Você está na página 1de 16

Algunas pretensiones en conflicto en el derecho *

Juan Ruiz Manero **

Resumen

Este texto reproduce la lección pronunciada por el autor en la Universidad


de San Marcos de Lima con ocasión de la concesión, junto con Luigi Ferrajoli,
de un doctorado honoris causa por dicha universidad. En el apartado 1 se hace
referencia a la relación entre la Universidad de San Marcos y el autor y a la im-
portancia de la Universidad de San Marcos en la historia del Perú, a través de di-
versas citas literarias (Vargas Llosa, Bryce Echenique). Posteriormente (apdo. 2)
se alude a la significación de la obra de Luigi Ferrajoli en el pensamiento jurídico
contemporáneo, y en especial a sus propuestas de reformas institucionales. El
apartado 3 constituye el núcleo de la lección y en él se exponen sintéticamente
cuatro tensiones presentes en los sistemas jurídicos desarrollados: a) en primer
lugar, la tensión entre la pretensión de autoridad de las normas jurídicas, y la
pretensión de que las decisiones relativas a casos individuales sean correctas;
b) en segundo lugar, la tensión entre principios distintos que resultan prima facie
aplicables a un mismo caso; c) en tercer lugar, la tensión entre la conveniencia de
atrincherar ciertos contenidos normativos y el principio mayoritario; d) en cuarto
lugar, la tensión entre el establecimiento de autoridades definitivas y la pretensión
de que esas autoridades estén vinculadas a determinados contenidos normativos
que les preexisten. El texto concluye (apdo. 4) con algunas reflexiones relativas
al status de la llamada “ciencia del derecho” o doctrina jurídica.

Palabras clave: Tensiones en el derecho. Pretensión de autoridad. Pretensión


de corrección. Atrincheramiento constitucional. Principio mayoritario. Autori-
dades definitivas.

Abstract

This text is a literal transcription of the lecture given by the author at the
University of San Marcos in Lima on the occasion of a ceremony at which Luigi
Ferrajoli and him were awarded an honorary doctorate. In its first paragraph

*  Lección pronunciada en la Facultad de Derecho de la Universidad de San Marcos de Lima el


12 de noviembre de 2014 con motivo de la concesión del doctorado honoris causa por esa Universidad.
**  Catedrático de filosofía del derecho de la Universidad de Alicante. E-mail: juan.ruiz@ua.es.
Dirección: Universidad de Alicante, Ap. de correos, 99, 03080, Alicante, España.

ANALISI E DIRITTO 71
2015: 71-86
Juan Ruiz Manero

the author writes on his own connection with the University of San Marcos as
well as on the important role that this University played in the history of Peru;
he resorts to various literary quotes (Vargas Llosa, Bryce Echenique) to illustrate
the latter. Then, paragraph 2 is devoted to stress the significance of the work of
Luigi Ferrajoli in contemporary legal thought, and particularly to his proposals
for institutional reforms. Paragraph 3 reproduces the central ideas in the lecture.
Concisely, the author gives an account of four tensions to be found at the very
core of developed legal systems: a) first, the tension between the legal norms’
claim of authority, and the claim of correctness in decisions on individual cas-
es; b) secondly, the tension between conflicting principles which are prima facie
applicable to the same case; c) thirdly, the tension between the convenience of
constitutionally entrenching certain normative content and the majority princi-
ple; d) fourthly, the tension between the existence of definitive authorities and
the claim that these authorities are limited by certain pre-existing normative con-
tents. The text concludes (paragraph 4) with some reflections on the status of
“legal science” or legal doctrine.

Keywords: Tensions in law. Claim of authority. Claim of correctness. Consti-


tutional entrenchment. Majority principle. Definitive authorities.

1.

Quisiera empezar, como es natural, manifestando mi profundo agradecimien-


to a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos por la concesión de este doc-
torado honoris causa y expresando mi satisfacción por recibirlo a la vez que Luigi
Ferrajoli, sin duda una de las figuras más destacadas de la filosofía del derecho
contemporánea.
En este acto nos encontramos frente a una especie de triángulo, el primero
de cuyos lados sería la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; el segundo
lado sería Luigi Ferrajoli y el tercero, yo mismo. Y debemos preguntarnos de qué
clase de triángulo se trata. No se trata, desde luego, de un triángulo escaleno,
uno de cuyos lados sobresalga necesariamente, por su mayor tamaño, frene a los
otros dos. Tampoco, desde luego, y aún menos, de un triángulo equilátero, cuyos
tres lados tengan la misma dimensión. Porque aquí hay dos lados que tienen una
mucho mayor dimensión que el tercero. El triángulo del que hablamos yo lo veo,
entonces, como uno de esos triángulos isósceles donde dos de cuyos lados son
iguales y muy largos en relación con el tercero, muy cortito, que no parece tener
otra función que la de cerrar la figura. Los dos lados largos son, desde luego, la
Universidad de San Marcos y Luigi Ferrajoli. Y el lado cortito soy, indudable-
mente, yo. Lado cortito que, como es natural, siente una inmensa satisfacción de
componer una figura triangular con lados tan largos, tan gigantescos, como son
la Universidad de San Marcos y Luigi Ferrajoli. Me permitirán ustedes, entonces,
que antes de hablar en mi propio nombre, antes de hablar de algún rasgo muy

