los enamorados.
Durante todo el rato que Yahán estuvo contando este cuento, yo
contemplaba embelesado sus labios, el fulgor de sus ojos y su pelo mecido
por la brisa.
–Y si miras allí arriba, hacia la luna, si tienes muy buena vista –seguía
diciendo Yahán contemplando el cielo, con el brillo de los astros reflejado en
sus pupilas–, podrás ver en sus manchas las sombras de dos enamorados,
eternamente felices. Más allá del mundo y de las desgracias, amándose para
siempre.
No miré la luna. Tomé suavemente su cabeza entre mis manos y la
besé como nunca había besado. Aquella noche le prometí amor eterno a
Yahán y ella me lo prometió a mí. Cuando terminara mi misión volvería a por
ella y empezaríamos nuestra vida juntos. No reparamos ni en la diferencia de
religiones, ni en una guerra que no sabíamos cuándo terminaría. Sólo
pensábamos el uno en el otro y eso era bastante para llenar mil eternidades.
Fue una noche feliz y sólo nos decidimos a bajar para no despertar
sospechas.

* * *

A la mañana siguiente me levanté bien temprano. Para mi sorpresa


tenía ropas nuevas, tan elegantes como las del día anterior, dispuestas ante
mí. Esta vez eran de color morado con bordados de oro y los cuellos y
puñetas de delicados brocados dorados. Busqué las mías, que me irían mejor
para pasar desapercibido durante las pesquisas, pero no las hallé. Seguro que
se las habían llevado para lavarlas. Resignado, me puse aquellas vestiduras
tan llamativas y bajé.
Al-Kamil, ataviado de verde esmeralda y con brocados blancos, me
miró y alzó los brazos en un gesto de resignación.
–Parece que hoy toca visita al palacio del califa…
–Ya está todo dispuesto –dijo Abú Alí–. Es un gran honor que haya
aceptado recibirnos, un honor que recordaréis toda vuestra vida, pues vais a
conocer al más poderoso, sabio y noble de todos los hombres: aquél en quien
Alá ha depositado el deber de proteger la fe verdadera y gobernar el mundo
entero.
–He visto al califa una docena de veces y no hay para tanto –murmuró
al-Kamil.
–Solamente como mensajero o acompañante de vuestro sultán, pero
ahora os recibe a título particular, que es muy distinto.

* * *

La visita fue infructuosa. Pese a todo lo que Abú Alí nos había
prometido, el califa no se hallaba en Bagdad. O quizá sí que estaba en
palacio, pero tenía cosas más gratificantes que hacer en puesto de
concedernos una audiencia a nosotros, simples mortales. El desplante no
pareció afectar a Abú Alí. Siguió vanagloriándose de lo mucho que lo
estimaba el califa, mientras lograba que unos sirvientes se ocuparan de
nosotros. Así, nos llevaron a unos aposentos con las paredes cuajadas de
yeserías con versículos del Corán. Del techo colgaban tantos mocárabes que
aquello más parecía una gruta que una sala. Los sirvientes empezaron a
agasajarnos con vasos de té y bebidas frías, mientras los minutos se
convertían en horas.
En un momento dado, al-Kamil se levantó con gesto desganado e hizo
como que leía una cenefa de estuco que exhibía una hermosa caligrafía
cúfica. Me dio la impresión de que quería que me pusiese junto a él sin
llamar la atención, y así lo hice. Sin mirarme directamente, me susurró:
–Abú Alí está haciendo todo lo posible por retrasarnos. Me pregunto
por qué. Saladino dejó muy claro que nos acompañaría para que pasáramos
desapercibidos, pero que una vez en Bagdad teníamos una misión que
cumplir. Si tuviera que explicarle al sultán que he estado perdiendo el tiempo
de este modo se enojaría justamente.
–Tal vez sólo se deba a su forma de ser –le respondí en voz baja–. No
atribuyas a la maldad lo que simplemente es pedantería. Abú Alí es un nuevo
rico, y quiere que todo el mundo sepa de su poderío. Su palacio más parece el
nido de una urraca acaparadora que un hogar. ¿Te fijaste en la procesión que
ha organizado para venir a palacio, con tantos criados ataviados como
figurines? Le encanta presumir ante sus vecinos; eso es todo.
–¿Su forma de ser? –se le escapó un bufido–. No, mi inocente Marc.
Nos retiene usando todos los medios a su alcance. ¿No te llama la atención
que deje a su hija querida arrimarse a un perro cristiano como tú? Quiere que
olvides la misión que Saladino te encomendó, y ¿qué mejor manera de
lograrlo que una doncella en flor, sangre de su sangre, te tenga agarrado por
los…?
–Eh, no te pases –lo interrumpí; hice un esfuerzo por disimular mi ira,
para que Abú Alí no reparara en nosotros–. No consentiré que difames a
Yahán. La conozco, y no se prestaría a tan burda estratagema.
–No es necesario que esté confabulada con su padre, Marc. Está claro
que se ha encaprichado de ti, pues es muy joven y le atraen las rarezas. Abú
Alí simplemente deja que la lujuria haga el resto, y tú has mordido el
anzuelo, el sedal y hasta la caña de pescar. Él está dispuesto a que su inocente
y hasta la fecha casta hija se condene por arrejuntarse con un infiel, si con eso
te neutraliza. Así, puede pegarse a mí como una garrapata, sin tener que
preocuparse por ti. ¿Tan bobo eres que no lo ves?
Estuve a punto de soltarle un exabrupto, pero me contuve. Por
desgracia, lo que decía tenía mucho sentido. Quería con locura a Yahán,
pero… En ese momento, la imagen de mi padre moribundo me asaltó. Tenía
que averiguar quién o qué lo había matado. Lo juré ante Dios y ante los
hombres. Debía apartar a mi amada de mis pensamientos, al menos hasta que
concluyera la misión.
–De acuerdo; centrémonos en lo que importa. Independientemente de
si Abú Alí quiere retenernos o sólo se trata de un pesado insufrible, somos
demasiado condescendientes con él –dije–. Por no querer ofender su excesiva
hospitalidad estamos perdiendo el tiempo –al-Kamil se mostró de acuerdo en
silencio–. A partir de ahora debemos mostrarnos más enérgicos e
intransigentes.
–No temas por eso. Voy a arreglarlo –una sonrisa lobuna se dibujó en
su rostro–. Tú, cierra el pico y atiende. Vas a aprender algo sobre el
funcionamiento interno del califato y, sobre todo, acerca del significado de la
palabra «poder».
Ver a al-Kamil furioso y dando gritos en el palacio fue toda una
sorpresa. Empezaba a temer que tendríamos problemas cuando se presentó un
estirado dignatario de la corte. Nos informó que el califa no regresaría hasta
la hora de la cena, y ofreció nuevamente la hospitalidad de palacio. Se me
cayó el alma a los pies. ¿Tendríamos que perder toda una tarde, por
añadidura? En ese momento al-Kamil se levantó y le entregó un pliego que
llevaba bajo las ropas. El hombre lo leyó y empezó a mostrarse nervioso.
–No sabía que vos erais un mensajero del sultán Saladino, que Alá
bendiga con muchos hijos –murmuró el hombre, mirando a al-Kamil con
temor y luego a Abú Alí con cara de pocos amigos.
–Con diecisiete hijos y una hija tiene suficientes bendiciones y algún
que otro problema de más –respondió al-Kamil, hablando como si fuera él
quien mandase en ese lugar–. Comunicad al califa que su protector le envía
sus mejores deseos de paz y prosperidad para él y para su reino. Comunicadle
también que, cuando mis asuntos me lo permitan, vendré a despachar con él,
en nombre de Saladino, su protector. Ahora estas obligaciones me reclaman
en otros lugares donde confío no perder el tiempo como en este palacio, cuya
hospitalidad es escasa y en el que se me hace esperar sin motivo –tomó sus
credenciales de manos del otro hombre de un manotazo y volviéndose hacia
mí preguntó–: ¿Me acompañas, Marc?
Me pegué a su lado mientras avanzaba con paso decidido a la salida.
Después de oír semejante desplante, esperaba que como mínimo nos metieran
en un calabozo y nos cegaran. Sin embargo, los guardias se pusieron firmes y
nos dejaron salir.
Ya en el exterior me atreví a preguntarle por qué aún teníamos la
cabeza sobre nuestros hombros y los ojos dentro de sus cuencas después de
tan notable exabrupto.
–Parece que no estás al día en política –suspiró–. No me hagas
contarte ahora toda la historia.
–Me conformaría con un breve resumen –insistí.
–Bueno, digamos que el poder temporal de los califas es mera fachada
hoy en día. Hace tiempo que declinó la buena estrella de los Abasíes y ya no
son quienes mandan en el califato. Permanecen solo como líderes espirituales
y son los que confirman en sus cargos a los sultanes, siempre y cuando éstos
se hayan ganado el puesto. Se puede obtener un sultanato heredándolo, pero
es más habitual decapitar al sultán anterior, o esperar a que muera y lograr
suficientes apoyos para que te nombren a ti. Si además te gusta el reino del
sultán vecino, se lo conquistas y en paz. En todo esto no interviene para nada
el califa, quien simplemente espera que el sultán vencedor le acepte como
líder espiritual y le permita seguir gozando de sus privilegios. Si el sultán es
muy poderoso, entonces se nombra a sí mismo «protector del califa», que es
una forma de dejar claro quién es el que manda.
–Por lo tanto, Saladino está por encima del califa, puesto que es su
«protector», y es él quien ostenta el poder. ¿Me equivoco?
–Si nos expresamos con propiedad, se llama «pedir el consejo
espiritual del califa».
–Me recuerda un poco la relación del Papa de Roma y algunos reyes.
–¿Quién es el Papa? –preguntó al-Kamil.
–¡Oh, vamos! –repliqué con voz cansina – No me hagas contarte
ahora toda la historia.
–Me conformaría con un breve resumen –pidió al-Kamil con una
sonrisa.

* * *

Por fin estaba solo en las calles de Bagdad. Ahora mi problema


consistía en qué hacer. Lo único que se me ocurría era emplear el mismo
método que en Damasco: empezar a preguntar por la calle si alguien conocía
a un sabio llamado Bektash al-Fakrhi. La primera dificultad era que si se
trataba de un mameluco, como su nombre parecía indicar, no sería muy
popular entre sus vecinos y tal vez no hubiera mucha gente que supiese de él.
Una complicación añadida radicaba en el talante reservado del pueblo de
Bagdad. Ante un extraño haciendo pesquisas se encogían de hombros y
automáticamente respondían: «No sé nada, amigo», antes que pudiera
terminar de formular la cuestión. Si a eso unía que las lujosas babuchas que
calzaba no estaban diseñadas para largas caminatas y los pies me estaban
empezando a doler, mi humor empeoraba por momentos.
Paseaba por el mercado pensando en mis problemas y añorando a
Yahán, cuando llamaron mi atención unas cajas de madera de color verde
claro. Tenían en sus lados unos dibujos extraños, idénticos a los que había
hallado en las tablas entre los restos de la casa de Ibn Khallikan en Damasco.
Recordaba que al-Faiz me había dicho que se las trajeron al sabio en una
caravana protegida por hombres armados. Sin embargo, ¿qué hacían allí, en
una tienda de cazuelas y jarras de barro cocido? Llamé al vendedor y al ver
por qué me interesaba estuvo encantado de mostrármelo. Abrió una de las
cajas y sacó unos pequeños platos y unos cuencos de la cerámica más fina
que hubiera visto nunca. Daba miedo tocarlos, pues las paredes eran delgadas
como el papiro y la hermosura de sus dibujos de vivos colores invitaba a
contemplarlos.
–Son los objetos más bellos que podáis encontrar –me explicaba el
vendedor–. Recién llegados del lejano imperio de Catay a través del mar de
Persia hasta el puerto de Basora. ¡Observad qué delicadeza, qué formas, qué
colorido en las figuras que los adornan!
–Sin duda son magníficos, pero esperaba encontrar otras cosas en
estas cajas. ¿No tenéis ningún otro producto de Catay? –era la primera vez en
mi vida que oía hablar de ese país.
–¡Pues claro que sí! Aguardad un momento, señor –revolvió sus cajas
y sacó de una de ellas una tela finísima, estampada con dibujos multicolores
de flores para mí desconocidas–. He aquí el regalo perfecto para una dama.
No hay mejor seda ni estampadores más hábiles que los de Catay.
Una vez despertado el instinto vendedor del hombre me costó
bastante librarme de él sin comprar nada. Finalmente conseguí salir de allí y
no pude parar de darle vueltas al asunto. ¿Eso era lo que contenían las cajas
de la casa de Ibn Khallikan? Resultaba difícil imaginarlo comprando
cerámica a precio de oro o vistiendo sedas delicadas de vivos colores en la
intimidad. Algo no encajaba, pero tenía la sensación de estar muy cerca de
una pista importante, y era incapaz de reconocerla.
Seguí rondando, ojo avizor, por si veía más cajas de aquéllas. No
tardé mucho en localizar otras, pero todas contenían productos de naturaleza
inocente, aunque siempre destacaban por su fina elaboración. Me iba
interesando por todos estos productos, con la esperanza de hallar alguno que
pudiera haber provocado la desgracia de un sabio. El problema era que no
tenía la menor idea de qué tipo de substancia o exótico artilugio podía haber
comprado Ibn Khallikan en Damasco que le llevase a la muerte.
Seguí mi recorrido de tienda en tienda, hasta que encontré una donde
exhibían objetos más extraños de la misma procedencia. El vendedor, al
constatar mi interés por artefactos de Catay, me fue mostrando todo un
surtido de maravillas, pero de algunas de ellas ni tan siquiera pudo decirme
para qué servían. Cada vez estaba menos convencido de encontrar nada
interesante hasta que sacó un plato de bronce muy plano y una cuchara
pequeña, tallada en una piedra oscura.
–Si buscáis cosas realmente sorprendentes, esto os va a encantar –
afirmó con rotundidad–. Por vuestro acento deduzco que sois un extranjero y
si habéis llegado hasta aquí, adivino en vos a un viajero incansable. Admirad
pues esta maravilla.
Dejó el plato sobre la mesita y la cuchara en su centro y se quedó
observándome.
Yo miré el plato y luego a él. O tenía la piedra de la locura metida en
la cabeza o me estaba tomando el pelo.
–¿Puedo saber dónde está la maravilla? –le pregunté con cautela–. Ni
siquiera sirve para tomarse una vulgar sopa. Ese plato es del todo plano y la
cucharilla demasiado pequeña.
–¡Ajá, habéis caído en el engaño! –exclamó, señalándome con el dedo
y sonriendo con satisfacción–. Habéis pensado que se trataba de útiles para
comer, ¿no es así? –afirmé con la cabeza mientras me preguntaba para qué
otra cosa podían servir un plato y una cuchara. El vendedor continuó con su
explicación–. Pues ahora suponed que estáis perdido en el desierto o en el
mar. Una bruma espesa os impide ver las estrellas o el sol y no podéis
orientaros. ¿Qué haríais en tal situación?
–Armarme de paciencia y esperar que escampe –respondí sin
vacilación.
–Pero el tiempo apremia. Es cuestión de vida o muerte que no perdáis
ni un instante. Debéis conocer el rumbo de inmediato –insistía el vendedor
con cara de premura. Me encogí de hombros y continuó su explicación–.
Pues os bastaría con hacer esto.
Cogió la cuchara y volvió a dejarla sobre el plato en otra posición. La
cuchara se balanceó suavemente un instante y giró sobre sí misma antes de
detenerse. Sentí erizarse los pelos de mi nuca. Nadie la había tocado ni
empujado, ni había ninguna corriente de aire. Pasé la mano por encima y
alrededor de ella pero no detecté hilos. Tomé la cuchara en mis manos y volví
a depositarla sobre el plato. De nuevo se movió por sí sola y señaló en la
misma dirección.
–¡Ya sabéis dónde está el sur! –dijo triunfante el vendedor–. Lo
sabréis siempre a partir de ahora, estéis donde estéis. No habrá manera en que
podáis extraviaros o debáis perder el tiempo hasta que escampen las nubes y
os permitan ver las estrellas.
Yo seguía jugando con la cuchara, sin escucharle. Me daba mala
espina todo aquello. No me gustaban las brujerías y me asustaban las cosas
inexplicables, sobre todo después de lo que le había sucedido a padre, pero no
podía por menos que sentirme fascinado ante tamaño portento. ¿Qué otras
maravillas serían capaces de producir los sabios de Catay? O mejor dicho,
¿podrían crear una llave que abriera las puertas del infierno?
Decidí comprarlo y pregunté el precio. Mientras guardaba los
artefactos en una cajita de madera de cerezo el vendedor le pedió a su mujer
que nos trajera el té y unos dulces. Mala señal; eso sería verdaderamente
caro.
Cuando me despedí debió de pensar que era una pena dejar escapar
con una sola venta a un tonto que se gastaba tres monedas de oro en una
cuchara de piedra y un plato de bronce.
–¿No os interesarían otros portentos del lejano oriente? Tengo
medicinas fabulosas, tejidos cuya suavidad no pedéis imaginas, y unas cosas
que pueden iluminar la noche con vivos colores...
–No, gracias, ya he gastado en caprichos como para desear no volver
a veros en mi vida –le respondí.
–¡Son luces bellísimas! ¡Se elevan y compiten en grandeza con las
estrellas! –insistía mientras me alejaba.
Marché a toda prisa antes de que se le ocurriese hacerme otra
demostración de brujería que me dejara con ganas de pedir un confesor.
Además, sería un problema; el capellán más cercano debía de estar en Acre.

* * *

Caminaba a paso vivo con mi cajita de cerezo rosa bajo el brazo,


dudando si volver al palacio de Abú Alí. La verdad es que tenía hambre, pues
era ya media tarde o más y aún no había almorzado siquiera. Por otra parte,
regresar a palacio podía significar nuevas tretas dilatorias de Abú Alí y eso
no me apetecía en absoluto.
–¡Menos mal que te encuentro! –gritó al-Kamil, agarrándome por el
codo y obligándome a detenerme–. Tenemos que hablar tú y yo.
Como al-Kamil también tenía hambre y tampoco quería regresar al
palacio, fuimos a una posada en la cual aún estaban sirviendo comidas.
Delante de un buen plato de batami con especias, al selyúcida se le
pasaron las urgencias y no dijo nada hasta haberlo devorado.
–Hay algo que quería comentarte –empezó al fin–. Ignoro si tiene
algo que ver con nuestras investigaciones, pero se trata de una noticia que
siempre resulta preocupante. He encontrado al fin a un hombre de confianza
con quien quería hablar desde que llegué. Hemos tratado de muchas cosas,
pero al final me ha contado que hace unos días vinieron unos sujetos extraños
a Bagdad. Al parecer han estado haciendo preguntas y molestando a la gente.
Llegaron incluso a apalear a un pobre hombre que no quería saber nada de
ellos y tuvo la mala ocurrencia de afrentarlos con un desplante.
–No veo qué puede tener que ver todo eso con nosotros.
–Según mi confidente, han estado formulando preguntas relacionadas
con alguien de Damasco, lo que es un mal augurio.
–¿Sobre Ibn Khallikan? –pregunté, preocupado.
–No lo sabe. A él se lo han contado de segunda mano. Lo importante
del caso, y sobre ello quería prevenirte, es que estos hombres son «asesinos».
Por un instante pareció que sonaban campanas de alerta en mi cabeza
y sin poder contenerme interpelé a al-Kamil:
–¿Bebedores de qué?[6]
–De hachís. Bebedores de hachís. Se trata de una planta con la que se
preparan pócimas alucinógenas, capaces de volver loco a un hombre. ¡Por
Alá, tienes que haber oído hablar del hachís, Marc! Precisamente lo compran
en Egipto.
Como vio que no comprendía a qué se estaba refiriendo sacó su daga
y con la punta dibujó una hoja de una planta que conocía perfectamente.
–Eso es el banj –dije–. Tiene sentido; sé que se usa para lo que dices.
–Bueno, qué más da cómo lo llaméis en Egipto. El caso es que los
asesinos son gentes extremadamente violentas. Saladino ha tenido numerosos
tropiezos con ellos. Tanto desde su región principal, el Alamut, como desde
las fortalezas al norte de Damasco, tratan de interferir en la política
cometiendo crímenes por doquier. Han llegado a matar a emires e incluso han
atentado contra el propio visir. Cuando su líder espiritual les imparte una
orden no dudan en morir para cumplirla, y las órdenes del jeque Sinan, a
quien también llaman el Viejo de la Montaña, siempre implican la muerte de
alguien. Una vez Sinan ordenó a varios de sus hombres que lucharan entre
ellos hasta la muerte para impresionar a unos mensajeros, entre los cuales
estaba yo. Los hombres se atacaron entre sí con tal fiereza que perecieron
todos menos uno en pocos minutos. Para mejor cumplir las órdenes de su
jeque, el superviviente se suicidó en el acto, sin vacilar. Entonces Sinan nos
convidó a cenar delicadezas exóticas en su palacio a la sombra del castillo sin
el menor remordimiento.
»Te cuento todo esto porque si te cruzas en su camino te matarán sin
pensarlo dos veces. No sienten ningún respeto por la vida humana, actúan
como bestias feroces y cuando han tomado ese brebaje enloquecedor son
todavía peores.
–Por lo mucho que te preocupan, supongo que crees que están detrás
de todo esto –le miré un instante a los ojos–. ¿Hay algo más que desees
contarme?
–Sabes muy bien que no confío en cristianos –respondió, molesto–.
Sólo te advierto sobre los asesinos para evitarte la muerte. En mi opinión,
Saladino no debería haberte permitido venir.
–Pero lo hizo –repuse–. Si él se fía de mí, también puedes hacerlo tú.
–Dame un motivo para tenerte confianza –me desafió.
–Bien, entonces vamos a jugar al juego de las verdades. Yo te contaré
todo lo que sé sobre este caso y luego decides si puedes confiar en mí y
pagarme con la misma moneda.
Pasé un rato explicándole con todo detalle mis pesquisas: las
circunstancias en que había muerto mi padre y lo que había dicho. Lo que
averigüé en Damasco, el nombre de la persona a quien estaba buscando en
Bagdad… Me di cuenta de que era realmente muy poco y me desanimé.
–¿Eso es todo? –al-Kamil parecía decepcionado–. Si Saladino quiso
que vinieras era porque creíamos que sabíais mucho más que nosotros sobre
este asunto. Hunfredo daba a entender que seguía muchas pistas.
–Sus pistas son rumores. Hunfredo los escucha todos, procedan de
donde procedan.
–Pero como mínimo esperaba que me dijeras algo sobre los contactos
que habéis tenido los cristianos con los asesinos.
–¿Qué contactos? –pregunté sorprendido.
–Los de Balián de Ibelín y de Bonifacio de Carcasona. ¿Cómo es que
no…?
–Lógico –lo interrumpí–. Bonifacio es enemigo de Hunfredo; no creo
que vaya contándole sus aventuras. Y Balián está de parte de Conrado que,
como bien sabes, no ama precisamente a Hunfredo –al-Kamil asintió con la
cabeza–. No creo que Hunfredo sea capaz de controlar las andanzas de ese
par de intrigantes, muy a su pesar –entonces recordé algo que había
escuchado en Acre–. Además, si la memoria no me falla, Conrado, en un acto
de piratería, atacó y saqueó una galera de alguien muy importante que es
dueño de castillos en la región al norte de Damasco. Le amenazaron y Balián
intentó hacer las paces, o algo así.
–¿Regresó del Territorio Asesino? –quiso saber, incrédulo.
–No fue a ningún sitio, sino que recibió a unos visitantes en nombre
de Conrado. Pero no me preguntes más sobre eso porque son rumores a los
que no presté mucha atención. Entonces no creía que pudieran tener algo que
ver con lo que nos ocupa.
–No me queda claro si me has contado todo lo que sabes o si estás
revelándome sólo lo mínimo para que confíe en ti –al-Kamil parecía
dubitativo, pero algo me decía que me creía–. Deberé pensarlo, pero de
momento ya te he hecho un favor, advertirte sobre los asesinos: mantente
alejado de ellos si quieres seguir vivo.
Dicho esto se levantó, pagó y se marchó.
Por mi parte decidí perseverar en mis averiguaciones para ver si
lograba hallar a ese Bektash al-Fakrhi. Como preguntar de buenas a primeras
no estaba dando ningún resultado, me dirigí a las mezquitas. Primero debía
averiguar si había alguna frecuentada por los mamelucos, como así resultó
ser. Al no estar muy bien vistos en Bagdad tenían su propio lugar de
encuentro y oración. Se trataba de una casa no muy grande, con un patio que
la ocupaba casi toda. El minarete seguramente era el más bajo de Bagdad,
pero no cabía duda de que era una mezquita y que resultaba bastante
frecuentada.
Primero tuve que fingir estar un buen rato orando con los demás, pues
era la hora del rezo. Después, simulando gran timidez y presentándome como
un mercader recién llegado de Egipto, pregunté a unos ancianos si conocían a
Bektash al-Fakrhi, alegando que era un pariente muy lejano y que me haría
ilusión poder visitarlo.
Los viejos cuchichearon entre ellos y finalmente admitieron que lo
conocían, pero que no esperase hallarlo en una mezquita.
–¡Ignoro si aún se acuerda de rezar! –dijo uno, airado.
–¡Oh, por favor, no seas injusto con él! –le defendía otro–. Sabes que
es un hombre piadoso; seguro que reza en su casa.
–En su casa… Estuve una vez en ella y me asusté –decía el primero–.
Toda llena de legajos y tomos polvorientos, y no vi ni un solo Corán. Lee en
muchas lenguas y seguro que todos esos libros son cristianos o judíos –
escupió al suelo al decir esto y se marchó gruñendo.
El más comprensivo se dirigió a mí en tono conciliador.
–No hagáis caso al imán. Tiene envidia de al-Fakrhi porque nuestra
comunidad le profesa un gran respeto y acuden a él en busca de consejo.
¡Incluso ha sido recibido por el califa! Pero yo os diré dónde podéis
encontrarlo, pues vive cerca de aquí.
Así fue como al fin di con la casa de Bektash al-Fakrhi.
Concretamente hallé su puerta cerrada a cal y canto, al igual que todas las
ventanas. Un vecino me informó que había salido la víspera, pero que le
había comentado que regresaría hoy. Si era cierto debía de estar a punto de
llegar y eso me animó. Decidí volver más tarde y si no tenía suerte, mañana
por la mañana. Lo que hiciera falta con tal de poder conversar con él.
Me di la vuelta y me encontré a al-Kamil que se acercaba con paso
decidido. Se detuvo al verme y su cara reflejó una gran contrariedad.
–Lo siento, amigo, encontré yo primero la casa de al-Fakrhi –le dije,
riéndome de él–. Sabía que también le buscarías después de haberte dado su
nombre, pero llegas en mal momento. Se fue de viaje y aún no está de vuelta.
Le puse brevemente al corriente y ambos decidimos marchar a casa de
Abú Alí e ir a ver a al-Fakrhi más tarde, por si hubiera retornado ya.

* * *

En cuanto llegamos al palacio de Abú Alí nos dimos cuenta que


habíamos sido cazados. No teníamos escapatoria, la victoria del enemigo era
aplastante: había más de un centenar de amigos de Abú Alí en medio de una
espectacular fiesta. Nuestro anfitrión nos los presentó uno por uno, antes de
sentarnos a su lado en unos mullidos cojines. No parecía ofendido por el
espectáculo que había montado al-Kamil en palacio; al contrario, daba la
impresión de querer hacerse perdonar a base de atenciones, que resultaban
sofocantes.
La verdad es que no llegué a enterarme de qué estaban celebrando;
creo que algún complicado trato mercantil que proporcionaría pingües
beneficios a Abú Alí. El caso era que ahí estaba yo, atrapado entre cojines de
seda. Tenía las manos atadas por una copa de jarabe de almendras dulces con
hielo picado. Además, mis captores me obligaban a presenciar la danza de los
siete velos, bailada por siete bailarinas árabes fenomenales.
Al-Kamil se veía igual de derrotado. Intentaba continuamente alejar el
abanico de plumas con que le acariciaba la oreja una esclava que parecía
encaprichada de él, y no sabía dónde poner el tarro de dulces envueltos en
milhojas que le habían dado.
La concurrencia no paraba de batir palmas y jalear a las bailarinas,
más fuerte cuantos menos velos había de por medio. Cuando al fin terminó el
espectáculo hice amago de levantarme, pero Abú me volvió a sentar.
–No te molestes en ir a buscar nada; los esclavos te traerán cuanto te
apetezca –dio unas palmadas y me vi rodeado de refrescos y dulces.
Logré cuchichear con al-Kamil cuando Abú Alí fue a despedir a las
bailarinas con besos de agradecimiento y un buen puñado de monedas de oro,
que les entregó ante todos los presentes.
–Tú ganas: Abú Alí nos entretiene adrede todo lo que puede –el
selyúcida asintió con la cabeza–. Ya no podemos atribuirlo a su fanfarronería.
Creo que está jugando un doble juego desde el principio y que por algún
motivo no quiere que salgamos. ¡Cuánto tiempo hemos perdido con sus
ardides!
–Sospecho que puede ir a la caza del mismo objetivo que nosotros –
me confesó–. Si él quiere ver a Bektash al-Fakrhi seguro que sabe desde el
principio dónde hallarle, pues Abú es de Bagdad y conoce a muchísima gente
aquí. Si desea cerciorarse de encontrarle antes que nosotros, lo mejor que
puede hacer es rezagarnos hasta que regrese de su viaje.
–Pero Abú Alí está con nosotros siempre que nos entretiene –objeté.
–Recuerda que dispone de cientos de sirvientes. Mira cuántos hay
sólo en esta sala. Seguro que tiene alguien de confianza esperando que
regrese Bektash.
Ciertamente me preocupaba que varios hombres de Abú Alí
estuvieran en aquel momento apostados cerca de la casa del sabio, esperando
su regreso para… ¿Para qué? Ése era el problema, saber qué pretendía
conseguir Abú Alí con todo aquello.
Tuvimos que dejar la conversación, puesto que el aludido regresaba
para sentarse a nuestro lado. Estaba de lo más jocoso, de un humor
espléndido. Elogiaba a las bailarinas, su arte y sus cuerpos y nos prometió
una nueva actuación suya más adelante.
Después de las bailarinas, los músicos tocaron animadas baladas. Más
tarde unos poetas nos declamaron unos cuantos versos, desde piadosos relatos
de peregrinos que se dirigían a la Meca, hasta algunas Ruba’iyyat de Omar
Jayyam. Supongo que estos últimos poemas, con sus cantos al vino y la vida
alegre, tuvieron algo que ver con la súbita permutación de los refrescos, que
fueron desapareciendo. En su lugar iban entrando copas de vino.
Al principio recelé un poco, pues no olvidaba mi tropiezo con el
alcohol justo ante el rey Ricardo. Luego seguí recordando aquel incidente y
pedí una nueva copa de vino. Después otra.
Al-Kamil me observaba con desconfianza. Por el contrario, Abú Alí
estaba encantado y me animaba a probar nuevos caldos, elogiando la frescura
y la dulzura de unos o la sequedad de otros. Justo entonces se le ocurrió
brindar por la buena fortuna de todos los presentes. Luego otro comensal
propuso alzar las copas por la salud del califa y luego hubo otro brindis
dedicado al propio Abú Alí. Cuando parecía haber acabado aquella ronda de
buenos propósitos, me levanté por sorpresa y haciendo grandes aspavientos
clamé a voz en grito para asegurarme de que todos me oyeran bien:
–¡Por Ricardo Corazón de León! ¡Para que los cruzados tomen
Jerusalén y luego Damasco y luego…!
Cayeron al suelo quebrándose media docena de copas y los cristales
tintinearon en medio de un silencio sepulcral, que casi llegaban a romper las
miradas de odio y de ira. No pude continuar hablando porque al-Kamil se
apresuró a taparme la boca con la mano.
–Disculpad al pobre muchacho, no está acostumbrado a la bebida –
decía, intentando sonreír–. Ya sabéis que los cristianos no aguantan mucho.
Ahora mismo lo llevo a su habitación para que duerma la borrachera –iba
balbuceando excusas mientras me arrastraba hacia afuera–. Os pido mil
disculpas en su nombre. Seguro que mañana lamentará estos disparates que
ha proferido –mientras hablaba logró sacarme a empujones de allí y
conducirme por el pasillo hasta mi habitación.
–¡Pero tú estás loco! –me acusó, hecho un basilisco, cerrando la
puerta detrás de nosotros–. Esa barbaridad que has soltado podría haberte
costado la vida. Y emborracharte de ese modo… ¡Si no te mantienes en pie!
Me solté de él y me puse firme y con los brazos en alto.
–¡Milagro! –exclamé, y le guiñé un ojo–. Por arte de magia ahora la
que está tambaleándose, harta de alcohol, es la flor en el tiesto que había a mi
espalda.
Vi en una mesa mis ropas viejas y me apresuré a cambiarme.
–Observarás que esta habitación se halla en la planta baja. Será fácil
salir sin ser visto, dejar la ventana ajustada y regresar cuando haya cruzado
unas palabras con al-Fakrhi –le di una palmadita en el hombro antes de
añadir–: ahora vuelve ahí y cuéntales que estoy durmiendo como un bendito.
Dispuse algunos cojines dentro de la cama. Para rematar la faena,
coloqué el turbante emplumado que llevaba, cortesía de Abú Alí, de manera
que coronase la almohada. El conjunto parecía algo gordo, pero daba el pego.
–No te preocupes por nada –dije, deslizándome por el alféizar–. Ya te
informaré cuando regrese.
Como alguien estaba propinando golpes en la puerta, al-Kamil tuvo
que atenderle y convencerle de que todo iba bien. Luego se lo llevó del brazo
hasta la fiesta, despotricando contra el poco seso y los pésimos modales de
los perros cristianos.

* * *

Me dirigí deprisa a la casa del mameluco. Seguía estando todo


cerrado y no había vecinos en la calle a quienes preguntar. Golpeé en la
puerta con suavidad pero no respondió nadie. Volví a llamar, esta vez un
poco más fuerte, y al hacerlo la hoja de la puerta se abrió. Sobresaltado me
asomé al interior. Vi una habitación pequeña que daba a una escalera. En lo
alto brillaba una luz, como si hubiera un candelabro encendido.
Voceé el nombre del sabio un par de veces. La luz parecía hacerse
más intensa, como si se acercara, pero al mismo tiempo me llegó un olor
característico y vi un poco de humo saliendo por la puerta entreabierta en el
piso de arriba.
Aquello era un incendio.
Subí corriendo por las escaleras y supe por qué al-Fakrhi no me había
respondido; se lo impedía el profundo tajo que tenía en la garganta. También
su mano derecha estaba ensangrentada.
En cuanto al fuego, alguien se había molestado en apilar muchos
libros y papeles en el centro de la habitación y encenderlos. Ahora ardían con
fuerza creciente y las llamas empezaban a alcanzar los muebles cercanos y
lamer las vigas del techo, que no era demasiado alto.
Quería salvar los libros, por si albergaran la información que
necesitábamos. Por desgracia el incendio progresaba, devorándolos a una
velocidad pasmosa: hay gente incapaz de comprender que los libros iluminan
más cuando no se queman.
Aparté los muebles que aún no ardían y vacié una jofaina de agua en
la pira de papeles sin que surtiera efecto. El calor empezaba a hacerse
insoportable y el humo me dificultaba la respiración. Frustrado al ver que no
podía hacer nada más abrí una ventana que daba a la calle. Desde allí grité
«¡fuego!» con todas mis fuerzas, hasta que los vecinos empezaron a acudir.
Antes de bajar me di cuenta de algo que me había pasado
desapercibido antes. La lengua de al-Fakrhi estaba sobre una mesa que le
había servido de escritorio y a su lado había un nombre escrito: Turantar.
Apenas podía entenderse y parecía trazado con un pulso tembloroso.
Tuve que salir porque ya ardía media habitación y era imposible
quedarse allí. Maldije mi suerte y ayudé a los vecinos a sofocar el incendio.
Como había mucha gente, logramos formar una cadena hasta el piso de arriba
y las llamas se extinguieron. Por suerte, aquella casa fue construida con
ladrillos cocidos y era de paredes recias, así que el fuego no se había
propagado.
La habitación, empero, estaba totalmente destruida y el cadáver
irreconocible. Era más un amasijo de carbón que de carne.
No pude evitar preguntarme si era para eso que querían retrasarnos.
En tal caso, ¿qué motivos podía tener Abú Alí para matar a al-Fakrhi? Tal
vez su codicia no era sólo económica y también anhelaba el poder. Podía
haber decidido participar en una oscura conspiración, aliándose con fuerzas
que parecían más que humanas. Suponiendo que se tratara de Abú Alí, claro
está. En aquel avispero que era el califato, con tantas facciones enfrentadas,
todo era posible.
Para mi desgracia yo estaba otra vez como al principio. De nuevo
tenía solamente un nombre y unas cuantas sospechas, pero nada más. Había
alguien que seguía mi camino y al parecer llegaba siempre un poco antes que
yo. Primero en Damasco y ahora en Bagdad me había impedido hablar con
quien podía darme explicaciones y, si no me apresuraba, un tal Turantar iba a
morir dentro de poco sin que pudiera, a su vez, contarme algo sobre aquel
misterio. Empezaba a desesperar. ¿Sabría algún día quién o qué mató a mi
padre?
Bajé de nuevo a la calle y me uní a un grupo de vecinos que
conversaban agitadamente sobre lo ocurrido. Discretamente formulé algunas
preguntas, pero nadie parecía estar al corriente de las idas y venidas del sabio
mameluco. Fui de grupo en grupo, hasta que me di cuenta que una anciana
estaba sentada con aspecto tranquilo en la entrada de la casa de enfrente.
Recordé haberla visto en mi anterior visita a la casa de al-Fakrhi y se me
ocurrió que quizá, debido a su edad, era de esas mujeres que no tenían otro
quehacer que ver pasar la vida ante ellas.
Me acerqué y tras dar la excusa de siempre, un familiar lejano recién
llegado y etcétera, le pregunté si sabía algo de al-Fakrhi, si le había visto
llegar esa tarde.
–No sé cuándo regresó –me respondió la mujer–. Pero no estaba aquí
esta mañana, cuando el hombre me preguntaba una y otra vez si le había
visto, si había vuelto a casa.
–¿Qué hombre? –pregunté interesado.
–Un extranjero con muy mal humor –miró hacia arriba, recordando–,
fuerte como una mula de carga. Tenía la tez oscura y una coleta muy larga,
atada con una correa de cuero.
Entonces recordé la conversación que mantuve en Damasco con
Rashid, el amigo del difunto Ibn Khallikan.
–¿Os fijasteis si le faltaba una oreja?
–Así es. Tenía una fea cicatriz en su lugar. Ese hombre merodeaba
arriba y abajo, y preguntaba a todos los vecinos. Creo que estaba impaciente,
pero no me gustaba hablar con él porque tenía muy mal carácter.
No pude continuar la charla. Una mujer salió de la casa y a la voz de
«¡abuela!» se la llevó al calor del hogar, sin dignarse a atender mis preguntas
y súplicas de que me dejara platicar un momento más con la anciana.
Mientras cavilaba sobre qué hacer a continuación, apareció al-Kamil.
Milagrosamente había logrado escapar de los agasajos de Abú Alí. Llegaba
corriendo, sudoroso, y no lucía muy feliz cuando vio lo ocurrido.
–¿Llegaste a poder hablar con él? –preguntó de mal humor, mientras
se pasaba la mano por la frente para secarse las gotas que le caían.
Le puse rápidamente al corriente, sin guardarme ninguna información.
Estaba convencido que empezaba a confiar en mí y que sería mejor colaborar.
–Bien –dijo, pensativo–. Seguir el juego de Abú Alí nos ha conducido
a esto, pero al menos hemos identificado a un enemigo y sabemos que el tipo
de la oreja cortada también anda por aquí. Tengo algunos hombres de
confianza en Bagdad; iré a verlos y tomaré medidas. Lo primero será enviar
un correo urgente a Saladino, quien confía en Abú, para prevenirle y contarle
los pasos que estamos dando. Autorizaré al correo a emplear el sistema de
postas a través del desierto de Siria. ¡Por Alá, el piadoso y apiadable, que nos
habríamos ahorrado un montón de problemas de haber venido de ese modo!
–¿Tus hombres pueden ayudarnos a dar con Jazari, el desorejado?
–Por supuesto, ya lo están haciendo. Tengo uno en cada una de las
cuatro puertas de la ciudad vigilando sus movimientos y los de Abú Alí. Lo
malo es que dispongo de poco personal fiable. Pondría la mano en el fuego
por ellos. Son de toda confianza: se trata de selyúcidas como yo, al servicio
de Saladino.
–Entonces tendremos también que buscar por nuestra cuenta –y
sonriendo añadí–. Además, se me ocurre un sitio para empezar.
–¿Cuál? ¿Dónde crees que puedan estar esos criminales?
–Hay un lugar más interesante que los otros: el palacio de Abú, donde
quizá hayan ido para dar parte a su amo, si éste es el culpable.
–Irás a vigilar la casa de Abú y de lejos. Si te pilla después de hacerle
quedar mal ante todos los potentados de Bagdad en su propio hogar, te mata.
¿Sabes que todo el mundo abandonó airado la fiesta tras abroncarle? Te
esconderás en una esquina cercana y controlarás la puerta. Si descubres algo
importante vienes a buscarme a la posada que hay al principio de esta calle y
me lo cuentas. Desde ahí yo redactaré el mensaje para Saladino.
Así me envió a hacer lo que decía. Cuando llegué al palacio de Abú
Alí todo estaba tranquilo. La puerta principal, la única que yo conocía,
parecía bien cerrada. Me asaltó la tentación de entrar en mi cuarto para
recuperar la espada, las alforjas y aquella especie de cuchara semoviente. De
todos modos me acerqué para atisbar por la ventana.
Vi luz en el interior a través de las hojas de madera entreabiertas y
eché una ojeada. Yahán estaba sentada en mi cama, con una lámpara de
aceite en la mano y contemplando confusa los cojines al descubierto. Por
cierto, que el que llevaba el turbante estaba desgarrado y sus plumas
esparcidas por la habitación. Alguien lo había cortado con una cimitarra o
algo parecido. ¿Una venganza de un invitado airado por mi ofensivo brindis,
o tenía que ver con nuestra misión?
Miré a ambos lados, abriendo un poco más la ventana para
asegurarme que Yahán estaba sola. En cuanto me cercioré de que así era la
llamé.
–¿Qué haces ahí fuera? –dijo, mientras se acercaba corriendo–. Ven,
pasa y que no te vean. Sentí un gran alboroto, y padre gritaba algo de matar a
un cristiano y a un selyúcida entrometidos. Creo que ha enviado hombres a
buscaros –lograba decir todo esto rápidamente mientras me besaba.
Logré que me soltara la cabeza un momento para entrar y rogarle que
hablara más bajo. Recogí todas mis cosas y las metí en las alforjas.
–¿Qué haces, te marchas? –preguntaba entristecida Yahán, sin acertar
a entender muy bien cuanto estaba sucediendo.
–No te preocupes, volveré a por ti en cuanto pueda. Es sólo que antes
debo resolver unos asuntos. Me temo que tendré que irme un tiempo, mas
luego vendré a buscarte, mi amor.
–¡Pero ya no estaré! Partimos de nuevo.
–¿Hacia dónde?
–No lo sé; mi padre no me lo ha dicho –de repente sus ojos brillaron-
¡Tengo una idea! Es de costumbres fijas; siempre se hospeda en los mismos
sitios. Te haré una lista de las posadas y caravasares donde paramos en todos
los lugares que recuerde.
Fue a buscar algo con que escribir y yo me sentí como un miserable
por permitírselo. En su inocencia, ella no sospechaba que su padre y yo
éramos realmente enemigos y que había crímenes de por medio. De todos
modos, no pensaba hacerle daño a Abú Alí. ¡Estaba decidido a casarme con
su hija! En cualquier caso, esa información me serviría para evitar que
causara más muertes y tal vez para protegerme a mí mismo y a ella.
–¿Hay para mucho? –pregunté al cabo de un rato, al ver que no
terminaba de escribir.
–Es que te estoy explicando bien donde está cada posada, y hay
muchas –respondió Yahán–. Con padre nunca se sabe cuánto va a durar un
viaje ni a qué sitios iremos; siempre está cambiando de opinión a mitad de
camino, según lo que se encuentre. Cuando estábamos en Damasco, por
ejemplo, ese hombre horrible le había convencido de ir al norte a ver a no sé
quién. Luego supo que tú y al-Kamil debíais servir al sultán en una
importante misión a Bagdad y cambió de planes para acompañaros.
Unas palabras se habían quedado revoloteando por mi mente:
–¿Que hombre horrible?
–Un tal Jazari. Es un tipo raro. Le falta una oreja, siempre está de mal
humor y padre dijo qué bebía no sé qué.
–«Asesino» –mi respuesta fue automática.
–Sí, eso es; un bebedor de hachís.
Aquellas palabras lo confirmaban. Abú Alí definitivamente era
partícipe de la conspiración, aliado con unos individuos que asustaban a un
guerrero curtido como al-Kamil. Lo más aterrador era que Yahán hablaba con
tanta candidez, con tanta tranquilidad… En cambio yo sólo veía peligros en
cada una de sus palabras. «Los bebedores pueden invocar el infierno», fue
una de las últimas cosas que dijo mi padre antes de morir. «Es un fuego y un
relámpago, su furia te hace volar». Así describía lo que le había quemado
hasta arrebatarle la vida en medio de grandes sufrimientos. Yahán estaba en
medio de todo aquello sin saberlo y yo tendría que parar los pies a Abú Alí, a
Jazari y terminar con todo. Un escalofrío me recorrió el espinazo. El asesino,
un tipo capaz de arrancarle la lengua a un pobre viejo, anduvo cerca de
Yahán… Recé para que las maquinaciones de su padre no trajeran la ruina de
aquella encantadora chiquilla.
Al final concluyó su lista, que ocupaba una gran hoja de pergamino
escrita con letra menuda por ambas caras. Observé que había empleado tinta
persa de color rosa y que había adornado con florituras parte del escrito. Son
esas cosas que tienen las mujeres…
–Tu padre viaja mucho –constaté al echarle un vistazo.
Estuvimos hablando un poco más, palabras de enamorados, promesas
para el futuro, pero al final tuve que salir. Debía llevarle esas noticias a al-
Kamil.

* * *

–Saben más que nosotros y nos adelantan otra vez –dijo al-Kamil en
cuanto lo puse al corriente.
Lo encontré en la posada, con un par de lámparas sobre su mesa,
donde había escrito una larga epístola para Saladino. No tenía la letra tan
bonita como Yahán, ni falta que le hacía.
–Tenemos que encontrar a Turantar antes que ellos, o Jazari no lo
dejará con vida.
–Mis hombres lo están buscando. Tienen contactos en Bagdad y
espero que me traigan noticias pronto –pensó un instante y luego añadió–: No
puede haber tantos alquimistas en la ciudad y son conocidos por los artesanos
y mercaderes, que recuren a ellos para obtener sus tintes, medicinas y
preparados.
–Recuerda que los hombres de Abú Alí nos llevan la ventaja de saber
qué están buscando, y hasta ahora siempre se nos han anticipado
–Ésa quizá sea nuestra salvación. Puede que se hayan confiado por
habernos superado otras veces. No tienen ni idea de que dispongo de gente
fiel aquí, que conoce la ciudad y trabaja ahora para nosotros –se levantó y
empezó a buscar en su bolsa unas monedas para pagar–. Te diré qué vamos a
hacer: en primer lugar enviaré esto mediante un mensajero de confianza;
luego esperaremos a mis hombres y te los presentaré. Seguro que en cuanto
lleguen tendremos noticias del paradero de Turantar... ¡Maldito Abú Alí!
Hemos confiado en una víbora. Su cabeza rodará antes de que esto termine.