72
Algunas pretensiones en conflicto en el derecho

general de la concepción del derecho que defiendo, me refiera a los dos gigantes
que componen conmigo el triángulo, esto es, a la Universidad de San Marcos y
a Luigi Ferrajoli.
La Universidad de San Marcos ha sido para mí mucho antes un espacio perte-
neciente al territorio mítico de la literatura que al territorio, inevitablemente mu-
cho más prosaico, de la realidad. De hecho, en la realidad, no había estado nunca
en San Marcos hasta el año pasado, en el que vine para pronunciar una conferen-
cia precisamente sobre algún aspecto del pensamiento de Luigi Ferrajoli. Pero la
Universidad de San Marcos formaba parte de mis lugares mentalmente familia-
res desde 1969, año en el que leí, a los dieciocho años, fascinado, esa novela in-
mensa que es Conversación en la Catedral de Mario Vargas Llosa  1, doctor honoris
causa, por cierto, por mi universidad, la Universidad de Alicante. Conversación
en la Catedral, como todos ustedes saben, es novela de idas y vueltas temporales,
de saltos adelante y vueltas hacia atrás, de forma que no se produce una coinci-
dencia entre páginas y lapsos temporales. Si agrupamos, sin embargo, el número
de páginas que transcurren en San Marcos es bien posible que equivalgan, más
o menos, en torno a un tercio de la novela. Santiago Zavala, Zavalita, el protago-
nista, estudia en San Marcos, en San Marcos descubre la política y, sobre todo,
en San Marcos descubre la realidad del Perú. Su padre, don Fermín, hubiera
preferido que Zavalita hubiera acudido a la Católica. Pero Zavalita se empeña en
matricularse en San Marcos precisamente por su empeño en llegar a conocer el
Perú real, al que la situación de privilegio de su familia le impedía acceder. Y en
San Marcos va construyendo un grupo de amigos que «a duras penas se separa-
ban para dormir»  2, un grupo de amigos que son para él, como para todos a los
dieciocho años, la vida entera. En San Marcos empieza a conocer a gentes de la
oposición antiodriísta que le proponen seminarios de marxismo, seminarios en
torno a ese libro espantoso, que leyeron tempranamente tantas personas de mi
generación, titulado Principios elementales y fundamentales de filosofía, de Geor-
ges Politzer  3. Hasta que finalmente él y su grupo de amigos deciden ingresar en
Cahuide, nombre que recibía la organización estudiantil del partido comunista
peruano. Puede imaginarse la emoción con la que leí Conversación en la catedral
si se atiende a la similitud de circunstancias entre lo que se relata en el libro y lo
que, en 1969, vivíamos en la Universidad de Madrid. Explicaré que, entonces,
no había más que una universidad en Madrid; más tarde se la denominó Complu-
tense, para diferenciarla de las otras universidades madrileñas, pero entonces era
sencillamente Universidad de Madrid. Y en la Universidad de Madrid vivíamos
circunstancias muy semejantes a las relatadas en Conversación en la Catedral. En
vez de la dictadura de Odría, teníamos la del general Franco; también aquí los es-
tudiantes con “inquietudes”, como se decía entonces, vivíamos en una especie de
conversación permanente sobre libros y política, esperando ser “prospectados”

1 
Vargas Llosa 1969.
2 
Vargas Llosa 1969: vol. I, 108.
3 
Politzer 2004.

73
Juan Ruiz Manero

—otro término muy de la época— por alguna de las organizaciones políticas de


oposición al franquismo. Organizaciones políticas que, en lo sustancial, se limi-
taban al PC —que entonces no significaba “personal computer”, sino “partido
comunista”— y a diversos grupos situados más o menos “a su izquierda”: el FLP
—a cuyos miembros se conocía como “los felipes”—, grupúsculos trotskistas o
maoístas, etc. Todos quienes vivimos en ese ambiente tuvimos la sensación, como
el grupo de Zavalita y sus amigos, de que estábamos embarcados en una aventura
que iba a hacer que el mundo cambiara de base. La sensación era alucinatoria,
desde luego, pero ello no ha impedido que, al hacernos mayores y reconocerla
como tal, ese reconocimiento haya venido acompañado de un “y bueno: que nos
quiten lo bailado”. Porque, alucinatoria y todo, la sensación, en la primera juven-
tud, de que uno anda embarcado en un proyecto histórico de gran envergadura,
es, creo, una de las mejores cosas que en esa etapa de la vida te pueden pasar. Mi
trayectoria se pareció, entonces, a la de Zavalita y sus amigos, con la diferencia,
entre otras, de que, en algún aspecto, yo tuve más suerte: por no mencionar más
que esto, me libré del insufrible Politzer y mi libro de iniciación fue el de André
Gorz titulado La morale de l’histoire  4, que el Fondo de Cultura Económica tra-
dujo al castellano con el título, quizás más afortunado que el original, de Historia
y enajenación  5.
Mi segundo contacto con San Marcos fue, bastantes años después, pero tam-
bién mucho antes de que la visitara en el mundo de la realidad, de naturaleza
también literaria, a través del segundo tomo (Permiso para sentir) de las Antime-
morias de Alfredo Bryce Echenique. Ahí podemos leer lo siguiente: «Facultad
de Derecho: la vida me ha enseñado a redescubrirla y a revalorizarla». Y lo que
ha permitido a Bryce redescubrir y revalorizar a esta facultad de derecho viene a
residir en la ausencia de sectarismo de la misma, en su voluntad de integrar todas
las perspectivas que aporten alguna iluminación sobre el derecho. Dice Bryce
lo siguiente: mi etapa en la facultad de derecho «es valiosísima porque en ella
aprendo algo elemental: siempre en el Derecho, del tipo que sea, hay dos o más
escuelas [...] Uno tras otro, los profesores nos enseñan siempre que no hay que
rechazar ninguna de ellas porque en todas hay algo que aprender, a fin de poder
optar luego por la posición ecléctica, la cual es además algo legítimo, algo a lo
que se atiende todo el Derecho [...] debo dejar constancia de que mis compañe-
ros de facultad y yo solíamos oír hasta el cansancio aquello de “En el Perú se ha
optado por la posición ecléctica”»  6.
Pues bien: a diferencia de Bryce, yo no aplaudiría el eclecticismo como tal,
pero sí la actitud de apertura que subyace a él. Volveré sobre ello al final de mi
intervención.
Antes, a propósito de Conversación en la catedral, ha salido a relucir la contra-
posición entre San Marcos y la Católica. Hablo con temor por adentrarme en un