* * *

Tal como habíamos acordado llegaron los hombres de al-Kamil a la


posada, pero traían malas noticias. Uno de los suyos había muerto, apuñalado
por la espalda mientras vigilaba cerca de la puerta que le habían asignado.
Nadie había visto lo ocurrido, pues no quedaba gente por la calle a esa hora,
cuando la oscuridad ya cubría la ciudad. Supusimos que se había enfrentado a
los asesinos, pero no había manera de conocer lo sucedido.
Ninguno hizo comentarios al respecto, por lo que yo también me
abstuve de formularlos. Había odio en sus rostros y los ademanes eran los de
soldados que saben que la batalla ya ha comenzado.
Montamos en los caballos y mientras salíamos de la ciudad al-Kamil
hizo las presentaciones.
–Éste es Ibn Aydin –dijo, señalando a un hombre ancho y fuerte, con
un gran mostacho y que debía de rondar los cuarenta años–. Es un excelente
arquero y soldado. Luchó en Acre contra tu rey, pero logró escapar por mar
tras arrojarse desde la torre de las Moscas cuando la ciudad cayó. Le he
puesto al corriente de tu relación con nosotros, como a los demás, y no debes
temer nada de él.
Hice un gesto con la cabeza a Ibn Aydin quien me respondió de igual
modo. Me miraba de reojo, como si le pareciera curioso ver de cerca a un
cristiano y no estar obligado a matarlo.
–Este otro es al-Qadir –me mostró a un tipo que parecía lo opuesto al
anterior: no tendría mucho más de veinte años, era alto y delgado, de pelo
rizado y suelto–. Ya ha trabajado otras veces como informador de Saladino y
me ha dicho que conoce bien las marismas y pantanos alrededor de Bagdad.
Ha averiguado que Turantar vive en las afueras del mercado exterior, cerca
del puerto inferior, donde resuelve disputas sobre la calidad de los materiales
y prepara diversos tintes muy apreciados. Él nos guiará y una vez allí
buscaremos a ese alquimista.
El hombre me dirigió una sonrisa y me saludó con la mano, gesto al
que yo correspondí.
–El tercero es Ibn Furad –se trataba también del opuesto a los otros
dos. No era ancho y fuerte como el primero ni delgado y joven como el
segundo. Parecía un vendedor de alfombras a quien hubieran montado en un
caballo y no supiera bien qué hacer sobre él–. Antes se dedicaba al comercio
marítimo, pero desde que una galera cristiana hundió la suya ha decidido
servir al sultán desde tierra firme.
El marino apenas me dirigió una mirada y yo tampoco le hice caso.
–Y este es Marc d’Artois –dijo finalmente al-Kamil dirigiéndose a los
otros. Presté atención porque me interesaba saber qué diría de mí–. Le conocí
en Arsuf y aún sigue vivo, así que no os dejéis engañar por su aspecto de
jovenzuelo desvalido. Es rápido con la espada y con la espuela.
Los otros tres se echaron a reír, así que supuse que ya sabían a qué se
refería al-Kamil. De todos modos no me gustó lo de «jovenzuelo desvalido»,
pero no iba a molestarme por eso cuando íbamos en busca de los asesinos,
prestos a disputarles su siguiente presa.
No se podía negar que al-Qadir conocía bien el camino. Nos llevó a
través de la puerta de Basora y luego nos guió por las callejuelas tortuosas
que conducían al mercado exterior, a mitad de camino entre Bagdad y uno de
sus puertos fluviales.
Mientras cabalgábamos tuvimos ocasión de irnos conociendo un
poco. Descubrí que a Ibn Aydin le gustaba cantar y que lo hacía muy mal. Su
pasión por la música podía fácilmente desembocar en un dolor de cabeza para
sus acompañantes. También supe que Ibn Furad no sólo se mostraba
indiferente conmigo; lo era con todos. Daba la impresión de que el resto del
mundo le hubiera ofendido de alguna manera. Al-Kamil me dijo que sólo era
una pose y que no le hiciera caso; sin embargo, se mostraba huraño hasta el
extremo de parecer permanentemente enfadado consigo mismo. Más tarde
descubrí que le mareaba viajar a caballo. Al-Qadir tenía buena conversación.
Se interesó especialmente por mi cota de malla. Quedamos en que se la
dejaría más adelante para que la probara, pero me negué en redondo a
permitirle ensayar con su daga mientras yo la llevara puesta.
Como ya era más de medianoche no podíamos realizar ninguna
investigación, así que al-Kamil decidió que iríamos a un hostal donde ya le
conocían de otras veces y el dueño era amigo suyo. Allí podíamos dejar los
caballos y descansar unas horas.
Yo quise saber el nombre del lugar. Consulté el escrito que Yahán me
había proporcionado y comprobé que no era uno de los habituales de Abú
Alí.
–Me parece bien el sitio –dije, volviendo a guardar el pergamino en
un bolsillo interior.
–¿Qué es eso que has mirado? –quiso saber al-Kamil–. ¿Acaso ahí
pone qué establecimientos son adecuados y cuáles no?
–Por supuesto –respondí, haciéndome el misterioso–. Se trata de una
guía de lo más útil, ya lo verás.
–Qué no inventaréis los cristianos… –masculló, escéptico.
Nos levantamos antes de salir el sol, comimos frugalmente y al-Kamil
y sus hombres empezaron a hacer averiguaciones. No querían que les
acompañase pues decían que irían más rápidos sin mi, y que mi acento
egipcio llamaba demasiado la atención incluso en la cosmopolita Bagdad. Era
evidente que no gozaba aún de toda su confianza, así que quedamos que nos
encontraríamos unas horas más tarde en la posada.
Cuando marcharon salí a dar una vuelta y empecé a reflexionar. Hasta
entonces, mi sistema había consistido en preguntar por todas partes sin
ningún plan, esperando que la fortuna se apiadara de mí. El resultado era que
siempre había llegado demasiado tarde. Necesitaba seguir un método, tener
alguna referencia a la que aferrarme, pero ¿cuál? Estaba buscando a un
alquimista. ¿Dónde podrían darme noticias sobre alquimistas? ¿Qué tenía en
común esa gente que jugaba con los saberes prohibidos? ¿Quien podría
darme la dirección de alguno en un gran mercado como aquél en que me
hallaba? Mientras vagaba sin rumbo fijo, me acordé del desagradable
espectáculo de la lengua cortada, el nombre de Turantar escrito con sangre en
una mesa iluminada por los libros en llamas… Pilas de libros como…
¡Como los que había en la tienda del copista que tenía justo delante de
mí!
Me persigné murmurando unas palabras de agradecimiento al Espíritu
Santo por ponerme delante de las narices esa relación: un copista sin duda
conocería a todos los sabios de su zona. Luego miré a mi alrededor, por si
algún musulmán devoto se había dado cuenta de mi piadoso gesto. Por
fortuna, nadie reparaba en mí.
Así pues pasé al interior, me presenté ante el propietario y le dije a
quién buscaba.
–¿Turantar? –repitió el viejo, levantando la vista del Corán bellamente
iluminado que estaba leyendo.
No me había hecho caso cuando entré en el pequeño cuarto que le
servía de tienda ni cuando empecé a hablarle. Parecía ajeno a los efectos del
mundo y cuantas circunstancias generase a su alrededor. No cabía duda que
era una de esas personas que prefieren hablar con los muertos a través de los
libros antes que hacerlo con los vivos.
Tenía el aspecto gris, piel incluida, de quien está siempre encerrado.
Compartía el mismo polvo de siglos que todos aquellos libros. Los rollos de
pergamino y papiro se apilaban en las mesas, esperando que surgiese en
alguien la necesidad de plasmar sus pensamientos para ser comprados. Eché
un vistazo rápido, por si daba con algún tomo misterioso como el que me
dejó el monje en San Juan de Acre, o aquel otro de Maimónides. Sin
embargo, sólo había ediciones del Corán y poemarios, a juzgar por lo que leí
por encima. Seguramente tendría más de un título prohibido en aquella
especie de cementerio bibliográfico, pero el tiempo apremiaba.
–Turantar... –repitió para sí mismo–. ¿Por qué os interesáis por él? Ya
nadie se acuerda de Turantar.
–Tengo que hablarle de unos asuntos particulares, pero sobre su
paradero sólo sé que vive cerca de aquí.
–¿Asuntos relacionados con libros extraños, tal vez? –me pareció
percibir cierta inquietud en sus palabras.
Al escuchar aquello, todos mis sentidos se pusieron en alerta. No
obstante, si lo asustaba no lograría sacarle nada, así que me inventé una
historia para tranquilizarlo y al mismo tiempo que quedase claro que no sabía
nada inquietante de Turantar.
–El viejo Turantar fue un gran hombre en su juventud, aunque no os
lo creáis –el librero parecía haberse distendido un poco–. De joven destacó en
el estudio del Libro Sagrado y de numerosas ciencias. Se le tenía en la más
alta estima en medios intelectuales y fue nombrado imán con mucha
complacencia por parte de los hombres de fe. Sin embargo, el ardor de su
juventud le impulsaba a menudo a defender causas extrañas, a componer
versos ofensivos para algunas mentalidades. Quienes esperaban de él una
mayor ortodoxia le convencieron de tomarse un tiempo para cambiar de aires.
Fue peor el remedio que la enfermedad. Marchó a Bizancio y trabó amistad
con numerosos sabios y poetas de allí. También le sirvió ese viaje para
conocer el cristianismo y el judaísmo. Cuando regresó su mente habíase
contaminado, a decir de algunos, pero su sarcasmo y su brillantez intelectual
estaban en su punto culminante. Como en aquella época residía en Bagdad se
enfrentó a algunos de los hombres más influyentes del califato.
»No os relataré su vida desde ese momento, pero os aseguro que fue
muy triste presenciarlo. A cada ataque respondía con la viveza de su ingenio
de poeta y la seguridad de sus argumentos, propios de un griego antiguo.
Poco a poco los poderosos le difamaron, vilipendiaron sus obras y le
acusaron de hereje. Tuvo que acudir de rodillas ante el califa a pedir perdón
por palabras que no había dicho y soportar castigos por delitos que no había
perpetrado.
»Finalmente le acusaron de ser un hechicero y practicar artes
prohibidas. Esto les permitió azotarlo en público y quitarle el título de
profesor en la madraza donde enseñaba.
»Durante un tiempo se arrojó al infierno del vino y las pócimas
alucinógenas. Vagó de un lado a otro pensando que tal vez sus grandes
conocimientos le valdrían reconocimientos en algún otro lugar, pero se
equivocó. La larga sombra de su fama llegaba siempre antes que él. Regresó
finalmente a la casa de sus padres, sólo para descubrir que ambos habían
muerto durante su ausencia.
»Tal vez este último choque le permitió situarse de nuevo. Se olvidó
de un poco de sus ideas extravagantes y empezó a rehacer su vida. Claro, ya
no podía ser como antes. Cuidaba el pequeño huerto de su casa para subsistir,
se olvidó del vino y empezó a hacer pequeños trabajos. Éstos consistían
normalmente en preparar medicinas para los enfermos, productos para los
curtidores y también algunos tintes especialmente notables para la ropa.
Ahora, aquel joven brillante que daba lecciones a los hijos de varios emires
ha de cultivar sus propias hortalizas. Del alquimista cuyos experimentos
desafiaban el orden de las cosas establecido por Alá, según sus enemigos,
sólo podemos esperar cataplasmas y pequeñas mezclas para talleres de
artesanos. El genio de su mirada se apagó hace años. Su rebeldía intelectual
ahora es un temor constante a encender las iras de alguien importante. Ya no
compone versos, ya no indaga sobre las filosofías extranjeras y sólo mantiene
contacto con algunos sabios que nunca le traicionaron.
–Es una historia muy triste –reconocí–. Pero decidme, ¿era realmente
tan bueno?
–Sus versos aún se oyen en boca de jóvenes amantes. Los estudiosos
de las religiones que he conocido me aseguran que ha escrito alguno de los
mejores libros sobre el judaísmo y…
–Quiero decir como alquimista –precisé.
–¡Oh, eso! –dijo, poniendo cierto desdén en la pronunciación de
«eso»–. No sé por qué me sorprendo; todo el mundo se interesa por lo mismo
acerca de él. En verdad, quizá es lo que menos le importaba en el pasado. En
realidad no me caen bien los alquimistas y procuro evitarlos. Sólo hago una
excepción con Turantar porque es un amigo de la infancia. Pero os aseguro
que los libros prohibidos dejaron de interesarle hace mucho. Ni siquiera al-
Azif le llama la atención –señaló a un tomo encuadernado en cuero y cubierto
de polvo que languidecía en un estante.
–He de admitir que me ha sorprendido y confundido todo lo que me
habéis contado. No sabía que Turantar fuera un personaje tan singular. De
todos modos, los asuntos que voy a tratar con él tal vez le distraigan de tantas
penalidades como ha sufrido.
–Eso sería bueno –asintió el librero–. Sus amigos sufrimos con sus
desdichas y me alegraría que le trajerais buenas noticias.
En realidad debía decirle que los asesinos iban a buscarle y que a un
amigo suyo le habían cortado la garganta después de arrancarle la lengua para
obligarle a revelar su nombre... Sin duda eso alegra a cualquiera. Me las
apañé a pesar de ello para poner cara sonriente y obtener al fin la dirección de
Turantar. En cuanto la tuve me despedí cortésmente del librero y nada más
salir a la calle regresé a la posada.
Tardó poco en regresar al-Kamil con sus hombres, sin haber
averiguado nada en concreto. De inmediato partimos hacia la morada del
alquimista, que estaba un poco lejos. Según me la habían descrito era una
casa de campo en las cercanías.
Aunque al-Kamil no estaba de buen humor después de perder a uno
de sus hombres, le insistí en que había llegado el momento de que me
explicara algo más.
–Vienen a por nosotros, al-Kamil –le dije–. Mira cómo acabó ayer tu
compañero; muerto por la espalda porque los asesinos conocían su identidad
y nuestra misión. No tenían ninguna necesidad de hacerlo; él no los había
visto y no podía reconocerlos, pero fueron derechos a por él.
–Ya me he dado cuenta –fue su lacónica respuesta.
–Entonces dime cómo hemos llegado a esta situación.
–Ha de ser Abú Alí quien está detrás de todo esto. Él debió de hablar
de nosotros a los asesinos y contarles para qué estamos aquí. También tiene
muchos ojos y oídos en Bagdad; sin duda identificó a todos mis hombres y se
lo comunicó a sus aliados.
–¡Ya sé que Abú Alí está metido hasta el cuello en esta maldita
conspiración! Lo que quiero saber es por qué le interesa y qué está
ocurriendo. Según me contaste, los asesinos son una secta religiosa que posee
un territorio importante. ¿Por qué unos individuos así querrían matar a los
enviados del sultán?
Al-Kamil frunció el ceño y bajo la cabeza. A su lado, al-Qadir
suspiró. Se percató de que no les dejaría en paz si no me contaban algo
convincente, pero veía que al-Kamil se resistía, como si hubiera algo personal
en todo aquello.
–He oído decir que te gustan los cuentos, Marc d’Artois –empezó a
hablar al-Qadir con voz suave–, y que agasajas con ellos a tus compañeros de
viaje. Permite pues que te relate algo tan extraordinario que podría parecerte
una invención, pero has de saber que lo vi con mis propios ojos y que explica
por qué estamos hoy aquí, llorando la pérdida de un compañero y dispuestos
a enfrentarnos a terribles enemigos.
La voz de al-Qadir era profunda y cautivadora. Todavía hoy recuerdo
sus palabras, como si estuviera recitándolas a mi lado:
–Glorificado sea Alá, el Piadoso. Transcurría el año de la Hégira de
583, al inicio del mes de sha’ban. El sultán Al-Nasir Salah ad-Din Yusuf ibn
Ayyub, conocido entre vosotros, los infieles, como Saladino, era en aquellos
días el hombre más feliz sobre la Tierra. Bien poco hacía que Jerusalén había
sido devuelta a la verdadera fe, y la sangre cristiana fertilizaba el suelo de la
ciudad santa. Pero siempre hay una sombra que enturbia el sol radiante y nos
muestra cuán efímera es la gloria. Pues Alá, en Su Sabiduría, no desea que
nos envanezcamos.
»Y sucedió que un día llegó desde la fortaleza de Masyaf, la guarida
del Viejo de la Montaña, un emisario que pidió ser recibido por el sultán. Sin
embargo, Saladino, que Alá guarde, desconfiaba de las intenciones del Viejo.
No en vano éste ya había intentado matarle dos veces.
»La primera fue durante el asedio de Alepo. El gobernante de la
ciudadela, Saad ad-Din Gumustakin, ofreció al Viejo una enorme recompensa
en oro y tierras para que le librase de un enemigo a quien no podía vencer
con su menguado ejército. Al poco tiempo aparecieron en el campamento del
sultán unos comerciantes que no eran tales, sino los secuaces del Viejo de la
Montaña, los llamados asesinos, que pretendían infiltrarse y cometer el
magnicidio. Por suerte para Saladino, un emir reconoció a uno de ellos e
intrigado le detuvo para preguntarle qué hacía allí. El asesino no supo dar una
explicación convincente y el emir llamó a los guardias. Resultó fatal para él
porque de inmediato brilló el acero de las dagas y murió acuchillado, junto a
muchas de las personas presentes. Acudieron los soldados y la pelea no
terminó hasta la muerte del último asesino. Por voluntad de Alá, el sultán
resultó ileso pese a su cercanía al lugar de los hechos.
»La segunda ocurrió en el asedio de la fortaleza de Azaz. Entre la
gran confusión de tropas recién llegadas se colaron unos hombres disfrazados
de soldados egipcios. Consiguieron acercarse lo suficiente al sultán como
para atacarle, pero la mano de Alá y la armadura lo protegieron de las dagas y
no sufrió daño alguno. De nuevo murió mucha gente en la refriega. Desde
entonces y durante toda la campaña, Saladino tuvo que estar especialmente
protegido, durmiendo en una torre de madera y custodiado por hombres de su
absoluta confianza.
»Pero Saladino había reconquistado Jerusalén para el Islam, y se creía
invencible e invulnerable. Así, movido por la curiosidad, aceptó recibir al
emisario del Viejo de la Montaña.
»El visitante entró en la tienda del sultán y le explicó que traía un
mensaje muy importante para él, y que debía entregárselo en privado según
las instrucciones que le habían dado. Saladino ordenó salir a sus hombres,
salvo dos.
»–¿Acaso no os he dicho en privado? ¿Por qué no salen también estos
hombres? –preguntó enojado el mensajero.
»El sultán respondió que eran de su total y absoluta confianza y no era
necesario que marcharan. Pero el mensajero del Viejo insistió varias veces, y
otras tantas obtuvo la misma respuesta.
»–Así, ¿estáis seguro de su absoluta fidelidad? –preguntó una vez
más.
»–Totalmente. Son mis hombres más fieles, leales a mi persona como
mi mano derecha lo es para con mi mano izquierda –respondió seguro el
sultán.
»Entonces el mensajero, dirigiéndose a aquellos hombres les
preguntó:
»–¿Estáis dispuestos a matar al sultán aquí y ahora, sin vacilar, si en
nombre del Viejo de la Montaña así os lo ordeno?
»Y ambos hombres, desenvainando al unísono y rodeando al sultán
respondieron con firme decisión:
»–Así es.
»–Éste es el mensaje que debía entregarte –dijo por último el
emisario, y partió acto seguido acompañado de sus hombres.
»Y Saladino, el poderoso sultán, permaneció largo rato solo en su
tienda, sintiéndose a la vez rabioso por la afrenta recibida y desamparado
como un niño de pecho; él, que poco antes se había considerado el más
poderoso entre los mortales. Pues Alá, alabado sea, humilla en ocasiones a
los príncipes para que nunca olviden la virtud de la humildad.
»Cuando me enteré de lo sucedido y llegué al campamento, lo
primero que vi fue un sable cayendo por enésima vez, tajando la carne y el
hueso. Las cabezas cortadas formaban una pila a los pies del verdugo,
mientras la sangre fluía en pequeños regueros por la tierra seca. Algunos
cuerpos todavía sufrían espasmos ocasionales, como si quisieran aferrarse a
la vida que recién les habían quitado.
»Saladino contemplaba la escena sin pena ni alegría.
Sencillamente era algo que debía hacerse, para dar ejemplo. Su guardia
personal al completo tenía que ser reemplazada. En su mayor parte aquellos
desgraciados eran inocentes, pero no pensaba correr riesgos. Igual que todos
ensalzamos su magnanimidad en las recompensas, también resulta implacable
en los castigos.
»El nuevo capitán de la guardia señaló a uno de los pocos
prisioneros que aún seguían vivos. A diferencia de otros, no suplicaba ni
lloraba, sino que se mantenía erguido, exhibiendo una fría dignidad.
»–¿Ajusticiamos a ése, mi señor?
»Saladino alzó la vista y reconoció al cautivo.
»–No. De hecho, considero inaceptable que sea tratado de
semejante manera. ¿Qué está haciendo ahí? ¡Liberadlo ahora mismo! –su voz
temblaba de ira.
»–Pero mi señor, dijisteis que toda la guardia…
»Saladino se incorporó, y en verdad que el capitán sintió miedo.
El sultán poco menos que echaba fuego por los ojos.
»–¡Pondría en las manos de al-Kamil mi vida y la de mis hijos,
ciegamente y sin dudarlo! ¡Es el más noble de entre mis guerreros selyúcidas,
y el más fiel! ¿Queda claro?
»–Sí, mi señor –el capitán tragó saliva, preguntándose si era la
última vez que lo hacía. Por fortuna para él, el sultán dio media vuelta y se
encaminó a paso vivo hacia su tienda.
»–Traedme a al-Kamil y devolvedle su espada; hasta tal punto confío
en él. Y decapitad a los demás –ordenó, mientras se alejaba–. Mi querido al-
Kamil –dijo en voz tan baja que nadie más lo oyó–, mucho tenemos de qué
hablar tú y yo. El Viejo de la Montaña ha llegado demasiado lejos…
Cuando al-Qadir terminó su relato se hizo un largo silencio. Al-Kamil
parecía sereno; trataba de parecer imperturbable, pero veía la tensión en su
rostro. Ahora comprendía la devoción de al-Kamil por el sultán. Si algún
hombre estaría dispuesto a darlo todo por Saladino, ése era sin duda al-
Kamil, pero al mismo tiempo implicaba una gran presión. Mi compañero no
podía permitirse fallar en aquella misión.
–Están enojados con Saladino porque éste se negó repetidas veces a
pactar con ellos –habló al fin–. También le temen por sus grandes conquistas
y su influencia cada vez mayor en todo el califato. Creo que desean su ruina.
Los asesinos prefieren muchos enemigos pequeños, a los que poder ir
derrotando uno tras otro, antes que uno grande y fuerte al que no puedan
influir o destruir. Ellos no disponen de un gran ejército y su fuerza es
provocar el caos, cortando las cabezas de los líderes o sembrando el terror.
Bien sea mediante amenazas, o probablemente a cambio de prometerle
mucho dinero, se han hecho con los servicios de Abú Alí. No contábamos
con eso y nos ha complicado la existencia.
–Como explicación política está bien, pero quiero saber qué hacen
aquí –dije–. Participaste en esta misión por algún motivo, por alguna pista
que conducía a Bagdad ¿No es así?
–Supimos a través de un infiltrado que pensaban enviar un grupo a
Bagdad. El motivo parecía ser comprar armas para equipar a los cada vez más
numerosos seguidores del Viejo de la Montaña. Cuando llegué a Bagdad y
pude librarme de Abú Alí, avisé a mis hombres. Hicieron averiguaciones
entre los armeros y las autoridades de la capital, pero no había el más leve
indicio de que estuvieran en contacto con nadie que fabricara o vendiera
armas. Además, tenía motivos para creer que eran los mismos que habían
estado en Damasco y allí tampoco intentaron comprarlas.
–Al menos, armas que nosotros conozcamos –murmuré.
–¿Qué quieres decir con eso? –preguntó al-Kamil, alarmado.
–No afirmo nada, pero sospecho algo. Te conté cómo murió mi padre
y te puedo asegurar que eso no lo puede hacer ninguna arma conocida.
Además van tras la pista de diversos alquimistas, que tal vez trabajaron juntos
en algún proyecto. Algo que pueda darles la llave de una nueva forma de
provocar la muerte.
–¡Pero los alquimistas no fabrican armas! –al-Kamil parecía molesto
con la idea–. Ellos tratan con conocimientos: estudian la ciencia, transmutan
los elementos…
–Pero existen diversos tipos de conocimientos y diferentes formas de
obtenerlos. Tal vez no todo lo que puede ser sabido tiene necesariamente que
saberse. Quizá estos alquimistas han ido demasiado lejos y han abierto una
puerta que debería permanecer cerrada…
–¡No empieces a sermonear como Maimónides! –me cortó indignado
al-Kamil–. A ese hombre nunca le entiendo cuando abre la boca.
No pude evitar una sonrisa al recordar cómo solía sentirme yo mismo
tras los discursos preñados de negros presagios del sabio judío.
–Háblame de esos asesinos –pregunté–. ¿Cuál es su forma de actuar?
–Son unos fanáticos. No temen a la muerte y están convencidos de
que mientras obedezcan al Viejo de la Montaña tienen garantizado el Paraíso.
Ese hombre, el jeque Sinan, les confunde la mente con sus arengas y
enseñanzas, les habitúa a una violencia extrema. Tienen unos rituales en los
que les obliga a beber una pócima a base de hachís que les enturbia aún más
la mente, provocando en ellos alucinaciones. De ese modo les hace depender
aún más de él al tiempo que la misma pócima les torna más violentos todavía.
Cuando llegan a ese estado son capaces de las mayores salvajadas, como si
torturar y matar no fuera todavía suficiente para saciar su sed de sangre y de
dolor. En las misiones que les ordena Sinan son terribles, porque casi siempre
consisten en quitar la vida a alguien y no dudan en morir para lograr su
objetivo. Son tropas suicidas; no puedes derrotarles si no les matas. Recuerda
eso si te encuentras ante uno de ellos.
–Creo que ahora caminamos en su misma dirección: la casa de
Turantar.

* * *

No fue difícil hallar la morada del sabio. Era pequeña pero con un
enorme granero adosado. Parecía descuidada y en cierto modo falta de vida.
Los múltiples detalles que demostraban que una casa de campo estaba
habitada, que había trajín en ella, aquí no se percibían por ningún lado. Las
ventanas estaban cerradas a cal y canto y las malas hierbas crecían a su
alrededor. Hasta tal punto tenía pinta de abandonada que llegamos a dudar
que fuera el lugar correcto, pese a que un vecino nos lo había confirmado.
–Bueno –pregunté- ¿qué hacemos ahora?
–Entramos, le agarramos por el pescuezo y le hacemos hablar –
respondió Ibn Aydin.
–¡De eso ni nada! Nuestro enemigo no es él –le replicó al-Kamil–. Le
explicaremos qué ocurre, le pediremos amablemente que nos cuente qué tiene
que ver él en todo esto y, si no quiere cooperar, le agarraremos por el
pescuezo y le haremos cantar.
–De acuerdo –dijo Ibn Aydin.
–Me parece perfecto –respondí yo.
Nos levantamos y nos dirigimos hacia el hogar del sabio. Sin embargo
cuando nos acercamos a la puerta oímos dos cosas que nos alarmaron: lo
primero fue el relinchar de varios caballos que procedía del granero ý nos
hizo sospechar que alguien se nos había adelantado. Lo segundo, mucho más
evidente, unos gritos de dolor que surgían del interior de la casa.
Al-Kamil se puso a impartir órdenes frenéticamente. Ordenó a al-
Qadir quedarse fuera para cubrirnos las espaldas. Ibn Aydin, Ibn Furad, al-
Kamil y yo mismo corrimos hacia la entrada, los selyúcidas con los arcos a
punto. La puerta no estaba cerrada, sólo ajustada. Dentro vimos a cuatro
asesinos que se ensañaban con un hombre viejo, a quien estaban a punto de
matar. Mis compañeros dispararon sus arcos al unísono. Tres flechas
cruzaron como relámpagos la estancia y se clavaron en sus pechos. Por
desgracia, Ibn Furad y al-Kamil habían apuntado al mismo individuo, por lo
que sólo hirieron a dos hombres. Ambos gritaron de dolor, pero en vez de
caer redondos, como sería lo normal, desenvainaron sus aceros. Parecía no
importarles las saetas clavadas en sus cuerpos. Sus compañeros ilesos
también se abalanzaron sobre nosotros. Tocábamos a uno por cabeza.
–Marc –me llamó al-Kamil en el último momento mientras arrojaba a
un lado su arco y desenvainaba a su vez. Su rostro mostraba preocupación–.
Ellos no se rinden.
Ya con las espadas en la mano, los selyúcidas se pusieron a luchar.
Dentro de esa estancia pequeña y con poca luz, parecía una macabra danza
entre las sombras. Yo logré dar un rápido tajo en el brazo a un asesino que
iba a golpear con una maza a Ibn Aydin. Otro asesino me vio y se dirigió
hacia mí con una larga cimitarra en una mano y una maza en la otra. Tenía el
rostro desfigurado por una mueca de rabia y luchaba de un modo
desordenado, dando tajos a diestro y siniestro con una fuerza espantosa. Tuve
que agacharme para evitar que me golpeara en la cabeza con la maza
mientras desviaba un golpe de su cimitarra. Ésta se estrelló contra una
alacena en la pared provocando un fenomenal estropicio entre los cacharros
allí guardados. Aproveché para saltar a un lado y antes que pudiera volverse
hacia mí le acerté en el costado, abriéndole una gran herida entre las costillas.
Con una brecha semejante en el cuerpo lo normal era que un hombre
cayera al suelo y ya no pudiera luchar. El asesino, en cambio, no pareció
enterarse de que le habían herido pese a la abundante sangre que perdía.
Continuó propinando formidables golpes y haciéndome retroceder.
Yo procuraba no perder la calma. En una exhibición de fuerza bruta a
buen seguro no llevaría las de ganar contra aquel hombre alto, fuerte y con
cara de estar poseído por el mismísimo diablo. Mi intención era contener la
furia de sus ataques con una esgrima disciplinada y aprovechar la siguiente
ocasión para herirle. Ésta me vino cuando mi adversario tropezó con algo que
había en el suelo. No llegó a caer, pero trastabilló un momento y eso me dio
ocasión de golpear con fuerza de arriba abajo. Le di en el hombro izquierdo y
la espada se hundió varias pulgadas en su cuerpo, rompiéndole al menos un
hueso.
Su grito fue terrorífico, pero no se detuvo. Se abalanzó de nuevo
sobre mí, con el brazo colgando inútil en su costado. A duras penas logré
detener esta vez su cimitarra. Ya harto de su resistencia demoníaca pasé al
contraataque, con no menos furia que él. Con mi izquierda saqué la daga y en
un momento en que nuestros aceros estaban en alto, forcejeando, le clavé la
hoja en el vientre repetidas veces. Al fin el asesino cayó redondo. Entonces
observé que de las dos heridas anteriores estaba manando tanta sangre que
había un verdadero charco en el suelo.
Al-Kamil seguía luchando mientras Ibn Aydin asestaba un último y
mortal golpe a su oponente con el que le abrió literalmente el pecho. Desde el
exterior una flecha entró, se clavó en la espalda del rival de al-Kamil y logró
por fin tumbarlo. La batalla había terminado. Duró muy poco, pero su
contundencia nos había dejado exhaustos. Ibn Furad era el peor parado;
sangraba por una fea herida en la pantorrilla izquierda. Nos interesamos por
su salud, pero le quitó importancia con un gesto y nos siguió, renqueando.
Salimos los cuatro al exterior a respirar un poco y calmarnos. A
medio camino entre la casa y el cobertizo pude ver a un quinto asesino que
yacía en el suelo. Tenía cuatro flechas clavadas en el pecho y una en el
cuello. Al-Qadir lo vio correr y lo había abatido desde el cobertizo. Le había
costado lo suyo acabar con él, a juzgar por los disparos que había necesitado
para tumbarlo. Luego vino a auxiliarnos. Justo al lado del cobertizo había
otro, el sexto, con una flecha atravesándole la garganta.
–¿A éste le has matado tú? –pregunté a al-Qadir, señalando el
cadáver. Asintió con la cabeza–. ¿Disparando desde aquí? Pues tienes una
puntería formidable, muchacho. El rey Ricardo te contratará si vas a verle.
–Por eso puse a al-Qadir fuera –intervino al-Kamil–. Sabía que a
distancia y dejándole apuntar con calma eliminaría a cualquiera que tratara de
sorprendernos. Por si no lo había dicho, es uno de los mejores arqueros de
nuestro ejército.
Al-Qadir sonreia sin decir nada al oír estos elogios. En ese momento
me asaltó un doloroso recuerdo: la muerte del caballero Teodoro, cuando
cabalgaba a mi lado después de la batalla de Arsuf. ¿Habría sido al-Qadir el
arquero que le acertó en el cuello desde tan larga distancia? A esas alturas, ya
no tenía sentido guardarle rencor, puesto que éramos compañeros de armas.
Miré el interior de la casa y pude comprobar el estado de los cuerpos.
Todos tenían múltiples heridas. La escena parecía una carnicería y el suelo
estaba literalmente cubierto de sangre. Esos hombres habían presentado una
resistencia feroz, sobrehumana casi, a pesar de que los selyúcidas habían
disparado sus arcos y habían hecho blanco en dos de ellos antes de entrar en
el cuerpo a cuerpo. Cogidos por sorpresa, heridos antes de empezar y aun así
ningún superviviente, nadie que hubiera suplicado cuartel al ver lo grave de
su situación. Como si me estuviera leyendo el pensamiento, al-Kamil dijo:
–Ya te advertí que no se rinden.
–Lo que me sorprende es cómo lucharon –dije, pensativo–. Herí
gravemente en varias ocasiones a mi rival y llegó a perder una tinaja de
sangre en breves momentos. Tenía un brazo casi amputado y a pesar de ello
no se detenía.
–Es esa pócima. Les enloquece, les hace sentir una furia incontrolable
y al mismo tiempo les vuelve insensibles al dolor, tanto al propio como al
ajeno. Si he de confesarte la verdad, hemos salido muy bien parados. Temí
que el encuentro acabara con algunos de nosotros muertos –por un momento
pareció emocionarse, se levantó y nos dio un abrazo a los cuatro–. Gracias a
Alá, el piadoso y apiadable, mis guerreros valen mucho más que una turba de
asesinos emponzoñados.
Contado así, a quien no lo vivió, puede parecer una escena ridícula.
Sin embargo, en aquel momento todos nos sentimos muy próximos los unos a
los otros y felices de poder seguir juntos. Tal vez dimos las gracias a dioses
distintos, pero nos alegrábamos por igual.
Me di cuenta de que entre los cadáveres faltaba el de un conocido que
me hubiera gustado ver por allí tendido.
–¿Te has dado cuenta de que el tal Jazari no está? –le comenté a al-
Kamil.
Asintió con la cabeza.
–Es algo que me sorprende. Daba por sentado que vendría. Hasta
ahora era él quien se ocupaba de visitar a los alquimistas. En vez de eso, ha
enviado a media docena de sus perros…
–Tal vez se dedica a otros menesteres en este momento –le dije–. Me
gustaría saber cuáles. Detesto que merodee por ahí, enfrascado en asuntos de
los que no tenemos noticia.
–Por desgracia creo que volveremos a saber de él –repuso al-Kamil en
tono fatalista–. Sobre todo cuando averigüe lo que ha ocurrido con sus
hombres.

* * *

A continuación fuimos a socorrer a Turantar. Mi alegría por creer que


había arrebatado una de sus presas a los asesinos duró bien poco: había
recibido una paliza terrible, parecía tener varios huesos rotos y su cabeza
sangraba abundantemente. Era evidente que estaba agonizando.
Lo sacamos al exterior, pues la pequeña habitación estaba llena de
cadáveres y el suelo cubierto de sangre. Le lavamos y refrescamos la cara con
agua limpia y así, poco a poco, el anciano se fue calmando. Empezaba a darse
cuenta de dónde estaba y a balbucear palabras con sentido. Al-Kamil le
explicó quiénes éramos y lo que sospechábamos. Observamos su reacción
con sorpresa: rompió a llorar. Era un llanto desconsolado, como si hubiera
perdido algo muy querido.
–Fue mi soberbia –dijo entre sollozos–. ¡Mi maldita soberbia!
Al-Kamil y yo nos miramos. Le instamos a que se explicara y con un
gran pesar empezó a contar lo ocurrido. Por primera vez los rumores
devenían hechos, por primera vez nos aproximábamos a la verdad y por
primera vez empezábamos a desear no haber conocido nada de todo ello.
–Hay hombres que se nutren del conocimiento –empezó Turantar–.
En él hallan sustento para sus mentes y reposo para sus almas. Pero para otros
hombres el conocimiento es como una droga y lo beben como si fuera el
elixir de la adormidera. No bastan las palabras del Profeta y queremos
conocer las de filósofos antiguos. No basta lo que ellos nos enseñan y
hurgamos en la brujería y la alquimia. No basta con lo escrito y
experimentamos sin cesar. Nunca es suficiente y por ello visitamos países
lejanos, nos escribimos preguntándonos mutuamente: «¿Qué sabes que pueda
asombrarme? Dame un prodigio y yo te ofreceré otro».
La tos quebró sus palabras y le dimos un trago de agua. Cuando se
repuso reanudó el discurso.
–Durante mucho tiempo fui el más alabado, y aunque caí en desgracia
entre los ignorantes y el pueblo llano, engañé a quienes deseaban humillarme.
En apariencia me sometí, y viví en esta triste morada, salvo los meses de
invierno, que pasaba en una humilde casita que alquilaba en Basora. Pero, a
escondidas, yo seguía en contacto con los más nobles de entre los sabios, y
todos reconocían mi sabiduría; todos los estudiosos, desde Persia hasta
Egipto y Bizancio, querían escuchar las maravillas que les contaba, y me
pagaban bien.
»Sucumbí a sus elogios y busqué, busqué cada vez más para no dejar
de sorprender nunca. Finalmente, un viajero que venía del confín del Levante
trajo la noticia de algo increíble. Estaba en la cubierta de su nave
contemplando una ciudad costera en Catay cuando de repente vio el cielo
iluminarse con estrellas fugaces. Sin embargo, éstas volaban ¡hacia arriba!
Llenaban de luz el cielo y rugían como los truenos. Cuando llegaron al puerto
preguntó de inmediato qué fantástico prodigio había sido aquél. Las gentes
del lugar le contaron que celebraban la visita de un hijo del emperador y
habían decidido honrarle con aquella demostración.
»No paró hasta averiguar quién era capaz de hacer algo así y a la
mañana siguiente dio con él. Logró convencerle para que le vendiera unas
muestras, asegurando que regresaría a por más si encontraba un buen
comprador. El hombre le entregó una caja y le dio numerosas instrucciones
para su seguridad, pues afirmaba que era en extremo peligroso su contenido y
podía morir si no la trataba con un cuidado exquisito. Tanto le asustó que el
desdichado no se atrevió ni a abrirla. Cuando regresó por mar a Basora,
donde yo residía en aquella época del año, empezó a buscar un alquimista.
Supuso con acierto que sería a quien más podría interesar aquello. Aún
recuerdo cómo llegó, con la caja agarrada como si fuera un tesoro. Los ojos
le brillaban de codicia, presumiendo de tener un gran secreto. Un poco
extrañado le pedí que me mostrara su maravilla, su secreto, aquello tan
valioso. Entonces abrió la caja y los dos quedamos sorprendidos de verdad.
Estaba llena de cenizas, o tal vez tierra calcinada. Le pedí que iluminara el
cielo con aquello o me mostrase su uso. Enfurecido, el desgraciado no paraba
de gritar que le habían estafado y que abriría la garganta a ese bribón si
lograba dar con él –en este momento Turantar hizo un amago de sonrisa–. Sé
que no lo encontró jamás porque sigue vivo.
Las palabras surgían muy lentamente de sus labios y a menudo tenía
que detenerse para recuperar el aliento. Su voz era cada vez más débil y
empezaba a parecernos que nos hablaba un espectro. Le ofrecimos descanso
y más agua, pero insistió en continuar. Creí que si fuese cristiano se estaría
confesando, pues parecía ser ésa su necesidad.
–Aquel pobre diablo se marchó propinando un portazo, por su propia
voluntad y sin darme tiempo a decir nada. En realidad me estaba riendo de él.
Dejó la caja sobre la mesa. Salí y le pregunté qué quería que hiciese con ella.
Recuerdo su respuesta. La recordaré toda la vida, la poca que me queda:
«¡Tiradla al fuego!» Cuando entré, mi esclavo regresaba del huerto para
hacer la comida. Había oído esas palabras pero nada más. «¿Creéis que
arderá? Parece ceniza?» preguntó. «Pruébalo», fue mi respuesta. Agarró un
puñado de aquella materia fina y la arrojó al fuego de la cocina. Un fogonazo
tan brillante como el sol, cenizas saliendo disparadas como flechas en todas
direcciones y un humo gris, espeso y mefítico fueron el resultado. Eso es lo
que provoca el puñado que puede contener la mano de un niño.
»Emocionado, empecé de inmediato a experimentar con aquella
substancia maravillosa. Tenía toda una caja para hacerlo, pero sólo una. Hasta
que me di cuenta de que el nombre del fabricante estaba escrito en ella. Y
también su ciudad de origen. Como aquel idioma extraño, del Oriente más
alejado, sólo lo había estudiado un poco por curiosidad, tuve que buscar a
quien lo dominara. Así logré ponerme en contacto con el hombre que conocía
tan devastador secreto. Pasé meses de angustia hasta que al fin llegó un barco
con mi encargo. El oro había seducido al sabio distante para enviarme más
cajas, pero no lo suficiente como para adjuntar la fórmula. De todos modos
ya tenía mi maravilla y estuve experimentando con ella todos esos meses para
descubrir su secreto. Escribí a mis mejores amigos, entre ellos al enigmático
y oscuro Bektash al-Fakrhi, y también al prudente Ibn Khallikan en la lejana
Damasco.
»Todos mostraron su satisfacción, todos aplaudieron mi
descubrimiento y me sentí feliz, pero por poco tiempo. Estaban tan y tan
sorprendidos que empezaron a pedir más cajas y tuve que efectuar un nuevo
pedido. Luego Ibn Khallikan me contó con temor los experimentos que había
llevado a cabo para domar el empuje de esa desconocida fuerza. La
introducía en tubos de bambú, una especie de caña gruesa que crece en
Oriente, para dirigir su fuerza por el único agujero, pero saltaban hechos
pedazos. Reforzó el bambú con apretadas tiras de cuero y… Su ayudante
murió durante el experimento mientras que él resultaba herido. Me
conminaba a ser en extremo prudente y no contar a nadie el poder que
teníamos entre las manos.
»Después me escribió al-Fakrhi y me explicó los terribles efectos de
haber sometido a una prueba de cocción en un recipiente metálico ese poder
oscuro. Una pulgada de espesor de buen hierro fundido –levantó la mano y
nos enseñó su pulgar como para mostrarnos su asombro–. ¡Una pulgada!
¿Sabéis lo que es eso, cuál es su fuerza? La tierra negra del Oriente lo reventó
por completo, destrozó el laboratorio y le hirió a él también. «Tenemos entre
las manos algo más poderoso de lo que habíamos sospechado», me escribió
al-Fakrhi. «Unas onzas pueden matar a un hombre, un poco más destruir un
recipiente de hierro. ¿Qué murallas resistirían unos cuantos barriles en su
base? ¿Qué ejército sobreviviría al uso sin límites de tamaño horror? Si
crees en Alá, si quieres algún día ver Su rostro y guarecerte a la sombra de
un palmeral en el paraíso, no lo cuentes a nadie. No traigas más a nuestro
país. No hagas más experimentos. Tal vez haya cosas que no deban saberse,
conocimientos que deberían permanecer prohibidos y sepultados en la
oscuridad. Quizás ya sea demasiado tarde para nosotros. Que Alá, el
piadoso y apiadable, evite que mis pesadillas devengan realidad».
»Fue una hermosa carta. Al día siguiente recibí otra de Ibn Khallikan.
Me anunciaba que un comprador quería todo lo que pudiéramos conseguir.
Cuanto más, mejor. Era un potentado que tenía grandes planes de futuro y
socios muy influyentes. Estaba dispuesto a cubrirnos de oro si le
proporcionábamos muchas cajas. Me negué, le expliqué el peligro que
encerraba esa obscura substancia y le conminé para que prescindiera de hacer
tratos con nadie. Su respuesta se me antojó un desvarío. Me acusaba de
querer ser el único que se enriqueciera y ganara el favor de los poderosos. Me
dijo que él mismo se encargaría de traer toda la que hiciera falta, en tal
abundancia que podría construirse un palacio de oro y deberían besar sus pies
quienes le habían ultrajado en el pasado. Ay, mi desventurado amigo… Yo
tenía más motivos que nadie para quejarme de la ingratitud de los hombres,
pero él, bajo su fachada de amabilidad, guardaba el más amargo de los
resentimientos. Envidiaba a los que, sin esfuerzo, adulaban a los poderosos y
triunfaban, mientras que él, tras toda una vida dedicada al estudio y a servir a
los demás, sólo era considerado por sus paisanos de Damasco como un
viejecito excéntrico, útil para vender tisanas y cataplasmas. Ninguno de sus
conocidos lo supimos prever, pero ahora anhelaba desquitarse.
»Un día averigüé que Ibn Khallikan había descubierto también cómo
proveerse de ese material y le habían llegado muchas cajas. Presumía que
pronto le nombrarían emir o algún otro cargo importantísimo en la corte.
Luego llegó a mis manos una misiva de un amigo común de Damasco: unos
extraños habían estado haciendo preguntas y visitado a Ibn Khallikan.
Conocían el secreto y tenían nombres, el de al-Fakrhi, los de unos colegas de
Kufa y Basora y tal vez el mío. Hasta eso vendió, algo tan sagrado como la
amistad… Cuando marchaban les oyó hablar de Sinan, el Viejo de la
Montaña, y así supo que se trataba de los temibles asesinos. También dijeron
algo referente a Saladino y a la guerra. Los bebedores de hachís, los fanáticos
seguidores de un hereje sanguinario… Ése parecía ser el destino de tan
incontenible poder. Me asusté y alerté a todos mis amigos, pero al poco recibí
un aviso de Ibn Khallikan. Algo debía de haberse torcido y se dio cuenta de
que jamás llegaría a emir. Yo me apresuré a regresar a Bagdad, donde soy
menos conocido que en el mercado de Basora, pero ya habéis visto que fue en
vano.
»Lo peor de todo es que ahora me doy cuenta del grave error que he
cometido. Por mi soberbia y presunción ha caído en malas manos algo capaz
de desatar el infierno. Tal vez perezca mucha gente; quizá los temores de Ibn
Khallikan sean ciertos y Saladino esté en peligro de muerte, por mi culpa.
Incluso puede que quieran dar la victoria a los cristianos en esta guerra
debido a un pacto con ellos, y sería también por mi culpa.

* * *

Aunque lo narro como si hubiera sido un discurso claro y ordenado,


no fue así. Resultaba evidente que Turantar estaba desfalleciendo. Sus
interrupciones eran numerosas, los ahogos y ataques de tos frecuentes. Las
palabras cada vez salían más débiles de sus labios y su sentido era a menudo
desordenado, obligándonos a pedirle aclaraciones. Su vida y su consciencia
se apagaban como una bujía, y no parecía haber manera de evitarlo. Sin
embargo, no era menester insistirle para que hablara; era lo que más deseaba
y creo que procuraba que sus explicaciones sirvieran para acabar con lo que
él había desencadenado. Le habíamos contado quiénes éramos y parecía estar
pidiéndonos que corrigiésemos su obra. En el último momento sus ojos
parecieron brillar y agarrando a al-Kamil le suplicó que le llevase a donde él
le pidiera, si quería de verdad salvar a Saladino.
Le dijimos que no estaba en condiciones de viajar, que su estado era
grave y debía curarse… Todo en vano. Tenía una idea fija en la cabeza, y no
cejaría hasta que le llevásemos al mercado exterior de Bagdad, a un lugar
donde «debe hacerse algo», según sus propias e insistentes palabras.
Por fortuna el viaje fue breve y Turantar aguantó milagrosamente.
Nos guió hasta el centro del mercado, por un conjunto de callejuelas
estrechas, llenas de gente, tenderetes y mucho griterío. Finalmente se detuvo
ante lo que parecía una alhóndiga o almacén viejo y pequeño,
semiabandonado.
Le ayudamos a bajar del caballo y a caminar para que pudiese abrir la
puerta. Entramos y nos encontramos con que el interior consistía en una única
habitación grande, polvorienta, sucia y con el suelo lleno de paja. Olía a
viejo, a suciedad acumulada durante mucho tiempo. Estaba llena de sacos y
cajas apilados en una de las paredes, y junto a ella había una mesa con
muchas lámparas de aceite, algunos libros y un viejo recado de escribir.
Turantar se sentó frente a la mesa. Sangraba y le costaba respirar. A juzgar
por sus estertores, me temí que alguna costilla rota le estuviera perforando los
pulmones. Yo me preguntaba cuanto tiempo más resistiría antes de
desmayarse o fallecer, pero no podíamos convencerle; decía que tenía que
hacer algo muy importante.
Intenté reanimarle refrescando de nuevo su cara con un paño que
humedecí con el agua de un jarro. Me lo agradeció con una mirada amable y
nos pidió que encendiéramos las lámparas, pues debía escribir algo muy
importante y su vista era débil. Cuando lo hicimos la mesa estaba bien
iluminada por una docena de lucernas, cuyas llamas brillaban en la oscuridad
de la habitación como estrellas en la noche.
Vi que Turantar tanteaba por debajo del recado de escribir y sacaba de
allí un pequeño pergamino muy doblado y con unas gotas de lacre
cerrándolo.
Mientras me preguntaba qué sería aquello, el viejo alquimista barrió
la mesa de un manotazo, arrojando todas las lámparas de aceite al suelo, y
entre ellas el diminuto pergamino.
El aceite se derramó sobre la paja y empezó a arder. Yo me apresuré a
recoger el pergamino mientras al-Kamil y sus hombres agarraban al viejo,
que parecía fuera de sí, pero ocurrió algo más; algo en apariencia
sobrenatural, que me erizó el cabello. Por más que fuera imposible, el polvo
que cubría los sacos y las cajas empezó a arder. Ardía con una fuerza
inusitada, creando fuertes llamas y un humo terrible que hedía a azufre…
–¡Corred, corred antes de que todo estalle! ¡Alejaos de la casa o
moriréis todos! –gritaba Turantar como un poseso–. ¡Huid antes que aparezca
el infierno…! –había terror en sus ojos grises y las manos temblorosas
intentaban empujarnos afuera.
Nos dimos cuenta de que aquello lo había preparado de antemano
Turantar para provocar el incendio, y que el polvo que ardía en el suelo con
fiereza incontenible estaba prendiendo en las cajas de madera. Sin pensarlo
dos veces al-Kamil y yo le agarramos en volandas. Salimos a la calle y aun
así continuamos corriendo. Realmente no tuvimos tiempo de alejarnos lo
suficiente.
Un terrible rugido brotó a nuestras espaldas. El aire pareció haberse
vuelto loco de súbito, y como una gigantesca ola nos empujó hacia adelante,
haciéndonos volar una decena de pies entre cascotes y maderas que nos
golpeaban la espalda y caían a nuestro alrededor. Un gran calor, una
sensación abrasadora, acompañó al insoportable estruendo. Vimos
innumerables y diminutas brasas encendidas volando en todas direcciones,
como flechas incendiarias, pero mucho más veloces. El aire quedó
emponzoñado por un humo negro, maloliente, que al rato se iría depositando
sobre todas las cosas como una capa de cenizas que hubieran sido vomitadas
por un coloso del averno. El aire, el suelo, todo se había ennegrecido de
repente.
Aunque no quedé inconsciente, tardé un poco en reaccionar. Me dolía
todo el cuerpo, la cabeza, los huesos, incluso los pulmones, que eran
abrasados a cada momento por las cenizas suspendidas en el aire. Sentía un
mareo profundo, tanto que me costaba enfocar la vista y sostenerme en pie, y
tuve que contenerme para no vomitar. Logré incorporarme y mantener el
equilibrio lo suficiente como para mirar a mi alrededor. Grité preguntando a
los demás si estaban bien, pero no pude oír mi propia voz. Entonces me di
cuenta que desde el trueno que nos lanzó por el aire no había captado ningún
sonido real, sólo un agudo y persistente zumbido que parecía salir de mi
cabeza. Me volví y vi que al-Kamil, Ibn Aydin y al-Qadir estaban también
intentando recuperarse, tosiendo y con evidentes muestras de hallarse al
menos tan mal como yo.
Ibn Furad había tenido menos suerte. La herida de su pierna izquierda
lo había dejado cojo, y no pudo escapar a tiempo. Estaba tirado en el suelo
como un muñeco de trapo, con sus ropas hechas jirones, al igual que su piel.
Me recordó a mi padre en su lecho de muerte. Ahora, por fin, sabía lo que le
había sucedido. Creo que sollocé, pero las lágrimas se negaban a brotar de
mis ojos.
Miré a mi alrededor, por toda la calle, y al fin ya no tuve ninguna
duda sobre esa antigua profecía. Había visto abrirse una puerta al infierno y
ahora contemplaba lo que su furia desatada, aunque durase el tiempo de un
parpadeo, era capaz de hacer en nuestro mundo.
Cuatro edificios habían sido completamente arrasados, como si una
docena de catapultas se hubieran ensañado con ellas durante horas. De los
montones de escombros y las viviendas vecinas surgían llamas y el incendio
amenazaba con extenderse mucho más.
La calle estaba llena de personas tendidas en el suelo y otras muchas
que deambulaban de un lado a otro gimiendo y con la incomprensión y el
terror pintados en sus rostros. Algunas presentaban heridas sangrantes,
mientras que un hombre de mirada alucinada tenía que sujetarse el brazo
izquierdo con la mano, pues parecía estar roto. Un par de cuerpos yacían
tendidos muy cerca de donde había estado la puerta del patio, sin moverse,
muertos o inconscientes. Eran gentes que vagaban aterrorizadas, confusas,
que lloraban o gritaban y se miraban unas a otras como buscando una
explicación o consuelo. Yo no podía oír sus chillidos, ni los llantos de los
niños, ni el crepitar de las llamas cada vez más furiosas. Sólo podía ver la
escena como si sucediera lentamente, como si el mundo hubiera perdido todo
sentido y razón. Mi mente parecía nublada, conmocionada por los sucesos.
Percibía ese hedor a cenizas como si nunca hubiera olido otra cosa y
permanecía allí, parado, en medio del horror.
Al-Kamil se acercó y me agarró por los hombros. Intentaba decirme
algo pero no podía enterarme de nada. Intentó sacudirme suavemente,
hacerme reaccionar y vi que se esforzaba por gritarme. Era inútil, no le oía ni
sabía qué hacer. Estaba como sumido en una pesadilla. Luego puso mi brazo
sobre sus hombros y me ayudó a caminar. Al-Qadir socorría a Turantar, pero
éste había muerto; con una sonrisa en los labios, por añadidura. Ibn Aydin se
arrodilló junto al cadáver de Ibn Furad y se puso a llorar desconsoladamente.
Poco después, tomó en brazos el cuerpo de su amigo y nos siguió.
Fuimos a una casa cercana donde nos atendieron al tiempo que nos
miraban aterrados y formulaban preguntas sin cesar. Empecé a percibir
algunos sonidos y concebí la esperanza de no haber quedado sordo para
siempre.
Se ocuparon de nosotros y pudimos limpiarnos y restañar
someramente nuestras heridas. Al cabo de un rato empezábamos a sentirnos
un poco mejor y por mi parte ya había recobrado plenamente la consciencia.
Ibn Aydin dejó en el suelo a lo que quedaba de Ibn Furad, rezó una breve
plegaria, se enjugó las lágrimas y le susurró al muerto: «Ahora podrás
navegar eternamente, viejo marino». A continuación se aseguró de que se
amortajaría el cuerpo debidamente y le entregó unas monedas a un imán que
había acudido para que cuidara de los detalles.
A través de la puerta pude ver que se había congregado un gran gentío
en los alrededores. Muchos ciudadanos estaban ayudando a apagar los
fuegos, removiendo los escombros y rescatando a algunos vecinos que habían
quedado enterrados al hundirse sus casas. También vi llegar corriendo un
grupo de guardias armados y avisé a al-Kamil, que fue enseguida a hablar
con ellos. En cuanto leyó sus papeles el comandante aceptó ayudarnos y
ordenó a algunos de sus hombres que nos condujeran a lugar seguro. Al
comprobar que apenas nos teníamos en pie no dudaron en confiscar un carro
en el que transportarnos hasta su cuartel. El dueño del desvencijado vehículo
nos miraba de reojo de vez en cuando, como dudando si llevaba un
cargamento de vivos o de difuntos. He de reconocer que nuestro aspecto
parecía más el de estos últimos.

* * *

Lentamente nos fuimos reponiendo y empezaba a oír de nuevo,


aunque no tan bien como antes. Los guardias cuchicheaban entre sí
pasándose rumores sobre lo sucedido y unas mujeres vinieron a curarnos las
heridas, con notable habilidad. Aquel asunto había tomado tal rumbo que los
rumores que al principio nos movieron a investigar se habían tornado
certezas. Había una conspiración; incluía a potentados, asesinos y una
potencia infernal, de poder devastador como no existía otra en este mundo.
Ahora ya sólo importaba detener lo que estuviera en marcha e impedir que
esa puerta fuera abierta de nuevo.
Durante la tarde, al-Kamil estuvo muy atareado informando a las
autoridades civiles y militares sobre el gravísimo incidente ocurrido en la
ciudad. En cuanto a mí, me mantuvieron casi escondido. No hubiera
resultado conveniente, ante el evidente espanto de los mandatarios por lo
sucedido, que supieran de la presencia de un cristiano en tal asunto. Cuando
por fin les hubo dado todas las explicaciones que consideró pertinentes y
logró calmarles, al-Kamil estaba enfurecido:
–¡Maldito Turantar! Lo hizo delante de nuestras propias narices, y no
supimos darnos cuenta de qué tramaba, ni evitarlo... Y ni tan siquiera hemos
podido interrogarlo convenientemente. Necesitamos conocer más detalles
sobre todo este asunto. ¿Quién le enviaba ese material? ¿Lo recibió alguien
más aparte de sus amigos? ¿De qué maneras pueden usarlo los asesinos?
Recuerdo que mencionó lo peligroso que resulta encerrarlo en un tubo de
bambú o en un recipiente de hierro. ¿De qué modo podrían hacer más daño
los asesinos? ¿Qué es lo que debemos buscar?
–Es inútil que me lo preguntes –repuse, encogiéndome de hombros–.
Mis conocimientos sobre alquimia distan de ser importantes.
Ahora que sabíamos que el secreto de los alquimistas no tenía nada
que ver con lo sobrenatural, nuestro ánimo cambió. Antes, pese a que
tratáramos de disimularlo, nos agobiaba el temor de enfrentarnos a cosas más
allá del entendimiento humano. Sin embargo, el enemigo era bien tangible,
nada del otro mundo. Fue como si nos quitáramos un peso de encima, y
aumentara nuestra determinación.
–Tampoco podemos quedarnos mucho tiempo aquí –al-Kamil estaba
impaciente por hacer algo–. Debemos avisar a Saladino de la naturaleza del
peligro que le acecha y detener a Abú Alí, pues tal vez sea alguna de sus
caravanas la que transporta ese cargamento mortal. El sultán ya ha sido
advertido sobre él por mi mensaje anterior, pero Abú Alí podría muy bien
dejar un montón de cajas junto a su tienda de campaña y tras el desastre
culpar a los cristianos. Además Jazari no estaba entre los asesinos con los que
hemos acabado hoy, así que probablemente él también se dirija hacia
Damasco para acabar su trabajo.
–De acuerdo. Entonces más vale que me apresure yo también a avisar
a los míos, no vayan a culparles de algo que no han hecho.
–No te burles, Marc…
–Ni se me ocurriría –le expliqué–. Me consta que hay quienes desean
que se firme un tratado de paz. Tal vez durante este tiempo que hemos estado
fuera las negociaciones hayan avanzado y si sucede lo que dices habrá sido
inútil. ¿No crees que merece la pena evitarlo? Puede que el verdadero
objetivo de los asesinos sea prolongar lo más posible la cruzada. Ellos no son
partidarios más que de sí mismos y de este modo sus dos enemigos más
importantes se debilitarían luchando entre sí.
–Eso tendría sentido, no lo niego –admitió al-Kamil–. Ten en cuenta,
sin embargo, que la lógica de los asesinos puede ser diferente de la nuestra,
especialmente cuando beben ese mejunje de hachís. Quizá sólo quieran hacer
el mayor daño posible, sembrar el terror.

* * *

–No preocupes –comentó Ibn Aydin–. Tampoco es tan grave. Se han


enviado patrullas por todos los caminos y por el río. Un mensajero ha ido a
informar al palacio, y si regresan a Bagdad tendrán a toda la guardia tras sus
pasos.
–¿Piensas que los atraparán? –le pregunté a al-Qadir. No parecía creer
que todo aquello sirviera de algo.
–Es posible, aunque lo contrario me parece más probable. Sin
embargo, ya no podrán moverse tan libremente. El califa tiene consejeros
competentes y a buen seguro harán registrar las caravanas y los barcos.
Vigilarán a los extraños y no dejarán pasar nada sospechoso hasta las
cercanías del califa. Si tenían planes para matarle aprovechando que nadie
conoce la existencia de esas extrañas cenizas destructoras, ya pueden
olvidarse de ello. Ahora sabemos que hay un peligro real y qué debemos
buscar. Nadie va a poder poner ni una onza de ese polvo diabólico en palacio.
–El problema es que Saladino aún tardará días en enterarse, por muy
rápidos que cabalguen los mensajeros –dijo al-Qadir–. Espero que durante
ese tiempo no suceda nada.
–Si está en campaña contra los francos les será muy difícil llegar a su
lado –añadió Ibn Aydin–. Sus hombres le protegen muy bien. En palacio es
distinto y sería más fácil que alguien pudiera tenderle una trampa.
Especialmente esa víbora de Abú Alí, puesto que se ha ganado la confianza
del sultán, pero ahora tampoco podrá acercársele, y si lo intenta su cabeza
rodará de inmediato –sonrió como recordando viejas anécdotas antes de
añadir–: ¡Vaya si sabe resolver estos asuntos nuestro querido Saladino! Los
mensajes de advertencia ya han sido enviados y todo el mundo en Bagdad
está buscando a los asesinos y a Abú Alí. Ahora mismo no tenemos gran cosa
que hacer. En realidad pretendíamos perseguirlos, pero no sabemos adónde
dirigirnos.
–¿Qué crees conveniente que hagamos? ¿Nos quedamos en Bagdad?
–No tengo la menor idea. Supongo que será mejor esperar un día o
dos a ver si alguien encuentra el rastro de los asesinos. Hay mucha gente
buscándolos y tal vez den con ellos.
–Si han terminado su trabajo aquí, y todo nos hace pensar que así es,
lo más probable es que estén ya en camino para informar al Viejo de la
Montaña y recibir nuevas instrucciones suyas –señaló al-Kamil–. Yo pienso
marchar a ver al califa y luego regresaré a Damasco a informar a Saladino
personalmente. No me fío de los mensajeros ni me quedaré tranquilo hasta
que pueda hablar con él cara a cara.
–Entonces no hay más que añadir, al-Kamil –le respondió Ibn
Aydin–. Nosotros vamos contigo. Ya me duele perderme las batallas que
debe de estar librando el sultán contra esos malditos francos… –me miró y
bajando el tono de voz añadió–: Perdona, Marc, no es nada personal.
–No te preocupes –le miré a los ojos–, yo también empiezo a tener
ganas de rebanarle el gaznate a algún que otro musulmán –por suerte, Ibn
Aydin se lo tomó bien y rió la broma.
–Dejaos de discusiones –ordenó al-Kamil–. En realidad me sentiría
más tranquilo si cubriéramos todas las eventualidades. Alguno de nosotros
puede quedarse aquí por si se entera de algo sobre los asesinos o el infame
Abú Alí. Si es así, que le sigua el rastro y averigüe cuanto pueda. Ya sabéis
que si descubrís que hay peligro para el sultán Saladino podréis empezar a
cortar cabezas.
–Eso es muy tranquilizador –dijo Ibn Aydin–. Si uno o dos de
nosotros se encuentra con una tropa de asesinos, junto a los hombres de Abú
Alí, tiene permiso para abalanzarse sobre ellos e intentar matarlos él solo.
Pese al cinismo de la frase, al-Kamil no le hizo caso. Al cabo de un
rato decidimos irnos a dormir. Ya nos preocuparíamos mañana de quién se
iba y quién se quedaba. Por mi parte, el poder tumbarme sobre una cama fue
lo que más agradecí. Aún tenía todo el cuerpo molido por la brutal sacudida
que había sufrido en el escondite de Turantar. Cuando pude estar al fin a
solas en un cuarto, me desnudé, y justo entonces mis dedos tocaron algo en
un pliegue de la ropa. Era aquel pergamino pequeño que Turantar había
querido quemar. No era de extrañar que lo hubiera olvidado, después de todo
lo que había tenido que padecer a lo largo de aquel funesto día. Lo abrí y leí
las pocas palabras que contenía.
Fue como si me estallara la cabeza, como si la pesadilla renaciera de
sus cenizas: el pergamino contenía una breve y precisa explicación sobre
como fabricar esa arma mortífera que tanto nos preocupaba. No podía
creerlo, apenas unas breves líneas, nada de lenguaje críptico que solo
entendería un alquimista, nada de complejas elaboraciones ni ingredientes
difíciles de obtener... Me daba cuenta de lo realmente peligroso que podía
llegar a ser lo que acababa de aprender. «Pólvora», lo llamaba Turantar; un
polvo negro y maloliente sorprendentemente fácil de preparar. Sólo
necesitaba de tres sencillos ingredientes. Con aquel conocimiento y menos
habilidad de la necesaria para cocinar un estofado sería posible derribar las
murallas de un castillo, arrasar la formación de un ejército y tal vez destruir el
mundo.
Maimónides tenía razón: existían conocimientos que deberían estar
prohibidos, cosas que no deberían ser sabidas por nadie... Y aunque lo
intentaba, no podía ahora quitar ese conocimiento de mi cabeza; se había
quedado en ella, enquistado como un terrible secreto que deseaba pervivir en
mi memoria: «carbón, azufre y...» ¡No, tenía que olvidarlo, yo no debía
poseer ese conocimiento! Pero, ¿cómo olvidas la frase más importante,
peligrosa y sencilla que hayas leído en tu vida?
¿Qué puedes hacer cuando tienes en tus manos el poder absoluto?

* * *

Durante la noche soñé con padre. Tenía la piel carbonizada y sus ojos
brillaban como ascuas, caminaba hacia mí y me hablaba con voz grave: «Ten
cuidado con los bebedores. Ellos abren la puerta del infierno». Luego me
señalaba con un dedo medio quemado, el resto de su brazo acusador en carne
viva, y gemía: «Ahora tú también puedes abrir esa puerta...»
Fue una mala noche, muy mala.
CAPÍTULO SÉPTIMO: DESIERTO DE SIRIA

Los milagros existen. Esa misma noche ocurrió uno: Yahán me había
encontrado.
Al parecer, lo sucedido en la casa de Turantar estaba en boca de
todos, y Abú Alí por supuesto se había enterado. Alguno de sus contactos le
explicó que los responsables de la desgracia estaban en el cuartel de la
guardia, en las afueras y muy cerca del lugar de los hechos. Yahán lo oyó, su
mente despierta dedujo que yo estaba implicado en el asunto y, ni corta ni
perezosa, decidió ver una vez más a su amado Marc. La encontré frente a la
puerta, amenazando a los guardias del califa por no querer dejarla entrar.
Como la guardia me consideraba uno de los hombres de al-Kamil, aproveché
esa falsa autoridad para que le permitieran pasar y nos fuimos a las
caballerizas para estar solos.
Fue un rato delicioso, en el que pude olvidarme completamente de la
cruzada, los asesinos y la amenaza de destrucción que se cernía sobre reyes y
sultanes. Nos besamos, hablamos de amor y de vivir juntos para siempre.
Construimos mil y un castillos en el aire, pero ella tenía prisa por regresar al
escondite de su padre. Como buena hija, no quiso decirme dónde se ocultaba.
Ahora Abú Alí era perseguido por los hombres del califa, tras los informes
que de él había dado al-Kamil.
Sin duda, podría haberla forzado a que me lo confesara, pero yo era
muy joven y estaba perdidamente enamorado de aquella dulce criatura. Hoy,
con la experiencia que otorgan los muchos años vividos, me doy cuenta de
que el primer amor nos atonta y obnubila, como la polilla que se obceca en
abalanzarse sobre la llama que la consumirá. En aquel momento, acariciando
la cálida piel de Yahán y sintiendo el delicado perfume de su cabello, las
penalidades sufridas y las obligaciones adquiridas simplemente no existían.
Era como un niño con su juguete favorito, y me negaba a perderlo
–¿Tan poco te apetece estar conmigo que ya quieres marchar? –
protesté, sujetándola con el más tierno abrazo.
–No seas tonto; es que mi padre me vigila mucho últimamente y me
ha prohibido verte. Antes te apreciaba, pero ahora…
–No hagas caso a ese veto. Nadie tiene derecho a impedir que dos
amantes se hablen, ni que se besen –me puse a predicar con el ejemplo–, ni
que…
Me apartó de un empujón y caí de espaldas sobre sobre la paja.
–¡Pero es que quiere que te maten!
–Ya lo sé, pero no importa. Nadie podrá conmigo mientras tú me
esperes. Eres mi doncella y yo seré tu caballero.
De nuevo intenté abrazarla. Ya no pensaba en mi misión y los
asesinos que nos acechaban; tan sólo quería estar con ella por siempre. Por
suerte o por desgracia, Yahan tenía más seso que yo, y no se dejó arrastrar
por la pasión. La angustia que encerraba su voz logró hacerme bajar de las
nubes. Me avergoncé, pues varias vidas podían depender de mí y allí estaba,
comportándome como un chiquillo.
–Déjate de monsergas y escúchame bien, Marc d’Artois –su voz
sonaba enérgica–, porque seguramente estoy traicionando a mi familia al
contarte esto. Hace un rato pude oír a mi padre que hablaba con sus hombres
de confianza. Parece que no sólo le persigue la guardia del califa, gracias a
vosotros –nada más decirlo me hizo sentir culpable–. También se ha
enemistado con ese horrible Jazari, y tiene que huir de él... o matarlo. Quiere
marchar de inmediato, pues aquí corre mucho peligro, pero no sé hacia dónde
piensa dirigirse –se sentó a mi lado y su cara parecía triste–. No sé que le
ocurre a mi padre. Ya no es el mismo. Habla de matar a personas como si
fuera algo sin importancia. Dice que pronto el mundo será nuestro gracias a
un arma terrible que ha conseguido y sólo él posee. Jura que podría acabar
con un ejército y aterrorizar a todas las criaturas de Alá. Me dan escalofríos
cuando habla así, con esos ojos codiciosos… –me miró de nuevo,
desconsolada–. Marc, tú conoces a Saladino, y al-Kamil al califa en persona.
¿No hay nada que podáis hacer?
Era mi oportunidad de presentarme ante ella como un héroe.
–Estamos tratando de resolverlo. Nuestra misión es detener esta
locura y tu padre lo sabe; por eso quiere matarnos. Pero no lo conseguirá; le
detendremos e informaremos al califa y al sultán –luego, al pensar en las
implicaciones de mis palabras, añadí–: pero yo defenderé a tu padre si hace
falta. Les contaré que Jazari, un sicario fanático, le envenenó la mente con
sus palabras llenas de odio y egoísmo. No temas, Yahán, apresaré a ese
asesino y te protegeré.
Así me despedí de ella entre besos, abrazos y esas palabras. Esas
malditas palabras que resonarán toda la vida en mi alma: «te protegeré». Sí,
Yahán, confía en mí, confía en tu caballero y en su espada, que yo te
protegeré del asesino Jazari.
La vi salir hacia la oscuridad de la noche después de hacerme jurar
que no la seguiría, pues había querido avisarme pero no descubrir el
escondite de su padre. Yo la quería demasiado, y la dejé marchar libremente.
Se alejaba sonriendo, con fe en mí y en mis palabras.
Sé feliz, Yahán, yo te protegeré de los asesinos.
Señor, ¿por qué me has abandonado?

* * *

Esperé hasta la mañana siguiente para contar a los selyúcidas la visita


de Yahán. Así, tendría tiempo sobrado de ponerse a salvo. Al-Kamil casi me
mata al saber que había estado con ella y no le había sonsacado dónde se
escondía su padre, ni la había seguido. Cierto que hubiera sido bueno para
nuestra misión, pero aunque protestase yo sabía que al-Kamil me
comprendía, pues era hombre de honor: no se traiciona a quien amas. Eso sí,
tuve que aguantar una monumental filípica sobre el poco fuste de los jóvenes
que no pensaban con el cerebro sino con otra parte más oculta de su
anatomía, y un sinfín de obscenidades que prefiero no repetir aquí.
Al menos sabíamos que Abú Alí se había enemistado con Jazari.
Dedujimos que había adquirido por su cuenta un cargamento de pólvora, o
bien se lo había birlado a los asesinos. Eso significaba que no quería más
tratos con sus socios. Por lo tanto, estaba decidido a aprovecharse
personalmente del poder que ahora tenía en sus manos. También había dicho
que iban a emprender un nuevo viaje. Puede que Yahán no supiera adónde
pensaba dirigirse, pero nosotros lo teníamos muy claro: regresaba a Tierra
Santa. Si quería «acabar con un ejército y aterrorizar a todas las criaturas
de Alá», en palabras de su hija, era el sitio adecuado. Tenía un montón de
víctimas para elegir, y Saladino resultaba la más obvia.
Durante el viaje de ida habíamos rodeado el desierto por el norte,
siguiendo la ruta de la seda, seguramente para retrasarnos y dar tiempo a los
asesinos de adelantarnos y buscar a los alquimistas. Estábamos convencidos
de que no volvería por el mismo camino. Si su destino era Jerusalén, para
atentar contra la vida del sultán, lo más lógico era atravesar el desierto de
Siria, a través de la línea de postas. Según el escrito que me dio Yahán, Abú
Alí era propietario de algunos caravasares, tanto en Siria como más al sur, en
el temible desierto de An Nafud, donde mi madre me trajo al mundo. Sin
embargo, aunque el destino parecía evidente, la ruta a seguir ya no lo era
tanto. ¿Seguiría el camino más recto, o daría rodeos por aquellos eriales para
despistar a posibles perseguidores?
En cualquier caso, con Jazari y medio califato buscándole,
probablemente Abú Alí no se fiaría de nadie. Tan sólo pararía en sus propios
caravasares, y él no sabía que lo sabíamos. Así, podíamos prever sus
movimientos con un grado razonable de certidumbre.
Por su parte, al-Qadir se mostró entusiasmado al saber que volvíamos
a la acción. Por la mañana se volcó en los preparativos de nuestra expedición:
pidió referencias de los guías de confianza de la ciudad al comandante del
cuartel, y una vez reclutados varios de ellos se empeñó en llevarme con él al
mercado a buscar camellos.
–Tú has nacido en una familia de mercaderes, ¿verdad, Marc? –
preguntó, al tiempo que me daba palmaditas en la espalda y me arrastraba con
él a la calle–. ¡Tu buen ojo evitará que nos timen!
No tuve más remedio que acompañarle. Durante todo el trayecto no
paró de hablar ni un momento acerca de la cruzada, nuestra gran victoria
sobre los asesinos, cómo íbamos a frustrar los planes de Abú Alí y Jazari…
Pero eso no fue nada comparado con su insistencia en que le dejara probarse
mi cota de malla. Parecía un niño pequeño cuando quería que sus padres le
compraran una golosina. Me tentó la idea de permitir que se la pusiera y
luego perseguirlo a sablazo limpio, a ver si así se le quitaba el capricho a base
de cardenales en el pellejo. Sin embargo, mi buen sentido se impuso, y me
negué en redondo. Sólo nos faltaba eso para llamar aún más la atención: un
selyúcida presumido luciendo una cota franca.
¿A qué se debía aquel súbito incremento de la locuacidad? ¿Estaba
Al-Qadir descargando la tensión y la frustración acumuladas en aquella difícil
misión, o había algún motivo oculto?

* * *

El guía elegido se llamaba al-Nadir. Era un poco entrado en años,


delgado, con la cara de ese ocre quemado propio de los mercaderes y
camelleros. Tenía tantas y tan profundas arrugas en el rostro que costaba
distinguir éste. Parecía nervioso, y hasta que no le enseñamos nuestro oro no
se tranquilizó. Puso reparos a efectuar un viaje sin carga; no veía qué
beneficio podía haber en algo así. Al-Qadir tuvo que hacer uso de toda su
labia para persuadirlo.
Mientras yo daba el visto bueno a los camellos, al-Qadir eligió un par
de caballos jóvenes, con buena planta y que parecían fogosos. En cuanto al-
Nadir se dio cuenta puso el grito en el cielo.
–¡No podéis viajar a caballo! No aguantarán bien el viaje. Son
débiles, beben mucho y sudan todo el rato. Es mucho más seguro ir en
camello. Sí, ya sé que es un animal feo de narices, pero aquí lo que cuenta es
su nobleza. Un buen camello nunca se fatiga, y el mismísimo Profeta fue
camellero, que Alá le tenga en su seno.
–El Profeta, bendito sea su nombre, hacía sus viajes a caballo desde
que… –empezó a decir al-Qadir.
Tuve que terciar en la discusión, para que aquellos dos no llegaran a
las manos. Al-Qadir me estaba empezando a preocupar. Se comportaba como
un buscador nato de problemas y desavenencias. Con ese aire de
perdonavidas, lograría que ningún camellero quisiera guiarnos. Y el tiempo
apremiaba.
–Llevaremos un caballo y un camello cada uno –traté de sonar
conciliador, y exhibí mi mejor sonrisa–. Si le ocurre algún percance a uno de
nuestros caballos entonces nos pasamos al camello. ¿De acuerdo?
Al-Nadir se rascó la cabeza pensativo a la vez que murmuraba:
–Dos monturas para un hombre… Nunca me había topado con gente
tan rara. ¡Y una caravana sin mercancías! Que Alá el piadoso y apiadable nos
proteja…
–¡Si no transportamos mercancías podremos llevar más agua para
abrevar los caballos! –se mofó al-Qadir–. ¡Los necesitamos, viejo! ¡Estamos
acostumbrados a luchar sobre ellos!
Si las miradas matasen, el selyúcida habría caído fulminado allí
mismo. Me quedé con las ganas de aporrearle la sesera, a ver si así le metía
en ella un poco de buen sentido. ¿Qué quería, aterrorizar al camellero? Me
costó Dios y ayuda tranquilizarlo, pero a base de paciencia y mano izquierda
logré que ultimáramos los preparativos.
Cuando discutíamos con al-Nadir si nos poníamos en marcha aquella
misma tarde o aguardábamos al día siguiente, recibimos una noticia
inquietante. Una pequeña caravana que debía salir dentro de uno o dos días
había desaparecido de repente, durante la noche. Lo más probable era que
Abú Alí la hubiera contratado. Habrían iniciado el viaje por la noche para
evitar ser investigados por las patrullas de soldados. Si esto era así nos
llevaban un buen trecho de ventaja, pero no tanto como para que no
pudiéramos alcanzarles. Por desgracia, al-Nadir, supongo que para
fastidiarnos, se negó a partir antes de que amaneciera. Las quejas, muy
subidas de tono, de al-Qadir no sirvieron de nada. Supongo que era la forma
que el camellero tenía de vengarse del selyúcida.
Después de consultarlo con el guía decidimos que viajaríamos en
línea recta al caravasar más cercano propiedad de Abú Alí, sin seguir el
camino tradicional. Era éste una senda que iba de pozo en pozo y de un oasis
a otro. Por ello resultaba un poco sinuoso y nos pareció más importante ganar
tiempo tomando el trayecto más corto. El precio a pagar por un recorrido
menor era disponer de menos paradas en sitios con agua. Por suerte no
debíamos acarrear mercancías y casi todo el peso que los camellos podían
cargar consistía en grandes odres de piel de cabra llenos a rebosar del
preciado líquido
Si Dios estaba de nuestra parte tal vez incluso llegaríamos antes que
ellos.
De todos modos quedaba un problema grave en cuanto a los plazos
del viaje. Abú Alí había partido mucho antes que nosotros; nos aventajaba en
un día y una noche. Nuestro guía aseguraba que podíamos darle alcance
gracias a que no portábamos carga, pero a costa de forzar la marcha y
prescindir de los animales que se mostraran más lentos o sufrieran algún
percance.

* * *

En el último momento un emisario del califa llegó para reclamar la


presencia de al-Kamil. Sin duda quería explicaciones de primera mano sobre
los acontecimientos de los últimos días, así que para no perder tiempo se
decidió que al-Qadir y yo partiríamos primero. Al-Kamil despacharía lo antes
posible con el califa y se uniría a nosotros por el camino con la otra media
caravana. Por su parte, Ibn Aydin trataría de localizar a los amigos del
difunto Turantar en Bagdad, por si supieran algo útil, aunque lo dudaba.
Ibn Aydin me inspiraba confianza, por lo que le comenté el díscolo
comportamiento de al-Qadir. Se encogió de hombros, sin darle mayor
importancia.
–¿De qué te extrañas? Los selyúcidas somos así. No te fijes en al-
Kamil o en mí. Yo tengo ya unos cuantos años, y he visto cosas que me han
quitado la alegría. En cuanto a al-Kamil, estoy seguro de que cuando nació, la
comadrona le dijo a su madre: «Lo lamento, señora, pero acaba usted de
parir una persona seria». –sonrió–. Por eso le estima tanto Saladino; sabe
que sólo puede contar con él si quiere alguien tan circunspecto como un
egipcio, tan astuto como un bizantino y que al mismo tiempo se lleve bien
con nosotros. Sé paciente con al-Qadir. Aún es joven, y ahora que tiene algo
emocionante que hacer, ha recuperado su exhuberancia habitual.
–Pues qué bien –dije, pensando en el viaje que se avecinaba, con un
selyúcida hiperactivo y un camellero renuente.
Supongo que se me quedó cara de desconsuelo, porque Ibn Aydin me
pasó el brazo por el hombro y trató de levantarme la moral.
–Anímate, Marc. Hoy hemos recibido noticias de la guerra, y las
cosas marchan viento en popa.
–¿Sí?
–Saladino sigue acantonado en Jerusalén y los francos se empeñan en
seguir fortificando las ruinas de Ascalón. Los emires de Saladino andan
bastante enfadados. Piensan que el sultán, que Alá guarde, es demasiado
caballeroso con los perros infieles. Sin embargo, se trata de simple prudencia.
Nuestras tropas necesitan descanso y refuerzos. En cuanto al bando cristiano,
con un poco de suerte acabaréis matándoos entre vosotros, ahorrándonos el
trabajo. ¿Sabes que Conrado de Montferrato se niega a acudir a Ascalón para
ayudar a Ricardo? Éste ha amenazado con arrebatarle sus posesiones y alguna
que otra parte de su anatomía. ¡Alá es grande! ¿No te parece maravilloso?
–Si tú lo dices… Gracias por intentar alegrarme el día, de todos
modos.
Mientras salía a la calle, mi ánimo se ensombrecía. Los emires
descontentos con Saladino, Ricardo y el maldito Conrado enfrentados… Si
Abú Alí o los asesinos decidían usar la pólvora, Tierra Santa podría
convertirse en un caos aún mayor de lo que era. O mejor dicho, en la antesala
del infierno.

* * *

Así partimos divididos y sin más ceremonias. Cuando viajaba con


padre, aquél siempre me había parecido un momento de lo más emocionante.
Nuestra familia y sirvientes nos despedían y deseaban buena fortuna.
Nosotros íbamos sobre seguro, hacia mercados que esperaban nuestros
productos. En mi infancia la partida de una caravana era como un sueño, una
promesa de aventuras y agradables descubrimientos. Esta vez todo resultaba
muy distinto. Formaba parte de una caravana sin alegría, que parecía iniciar
su marcha como si al final la acechase una desgracia.
Dejamos atrás los campos primorosamente cultivados y las arboledas
y cañaverales se tornaron cada vez más escasos. El suelo era un poco más
polvoriento a cada paso y en el horizonte se vislumbraban ya unos montes
bajos, pelados y rocosos. Podíamos ver algún rebaño y de vez en cuando
algún pájaro vagabundo.
Una de las características de estos viajes es la gran cantidad de tiempo
que pasas contigo mismo. A lomos de tu montura, durante horas y horas no
haces otra cosa que meditar sin cesar y mis ideas eran ociosas, desgraciadas,
fúnebres incluso. A cada paso me iba entristeciendo porque no tenía
pensamientos felices a los que aferrarme. Recordaba todos los
acontecimientos que me habían llevado hasta allí. Rememoraba la muerte de
padre, mis encuentros con Ricardo, Saladino, al-Kamil y Yahán. De un modo
u otro todos habían quedado atrás y conforme nos adentrábamos en el
desierto parecía incluso más difícil evocarlos. El desierto lo borra todo para
imponer su presencia.
Intentaba pensar en el momento en que vería a mi querida Yahán y
venía a mi mente tan sólo el peligro que corría, perseguida por los asesinos
que deseaban acabar con Abú Alí y toda su compañía. Procuraba centrarme
en la misión que debía cumplir y sólo lograba fijar la mirada en el horizonte
arenoso, preguntándome si valía la pena. Tal vez los cristianos estábamos
inmersos en una lucha fratricida en vez de pelear contra los musulmanes y
nosotros aún no lo sabíamos. Quizá no había nada más allá de ese horizonte
salvo otro horizonte y luego otro más.
Con estos oscuros soliloquios empezaron a pasar las horas, más tarde
los días. Ya no quedaba rastro a nuestras espaldas de las fértiles llanuras, de
los ríos caudalosos o de las ciudades bulliciosas. Estábamos penetrando cada
vez más profundamente en el desierto de Siria y éste se imponía a todo lo
demás. El desierto devoraba la vida, alejaba los recuerdos y te sometía a su
implacable ley. El tiempo carecía de sentido más allá del ciclo inmutable de
las noches y los días. Cruzábamos por igual enormes extensiones de arena,
campos de peñascos con formas sorprendentes y pequeñas hileras de montes.
Nuestra ruta directa al primer caravasar de Abú Alí nos mantenía alejados de
los oasis. Cuando parábamos, en medio de la nada, el fugaz descanso era aún
más deprimente. Hablábamos muy poco.
Al anochecer se oían gemidos y palabras lejanas procedentes de los
peñascos enormes que nos rodeaban a menudo. Los hombres murmuraban
entre dientes plegarias para que Alá les salvara de los yinns y dormían todos
juntos, con las armas cerca. El frío de la noche podía llegar a ser terrible en el
desierto, pero no había combustible con el que preparar una hoguera.
Un nuevo amanecer no significaba una nueva esperanza en aquel
lugar. Era más bien un nuevo abismo que se abría ante uno mismo. Una
nueva extensión ilimitada que recorrer soportando el polvo y el calor.

* * *

Por precaución no íbamos todos juntos. Siempre había al menos dos


hombres que hacían de exploradores alrededor de nosotros. Uno de ellos
marchaba por delante y el otro en un flanco o en la retaguardia, según como
fuese el terreno.
Un día, al atardecer, el rastreador que nos precedía regresó al galope y
anunció que había visto a un grupo de hombres acampados detrás de una
colina. Según nuestro guía estábamos cerca del caravasar, tal vez a un día o
menos de viaje, pero no llegábamos a él por el camino habitual, que
descendería desde el norte, donde se hallaba el último oasis.
Hablé con al-Qadir y estuvimos de acuerdo en que los asesinos, para
ganar tiempo, podían haber optado por hacer lo mismo que nosotros: viajar
en línea recta. Tal vez habían sobornado o torturado a algún lacayo de Abú
Alí para que les dijera qué ruta había seguido. En tal caso, no era raro que los
hubiéramos alcanzado. Resultaba extraño, en cambio, que estuvieran
acampados durante el día. Por otra parte, todas las caravanas seguían las rutas
establecidas. ¿Qué sentido tendría encontrar una fuera del camino, lejos de
las fuentes de agua? Nuestro hombre insistía en que se trataba de un grupo
pequeño, ya que no había visto que transportaran fardos voluminosos con
mercaderías. Eso descartaba la hipótesis de que fueran comerciantes y nos
reafirmaba en la creencia que habíamos dado alcance a los asesinos.
Al-Qadir y yo decidimos que se debía investigar. Uno de los dos tenía
que aproximarse y espiar las actividades de aquella gente, tratando de
averiguar su identidad e intenciones. El otro debía quedarse con los
camelleros para mandarlos, o impedir que huyeran llegado el caso. Como
sabían que yo era cristiano convinimos en que sería más prudente que él, al-
Qadir, permaneciera con los de nuestra caravana. Afortunadamente, ahora
que el peligro se cernía sobre nosotros, ya no se comportaba como un
irresponsable, sino como un guerrero avezado.
Para mayor seguridad nos apartamos de donde estábamos. Los
nuestros se refugiarían al lado de unos grandes peñascos. Tras ellos, un
barranco impedía que nos sorprendieran por allí, y quedábamos relativamente
apartados de la vista desde la llanura. Por mi parte volví a ponerme la cota de
malla que había tenido que quitarme por el calor. Comprobé mi espada y mi
daga y percibí que empezaba a soplar un jamsín incómodo, cargado de esa
fina arena rojiza que hiere las fosas nasales si tratas de respirar sin protección.
Me tapé lo mejor que pude la cara con un fino velo de muselina egipcia y
partí para el reconocimiento.
A lo lejos el horizonte se estaba cubriendo de arena, que teñía de un
rojo profundo el cielo.
El terreno donde nos hallábamos era un tanto agreste. Desniveles
abruptos y pequeñas lomas terminaban de repente en despeñaderos. Rocas
enormes y grises que parecían cortadas a cuchillo por un gigante podían
servir de refugio en mi aproximación, pero existía también el riesgo de hacer
ruido al golpear una piedra, o ser visto mientras corría de un escondrijo a
otro. Extremé las precauciones y dejé el caballo a buena distancia de donde el
explorador había indicado la presencia de los extraños. Caminé con sumo
cuidado y cuando descubrí el diminuto campamento me arrastré como una
alimaña entre las piedras. Así alcancé a verles y oírles, pudiendo distinguir
claramente la cabeza desorejada y la mirada brillante y enfermiza de Jazari.
Algo se revolvió dentro de mí al identificarlo. Tenía ese andar chulesco de
quien quería mandar siempre y a toda costa. Sus gestos eran nerviosos y
parecía impaciente.
Me acerqué un poco más para distinguir mejor sus palabras, pues el
viento arreciaba cada vez más y dificultaba mi labor. No decían nada
importante y Jazari sólo refunfuñaba. Decidí armarme de paciencia. Tarde o
temprano tendrían que contar algo, dar alguna pista de lo que les retenía en
aquel lugar. Pasó un buen rato y empezaron a sacar viandas para comer.
También bebían en abundancia y eso acabó por liberar la locuacidad de
alguno de los hombres de Jazari.
Los había que maldecían su suerte y otros se mostraban más
tranquilos, pero en general algo les provocaba insatisfacción. Aunque
ninguno explicaba claramente lo que ocurría, pude llegar a comprender que
estaban esperando a un grupo de exploradores. De ser éste el caso era una
buena noticia, pues significaba que no tenían bien localizado el caravasar de
Abú Alí. Según mi guía, estaba bastante cerca en dirección oeste. Saqué con
cuidado el plato y la cuchara mágica. Acostumbraba a llevarlos encima por su
reducido tamaño. Dejé que el curioso artefacto se moviera libremente y así
tuve la certeza de la dirección.
Mientras volvía a guardar estos útiles oí que alguien se aproximaba
desde el sur. Era otro de los hombres de Jazari que llegaba al galope a lomos
de un camello. En cuanto estuvo reunido con los suyos les explicó que había
descubierto el caravasar. También dijo haber espiado el interior y que en él
había muchos animales. Sin duda, una caravana entera.
Jazari se alegró considerablemente, pues dedujo que al fin había
atrapado a Abú Alí.
Empecé a retroceder lentamente, a rastras, tal como había llegado
hasta allí, y de repente escuché algo que me dejó aterrado.
–¿Dónde están los demás? –preguntó Jazari– ¿Se han quedado todos
vigilando el caravasar?
–¡Oh, no! –respondió el recién llegado tranquilamente– Tan sólo hay
un espía junto a él. Los otros se han encargado de perseguir a un grupo de
hombres que han descubierto yendo hacia una loma, ahí atrás. En cuanto los
hayan matado volverán. Así no habrá nadie más en el caravasar.
Jazari asintió, dando su aprobación.
El explorador había señalado en mi dirección. Habían dado con mis
compañeros y se disponían a atacarnos. ¿Todavía quedaba algo más que
pudiera salirnos mal? Intenté no imaginar la respuesta de Maimónides a esa
pregunta, sin lograrlo. Me apresuré todo lo que pude y regresé hasta mi
caballo. Me calé el yelmo y conforme me acercaba empecé a vislumbrar el
combate. Mis hombres, simples camelleros sin instrucción con las armas,
caían rápidamente. Al-Qadir, por el contrario, batallaba como si fuera un
templario.
Le alcancé a galope tendido y abatí a un asesino con un golpe de
espada que reventó su cabeza como una sandía.
Acto seguido alguien hirió gravemente a mi caballo y me encontré
rodando por el suelo, envuelto en una nube de polvo. Me levanté tan aprisa
como pude y me enfrenté a un rival que venía a por mí. Entonces oí gritar a
al-Qadir y al mirar vi que caía herido. Su oponente aprovechó la ocasión para
darle una patada en la cara y hacer que se despeñara por el barranco que tenía
a su espalda. Ahora ese otro asesino se me acercaba, lo mismo que un tercero
que había acabado con el último de los camelleros. Tres eran sin duda
demasiados, para mí y para cualquiera. Bueno, tal vez para Jaime de Avesnes
no, a juzgar por lo que presencié en Arsuf y por lo que me contaron de él. Y
al final, también había muerto en combate.
Es extraño que en un momento tan apurado mi mente divagara y
recordara a alguien a quien sólo había conocido por unas horas. Tenía
presente su fama y cómo se enfrentó a numerosos enemigos que le rodeaban
sin dudar un instante. Un caballero no debía retroceder jamás ante el
adversario. Un cruzado no se rinde, lucha hasta el fin y muere con honor. Me
impregnó esa idea, tal vez porque no veía salida para mi situación. Estaba
seguro que iba a perecer y sólo podía decidir si lo haría honrosamente.
Traté de encaramarme a unas rocas para quedar por encima de ellos y,
si era posible, meterme entre unos salientes que vi de reojo por detrás.
Cuando subí descubrí que era una ratonera; detrás de aquellas rocas se abría
el barranco. No era muy alto ni del todo vertical. Sopesé por un momento la
posibilidad de tirarme y tratar de caer con buen pie, pero me pareció excesivo
riesgo. En un gesto inesperado para mis oponentes y desesperado para mí,
salté hacia ellos gritando como un poseso. Logré sorprenderles y derribar a
dos al golpearles, pero el tercero esquivó y me cortó la retirada.
De nuevo estaba entre tres hombres armados y el barranco. Me veía
empujado hacia el abismo sin remedio. Finalmente encajé un golpe de
cimitarra que me arrancó el yelmo y al mismo tiempo otro me pegó con su
maza en el costado obligándome a caer.
Lo único que tenía de bueno la situación es que los cruzados que
mueren en campaña ven perdonados todos sus pecados y suben directos al
cielo. Para mi desgracia yo fui para abajo, aunque al precipitarme estuve
seguro de morir en ese instante. Aún no sabía que eso ocurriría un par de días
más tarde.