4 
Gorz 1959.
5 
Gorz 1964.
6 
Bryce Echenique 2005: 31.

74
Algunas pretensiones en conflicto en el derecho

terreno del que sé poco, pero tengo la impresión de que esa contraposición entre
San Marcos y la Católica debe haber marcado fuertemente la vida universitaria del
Perú durante décadas. Pero tengo también la impresión (y sigo hablando con te-
mor) de que esa contraposición se encuentra ahora muy atenuada. Y, ya sin temor,
puedo decir que se encuentra absolutamente atenuada, hasta la inexistencia, en
las personas, dedicadas a la filosofía del derecho, con las que he tenido la opor-
tunidad de entrar en contacto en los últimos años. Pienso en personas como Bet-
zabé Marciani, Félix Morales, Pedro Grández o Aurelio Abregú. Todos ellos han
sido alumnos míos en cursos organizados por las universidades de Palermo, de
Génova, de Castilla-La Mancha o de Alicante. Mientras fueron mis alumnos pude
observar en todos ellos un nivel excelente de preparación, un interés y entrega a
la tarea realmente admirables, pero no pude distinguir ningún rasgo que los iden-
tificara como provenientes de la Católica o como sanmarquinos. Alguno de ellos,
por lo demás, es, según creo, profesor en ambas universidades. Pero, indistingui-
bles en su proveniencia, debo decir que todos ellos se han transformado en poco
tiempo en compañeros de profesión verdaderamente estimables, en gente a la que
uno clasifica entre los regalos que la vida le ha dado. Con dos de ellos he tenido un
trato más intenso. Félix Morales estuvo con nosotros en Alicante durante varios
años y yo tuve la suerte de ser co-director de su tesis doctoral, tesis que desembo-
có en un libro excelente sobre la filosofía del derecho de Uberto Scarpelli. Vale
la pena señalar que en Italia no hay un estudio sobre Scarpelli a la altura del libro
de Félix  7. Pedro Grández ha estado en el origen de casi todas mis visitas al Perú.
Pedro, además de buen profesor, es un animador y organizador cultural con una
capacidad de llevar adelante iniciativas como hay pocos en el mundo y casi ningu-
no, yo diría, en el ámbito de la filosofía del derecho. Como uno tiende a admirar
sobre todo a quienes poseen cualidades de las que uno carece, y como yo soy una
nulidad como organizador, tengo por Pedro una admiración inmensa.

2.

Pasemos ahora al segundo lado del triángulo que nos ocupa, a Luigi Ferrajoli.
Un doctorado honoris causa es el honor más grande que un profesor puede reci-
bir de una universidad. Y este honor se dobla cuando se recibe junto a alguien
como Luigi Ferrajoli, autor de una de las teorías del derecho más originales, más
influyentes y más discutidas de los últimos años. De la teoría del derecho de Lui-
gi Ferrajoli me he ocupado a lo largo de un buen número de páginas, en diversos
artículos, que ahora aparecen en Perú recopilados, juntos con otros de Ferrajoli,
por Pedro Grández  8 y también en un pequeño libro que recoge una larga dis-
cusión entre nosotros  9. Y, además, sobre la teoría del derecho de Ferrajoli versa

7 
Morales Luna 2013.
8 
Ferrajoli y Ruiz Manero 2014.
9 
Ferrajoli y Ruiz Manero 2012.

75
Juan Ruiz Manero

también fundamentalmente el curso que ambos estamos desarrollando estos días


en la Católica. Por ello, preferiría ahora limitarme a aludir a otra dimensión de
Ferrajoli, su dimensión de teórico políticamente comprometido, de teórico que
propone reformas institucionales orientadas a hacer más auténtica la democracia
de nuestros estados, a ayudar a superar sus bloqueos, y a extenderla, por un
lado, hacia la sociedad internacional y, por otro, hacia el mundo de las relaciones
y los poderes privados. Y diríamos que esta voluntad reformista es lo que dota
de sentido a todo el esfuerzo intelectual de Ferrajoli. Podemos aplicar a Ferrajoli
el famoso quiasmo de Marx, según el cual «la crítica [hoy diríamos, la teoría, el
conocimiento] no es una pasión de la cabeza, sino la cabeza de la pasión»  10. Es
decir, la orientación a la que responde la teoría es la de fundamentar la viabilidad
y los medios de un proyecto transformador. Es este proyecto transformador el
que orienta el programa de investigación que el teórico se propone desarrollar.
Esta vinculación entre transformación de la realidad y programa de investigación
aparece en la propia definición de “garantismo” que nuestro autor ha propuesto
en un libro reciente, que recoge conversaciones con Mauro Barberis: «El garan-
tismo [...] es un sistema de límites y vínculos impuestos, como garantía de todos
los derechos y no solo de los derechos de libertad, frente a todos los poderes, no
solo los públicos y políticos, sino también los privados y económicos, y no solo
los poderes estatales, sino también los supraestatales y globales»  11. El desarrollo
de este sistema de límites y vínculos frente a todos los poderes como garantía de
todos los derechos es lo que dota de sentido a las reformas que Ferrajoli propo-
ne. Reformas que, en su conjunto, se orientan hacia la realización plena de los
valores de la democracia constitucional y que, por ello, podrían constituir un
punto de confluencia de todos cuantos adhieren sinceramente a estos valores.
Lo que me interesa ahora subrayar es que tal programa de reformismo radical es
un aspecto del pensamiento de Ferrajoli que tiene tanta importancia, a mi juicio,
como su teoría del derecho.