* * *

Entreabrí los ojos con dolor y la arena los cubrió de inmediato. Tuve
que hacer un gran esfuerzo para hallar mis manos y dirigirlas hacia la cara.
Limpié como pude los párpados y el rostro de la arena que la tormenta había
depositado encima. Tosí con fuerza, intentando vaciar los pulmones de ese
árido material y descubrí salpicaduras de sangre formando grumos con la
arena que escupía.
Poco a poco iba recuperando los sentidos y el control de mis propios
miembros. Empecé a oír el rugido bronco e inmenso de la tempestad, a ver el
cielo de un rojo oscuro, a recobrar la sensibilidad de las piernas. Cada nuevo
miembro que recuperaba era un dolor lacerante añadido: el ardor furioso en
las costillas, donde me había alcanzado la maza del asesino, esa torsión
insoportable en la pierna derecha, que debía tener atrapada en algo. Las
heridas sangrantes en la cara y las manos…
Todos esos dolores se iban sumando hasta hacerme desear perder la
consciencia. En lugar de ello mi pensamiento era cada vez más claro, más
vívido y el cuerpo me parecía a punto de reventar o de empezar a arder. Creo
recordar que lloré y recé y que me debatía intentando alzarme para huir. No
era posible porque deseaba salir de mi cuerpo, abandonarlo. Entonces vino,
como una consolación, el pensamiento de que tanto dolor no podía durar
mucho. Herido, inmóvil bajo ese sol de justicia, sangrando, todo parecía
indicar que pronto alcanzaría la paz a la diestra del Creador. ¡Morir, qué idea
tan reconfortante cuando el dolor se hace insoportable y no puedes aliviarlo!
¡Qué dulce destino cuando el fracaso es tan completo!
«¡Jamás!», bramó el aire, deviniendo tormenta y voz al mismo
tiempo. «No puedes morir sin cumplir tu promesa». Reconocí esa voz como
una muy querida, pero su tono me hacía temblar de miedo. Lentamente y con
gran esfuerzo volví mi cabeza y vi aparecer sobre la arena algo ardiente,
como el esqueleto de un árbol en llamas que se me acercara. «Juraste
vengarme. ¿Cómo podrá descansar mi alma si no lo haces? ¿Cómo me
enfrentaré a la eternidad sabiendo que no se han limpiado con sangre estas
afrentas, que un d’Artois no ha sabido defender el honor de su apellido?»
La llama se había acercado tanto que ya reconocía entre esa masa
carbonizada los restos de las facciones de padre. Sus labios escupían fuego a
cada palabra y algunos fragmentos de su cuerpo caían como tizones
desprendidos del resto. Hablaba con ira. Sus movimientos eran rabiosos; el
fuego que le corroía por fuera era sólo la mitad de las llamas que devoraban
su alma.
Giré la cabeza, incapaz de soportar esa terrible visión. Las llamas se
acercaban y me quemaban, trozos ardientes de mi padre caían sobre mi
cuerpo y laceraban mi carne. Me pareció distinguir detrás de él unas figuras
flamígeras, de aspecto pavoroso, que venían a apoderarse de mi alma. Grité
hasta enronquecer. De repente, todo fue oscuridad.
Debió de pasar mucho tiempo, pues el sol estaba bastante bajo cuando
de nuevo pude mirar a mi alrededor. No vi rastro alguno del fantasma que me
había atormentado, pero mi dolor era aún mayor que antes. Un temblor
irrefrenable sacudía todo mi cuerpo. Sentía un calor insoportable, enfermizo.
Era ese ardor procedente del interior que me recordaba las fiebres que había
sufrido unos años antes y de las que a punto estuve de no salvarme. Estaba
también impregnado de sudor maloliente y pegajoso. La piel de la cara
empezaba a resecarse y cuartearse bajo los efectos del sol implacable. Las
fuerzas me fallaban más que nunca. Localicé entonces el escudo en el suelo, a
poca distancia, e intenté aferrarlo para cubrirme la cara con él y evitar la
insolación.
Mis dedos no alcanzaban a tocarlo, pero sentí las pisadas de alguien
acercándose y miré hacia arriba. El rey Ricardo, con una armadura de oro, se
detuvo ante mí. Cogió el yelmo con ambas manos para descubrir su melena
de un rojo brillante y me miró con ojos tristes, pero al mismo tiempo con un
rastro de sonrisa en las comisuras de sus labios.
«Otro guerrero que nos abandona. Es una lástima, Marc d’Artois,
porque nos esperábamos más de ti, pero has sido valeroso y te has
enfrentado a numerosos enemigos sin retroceder». Ladeó la cabeza como
para observarme mejor. «Habrías sido un buen soldado si tuvieras el coraje
de vencer, de sobreponerte a todo. De haber acabado esta misión nos mismo
te hubiéramos armado caballero y sentado a nuestra mesa». Caminó
alrededor, contemplando el horizonte con semblante abstraído. «No podemos
pedir que lo entiendas, eres aún demasiado joven para ello; sin embargo,
hay algo más que la obligación de cumplir un deber. La guerra es arte, es
valor, es fe en Dios. La seguridad de que Él está guiando nuestra espada y
nuestro destino nos permite obrar hazañas imposibles en Su nombre. Con
ellas enaltecemos nuestros linajes. Tú aún no estabas preparado para ello.
De todos modos has luchado hasta el final, con valor, como un cruzado.
Estamos seguros que nos encontraremos en el paraíso. Mientras tanto,
tenemos que continuar la guerra».
De nuevo se caló el yelmo y dándome la espalda se alejó caminando
sobre la arena hasta convertirse en un rayo de sol y desaparecer. Sus palabras
habían conturbado mi espíritu; no parecía preocupado tanto por el éxito de la
misión como por la guerra en sí. No reprendía mi fracaso, sino que lamentaba
no haberme visto capaz de hacer lo imposible, como un héroe de leyenda.
Los temblores no habían hecho más que aumentar. Tenía la boca seca
como un arenal y mis vísceras, a punto de estallar, trataban de buscar el agua
por su cuenta. No podía apenas mover un músculo y la vista era cada vez más
borrosa. Al oír carcajadas y el rumor de una fuentecilla no contuve mi
sorpresa y mirando hacia allí intenté enfocar la escena. A duras penas vi a
Saladino batiendo palmas para ordenar a sus mujeres y odaliscas que
marcharan. Al igual que antes el rey, ahora el sultán me contemplaba con
desilusión.
«Debí suponer que no era buena idea confiar en un cristiano».
Negaba con la cabeza, mostrando cierto desconsuelo en la expresión. «Pensé
que serías capaz de algo más, tal vez que sabrías algo que sirviera de ayuda
a mis espías. En realidad sólo has sido un lastre inútil, siempre un paso por
detrás de los asesinos, siempre incapaz de evitar un nuevo crimen. Ahora,
por último, incapaz de defenderte a ti mismo. No mereces que el viento del
desierto blanquee tus huesos, pero tampoco has hecho nada para evitarlo».
Pareció reflexionar un momento y añadió: «Si mueres, ¿quien evitará que los
conspiradores nos destruyan a Ricardo y a mí?» Se levantó y se acercó con
paso solemne. «¿De verdad te crees con derecho a morir cuando la vida de
dos monarcas depende de tu fuerza de voluntad? ¿De qué sirve caer con
honor si no has cumplido tus propósitos? ¡Sorpréndeme, vive, cumple con tu
deber!»
Giró de repente y marchó, diluyéndose entre brumas, desapareciendo
en el aire. Del mismo modo me diluí yo mismo en fiebres y temblores. El
gusto salado del sudor reseco en los labios, la cabeza como un horno y el
corazón lleno de temores. ¿Había incumplido mi deber y mis juramentos?
¿Podía haber hecho más de lo que hice? Los temblores de la fiebre se estaban
convirtiendo en otros de miedo. No era tan bueno como el rey esperaba de
mí, padre se sentía traicionado y Saladino decepcionado. En mala hora juré y
adquirí obligaciones de hombre, cuando podía haber seguido jugando como
un niño entre los campos fértiles a orillas del Nilo…
«¡Jugar!» La voz me golpeó como una piedra en las sienes. No podía
distinguir con claridad la figura que se acercaba. El sol se estaba poniendo
tras un horizonte rojizo, el lucero vespertino empezaba a destacar en el
firmamento y la voz me asaltó de nuevo:
«¡Jugar como un niño, bañarte en el río…! ¿Ésos son tus
pensamientos cuando dos príncipes y tu padre te regañan por no haber
sabido hacer frente a tus obligaciones?»
–Eran más que yo… –balbucí como pude al reconocerle–. Luché
hasta el fin… con honor… pero eran más que yo.
«No importa cuántos fuesen. Tu astucia debería haberles vencido, no
tu espada. ¿Crees que puedes enfrentarte al infierno con golpes y tajos?
¿Sabes lo que están a punto de liberar quienes han abierto la puerta de ese
conocimiento prohibido? ¿Quieres ver al averno, el Seol, eructar sobre la
Tierra su destrucción?»
Maimónides, con la desaprobación dibujada en su rostro, se erguía
sobre mí. Su oscura figura se entremezclaba con las constelaciones y sus
ropajes eran sacudidos por un viento cada vez más fuerte. Veía las estrellas y
los astros orbitar a su alrededor, como si el Universo se hubiera acelerado.
Sus ojos llameantes se clavaban en mí y sus palabras me herían.
«Atiéndeme bien, muchacho. Para satisfacer al rey deberías haber
luchado con más fe. Para contentar al sultán tendrías que haber sido más
astuto y para restaurar el honor de tu padre era preciso que fueras más
valiente. ¿Qué deberías haber sido para dejarme contento a mí?»
–Más prudente.
«¡No!»
–Más sabio…
«¡No!» –repitió Maimónides con más fuerza.
–No lo sé. Me muero, dame agua… –mis palabras eran un débil hilo y
a cada una se escapaba un soplo de vida. Creo que en ese momento el sabio
judío me dio una respuesta, pero estaba tan débil, tan confuso, que no acerté a
entenderla. Los miembros del cuerpo dejaron de dolerme poco a poco y
desapareció la sensación de fiebre dejándome allí, tendido bajo un viento
cada vez más fuerte, cada vez más cargado de arena, que emitía un rugido
creciente con el que el desierto manifestaba su rabia. El jamsín empezaba a
cubrirme y perdí el conocimiento.
Debía ser el día siguiente cuando desperté. Soplaba un poco de viento
y estaba tan cubierto de arena que faltaba poco para que me hubiera sepultado
en vida.
Creí tener fuerzas suficientes para levantarme, pero hacerlo resultó
muy doloroso. Encontré un odre de los que portábamos en la caravana al lado
del cuerpo de un camello que se había despeñado durante la pelea. Bebí todo
lo que pude, me limpié las heridas y me lavé la cara, algo que nunca debía
hacerse en el desierto, pero me sería imposible llevar ese gran odre encima.
Así que no tenía más remedio que dejarlo y por lo tanto podía permitirme
despilfarrar un poco de agua. Una vez saciada la sed y refrescado, me
encontré mucho mejor: si el día anterior creía que iba a morir, hoy estaba
seguro de lo contrario.
Me palpé la cabeza, en el lugar donde el dolor era más fuerte, y
descubrí una recia herida. Todavía sangraba un poco, por lo que la limpié y
vendé lo mejor que pude. Sin duda era lo que me había debilitado
sobremanera, haciéndome creer que me estaba muriendo. En esos momentos,
por el contrario, estaba dispuesto a levantarme y seguir mi lucha.
Salí para recuperar lo que pudiera salvar de la caravana. Lo primero
que hallé fue el cadáver de mi compañero, al-Qadir.
Encontré bien poco, pues nuestros atacantes se habían llevado todo lo
que les pareció útil o valioso. Mis armas no estaban; tampoco los animales de
la caravana, salvo el camello despeñado. Hurgando a su alrededor descubrí
que bajo el cuerpo de la bestia había un odre de agua más pequeño, con el
que sí podía cargar si seguía mi viaje a pie.
Como estaba muy débil repasé lo que portaba encima para eliminar
todo lo superfluo. Aunque me dolía hacerlo, tuve que quitarme la cota de
malla. Su peso era excesivo para llevarla a pie, por el desierto y más aún en
mi estado. Decidí que lo mejor sería dársela a al-Qadir, a quien en vida tanto
le había gustado, y así lo enterré con ella puesta.
Mientras me reponía, recogí las cosas y sepulté al amigo perdido.
Tuve que cavar en el suelo del desierto con mis propias manos, hiriéndome
todavía más con las piedras ocultas. En aquel terreno arenoso seguramente el
próximo vendaval descubriría el cuerpo. Quedaría entonces expuesto al sol,
en medio de esa arena fina. Sería otro cadáver reseco, como una momia, que
los avatares del tiempo enterrarían y desenterrarían periódicamente. A cada
aparición parecería más un esqueleto recubierto de acero brillante, lustrado
por el viento y la arena. Un fantasma en el desierto, otra aparición con la cual
asustar a los viajeros pusilánimes y a los niños de las caravanas.
Le di sepultura según sus creencias, lo mejor que pude, amortajándolo
con un mizar viejo que encontré en una alforja. No supe si rezar por él; no
creo que le hubiera gustado que lo hiciese con oraciones cristianas y me daba
reparo orar como musulmán. Lo arreglé diciendo unas palabras como amigo
y compañero: no era buen momento para ofender a ningún Dios, menos aún a
un fantasma.
* * *

Emprendí el viaje con el cuerpo dolorido, caminando sobre la arena


con pasos cortos, vacilantes, fruto de unas piernas débiles. Pero al tratar de
hallar en mí un motivo para seguir, mi pensamiento se deslizó hasta el
recuerdo de Yahán. Mi flor me proporcionó las fuerzas que me faltaban y
ante su imagen sonriente saqué fiereza de la debilidad y un paso tras otro
paso, una legua tras otra legua, empecé a cruzar a pie el desierto.
Obsesionado por el peligro que corría mi amada, pues quizá los asesinos
debían haber alcanzado ya el caravasar, seguí con paso firme. Desafiaba el
cada vez más poderoso viento; me hería en la cara la arena que transportaba,
pese a que me tapaba lo mejor que podía con un turbante, sin el cual apenas
habría podido respirar.
Caminé durante todo el día, deteniéndome apenas de tanto en tanto,
hasta caer la noche. La cuchara me permitió avanzar sin perderme, y el odre
que había encontrado junto al camello caído había supuesto mi salvación.
Pero estaba casi agotado y si no fallaban mis cálculos, quedaba toda una
jornada hasta llegar al refugio de Abú Alí en el desierto. Y los asesinos se
dirigían allí con sus monturas, y me llevaban un gran trecho de ventaja.
Desesperado, decidí seguir toda la noche: así llegaría unas horas antes
y ahorraría una buena cantidad de agua al caminar en la oscuridad, pues
dudaba que pudiera soportar otro día entero bajo el sol.
Agotado como estaba, sólo pensaba en salvar a Yahán. Ya le había
fallado a un padre, un sabio y dos reyes; no podía fallarle también a ella.
Tenía que salvarla.
Así llegó el momento en que los primeros rayos del sol empezaban a
asomarse por el oriente. Era como un rastro de claridad rojiza a mis espaldas.
Esa luminosidad astral dio paso al propio sol; sangriento, enorme, que
apiadado de mí proyectó por delante mi propia sombra, enormemente
alargada, apuntando a la silueta del caravasar fortificado de Abú Alí.
Era un edificio bajo, hecho de adobe secado al sol, no muy grande,
apenas un muro rodeando un pequeño patio donde guarecer los animales y un
edificio para dar cobijo a las personas. A buen seguro estaría construido sobre
un pozo, pues de lo contrario no tendría sentido su presencia. En su temeridad
suicida, el viejo gordo no imaginaba que los asesinos eran adversarios tan
audaces como para adentrarse en el desierto en pos de él. Como tampoco,
confiaba yo, éstos esperarían que nadie estuviese tan loco como para
perseguirles a ellos en solitario y a pie.
Me acercaba al edificio cuando percibí unas siluetas a su alrededor.
Me detuve y traté de contener mi jadeo para observar de qué se trataba.
Hombres y bestias partían decididos en dirección a Occidente.
Mi corazón, acelerado por el temor ante lo que eso pudiera significar,
me hizo correr tanto como pude. Mientras me acercaba, un espeso humo
negro empezó a brotar del caravasar. No parecía una fogata normal; los
excrementos de camello no desprenden tal humareda al arder. El aire del
desierto, ahora calmo y silente tras la tormenta, me acercó un desagradable
olor que conocía muy bien. Cenizas, azufre… el aroma del infierno. En un
último esfuerzo corrí hasta casi tocar aquellos muros cuando el bramido de
todos los demonios se desencadenó: las piedras volaron por los aires y parte
del caravasar se deshizo ante mis ojos, al tiempo que las llamas lo invadían
todo.
Alzando los brazos al cielo, grité y me desplomé entre sollozos.
Golpeaba a puñetazos la arena del desierto, mientras los pedazos del
caravasar y de sus moradores quedaban esparcidos a mi alrededor.
Hubo un momento, no sabría decir cuándo, en que me recobré. En mi
mente anidaba la idea de que ella podía haber sobrevivido, que Dios no sería
tan cruel como para arrebatármela. Tal vez se hubiera refugiado en algún
escondite seguro, quizá… Vana ilusión. No hubo supervivientes. Lo supe
cuando reconocí algunos de los despojos, en concreto lo que una vez había
sido una cabecita llena de sueños, de ilusiones, de maravillosas historias. Me
quedé allí inmóvil, como una esfinge, incapaz siguiera de derramar más
lágrimas.
Sí, ese día mi alma murió realmente.

* * *

Cuando terminaba de cubrir las tumbas oí pisadas de caballos que se


acercaban. Continué mi labor sin inmutarme.
Al-Kamil e Ibn Aydin se detuvieron a mi lado y permanecieron
observándome durante largo tiempo.
Puse una última piedra sobre la tierra donde reposaban las partes del
cuerpo de Yahán que había podido identificar y, volviéndome hacia ellos,
dije:
–Dadme una espada. Tengo que matar a un hombre.
El acero de al-Kamil cantó al ser desenvainado y su espada se clavó
ante mis pies.
Arranqué de la arena aquella soberbia hoja forjada en Damasco. Vi en
ella mi reflejo distorsionado, como si se tratara del de otra persona. Mis
compañeros no osaban abrir la boca. Con semblante inexpresivo, me di la
vuelta en dirección al lugar donde reposaba Yahán.
Ibn Aydin cruzó una mirada muy significativa con al-Kamil.
Desmontó y vino con un trapo húmedo para lavarme la cara, mientras yo
oraba en silencio ante la tumba. Le dejé hacer. Cuando apartó el paño vi que
estaba lleno de sangre. No me importó.
Durante las horas siguientes me atendieron en silencio. Me dieron
agua y curaron mis heridas lo mejor que pudieron. Yo seguía junto a la
tumba, indiferente a todo lo demás. También deambularon entre los restos del
caravasar, como yo había hecho antes, descubriendo los mismos horrores. No
había sido la pólvora lo que descuartizó los cuerpos.
Al parecer, los hombres de Abú Alí ofrecieron resistencia e incluso
mataron a algunos asesinos en el combate. En venganza, éstos desmembraron
y torturaron hasta la muerte a los defensores supervivientes. Con Yahán se
ensañaron especialmente. Rogué a la Virgen María que la hubieran matado
primero. Fue un largo trabajo para ambos hombres reunir y enterrar los
despojos, pero lo hicieron sin mediar una sola palabra. Nuestro ánimo era tan
lúgubre como el propio lugar, ahora convertido en improvisado camposanto.

* * *

Ibn Aydin había encendido un pequeño fuego. No era difícil, con


medio caravasar ardiendo y todos los establos convertidos en astillas. Sobre
la hoguera calentaba algo de comida para los tres. Cuando estuvo lista me
ofreció una escudilla llena. La engullí mecánicamente, por obligación.
Necesitaba reponer fuerzas para cumplir mi venganza.
Este último pensamiento era lo único que me impulsaba a seguir. Me
hallaba en un estado mental insano, y lo aceptaba con fatalismo. Ya había
llorado e increpado al Altísimo hasta rabiar después de la explosión. Después
de eso, era como si mi alma se hubiera secado. Me sentía vacío. En
ocasiones, tuve la impresión de que algún otro movía mi cuerpo, mientras
que yo asistía como un espectador indiferente al triste espectáculo en que se
había convertido mi existencia. Agradecí que los selyúcidas no trataran de
animarme con vanas palabras de consuelo. Dicen que los musulmanes
respetan a los locos, y tal cosa debí de parecerles en aquellas horas.
Al-Kamil se atrevió por fin a dirigirme la palabra y comparé mis
impresiones con él, por más que hablar se me antojase odioso. No obstante,
saqué fuerzas de flaqueza. Así ocupaba mi mente en otra cosa, y evitaba
pensar en Yahán. Debía impedir que el dolor, la rabia y la frustración que me
roían las entrañas me hicieran perder el control. Tenía una misión que
cumplir, y nada me desviaría de ella.
Recapitulamos sobre la masacre del caravasar. Había habido lucha, de
eso no cabía duda alguna. Los animales muertos a flechazos o con lanzas en
el patio demostraban que los hombres de Abú Alí habían atacado a los
asesinos cuando entraban, antes que pudieran desmontar siquiera. Tal vez
pensaron que podían fingir que les franqueaban el paso y mientras lo hacían,
hostigarles por todas partes. Debieron de creer que tenderles esa suerte de
emboscada les serviría de algo. Mi experiencia luchando con los asesinos me
decía que no era así, pero Abú Alí, rodeado de sus hombres y en su propio
caravasar, pensó que podría librarse de sus perseguidores con facilidad. Su
exceso de confianza resultó fatal.
–Con varias bajas entre sus ya escasos hombres –explicaba al-Kamil–,
e incluso con menos animales, Jazari no se atrevió a llevarse ningún
cargamento. Tal vez tampoco le hacía falta. El caso es que prefirieron
prenderle fuego y acabar con todo.
–Me pregunto cuánta de esa pólvora tendrán y dónde.
–Supongo que toda la que hayan conseguido por medio de los
alquimistas la habrán enviado a Sinan.
–Háblame de ese Sinan –solicité. El tono de mi voz debió de sonarle
extraño, a juzgar por su forma de mirarme, pero no me lo reprochó.
–Es bien poco lo que sé de él, salvo que gobierna a los asesinos con
mano de hierro. Actúa como un príncipe que pretendiera dominar el mundo.
Se muestra esquivo; rehúye la vida pública pero su sombra se proyecta
mucho más allá de sus fortalezas en las montañas cercanas a Antioquía. No
tiene reparos en negociar o comerciar con cualquiera. Sus negocios incluyen
la muerte cuando está bien pagada. Sus hombres le llaman el Viejo de la
Montaña. Controla una amplia región entre el principado de Antioquía y el
condado de Trípoli, entre la costa y la ciudad de Homs. Es un territorio
difuso; las zonas que protegen sus castillos se entrecruzan con las de tus
amigos francos. Los hospitalarios y los templarios tienen sus propias
fortalezas allí y patrullan esa zona, pero no hostigan al Viejo.
–Ese lugar del que hablas, ¿está cerca del castillo llamado Krak de los
Caballeros?
Al-Kamil consultó con Ibn Aydin y después respondió
afirmativamente.
–Eso lo explica… –murmuré.
–¿Qué es lo que explica? –inquirió mi
compañero.
–A mi padre lo hallaron medio carbonizado en las cercanías del Krak.
Él seguía el rastro de una conspiración contra el rey Ricardo. Supongo que
debió de descubrir esta nueva arma y conocer su destino. Puede que fuera a
ver al Viejo de la Montaña y que esa imprudencia le costara la vida.
–El Viejo es muy peligroso –asintió Ibn Aydin–. No le importa cuán
importante sea un enemigo. Le da igual cuántos hombres deba sacrificar para
lograr su objetivo, ni que éste parezca desmesurado.
–Y sus secuaces no se detienen nunca, una vez han recibido una orden
de Sinan –al-Kamil arrugó la frente–. ¿Recuerdas lo que te contamos sobre
sus intentos de matar a Saladino? Les educan desde pequeños en una absoluta
fidelidad al Viejo. Por eso el sultán confía en tan poca gente y somos sus
propios hombres, los selyúcidas, quienes nos ocupamos de su seguridad, para
evitar que unos dais o fidáis se infiltren en nuestras filas.
–¿Dais? ¿Fidáis? ¿Qué es eso?
–Son títulos o grados religiosos –dijo Ibn Aydin.
–En la secta de los asesinos, religioso, militar o criminal, es todo lo
mismo –aseveró al-Kamil–. Sinan es un hereje que corrompe las palabras del
Profeta, un seguidor de Ismaíl, que se vale de sus enseñanzas para conducir a
sus hombres como le conviene.
–También emplea las drogas –apostilló Ibn Aydin.
–Pero ¿qué son los Dais y los Fidáis? Y ese Ismaíl al cual afirmas que
siguen, ¿de quién se trata?
–Ismaíl fue un califa que murió hace tiempo, el primero de los doce.
Es por él que los asesinos se hacen llamar a sí mismos ismailitas. En realidad
creo que Sinan sólo sigue las instrucciones del superior de su orden, que se
halla muy lejos de Antioquía, en las montañas de Persia. He oído que se
separaron de las doctrinas ismailitas hace tiempo. Son una herejía dentro de
otra herejía más antigua, y pretenden convertirse en un poder religioso fuera
del poder espiritual del califa. También aspiran a incrementar su territorio. Se
sirven de las disputas entre los sultanes, y con los francos, para tratar de
obtener una posición de poder…
Ante aquella nueva información sufrí un repentino cambio de humor.
Mi cabeza no regía bien. La muerte de Yahán me había afectado más de lo
que estaba dispuesto a admitir.
–¡Ya basta! –estaba furioso y me levanté de un salto–. ¡Me confundís
aún más! ¡No sois capaces de explicar nada! Dais, Fidáis, Ismaíl, alguien en
las montañas de Persia, una historia de mensajeros, criminales, sultanes y
conjuras como en un cuento… Ignoro si lo que decís es cierto y si lo es, me
confieso incapaz de entenderlo.
Los selyúcidas se miraron. Supongo que se quedaron con las ganas de
preguntarme qué tripa se me había roto, pero no replicaron al exabrupto. Al-
Kamil intentó calmarme. Sin duda, se hacía cargo de mi estado de ánimo.
–Te contamos lo poco que sabemos, mas no es gran cosa. Nadie tiene
tratos con los asesinos si puede evitarlo. Comen cerdo, se ríen de los
creyentes piadosos que rezan y peregrinan a la Meca. Ellos presumen de estar
por encima, aseguran que han recibido una revelación superior, de un profeta
más reciente que Mahoma. Tan sólo un asesino conoce realmente la doctrina
ismailita.
–Ten presente que pertenecen a una comunidad que vive en el secreto
–le ayudó Ibn Aydin–. Tienen varios grados y conforme suben en la jerarquía
se les revela más. El pueblo llano es casi totalmente musulmán, pero un
Dai… No sabemos realmente en qué cree, pero no es un buen musulmán, eso
tenlo por seguro.
–Entonces, ¿quién podría enseñarme su doctrina? ¿A quién conoces
que sepa lo suficiente de ellos? –pregunté. Había vuelto a sentarme y a
recuperar mi tono inexpresivo.
–¿Aprender su doctrina? –al-Kamil dio un respingo–. ¡Estás loco!
Además de unas creencias secretas que sólo sus iniciados conocen, es una
herejía peligrosa, capaz de embotar la mente de los hombres como una
ponzoña y doblegar su voluntad. Ningún buen musulmán desearía
escucharles.
–No soy musulmán.
–Ningún hombre de bien querría conocer tales cosas –insistió al-
Kamil. Veía la preocupación en su rostro, pero no estaba dispuesto a dejarme
impresionar.
–No pretendo hacer el bien. Ya no.
–No explican su doctrina a extraños, lo tienen prohibido. Sólo quienes
se han ganado su confianza…
–¿Conocimiento prohibido otra vez, al-Kamil? –casi estuve a punto
de sonreír con sorna. Había cosas que parecían repetirse una vez tras otra–.
Eso no me detendrá. Tengo que ver a Sinan y para ello debo entrar en la
fortaleza de Masyaf y ser recibido por él. ¿Crees que me acogerá si me
presento como cristiano?
Al-Kamil parecía espantado al conocer las intenciones que mis labios
revelaban. Tomó mi cara entre sus manos con delicadeza y me habló como a
un hijo:
–Comparecer ante Sinan es un disparate; hacerlo en Masyaf, el más
seguro suicidio que puedas cometer.
–Ya he muerto. Hoy mismo –y señalando el montículo donde
reposaba Yahán añadí–: Mira dónde he enterrado mi corazón.
Me di la vuelta para irme, pero sentí que al-Kamil me agarraba el
brazo para detenerme.
–No dejes que te conviertan en uno de ellos.

* * *

Cabalgamos durante varios días bajo un sol agotador, forzando al


máximo la marcha de la pequeña caravana que acompañaba a los selyúcidas y
deteniéndonos lo menos posible. Sabíamos que los asesinos nos llevaban muy
poca ventaja y queríamos alcanzarles. Lo malo era que, según nos explicaban
en los sucesivos caravasares, aquellos malditos también avanzaban a marchas
forzadas, y sin carga. En uno de ellos nos contaron que dos de los hombres
que nos precedían parecían enfermos o heridos, aunque trataban de
disimularlo. También se habían percatado de la presencia de Jazari, a quien
era fácil reconocer y que parecía ser capaz de inspirar temor a todo el mundo.
Reconozco que yo era un pésimo compañero de viaje. Al-Kamil e Ibn
Aydin trataban de insuflarme nuevos ánimos. Se preocupaban sinceramente
por mí, a pesar de tratarse de un cristiano, pero la amistad no entiende de
religiones. Los tenía a mi lado, como una escolta, mientras avanzábamos a
paso decidido. Era inútil. Me negaba a abrir los labios más allá de lo
imprescindible. Cruzábamos interminables mares de dunas, ellos hablando,
yo silencioso. Comprendía y estimaba su preocupación por mí, pero no me
molestaba en agradecerla. Tenía la mente ocupada en planes que iban
adquiriendo forma poco a poco, y que precisaban encontrar a los asesinos lo
antes posible.
Si de mí hubiera dependido no habríamos hecho ni una pausa, pero
mis compañeros me obligaban a beber, comer y parar de vez en cuando. Para
ganar tiempo, decidimos dejar atrás la caravana y fiarnos exclusivamente de
los caballos y del sistema de postas. Así pudimos avanzar muy deprisa; sin
mercancías, sin camellos, al paso ligero de los corceles árabes color de noche.
Éramos sin duda unos viajeros inusuales en esas tierras, que sólo surcaban
lentas y pesadas caravanas como bajeles mecidos por el viento que soplaba
entre las dunas.
Tuvimos que cambiar los caballos en las paradas de postas, pues tras
la jornada estaban exhaustos y alguno con pequeñas heridas en las patas.
Poco antes de abandonar el desierto nos atrapó una tormenta de arena que
procedía de poniente. Contaba al-Kamil que ese viento venía de Egipto a
través del mar Rojo. Así pues la arena que tragábamos procedía de los
desiertos africanos. Me costaba creerlo, pues en toda mi vida en Egipto no
había visto una tormenta como aquélla.
Era un viento de un rojo brillante al principio, que se iba oscureciendo
como la sangre al coagularse conforme tapaba cada vez con mayor fuerza la
luz del sol. Fue un espectáculo horrible ver cómo en breve tiempo crecía una
muralla de arena en el horizonte, nos alcanzaba y convertía el día soleado en
noche cerrada, el sol resplandeciente en una luna como un áspero rubí.
Tapados con telas intentábamos respirar, y con mano de hierro
debíamos forzar a los caballos a seguir adelante. Por fortuna para nosotros,
teníamos el caravasar a la vista cuando todo empezó y pudimos refugiarnos
en su interior antes que lo peor del vendaval nos alcanzase de lleno. Con la
fuerza que mostraba, bien hubiera podido sepultarnos bajo una oleada de
arena. Sin embargo, el mal tiempo fue en gran medida nuestro aliado:
habíamos ido acortando la distancia que nos separaba de nuestros
perseguidos, y aunque habían salido unas horas antes de que nosotros
llegásemos, los indicios de tormenta decidieron a Jazari a dejar en el
caravasar a los hombres que estaban heridos. Su idea era que se recuperasen
y regresaran después por su cuenta, pero logró ponerlos en nuestras manos.
No les dimos tiempo a reaccionar. En menos de un minuto los sacamos del
cuarto en el que descansaban y los atamos como a fardos.
Como no nos veíamos capaces de enfrentarnos a una tempestad tan
violenta nos quedamos allí el resto del día, y no salimos hasta el amanecer
siguiente. A buen seguro que Jazari ya estaría fuera de nuestro alcance, pero
teníamos dos prisioneros. Y pensábamos hacer buen uso de ellos.

* * *

Los asesinos se mostraron poco propensos a colaborar. Las amenazas


y puñetazos de al-Kamil e Ibn Aydin no lograban arrancarles ni una sílaba y
mi paciencia se agotaba. Mientras mis compañeros repetían las preguntas una
vez más, yo me quité el turbante y la capa y saqué el crucifijo de plata por
fuera de la camisa para dejarlo bien a la vista. Ese símbolo no pasó
desapercibido a los asesinos, que me miraron con desprecio. El que tenía el
brazo herido de un flechazo recibido en la emboscada del caravasar,
tamborileaba con los dedos sobre la mesa ante la cual estaba sentado.
Sin avisar, saqué mi daga y la clavé con fuerza en la mesa a través de
su mano. El alarido del hombre fue desgarrador.
Al-Kamil me apartó enseguida, mientras Ibn Aydin trataba de
desclavar la daga y detener la hemorragia con un paño.
–¿Por qué has hecho eso? –me preguntó al-Kamil–. Déjamelos a mí;
lograré que hablen.
–No hace falta que hablen. ¿No ves que no tienen nada que decir?
Desenvainé la espada y al-Kamil se apresuró a detenerme.
–¡No los mates! ¡Quiero saber cosas, maldito cristiano! –me espetó.
Salí a dar un paseo. Los encargados del caravasar se apartaban de mí
y murmuraban asustados. Contemplé la luz de las estrellas y bebí del pozo
cercano. Entré al cabo de un buen rato.
Le pedí a Ibn Aydin que me devolviera mi daga. Los ánimos parecían
haberse calmado, pero los asesinos me vigilaban con temor en su mirada. Me
senté junto al pequeño fuego que habíamos encendido al llegar. La noche era
fresca y húmeda. Acerqué mis manos a las llamas para calentarlas.
–Estas ramas carbonizadas me recuerdan el aspecto que tenía padre,
antes de morir, a su regreso de Masyaf –cogí un leño ardiente y lo apreté
contra el brazo del otro asesino. Chilló y se revolvió, pero como estaba atado
no pudo alejarse.
De nuevo mis compañeros me separaron de él y me quitaron la
improvisada arma de las manos. Ibn Aydin trató de calmar el dolor del nuevo
herido con un paño empapado en agua mientras al-Kamil me mantenía lejos.
–Es inútil que trates de hacerles hablar –le explicaba con calma al
selyúcida–, sabes que no te dirán nada. Déjame un rato a solas con ellos, tan
solo un rato, y ajustaré algunas cuentas pendientes. Mi daga puede desollar
con facilidad…
–¡Maldito seas, Marc! –me gritó–. ¡No necesito tener que
preocuparme también por un cristiano loco!
Me sacó de la casa tirándome de la ropa y ya fuera me habló con más
calma.
–Dame solo un poco de tiempo y confesarán; yo me ocuparé de ello.
No te das cuenta de cómo has cambiado últimamente, pero yo sí. No
reconozco en ti al Marc d’Artois de hace tan sólo unas semanas, y no me
refiero a tu aspecto… aunque las heridas que recibiste en el combate del
desierto tampoco ayudan. Quiero decir que no hallo en ti la alegría y la
inocencia de antaño. El Marc que partió conmigo de viaje hacia Bagdad no
haría lo que estás haciendo. Es un proceso que ya he visto otras veces; lo
causa la guerra, el dolor por la muerte de seres queridos. Al principio se va
acumulando de forma que no se ve, pero corroe por dentro hasta que produce
llagas en el alma y sale por los ojos con esa mirada vacía, sin sentimientos,
como la que aprecio en ti desde la muerte de Yahán. Si pudieras verte el
rostro lo entenderías, te darías cuenta de que te estás convirtiendo en uno de
esos asesinos sin piedad. En Arsuf te habría matado de haber podido, lo
confieso. Pero ahora, después de conocerte y tenerte como fiel compañero de
viajes y combates a mi lado, me apena ver que te estás yendo hacia un lugar
ruin y oscuro del que aún no he visto regresar a nadie.
–Estoy donde ellos me han llevado; sé lo que me han enseñado, soy lo
que han hecho de mí: permíteles disfrutar del resultado.
Le di la espalda y entré de nuevo en la casa. Los asesinos me miraban
con terror.
–Dicen que están dispuestos a hablar, pero que mantengamos al
cristiano lejos de ellos –nos comunicó Ibn Aydin nada más vernos.

* * *

Poco fue lo que sacamos en claro. Aquellos hombres se habían


reunido con Jazari en Bagdad y desde allí le habían seguido, cumpliendo
estrictamente sus órdenes. Nada sabían de conspiraciones ni de política, ni de
lo que Jazari estaba buscando, salvo que se trataba de órdenes directas de
Sinan.
Pudieron, no obstante, facilitarnos algunos detalles. Jazari le había
comprado un montón de cajas a Abú Alí. Nuestros prisioneros ignoraban su
contenido, pero sabían que era algo muy valioso, y que Sinan deseaba poseer
a toda costa. Jazari las envió por tierra a Masyaf, desde Bagdad, pero él se
quedó porque tenía órdenes de averiguar como se fabricaba aquello, o dónde
se podía obtener más. Esto no le salió bien: los alquimistas aseguraron
ignorar la fórmula por mucho que les presionaron, y señalaban a Turantar
como el único que conocía su procedencia. Hicieron desaparecer a los
alquimistas que estaban enterados del asunto para mantener el secreto, y
como bien sabíamos no pudieron coger a Turantar. Después Jazari se
enemistó con el propio Abú Alí, que había ido cobrando conciencia de la
importancia de lo que se traían entre manos, y ya no se conformaba con hacer
un negocio más: quería el poder para él. Se había dedicado a conseguir
mucha más pólvora de la que había vendido a Sinan, y Jazari sospechaba que
podía conocer el secreto de su procedencia o su fabricación. Llegó pues a la
conclusión de que era mejor deshacerse también de Abú Alí y enterrar así el
secreto.
En el caravasar de Abú Alí, tal como ya sabíamos, habían perdido
hombres y monturas por culpa de las flechas de los guardaespaldas del
ricachón. Por ese motivo Jazari, al no poder transportar las cajas de pólvora,
y sospechando con acierto que seguiríamos sus pasos, había decidido
destruirlas dentro del edificio. Tras llegar al caravasar donde ahora estábamos
había dejado a los heridos para que se repusieran y para que no le retrasaran,
partiendo de inmediato hacia Masyaf a reunirse con su superior.
A pesar de la reticencia de al-Kamil aproveché para formular
numerosas preguntas a los dos asesinos sobre sus creencias, su forma de vida
en la secta y todo cuanto me pareció que pudiera ser de utilidad para
comprender mejor su forma de actuar y sus costumbres. No era mucho lo que
sabían: practicaban una fe musulmana bastante ortodoxa y los secretos
doctrinarios de la orden suponían para ellos un conjunto de promesas vagas.
En realidad eran miembros del más bajo nivel en la jerarquía de los asesinos
y según al-Kamil, podía creer que era bien poco de lo que estaban enterados.
Al parecer, sólo se les revelaban los secretos más importantes después de
repetidos ascensos.
Tuve que conformarme con averiguar todo lo posible sobre su modo
de vida ordinario. Lo más interesante para mí fue que uno de ellos había
estado en Egipto. Allí entró en contacto con algunos miembros de su orden.
Le obligué a confesarme los nombres, dónde vivían y a qué se dedicaban.
Como yo me había criado en Egipto y conocía el país, tal vez pudiera
hacerme pasar por un acólito de ese origen.
Finalmente nos pusimos de nuevo en marcha. Al-Kamil se ocupó de
entregar a los asesinos a las autoridades del primer pueblo que encontramos
tras salir del desierto, para que fueran juzgados por alta traición contra el
sultán y el califa. A su regreso me aseguró que en pocos días serían
ejecutados, pues el cadí se había mostrado muy disgustado con ellos.
También me aconsejó que olvidara mis ideas de ir a Masyaf.
De repente, tanto él como Ibn Aydin se habían tornado muy
paternales hacia mi persona. Decían preocuparse por mi actitud, me impartían
consejos y trataban de animarme. Mi mente, sin embargo, apenas les atendía.
Tenía muchas preocupaciones en la cabeza y sólo deseaba regresar para dar
fin a mis asuntos pendientes. Lo que haría después, caso de sobrevivir, en
nada me importaba.

* * *

Nos acercábamos a Jerusalén a paso vivo. Los selyúcidas ardían en


deseos de regresar con el sultán y de paso enterarse de cómo había ido
progresando la guerra. Pese a lo que me contó Ibn Aydin en Bagdad, antes de
salir con la caravana, no las tenían todas consigo. Ricardo Corazón de León
era imprevisible, y quizá hubiera sucumbido al antojo de atacar Jerusalén
mientras nosotros dábamos tumbos por el desierto de Siria. Los selyúcidas
discutían entre ellos sobre las batallas que se podrían estar librando en
nuestra ausencia. En ese momento tomé conciencia de cuánto tiempo
habíamos estado fuera. Nuestra aventura había durado tanto que ya habíamos
pasado de largo la pascua de resurrección. En todo ese largo periodo,
cualquier cosa podía haber acontecido y tal vez nos aguardaban novedades
insólitas a nuestro regreso. ¿Estaría a punto el rey Ricardo recuperar
Jerusalén para la Cristiandad? En tal caso, el poder de Saladino se debilitaría
y podía verse acosado por los aspirantes a sultán, que no cejarían en su
empeño para derrocarlo. ¿O se dedicaría a enfrentarse a Conrado y sus
partidarios? De ser así, podríamos dar por muerta y enterrada a la cruzada.
Por no mencionar a los asesinos. ¿Cuándo se decidirían a atentar, y contra
quién?
Conforme pasaban los días, el tiempo mejoraba y empezaba a hacer
calor. Los campos se veían verdes y fértiles y pronto nos encontramos con
algunos viajeros que venían en dirección contraria. Queríamos saber los
movimientos de las tropas de uno y otro bando, pero la respuesta era
invariablemente la misma. Valga un ejemplo. Nos cruzamos con un viejo
mercader árabe a quien acompañaba su hijo. Ambos grupos hicimos un alto
en el camino, intercambiamos cortesías y les preguntamos acerca del ardor
guerrero de los ejércitos en liza. Se rieron de nosotros como si estuviéramos
bromeando:
–¿Movimientos de tropas? ¿Jerusalén asediada por los romanos? –se
mofaba el mercader, sorprendido de nuestra ignorancia–. ¿Cuánto tiempo
decís que lleváis fuera? ¿Tanto? Pues estad tranquilos, no azucéis a vuestros
jamelgos por temor a que los sucesos se precipiten, ni corráis para ver las
mezquitas de Jerusalén antes que los cristianos las derriben. En todo el
tiempo que habéis estado de viaje no ha ocurrido nada. Nada en absoluto. Los
ejércitos se miran de cerca sin que ninguno se atreva a entablar el combate.
–En realidad la mayor parte del ejército cristiano está descansando en
Acre desde hace meses –puntualizó solícito el hijo–. Deberíais ver Acre;
justas, fiestas, vino y prostitutas por doquier… –se percató de la mirada de su
padre y calló.
En suma, no nos habíamos perdido nada. Yo me alegré: los asesinos
no habían cometido ninguna tropelía aún. Seguramente aguardaban el
momento propicio para causar más daño. Al-Kamil se puso de nuevo de mal
humor. No era para menos: tanto él como Ibn Aydin lamentaban la falta de
ardor combativo y vaticinaban toda suerte de desgracias para Saladino si no
obtenía una rápida victoria sobre los romanos.

* * *

El resto de nuestro viaje fue tranquilo. Finalmente llegamos a un


cruce de caminos. El de la derecha se dirigía a Lydda, bajo la férula de
Saladino. El de la izquierda llegaba hasta el mar y me conduciría a Jaffa, en
poder de mi rey.
Como era ya muy tarde decidimos pasar la noche allí y partir al
amanecer. Preparamos un asado, gracias a la habilidad como arquero de Ibn
Aydin, que había ejercido de cazador. Apuramos un odre de vino joven y
dulce que compramos por el camino y estuvimos hablando hasta muy tarde.
Me sabía mal dejar a esos amigos con los que tanto había compartido, incluso
riesgos y amenazas a nuestra vida. Ignoraba si alguna vez volvería a verlos y
era posible que de producirse tal cosa, fuera como enemigo en el campo de
batalla. ¿Podría mi mano matar al noble al-Kamil o al buen Ibn Aydin? Esa
posibilidad me espantaba; no tendría que ser posible tamaño horror. ¿Horror?
Otro más. No quise abundar en esos pensamientos y me eché a dormir bajo
las estrellas.
Al salir el sol nos levantamos y ensillamos los caballos. A los tres nos
costaba articular palabra. No era de buenos guerreros mostrarse emotivos en
un adiós, especialmente si te estás despidiendo del enemigo, pero mientras
intentaba decir algo solemne Ibn Aydin me abrazó y me recomendó que me
cuidara. Al-Kamil hizo lo mismo y así, embargado por la emoción, emprendí
el camino a Jaffa. Era la primera vez que algo me conmovía después de la
muerte de Yahán. Poco a poco, mi alma salía del pozo en el que se había
hundido y comenzaba a sanar.
CAPÍTULO OCTAVO: TIRO

Llegué al día siguiente a la pequeña ciudad costera de Jaffa. No


contaba apenas con habitantes, pues había sido escenario reciente de disputas
por su posesión y el ejército sarraceno estaba muy cerca. En sus estrechas
callejuelas tan sólo había ahora una pequeña guarnición que la protegía,
aunque esperaban recibir pronto refuerzos. Los arqueros en las murallas y las
torres oteaban el horizonte, y grupos de soldados ajetreados parecían la única
presencia en sus calles. Me dieron alojamiento y me ofrecieron almorzar con
ellos en la ciudadela.
Mientras comía un poco para recuperar fuerzas, me explicaron que
había tenido suerte de no encontrar al rey Ricardo.
–Hace pocos días llegó de Inglaterra el prior de Hereford para
comunicarle a nuestro monarca que su hermano Juan le está usurpando el
poder –me contaba el comandante de la guardia–. Traía una carta de su amigo
Guillermo, el obispo de Ely, en la que le narraba los desmanes que está
cometiendo y le exhortaba a regresar lo antes posible.
»Por si eso fuera poco, los ya escasos caballeros francos que
quedaban luchando a nuestro lado decidieron partir hacia Acre, respondiendo
así al llamamiento de Hugo de Borgoña. Es éste un individuo desafecto a
nuestro rey y que prefiere verle perder la guerra ante el infiel antes que salir
victorioso y dominando el reino de Jerusalén.
–Entonces, ¿dónde está ahora Ricardo?
–Partió hacia San Juan de Acre hace dos días. Quiere resolver los
problemas entre los cristianos, que los francos vuelvan a abrazar la cruz y se
unan a nosotros. Ha hecho planes al respecto, y creo que desea convocar un
consejo con todos los nobles de estas tierras para plantearles una solución
definitiva que termine con las desavenencias.
–¿Tenéis alguna idea de cuál pueda ser esa solución?
–No me lo dijo –respondió, encogiéndose de hombros–. Y con el
pésimo humor que tenía con las malas noticias recibidas de su reino y la fuga
de los caballeros, preferí no preguntar. Ahora debo dejaros para atender otros
asuntos. Gozad de nuestra hospitalidad cuanto gustéis.
Aparté el plató y bebí un poco de vino mientras pensaba. Al parecer,
los asuntos no iban nada bien para mi rey. Esperaba que al menos le sirviera
de algo conocer las noticias que le traía. Una vez advertido de cuál era la
fuente del peligro, a buen seguro se tomarían las medidas oportunas para que
ningún asesino se le arrimara. Al menos eso había obtenido de mi largo viaje:
conocía a los conspiradores y había descubierto el método que pensaban usar
para su crimen. A buen seguro al-Kamil estaría avisando a su señor Saladino
de lo mismo, de tal manera que nadie podría acercarle una caja de ese polvo
mortal, ni ningún asesino sería admitido en su presencia. Por desgracia,
aquellos malditos eran muy hábiles a la hora de sortear las defensas de los
príncipes. Sería un grave error subestimarlos.
Mi gran preocupación era que aún no estaba ante mi soberano. ¿Y si
después de tantos meses de fatigosos viajes, después de tantas muertes, me
retrasara un día más de la cuenta? No podía permitirme descansar mientras se
cerniese tal amenaza sobre Ricardo.
Apuré la copa y fui a ver al comandante para confesarle mis cuitas y
pedirle un caballo fresco para partir de inmediato hacia Acre.
Estuvo de acuerdo conmigo en todo, pues no quería que el rey
corriese peligro. Hizo que me preparasen un zurrón con galletas, carne de
cerdo y queso para el viaje. Luego me acompañó hasta las caballerizas y me
ofreció el mejor caballo, así que sin más dilación partí a primera hora de la
tarde, bajo un sol tórrido. A mi lado el Mediterráneo, agitado por un viento de
poniente, me acompañaba en mi marcha.

* * *

Cabalgué todo el día y tuve que parar al llegar la noche. Dormí


protegido por un árbol, e inquieto porque la suerte me había conducido al
campo de batalla de Arsuf. Aquello me trajo muchos recuerdos y, aunque no
quedaba rastro alguno de la pasada lid, parecía en cierta manera que el lugar
respiraba aún con todo el dolor y muerte que había presenciado. No quise
detenerme más de lo estrictamente necesario, y al despuntar el alba ya estaba
de nuevo en marcha.
En pocos días alcancé la ciudad de San Juan de Acre. De algún modo,
la que antaño se me había aparecido como alegre y bulliciosa capital de
Ultramar, ahora se me antojaba un lugar desagradable. Lejos de entretenerme
observando la vida transcurrir por sus rincones, pasé por ellos con disgusto.
Las calles atestadas de gente, el tufo de los orines en las esquinas, la triste
estampa de las meretrices ofreciéndose a todos los transeúntes me parecían
espectáculos deprimentes.
Dejé el caballo en un establo y me dirigí a mi casa, dispuesto a
asearme antes de presentarme ante el rey.
Cuando abrí la puerta me sorprendió ver el mobiliario nuevo, las
alfombras persas en el suelo y colgaduras y panoplias en las paredes. Había
sobre la mesa platos y copas de metal, con restos de comida.
Engullí un poco de lo que encontré en una alacena y mientras lo hacía
oí abrirse la puerta. Entró Hunfredo de Torón; al verme, de inmediato
desenvainó la espada y me increpó:
–¿Quién sois? ¿Qué hacéis en esta casa?
–Soy Marc d’Artois. ¿Te has olvidado de mí?
Se acercó dubitativo para verme mejor y pareció exhalar un suspiro de
alivio.
–¡Qué alegría verte después de tanto tiempo! Estás muy cambiado;
parece que la vida no te ha tratado bien últimamente –arrojó su espada sobre
la mesa, se sirvió una copa de vino y llenó otra para mí–. He tenido que
continuar viviendo aquí por la imposibilidad de hallar una casa decente en
Acre. ¡No sabes cómo se ha puesto de difícil la vivienda con tantos caballeros
residiendo en la ciudad! Me he tomado la libertad de adecentar un poco esta
casucha; considéralo un regalo o un pago por haberla usado todo este tiempo.
–Muy generoso por tu parte.
–¿Cómo has tardado tanto tiempo en volver? ¿Qué representan esas
ropas árabes? Y ese aspecto… Veo algunas heridas.
Todavía guardaba numerosas señales de mi encuentro con los
asesinos en el desierto, y la sacudida cuando el almacén de Turantar reventó
arrojándonos por los aires y… Bueno, tuve que explicárselo todo desde el
principio, pues Hunfredo ignoraba cuanto nos había pasado.
Al terminar mi relato estaba visiblemente disgustado y preocupado.
–Estoy convencido de que ese selyúcida, al-Kamil, envió mensajeros
a Saladino para informarle de vuestros progresos, pero el sultán no me ha
dicho una palabra de vosotros. En cuanto a esa secta de musulmanes herejes,
los asesinos, por desgracia tengo noticias de ellos. Varios de nuestros
hombres han estado yendo a sus tierras, y a fe de Dios que me gustaría saber
cuál de ellos puede estar conspirando contra el rey. Sospecho especialmente
de Balián de Ibelín, quien parece tener tratos con todo el mundo, al igual que
Bonifacio de Carcasona. También parece que éste ha tenido entrevistas con
Guido y con Conrado. Ignoro qué asuntos ha tratado con este último, pero me
consta que le echó de su casa enojado por alguna propuesta que le formuló.
En cambio, mantiene buenas relaciones con Guido.
Se rió al decir eso y esperé pacientemente a que me explicará qué le
parecía tan divertido.
–Creo que intenta obtener un condado en Ultramar y es posible que
esté conspirando para lograrlo, pero si pretendía obtenerlo de Guido de
Lusignan debe de estar desesperado. El rey reunió ayer a los nobles en
asamblea para proponerles una cuestión de vital importancia para asegurar la
unidad de los cristianos y la continuación de la cruzada: elegir un nuevo
monarca de Jerusalén. Mis espías me han informado que Bonifacio ha estado
intentando persuadir a todos de la maldad de Conrado y las bondades de
Guido. Posiblemente, el único en escucharle haya sido el rey Ricardo, pues
aparte de él y de mí nadie más apoyó la candidatura de Guido. ¡Todos los
demás eligieron a Conrado! Hoy mismo el sobrino del rey, Enrique de
Champaña, ha partido hacia Tiro en una comitiva que le lleva la buena nueva.
No dudo que Conrado aceptará sin vacilar: ¡No tienes la oportunidad de ser
coronado rey cada día! La ceremonia tendrá lugar el mes que viene, si nada lo
impide.
Hunfredo parecía amargado cuando explicaba todo esto y comprendía
el porqué.
–Entonces, ¿qué ocurre con Isabel?
Arrojó la copa contra la pared en un rapto de desesperación.
–¡Isabel es la portadora del derecho a la corona de Jerusalén! –
exclamó, levantándose y gesticulando desmesuradamente–. Guido tenía
derechos propios, pero Conrado sólo es un triste marqués. Sin Isabel no
podría ser rey, y tras ser aceptado como tal por toda la nobleza, no tengo
ninguna esperanza de recuperarla –se volvió a sentar, abatido–. Te aseguro
que no sé cómo superar esto…
Me dio pena verle así y traté de consolarle, pero no sabía qué decir.
Bastante tenía yo con lo mío… Sólo podía ofrecerle mi compañía y beber
junto a él. Sin embargo, Hunfredo era un hombre fuerte aunque sus maneras
no lo pareciesen. Hizo de tripas corazón y me dijo que teníamos que ir a ver
al rey lo antes posible para advertirle de cuanto había descubierto. No
podíamos permitir que los asesinos pusieran en peligro su vida.
Hunfredo acabó de ponerme al día acerca de los movimientos
diplomáticos que había habido últimamente en Tierra Santa. Los enviados de
Ricardo se cruzaban con los del partido de Conrado para tratar de establecer
la paz con Saladino por separado. Aquello divertía bastante al sultán, como
cabía esperar. No obstante, el veinte de marzo al-Adil visitó a Ricardo con
una oferta definida. Los cristianos conservaríamos lo ya conquistado y
podríamos peregrinar a Jerusalén. La Vera Cruz nos sería devuelta.
Podríamos anexionarnos Beirut si la desmantelábamos. Un hijo de al-Adil fue
nombrado caballero, como prueba de amistad. Parecía que se iba a llegar a un
acuerdo, pero a última hora las cosas se habían torcido. Hunfredo creía que se
debía a las intrigas de Conrado. En fin, un panorama descorazonador.
Nos dispusimos a informar a Ricardo sin más demora. Hunfredo me
ayudó a vestirme adecuadamente y arrojó mis ropas de viaje con gesto de
asco. Salimos y llegamos pronto al Temple, pasando al lado de la iglesia de
San Andrés.
–Al menos el rey ha estado estos días rodeado de templarios. Eso es
una suerte.
–¿A qué te refieres?
–Los principales castillos de los templarios son colindantes con los de
los asesinos. Me consta que les conocen y desconfían de ellos. No permitirían
que un infiel de esa secta se acercara al rey bajo ningún concepto.
–¿Qué más sabes de los asesinos? –tenía curiosidad por sondear los
conocimientos de Hunfredo; no en vano era quien disponía de informadores y
espías en todas partes, o al menos eso se decía de él.
–Bien poco, en realidad. Habladurías por aquí y allá. Nadie parece
conocer bien sus intenciones, pero al menos en los últimos meses he ido
aprendiendo cosas sobre ellos. Los templarios y los hospitalarios tienen a
menudo escaramuzas con los hombres del Viejo de la Montaña. Las
relaciones parece que van a peor, y por el lado musulmán he oído también
comentarios de disgusto acerca de ellos. Tu noticia de que están tras esta
oscura conspiración me confirma que deberemos tener mucho cuidado de
ahora en adelante.
Me dejaron poco satisfecho tan vagas explicaciones, pero al menos
ahora podríamos prevenir un atentado, ya que conocíamos su posible origen.
Tuvimos que esperar poco para ver al rey, pues enseguida hizo pasar a
Hunfredo. Encontré a Ricardo desmejorado; más viejo, más cansado y con
más preocupaciones, pero fue amable y escuchó con atención el prolijo relato
que le hice de mis descubrimientos y viajes.
Luego estuvo discutiendo con Hunfredo y convinieron ambos en
ordenar que los templarios y los hospitalarios vigilaran de cerca los
movimientos en el Territorio Asesino. Ningún grupo, y mucho menos ningún
cargamento, debería partir de allí. Se enviaron despachos advirtiéndoles del
peligro y describiendo ese polvo, con aspecto de cenizas, que tanto daño
podía causar.
En ese momento estuve tentado de contarle también al rey que
conocía el secreto de su fabricación, pero algo dentro de mí me hizo callar.
De repente me venían a la cabeza las admoniciones de Maimónides sobre el
peligro de ciertos conocimientos. Recordé cómo ese polvo demoníaco había
derribado casas enteras sin ninguna contemplación. No estaba seguro de que
fuera buena idea publicarlo, así que decidí callar y pensarlo detenidamente.
Siempre habría tiempo de dar explicaciones, pero una vez lo divulgara ya no
habría vuelta atrás. ¿Iba a ser yo quien abriese aquella puerta a los horrores
del infierno? Otra cosa me inquietaba: toda la pólvora que Jazari y sus
hombres habían podido reunir, a estas horas estaría sin duda alguna en poder
del jeque Sinan.
Cuando terminaron de despachar, Hunfredo y el rey se levantaron y
éste se dirigió a mí.
–Has sido valiente, d’Artois, un soldado ejemplar. Por nos has
recorrido tierras infieles sin descanso, has luchado con criminales que
trataban de detenerte y has superado numerosas pruebas. Sin duda tu padre
está orgulloso de ti en estos momentos. Mañana, regresa y tendremos
preparada una recompensa. Ahora debemos atender otros asuntos; ve con
Dios.

* * *

Mi recompensa consistió en varios títulos que el rey me concedió,


unos en Ultramar y otros en Europa. Me sorprendió tanta generosidad y así se
lo hice saber a Hunfredo al regresar a casa.
–¿Sorprendido, dices? Para un hombre que realmente ha sudado la
cota por él… Cómo se nota que llevas tiempo fuera. Los ánimos tendríamos
que ir a buscarlos a un pozo muy profundo, los caballeros francos ya no
quieren saber nada de esta cruzada, su propio hermano le está creando
problemas en Britania… Entre tanta desventura, tú recorres el califato para
averiguar quién quería perjudicarle y cuando tienes ocasión de contarle tus
hazañas, ni tan siquiera te acuerdas de pedir recompensa.
–¿Pedir recompensa?
–Cualquier otro habría formulado una larga serie de pretensiones tras
cumplir este servicio. Yo mismo hacía cábalas acerca de qué ibas a solicitarle
y ni tan siquiera le has pedido nada. ¡Menudo comerciante!
–No se me había ocurrido que debiera aprovechar para obtener
favores. Padre me enseñó que el rey ha de ser obedecido y servido.
–¿Por qué?
–Pues… porque es el rey.
–Ésa es la diferencia: otros le obedecen porque quieren obtener
favores y aprovechan cualquier servicio, por insignificante que sea, para
exigir prebendas por ello.

* * *

Durante aquel día pude hablar mucho con Hunfredo, gracias al cual
me puse al día de todos los sucesos que se habían producido en mi ausencia.
No dejaban empero de atormentarme dos ideas: aún no sabíamos a ciencia
cierta quién era el traidor que conspiraba contra el rey, si es que tal había
entre nuestras filas, y por otra parte todavía no había dado cumplimiento a mi
venganza.
Aunque hubiera alertado al rey sobre el peligro de los asesinos, no
podía olvidar que Jazari seguía vivo y que por su culpa Yahán había muerto.
Por otra parte, él o el Viejo de la Montaña habían causado también una
horrible muerte a mi padre. Sin duda eran graves cuestiones que me impedían
dar por terminado el trabajo.
Me dediqué durante toda la tarde a poner en orden mis asuntos. En el
puerto localicé a hombres de confianza con quienes padre tenía tratos
comerciales. Uno se comprometió a hacer llegar una carta a mi casa, en
Damieta. También escribí a diversos lugares donde mi familia tenía intereses
comerciales. Llevaba mucho tiempo fuera y estos temas estaban siendo
desatendidos, pero percibí que en mis misivas se reflejaba un cierto aire de
despedida. No estaba seguro de si volvería de una incursión al Territorio
Asesino y les proporcionaba instrucciones para el caso de que desapareciera.
De tan buen humor como ello manifiesta, decidí salir a tomar unas
copas a alguna taberna. Deambulé meditabundo por el puerto, esquivando
montones de fardos y cajas, y pasé al lado del edificio del arsenal. Las
tabernas del barrio veneciano estaban todas llenas, pues habían recalado en
nuestro puerto varias galeras, así que me dirigí al barrio genovés, que estaba
muy cerca del Temple.
Quiso la casualidad que me encontrase con algunos de los tertulianos
que había frecuentado durante mi primera estancia en la ciudad. Sólo habían
pasado unos meses, pero se me figuraba toda una eternidad. Me costó Dios y
ayuda ponerles buena cara, pues no me apetecía la juerga ni la charla banal.
Sin embargo, hice de tripas corazón. En una taberna, al calor del vino, los
imprudentes hablaban más de la cuenta, y yo sabía escuchar. Tal vez me
enterara de algo útil para mi rey.
Me dejé llevar adonde cenaban cada día y estuvimos bebiendo y
charlando muy largamente, mientras otros caballeros iban apareciendo poco a
poco. Extrañados por mi larga ausencia, tenían muchas ganas de conocer todo
lo que me había pasado. Por supuesto, fui discreto. Para todos ellos, mi
versión era que había emprendido un largo e infructuoso periplo por tierras
infieles, sin descubrir nada que valiese la pena ser contado. Para compensarlo
les narraba las maravillas vistas por el camino y en las ciudades, exagerando
lo suficiente como para que fuera un relato de viajes creíble.
Empezó a declinar el día y nuestra reunión se animaba con más gente.
Entre ella apareció Bonifacio de Carcasona. Contrariamente a lo que esperaba
venía de buen humor y enseguida se hizo el amo de la fiesta. No daba la
impresión de ser alguien que acababa de jugar todas sus cartas al rey
equivocado, y por tanto se quedaría sin títulos y prebendas. Parecía estar muy
alegre y quería satisfacer a todo el mundo. Tan sólo al verme tuvo una
reacción curiosa: calló un instante, sin saber cómo reaccionar.
–Pero… ¿Vos sois d’Artois? –fue lo único que acertó a decir.
Ya me había acostumbrado a que la gente me encontrase muy
cambiado, pero algo me decía que la sorpresa de Bonifacio era precisamente
que me había reconocido enseguida. ¿Acaso era el único de los presentes que
había estado convencido de no volver a verme?
–Claro que sí, querido Bonifacio. Venid, sentaos a mi mesa –me
apresuré a mostrar una fingida satisfacción por su encuentro y a tratarlo
cordialmente–. Quiero que me expliquéis qué ha ocurrido desde que me fui y
también relataros los portentos que he contemplado en mi viaje –le hice sitio
a mi lado y empecé otra vez la narración de mis aventuras, contando aún
menos verdades que antes, pero vistiendo todavía más con maravillas
exóticas todos los lugares que había visitado.
Quería que Bonifacio se confiara y pretendía hacerme pasar por su
amigo, así que estuve de plática con él mucho rato. Luego nos sirvieron la
cena y la conversación derivó por otros derroteros, mientras dábamos
cumplida cuenta de las viandas. Noté que Bonifacio, aunque quería aparentar
desinterés, se resistía a dejar de hablar de mi viaje. Era evidente que anhelaba
saber más y en cuanto podía volvía a sacar el tema a colación. Una y otra vez
confesé que no había servido para nada, que no habíamos podido averiguar
quién tramaba la conspiración y que cada vez que identificábamos a un
sospechoso, el personaje con quien queríamos hablar ya estaba muerto. No
ahorré detalles, ni tampoco dejé de comentar lo enojado que se mostraba el
rey por la falta de resultados.
–Pues entonces, ¿quiénes eran los criminales que mataban a todos
esos sabios? –insistía Bonifacio.
–Lo ignoro, querido amigo, lo ignoro –le decía con cara de pena–. El
selyúcida que me acompañaba creía que eran gentes de Bagdad que
conspiraban contra el califa, pero nunca llegamos a verles salvo en esa
ocasión en que luchamos contra varios de sus esbirros. Como todos
resultaron muertos, no hubo manera de interrogarles.
–¿Así que les perdisteis la pista definitivamente en el desierto sirio? –
Bonifacio no cejaba en su empeño de sonsacarme información.
–Completamente –reconocí con fingido pesar–. Fue como si se les
hubiera tragado la tierra. Creíamos que se dirigían a Jerusalén y que allí
daríamos con ellos –mentí sin pestañear; a esas alturas, se me daba bastante
bien–, pero les perdimos el rastro. Ya no teníamos ningún indicio, ni
sabíamos adónde ir, así que emprendimos el viaje de regreso.
Mi idea era que si Bonifacio tenía tratos con Sinan, podría confirmar
cuanto le decía sobre mi viaje y mis tropiezos con los asesinos. El relato que
los hombres del Viejo le hubieran hecho sería coincidente por fuerza con lo
que yo decía, pero ellos no podían saber que habíamos encontrado finalmente
a los dos heridos en el caravasar, como tampoco lo que conocíamos y lo que
nos había relatado el pobre Turantar acerca de la pólvora.
Tras las repetidas explicaciones de cuán inútiles habían resultado mis
pesquisas, pareció quedar satisfecho y permitió que otros comensales fueran
desarrollando nuevos temas de conversación.
Los cenáculos en Acre parecían ser interminables y pasamos muchas
horas allí sentados, comiendo, hablando y bebiendo. Los más inmoderados
tenían que salir a vomitar, y los más destemplados subían a las habitaciones
de arriba cuando alguna prostituta de las que merodeaban por allí se les
antojaba hermosa. Otros parecían tener suficiente con hablar, ya fuera de
asuntos privados de los ausentes o de política. En varias ocasiones les oí
burlarse de Bonifacio por su mala apuesta por Guido de Lusignan. Bonifacio
se reía y les daba la razón, pero no podía ocultar que le molestaban y zaherían
estos comentarios. Recordaba haberle oído defender la causa de Guido
mucho tiempo atrás, pero ahora, a juzgar por sus palabras, su antiguo
candidato sería tan sólo un botarate desafortunado.
–Guido es un buen hombre, algo ingenuo, eso sí. Bueno, reconozco
que también es torpe para los asuntos de estado, pero la responsabilidad del
trono sin duda le haría ser más cauto. Por desgracia, Conrado tiene muchos
partidarios que sólo ven en él la posibilidad de medrar a su sombra y por eso
le favorecen.
–Creo que es más bien al revés –argumentó un comensal–: Conrado
será un rey de Jerusalén fuerte y cauto. Los escasos partidarios de Guido, por
el contrario, son los que pretenden aprovechar la debilidad de éste para
manipularle y poder ejercer el poder en la sombra.
–No entiendo por qué tanto preocuparse por esa corona. Jerusalén
sigue en manos de Saladino –adujo un noble que ya casi se caía de borracho.
–Ultramar necesita un rey que ponga orden cuando Ricardo se
marche. Tantos nobles como hay serán fuente de desconcierto y desunión sin
una mano real que, con fuerza y armonía, nos mantenga unidos.
–Fuerte y armonioso no es la mejor descripción del pusilánime Guido
–se mofó el noble, levantando risas con su comentario.
Yo aparté mi plato y agarré una copa de vino, disponiéndome a
escuchar. Sería interesante saber qué decían los presentes acerca de esos
temas, pues hacía rato que las bebidas espirituosas habían liberado sus
lenguas más de lo que alguno querría. Especialmente, Bonifacio no era un
ejemplo de moderación; se había hartado de asado, de vino y de licores. La
rojez anunciaba en sus mejillas los estragos que todo ello causaba en sus
vísceras, pero lejos de adormilarse o limitar su expresividad, se enardecía
discutiendo.
–Pero la fortuna puede cambiar, a veces de repente –decía Bonifacio–.
Todavía puede torcerse algo de tal suerte que impida que Conrado sea rey, o
que el infortunio, tan voluble como una mujer, le abandone y su reinado sea
corto. Entonces, ¿quién sería rey? Sólo Guido tiene derechos propios sobre la
corona de Jerusalén. Si Conrado desaparece –añadió, mirando a todos con un
desafío alcohólico en sus ojos–, ¿quién se atreverá a discutir el derecho de
Guido a ser coronado?
Agucé los oídos: Bonifacio hablando de la posible muerte de Conrado
era algo que no quería perderme por nada del mundo. Haciéndome el
distraído rogué a la moza que nos sirviera más asado y de todas las viandas,
pues es bien sabido que cuando el estómago está lleno a rebosar, la energía
desciende de la cabeza al vientre para hacer frente a todo su trabajo extra,
dejando desamparada la inteligencia durante ese periodo. También pedí
nuevas jarras de vino y volví a llenar todas las copas, pues el vacío que la
digestión dejaba en la cabeza bien podía ser rellenado con vino, para mejora
de la locuacidad en general. Al ir a pagar esta nueva ronda, salió de mi bolsa
un dirham con la efigie de Saladino. Lo miré un momento y preferí
guardármelo como recuerdo, pagando con monedas cristianas.
Los comensales agradecieron mi convite con algunas palmadas y
eructos corteses, y siguieron charlando.
–Si Conrado muriese, sin duda Guido tendría muchas posibilidades –
admitió uno de ellos–. Mas el marqués de Montferrato es un hombre fuerte y
sano, de los que no permiten que otras voluntades interfieran en su destino.
Ahora que ha sido elegido para ser coronado, ¿quién de entre nosotros osaría
alzar su mano contra él?
–Los designios de Dios son misteriosos, sobre todo en estas tierras –
respondió enigmático Bonifacio.
Se hizo un denso silencio, durante el cual todos los presentes le
miraron con interés. En ese momento un atisbo de lucidez debió llegar a sus
entendederas por entre los vapores del vino, y se percató de que había largado
más de la cuenta. De inmediato trató de desviar la atención hablando de otras
cuestiones, e intentando hacer olvidar el desliz que había traicionado sus
intenciones, por lo que ya no volvió a tratarse el tema durante esa velada.
Por mi parte ya tenía suficiente: estaba claro que Bonifacio deseaba la
muerte de Conrado, y que estaba pensando en los asesinos para ejecutar sus
planes. De cuánto disponía para lograr que el Viejo cediera sus agentes a la
causa que le interesaba, era algo que ignoraba, pero ante la posibilidad de
poder influir sobre un rey y obtener títulos y prebendas, sin duda no
regatearía oro ni promesas.
Terminamos de comer y de beber avanzada la noche, sin que hubiera
obtenido más información. Por supuesto, nos levantamos para ir a dormir a
nuestras casas cansados y tambaleándonos.
Al incorporarme comprobé que yo también había apurado más copas
de las debidas y agradecí que la lengua no se me hubiera soltado en demasía.
Apoyándome en las paredes salí del antro y el relente de la noche enfrió mi
rostro de modo agradable. Recorrí a trompicones las calles hasta mi casa,
confiando que el paseo me sentara bien. A buen seguro hallaría a Hunfredo,
con quien quería hablar, y no podía permitirme parecer borracho.
En una fuentecilla por el camino me refresqué un rato, mojándome la
cabeza para disipar mis vacilaciones. Me senté al lado del pilón y vi a
Bonifacio, que también se dirigía a su casa. Se me ocurrió seguirle para saber
dónde vivía, pues si debía estar al tanto de sus movimientos era conveniente
averiguar cuanto pudiera sobre él.
Quiso la suerte que al arribar a su hogar le estuviera esperando un
hombre ante la puerta. Al parecer había llegado para entrevistarse con él, pero
halló la vivienda vacía y tuvo que aguardarle en la calle. Se trataba de un tipo
joven, de aspecto curtido y mirada fiera. Yo me oculté tras una esquina y le
observé. Parecía musulmán por su rostro, pero vestía como cristiano. Estuvo
hablando con él, como presentándose, y no disimuló su disgusto al verle
llegar con una pinta tan deplorable.
Tras departir un rato los dos entraron en la casa y cerraron la puerta a
cal y canto. Dudé un momento y decidí acercarme a fisgonear, por si alguna
ventana mal cerrada me permitía averiguar más. Cuando fui a moverme para
doblar la esquina, una mano de hierro me aferró el hombro y me echó para
atrás, arrojándome contra la pared. Un puñal me acarició con firmeza el
cuello mientras un rostro me escrutaba de cerca.
–¡Ajá, lo suponía, Marc d’Artois! –susurró una voz muy baja. El
puñal desapareció pero aquel hombre siguió agarrándome mientras asomaba
con prudencia la cabeza por la esquina–. Venid conmigo; aquí estamos en
peligro.
Nos movimos en silencio, alejándonos de la casa hasta una pequeña
plazoleta. Allí pude reconocer de quién se trataba.
–¿Miguel? –pregunté, sorprendido–. ¿Qué hace un templario aquí a
estas horas?
–Lo mismo que un espía del rey. Vigilar a los asesinos.
–Yo iba tras Bonifacio, y no creo que él sea musulmán.
–Me refiero al hombre que esperaba a Bonifacio en la puerta y al que
está escondido en un rincón de la calle, a oscuras, con las armas en la mano y
esperando que alguien demuestre demasiado interés por esa casa y la reunión
que ahora se celebra en ella.
–Así que dos asesinos… Pero ¿cómo lo sabéis? ¿Qué os ha llevado a
seguirlos?
–Órdenes de Hunfredo. Los asesinos quieren atentar contra Ricardo y
debemos vigilarles. Esta tarde he reconocido a dos de ellos en el mercado.
Desde entonces no les quito ojo de encima y llevan horas plantados ante esa
puerta. Quería averiguar a quién desean ver para informar a Hunfredo.
–Entonces somos dos los que tenemos cosas que contarle –añadí–. He
cenado con Bonifacio y algo de lo que ha dicho me induce a sospechar que
está tramando algo contra Conrado, pues no desea que sea coronado rey.
–¿También está en contra de Conrado? –preguntó sorprendido–. Si de
Bonifacio dependiera no quedaría nadie vivo en este reino. Decidme, ¿sigue
Hunfredo residiendo en vuestro domicilio?
–Desde luego, a sus anchas y con toda comodidad. Voy a buscarle
para que venga y…
–No hace falta. Mi compañero está vigilando la casa y nos mantendrá
al tanto. Podemos ir ambos a ver a Hunfredo.
–¿Vuestro compañero? No le he visto ¿Dónde está?
–Valiente espía –se mofó Miguel, y pasó a tutearme–. Sólo localizaste
a un asesino y ni a mí ni a mi compañero nos has olido. Hablando de oler… –
acercó su nariz a mi cara y mi aliento me delató–. Claro, eso lo explica todo:
borracho como un tonel de monasterio –suspiró, como si la creación
conspirase para hacer su vida más complicada–. Ay, vamos a tu casa y
procura despejar la cabeza. No conviene estar embotado habiendo asesinos
cerca.
Me enojaba que me viera en ese estado y se mofara de mí, pero no
habría resultado convincente contarle que, si estaba bebido, era por mejor
servir al rey obteniendo información de sus enemigos. No quería que un
fornido templario me arrojara de cabeza al mar.
Cuando llegamos a la casa estaba mejor y a Miguel se le había pasado
el enfado. Encontramos a Hunfredo durmiendo y esperamos que se levantase
y vistiera. Me pregunté de paso cuándo estaba en su castillo el señor de
Torón, para contarle a continuación lo que uno y otro habíamos averiguado.
Yo puse especial énfasis en dejar claro que toda aquella noche había estado
intentando sonsacar a Bonifacio, pero el templario ponía cara de: «mejores
excusas he oído». Hunfredo no fue tan reticente y se preocupó más por las
conclusiones de todo ello.
–No es suficiente para incriminar a nadie; sólo unas habladurías de
borracho en una taberna y una visita a su domicilio por parte de los hombres
del Viejo. Bastante para que nosotros desconfiemos, pero del todo
inadecuado para acusarle ante el rey. No obstante, vamos a tomar medidas.
Tú, Marc, seguirás a Bonifacio. Nadie recelará si te sientas a su mesa cada
noche y por eso puedes estar cerca de él. Tú Miguel, eres templario y por
tanto desconfiará de ti, como todo el mundo…
–¿Te cae tan simpático como a mí este hombre? –me preguntó Miguel
en un susurro.
–Dejaos de bromas, que hay coronas en juego –replicó molesto
Hunfredo al oír el comentario–. Te decía, Miguel, que tú te ocuparás de ir a
todos los Kraks cercanos a los castillos asesinos para advertirles de las
circunstancias. Quiero que estén alerta ante cualquier movimiento de los
asesinos, que vigilen Masyaf y que reconozcan y registren a todos los
hombres que se muevan por esas tierras. Recordad que basta un asesino y una
daga para desequilibrar sutiles juegos de poder.
En ese momento aporrearon nuestra puerta con golpes fuertes y
urgentes. De tal manera estaban los ánimos que tres espadas fueron
desenvainadas al unísono, y decidido el templario, se fue a abrir mascullando
entre dientes:
–Si son asesinos, me pido los tres primeros…
En cuanto abrió la puerta le vi hacer un mohín de disgusto. Franqueó
el paso a un hombre aún más joven que él, rubio, que jadeaba y tenía el rostro
enrojecido, pues al parecer había venido corriendo. Miguel envainó su espada
y nos lo presentó:
–Mi compañero, Recaredo de Poitiers.
–¿Qué haces tú aquí? –inquirió Hunfredo–. Se suponía que vigilabas
la casa de Bonifacio.
–Muy cierto, pero Bonifacio salió nada más partir estos dos –nos
señaló a Miguel y a mí–. Se reunieron con el asesino que vigilaba la calle y
fueron a buscar unos corceles a la caballeriza más cercana. Partieron de
inmediato y se dirigieron a la puerta de San Antonio.
–Supongo que la guardia no les dejó salir a estas horas de la noche.
–Bien al contrario, se detuvieron apenas unos instantes, oí tintinear las
monedas en abundancia y la puerta se entreabrió justo lo suficiente para dejar
que la oscuridad se los tragara.
–¡Oh, vaya, lo que nos faltaba!
–Como son los compañeros de mi orden los que vigilan las torres… –
se lo pensó un momento y añadió con gran énfasis–: ¡Que no las puertas de la
ciudad!
–Venga, todos conocemos la nobleza del Temple. Prosigue –le instó
Hunfredo.
–Bueno, pues subí corriendo por la torre Maldita, que como ya sabéis
está justo en la esquina de la muralla y permite otear desde ella todos los
caminos que parten de Acre. No pude verles, pues ya habían desaparecido,
pero mis compañeros me informaron que distinguieron a esos tres jinetes con
toda claridad cabalgando hacia el norte, por el camino de la costa, el que se
dirige en línea recta a…
–A Tiro –le interrumpió Hunfredo–. Justo ahí se halla ahora Conrado
celebrando la noticia de su elección como rey de Jerusalén.
–Y un poco más al norte aún, el Territorio Asesino, donde hasta las
sombras temen a los hombres –añadió Miguel.
Le miré de reojo; tenía el rostro sombrío, como pensando en lo que se
avecinaba. Llegué a la conclusión de que en verdad conocía a los asesinos.

* * *

Hunfredo se ocupó en garabatear unas rápidas notas, que Recaredo


llevaría al rey. Miguel fue a buscar caballos y yo procuré recoger algunas
viandas y un pellejo de vino para el camino. Acto seguido Miguel, Hunfredo
y yo partimos en una larga cabalgata nocturna hacia el norte.
Pudimos viajar durante unas horas gracias a la luna que iluminaba el
cielo con su resplandor plateado. Luego el astro se ocultó tras el horizonte y
ya no pudimos ver nada, de modo que tuvimos que parar, más o menos a la
altura de Casal Imbert.
Al día siguiente seguimos nuestro camino y tras una agotadora
jornada llegamos a Tiro el veintiocho de abril de 1192. Nunca olvidaré esa
aciaga fecha.
Era tarde y no conocíamos dónde se alojaba Conrado, así que tuvimos
que preguntar a los habitantes de la ciudad. Por suerte el marqués era muy
popular, más aún desde que se conocía que iba a ser coronado rey de
Jerusalén. Todo el mundo parecía estar al tanto de los detalles y nos supieron
indicar sin dificultad cómo hallar su palacio.
Hunfredo se mostró reticente a ir:
–Si aparezco por casa de Conrado creerá que voy a matarle y a
llevarme a Isabel –tenía el ceño fruncido–. Lo cual haría con gusto si no fuera
mi obligación salvarlo.
–Entonces ve a avisar a los soldados –le sugerí–. Miguel y yo iremos
a buscarlo. Le advertiremos del peligro que corre y no nos separaremos de su
lado hasta que regreses con una patrulla.
–De acuerdo. Correré a alertar a los soldados a la ciudadela. Vosotros
proteged al futuro rey.
–Ve tranquilo, Hunfredo; cuidaremos de él y no le pasará nada –le
animó el templario.
Hunfredo partió al galope por las estrechas callejuelas de Tiro,
derribando a más de un transeúnte y levantando gritos airados a su paso.
–No deberías hacer ese tipo de promesas –reconvine a Miguel–.
Tengo desagradables recuerdos de ellas. Seguramente no complacen a Dios,
porque suele volverlas contra nosotros.
Nos dirigimos lo antes posible a la morada de Conrado de
Montferrato y descabalgamos ante la puerta. Llamamos con insistencia y nos
abrió un sirviente anciano, con cara de pocos amigos.
–¿Qué queréis? ¿Qué modo es ese de aporrear la puerta del futuro
rey?
–No tenemos tiempo para explicaciones –le dije–. Debemos ver de
inmediato a Conrado. Traemos graves noticias para él.
–No está, ha salido.
–Entonces decidnos adónde ha ido –le conminó el templario–. Es
asunto de vida o muerte.
–No voy a contaros nada, yo…
–¿Qué ocurre? ¿Quién desea ver a mi marido? –reconocí la voz de
Isabel tras la puerta.
Apartó al sirviente y me reconoció. Luego miró al templario y se
mostró preocupada.
–Entrad, explicadme lo que ocurre.
Le hice un rápido resumen y le urgí a que nos ayudara a localizar a
Conrado.
–Por vuestro aspecto parece que el asunto es grave –se lo pensó un
momento–. Mi esposo seguramente se enojará si os confieso su paradero,
pero no puedo arriesgarme a callar si realmente una amenaza se cierne sobre
él –suspiró y al fin habló–. Hoy no quería estar con él, así que me demoré en
el baño hasta que ha decidido marchar a cenar a casa de su amigo, el obispo
de Beauvais. Está muy cerca de aquí. Renoarto, acompaña a estos caballeros
a la casa del obispo y procura darte prisa. El marqués no debe peligrar.
–¡Bah! ¿Qué peligro puede acecharle en casa del obispo, como no sea
el exceso de vino? –el viejo refunfuñó, pero se apresuró a seguir las
instrucciones de su dueña.
Miguel y yo casi le íbamos empujando por la calle para que se
apresurara. Dimos la vuelta a la manzana y bajamos por una callejuela cerca
de la ciudadela. Al final estaba la casa del obispo. De nuevo aporreamos la
puerta con premura.
Se abrió una trampilla y un monje nos estudió con desconfianza.
–¿Quiénes sois? ¿A qué venís a molestar a esta casa?
–Somos enviados del rey Ricardo. Debemos ver de inmediato al
marqués de Montferrato.
–¡No está aquí! –la trampilla se cerró de golpe.
–¡Oh, no, Dios bendito, no me hagas perder el tiempo ahora! –clamé
al cielo.
–¡Abrid, abrid a la orden del Templo de Jerusalén, villanos! –Miguel
aporreaba la puerta con el pomo de la espada y de inmediato volvió a abrirse
la trampilla.
–¡Santo cielo, un templario! Perdonad, caballero, si no os había visto.
Sólo me fijé en ese pordiosero…
Mientras se excusaba abrió la puerta y tuve que contenerme para no
arrearle un puñetazo.
–Es urgente que veamos a Conrado. Sabemos que está aquí porque su
esposa nos lo ha dicho.
–Es cierto que ha venido, pero quería cenar con su eminencia y, dado
que el señor obispo ya había terminado y pese a que éste le ha convidado a
quedarse, se ha marchado.
–¿Cuánto hace de eso?
–Muy poco; me sorprende que no os lo hayáis cruzado por la calle.
–Un momento, pensemos… –intervine–. Seguramente buscará un
sitio para cenar. ¿Dónde está la posada más cercana?
–Es el Hereje Quemado, justo detrás de esa casa.
–Bien, vamos entonces.
–¡No, no, el señor marqués nunca iría allí! Es una posada pestilente
donde sólo acude la soldadesca y los venecianos. Él seguramente se habrá
dirigido al Sarraceno Muerto.
–¿Y dónde está? –le grité, exasperado.
–Justo al otro lado, por allí. Debéis doblar esa esquina, luego torcer a
la derecha y de nuevo a la derecha. Veréis una posada con un toldo verde
sobre la puerta, ésa es.
–¡Vamos! ¡Apresúrate, Miguel!
Nos fuimos de inmediato, dejando al sirviente de Conrado y al monje
haciendo cábalas sobre lo que estaba sucediendo. Quitábamos de en medio a
empellones a los pocos que no se apartaban, pero no se atrevían a protestar al
reconocer el uniforme de templario de Miguel.
Llegamos a la carrera a la posada, pero para mi desesperación allí no
habían visto a Conrado.
–Tranquilo, Marc d’Artois, no creo que pase nada porque tardemos un
rato en hallarle.
–No digas eso. Sé a quienes nos enfrentamos y no podemos
concederles ni una oportunidad.
Sentí que Miguel me tironeaba de la manga.
–Tal vez ha dado un rodeo para pasear mientras venía y con nuestra
prisa hemos llegado antes que él. Fíjate en ese hombre que viene por allí. ¿No
te parece que es Conrado?
Seguí la dirección que me indicaba y vi a Conrado de Montferrato que
aparecía tranquilamente doblando una esquina, desde el otro lado de la calle.
En ese momento dos hombres se le acercaron decididos.
–¡No! –desenvainé la espada y corrí con desesperación –¡Deteneos,
en nombre de Dios!
Uno de los hombres tendía un papel a Conrado. Éste lo cogió para
examinarlo y en ese momento lo apuñalaron.
Repetidas veces los asesinos clavaron sus dagas en el cuerpo de quien
debía ser rey de Jerusalén dentro un par de días. Entonces se percataron de
que Miguel y yo íbamos a por ellos y emprendieron la huida.
Conrado se retorcía en el suelo, los asesinos huían y Miguel y yo
corríamos como desesperados. Di alcance al primero de ellos porque se
volvió a mirar y en ese momento tropezó con un tonel que estaba al lado de la
pared. Cuando volvió a levantarse ya no tuvo tiempo de escapar, e intentó
enfrentárseme con la misma daga que empleara contra el marqués. Le golpeé
con mi espada abriéndole el hombro, luego la saqué y se la clavé en el cuerpo
otra vez. Luego otra más.
Mientras tanto, Miguel había detenido al otro asesino, lo había
derribado y cuando me acerqué a él lo estaba atando con ayuda de unos
vecinos.
–¿Era algo personal? –preguntó al verme llegar.
Bajé la mirada y contemplé mi espada y mis ropas ensangrentadas.
–Muy personal –le respondí. Aquel ensañamiento no devolvería la
vida a Conrado, ni mucho menos a Yahán, pero hacía que me sintiese un
poco mejor.

* * *

Hunfredo estaba que escupía fuego por la boca.


–¡Inútiles, estúpidos, piara de bastardos! ¡Lo han matado delante de
vuestros ojos! –se mesaba los cabellos y daba vueltas de un lado a otro. Nadie
se atrevía a hablar. Hacía un momento un soldado nos había traído la noticia
del fallecimiento de Conrado en su palacio y Hunfredo nos estaba regalando
los oídos con la madre de todas las reprimendas–. ¿Qué le digo yo ahora al
rey Ricardo, eh? ¿Que no hemos podido salvar a Conrado ni aun sabiendo
qué pretendían? ¿Que el siguiente de la lista es él? ¿Que se confiese para ir
ganando tiempo?
Durante varios minutos aguantamos estoicamente la filípica y,
aprovechando un momento de tregua, Miguel y yo nos retiramos
abochornados. Sin mediar palabra nos encaminamos a la posada del
Sarraceno Muerto. Pedimos dos picheles de buen vino, el cual tuvo la virtud
de sosegarnos un poco. Miguel meneó la cabeza, apesadumbrado.
–Menuda bronca, viniendo de parte de alguien que odiaba tanto a
Conrado… Qué curioso; lo normal sería que estuviera celebrándolo por todo
lo alto.
–En el fondo, no resulta tan extraño –repuse–. Detestaba al hombre
que le robó a su esposa, por supuesto, pero es demasiado leal al rey Ricardo.
El obispo de Beauvais ha acusado a nuestro monarca de estar detrás del
homicidio, y más de uno lo cree. No olvides que tanto él como Hunfredo
fueron de los pocos que apoyaron a Guido en vez de a Conrado para el trono
de Jerusalén. Ambos son sospechosos: tienen un móvil, por partida doble en
el caso de Hunfredo. Este crimen creará disensiones, sin duda. Justo lo que
nos faltaba, con lo revuelta que está la situación política… –bebí otro sorbo
de vino–. Además, ponte en el pellejo de Hunfredo. El rey le encarga que
vele por la salud de su peor enemigo, y va y falla. Encima de cornudo,
apaleado –sentencié.
–Reconozco que es para perder los nervios –convino el templario–. Y
tal como andan las cosas, dudo que pueda recuperar a Isabel. En fin, eso pasa
por casarse. El celibato te quita de esos problemas, créeme.
Preferí no contestarle, y pedí más vino.