3.

Quisiera ahora, antes de adentrarme en aquello en lo que propiamente reside


la lección que he de impartir, citar los primeros versos de un poema muy cono-
cido de César Vallejo:
«Quiero escribir, pero me sale espuma,
Quiero decir muchísimo y me atollo;
No hay cifra hablada que no sea suma,
No hay pirámide escrita, sin cogollo.
Quiero escribir, pero me siento puma;
Quiero laurearme, pero me encebollo».

10 
Marx 1968: 15.
11 
Ferrajoli 2013: 67.

76
Algunas pretensiones en conflicto en el derecho

Quiero decir muchísimo y me atollo; quiero laurearme, pero me encebollo.


Bueno, quizás la manera de evitar “atollarse” sea no pretender decir muchísimo,
sino solamente transmitir algunas pocas ideas; y quizás la manera de no “ence-
bollarse” sea no pretender merecer una corona de laurel por la brillantez con la
que se exponen esas ideas, sino aspirar solamente a la modesta virtud de la clar-
idad. Así pues, en esta última parte de mi intervención voy a tratar de exponer-
les con claridad unas pocas ideas que entiendo centrales para una comprensión
adecuada del derecho. En el límite, como verán, se trata de una sola idea con
varias ramificaciones. Y esta sola idea viene a ser la siguiente: el derecho es un
territorio inestable cruzado por tensiones internas que derivan de pretensiones
incompatibles. Estas tensiones internas pueden, desde luego, ser eliminadas de
nuestra visión del derecho, pero el precio a pagar por esa eliminación sería, de
un lado, un empobrecimiento de nuestra comprensión del derecho y, de otro,
la postulación de un modelo de sistema jurídico deficitario en relación con los
valores que pretendemos que realice y con las finalidades a las que pretendemos
que se oriente. De forma que una teoría del derecho adecuada, a mi juicio, ha
de apechugar y dar cuenta de estas pretensiones incompatibles y de las consigui-
entes tensiones. De entre estas tensiones, quiero destacar cuatro que entiendo
especialmente importantes:

a) En primer lugar, la tensión entre la pretensión de autoridad de las nor-


mas jurídicas, vinculada a la de reducir al máximo la complejidad en la toma de
decisiones de los casos individuales, y la pretensión de que esas mismas deci-
siones sean correctas, esto es, de que las mismas se adopten sobre la base de un
balance de todas las razones y solo de las razones reconocidas por el derecho que
les resultan aplicables.
b) En segundo lugar, la tensión entre principios distintos que resultan prima
facie aplicables a un mismo caso.
c) En tercer lugar, la tensión entre la conveniencia de atrincherar ciertos
contenidos normativos, sustrayéndolos a la disposición del legislador ordinario y
el principio mayoritario, de acuerdo con el cual no debiera haber restricciones a
la competencia del legislador democráticamente elegido.
d) En cuarto lugar, la tensión entre el establecimiento de autoridades a las
que llamaré definitivas y la pretensión de que esas autoridades estén vinculadas
a determinados contenidos normativos que les preexisten.

Ad a)  He citado como la primera de las tensiones que me propongo exami-


nar la existente entre la pretensión, por un lado, de reducir al máximo la com-
plejidad en la toma de decisiones de los casos individuales, predisponiendo so-
luciones para casos genéricos en los que subsumirlos y la pretensión, por otro,
de que las soluciones de los casos individuales tengan en cuenta el balance de
todas y solo las razones jurídicamente reconocidas que les resultan aplicables. La
pretensión de reducir al máximo la complejidad en la toma de decisiones viene a
ser la otra cara de la pretensión de atribuir al legislador, y no al órgano aplicador,