* * *

Al cabo de un par de días volvimos al Sarraceno Muerto. La posada


estaba casi vacía. Miguel suspiró.
–El asesino ha confesado que le envió el jeque Sinan, pero no sabía
nada más. Los asuntos de los cristianos los ignora por completo, así que no
pudo decir quién pagó para que matasen a Conrado.
–¿Y Bonifacio? –le había estado buscando yo mismo durante todo el
día, pero sin resultado.
–Tenía alquilado un cuartucho en Tiro. Lo registramos pero no
encontramos nada y menos a él. En realidad, no tenemos pruebas de que sea
culpable.
–Le descubrimos compadreando con los asesinos –le recordé.
–¿Esos dos malditos? También se les había visto varias veces con
Conrado y Balián de Ibelín.
–¿Qué pinta Balián en esto? –pregunté, llenando otra vez su copa.
–Nada en absoluto, pero él y Conrado fueron sus padrinos. ¿No lo
sabías? Pues ambos asesinos estuvieron viviendo un tiempo en Tiro y fueron
bautizados. Fingieron que se convertían para poder acercarse más fácilmente
a su presa. Supongo que Bonifacio les impartió las últimas instrucciones o
algo así, pero de cualquier modo se habían integrado en nuestra comunidad y
no despertaban sospechas. No hay modo de saber si Bonifacio también fue
engañado o realmente es un conspirador.
–Y ahora, ¿qué?
–Caballeros britanos de toda confianza rodean al rey Ricardo día y
noche. Mi orden monta guardia cerca de él y se han cursado órdenes a los
Kraks cercanos al Territorio Asesino para que patrullen continuamente, a fin
de impedir que vengan otros a cometer un nuevo crimen.
–No será suficiente para detenerlos –musité para mí mismo.
–No va a haber más asesinos que saquen una daga cerca de un rey.
–Hay otras maneras…
–Jamás dejarán que nadie se acerque lo bastante –insistía Miguel.
–Pero no pueden impedir que haya un montón de cajas al otro lado de
una pared, o cerca de donde esté el monarca.
–¿Qué quieres decir con eso?
–Hay más asechanzas de las que pueden ver los hombres que protegen
a Ricardo. No es suficiente con vigilarle e impedir que alguien se acerque.
Hay que eliminar de raíz el peligro. Deberíamos ir a ese nido de chacales y
darles una lección que les obligue a estarse quietos.
–Si estás pensando en un ataque a Masyaf y las otras fortalezas del
Viejo, olvídalo. He oído que Saladino aguarda una leva de refresco
procedente de Egipto, y los cruzados no pueden distraerse atacando a un
nuevo enemigo. Si el ejército se mueve hacia el norte, las ciudades recién
conquistadas del sur caerán enseguida.
–Tal vez no haga falta un ejército. Observa cuánto daño han causado
con tan sólo un par de hombres infiltrados en nuestras filas. El Viejo de la
Montaña no posee un verdadero ejército, mas desequilibra los juegos por el
poder mediante sus crímenes. Logra que todos le teman porque nadie sabe
quién será el siguiente, e instaura un reino de terror. Tal vez habría que darle
una lección para que entienda que debe dejarnos tranquilos, algo que
provoque un gran temor en él.
–No sé adónde pretendes llegar, pero tus palabras me producen
verdaderos escalofríos.
–Entonces bebamos y no nos preocupemos más –propuse, para atajar
esa conversación que no estaba conduciendo como deseaba.
–¿Y qué me cuentas de Isabel? ¡Si no llego a verlo yo mismo, no me
lo hubiera creído!–dijo, tras apurar su bebida.
Para ser templario, a Miguel le gustaba chismorrear como a una
esclava de alcoba.
–Lo de encerrarse en el castillo fue realmente increíble –rememoré–.
En cuanto supo de la muerte de su esposo se enclaustró allí; no en vano
Conrado era señor de Tiro y por tanto ahora ella es dueña de la fortaleza.
Luego la gente se enteró que Enrique de Champaña quería contraer
matrimonio con Isabel para poder ser pretendiente al trono de Jerusalén, y
empezaron a aclamarle como futuro rey y pedirle a gritos a ella que se casara
con el príncipe. Todo, con tal de evitar que la corona pase al inepto de Guido.
–Y lo desacertado de salir por la ventana y gritar que sólo entregaría
las llaves del castillo a un representante de los reyes de Francia y de
Britania…
–Bueno, realmente Enrique es sobrino de los dos reyes, así que no le
costó demasiado que toda la ciudad le apoyara y, finalmente, Isabel tuvo que
ceder y abrirle las puertas. En fin, me he enterado de que Enrique, en privado,
no estaba muy convencido de casarse con Isabel. Al fin y a la postre, es una
mujer con veinte años cumplidos, que ha estado casada con dos hombres, uno
de los cuales todavía está vivo, y tiene una hija del muerto, la cual es
heredera del trono. Pero Ricardo le convenció y así, dos días después del
«asesinato» –me gustaba esa original palabra que Hunfredo había inventado
para referirse al homicidio cometido por los asesinos–, se han anunciado los
esponsales. A muchos les disgusta tanto apresuramiento, pues celebrar una
boda con Conrado prácticamente de cuerpo presente… No lo vayas
proclamando por ahí, pero sé de buena tinta que la boda se celebrará el
próximo cinco de mayo. ¡Lo que le faltaba al pobre Hunfredo! Ahora que
podía albergar esperanzas de recuperar a su mujer… –mientras esto decía
observé que Miguel sonreía–. Oye, ¿puedo saber qué te hace tanta gracia?
–Nada, sólo pensaba que para tratarse de un espía del rey que no duda
en cruzar medio mundo en una arriesgada misión, eres bastante cotilla.
Logró ponerme de mal humor con su impertinencia y le castigué con
mi silencio a partir de entonces y por toda la velada.
CAPÍTULO NOVENO: TERRITORIO ASESINO

Habían pasado ya varios días de la muerte de Conrado de


Montferrato. Hunfredo había partido para entrevistarse con el rey Ricardo. De
momento, había sobrevivido a la ira de éste. Por si el monarca no tenía
bastantes problemas en Britania y Tierra Santa, nuestra flagrante incapacidad
para velar por la seguridad de Conrado había colmado el vaso de su
paciencia. La boda de Enrique e Isabel era un apaño improvisado que, en el
fondo, no le satisfacía. Ahora tenían que determinar qué hacer con Guido, el
cual, por fin, podía despedirse de sus aspiraciones al trono de Jerusalén; sobre
todo, porque nadie lo quería ya en Tierra Santa. Según me comentó Hunfredo
antes de irse, lo más probable es que le sugirieran a Guido que comprase la
isla de Chipre a los templarios, y que se largase allí a reinar. Al fin y al cabo,
los habitantes de aquella isla eran griegos y, por tanto, acostumbrados a sufrir
gobernantes inútiles. Era la manera más delicada de propinarle a Guido una
patada en el culo y quitarlo de en medio, para alivio general.
Por su parte, Miguel se dedicaba a cursar despachos para las distintas
guarniciones templarias, mientras discutía con sus compañeros de orden cuál
era la mejor estrategia para vigilar a los asesinos. En toda la ciudad de Tiro, y
supongo que también en otras conforme les llegaban las noticias, se estaba
capturando a los sospechosos y recién llegados para interrogarles o
expulsarlos directamente. Además, se veían más patrullas armadas por las
calles y en derredor de la ciudad. Era una mala época para viajeros y
mercaderes, especialmente los que por su aspecto o vestimenta pudieran
parecer asesinos.
En cuanto a los asuntos amorosos, es decir a la política, Isabel pareció
recuperar el buen sentido y de repente no quiso saber nada de Enrique, el cual
empezó a pensar que soltero se vivía más tranquilo. Se enviaron mensajeros
para que Ricardo tomara alguna decisión urgente. Éste, pese a que la
diplomacia no era su fuerte, convenció a ambos de que la solución de los
esponsales era ideal y ordenó que se celebrase la boda en la fecha anunciada,
el cinco de mayo. La misma gente que a las puertas del castillo de Tiro pedía
a gritos a Isabel que recibiera con los brazos abiertos al joven y bello
Enrique, ahora desdeñaba a los dos con fuertes insultos, especialmente a ella
por la impudicia de tomar nuevo marido a una semana escasa de su viudedad.
Misterios de la naturaleza humana, o del capricho de las turbas.
Vi a los pretendientes salir de Tiro con lujosos ropajes y fuertemente
escoltados por los caballeros de Enrique. La gente les abucheaba por
considerar que era indecente, y probablemente ilegal, que no se respetase ni
tan siquiera un año de duelo. Enrique miraba al populacho con cara de querer
degollarlos a todos y a su lado, en el carruaje, Isabel reprimía como
buenamente podía las ganas de llorar. Se dirigía a sus terceros esponsales
vestida de negro por el duelo de su segundo marido, mientras el primero
todavía estaba en el mundo de los vivos. Aquella escena me convenció de
que en verdad la política puede obligarle a uno a tomar extraños compañeros
de cama.

* * *

Entretanto, yo me había estado preparando para partir pronto hacia


Masyaf. Como Miguel tenía que ir al castillo templario de Chastel Blanc,
decidimos emprender juntos el viaje.
Poco puedo contar de él: un par de días en galera hasta la ciudad de
Tortosa y luego un corto recorrido a caballo hasta el castillo.
Fuimos bien recibidos y Miguel me obligó a explicar detalladamente
mis aventuras en tierras sarracenas a sus compañeros. Se extrañaron
sobremanera de que hubiera llegado a hacerme amigo de unos selyúcidas,
pero convinieron conmigo en que éstos son dignos guerreros y, dadas las
circunstancias, se habían comportado debidamente. En cambio, parecían
sentir un desprecio casi absoluto por los asesinos, por considerarlos no sólo
infieles, sino gentes perversas que no dudaban en matar por interés o por
encargo. El castellano de Chastel Blanc ordenó reforzar la vigilancia en las
tierras adyacentes, y me aseguró que no podrían desplazarse por allí sin que
ellos lo supieran.
Esto me extrañó, pues era un terreno enrevesado, lleno de colinas y
con numerosos pasos difíciles de vigilar. Miguel me explicó que había más
castillos cristianos: aparte del Krak de los Caballeros, que yo conocía bien de
mi anterior estancia allí, estaban al-Arima en dirección a la costa y al
noroeste La Colée, ambas unas importantes fortalezas templarias. Por su
parte, los hospitalarios disponían también de Kamel y al-Marqab, ambos al
norte y muy cercanos a las fortalezas asesinas. Entre todos ellos y con varias
patrullas desde cada uno, pretendían impedir los movimientos de los hombres
del Viejo de la Montaña y enviar a éste un claro mensaje de que estaba siendo
vigilado y le convenía permanecer tranquilo una temporada.
Aquella tarde, paseando por las murallas de Chastel Blanc, pude
deleitarme con el bello paisaje que desde allí se dominaba. Veía el mar a lo
lejos y a todo mi alrededor hermosos valles con bosquecillos y numerosos
cultivos. Pero no estaba en mi ánimo permanecer mucho tiempo allí y al día
siguiente partí, siguiendo las indicaciones de mis anfitriones, en dirección a
un pequeño pueblo de los asesinos, dominado por un modesto castillo: al-
Kahf.
Fue una larga jornada de viaje que hice a lomos de un humilde asno,
vestido con las ropas más parecidas a las de un egipcio que había podido
comprar en Tiro y, por supuesto, completamente desarmado.
En el pueblo me miraron con recelo cuando llegué, a última hora de la
tarde. Me presenté como un hermano suyo que peregrinaba desde el lejano
Egipto para poder tener el honor de servir al Viejo de la Montaña.
Me recibió el encargado de los asuntos espirituales, un Dai, algo así
como un iniciado. Me hizo muchas preguntas sobre Egipto, acerca de mi
viaje y mi interés por servir al Viejo.
Yo presumí en todo momento de mi ignorancia en temas de fe y pedía
ser iniciado, para lo cual, según me habrían asegurado mis supuestos
hermanos de Egipto, lo mejor era que me pusiera al servicio de Sinan.
El Dai estaba de acuerdo en ello y me propuso acompañarme él
mismo hasta Masyaf al día siguiente.
El viaje resultó agradable. Cuando nos deteníamos en alguna aldea de
su secta nos trataban con respeto y hospitalidad. Antes de caer la noche
llegamos a Masyaf.
La verdad es que después de oír hablar tanto de ese lugar me esperaba
algo más grandioso, pero en realidad se trataba de un pueblo pequeño, de
casas blancas y abigarradas, algunas con toldos blancos y verdes, rodeado por
una muralla de escasa altura. No parecía que un ejército importante tuviera
problemas con ella, caso de pretender asaltar el pueblo. Sin embargo, éste fue
edificado alrededor de una baja colina encima de la cual se alzaba un castillo
ancho e impresionante. Tenía alrededor de toda la cima una muralla sin torres
pero de aspecto fuerte, construida con grandes piedras rojizas talladas. La
entrada estaba bien defendida y el conjunto se alzaba sobre la humilde villa
como una mole dominadora. En el interior del castillo se adivinaban varias
construcciones de gran tamaño, especialmente en el centro una torre
cuadrada, alta, desde la que sin duda se podían vigilar todos los valles y
campos cercanos.
El camino que conducía a Masyaf estaba rodeado de árboles frutales y
campos bien cuidados, y pude ver gente trabajando con normalidad en ellos.
La entrada al pueblo estaba defendida por hombres armados, vestidos con
anchas ropas blancas y tocados con un turbante rojo.
Nos permitieron pasar sin dificultad al ver quién me acompañaba, y
siguiendo sus pasos me dirigí a los establos, donde dejamos nuestras
monturas.
–Ahora iré a ver al Viejo –me dijo el Dai–. Tú quédate aquí y espera.
No pasó mucho tiempo hasta que regresó y me dio instrucciones.
–El Viejo ya sabe que has llegado y cuál es tu propósito. Quédate aquí
y haz todo lo que se te diga. Cuando él lo crea conveniente te llamará.
Dicho esto, se marchó por donde había venido sin decirme nada más y
yo me quedé en la cuadra, aguardando.
–¡Eh, muchacho! –oí una voz detrás de mí–. Ya que estás aquí,
puedes ayudarme un poco.
Enseguida entendí lo que pretendían: sin duda, antes de poder acceder
al jeque Sinan debería estar a prueba un tiempo. Era el mozo de cuadra quien
ahora requería mis servicios y me apresuré a ayudarle de buena gana. Pasé
esa tarde acarreando agua, paleando estiércol y cumpliendo otras muchas
labores. El mozo era un hombre bajo, barbudo y simpático que se interesaba
por mí y por lo que me había traído hasta Masyaf.
Convencido de que cuanto le dijera acabaría en los oídos del Viejo o
de alguno de sus hombres de confianza, decidí contar toda la historia que
tenía preparada para ellos. No ahorré esfuerzos, y cada vez que alguien me
pedía que le echara una mano me afanaba en hacerlo lo mejor que podía.
Terminó el día. Yo estaba agotado y me ofrecieron un rincón de la
cuadra para dormir. Por suerte, una mujer me trajo pan y un plato de comida.
Observé que vestía completamente de luto, llevaba la cara
ennegrecida con cenizas y en éstas se veían los rastros que habían dejado las
lágrimas.
–¿Estáis de duelo? –le pregunté. Ella asintió con la cabeza–. No
sabéis cuánto lo lamento. Decidme, buena mujer, ¿de quién se trata? ¿Vuestro
marido, tal vez?
–No, joven Fidái, se trata de mi hijo.
–¿Ha muerto vuestro hijo? Cuánto lo siento.
–¡No, no, ojalá hubiera muerto! –me respondió, echándose a llorar–.
¡Ha regresado! El Viejo le envió a cumplir una misión y cuando ya le creía en
el paraíso juntó a Alá, él retornó a Masyaf.
Sin poder contener los sollozos se marchó corriendo, dejándome con
la cuchara a medio camino de la boca y ésta abierta. Cuando me repuse,
suspiré y me dije:
–¡Bienvenido al Territorio Asesino, Marc d’Artois!

* * *

Al día siguiente tuve que ponerme de nuevo a trabajar en las tareas


más simples y fatigosas, pero observé que, como había hecho la mujer del día
anterior, quienes se dirigían a mí me daban el título de Fidái. Como había
aprendido interrogando a los asesinos en el caravasar, esto significaba algo
así como «autosacrificado», y era el grado más bajo dentro de su orden.
De los Fidáis se esperaba trabajo duro, ninguna pregunta y absoluta
sumisión, de modo que me esforcé en dar una buena imagen.
Los días iban transcurriendo lenta y pesadamente, pero poco a poco la
gente del pueblo se acostumbraba a mí y venía para charlar. Querían saber
cosas del mundo exterior y cómo discurría la guerra entre los cristianos y
Saladino. Yo simulaba ignorancia y me limitaba a explicarles cosas de
Egipto. Aunque la mayoría de quienes conversaban conmigo lo hacían de
buena fe, de alguno sospechaba que en realidad me estaba sonsacando. O
juzgando, quizá.
Ése fue el caso del cocinero, que tenía mucho interés en saber de
Egipto. Según él era un país maravilloso que le gustaría conocer, pero por las
cosas que me preguntaba y los detalles que quería saber, yo llegué a una
conclusión bien distinta. Era egipcio y me estaba probando; quería averiguar
si realmente venía de allí.
Como me había pasado toda la vida en ese país y gracias a los viajes
de negocios de padre lo conocía a fondo, me resultó fácil convencerlo. Me
percaté de que se había dado por satisfecho cuando dejó de hacer preguntas y
empezamos a hablar con más naturalidad, momento en el cual empleó
algunas palabras propias del habla de las gentes de El Cairo y que alguien de
esas tierras no conocería.
Durante los días siguientes tuve que acudir bastante a la cocina para
ayudarle, y la cháchara del cocinero sobre peculiaridades egipcias que yo no
le había contado confirmó mis sospechas, especialmente cuando habló de las
reformas en el gran hipódromo que Saladino había hecho construir. Habían
terminado esas obras poco antes de que yo partiera y él parecía conocerlas
bien. Según eso, habría estado en Egipto recientemente.
Así, lentamente y con mucho sudor por mi parte, fui ganándome la
estima de diversas personas. También reparé en algo curioso: ¿por qué esas
cuadras, una gran cocina y otros servicios más propios de un palacio que de
una pequeña aldea?
Aunque los primeros días no me había dado cuenta, si bien el pueblo
era de casas pequeñas, de gente sencilla y humilde, las cuadras estaban llenas
de corceles árabes. Mi amigo el cocinero guisaba numerosos platos con
esmero y jovencitos bien vestidos venían a buscarlos. ¿Acaso Sinan no vivía
en el castillo sino aquí abajo, en el pueblo?
Para probar este particular, un día me ofrecí a ayudar a un muchachito
que cargaba demasiados platos al mismo tiempo. El cocinero se apresuró a
impedírmelo y me prohibió seguir al zagal.
–¿No ves que se enfadarían si entrases allí?
–¿Quién se podría enojar porque ayude a un compañero a hacer su
trabajo? –pregunté inocentemente.
–Esa comida es para el Viejo y su gente de confianza. No debes entrar
si no han requerido tu presencia. Las consecuencias serían terribles –
acompañó estas palabras de un gesto muy explícito con su dedo paseando por
el gaznate.
–¡Oh, cuánto lo siento! –exclamé compungido–. Yo creía que el Viejo
moraba en la colina, dentro del castillo.
–¿Cómo quieres que un hombre importante resida dentro de un
castillo? Eso es para defendernos cuando nos atacan. Entonces todos nos
guarecemos en su interior, pero ahora la gente vive en el pueblo. En el
castillo sólo está la guardia.
–Entonces el Viejo debe estar en esa casa grande que asoma detrás de
las cuadras –sugerí.
–Basta de preguntas –me cortó con semblante ceñudo–. Ocúpate de tu
trabajo y no hables tanto.

* * *

Esa noche decidí que había llegado el momento de retomar mis


labores de espía.
Las semanas que había permanecido allí me habían permitido
familiarizarme con las idas y venidas de la gente. Sabía dónde se alojaban y
qué hacían los más cercanos, había podido moverme por algunos lugares y
sobre todo me había fijado en quién parecía estar vigilando y desde qué
lugares.
No había patrullas dentro del pueblo, pero algunos hombres armados
rondaban por la muralla exterior y había observado movimiento también
junto a las almenas del castillo.
Subí a la parte de arriba del establo y forcé algunos maderos viejos
hasta dejarlos sueltos, de modo que pudiera quitarlos y ponerlos sin trabas.
Luego salí al tejado y me mantuve un rato quieto, esperando que mi vista se
acostumbrase a la oscuridad.
Desde allí veía claramente que detrás de las cuadras y la cocina había
una casa mayor, mejor conservada y que tenía un patio con frutales y una
fuentecilla. Al otro lado había una plazoleta y a su alrededor edificios
menores y más sencillos adosados. Sin duda, los lugares donde yo trabajaba
constituían la parte posterior de un pequeño complejo, dentro del cual creía
que podía hallarse Sinan.
Procuré memorizar bien cada cosa, pero no fui más allá esa noche.
Poco a poco me atreví a efectuar salidas nocturnas más prolongadas y
saltar de una techumbre a otra. Procuraba aprender por dónde podía pasar con
facilidad y en qué lugar había algún obstáculo, explorando un poco más en
cada expedición. De la misma manera, pasaba a menudo largo rato
observando los movimientos de los centinelas del castillo. Quería averiguar
qué rondas hacían, dónde vigilaban más y cuando efectuaban un cambio de
guardia.
No sabía realmente para qué me estaba preparando, pero tenía la
sensación que así me procuraba una ventaja importante al adquirir unos
conocimientos que ellos no sospechaban que pudiera poseer un enemigo.

* * *

Llevaba ya dos meses largos en Masyaf y empezaba a desesperar de


poder presentarme ante el cabecilla de los asesinos, cuando al fin me
comunicaron que el Viejo de la Montaña me recibiría.
La noticia me puso nervioso. Hasta ese momento nadie me había
preguntado por temas de religión, sólo por mi procedencia. Parecía que no se
les pasaba por la cabeza que un extraño se metiera en su pueblo y las
cuestiones que me habían formulado parecían puro trámite. En cambio ahora
debería hablar con su líder espiritual. Mis conocimientos del Islam eran
buenos, pero sobre los ismailitas no sabía prácticamente nada. Los asesinos
interrogados en Medina eran de muy escaso rango y me habían podido contar
bien poca cosa.
Por otra parte, si unos agentes que el propio Sinan enviaba a una
delicada misión tenían tan pocos conocimientos de religión, más allá de la fe
musulmana tradicional, tal vez me estaba preocupando por naderías. Con
mostrar un buen conocimiento de las costumbres propias de un musulmán
egipcio quizás sería suficiente.
Me percaté de que el mero anuncio de que vería al jeque Sinan me
había turbado en exceso y traté de calmarme. Al poco vinieron a buscarme, y
atravesando la cocina me dirigí hacia el interior de esas casas que había
estado observando desde arriba.
Me llevaron cruzando varias puertas que parecían bien recias hasta el
patio central, el cual reconocí por haberlo visto en mi incursión a los tejados,
y allí encontré al Viejo de la Montaña, el jeque Sinan.
Era un varón alto, maduro, de piel morena y curtida. No parecía fuerte
de carnes, pero su mirada centelleaba de manera especial. Tenía el pelo
blanco, especialmente en la luenga barba. Vestía una túnica blanca, de ropa
vieja y un poco ajada y un turbante rojo, como todos en aquel pueblo. Se
mantenía de pie, muy erguido, con una mano posada sobre el borde de la
fuentecilla de piedra que había en medio del jardín. Él mismo me dio la
impresión de ser más una estatua que un hombre, como si imitara el porte
majestuoso de los monumentos en honor a los grandes personajes del pasado.
Le saludé con una expresión de respeto y bajé la mirada ante él, como
si me acongojara su presencia. En realidad hubiera deseado saltarle encima y
matarle allí mismo, pero había varios hombres armados a nuestro alrededor y
no tendría ninguna posibilidad.
–Sé bienvenido a nuestras tierras, hermano del lejano Egipto –dijo a
modo de salutación, con un hablar pausado y voz grave. Distinguí un acento
parecido al de la gente de Basora y recordé que en una ocasión me contaron
que había nacido en esa ciudad–. Quiero que sepas que me complace que
hayas venido a instruirte en nuestra fe. Para ello debes acatar todo cuanto se
te ordene sin ninguna duda o vacilación, pues hombres más sabios que tú
decidirán qué te conviene en cada momento. Sin embargo, antes hay un par
de cosas que debo preguntarte. En primer lugar, si durante tu viaje te has
detenido en ciudades poseídas por los perros cristianos, o has tenido tratos
con ellos.
Aquí hizo una pausa y por un momento quede sorprendido y sin saber
qué decir, pero reaccioné de inmediato asegurándole que no era así.
–Me he cuidado de permanecer lejos de los infieles y evitar todo
contacto con ellos, pues ignoro de qué maldades puedan ser capaces.
–¿Has estado en Acre o en Tiro, aunque sólo sea para pasar la noche
en una posada? –insistió de nuevo el Viejo.
–He evitado esas ciudades y cualquier otra en poder de los infieles.
Dormía en el campo o en casas de buenos musulmanes…
–Eso está bien –me cortó Sinan–. Entonces, nadie puede reconocerte
si te ven en esos lugares. Nadie puede saber quién eres, ¿no es así? –insistió
de nuevo.
–Entre este pueblo y el lejano Egipto, no hay una sola alma que pueda
conocerme o saber quién soy –mentí con el mayor descaro del que era capaz,
mientras me preguntaba para mis adentros por el significado de esa
conversación.
–Los infieles rodean nuestras tierras y pronto necesitaremos hombres
de confianza a quienes no puedan identificar. ¿Estás dispuesto a servirme en
aquello que te encomiende con diligencia y discreción?
Le garanticé que así sería y procuré mostrarme entusiasmado con la
posibilidad de seguir sus instrucciones, fueran las que fuesen. Entonces me
hizo retirarme y regresé a través de una serie de estancias hasta llegar a la
cocina, donde reemprendí mis quehaceres habituales.
Esa tarde volví a salir por el tejado y estudié por dónde podría pasar
para llegar hasta el patio en el cual me había entrevistado con Sinan. Una vez
allí no resultaría difícil bajar, pues la altura no era muy grande y me atrevía a
saltar, pero a la inversa me resultaría más arduo. Decidí que lo mejor sería
atar una cuerda a una rama del árbol más frondoso del patio, que pasaba por
encima del tejado donde me hallaba, y usarla para volver a subir. Aunque
hubiera podido trepar por el tronco de ese árbol, me parecía arriesgado por
ser muy liso y sin asideros. La cuerda me daba más garantías de regresar. Por
suerte, al hacerme dormir en las cuadras habían puesto sin querer gran
cantidad de cuerdas a mi alcance, así que solo tuve que elegir la que más se
adecuaba a mis intereses y le hice una serie de nudos para agarrarme mejor.
La pasé por una rama de tal manera que pudiera tirar desde abajo para
recuperarla, pues de lo contrario quienquiera que caminase por allí enseguida
la vería. Con cuidado desplacé mi cuerpo del tejado al árbol y desde allí
descendí por la cuerda.
Cuando estaba así colgado me apercibí de algo que me inquietó: el
tronco y las ramas negruzcas, las flores abundantes y rosadas y las hojas en
forma de corazón… Pendía de una cuerda en un árbol de Judas. Se contaba
de él que en sus ramas se ahorcó Judas Iscariote tras traicionar a Cristo. El
árbol y toda su descendencia quedaron impregnados de su maldad, y siguen
malditos desde entonces. Se decía asimismo que eran capaces de traicionar a
los hombres. Sentí un escalofrío recorriendo mi espinazo, pero enseguida me
avergoncé de mí mismo. ¿Cómo podía dejar que me afectaran esos cuentos
de viejas sobre árboles malditos? No era posible que un árbol me hiciera daño
alguno, ni tan siquiera uno plantado en el jardín del líder de los asesinos.
Aunque hubiera preferido, de haber podido escoger, hallarme con un buen y
noble cedro del Líbano, como los que Hiram, rey de Tiro, envió a Salomón
para que construyera su Templo. Así, en lugar de sentirme como Judas,
balanceándome en una cuerda en el mismo árbol que él, me habría
identificado con el poderoso rey de Israel.
Cuando llegué al suelo me apresuré a recuperar la cuerda y me la
colgué al hombro. Inspeccioné el jardín y hallé dos puertas bien cerradas. No
obstante, una de las ventanas estaba entornada y por ella pude entrar en el
edificio. Me encontré en una pequeña habitación donde guardaban algunos
muebles viejos. No se oía rumor alguno y me aventuré a adentrarme más en
la casa. Llegué a un pasillo al final del cual se veía una luz, y creí percibir
una conversación. Con mucho cuidado de no hacer ruido me aproximé
lentamente, hasta que reconocí la voz de Sinan, lo cual me pareció normal.
Sin embargo, no era tan corriente que también pudiera identificar la otra voz,
una voz con claro acento franco: Bonifacio de Carcasona se estaba
entrevistando con el Viejo de la Montaña. Me pegué a la puerta entreabierta y
pude observarlos a ambos, sentados amigablemente sobre unos colchones
persas. Un sirviente vertía té con parsimonia en sus vasos.
–Entonces regresaré esta misma noche –decía Bonifacio.
–Podéis tener la seguridad que en pocos días todos los impedimentos
habrán desaparecido.
–Espero que sea la última vez que necesito vuestros servicios; son
demasiado caros… –Bonifacio suspiró–. Pero no puedo negar que vuestros
hombres hicieron un buen trabajo con Conrado.
–Tal como lo pedisteis…
–Mas ¿qué hombre en sus cabales podía imaginar que ese loco rey
britano avalaría a Enrique como futuro rey de Jerusalén? Libre de Conrado
hubiera podido imponer con facilidad a Guido, que había sido su elección
hasta entonces, pero no, tuvo que cambiar otra vez de parecer…
–Por otra cantidad razonable puedo libraros también de Enrique –
sugirió el Viejo.
–No será necesario de momento; basta con que os deshagáis de
Ricardo de una vez por todas. Con semejante monarca en estas tierras, es
imposible urdir un plan que dé los resultados apetecidos. Sin embargo, no
acierto a imaginar cómo pensáis acabar con él. Tiene a su lado una docena de
nobles britanos que morirían en su nombre y siempre hay un pelotón de
templarios rodeándoles, vigilando a todo el mundo. Presumen de conocer a
todos vuestros hombres y no dejarán que se acerquen al soberano.
–No conocen a todos los míos, sólo a los que llevan tiempo viviendo
aquí. Ahora tengo nuevos fieles, recién llegados del fértil Egipto y de los
agrestes montes Elburz en Persia. A éstos no los han visto nunca.
–Sin embargo, no dejarán que gentes desconocidas se arrimen lo
suficiente al rey como para clavarle una daga.
–No será menester que se acerquen.
–¿Pensáis matarle con una flecha? No servirá; Ricardo no sale nunca
sin llevar al menos la cota de malla.
El Viejo Sinan se rió con una sonora carcajada y después,
acercándose a Bonifacio como si le relatara una confidencia, dijo:
–El método que voy a usar no podéis ni imaginarlo. Será un
magnicidio como no lo han conocido los siglos, pero os garantizo que el rey
cristiano llegará a los cielos volando a mayor velocidad que los ángeles.
–Me turbáis… –acertó a responder Bonifacio, aunque sonreía
satisfecho por lo que acababa de escuchar.
–Pronto os horrorizaré y no seréis el único. Junto a vuestro rey caerá
también ese usurpador del trono de Egipto.
–Veo que no habéis hecho las paces con Saladino.
–El único motivo por el que aún no me ha atacado es que los
cristianos distraen sus esfuerzos –explicaba el Viejo, desdeñoso–. Una vez
lograda la muerte de Ricardo se considerará libre para volver a asediar mis
tierras. Eso es algo que no voy a permitirle, así que la misma suerte que va a
correr el rey Ricardo le aguarda al sultán Saladino. Ambos serán destruidos
por un poder que ignoran y contra el cual no existe defensa –de repente el
Viejo se levantó y llamó a un sicario con unas palmadas–. Ahora voy a
disponer que partan de inmediato. Jazari, ve y trae hombres fuertes para
acarrear las cajas hasta los carros y que preparen el caballo de nuestro
huésped. Tú, cristiano, será mejor que te marches enseguida.
Mi corazón dio un vuelco al conocer que también estaba allí el
pérfido Jazari, el asesino de mi amada Yahán. Tuve que contenerme para no
entrar y arrojarme sobre él.
–¿Tus hombres también marcharán ahora? Pronto anochecerá –
inquirió Bonifacio.
–El Temple y el Hospital no serán tan fáciles de engañar: si ven a
cualquiera salir de aquí se le echarán encima y lo detendrán. Por eso quiero
que partan ahora y hagan la mayor parte del camino de noche y en dirección
al norte. Ellos vigilan los pasos por tierra, pero les enviaremos dando un
rodeo y luego llevarán la carga en galera hasta Acre. Allí dejarán las cajas
mortíferas en el lugar convenido, y cuando el rey cristiano camine entre el
castillo y el puerto, por fuerza habrá de pasar junto a ellas. Entonces lo
mandaremos directamente al infierno.
–¿Habéis dicho cajas mortíferas? ¿A qué os referís?
–Ved ese montón de cajas que hay junto a la pared, a vuestras
espaldas. Son suficientes para derribar un castillo.
No pude evitar dar un respingo al oír esto. En esa habitación se
hallaban las cenizas infernales por cuya culpa habían muerto tantos
alquimistas, y yo mismo había tenido que recorrer medio Islam. En el pasado
había visto la destrucción que podía causar una pequeña cantidad. ¿Cuánto
habría allí?
–Enviaré la mitad a Ricardo y la otra mitad a Saladino –siguió
hablando el Viejo–. Nadie podrá sospechar de ellas, pues desconocen su
naturaleza. Hombres desarmados, como si fueran inocentes mercaderes que
no levantan ningún recelo, las situarán cerca de los monarcas y luego…
Bueno, solo os diré que a partir de ahora será conveniente que procuréis estar
muy lejos de Ricardo durante lo poco que le resta de vida, pues ni tan
siquiera detrás de un grueso muro está un hombre a salvo cuando se libera el
poder de esas cajas. Que se lo digan al espía cristiano que nos enviaron hace
unos meses… –se rió con una carcajada desagradable.
Apreté los puños con fuerza. Sinan se estaba refiriendo a mi padre.
Quise saltar sobre aquel anciano diabólico, pero hice un ímprobo esfuerzo y
me contuve. Ya habría tiempo de ajustar cuentas.
–Me tenéis en ascuas; dejad que examine su contenido –pidió
Bonifacio.
–Si de verdad fuerais un ascua no os permitiría acercaros –bromeó el
Viejo de tal modo que Bonifacio no le entendió, pero yo sí–. Venid y vedlo.
Desaparecieron de mi vista y al cabo de un momento oí hablar de
nuevo a Bonifacio con un aire de decepción en la voz:
–No parece gran cosa, una especie de polvo negro, como ceniza
maloliente… Hum, sí, realmente su hedor es bastante mefítico. Pasadme esa
vela; quiero examinarlo mejor.
–Temo que acabáis de tener una idea bastante desafortunada. Como se
os ocurra acercar algo que arda a esas cajas no tendréis tiempo ni de
arrepentiros.
Entonces entraron unos cuantos hombres. Sinan les ordenó llevarse la
mitad de las cajas a uno de los carros y salió de la habitación tras ellos,
acompañado de Bonifacio.
Desde el otro lado de la habitación, escondido, yo estaba temblando
por todo lo que había oído. Una conspiración para matar simultáneamente a
dos reyes. El destino de Ricardo y Saladino en mis manos, y también la
oportunidad de cerrar para siempre la puerta por la cual el infierno se
derramaba en el mundo de los hombres. Debía tomar una decisión y además
era menester que lo hiciera deprisa, antes de que volviesen a entrar asesinos
en aquel recinto.
Abrí poco a poco la puerta tras la cual me escondía, asegurándome
que no quedase nadie dentro de la cámara y acto seguido entré, la crucé y
miré por la puerta del otro lado. Sólo veía a los hombres cargados con la
mortífera mercancía alejarse por un largo pasillo.
Me aproximé a las cajas. Había más de una docena al lado de la
pared. Por lo que sabía de aquel extraño polvo del Oriente, se desencadenaba
su furia cuando entraba en contacto con el fuego, pero no podía acercarle una
llama por las buenas o de lo contrario no vería otro amanecer. Cogí un
montón de cojines y la alfombra y puse encima una de las cajas. Luego me
quité la túnica que llevaba puesta y la extendí para usarla como si fuera la
mecha de una bujía. También desparramé el contenido de otra caja sobre la
alfombra y un retazo de mi túnica, para asegurarme que las llamas
alcanzarían el polvo.
Cuando las cosas estuvieron dispuestas a mi gusto tomé una vela para
prender fuego a la improvisada mecha, esperando y deseando que todo
funcionase satisfactoriamente. Las llamas prendieron en la ropa vieja con
facilidad. Con mucha facilidad. En realidad, las llamas avanzaban más
deprisa de lo que había previsto y salí corriendo de inmediato de la
habitación. Crucé a la carrera el pasillo por el que había entrado y de un salto
me tiré por la ventana del patio.
No había tiempo para arrojar de nuevo la cuerda, así que me encaramé
de un salto a la rama más baja del árbol de Judas. Una lluvia de flores rosadas
cayó sobre mí. Trepé por el árbol y salté al tejado que crucé de nuevo a la
carrera, metiéndome por el agujero en el techo del establo.
Y en ese momento el infierno se desencadenó de nuevo sobre la tierra.
No hay palabras que puedan describir ese instante: mil truenos
retumbando al unísono, el establo derribado por completo y todas las casas
cercanas convertidas en ruinas que volaban por los aires.
Quedé aturdido, pero me repuse lo suficiente como para salir de entre
los maderos que habían caído encima de mí. Un hedor sulfuroso y mefítico
impregnaba el aire, las gentes del pueblo chillaban enloquecidas y una nube
de color gris sucio lo velaba todo. Alrededor de nosotros caían cascotes,
algunos ardiendo. Se veían muchos heridos por las piedras de los muros que
les habían golpeado. Los caballos relinchaban desbocados y varios hombres
estaban intentando controlarlos, pero algunos animales escaparon por la
puerta de la muralla que estaba abierta.
Vi un carro lleno de cajas custodiado por Bonifacio y otros hombres
que lo estaban cargando. A su lado, con el rostro pálido como el de un
muerto, estaba el Viejo de la Montaña, Sinan. De repente este me miró. Se
acercó. Intenté disimular, parecer tan asustado como los demás allí presentes.
Como si fuera a acariciarme a modo de consuelo, Sinan llevó su mano
a mi cabeza y revolvió en mi pelo. Cuando apartó la mano tenía una pequeña
flor rosada entre sus dedos. La examinó con atención, luego miró en
dirección a donde había estado su casa, su jardín y su árbol. Volvió a
mirarme con un odio centelleante en los ojos como jamás creí que pudiera
existir y gritó:
–¡Has sido tú!
El árbol de Judas me había delatado ante los ojos de Sinan. Sus manos
se crisparon e intentó agarrarme por el cuello, pero le di un puñetazo con
todas mis fuerzas en la cara y cayó al suelo de espaldas. Avancé unos pasos y
salté a un caballo que estaba ensillado y dispuesto a partir.
–¡Eh, tú, ése es el mío! –gritó Bonifacio, echando a correr tras de mí.
Espoleé al animal y éste partió a galope tendido. Mientras cruzaba la
puerta miré hacia atrás.
–¡Matadle! –gritaba el jeque Sinan señalando hacia mí. A su lado,
Jazari le ayudaba a levantarse– ¡Le quiero muerto, cueste lo que cueste!
Numerosos asesinos se aprestaban a coger sendas monturas para
cumplir sus órdenes. Y todo por ese maldito árbol traidor… ¡Judas hubiera
podido despeñarse por un barranco, el muy imbécil!

* * *

Y así, lector, si has sido capaz de acompañarme hasta aquí, verás que
hemos llegado al principio de mi relato. Todo parecía perdido. Los asesinos
habían logrado acorralarme, frustrando mi plan de dirigirme al Krak más
cercano a Masyaf, el de Kamel, bajo control de los caballeros del Hospital.
Mi única opción era vender cara la vida, y caer con honor. Lamentaba no
haber podido vengar a Yahán ni a mi padre. Tampoco podría evitar que
atentaran contra Saladino o Ricardo, pues sólo había volado parte de la
pólvora. Pero ya no tenía sentido llorar por ello.
Entonces descubrí que mi perra suerte me había concedido una tregua.
Para mi sorpresa los jinetes negros que venían de frente pasaron como
centellas a mi lado y se dirigieron contra los asesinos de Masyaf. Me quedé
boquiabierto, aunque al poco me percaté de algo que no había distinguido al
primer instante: en sus negras capas había bordadas cruces blancas. La
caballería del Hospital había acudido providencialmente en mi ayuda,
entablando batalla feroz y a muerte con los asesinos.
Aquellos soldados de Cristo vestían sobrecotas y capas negras, pero
también llevaban cotas de malla y yelmos, y escudos, y el acero de sus
espadas se batía con los alfanjes y cimitarras de los asesinos. Me apresuré a
unirme a ellos y con la espada de Bonifacio –que la había dejado en el
caballo, tal vez porque no podía entrevistarse armado con Sinan– luché codo
con codo con los caballeros hospitalarios. Busqué a Jazari entre la polvareda,
los gritos de rabia y de muerte y no tardé en hallarle. La mayoría de los
asesinos yacía tendida en el suelo, pero él luchaba como un león
enfrentándose a varios oponentes al unísono.
Sin poder contenerme grité que le dejaran, que aquel asesino era para
mí solo. Estupefactos, todos los combatientes se detuvieron un instante. El
capitán de los hospitalarios ordenó a sus hombres que retrocedieran y Jazari,
jadeante por el esfuerzo y la rabia, me miró de un modo que jamás podré
olvidar. Esos ojos deseaban tanto mi muerte que nada le iba a detener con tal
de conseguirla. Puso bien su escudo de cuero, aferró la cimitarra y gritando se
abalanzó sobre mí.
Yo espoleé el caballo para avanzar hacia él, preguntándome cómo iba
a parar su carga tal como iba, sin escudo, sin yelmo, sin nada que me
protegiera. Entonces frené con fuerza a la montura encabritándola. El animal
relinchó, se levantó y agitó las manos. Jazari tuvo que desviarse e inclinarse
para evitar ser arrollado por mi caballo y entonces le golpeé con la espada,
sajando todo su pecho.
El asesino cayó al suelo aullando, retorciéndose de dolor. La sangre
fluía a borbotones, manchando su túnica.
–¿Vais a rematarlo? –preguntó un caballero hospitalario.
–Si es la voluntad de Dios que sufra, ¿quién soy yo para interponerme
en Sus designios? –le respondí, y me quedé mirando con delectación la
agonía del asesino.
–Supongo que debéis ser Marc d’Artois –dijo el hospitalario al cabo
de un rato, cuando Jazari ya apenas se agitaba–. En las comunicaciones que
recibimos se cuentan tales hechos de vos que deseaba conoceros.
Se quitó el yelmo de acero y me tendió la mano, que yo estreché.
–¿Qué suerte de habladurías os han llegado acerca de mí? –realmente
temía los chismorreos que los cruzados pudieran contar a mis espaldas.
–Un caballero del Temple nos dijo que habéis cruzado las tierras de
los infieles persiguiendo a los asesinos, que habéis luchado contra ellos, que
habéis sido recibido por el sultán y muchas más cosas. También nos dijo que
sois hombre de confianza del rey Ricardo y de Hunfredo, y que debíamos
vigilar atentamente Masyaf. Si ese nido de víboras resultaba destruido o algo
por el estilo, debíamos apresurarnos a rescataros –señaló con el dedo en
dirección al poblado. Me volví y comprobé que seguía ardiendo; padre se
habría sentido orgulloso de mí–. En principio, lo de la destrucción del cubil
asesino se me antojó una exageración del templario, pero… Cuando oímos
ese horrible trueno, luego vimos el incendio y después un hombre perseguido
por una turba de asesinos, supe que os habíamos encontrado y vinimos a
ayudaros.
–Ése de ahí ya ha muerto –otro de los caballeros señaló a Jazari.
–Bien, podemos partir hacia Kamel.
–Un momento. Soldado, préstame tu lanza –me la tendió, la aferré y
la hundí en el corazón de Jazari–. Era sólo para asegurarme…
Todos los hospitalarios me miraban de reojo cuando nos marchamos.

* * *

Cabalgábamos en grupo hacia el Krak de Kamel. Mientras, Mateo,


que así se llamaba el capitán de los caballeros hospitalarios, me insistía en la
necesidad de que aceptase su ofrecimiento de quedarme unos días en su
castillo para curarme.
–Todavía tengo que solventar algunos problemas. Ha partido de
Masyaf un carro que debo interceptar a toda costa, pues si llega a su destino
las consecuencias pueden ser terribles.
–¿En ese estado y aún queréis proseguir vuestras andanzas? –Mateo
parecía realmente sorprendido–. Detengámonos ahí delante. Hay una
fuentecilla en ese recodo y quiero que os contempléis en sus aguas.
Hicimos tal como decía y me sorprendió ver mi propio rostro. Aparte
de sucio y desaliñado, tenía más heridas de las que pensaba: desde arañazos
hasta cortes sangrantes. No había salido bien parado tras prender fuego yo
mismo a ese polvo prodigioso. El establo que se derrumbó sobre mí me había
lacerado de múltiples maneras. También tenía contusiones nuevas por todo el
cuerpo y me dolían los huesos cada vez más. La tensión de la huida y
posteriormente la de la batalla me habían distraído, pero ahora era consciente
del cansancio, las heridas y la falta de energía.
–No puedo detenerne –respondí con tanta fortaleza como me era
posible fingir–. El rey Ricardo corre peligro y acudiré a salvarle.
–Vuestras palabras demuestran que son ciertos cuantos prodigios
cuentan de vos –Mateo parecía satisfecho–, pero de ningún modo vais a
proseguir el camino sin que antes os vea el médico de nuestro castillo y
hayáis reposado.
No hubo manera de convencerle. Además, ya estaba a punto de
anochecer y tenía que dormir en alguna parte, así que acepté su hospitalidad.
Kamel no era un Krak tan impresionante como otros que visité antes,
pero había tantos hombres en su paso de ronda que parecía a punto de sufrir
un asalto. Nuestra llegada coincidió con la de otras patrullas que habían
estado todo el día vigilando los caminos y campos circundantes. Aquellos
soldados cumplían muy rigurosamente las órdenes de vigilar de cerca los
movimientos de los asesinos; no era pues de extrañar que hubiera encontrado
una patrulla en mi huida de Masyaf.
–No sólo hay estos hombres que aquí veis. Antes ya han salido otros
de relevo que vigilarán toda la noche, y así en todos los castillos cristianos de
la zona.
–Pero si se dirigen al norte y de noche, ¿qué posibilidades hay de
interceptarlos?
–Al norte del Territorio Asesino no tenemos castillos los siervos de
Dios. Sólo encontraréis fortalezas asesinas: Qadmus, Hadid, y bajando de las
colinas en dirección a la costa, Kahf y Ullaiqa. Si se atreven a dar la vuelta
hacia el sur, intentando pasar entre nuestras patrullas al amparo de las
tinieblas, pueden llegar hasta su castillo de Khawabi, que se halla como quien
dice a un tiro de piedra de la costa.
–Entonces ¿es posible que logren su objetivo, llegar al mar y
embarcar para llevar su cargamento adonde se les antoje?
–Me temo que tal cosa harán si están determinados a ello.
Entramos en el patio de armas del castillo y desmontamos.
–No temáis por ello, d’Artois –dijo Mateo–, dejad un poco de este
asunto en manos de Dios y ahora procurad por vuestro bien. Primero os
mostraré el lavadero para que podáis asearos, luego el médico os visitará y
finalmente nos acompañaréis en nuestras oraciones y por supuesto en la cena.
Mañana tendréis listas ropas y armas y una escolta si deseáis partir.

* * *

A la mañana siguiente me costó levantarme. Pese a los ungüentos que


me había aplicado el médico y al brebaje reconstituyente, me dolía todo el
cuerpo como si me hubieran molido a palos. Incluso la camisa me lastimó al
ponérmela. Tenía las manos entumecidas y las heridas a medio curar, con esa
costra tierna que al menor golpe o tirón de la piel se desgaja, dejándote otra
vez en carne viva.
Tras vestirme bajé a orar con los hospitalarios y luego desayunamos.
Insistieron de nuevo en que debía quedarme unos días a reposar hasta que me
recuperase, pero yo sabía qué horror indescriptible viajaba al encuentro de mi
rey, y así se lo expliqué.
–Veamos –dijo Mateo pensativo–. Según me contabais ayer, los
asesinos pretenden matar tanto a Ricardo como a Saladino, pero vos
eliminasteis uno de los cargamentos mortales y, de paso, medio pueblo –
asentí con la cabeza–. Queda el otro cargamento, pero ¿cómo estáis tan
seguro que se dirige hacia vuestro rey? Ricardo nunca ha atacado a los
asesinos, pero Saladino sí lo hizo y por eso intentaron acabar con él en el
pasado.
Quedé pensativo un rato. Había mucha sabiduría en sus palabras. Por
lo que sabía del asunto y también por las palabras que había oído de los
labios barbados de Sinan, el Viejo de la Montaña, éste consideraba su
enemigo personal al sultán, mientras que a Ricardo sólo quería matarlo por
encargo. ¿De quién preferiría asegurar la muerte, empleando en ella su nueva
y horrorosa arma? Estuve discutiendo este tema con Mateo, pero me di
cuenta de que para un marsellés como él la posibilidad de que mataran a un
rey britano, por muy cristiano que fuera, no era como para desasosegarse en
demasía. Al fin y al cabo, su país de origen acostumbraba a estar en pugna
contra los britanos y sólo por deber hacia la Cristiandad se avenían a luchar
por salvarle ahora.
Por mi parte, la situación era complicada: debía proteger a mi rey,
pero también había realizado un juramento ante el sultán Saladino y no podía
dejar que atentaran contra su vida. El dilema aún me superaba y así se lo dije
a Mateo.
–Lo que debéis hacer es tener fe en Dios –replicó el caballero con
convicción.
–Sí, en eso pensaba yo ahora…
–Y para que os sintáis más tranquilo, sabed que antes de que se
levantara el sol esta mañana ya habían partido mensajeros a todos los
castillos cercanos, y otro a la ciudad costera de Tortosa, para que la primera
galera que parta lleve las noticias al rey.
En ese momento entró corriendo al refectorio un centinela con
expresión de haber visto demonios, y cuchicheó algo al oído de Mateo, que se
levantó de inmediato.
–¿Qué ocurre? –le insté ansiosamente–. ¿Nos atacan? ¿Asesinos, por
ventura?
–Claro que no, una partida de templarios. Seguidme.
Salimos al patio de armas y vi a los hospitalarios formando mientras
abrían las puertas. Una docena de templarios entraron altaneros, vestidos de
blanco de pies a cabeza, con grandes cruces rojas en el pecho de sus túnicas,
en las capas y sobre los escudos. Unos y otros se miraban con cierto recelo,
pero reconocí enseguida al líder de los visitantes.
–¡Miguel, qué alegría verte!
–¡Marc! ¿Qué haces aquí entre estos… caballeros?
Descabalgó, nos saludamos efusivamente y aproveché para realizar
las presentaciones. No parecían llevarse mal unos y otros, salvo un exagerado
sentido de la rivalidad. Cada grupo pretendía parecer más marcial, más duro y
más lo que fuera ante los miembros de la otra orden, pero pronto sentaron a
los templarios a su mesa, les ofrecieron viandas y corrió el vino en
abundancia.
Mateo hizo un relato cuando menos hiperbólico de lo ocurrido el día
antes. Cierto que Masyaf había ardido, pero no se había derrumbado medio
castillo, y además yo recordaba haber matado sólo a Jazari y no media
docena de sectarios asesinos. Por su parte Miguel también narró nuestras
aventuras juntos. De nuevo, añadiendo más y más cosas y luego empezó a
relatar mis viajes por el califato: mis duelos, cómo había desafiado al califa,
el naufragio entre leviatanes en el mar de Arabia… Durante un rato intenté
defender la verdad, pero puesto que no tenían interés en ello, al final les dejé
contando sus propias versiones de mi historia. Salí y me senté a reposar junto
a la balsa de agua fresca que había en el patio.
Un rato más tarde, uno de los soldados más jóvenes que habían estado
escuchando los relatos de Mateo y Miguel sobre mis andanzas también salió.
Al verme se acercó, me abrazó y me dijo que era un ejemplo para la
Cristiandad. Sorprendido, le pregunté a qué se refería.
–¡Ese maldito dragón que encontrasteis en Lydda se lo merecía, ya lo
creo que sí! –respondió con gran vehemencia, dando un puñetazo al aire.
Estupefacto como me quedé, no sabía si entrar y matar a alguien o
morirme de risa directamente. La segunda opción fue ganando terreno dentro
de mi cuerpo y las carcajadas empezaron a brotar cada vez con más fuerza.
Los soldados de las murallas se detuvieron y se quedaron mirándome.
Cuando salieron las gentes del refectorio todavía no había podido parar.

* * *

De nuevo partí de viaje hacia San Juan de Acre, acompañado del


templario Miguel. Éste parecía ejercer la función de enlace entre las distintas
fuerzas de la zona y de ahí su visita al Krak de Kamel. Ahora debía acudir a
informar a Hunfredo y por tanto era natural que viajásemos juntos. Todos
convenían que después de semejante escarmiento en sus propias carnes, el
Viejo de la Montaña se calmaría durante una temporada, sin atreverse a
actuar. Yo albergaba serias dudas. La carga mortífera había partido sin ser
interceptada y consciente del horror que era capaz de provocar, no podía
permanecer tranquilo. Quería avisar de las intenciones de Sinan y que se
reforzara la vigilancia alrededor del rey. También enviaría un despacho, o
visitaría en persona según las circunstancias, a Saladino, para prevenirle.
Sabía que el sultán estaría en guardia por el relato que le hubiera hecho al-
Kamil de nuestros descubrimientos. Lo que al-Kamil no podía saber era que
viajaba todo un carro lleno de cajas rumbo a un destino desconocido.
¿Hacia dónde se dirigía ese carro? ¿Preferiría el Viejo volar en
pedazos a Ricardo Corazón de León, o por el contrario deshacerse de su
antiguo adversario el sultán? Miguel tenía muy claro que sólo le preocupaba
la seguridad del rey. La posibilidad de que matasen a Saladino le parecía un
regalo de los cielos, pues de ese modo acabaría la guerra en bien de los
cruzados. Según él, si moría Saladino podía haber tales conflictos de poder
hasta que se consolidase un nuevo sultán, que el Islam resultaría
notablemente debilitado. Tal vez eso nos diera la posibilidad de conquistar al
fin la añorada Jerusalén.
No podía estar más de acuerdo con él, pero obviamente yo me veía
atado por un juramento que en mala hora el destino me obligó a realizar.
Poco podía imaginar algunos meses antes, cuando jugaba entre los juncales
del fértil Nilo o me bañaba en sus frescas aguas, que aturullarían mi mente
esas graves preocupaciones sobre reyes, guerras, el destino de naciones y
conspiraciones por el poder. ¿Y haber experimentado la pérdida de dos seres
tan queridos como mi padre y mi amada? ¡Quién pudiera regresar a la
despreocupación de la infancia!
El viaje fue intenso, parando solo lo mínimo para descansar y dormir.
Miguel era un tanto hosco a veces, pero buen compañero. Añoraba sin
embargo a mis amigos los selyúcidas. Guerreros y enemigos en el campo de
batalla, es cierto, pero también parlanchines, jocosos y leales en la
adversidad.

* * *

Llegamos a San Juan de Acre en un día soleado, a media mañana.


Como siempre, la ciudad bullía de actividad. Miguel se dirigió de inmediato
al Temple, el castillo situado en la punta de tierra que se adentraba en el mar.
Tenía allí que tratar asuntos con sus camaradas de la orden templaria y
entregarles los despachos. Me pidió que le acompañase y me propuso
almorzar juntos.
Después de mi larga estancia en Masyaf, donde los placeres de la
mesa no se prodigaban para los mozos de cuadra, y de ese apresurado viaje,
no pude menos que aceptar. No me sorprendió hallar a Hunfredo, pues sabía
que a menudo estaba en el Temple cuando recalaba en Acre. Me alegré;
aunque Miguel me había contado a rasgos generales los acontecimientos
sucedidos en Tierra Santa en los dos meses y medio que había estado en
territorio asesino, Hunfredo podría proporcionarme los detalles más jugosos.
–¿A qué se debe esa cara de mal humor? –le pregunté durante la
comida.
–¿Te acuerdas de cuando el rey Ricardo y el sultán discutían sobre
quién debía quedarse la pequeña ciudad de Ascalón?
–Desde luego, pero eso fue hace muchos meses. Saladino la demolió,
Ricardo reconstruyó las fortificaciones… ¿Siguen con lo mismo?
–No sólo eso –bufó Hunfredo, visiblemente de mal humor–; ahora
discuten sobre Ibelín, Jaffa y Cesarea. Estuve tratando de que firmasen un
acuerdo de paz, y había logrado que Saladino aceptase entregarnos la ciudad
de Lydda a cambio de que nosotros renunciáramos a Ascalón, pero nuestro
afamado Ricardo I de Britania tuvo uno de sus no menos afamados prontos y
se lanzó con su ejército al asalto de Darón.
–¿Darón? Por favor, Hunfredo, ve más despacio que me pierdo…
–El caso es que tras una batalla sangrienta que duró cinco días, la
ciudadela de Darón cayó y Ricardo, en un arranque de júbilo, mandó degollar
a los supervivientes. Bueno, para ser precisos a otros los tiraron por las
murallas…
–Deduzco que de repente todos tus esfuerzos diplomáticos con
Saladino se derrumbaron –intervino Miguel–, como arrojados muralla abajo.
–Muy gracioso… Ricardo estaba entusiasmado y, aprovechando que
habían llegado algunos refuerzos francos con Enrique de Champaña –la
expresión de Hunfredo se ensombreció; no en vano Enrique era quien ahora
calentaba el lecho de su amada Isabel–, decidió que, después de todo, no sería
tan mala idea reconquistar Jerusalén de una vez.
–Al menos, últimamente pasan cosas –dije, medio en broma; mi
humor había mejorado algo desde que me vengué de los asesinos–. Cuando
estuve dando tumbos por medio califato, no sucedió nada en Tierra Santa.
–Supongo que será por la llegada del verano, que recalienta la sangre
–me respondió Hunfredo, con aire mohíno–. Ricardo y sus hombres salieron
el seis de junio de Ascalón con la moral por las nubes, pero acabaron
deteniéndose a los pocos días en Beit-Nuba. El buen sentido empezó a
imponerse en la mente de nuestro fogoso rey. Sería una locura atacar a
Saladino con tan pocos hombres y con los suministros comprometidos. Sólo
pudieron ver Jerusalén a lo lejos.
–Deduzco que tuvieron que dar media vuelta…
–No, Marc. Los hombres querían atacar, Ricardo dudaba… Justo
entonces, el día veinte de junio, nuestro ejército descubrió una enorme
caravana procedente de Egipto. Eran víveres, suministros y miles de caballos
y camellos de refresco para el ejército de Saladino. Ricardo la atacó y se
quedó con todo.
–A ver, recapitulemos –dije, tratando de poner orden–. Se supone que
conquistar una ciudad como Darón y apoderarse de los suministros del
enemigo son victorias para nosotros. ¿Dónde está el problema?
–En que llegan noticias inquietantes de Britania para el rey. Su
hermano le está usurpando el trono y debe regresar. Otro problema es que
cuando retorne se llevará su ejército y no habrá cristianos suficientes en estas
tierras para defender todos los nuevos territorios que ha conquistado. Por eso
necesitamos firmar un tratado de paz, que nos garantice no ser atacados tan
pronto como el rey embarque de regreso a su hogar. Y la captura de esa
caravana supuso un serio revés para nuestras esperanzas. Saladino, en esos
momentos, tenía problemas con sus hombres. Había ordenado a todos los
territorios que controla que le enviaran urgentemente levas de refuerzo. Es
seguro que le llegaron tropas de Jazireh y Mosul. Asimismo, esperaba
socorro de Egipto y Bagdad, y además trajo tropas turcas y kurdas. Pero
juntar a turcos y kurdos bajo el mismo techo nunca es una buena idea.
Empezaron a disputar entre ellos, y Saladino se las veía y deseaba para
sofocar varios conatos de rebelión. Cuando se enteró de la pérdida de la
caravana se asustó, y mira que es difícil meterle miedo a Saladino…
–Por eso cegó todos los pozos y fuentes de agua entre Beit-Nuba y
Jerusalén, ¿verdad? –intervino Miguel.
–El sultán llegó a creer que Ricardo iba a asaltar inmediatamente la
ciudad santa. A principios de julio celebró un consejo con sus emires para
decidir si se retiraban. ¿Podéis creerlo? ¡En verdad, Jerusalén estuvo a punto
de retornar a manos cristianas! Pero algunos nobles de Ultramar conseguimos
convencer a Ricardo para que diera media vuelta. Muchos no nos lo
perdonan, pero ¿qué otro consejo podíamos darle? De haber conquistado la
ciudad en pleno verano, sin agua, ¿seríamos capaces de conservarla?
–¿A nosotros nos van a llegar refuerzos de alguna parte? –preguntó
Miguel como sin darle importancia.
–La mayoría de los germanos ha regresado –respondió Hunfredo–.
Los pocos francos que no están de camino a sus tierras, ahora siguen a
Enrique, quien precisamente no ha dado muestras de ardor combativo ni de
querer entablar batalla. Mientras, Ricardo ha estado anunciando a todo el
mundo que piensa regresar a su patria, y aquí quedaremos los de siempre
contra un ejército musulmán como no se ha visto jamás. ¿Entendéis por qué
necesitamos firmar un tratado de paz? –Miguel y yo asentimos con la cabeza
y Hunfredo nos sorprendió alzando los puños y gritando furioso–: ¡Pues el
rey no lo entiende! Aunque nos hemos retirado de Jerusalén, y las
conversaciones de paz se han retomado, todo es ahora mucho más difícil.
Saladino recela, y con motivo. Ricardo puede salir por donde menos se lo
espere; tan pronto le jura amistad eterna como le asalta una fortaleza y le
degüella hasta al gato.
–Pero lo hace sin mala intención –lo defendió Miguel–. Simplemente,
tiene esos prontos de vez en cuando.
–Sí, todos lo amamos con devoción, pero cuando se marche a Britania
y nos deje solos, rodeados de miles y miles de musulmanes enfadados, pues
ya me dirás qué hacemos…

* * *

Los avatares de la cruzada no debían despistarnos de nuestra principal


misión: encontrar a Bonifacio y detener a los asesinos. En verdad fue fácil
llegar a esta conclusión, pero no teníamos ni idea de cómo llevarla a cabo.
Bonifacio no aparecía por ningún lado y Hunfredo envió hombres de
confianza en su búsqueda. Miguel organizó patrullas que registraban los
caminos y las galeras que atracaban en el puerto de Acre y de las ciudades
cercanas, buscando cargamentos sospechosos. Con su cara de circunstancias
habitual definió su labor como la búsqueda de una aguja concreta en un pajar,
dentro de un vasto territorio lleno de pajares, todos los cuales estaban llenos
de agujas de diferentes tipos. Tuve que darle la razón.
En cualquier caso, sospechaba que el mejor lugar para buscar esa
aguja en particular no era durante el recorrido que debía seguir, y que
desconocíamos, sino cerca del objetivo que debía pinchar. Por eso decidí
dirigirme al encuentro del rey el cual, según las últimas noticias, estaba en la
ciudad costera de Jaffa.
Jaffa se hallaba muy al sur de San Juan de Acre, a medio camino entre
Arsuf y Ascalón. Desde ella el rey pretendía dominar toda la zona litoral,
pero el ejército de Saladino permanecía cerca, acechante, esperando una
ocasión propicia para asaltar la ciudad y recuperar su control. En verdad,
Ricardo se lo había puesto fácil. Nuestro rey no ocultaba su intención de
marchar a Europa aunque las conversaciones de paz quedaran inconclusas.
Habló de ocupar Beirut para zarpar desde allí. Saladino, aprovechando que
Ricardo estaba entretenido tan al norte, en el Líbano, sacó a sus tropas de
Jerusalén y marchó hacia Jaffa. Así mataba dos pájaros de un tiro: recuperaba
una plaza de gran valor estratégico y mantenía entretenidos a sus levantiscos
soldados.
Los caballeros que habían llegado recientemente de la zona hablaban
de lo inminente de una nueva batalla, y me recomendaban que si pretendía
navegar hasta allí, estuviera alerta porque podría hallarme envuelto en una
buena trifulca. Lo cual, a estas alturas de mi estancia entre los cruzados, no
me suponía ninguna novedad.
Como el rey se había llevado todas las galeras disponibles para hacer
frente a un eventual ataque marítimo de la flota egipcia, no tuve más remedio
que volver a cabalgar por la costa de Palestina. Así llegué al cabo de pocos
días hasta Cesarea, donde intuí que algo no marchaba bien al darme de bruces
con una sorpresa inesperada.
CAPÍTULO DÉCIMO: JAFFA

–No tenemos ni idea de qué puede haber ocurrido –me explicaba una
y otra vez el comandante del ejército de Ricardo–. Conforme avanzábamos
hacia la ciudad veíamos las galeras del rey mar adentro en la misma
dirección. Navegaban despacio porque tenían el viento en contra. Sin
embargo, de repente dieron media vuelta, largaron todo el trapo y se fueron.
Suspiré y miré a mi alrededor. Ante las puertas de Cesarea los
soldados procedían a montar el campamento. Los caballeros llevaban sus
monturas a pastar y las mujeres encendían hogueras y preparaban los
pucheros. Se les veía cansados, había numerosos heridos y nadie parecía
tener ganas de ponerse a correr tras la flota del rey para averiguar qué estaba
pasando.
–¿Podéis al menos asegurarme que se dirige hacia Jaffa? –le insistí–.
Es urgente que me reúna con él sin más dilación. Y en cuanto al camino,
¿está libre el paso por tierra?
–No puedo asegurar nada ni se me ocurre adónde puede haber ido si
no es a Jaffa. No creo que se atreva a atacar otra ciudad sin nosotros… –
pareció vacilar un momento antes de añadir–. Somos su ejército. Carece de
fuerzas suficientes para un asalto con la flota. En cuanto al paso… Qué puedo
yo deciros. Cuando salimos de Jaffa estaba libre, pero teníamos el ejército de
Saladino tan cerca que podíamos ver sus tiendas a lo lejos, tierra adentro.
Estuve pensando un rato. No sabía qué hacer, pero me apetecía bien
poco dedicarme a perseguir una flota que se dirigía a un destino desconocido.
Lo cual podía resultar especialmente difícil para alguien a caballo.
El comandante me aconsejó tomármelo con calma y me invitó a
almorzar con él.
Así estábamos cuando llegó un mensajero del rey. Al parecer había
desembarcado en una pequeña chalupa y traía un mensaje que sacudió el
campamento como un mazazo.
–¡Saladino está atacando Jaffa! –gritaba el mensajero agotado y
sudoroso, mientras entraba corriendo en el campamento–. La flota se dirige a
la ciudad; el rey ordena a su ejército regresar y aprestarse a la batalla.
El comandante poco logró sacar en claro de aquel exaltado que había
revolucionado todo el campamento. Una embarcación procedente de Jaffa
había llevado el mensaje hasta la galera del rey. Éste había ordenado dar
media vuelta de inmediato y dirigirse de nuevo a la ciudad, remando a
marchas forzadas. No iba a esperar a las tropas de tierra, pero contaba con
que acudiesen sin tardanza y dispuestas a batirse con los musulmanes.
El comandante permitió a sus hombres terminar de comer, pero a
continuación se pusieron a desmontar las tiendas y prepararse para una nueva
marcha. Aunque cansados, reaccionaron con energía desbordante y sin dudar
ni un instante. El ejército estaba de nuevo en movimiento. Una batalla se
avecinaba y todo parecía indicar que el rey la empezaría solo, sin aguardar
refuerzos.
Logré averiguar, para aumentar mi desasosiego, que en las galeras
iban muy pocos caballeros. Según el comandante no serían más de cincuenta.
Había también un menguado número de arqueros, que no debía de pasar de
doscientos o trescientos. ¿Era posible defender o reconquistar una ciudad con
tan escasos combatientes? Así se lo pregunté al comandante.
–Parece imposible, pero con Ricardo Corazón de León los imposibles
a veces se convierten en pequeños inconvenientes que el valor puede superar
con creces.
Con tan optimistas palabras como preludio, el ejército se puso en
marcha hacia Jaffa.

* * *

La esforzada hueste se detuvo en seco a pocas leguas de la ciudad.


Millares de hombres de Saladino la estaban esperando en perfecta formación
de batalla, dispuestos a impedirle el paso. En primera línea, la infantería, con
las lanzas a punto para detener la carga de caballería. Detrás los arqueros,
prestos a ennegrecer el cielo con sus flechas. A su alrededor los jinetes
selyúcidas, con los caballos piafando nerviosos.
Después de ser testigo de una situación similar en Arsuf, temí que se
lanzaran al ataque de inmediato. El comandante, por el contrario, tenía escasa
fe en que se repitiera un milagro como aquél. En lugar de esperar la ayuda
divina, prefirió adoptar una táctica defensiva.
Sin saber qué hacer me uní a los batidores que inspeccionaban los
alrededores. Cerca de una fuente vimos a otro grupo de exploradores
selyúcidas que estaban realizando la misma labor. Los hombres decidieron
regresar a informar, pero algo me llamó la atención y observé detenidamente
a los enemigos. ¿Sería posible que…?
–¿Venís, d’Artois? –me insistía un caballero a mis espaldas.
–Esperad, dejad que me acerque.
–No es buena idea; puede haber más emboscados tras esos árboles.
Aunque no estaba seguro del todo, parecíame que el destino se
confabulaba de algún modo para cambiar las cosas cuando menos lo
esperaba, así que respondí:
–Volved vosotros solos. Decidle al comandante que no se preocupe
por mí; tengo cosas que hacer por aquí –espoleé mi caballo y me dirigí hacia
el enemigo.
Los cristianos, desconcertados, se encogieron de hombros y
regresaron con el grueso de sus fuerzas. Los selyúcidas, más perplejos
todavía, aprestaron sus arcos y apuntaron hacia mí.
Por suerte, al-Kamil también me reconoció y les ordenó permitir que
me acercara.
–¡Cristiano loco! ¿Qué haces aquí? A punto hemos estado de dejarte
como un puercoespín…
–Yo también me alegro de encontrarte de nuevo, al-Kamil –le
respondí con una sincera sonrisa en los labios.
–Éste es el cristiano que me acompañó en mi último viaje –dijo a
modo de presentación y luego, dirigiéndose a mí–: ¿Qué has venido a hacer?
Se supone que deberías estar al otro lado.
–Bueno, recuerda que le hice una promesa a Saladino. Si descubría
algo que…
–Sí, sí, conozco tu famosa promesa, aunque no pensaba verte
cumplirla. Dime, ¿qué has averiguado?
Le puse al día de mis andanzas desde el momento que nos separamos
y vi cómo su alegría por nuestro inesperado encuentro se turbó de repente.
–Dices que no sabes si el Viejo de la Montaña preferirá matar a tu rey
o al mío, pero te aseguro que yo no albergo la menor duda. Es Saladino quien
está en peligro de muerte. Ven, acompáñame hasta el campamento.
Partimos de inmediato y en el ínterin, al-Kamil me relató la situación.
Habían recibido muchos refuerzos en los últimos días, así como caravanas de
víveres y todo tipo de provisiones. El campamento se había desplazado para
acercarse a Jaffa. Todo aquel desorden, gente yendo y viniendo así como
carros de las más diversas procedencias, parecía el escenario ideal para que se
infiltrara a escondidas algo peligroso.
Cuando llegamos, al-Kamil alertó a la guardia e hizo despejar los
alrededores de la tienda de Saladino. También ordenó que se revisaran todos
los contenidos de cualquier caja, saco, odre o alforja.
A la vista del tamaño del campamento, parecía difícil que todo fuese
inspeccionado con diligencia, pese a las instrucciones recibidas. Entonces se
me ocurrió preguntar dónde estaba Saladino en aquel momento y qué hacia.
Le pedí a al-Kamil que me pusiera al corriente con el mayor detalle posible.
–Verás: cuando tu rey partió de Jaffa, Saladino decidió atacar. Las
catapultas lograron abrir una brecha en la muralla y penetramos. La
guarnición se hizo fuerte en la ciudadela y resistió bastante tiempo, mientras
los mercenarios y algunas tropas de disciplina relajada aprovechaban para
saquear cuanto podían. El sultán negoció con los caballeros sitiados. Les
ofreció perdonar sus vidas si se rendían y nos ordenó restaurar el orden entre
las tropas. Una vez pacificada la ciudad, los caballeros se disponían a salir de
la ciudadela y entregarnos ese bastión. Entonces… entonces Ricardo lo hizo
otra vez.
–¿Qué hizo el rey?
Al-Kamil bufó con disgusto. No le gustaba la parte del relato que
venía ahora.
–Reconquistó Jaffa y expulsó a nuestro ejército de la ciudad –dijo,
con un mohín de disgusto pintado en la cara.
Estuve pensando en ello unos instantes y luego pregunté, tratando de
ser lo más delicado posible:
–Al-Kamil, el ejército de Ricardo está ahí –dije señalando en
dirección opuesta a la ciudad–. Lo sé muy bien. Yo he venido con él desde
Cesarea…
–¡Ya sé dónde está tu ejército! –respondió el selyúcida de mal humor.
–Entonces ¿cómo se supone que puede haber tomado Ricardo la
ciudad si tu ejército ya estaba en ella?
–A nado…
–¿Qué? –resultaba evidente que le mortificaba hablar de ello, así que
seguí insistiendo hasta sonsacárselo todo.
–Las galeras llegaron cuando Jaffa ya estaba en nuestro poder –siguió
explicando el selyúcida–. No podían desembarcar en el puerto porque lo
teníamos tomado y, además, Ricardo no tenía forma de saber que aún no
había caído la ciudadela. Sin embargo, vimos cómo un hombre se lanzó al
agua y nadó hasta la flota. Debió explicarles que todavía había resistencia y
por dónde desembarcar. Al poco la flota se acercó a una escollera de rocas y
algunos caballeros se arrojaron al agua. Nadaron hasta la ciudad y se pusieron
a luchar, calle por calle, esquina tras esquina, hasta que nos fueron
expulsando. Las estrechas callejuelas de Jaffa no permiten maniobrar a un
ejército y sólo podía enfrentárseles menos de una docena de hombres al
mismo tiempo. Sin poder hacer nada por evitarlo, vimos cómo iban
recuperando las calles hasta llegar a la ciudadela, donde se les unieron los
caballeros que aún no se habían rendido.
–¿Y todo este ejército que tenéis aquí? –dije, refiriéndome a quienes
nos rodeaban.
–No caben; Jaffa es muy pequeña y sus callejuelas estrechas. El
ejército no podía entrar.
–Pero hay algo que tampoco entiendo. No se puede nadar con
armadura –y agarrando con una mano el cuello de mi cota de malla para
mostrárselo añadí–: ¿Tienes idea de cuánto pesa esto? Con la camisa y los
pantalones de cota, más el yelmo y el escudo…
–No los traían. Llegaron a la ciudad con la espada, unas alpargatas y
el taparrabos –me miró furioso y empezó a amenazarme diciendo–: Oye,
como te rías te juró por el Profeta que…
No pude seguir escuchándole porque me vi incapaz de contener las
carcajadas. Ricardo, sin su ejército, sin armadura y a nado había tomado
Jaffa.
Cuando se me pasó la risa me disculpé sinceramente. No pretendía
abochornarlo y además teníamos un trabajo que hacer.

* * *

Al-Kamil se mostró tan competente como cabía esperar. Habló con


Saladino y en muy poco tiempo se organizó la caza de los asesinos. Cualquier
actitud mínimamente sospechosa, cualquier objeto inusual, debía ser objeto
de escrutinio cuidadoso. Dado que sabíamos cómo las gastaban aquellos
desalmados, se pidió a los soldados que participaban en la búsqueda que no
se enfrentaran al enemigo de forma irreflexiva. En tal caso, los asesinos
podrían organizar una auténtica masacre. Su deber era avisar con la máxima
discreción a unos pocos hombres de confianza, entre los que yo me contaba.
Nosotros nos ocuparíamos de capturarlos o quitarlos de en medio, según se
terciase. Nadie estaba dispuesto a correr riesgos.
No es de extrañar que al-Kamil contara conmigo. Habíamos
combatido juntos contra los asesinos y, además, yo podía presumir de haber
volado parte de la fortaleza de Masyaf. A esas alturas, ya no dudaba de mi
lealtad hacia Saladino. No obstante, un cruzado destacaba sobremanera en el
campamento musulmán, por lo que debí disimular mi condición. Por fortuna,
mis rasgos no diferían de los de un egipcio, así que bastó con un turbante, una
capa que ocultara bien la sobrecota y poco más para pasar desapercibido.
Tampoco era muy difícil, pues los uniformes de los selyúcidas eran, por
decirlo de algún modo, más bien multiformes.
Pedí a al-Kamil que me mostrase qué camino seguía el sultán entre su
posición de batalla y su tienda y me puse a buscar con todo el disimulo que
fui capaz. Ante todo, no podíamos alarmar a los asesinos. En tal caso, el
campamento entero podría saltar por los aires. Corrimos la voz de que había
espías cristianos ocultos, y eso hizo que pudiéramos husmear por las tiendas
y entre la impedimenta. Por desgracia, el éxito fue nulo.
Conforme el tiempo pasaba, el nerviosismo nos vencía. Los asesinos
podrían actuar en cualquier momento, y no sabíamos dónde. Era frustrante.
Harto de dar tumbos arriba y abajo, me acerqué a la tienda del sultán. Aún no
había tenido tiempo de saludarlo. El asalto a Jaffa ocupaba toda su atención,
y supongo que no quería arriesgarse a que un cristiano se enterase de su plan
de batalla. Vi salir por la puerta a algunos de sus emires con sus respectivas
escoltas. Y justo entonces me di cuenta de algo que me heló la sangre en las
venas.
El soldado que acompañaba al último emir era uno de los asesinos
que habían estado a punto de matarme en el desierto sirio.
Afortunadamente, mi pasmo no nubló el buen entendimiento. Procuré
que nuestras miradas no se cruzaran y me cubrí el rostro lo mejor que pude
con el turbante. Era dudoso que me identificara, pues sin duda él y sus
compinches me dieron por muerto cuando me arrojaron por el barranco y se
olvidaron de mí. Sin embargo, no pensaba tentar al demonio. Tampoco quería
perderlo de vista, por lo que no me atreví a buscar a al-Kamil. Me mantuve a
una distancia prudencial y lo seguí mientras atravesaba el campamento.
¿Estaría el emir confabulado con él, o sería un pobre incauto que ignoraba la
siniestra naturaleza de la víbora que lo acompañaba? Me inclinaba más por la
primera posibilidad. Los asesinos no solían actuar solos.
Anduve tras ellos hasta que se detuvieron en una zona apartada. Unos
carros con vituallas delimitaban un pequeño recinto circular, lleno de sacos y
cajas. A poca distancia, en un descampado, varios soldados se ejercitaban con
la espada, organizando un barullo considerable de gritos y entrechocar de
aceros. En suma, era el sitio ideal para pasar desapercibido.
El emir y su escolta se juntaron y empezaron a cuchichear. Por la
familiaridad con que se trataban, me quedó claro que no estaba ante un jefe y
su subordinado, sino ante dos viejos camaradas. En suma, el emir era otro
asesino. Urgía averiguar qué estaban tramando, así que busqué un lugar desde
donde espiarlos de cerca sin que me descubrieran. Con todo el sigilo posible,
me arrastré bajo una carreta y me oculté entre unos voluminosos sacos,
seguramente de trigo o cebada. A duras penas logré enterarme de retazos de
su conversación. Aparentemente tenían prisa, y hablaban de actuar cuanto
antes. El corazón me latió más deprisa, si cabe. ¿Qué debía hacer?
¿Abalanzarme sobre ellos y liquidarlos? Pero ¿y si había más asesinos sueltos
por el campamento? En cuanto a hacerlos prisioneros, eran dos contra mí.
Podría, con suerte, neutralizar a uno, pero el otro escaparía. ¿Avisar a al-
Kamil? En tal caso, los asesinos podrían atentar contra Saladino mientras yo
buscaba al selyúcida. Angustiado, no supe qué camino tomar.
Para variar, el Destino decidió por mí. Fue entonces cuando descubrí
que los sacos entre los que me ocultaba no eran de grano, sino de harina muy
fina. El polvillo que había levantado sin querer al guarecerme estaba
suspendido en el aire a mi alrededor. Si quería quedarme quieto no podía
evitar respirarlo. Al hacerlo se metía en mi nariz y notaba cómo bajaba por la
garganta, haciéndome cosquillas durante todo el camino. Al llegar a los
pulmones el cosquilleo se convertía en una irritación insoportable.
Intenté contener la respiración, incluso tapándome la nariz. Procuré
concentrarme, pensar en otras cosas. Todo fue inútil. El estornudo salió como
el rugido de un león y tras él oí el desagradable sonido de una cimitarra que
era desenvainada. Al mismo tiempo, sentí el silbido de una daga pasando a
ras de mi oreja. Eran buenos en su oficio aquellos asesinos. Como no me
quedaba otra opción me levanté de un salto y desenvainé. Al menos, ya no
tenía que elegir entre varias opciones. Se trataba de seguir vivo para poder
avisar a Saladino. Si yo caía, el sultán tenía los minutos contados.
Los asesinos se miraron fugazmente. El emir asintió con la cabeza,
dio media vuelta y se fue corriendo. El otro se quedó mirándome fijamente y
esbozó una sonrisa. No me reconoció. Parecía que disfrutaba con el encuentro
y no tenía prisa. Pero yo sí; muchas vidas dependían de que lo despachara
cuanto antes, así que ataqué inmediatamente y nuestros aceros se cruzaron en
el aire. Y nadie iba a venir a curiosear o a echarme una mano. Con el
estruendo de los soldados que practicaban esgrima por allí cerca, nuestro
combate pasaría desapercibido.
El asesino era un tipo delgado, no tendría más de veinticinco o treinta
años y lucía barba y mostacho. Era de movimientos rápidos y precisos y nada
más empezar le vi tomar una daga con la izquierda. Yo hice lo mismo y así
estuvimos peleando un rato, sin que la victoria se decidiera por uno u otro.
Cada vez sus embates eran más fieros, pero le paraba y replicaba con una
contundencia que le obligó a retroceder en varias ocasiones. Finalmente se
abalanzó contra mí lanzando con furia su cimitarra desde lo alto y
obligándome a pararle en mala posición. Eso le permitió endosarme una
puñalada a la altura de la cintura. Tuve que detener ese movimiento con el
brazo, pues no estaba seguro de si la cota de malla tendría éxito contra una
daga tan puntiaguda, casi un estilete. Su arma rasgó la tela y chirrió el acero
de la hoja contra la manga de la cota. Empezaba a perder la cuenta de las
veces que me había salvado el pellejo.
El asesino puso cara de estupor al darse cuenta que su corte no me
había dañado y esa pérdida de tiempo me permitió lanzarle a mi vez una
cuchillada. Recibió el corte en el pecho y retrocedió con un aullido de dolor.
Su mirada se tornó rabiosa y apretó los dientes, dispuesto a saltar contra mí.
Supongo que era indignante para él tener que luchar con un enemigo al que
un golpe de daga no causaba mal alguno, pero no era culpa mía si los
europeos poseíamos mejores técnicas de armamento y defensas superiores.
Era el lado agradable de militar en el bando de los buenos.
El duelo se estaba prolongando en demasía. A este paso, el emir
destruiría el campamento mientras nosotros seguíamos repartiéndonos
mandobles. Mi zozobra hizo que me distrajera. Así, el asesino logró
engañarme con una finta y estuvo a punto de alcanzarme. Para evitar su golpe
me hice hacia atrás, con tan mala suerte que caí de espaldas. El asesino no
desaprovechó esa oportunidad y se apresuró a atacarme de nuevo. Obré de la
única manera factible en esa situación, una maniobra arriesgada que padre
había insistido en hacerme practicar una y otra vez. Me revolví, girando sobre
mí mismo en dirección hacia él y envié mi espada dando un gran tajo en el
aire, sin saber a ciencia cierta si le alcanzaría o no. El asesino no había
previsto un movimiento tan rápido y su cimitarra golpeó el suelo a mi lado,
donde yo había estado un instante antes. En cambio mi espada le alcanzó en
la pierna y le abrió una profunda herida. Por un momento recordé que padre
siempre llevaba protegidas las pantorrillas con unas grebas de acero cuando
me hacía practicar ese movimiento. Ahora podía ver por qué; dicho de otro
modo, pude ver hasta el hueso de la pierna izquierda del asesino.
Se desplomó en el suelo profiriendo un grito espantoso, pero al darse
cuenta de que yo me levantaba hizo lo mismo con gran esfuerzo. Yo apenas
podía creer que tuviera ánimo y fuerzas para incorporarse de nuevo, pero se
abalanzó repentinamente contra mí. La pierna le falló y me resultó fácil
desviar su golpe. Luego le ataqué con la espada y no fue capaz ya de
detenerla a tiempo. Su cabeza salió despedida y cayó al suelo. El cuerpo tardó
un poco más en seguirla.
No sentí alegría por mi victoria. Había perdido un tiempo precioso en
eliminar al asesino. ¿Por dónde andaría en esos momentos el emir? Abandoné
a toda prisa el escenario del duelo. Los soldados cesaron de practicar esgrima
y se quedaron mirándome. Alguno llegó a gritar, y todos se apartaron a mi
paso. Había miedo en sus miradas. Los comprendo; mi aspecto debía de
recordarles al de un yinn, todo blanco por la harina y con el acero que iba
dejando un rastro de gotitas rojas tras de sí. No tenía que andar apartando a la
gente; una espada ensangrentada en la mano creaba un gran vacío por
doquiera que pasara.
Cuando logré encontrar a al-Kamil le expliqué todo lo ocurrido.
–¡Maldito seas, cristiano, tú y todos los de tu estirpe! –gritó
enfurecido–. ¿No podías haberme avisado antes para que te ayudara? ¡Ha
sido una temeridad que intentaras espiarles tú solo! ¿No quedamos en que
debíamos ser cuidadosos para no alarmarlos? ¡Precisamente tú, que los
conoces bien, deberías predicar con el ejemplo!
–Dejemos los reproches para luego. ¡La vida de Saladino pende de un
hilo si no damos con el emir! ¿Dónde está el sultán ahora mismo?
Llegamos a la tienda de Saladino con la lengua fuera. Al-Kamil entró
tras cruzar unas palabras con los centinelas, pero yo me quedé a una prudente
distancia, pues más parecía un alma en pena de la Santa Compaña, como
dirían en la remota Galicia, que un paladín del Islam. Seguramente, el
selyúcida estaría tratando de convencer al sultán para que evacuara el
campamento antes de que lo volaran, cosa que podría ocurrir en cualquier
momento.
Desquiciado por la incertidumbre, miré a mi alrededor, y entonces lo
vi. El emir caminaba con prisas, y parecía ocultar algo junto a su pecho. Creí
distinguir el tenue brillo de la llama de una lámpara de aceite cuando giró a
su derecha y se dispuso a entrar en una tienda próxima a la de Saladino. Sin
duda, el cargamento explosivo se ocultaba allí. Era uno de los lugares que
habíamos examinado, pero los asesinos sabían camuflar las cosas.
Actué por puro instinto. Extraje la daga del cinto y se la arrojé con
todas mis fuerzas, como si fuera una piedra. Tenía buena puntería; al fin y al
cabo, durante mi infancia participé en las típicas guerras entre pandillas de
niños en Damieta, y descalabré de un cantazo a más de uno. En esta ocasión,
acerté a mi víctima en la mano. La daga no se clavó, sino que le golpeó con la
empuñadura. La lámpara se quebró, derramando el aceite sobre las ropas del
emir. El fuego prendió enseguida, y aquel tipo se quedó paralizado con una
expresión de cómico asombro en el rostro, como si no pudiera creer lo que le
estaba sucediendo. Pero era cuestión de unos instantes que se repusiera.
Conociendo la idiosincrasia de los asesinos, probablemente se precipitaría,
convertido en antorcha humana, sobre la pólvora.
Sin darle tiempo de reaccionar, me abalancé sobre él. Más bien me
tire en plancha, de forma poco airosa. Lo importante era separarlo de la
tienda. Caímos al suelo cuan largos éramos, al lado de la tienda del sultán.
Los soldados que la custodiaban desenvainaron sus aceros. Si me atacaban a
mí primero, el asesino dispondría de la ocasión para cumplir su propósito, así
que grité a pleno pulmón:
–¡Es un espía cristiano que quiere matar a Saladino! ¡Capturadlo vivo
para que delate a sus cómplices!
Por un momento temí que los soldados nos liquidaran a los dos allí
mismo, pero mis voces alarmaron a al-Kamil. Salió en tromba de la tienda, se
hizo cargo al momento de la situación y se tiró encima del emir, el cual
trataba de incorporarse. Conseguimos apagar las llamas envolviéndolo con
nuestras capas, y al cabo de unos minutos de confusión por fin tuvimos un
prisionero atado de pies y manos, y sólo ligeramente chamuscado. En la
tienda de al lado, en un hoyo en el suelo, descubrimos un montón de sacos
llenos de la mortífera pólvora. Un ingenioso armazón de tablas cubierto de
una fina capa de tierra los ocultaba de la vista; no me extrañó que los
hubiéramos pasado por alto. Comprobamos que la carga explosiva estaba
dispuesta de tal modo que el vendaval de humo y fuego se habría dirigido
hacia la tienda de Saladino. Al-Kamil puso a una guardia de sus hombres más
leales en torno a aquel lugar, al mando de Ibn Aydin. Todos iban armados
con arcos. Nadie se iba a acercar al letal cargamento, eso seguro.
Saladino también había asomado la cabeza, y cuando todo estuvo bajo
control ordenó que el prisionero fuera interrogado. Luego, sin darle mayor
importancia, volvió a sus asuntos, es decir, a decidir cómo echaban a los
cristianos de Jaffa. Sin perder más tiempo, al-Kamil y yo llevamos al
prisionero a otra tienda, lo sentamos y lo amarramos a una silla. Como cabía
esperar, el emir se negó a hablar. Necesitábamos saber si había más pólvora
en el campamento y si otros asesinos lo acompañaban, pero aquel tipo no
parecía dispuesto a contárnoslo.
–Tenemos prisa, así que dejémonos de tonterías –dijo al Kamil, y le
lanzó al emir una mirada que no presagiaba nada bueno–. Sabes escribir,
¿verdad, perro?
Acto seguido, al-Kamil tomó un frasquito de vidrio que había sobre
una mesa, lo rompió en pedazos y se los metió a la fuerza en la boca a aquel
pobre diablo. Como estaba bien atado, no pudo resistirse. A continuación lo
amordazó para que no pudiera escupir los trozos, cortantes como navajas, y le
propinó varios puñetazos en el rostro. Me estremecí; el dolor debía de ser
insoportable. La mordaza comenzó a teñirse de rojo. El asesino gemía,
pataleaba y su cuerpo se tensaba como si sus músculos y tendones quisieran
romperse, pero estaba bien sujeto.
Al-Kamil dejó de darle golpes. Buscó un tintero, papel y pluma. A
continuación le habló al emir con una dulzura que me puso los pelos de
punta:
–Y ahora, guapo, vas a escribir los nombres de tus cómplices y si
tienes más de ese polvo infernal, o seguirás cobrando. Tú eliges.
Prefirió escribir, aunque con pulso bastante tembloroso. Por fin
pudimos saber todo el plan de los asesinos, realizar las pertinentes
detenciones y requisar hasta el último saco de pólvora. Al-Kamil,
prudentemente, ordenó que arrojaran su contenido al mar.
–¿No piensas guardarlo, o mostrarle al sultán de qué es capaz ese
producto? –le pregunté.
–¿Y que todo el mundo se entere de su existencia, de su poder? Antes
que acabase el día, alguien habría partido en su búsqueda. Ya he tenido
suficientes muestras de su diabólica fuerza como para querer encontrarme
con eso en la próxima guerra en la que deba luchar.
Tuve que convenir con él que era lo mejor que podía hacerse, y así
libramos para siempre jamás al mundo de los horrores de ese polvo negro del
Oriente. Aunque conociendo la naturaleza humana, quién sabe cuánto tardará
algún insensato en abrir otra vez las puertas del infierno. Confío en haber
dejado este valle de lágrimas para entonces.
En cuanto a los asesinos, sus últimos momentos fueron
extremadamente dolorosos. Saladino, tan pródigo con quienes le caían bien,
podía ser implacable con sus enemigos. No me extenderé aquí con detalles
desagradables; simplemente quiero hacer constar que en toda mi vida no he
vuelto a encontrar verdugos tan creativos como los del sultán. El mensaje al
Viejo de la Montaña había quedado meridianamente claro.

* * *

Una vez solventada la amenaza asesina, aún teníamos una guerra en


curso. Al-Kamil me condujo hasta donde estaba reunido el estado mayor del
sultán, en lo alto de un pequeño montículo justo ante las murallas de Jaffa.
Observé que había una brecha considerable en ellas. A modo de tapón, para
impedir el asalto, los cristianos que defendían la ciudad se hallaban formados
delante de ella. Los infantes hincaban la rodilla en tierra, resguardándose tras
los escudos. Largas lanzas clavadas en el suelo, inclinadas hacia el enemigo,
desafiaban a la caballería de Alá.
Detrás de esta primera barrera un grupo de arqueros esperaba
paciente, con sus arcos largos a punto para ser empleados. Tan sólo vi a un
hombre a caballo entre ellos. Iba de un lado para otro impartiendo órdenes y
reconocí la figura del rey Ricardo.
Por fin pude intercambiar unas palabras con el sultán Saladino. Me
expresó su alegría por haber encontrado y destruido el cargamento con el cual
se quería atentar contra su vida.
–Me complace observar que hay cristianos que cumplen su palabra –
me dijo–. El relato de al-Kamil de vuestras peripecias en las tierras del califa,
así como el que hayas venido a avisarme, demuestran que puedo confiar en ti.
Cuando todo esto acabe, y espero que sea pronto, recompensaré con
prodigalidad tu trabajo. Sin embargo, ahora hay un asunto de gravedad que
requiere mi inmediata presencia. Te invito a que me acompañes y podrás ver
por ti mismo el desenlace de esta guerra, que espero resolver dentro de unos
momentos.
Estas palabras no presagiaban nada bueno, como tampoco los miles
de caballeros musulmanes que en ordenadas filas esperaban, frente a las
tropas de la Cristiandad. A una orden de Saladino, mil hombres, gritando a
pleno pulmón «¡Alá es grande!», se lanzaron al galope contra los defensores
de Jaffa.
La carga de caballería embistió con brutal ferocidad contra los
infantes, mas éstos aguantaron el envite, asiendo las lanzas con firmeza y sin
ceder un palmo de terreno. La caballería fue detenida; los corceles
relincharon con terror, y algunos murieron atravesados. Se luchó durante un
rato, unos montados y otros a pie, hasta que a una orden del capitán la
caballería se retiró.
Oí gritos de alegría entre los cristianos y vi a Ricardo arengarlos. Sin
embargo, desde donde yo estaba podía observar otro grupo de otros mil
jinetes que empezaba a maniobrar con presteza. Una nueva carga de
caballería se arrojó sobre los hombres de Ricardo.
Una vez más lucharon encarnizadamente. Ante las murallas de Jaffa
eran ya muchos los cadáveres de hombres y bestias que con su sangre
enrojecían el suelo. Al cabo de un tiempo, esta segunda carga tuvo que
retirarse también.
Saladino, visiblemente nervioso, discutía con sus generales. Algunos
pretendían lanzar toda la caballería al unísono, pero otros argumentaban que
eso sería aún peor. Sencillamente, no cabían más de mil caballeros en esa
zona. Si enviaban más, no podrían maniobrar, se estorbarían entre sí, muchos
tendrían que detenerse y serían presa fácil de los arqueros britanos.
Fui a comentarle algo a al-Kamil, que estaba a mi lado esperando
órdenes de Saladino, pero no me dejó ni hablar.
–Ni una palabra, cristiano, ni una palabra sobre lo que está
ocurriendo, o te convierto en eunuco –dijo, visiblemente irritado.
Consideré oportuno hacerle caso y callar, visto el ambiente de general
consternación. Me puse cómodo sobre mi montura y pasé las siguientes horas
viendo cómo una tras otra las cargas de caballería se sucedían, sin que las
posiciones de los cristianos flaquearan o retrocedieran.