77
Juan Ruiz Manero

la construcción del fundamento de las decisiones. Y ambas pretensiones empu-


jan en la dirección de construir un sistema jurídico cuya dimensión regulativa
esté integrada exclusivamente por reglas con autonomía semántica. Entiendo
por reglas con autonomía semántica, en este contexto, aquellas normas que, en
su antecedente, configuran el caso mediante un conjunto de propiedades des-
criptivas y, en su consecuente, o solución normativa, modalizan deónticamente la
realización o la omisión de una acción, caracterizada asimismo descriptivamente.
Normas con esta estructura posibilitan que tanto su destinatario como el órga-
no aplicador puedan limitarse, por un lado, a subsumir el caso individual en el
significado ordinario (o “literal”) de los términos empleados en la configuración
del caso genérico por la regla y a realizar una acción que sea una instancia de la
acción-tipo modalizada en el consecuente de la regla. Este tipo de reglas posibi-
litan la realización plena de lo que podríamos llamar la idealidad de la división
de poderes: el juez puede aquí operar simplemente, en efecto, como la boca que
pronuncia las palabras de la ley. Pero que pueda operar así no quiere decir que
deba operar así en todos los casos, incluso en presencia de este tipo de reglas
con autonomía semántica; pues bien pudiera suceder que, a la luz de los valores
y propósitos que el sistema jurídico trata de proteger o de promover, nos encon-
trásemos frente a una excepción implícita. Tal cosa ocurre si en el caso al que nos
enfrentamos está presente una propiedad, no prevista por la autoridad normati-
va, que a la luz de los valores y propósitos del propio sistema, exige una solución
normativa diferente. Un buen ejemplo de regla con autonomía semántica es la
que ordena que, circulando en autopista, no se rebasen los 120 km/hora o la que
ordena que, si alguien rebasa esta velocidad en, supongamos, 20 km/hora, el
órgano aplicador le imponga una multa de, digamos, 100 euros. Pues bien, ¿está
también prohibido rebasar los 120 km/hora y el órgano aplicador debe imponer
la correspondiente sanción si, en una autopista completamente despejada, trans-
porta uno hacia el hospital a un herido que se desangra?
Pero, en todo caso, el legislador no configura todos los casos que regula me-
diante reglas con autonomía semántica, y es muy razonable que no lo haga así.
Pues solo podría hacerlo correctamente si fuera capaz de anticipar, en términos
descriptivos, todas las combinaciones de propiedades relevantes que puedan
presentar los casos futuros. Y esto implicaría la omnisciencia que, como sabe-
mos, es, al menos por ahora, atributo exclusivo de la divinidad. En ausencia de
omnisciencia del legislador, un sistema jurídico integrado exclusivamente por
reglas con autonomía semántica, no podría evitar los conocidos fenómenos de
la suprainclusión (esto es, que la regla se extienda a casos a los que no debería
extenderse, a la luz de los valores y propósitos del propio sistema) y de la in-
frainclusión (esto es, que la regla no se extienda a casos a los que, a la misma
luz, debería extenderse). Esta es la razón de que el legislador formule sus nor-
mas, bien en términos de reglas sin autonomía semántica, bien en términos de
lo que se ha dado en llamar principios en sentido estricto. Hablamos de reglas
sin autonomía semántica para referirnos a aquellas normas que, aun teniendo la
estructura característica de las reglas, esto es, de enunciados que correlacionan

78
Algunas pretensiones en conflicto en el derecho

un caso configurado mediante un conjunto de propiedades con una solución


normativa consistente en la modalización deóntica de una acción, no pueden,
sin embargo, ser aplicadas sin atender a cuáles son las razones subyacentes a esas
propias reglas. Sin atender, esto es, a cuáles son los valores y propósitos cuya
protección y promoción persigue el sistema jurídico mediante las reglas en cues-
tión. Un buen ejemplo de las mismas viene a ser el art. 200 del CC español que
ordena al juez que, dado el correspondiente proceso, declare incapaces —esto
es, prive de la capacidad de obrar— a aquellas personas que presenten «enfer-
medades o deficiencias persistentes de carácter físico o psíquico que impidan a
la persona gobernarse por sí misma». Determinar cuándo alguien se encuentra
imposibilitado para “gobernarse por sí mismo” no es como determinar cuándo
nos encontramos frente a un “vehículo en autopista”. Para determinar esto úl-
timo no necesitamos acudir a las razones subyacentes a la regla sobre los límites
de velocidad; por el contrario, determinar si alguien se encuentra imposibilitado
para gobernarse por sí mismo en el sentido relevante es sencillamente imposible
(o disparatado) sin atender a las razones que subyacen a la institución de la in-
capacitación, esto es, a las razones que justifican que ciertos adultos con ciertas
características sean privados de su capacidad de obrar. Idéntica necesidad de
acudir a las razones subyacentes se presenta —y sigo con normas con estructu-
ra de regla— cuando la acción ordenada se caracteriza en términos que exigen
deliberación. Pensemos, por ejemplo, en una regla que ordene al juez de familia
que, en caso de separación o divorcio entre los progenitores, adscriba la custodia
de los hijos menores al progenitor que resulte “en el mejor interés del menor”.
Aquí, la identificación de la acción ordenada —que puede ser bien adscribir la
custodia a la madre, bien adscribírsela al padre, bien adscribírsela a ambos de
forma compartida— requiere deliberación acerca de las razones para considerar
“en el mejor interés del menor” alguna de las tres posibilidades.
Ad b) En todo caso, las reglas carentes de autonomía semántica no son el
único tipo de normas que, en nuestros sistemas, cumplen un papel a la hora de
evitar los fenómenos de la infrainclusión y de la suprainclusión y de asegurar la
coherencia valorativa de las decisiones jurídicas. Junto a ellas, diríamos que el
tipo de normas más característicamente orientado a cumplir esas finalidades está
constituido por aquellas normas a las que llamamos principios o principios en
sentido estricto. Y la aplicación de principios requiere, por la estructura de estas
normas, un papel mucho mayor de la deliberación del órgano aplicador en la
construcción del fundamento de la decisión.
Esta es la segunda tensión de las cuatro que me he propuesto destacar: la
tensión entre principios distintos que resultan prima facie aplicables a un mismo
caso. Aquí diríamos que la corriente mayoritaria de la filosofía del derecho actual
tiende a pensar, con unos u otros matices que no impiden que pueda hablarse a
este respecto de una visión estándar, que es posible articular los diversos princi-
pios en conflicto en una jerarquía armónica que establezca la prevalencia de cada
uno de ellos, frente a otros eventualmente concurrentes, en relación con clases
de casos (o, si se prefiere decirlo así, en relación con casos genéricos). Tal es, me

79
Juan Ruiz Manero

parece, el núcleo común de las diversas versiones de lo que podemos llamar la


visión estándar de la ponderación entre principios, que se entiende como una
operación que desemboca en la construcción de una regla que determina la pre-
valencia de alguno de ellos en los casos que presenten ciertas combinaciones de
propiedades. Por ejemplo, la regla elaborada por nuestro tribunal constitucional
de acuerdo con la cual, en los supuestos de conflicto entre la libertad de infor-
mación y el derecho al honor prevalece la primera solo si la información tiene
relevancia pública, es veraz y se comunica sin emplear expresiones injuriosas,
mientras que basta con que esté ausente uno de estos tres requisitos para que
prevalezca el derecho al honor. Reglas de este tipo valen, se supone, en tanto que
un nuevo caso individual no presente una propiedad adicional, no contemplada
en la regla, lo suficientemente relevante como para exigir una operación de dis-
tinguishing, cuyo resultado sería una nueva regla más fina  12 que la anterior. Las
reglas que resultan de operaciones de balance entre principios llevadas a cabo
por órganos jurisdiccionales no son, por tanto, como no lo es ninguna regla, ab-
solutamente estables, pues siempre es posible que la regla aparezca, frente a casos
que presentan combinaciones no previstas de propiedades, como supraincluyen-
te o, lo que es lo mismo, que esos mismos casos constituyan otros tantos supues-
tos de laguna axiológica. Pero esas mismas reglas son, a su vez, relativamente
estables, pues valen, como se acaba de decir, en tanto que un caso individual no
presente una propiedad no contemplada en la regla cuya relevancia exija una
operación de distinguishing. Y en tal caso el resultado es, como también se acaba
de decir, una nueva regla más fina. Lo que no hay en ningún caso, a mi juicio, son
respuestas correctas que lo sean solo para un caso individual; las respuestas son
o no correctas en virtud de las propiedades del caso, esto es, de su adscripción a
algún caso genérico.
Así pues, el fundamento de la decisión es siempre, a mi juicio, una regla; la
diferencia relevante entre casos para los que la autoridad normativa ha predis-
puesto una regla y casos para los que el legislador se ha limitado a indicar los
principios prima facie aplicables es que, en este segundo caso, la regla ha de ser
construida por el órgano aplicador. Pero, en la medida en que se trate de órganos
aplicadores que construyen reglas con valor de precedente, una vez que la regla
se ha construido, la situación para los órganos de aplicación que tengan que
enfrentarse a casos que presenten las mismas propiedades es sustancialmente
igual a la situación que esos mismos órganos de aplicación tienen frente a reglas
construidas por el legislador.
Vuelvo ahora momentáneamente a la primera de las tensiones que hemos
distinguido: ¿en qué medida debe el legislador construir una regla que pueda
operar directamente como fundamento de la decisión o debe, más bien, limi-
tarse a indicar los principios que el órgano aplicador debe tener en cuenta para
construir la regla? O, dicho de otra manera, ¿en qué medida el sistema jurídico,

12 
El concepto de regla más fina, así como el de laguna axiológica, que figura a continuación, pro-
vienen de Alchourrón y Bulygin 1974: 148 y ss.

80
Algunas pretensiones en conflicto en el derecho

tal como resulta de las emisiones del legislador, debe obedecer, bien a un modelo
de reglas, bien a un modelo de principios, bien a un modelo mixto que integre
tanto reglas como principios?
En mi opinión, todos los sistemas jurídicos desarrollados obedecen a un mo-
delo mixto que integra tanto reglas como principios. No digo que esto sea así en
relación con cualquier sistema jurídico porque ha habido sistemas, como el de-
recho romano de la época antigua, en los que domina un tipo de literalismo que
lleva a considerar como querido por el legislador todo y solo lo que este ha dicho
de forma expresa y directa. Pero cuando —como es propio de cualquier sistema
jurídico mínimamente desarrollado— se supera esta fase, cuando se reconoce
la distinción, y la posibilidad de divergencia, entre verba y sententia, entre el
significado literal de la formulación de la norma y su significado debido, se abre
paso necesariamente, con esas o con otras palabras, la idea de que la dimensión
regulativa del derecho está integrada tanto por reglas como por principios. Sin
reglas, el derecho no cumpliría una de sus funciones esenciales, que es la de guiar
la conducta de la gente en general, y la adopción de decisiones por parte de los
órganos, sin que ello implique para todos los casos y para todos los tramos de
cada caso la necesidad de embarcarse en un proceso deliberativo. Sin principios,
el derecho aparecería como un conjunto de mandatos más o menos arbitrarios,
sin presentar una coherencia de sentido. Y, por lo que hace a la adopción de de-
cisiones, un modelo para ello basado exclusivamente en reglas no podría evitar la
adopción de un buen número de decisiones valorativamente anómalas, mientras
que un modelo basado exclusivamente en principios multiplicaría los costes de
las decisiones, volvería a estas más difícilmente predecibles y sería incompatible
con la lógica de la división de poderes. Lo que sí es propio de la evolución de
la cultura jurídica es que el acento se desplace más o menos según los períodos
(pero situándose siempre en un lugar intermedio) a lo largo de un continuo que
va desde el polo de las reglas, esto es, de la reducción de la complejidad en la
toma de decisiones, al polo de los principios, esto es, de la coherencia valorativa
de las decisiones.
Ad c)  He aludido, como tercera tensión, a la existente entre la conveniencia
de atrincherar constitucionalmente ciertos contenidos normativos, sustrayéndo-
los a la disposición del legislador ordinario y el principio mayoritario, de acuerdo
con el cual no debiera haber restricciones a la competencia del legislador demo-
cráticamente elegido. La respuesta usual a esta tensión ha consistido, en el caso
de las constituciones europeas de la segunda postguerra y también, me parece,
en las constituciones latinoamericanas de la última oleada, en construir central-
mente la dimensión regulativa de las constituciones mediante principios en sen-
tido estricto y directrices. Como hemos visto, los principios en sentido estricto
ordenan, en su consecuente, aquellas acciones (u omisiones) que el constituyente
considera valiosas en sí mismas, sin prejuzgar la jerarquía entre las mismas en las,
en principio ilimitadas, combinaciones de circunstancias en que pueda haber
una oportunidad para realizar al menos dos de ellas incompatibles entre sí; las
directrices ordenan, en su consecuente, la procura de ciertos estados de cosas a