* * *
Al-Kamil vino con un bocado para él y otro para mí. Me lo tendió
diciendo: «Así te ahogues con él», pero le agradecí de todos modos la
amabilidad de traerlo. Saladino estaba preparando un último asalto contra las
líneas enemigas. Tenía la impresión que muchos de sus hombres estaban
desanimados y lo dejaban ya por imposible. Empezaba a atardecer y pronto
faltaría la luz para seguir atacando.
De nuevo la caballería cargó, esta vez no tan ágilmente, pues llevaba
toda la tarde combatiendo y los animales estaban cansados. Quizá para
aprovechar esta circunstancia, Ricardo no se limitó esta vez a la defensa. Tras
detener la carga, los arqueros pasaron al frente y hostigaron a las huestes de
Saladino, causando numerosas bajas entre ellas. Después volvieron a la
retaguardia y el propio rey Ricardo se puso al frente de sus lanceros,
dirigiendo un ataque contra las primeras filas del enemigo.
Entonces oí con agrado que el sultán tenía un nuevo problema: el
ejército que había llegado de Cesarea estaba amenazando a su retaguardia.
Fue para mí un alivio y a fe de Dios que no sé por qué tardaron tanto, pero su
iniciativa llegaba en buen momento. La caballería de Saladino estaba cansada
y quebrantada tras todo el día combatiendo, y la moral de sus hombres por los
suelos, tras esos estériles intentos por tomar la ciudad.
Sin embargo, mi corazón dio un vuelco cuando al-Kamil atrajo mi
atención sobre algo que acababa de ocurrir en el campo de batalla. El caballo
del rey había sido alcanzado por una flecha y había caído, dejándole en el
suelo y a cierta distancia del grueso de sus hombres. Los infantes y caballeros
que estaban más cerca se apresuraron a ir hasta él corriendo a defenderle y
formaron un muro humano a su alrededor.
–¡Oh, no, se levanta otra vez! –exclamó al-Kamil apenado–. Si al
menos se hubiera matado al caer…
–¡Eh, tú, el cristiano! Ven aquí –uno de los lugartenientes de Saladino
me llamaba y acudí con presteza.
El sultán estaba impartiendo órdenes, pero me vio y dijo algo que no
me esperaba.
–Toma estos dos corceles –me dijo Saladino, indicando dos caballos
árabes negros–. Llévaselos a tu rey y dile que es un obsequio por el valor que
ha demostrado en este día.
Los cogí y me dispuse a partir, sin entender por qué un enemigo se
mostraba tan generoso con su rival. Al-Kamil me saludó con la mano; él
también había recibido órdenes y se aprestaba a cumplirlas.
–¡Adiós, amigo! –le grité, devolviéndole el saludo.
Cabalgué deprisa, pero tuve que frenar y mostrarme bien para que los
arqueros britanos no me convirtiesen en un acerico. Finalmente se
tranquilizaron y pude llegar al lado de mi soberano, a quien entregué el
presente del sultán y le transmití sus palabras.
–Un hombre muy considerado –dijo satisfecho el rey, escogiendo uno
de los caballos y montando en él–. Sin duda tenemos un digno rival ante nos.
–Y otro rival inesperado y menos generoso que está entrando en la
ciudad –dije, señalando hacia la abertura en la muralla.
Unos soldados de Saladino se habían acercado a rastras,
aprovechando que los hombres de Ricardo se habían separado de la muralla
para contraatacar. Penetraban en la ciudad y no parecía haber muchos
defensores dentro.
–Mi querido d’Artois –me dijo el rey–, tienes la costumbre de llegar
tarde a las batallas, pero al menos nunca te pierdes la parte más interesante de
las mismas. Acompáñanos y reconquistemos la ciudad otra vez o muramos
como soldados de Cristo.
Y de este modo fui invitado por mi rey a luchar junto a él en Jaffa.
Las calles eran en verdad estrechas; había rincones peligrosos por
todas partes, pero Ricardo no se detenía ante nada ni nadie. Era casi
imposible mantener su ritmo, pero quienes le seguíamos no pensábamos dejar
que nos adelantara e hiciera él personalmente todo el trabajo. Fue un combate
duro; nos estorbábamos los unos a los otros y siempre parecía haber más
enemigos dispuestos a sorprendernos. Los caballeros y el rey formábamos
una muralla que se abalanzaba contra los musulmanes sin dudar ni conceder
cuartel. Uno tras otro fueron cayendo, y cuando al fin ya no encontramos más
resistencia había perdido la cuenta de cuántos cuellos rebanamos aquella
tarde.
Observé que estábamos todos cubiertos de sangre de los pies a la
cabeza y algunos regueros fluían por las propias calles empedradas de Jaffa.
Sobre el suelo también reposaban numerosos cadáveres, casi todos ellos
faltos de alguna parte de su cuerpo, ya fuera la cabeza, una mano o el brazo
entero.
El sol se estaba escondiendo y sólo sus últimos rayos alcanzaban a
iluminar aún el cielo. Entonces llegó, jadeante, un arquero con noticias para
el rey.
–Mi señor, el ejército de Saladino se retira en dirección a Jerusalén. El
vuestro está llegando a las puertas de la ciudad. ¡Jaffa es vuestra!
–¡Viva el rey Ricardo! –gritó un caballero alzando su espada
ensangrentada, y todos lo coreamos con vítores y gritos de júbilo.

* * *

La euforia por nuestra victoria pasó, como también la celebración.


Con una resaca de proporciones apoteósicas me levanté al día
siguiente, y tuve que meter la cabeza en un barreño de agua fría para intentar
calmar el dolor de cabeza, con escaso resultado.
Me encontraba en una casa vacía y saqueada donde había pasado la
noche y la mañana. No recordaba haber llegado hasta ella, así que no sé si lo
hice por mi propio pie o alguna alma caritativa me ayudó.
Se oía mucho ruido fuera y salí a ver qué ocurría. El ejército estaba
despertando e invadía las calles. Los más resistentes todavía festejaban,
muchos dormían en cualquier rincón y los más prácticos empezaban a
preparar algo que comer. Como las galeras al fin habían podido atracar
tranquilamente en el puerto, habían desembarcado provisiones en
abundancia. En una plazoleta encontré que estaban sirviendo estofado de una
gran olla que hervía a fuego lento. Me puse a la cola y me tendieron un cazo.
Tuve suerte y me tocaron algunos trozos de cordero, con lo que fui satisfecho
a sentarme a un portal para almorzar. Cuando iba a ponerme a la faena, vi que
me acompañaba una cabeza cortada, no muy lejos del resto del cuerpo. El
charco de sangre se había secado, hedía y numerosas moscas revoloteaban
por encima. Aun a riesgo de parecer melindroso ante otros soldados que
comían allí mismo sin que pareciera importarles, preferí cambiar de lugar.
Dediqué ese día a descansar y reponerme, pues el agotamiento
empezaba a hacer mella en mí tras tantos viajes y luchas. Me planteé qué
debía hacer a continuación. Tenía claro que tras terminar con Jazari, destruir
el polvo infernal, escarmentar al Viejo de la Montaña en su propia casa y
salvar a Saladino, aún me quedaba un asunto más por resolver: ocuparme de
Bonifacio. Sin embargo, no tenía ni idea de su paradero ni de cómo hallarle,
por más que me esforzaba en encontrar la manera de dar cumplida cuenta del
traidor.

* * *
Durante los días siguientes estuve ayudando a reorganizar la defensa
de Jaffa, pero mi mente siempre estaba pensando en Bonifacio ¿Cómo podría
dar con él? Sin embargo, las cosas cambiaron súbitamente, impartiéndome
una lección de humildad.
Había estado pensando en hacer yo mismo todo el trabajo,
preocupado porque si fallaba, el traidor Bonifacio saldría impune. ¡Qué
estupidez y qué orgullo el mío! ¿Acaso no sabía que otra mucha gente más
inteligente y valerosa que yo se ocupaba del mismo asunto? En una galera
recién llegada de Acre con caballeros de refuerzo venía Hunfredo de Torón,
con unos cuantos templarios y, cargado de cadenas, Bonifacio.
El bueno de Hunfredo y muchas patrullas templarias me habían creído
y buscado por todo el país al traidor. Al final le interceptaron cuando trataba
de embarcar, disfrazado de monje, en un barco que debía zarpar en dirección
a Nápoles.
El rey mandó llamarme a su presencia y en la antesala hallé a
Hunfredo y al templario Miguel, quienes me pusieron al día de estas
novedades que he relatado. Jubiloso, les felicité y les pregunté qué pena
recaería sobre él, cómo iba a castigar el rey su traición.
Hunfredo y Miguel se miraron sorprendidos, y luego me
contemplaron a mí. En ese instante comprendí que tenía un problema.
Un escudero nos llamó y pasamos a la gran sala de la ciudadela,
donde Ricardo y sus más fieles se reponían del esfuerzo de los últimos días
con asados y vino. Bonifacio, aunque encadenado, me miró con ira y soberbia
en los ojos.
–¡Ese perro, amigo de musulmanes, es quien debería ser castigado! –
dijo, señalándome–. ¿Cómo es posible que permitáis que el hijo de un
bastardo acuse a un caballero, de probada nobleza y fidelidad? Yo os digo:
azotadle, arrancadle los ojos y que se pudra en una mazmorra –al hablar daba
manotazos de rabia en el aire y las cadenas tintineaban de un modo lúgubre.
Algunos de los hombres que estaban sentados alrededor del rey
aprobaban sus palabras.
–Mi señor –dijo uno de ellos–, no podemos consentir que un villano e
hijo de un bastardo mancille el honor de un caballero de noble cuna. ¿Cuándo
se ha visto que la palabra de un hombre sin nobleza valga más que la de uno
de nosotros? ¿Acaso a partir de ahora permitiréis que la chusma nos acuse de
cuanto le plazca? Si no fuera un inferior a mí, yo mismo retaría a duelo a ese
muchacho para que Dios probase que digo la verdad. Pero es plebeyo y
bastardo, así que os digo que es mejor ahorcar a d’Artois por su ofensa a la
nobleza y que el caballero Bonifacio se siente con nosotros a disfrutar de
vuestra hospitalidad.
–Oye, ¿de qué va esto? –le pregunté a Hunfredo en un susurro
acongojado.
–Nada, lo de siempre: la palabra de un noble vale más que la de un
plebeyo.
Bonifacio seguía defendiendo su honor mancillado, conminando a los
presentes a que me apresaran, torturaran, mataran y cosas peores. Los
hombres del rey cada vez estaban más de su lado y Ricardo seguía comiendo
asado y bebiendo.
–Entonces yo pido a mi señor rey que manifieste públicamente su
voluntad –terminó Bonifacio, exaltado–, para que podamos dar el castigo que
se merece a este villano.
Todos me miraron. El rey terminó con el asado, eructó y bebió otro
sorbo de vino.
–El caballero Bonifacio ha hablado muy bien –dijo Ricardo–. La
palabra de un noble vale más que la de cualquier otro, pues así lo requieren
las virtudes y autoridad natural con que Dios nos ha investido –hubo
murmullos de aprobación en la sala. Yo miré hacia la puerta, mas vi que
estaba cerrada y custodiada por hombres armados que permanecían alerta y
no me quitaban los ojos de encima. Intenté dar un paso hacia atrás, pero
Miguel me pasó el brazo por la espalda y me empujó de nuevo hacia
adelante–. Nos de ninguna manera permitiremos que nadie ofenda a la
nobleza con acusaciones ridículas y que no están fundadas en un estado
natural de igualdad o superioridad del acusador sobre el acusado –nuevos
murmullos de aprobación–. ¿O acaso alguno de los caballeros aquí presentes
aceptaría que su escudero o cualquiera de sus sirvientes declarasen contra
ellos?
Los caballeros gritaron que no consentirían tal cosa. Nervioso, miré
hacia las ventanas: estaban protegidas por barrotes. No había manera de salir
corriendo de allí.
–Entonces todos estamos de acuerdo en que la palabra de un caballero
debe prevalecer –sentenció el rey dando un soberbio puñetazo sobre la mesa.
En ese momento observé como brillaban de alegría malsana los ojos de
Bonifacio, quien al percatarse de mi atención hizo un grosero gesto con su
pulgar alrededor del cuello.
Los presentes asintieron con firmeza y entonces oí un suave carraspeo
a mi lado.
–Perdonad, mi señor…
–Adelante, noble Hunfredo, señor de Torón –le respondió el rey.
–Es sobre este asunto particular de la nobleza que quería hablaros.
–Hablad, hablad, mi querido Hunfredo; nos escuchamos atentamente
vuestras siempre sabias palabras –le instó sonriendo el rey.
–Veréis, de todos es sabido que cuando alguien destaca en el servicio
a su soberano, incluso más allá del deber y poniendo el interés de su rey por
encima de su propia vida, aún a riesgo de perder su honra o su alma, sin por
ello…
–Frases más cortas. Ve al grano –le dijo Miguel por lo bajo.
Hunfredo carraspeó de nuevo y siguió hablando:
–Cuando alguien os sirve con nobleza. Pone en peligro su vida por
vos. Cruza desiertos y mares para serviros. Desafía peligros innumerables. En
fin, cuando alguien os sirve de modo ejemplar. ¿No es normal que vuestra
generosidad le recompense?
–A fe de Dios que hemos visto a ese hombre luchar a nuestro lado con
valor en varias batallas. Ahora vos, Hunfredo, decís que es merecedor de una
recompensa. ¿Puede alguien dudar de la palabra de un noble de tan alto rango
como Hunfredo, cuarto señor de Torón?
–Respecto a los méritos de este valiente cruzado, mi señor –intervino
Miguel–, sólo quería haceros saber que mi orden le tiene en alta estima. Nos
consta que os ha servido con valor, nobleza, templanza y una firme
determinación. Se ha enfrentado a numerosos peligros. Por vos se ha
mezclado con nuestros enemigos y los de nuestra fe para desenmascarar sus
conjuras, malefícios y artimañas, y así protegeros. En nombre de la orden del
Temple, os pido que haciendo uso de vuestro poder y natural generosidad, le
recompenséis como se merece.
–¿Habéis oído? –dijo el rey, levantándose–. Un noble y la orden del
Temple piden que Marc d’Artois sea recompensado por sus servicios a
nuestra corona. ¿Alguien duda de Hunfredo o del Temple? –todos los
presentes gritaron que ni por asomo–. Entonces nos te ordenamos que te
acerques, Marc d’Artois.
Miguel me empujó al tiempo que me decía al oído:
–Ve y arrodíllate ante el rey, ahora.
Casi temblando por la emoción, pues imaginaba lo que iba a suceder
pero no era capaz de creérmelo, acudí al lado de mi rey. Me arrodillé y bajé la
cabeza en señal de lealtad y sumisión. Oí el sonido de la espada real al ser
desenvainada y noté como caía sobre cada uno de mis hombros.
–¡Por San Pedro y por San Jorge nos, Ricardo, rey de Britania, os
armamos caballero!
La sala estalló en vítores y aplausos. Los nobles vinieron a
felicitarme; muchos de ellos, condes, duques y marqueses, me abrazaron
como a un hermano. Teniendo en cuenta que hacía unos minutos le habían
pedido mi cabeza al rey, llamándome bastardo plebeyo y cosas peores (que
omitiré por respeto a mi santa madre), la situación me resultaba un tanto
chusca. Cuando el alboroto se hubo calmado, el rey me preguntó si tenía algo
que decir ante esa sala llena de nobles.
–Ahora, Marc, ahora es la tuya… –me animaba Hunfredo, y al mismo
tiempo puso en mis manos un guante.
Caminando tranquilamente ante la sala me acerqué a Bonifacio.
Temblaba de rabia hasta el punto de que sus cadenas tintineaban. Había gotas
de sudor en su rostro, tensión en sus facciones y al acercarme olí el miedo en
él. Levanté el brazo y señalándole con el dedo, dije en voz bien alta:
–Bonifacio de Carcasona: yo, Marc d’Artois, os acuso de haber
traicionado al rey y a la Cristiandad. Os acuso de conspiración para matar al
rey. Os acuso de haberos unido a infieles en contra de nosotros y de haber
pagado a mercenarios para obtener la muerte de Conrado de Montferrato.
Entonces le arrojé el guante a la cara y añadí:
–¡Por eso os reto en duelo, y que sea Dios quien juzgue!
Los vítores estallaron de nuevo en la sala y todos me felicitaron por
mi bravura, aunque sospecho que lo que más les complacía era el espectáculo
que iba a celebrarse. Al fin y al cabo es bien sabido que los juicios de Dios
siempre acaban con alguien muerto.

* * *

–Sólo una cosa, Marc –me dijo como por casualidad Hunfredo cuando
salíamos–. ¿Alguna vez te has batido en duelo, o has visto alguno? Vaya, por
la cara que acabas de poner, deduzco que no.

* * *
–Sabía que se nos olvidaba algo –decía Miguel chascando los dedos–.
¿Cómo no se te ocurrió preguntarle si sabía batirse en duelo antes?
Estábamos en un camaranchón de una torre de la ciudadela, el lugar
más privado que pudimos hallar.
–Es que tengo la cabeza en tantas cosas al mismo tiempo, que a veces
se me escapan esos detalles –se justificaba Hunfredo con un grácil gesto de
su mano izquierda. Se le veía más risueño que de costumbre, y me pregunté
el motivo.
–¿Por qué es tan importante que sea un experto en duelos? –
pregunté–. He luchado en batallas, me he peleado con numerosos
enemigos…
–Verás, Bonifacio está ducho en duelos. Es uno de los mejores. En
sus años mozos se cuenta de él que acabó al menos con diez o doce
caballeros y me temo que no está desentrenado –me informó Miguel.
–Además, en un duelo se combate con armadura de placas. Son tan
pesadas, coartan de tal modo la libertad de movimientos, que has de poseer
una técnica especial y muy depurada para usarlas. De lo contrario, es como si
estuvieses atado –explicaba Hunfredo–. En cuanto a las armas, pueden ser
distintas: hacha, maza, plomada, y valen todas las perrerías que se puedan
imaginar.
–¿Has dicho que vale todo? –pregunté, súbitamente interesado.
–Pues claro; sea lo que sea lo que ocurra durante un duelo, acontece
por la voluntad de Dios. Ya sabes, por aquello de los renglones torcidos y las
sendas misteriosas.
–Pues si todo vale… ¿Me permitís que os abandone durante unas
horas? Tranquilos; no pienso huir; al igual que con Jazari, dar su merecido a
Bonifacio es algo personal.
Miguel y Hunfredo se encogieron de hombros y me dejaron partir.
Dediqué un tiempo a rebuscar entre las carretas de intendencia, y hablé con
varios mercaderes de los que siguen a los ejércitos como chacales tras una
presa moribunda. Así, pude adquirir tres sencillos ingredientes, un mortero y
un almirez. No necesitaba más. Busqué un sitio apartado, hice lo que debía y
fui a reunirme con mis amigos, que comenzaban ya a impacientarse.

* * *
Tuve que pasar toda la noche velando mis armas de caballero.
Además, me dediqué a contemplar descorazonado la armadura, que Hunfredo
se había ocupado de proporcionarme comprándola de entre las pertenencias
de un caballero muerto en la campaña. Aquella cosa infernal pesaba sólo de
verla, y no tenía ni idea de cómo podía moverse alguien metido dentro de
semejante trasto. Como mortaja quedaría la mar de decorativa, eso sí.
Cuando amaneció vinieron a recogerme, y entre Hunfredo y Miguel
lograron ponérmela y atarla como es debido. Apenas si podía andar; ropa fina
por debajo, la cota de malla completa en medio, y cuando digo completa es
que lo era del todo: camisa de manga larga, pantalones y guantes. Incluso la
cabeza iba cubierta de cota de malla. Por encima llevaba un casquete de cuero
acolchado para amortiguar los golpes, y sobre éste el yelmo. Y por supuesto
la armadura: pies, piernas, tronco y brazos recubiertos de metal. Los
guanteletes por encima de los guantes de cota de malla eran el toque
definitivo, con sus pinchos en los nudillos. Hubieran permitido matar a
alguien de un solo puñetazo, a no ser que ese alguien, como sería el caso de
Bonifacio, también portara armadura.
Hicieron falta unos cuantos hombres, una polea atada a la rama de un
árbol y algunas cuerdas para que pudieran subirme al caballo.
Fuimos a esperar la aparición de mi oponente en las afueras de la
ciudad. Habían habilitado un campo como escenario de ese juicio peculiar, en
el cual Dios ejercería el papel de magistrado. Para mi sorpresa, allí estaba un
viejo conocido que vino a saludarme.
–¿Al-Kamil? –pregunté, desconcertado–. ¿Qué haces aquí?
–Nos llegó un mensajero con una oferta de paz de tu rey. También
había una carta de Hunfredo en la que decía que ibas a matar a un cristiano, y
nos invitaba a ver cómo lo hacías. Así, vine acompañando a al-Adil, que
negociará en nombre del sultán. No querría perderme por nada del mundo
este combate.
–Pues qué bien…
Bonifacio apareció al otro lado y bajé la visera del yelmo. Los
acompañantes se apartaron y oí a al-Kamil preguntar por qué teníamos
antorchas encendidas en pleno día.
–Cosas de Marc –respondió Hunfredo mientras marchaba con los
demás–. Venga, acompáñame y goza del espectáculo.
Hubo algunos parlamentos explicando la situación, luego el rey dio la
orden de empezar y nos proporcionaron una gruesa y pesada lanza a cada
uno. Tratando de recordar todos los consejos impartidos por Miguel y
Hunfredo, la empuñé con fuerza. Me habían dicho que debido al peso era
imposible sostenerla en posición de ataque. Tenía que mantenerla vertical,
apoyada en el estribo hasta que me lanzara al galope. Entonces debía
empujarla con fuerza hacia arriba y colgarla en el ristre, que es una especie de
gancho soldado al peto de la armadura. Entonces, la lanza caería a plomo sin
que pudiera mantenerla horizontal. Con toda la fuerza de mi brazo debía
retrasar su descenso de tal manera que estuviera a la altura de la cabeza o el
tronco de mi adversario en el momento del impacto. No iba a poder levantarla
a pulso ni mantenerla firme, así que todo dependía de esa perfecta
sincronización en la caída.
Miguel decía que los caballeros ensayaban esa maniobra durante toda
su vida. Yo tenía que hacerlo bien a la primera.
Se dio la señal y nos lanzamos al galope. Colgué la lanza al ristre y
ésta empezó a caer. Enseguida me dí cuenta que lo hacía demasiado aprisa:
iba a fallar. Por el contrario, la de Bonifacio venía directa a mi cara.
Grité, solté las riendas y alcé mi escudo para protegerme. El arma de
Bonifacio chocó contra él y fue como un mazazo que atravesara todo. Me
lanzó por los aires, pero noté que yo también le había alcanzado.
Varios hombres vinieron a ayudarme a levantarme, lo mismo que a mi
rival.
–¿Le he dado? ¿Dónde ha sido?
–En la pierna –respondió Hunfredo–. El golpe lo desequilibró de tal
modo que cayó rodando por el suelo.
–¿Ves como sí que ha sobrevivido al primer lance? –le dijo Miguel a
Hunfredo en tono de reproche.
–Vamos, vamos, ahora el combate sigue a pie –me urgió Hunfredo,
sin responder al templario–. Levanta, Marc. Toma un escudo nuevo y aferra
tu espada.
–Veo que Bonifacio ha tomado la plomada. Ten cuidado, Marc;
con eso puede eludir tu escudo.
Una plomada es una bola de acero atada a un palo mediante una
cadena. Un arma asquerosa que jamás me ha gustado, y que nunca sabes por
dónde te va a golpear. Si la intentas detener con el escudo y sólo le aciertas a
la cadena, ésta puede doblarse y la bola te pega de todos modos. Un arma que
puede sortear las esquinas no debería permitirse en un duelo.
Nos enfrentamos de nuevo y Bonifacio se abalanzó sobre mí
golpeando con todas sus fuerzas. Yo apenas podía detener sus golpes y varias
veces logró alcanzarme con la plomada. Entonces entendí por qué existen
esas armaduras. Uno solo de esos golpes me habría matado de no llevarla. Sin
embargo, no podía hacer más que defenderme de sus ataques furiosos.
Aunque intentaba darle con la espada, no era lo bastante ágil para un duelista
experimentado como Bonifacio.
Poco a poco iba retrocediendo hasta donde estaba el público, justo
ante la hilera de antorchas. Cuando estuve lo bastante cerca de una de ellas,
lancé rápidos golpes a la cabeza de Bonifacio. Sorprendido, mi rival se vio
obligado a retroceder unos pasos. Entonces, moviéndome con celeridad clavé
un momento la espada en el suelo. Agarré una pequeña bolsa que llevaba
prendida en el cinturón y la puse sobre las llamas de una antorcha. Cuando la
tela empezó a arder se la tiré a la cara a Bonifacio, que ya venía de nuevo a
por mí.
Intentó apartar sin éxito esa cosa humeante que le venía encima, y el
contenido de la bolsa desencadenó su furia infernal. Llamas, humo y un
pequeño trueno restallaron sobre la cara de Bonifacio, quien, cegado, profirió
un grito aterrador. Con una mano intentaba quitarse el yelmo, mientras con la
otra golpeaba sin ton ni son al aire con su arma. Los nobles que asistían al
espectáculo emitieron susurros de perplejidad y alguno se santiguó, pero
ninguno podría acusarme de hechicería. Era un juicio de Dios, y se estaba
haciendo Su Santa Voluntad. Más bien creo que la novedad los excitó. Por su
parte, supongo que al-Kamil se lo estaba pasando en grande, viendo cómo
dos cristianos se mataban entre ellos.
–¡Eso es lo que quisiste hacerle a nuestro rey! –exclamé, satisfecho, y
me permití el placer de espetarle una frase lapidaria–. ¡Quien a hierro mata, a
hierro muere!
Arrojando mi escudo al suelo, agarré la espada con las dos manos y
afinando mi puntería logré propinarle un golpe tan recio en la cabeza, que su
yelmo salió despedido. Un segundo golpe en el cuello logró atravesar parte
de la cota de malla y abrirle las venas, por las que de inmediato manó la
sangre a borbotones.
Cayó tendido de espaldas al suelo agonizante, mientras un cirujano
corría a atenderle. No hubo nada que hacer y murió desangrado al cabo de
poco rato.
Dios había demostrado que yo tenía razón.
Muchos caballeros vinieron a saludarme y tras quitarme la armadura
me llevaron a hombros. Incluso el rey me felicitó por mi bravura.

* * *

El resto del día festejamos entre amigos, y de repente tenía muchos,


mi éxito como duelista. En la mesa donde cenábamos aproveché para
preguntarle a Hunfredo qué había querido decir Miguel con eso de que sí iba
a sobrevivir a primer lance, pero no hubo manera de lograr que respondiera.
También me obsequiaron con un escudo pintado con mis armas. Fue una
gentileza de Hunfredo, quien se había preocupado de escogerlo y pedir al rey
que me las otorgara, puesto que al ser noble tenía derecho a ello. Consistía en
un sol de oro en el abismo sobre un campo cuartelado en gules y azur. Lo
rodeaba una bordura de sable, con ocho medias lunas de plata. He de admitir
que resultaba muy vistoso. Según Hunfredo, representaba bien mi carácter,
pues había vivido entre musulmanes para acabar resplandeciendo entre
cristianos.

* * *

Al-Kamil se reunió con nosotros. Había estado conversando con el


rey sobre asuntos importantes, y se le veía fatigado y aburrido. Se sentó a
nuestro lado y pasó revista a las bandejas y las jarras.
–¿Alguna novedad? –le preguntó Hunfredo.
–Quiere Ascalón –respondió al-Kamil.
–No, si yo preguntaba por las novedades; lo de Ascalón ya me lo sé –
replicó Hunfredo, con cara de hastío.
–¡Quiere Ascalón! –exclamó furioso al-Kamil, clavando su daga en
un costillar de buey y agenciándose de una buena porción–. No hay quien se
lo quite de la cabeza, pero Saladino no le cederá esa ciudad.
–Ricardo y sus manías… –Hunfredo suspiró–. Una vez que el rey se
marche a Europa, ¿para qué demonios necesitamos esa condenada ciudad los
nobles de Ultramar?
Entonces me percaté de que algo raro ocurría.
–Escucha, al-Kamil –inquirí educadamente–. ¿Desde cuándo hablas
mi idioma? ¿Por qué no me dijiste que lo sabías?
–Desde siempre. ¿Para qué mencionártelo? Hablas muy bien el árabe.
Todos nos reímos de buena gana.
* * *

El rey enfermó de fiebres y durante un tiempo permaneció en cama.


Las negociaciones no se interrumpieron, pero lo que no habían logrado los
consejos de Hunfredo y otros nobles, lo consiguió la enfermedad. Débil y
melancólico como estaba, con ganas de regresar a su país, empezó a hacer
algunas concesiones.
Saladino se lo agradeció enviándole diversos presentes, que todos
alabaron. Nadie discutía que, pese a tratarse de un enemigo infiel, el sultán
era hombre de honor y un perfecto caballero.
Finalmente Ricardo accedió a olvidarse de sus pretensiones sobre
nuevos territorios. Las fronteras quedarían como estaban. Ascalón sería
arrasada hasta los cimientos una vez más. A cambio, Saladino le garantizaba
toda la costa hasta Jaffa en su extremo sur. Además, se permitiría a los
peregrinos acceder libremente a los Santos Lugares y habría sacerdotes
cristianos para satisfacer las necesidades del culto. Pese a las exigencias de
los sacerdotes griegos, el sultán se ocupó de que ninguna facción cristiana
predominara sobre las otras. De este modo se cubrían las apariencias en
cuanto al resultado de la cruzada en cuestiones espirituales, pues Jerusalén,
que había sido el objetivo original, permanecía en manos infieles.
No obstante, los cristianos lograron algo muy importante: acabar con
la buena estrella de Saladino. Sus ganas de guerrear se habían esfumado.
Cuando murió, al cabo de unos meses, ninguno de sus muchos hijos y
parientes fue capaz de emular su carisma. En realidad, comenzaron a pelearse
entre ellos, lo que proporcionó un respiro a los territorios de Ultramar, que
permanecieron en manos cristianas. Pero ésa ya es otra historia.
El dos de septiembre del año de Nuestro Señor de 1192 Ricardo firmó
la paz. El tratado, válido por cinco años, se le llevó a Saladino, que lo rubricó
al día siguiente.
La guerra había acabado.

* * *

Los cruzados fueron de peregrinación a Jerusalén y luego empezaron


a retornar a sus hogares. El ejército de Saladino marchó a Damasco, donde el
sultán debería poner orden en los asuntos de la administración de su imperio,
que había tenido abandonados por la guerra. Me sorprendí a mí mismo
suspirando por los recuerdos de Saladino, Maimónides, los selyúcidas con
quienes había trabado amistad y los placeres palaciegos de Damasco.
¿Volvería a cruzarme con tan excelentes camaradas alguna vez?
Con quien sí me encontré en repetidas ocasiones fue con Hunfredo.
En verdad, su estado de ánimo llamaba la atención de quienes lo conocíamos.
Se le veía feliz, exultante incluso, pero era la suya una alegría extraña. En
general, reinaba entre la nobleza de Ultramar una sensación de júbilo,
propiciada por el reciente tratado de paz. Sin embargo, había algo malsano en
el buen humor de Hunfredo; algo que Miguel y yo averiguamos una tarde de
ésas en las que el vino aflojaba la lengua y adormecía el entendimiento.
Por alguna razón que a los demás se nos escapaba, Hunfredo creía
ahora que le sería fácil recuperar a su adorada Isabel. El pesimismo que
mostraba hacía tan sólo unas semanas se había esfumado. Intentamos, con
delicadeza, hacerle ver lo irrealizable de su propósito. Isabel y Enrique
residían en el castillo de Acre, queridos por sus súbditos, y no parecía que tal
estado de cosas fuera a cambiar. No logramos convencerlo. Tuvimos la
impresión de que una vez finalizada la guerra, cuando sus habilidades
diplomáticas habían dejado de ser necesarias, su mente ociosa comenzaba a
elucubrar en demasía. Ahora que se avecinaba una época de bonanza,
Hunfredo no concebía el futuro sin su amada. Se negaba a pasar el resto de su
existencia sin ella: largos años, estériles y vacíos, llorando su pérdida…
–Dejé que Conrado me la arrebatara –nos decía, con los ojos
brillantes–, pero las circunstancias han cambiado. Saladino no nos amenaza,
y Enrique de Champaña es débil, no un correoso viejo aventurero. Sólo tengo
que concertar una entrevista con ella, y seguro que volverá conmigo a mis
posesiones de Torón. Entonces, ¡ni el mismísimo legado papal volverá a
separarnos! ¡Que se atreva, y verá…!
Miguel y yo nos miramos disimuladamente. Ojalá que esta ocurrencia
sea obra del vino, pensamos a la vez. Porque en caso contrario, eso
significaría que la añoranza y la frustración habían hecho mella en una de las
mentes más brillantes de Ultramar.
Pero Hunfredo hablaba muy en serio.
Días después, yo caminaba ocioso por las calles, ya algo más limpias,
de Jaffa, saboreando mi reciente condición de caballero. Venía de despedir a
Miguel, que retornaba a sus tareas habituales de templario. Vi a lo lejos a
Hunfredo que se dirigía a mi encuentro. Me llamó la atención que su
indumentaria fuera más discreta de lo habitual. Al llegar a mi altura, me tomó
del brazo y me preguntó en voz baja si tenía algún asunto pendiente en la
ciudad. Le respondí que no, que estaba más desocupado que un lagarto
calentándose al sol mañanero.
–¡Magnífico! Pues vente conmigo a Acre. Necesito que me eches una
mano para solventar un asunto doméstico.
Picado por la curiosidad, me apunté a la aventura. Hunfredo me rogó
que no contara a nadie que nos íbamos, y que llevase conmigo mi nuevo
escudo de armas.
–Vas a presentar tus respetos a los futuros reyes de Jerusalén, que
actualmente residen en el castillo de Acre –me informó, haciéndose el
misterioso–. Así, de paso, me darás la oportunidad de concertar una
entrevista con Isabel –me miró con ojos implorantes–. Nuestro destino
depende de ti, Marc.
Caramba, pretendía usarme de tapadera para tratar de reconquistar a
su amada. Fui a replicarle, a rogarle sensatez, pero me apiadé al verlo tan
ilusionado, tan ciego a la realidad. No tuve corazón para llevarle la contraria,
aunque me asaltó el presentimiento de que aquello iba a acabar mal.

* * *

El castillo de Acre se alzaba cerca de la puerta de San Antonio,


alejado del mar. Era un edificio sólido e imponente, aunque mi ánimo no
estaba para fijarse en detalles arquitectónicos. Más bien me preguntaba, una y
otra vez, quién me mandaba meterme en semejantes líos.
Hunfredo se disfrazó de mi escudero. Debo reconocer que con
sus rasgos delicados, una peluca negra que sacó de no sé dónde y el atuendo
adecuado, no lo reconocería ni la madre que lo trajo al mundo. Parecía un
crío, mucho más joven que yo. Además, se comportó como cabía esperar de
un hombre inferior: con humildad y sin mirar a la cara a las personas
principales. Enrique ni reparó en él, como si formara parte del mobiliario. Y
si Isabel llegó a reconocerlo, lo disimuló a la perfección.
Enrique de Champaña, nieto de Leonor de Aquitania y sobrino de
Ricardo Corazón de León, era un hombre alto, guapo, joven y distinguido. Se
notaba que estaba hecho de buena madera. Yo lo conocía de vista, ya que en
Arsuf le tocó defender la impedimenta de nuestro ejército. Me cayó bien de
inmediato. Fui invitado a comer, y debo confesar que la conversación me
resultó muy placentera. A Isabel se la veía alegre y distendida. ¿Qué ocurriría
cuando averiguara la identidad del escudero que aguardaba cabizbajo en un
rincón? Yo sufría por mi amigo, aunque menos de lo que debiera. Lo
apetitoso de las viandas y la calidad de los vinos que colmaban la mesa
contribuían a que olvidara las cuitas ajenas.
Como la sobremesa se alargó más de lo debido, me propusieron
que pasara la noche en el castillo. Yo me hice un poco de rogar, más que
nada por lo de guardar las formas, pero me obligaron a aceptar su
hospitalidad, tal como Hunfredo había previsto. Por fin tendría su
oportunidad.

* * *

Hunfredo se sabía desenvolver en el castillo. Algunos fieles


criados de Isabel le tenían afecto, así que pudo hacerle llegar su petición. A
primeras horas de la mañana siguiente recibimos la noticia de que Isabel me
concedería una audiencia privada, sin la presencia de Enrique. Podría llevar a
mi escudero. Para no dar pábulo a murmuraciones, otros sirvientes nos
acompañarían.
Reconocí al criado que nos guió por los corredores de palacio.
Era el mismo que, meses atrás, me llevó a ver a Isabel. Pese al poco tiempo
transcurrido, se me figuraba una eternidad. La Cruzada nos había cambiado a
todos, y a mí el primero, pero Hunfredo aún no se daba cuenta.
Isabel estaba sentada en un sillón forrado de terciopelo grana.
Tras ella se veía el cielo azul intenso de Palestina a través de un diáfano
ventanal. Su cabellera, iluminada a contraluz, resplandecía como un aura
dorada. Si la primera vez que la vi me pareció hermosa, ahora era una visión
ultraterrena. El efecto sobre Hunfredo fue devastador. Con los ojos muy
abiertos, como alelado, dio un paso hacia ella. El semblante de Isabel se
entristeció, y detuvo a Hunfredo con un delicado ademán.
–No sería correcto que te acercaras más. Soy una mujer casada –
giró su cabeza hacia mí; tragué saliva–. Vos, caballero d’Artois, velaréis para
que así sea.
Asentí, qué remedio. Sólo habían transcurrido unos meses desde
que me confió aquella carta para su amado, pero los allí presentes nos dimos
cuenta de cuánto habían cambiado las tornas. Antes me había hablado una
niña enamorada; ahora me hallaba ante toda una mujer. Y su tono de voz no
traslucía que estuviera loca por Hunfredo.
Éste, cegado por el amor, no se percató de lo que le aguardaba.
Se puso a hablar de forma inconexa acerca de cuánto la quería, lo mucho que
la había extrañado, y contó los fantasiosos planes que había diseñado para
cuando escaparan de Acre, juntos por fin y para siempre.
Para los veteranos criados y para mí fue harto penoso contemplar
aquella escena. Los ruegos y promesas de Hunfredo, tan culto él, más bien se
asemejaban a los desvaríos de un niño. Isabel lo dejaba desahogarse. Sus ojos
se humedecieron, pero más por la compasión que por el deseo. Estaba
pasando un mal trago, y no sabía muy bien cómo salir de él. Finalmente,
decidió cortar por lo sano. No tenía sentido prolongar la humillante agonía
del hombre que una vez amó.
–Quiero a Enrique.
Aquellas tres palabras, musitadas apenas, cortaron en seco la
perorata de Hunfredo. Se quedó paralizado, con la misma expresión de terror
perplejo que un pobre recluta egipcio cuando un caballero cristiano se
abalanza sobre él, lanza en ristre. Me vino a la cabeza la figura del emir
asesino que torturó al-Kamil. Cuán poco esfuerzo se requería para destruir
completamente la voluntad de un hombre.
–Pero… El amor que nos juramos… Las cartas… yo…
nosotros… -logró balbucir Hunfredo.
–Éramos muy críos, mi dulce Hunfredo –ella trató de sonreir,
aunque su voz temblaba por la emoción–. Creo que confundíamos el amor
con el capricho. Ahora lo sé.
La faz de Hunfredo perdió todo el color. Era la viva imagen de la
angustia.
–¡Si hace menos que un año que me enviaste aquella carta con
Marc! He memorizado hasta la última letra. ¿Recuerdas cuando me prometías
que entre tú y yo…?
–Ay, Hunfredo –lo interrumpió, emocionada pero con firmeza–.
En este año han pasado demasiadas cosas. Mis manos se tiñeron con la
sangre de Conrado cuando lo trajeron agonizante ante mí. Me quedé sola,
abandonada de todos, y me obligaron a casarme de nuevo. Durante esos días
aprendí que la vida es cruel, la penitencia que Dios nos manda para que
seamos dignos de entrar en el Paraíso. Me resigné. Ya nada bueno podía
esperar de mi existencia. Y entonces, cuando había abandonado toda
esperanza, mi suerte cambió. Resultó que Enrique era un buen hombre:
atento, cariñoso, firme... Sobre todo, firme. A su lado, parece imposible que
nada malo me suceda. Los súbditos lo adoran, los nobles lo respetan. Con él
estoy a salvo –se ruborizó y bajó la mirada por un momento–. Y estoy
esperando un hijo suyo.
Di gracias al cielo por no estar en la piel de Hunfredo en aquellos
momentos. Por su parte, los pobres sirvientes no sabían dónde meterse, tal era
el ataque de vergüenza ajena que sufrían. Resultaba difícil caer más bajo:
aguantar que la mujer que amas más que a tu propia vida hable maravillas del
rival. Recordé las conversaciones que tuve con al-Kamil camino de Bagdad,
cuando sembró en mí la duda. Quizá, los personajes que yo idolatraba no
fueran tan dignos de admiración.
Dicen que es buen negocio escarmentar en cabeza ajena, y aquella
entrevista me hizo, si no más sabio, al menos más cínico. Contemplé a
aquella pareja con ojos nuevos. Isabel era una mujer débil que necesitaba
desesperadamente seguridad, estabilidad, alguien que no la hiciera sentirse
como una veleta expuesta a todos los vientos. Eso era algo que Hunfredo, tan
pusilánime en ocasiones, no podía darle. Para su desgracia, se había topado
con un rival insuperable, digno vástago de la indomable Leonor de Aquitania,
guapo, amable y de sólido carácter. Nunca podría competir con eso.
A esas alturas, Hunfredo parecía un luchador al que hubieran
propinado una soberana paliza: todavía seguía en pie, pero en realidad estaba
fuera de combate. Era la viva imagen de la derrota, pero aún quedaba por
concluir el último acto de la tragedia. Hunfredo formuló una de las preguntas
más patéticas que haya escuchado en mi vida:
–Pero… ¿qué tiene ese Enrique que no tenga yo?
Isabel remató al animal herido con una sola frase, mientras bajaba la
mirada y unas lágrimas fluían por sus mejillas:
–Él no habría permitido que Conrado se me llevara y me apartara de
mi amado.
Poco más quedaba ya que decir. Puse cara de circunstancias, me
despedí de la forma más cortés que pude y saqué a Hunfredo poco menos que
a rastras de la sala. Isabel permaneció sentada en su sillón, llorando en
silencio, y así la recordaré siempre: una figura trágica, su delicada silueta
recortada en un fondo de cielo azul.
Abandonamos el castillo en completo silencio. Yo intentaba aparentar
normalidad y conducirme como un caballero cristiano. Por fortuna, nadie se
fijaba en mi supuesto escudero. Porque el hombre que me acompañaba,
aunque caminaba, respiraba y se movía, estaba muerto por dentro.
Lo comprendía. Yo me sentí así cuando los asesinos me arrebataron a
Yahán, pero había logrado salir a flote, aunque con unas cuantas cicatrices en
el alma. Sin embargo, algo me decía que Hunfredo no sería capaz de
sobreponerse al golpe recibido. No es lo mismo ver morir al ser amado que
éste te quite todas tus ilusiones sin piedad, como el niño cruel que arranca,
una a una, las patas de la araña que ha capturado. Mis palabras de consuelo
no servirían para nada, así que preferí dejarlo tranquilo.
Pocos días después, Hunfredo partió a sus posesiones de Torón.
Jamás volví a verle. Murió poco después, y no quise enterarme de los detalles
que rodearon su óbito. ¿Acabó con él la pena, la enfermedad o tal vez su
propia mano? Tanto daba. Prefería recordarlo como el amigo alegre y culto
que me inició en los vericuetos de la política de Tierra Santa, y no en el
hombre de ánimo frágil que en el fondo era.

* * *

Es curioso, tantos años después, reflexionar sobre lo que fue de los


protagonistas de mi historia. El Destino es caprichoso, diría que cruel con
nosotros, pobres mortales.
Isabel fue feliz con Enrique, al que dio dos hijas, Alicia y Felipa.
Enrique fue un gobernante muy popular y capaz, aunque la ceremonia de
coronación se fue posponiendo y al final no llegó a ser rey. Por desgracia,
murió de la forma más tonta, al caer por un balcón de su castillo que no tenía
barandilla mientras saludaba a sus tropas. Su enano Escarlata trató de salvarle
la vida agarrándose a las piernas de su amo, pero éste pesaba tanto que lo
arrastró consigo y perecieron ambos. En fin, espero que cuando me llegue el
turno, las circunstancias de mi tránsito al otro mundo no provoquen la risa
floja en los asistentes al velatorio.
Tras eso, Isabel fue obligada a casarse con Amalarico de Lusignan,
otro gobernante bastante apañado, en enero de 1198, junto al cual fue
coronada reina de Jerusalén. Tuvo con él dos hijas, Sibila y Melisenda. Este
nuevo marido murió de una indigestión de pescado en 1205. Al parecer, ser
esposo de Isabel garantizaba una muerte cuanto menos pintoresca.
Isabel no le sobreviviría mucho tiempo y dejó tras de sí una vida
desdichada, casada a la fuerza varias veces, y cinco hijas, una de las cuales
sería reina.

* * *

El rey Ricardo partió hacia su reino después de poner en orden sus


asuntos, interesado en recuperar el control que le estaba arrebatando su
hermano Juan. Yo fui a despedirle a principios de octubre, cuando zarpó su
galera de Jaffa rumbo a Acre. Vi cómo el navio desplegaba sus velas y se
alejaba lentamente. Nadie podía imaginarse que por el camino, al pasar por
Viena, sería hecho prisionero. El duque Leopoldo le acusó de haber ordenado
matar a Conrado y lo entregó al emperador Enrique VI, quien pidió un
fabuloso rescate por él. Tras el pago, a costa de sus sufridos súbditos, fue
liberado. En realidad algunos de sus súbditos, así como el rey de Francia,
pagaron para que no fuera liberado. También hubo britanos que intentaron
evitar el pago y me vi obligado a… Bueno, ésa es otra historia y ya la contaré
en mejor ocasión.
Estuve un buen rato allí, contemplando el mar, pensando y
deambulando por la playa. Mi alma estaba en paz, una vez vengados Yahán y
mi padre. Ahora era el cabeza de familia, noble y libre para hacer lo que
quisiera. Tras firmarse la paz había obtenido privilegios comerciales de
Ricardo tanto como de Saladino, con lo que a buen seguro la fortuna de los
míos crecería en gran medida. Podía escoger entre regresar a mi casa en
Damieta y volver a ocuparme de los negocios y haciendas familiares.
También podía seguir a los cruzados en su marcha hacia Europa y conocer
esas tierras de las que tanto me hablara mi padre.
Decidí dejar que el azar decidiera por mí. Busqué en mi bolsa y
encontré un dirham con la efigie de Saladino. Prometiéndome a mí mismo
obedecer el mandato de esa moneda la lancé al aire y pensé que si salía cruz
iría a Europa, y si por el contrario salía cara, que era la de Saladino,
regresaría a Egipto.
El dirham de oro centelleó vivamente a la luz del sol y cayó en la
arena. Me acerqué a mirar para saber cuál sería mi destino. Una blasfemia se
escapó de mis labios. Se había clavado de canto.
Eso me enseñó que nunca debe uno confiar en una moneda.
FIN

[1] Yinn (jinn o djinn en las grafías francesa e inglesa): Para los árabes y otros pueblos
semitas, los yinns o genios fueron la tercera clase de seres, junto a hombres y ángeles, creados por Alá
(en el caso de los yinns, a partir de fuego sin humo). Los yinns son amorales y su carácter puede ser
impredecible, no necesariamente maléfico. En cualquier caso, relacionarse con ellos suele ser
problemático; en muchas ocasiones son portadores de la locura. Son capaces de procrear con los
humanos, y algunos juristas islámicos llegaron a legislar al respecto.
[2] Dimask es el nombre árabe de Damasco.

[3] Fustat o Fostat: Nombre del antiguo El Cairo.


[4] Se trata de construcciones fortificadas que servían de refugio y lugar de descanso a las
caravanas.
[5] Tenidos hasta hace poco por palacios en la estepa o pabellones de caza para disfrute de
los nobles. Se ha descubierto que en realidad eran el centro de grandes explotaciones agrícolas del
creciente fértil, una zona hoy casi desértica pero antaño rica en cultivos intensivos de arroz, caña de
azúcar y algodón. También eran centros administrativos y lugares preparados para el ceremonial
principesco. A menudo disponían de termas y solían tener forma de castrum romano o de fortín
bizantino.
[6] La palabra «asesino», que nosotros empleamos para referirnos a quien comete un crimen
violento, procede de la voz árabe «hassassyum», que significa «los bebedores de hachís». Se trataba de
una secta cuya brutalidad y crímenes convirtieron su nombre en la palabra con que se designa a los
asesinos hoy en día.

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