81
Juan Ruiz Manero

la que debe estar orientada la acción de los poderes públicos, sin prejuzgar cómo
debe articularse entre sí la procura de estos diversos objetivos ni cuáles sean las
políticas que más eficazmente pueden conducir al mayor logro conjunto posible
de los mismos.
De esta forma, por un lado, se sitúan al margen de las decisiones de política
ordinaria, del juego ordinario de mayorías y minorías, aquellos valores comparti-
dos que conforman el consenso básico de la comunidad política, tanto respecto
de los límites que deben respetar los cursos de acción de los poderes públicos
para ser considerados constitucionalmente legítimos como respecto a los fines
generales a que deben orientarse esos mismos cursos de acción. Y, por otro,
al no especificar ni las relaciones de prevalencia entre principios que operan
como límite ni la manera en que deben ser articulados y perseguidos los fines
constitucionalmente ordenados, una Constitución compuesta básicamente, en
su dimensión regulativa, por principios y directrices, mantiene abierto el proceso
deliberativo y evita en gran medida la “tiranía de los muertos sobre los vivos”
que se ha achacado con frecuencia al constitucionalismo rígido.
Ad d)  La cuarta tensión a la que he aludido es la existente entre la pre-
tensión de establecer autoridades y la pretensión de que esas autoridades estén
vinculadas a determinados normas que les preexisten. En relación con esta do-
ble pretensión del derecho surge lo que llamo una “tensión irresoluble entre
principios”, entendiendo por tal un conflicto entre principios que no es posible
resolver mediante la generación de una regla relativamente estable, en el sentido
de “relativamente estable” que se indicó antes.
Pues bien: una tensión irresoluble de este tipo deriva, en mi opinión, de la
naturaleza institucional del derecho. O, dicho de otra forma, tal tipo de tensión
irresoluble se presenta en el contexto de cualquier sistema normativo institucio-
nalizado, entendiendo por tal, en este contexto, un sistema que, además de con-
tener normas (principios y reglas) sustantivas, instaure un sistema de autoridades
a las que atribuya competencia para la producción de resultados definitivos —
esto es, no revisables ya por ninguna otra autoridad— consistentes en el dictado
y la aplicación de normas. Y, por la simple necesidad de evitar el regreso al infi-
nito, si hay un sistema de autoridades, algunas de ellas han de tener competencia
para producir resultados institucionales definitivos. Llamaré a las autoridades
provistas de una competencia de este tipo autoridades normativas definitivas.
Pues bien: la instauración de autoridades de este género implica el surgimiento
de un principio, enunciable como “debe ser lo prescrito por las autoridades nor-
mativas definitivas” que resulta ser potencialmente conflictivo en cualquier caso
posible en relación con los principios y reglas sustantivos: bastaría, para que se
produzca el conflicto, con que la autoridad normativa definitiva de que se trate
ejerciera sus competencias violando principios y/o reglas sustantivos. Operemos
con un ejemplo: supongamos que el legislador español dicta una norma legal que
vulnera de forma clara (y, se entiende, no justificada por otro principio even-
tualmente concurrente) la libertad de expresión, y supongamos también que el
tribunal constitucional resuelve —de forma claramente equivocada— que esa ley

82
Algunas pretensiones en conflicto en el derecho

es perfectamente constitucional. ¿Qué debe hacer el juez al que le corresponde


enjuiciar un caso subsumible en esa norma claramente inconstitucional pero que
el tribunal constitucional ha declarado constitucional? Lo único que podemos
decir es, por un lado, que, en el derecho español, las decisiones del tribunal
constitucional vinculan a todos los jueces y tribunales, y a los demás poderes
públicos, aun en el supuesto de que, como en este caso, estén equivocadas: de
acuerdo con la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional «las sentencias recaí-
das en procedimiento de inconstitucionalidad tendrán el valor de cosa juzgada,
vincularán a todos los poderes públicos y producirán efectos generales desde la
fecha de su publicación en el BOE» (art. 38.1 Ley Orgánica del Tribunal Cons-
titucional). Ahora bien, por otro, es claro que el tribunal constitucional no tiene
un permiso para ignorar la Constitución, sino que, con arreglo al art. 1.1 de la
misma LOTC, “está sometido” a la misma y no tiene un permiso para introducir
excepciones a ese sometimiento. Ni la LOTC ni la Constitución contienen pre-
visión alguna para el supuesto de que el tribunal constitucional haga caso omiso
de ese sometimiento, o introduzca una excepción al mismo. Esto es, ni la LOTC
ni la Constitución contienen una regla que determine cómo se debe solucionar el
conflicto entre el principio de obediencia a las autoridades normativas definitivas
instituidas por la Constitución —al tribunal constitucional, en este caso— y los
principios constitucionales sustantivos; esto es, una regla que establezca, para
ciertos casos genéricos —para los casos que reúnan ciertos conjuntos de pro-
piedades— la prevalencia de uno o de los otros; una regla del estilo de la, tantas
veces mencionada, que el propio tribunal constitucional ha generado a propósito
del conflicto entre la libertad de información y el derecho al honor. Y no se trata
solo de que una regla de este tipo no se encuentre en la Constitución, ni tampoco
en la LOTC, ni tampoco haya sido generada por el propio tribunal, ni tampoco
exista como regla aceptada por el conjunto de los poderes públicos, o por el
conjunto de los órganos jurisdiccionales. La ausencia de una regla de este tipo no
es un dato contingente, que pueda colmarse mediante la oportuna modificación
normativa, de origen constitucional, legislativo o jurisprudencial. La ausencia
de una regla de este tipo es necesaria, pues su presencia implicaría la renuncia
a alguna de las pretensiones que hacen que un sistema jurídico sea tal. Imagine-
mos, para empezar, una regla, no importa si promulgada (en la constitución, por
ejemplo) o existente meramente en cuanto que aceptada, que estableciera algo
así como que siempre que se produzca una discrepancia entre lo prescrito por
las autoridades normativas definitivas y las normas que esas autoridades tienen
el deber de respetar, habrán de prevalecer estas últimas normas: en tal caso,
el sistema jurídico habría renunciado a su pretensión de instituir autoridades y
se habría transformado en un sistema normativo anarquistamente administrado.
Pero imaginemos una regla de contenido opuesto, que estableciera que siempre
que se produzca una discrepancia entre lo prescrito por las autoridades norma-
tivas definitivas y lo prescrito por las normas que estas autoridades tienen el de-
ber de respetar, habrá de prevalecer lo prescrito por las autoridades normativas
definitivas: en tal caso, el sistema jurídico habría renunciado a su pretensión de

83
Juan Ruiz Manero

regular la conducta de las autoridades definitivas que él mismo instituye y se ha-


bría limitado a instituir autoridades definitivas carentes de vínculos normativos,
legibus solutae. En todos los ámbitos de regulación queremos tener tanto auto-
ridades definitivas como normas que resulten vinculantes para esas autoridades.
Esto es, no estamos dispuestos, en ningún ámbito, a eliminar la tensión mediante
la supresión de alguno de los polos de la misma. Desde luego, alguien podría
razonablemente indicar que en la tensión entre prescripciones de las autoridades
definitivas y normas que las autoridades tienen el deber de respetar, habría que
estar a las prescripciones de esas autoridades en tanto que las desviaciones (o
los errores) de tales prescripciones respecto de aquellas normas no sean espe-
cialmente graves, en tanto que habría que estar a lo prescrito por las normas en
supuestos en los que la desviación (o el error) de las autoridades definitivas sea
de especial gravedad. Esta solución, de un lado, personalmente me parece acep-
table si es que queremos salvaguardar en la mayor medida posible los valores que
el derecho trata de realizar, bien directamente, mediante sus principios y reglas
sustantivos, bien indirectamente, mediante la preservación de la estabilidad de
su sistema de autoridades. De otro lado, me parece plausible sostener que una
norma semejante sea la norma de hecho aceptada, si bien básicamente de forma
tácita e inarticulada, al menos por sectores importantes de nuestras comunidades
jurídicas. Pero lo que resulta claro es que una norma tal no es en absoluto una
solución estable, en el sentido antes indicado, al conflicto entre el principio de
obediencia a las autoridades normativas definitivas y los principios sustantivos
del sistema. Definía antes una solución estable (relativamente estable) como una
regla que estableciera relaciones de prevalencia entre los principios concurrentes
en relación con clases de casos (o casos genéricos); el establecimiento de relacio-
nes de prevalencia mediante una regla tal supone que, salvo el supuesto de que
un nuevo caso implique una laguna axiológica que imponga una revisión, ya no
hay necesidad de ponderación en relación con aquellos casos individuales subsumi-
bles en las clases de casos (o en los casos genéricos) a los que se refiere la regla. Pues
bien: la norma que ahora consideramos no permite, en modo alguno, eludir la
ponderación caso por caso; la norma que ahora consideramos no es más que otra
formulación de la necesidad, en el conflicto entre principios del que partíamos,
de efectuar una ponderación caso por caso.

4.

Hemos visto hasta ahora cómo el sistema jurídico está cruzado por tensiones
internas que inciden, todas ellas, sobre la adopción de decisiones jurídicas. De
esto se deriva, me parece, una lección importante y a la vez muy sencilla para
nuestra comprensión global de todo aquello a lo que llamamos “ciencia del dere-
cho”, “doctrina jurídica” o “jurisprudencia”. Y esta lección viene a ser la del ca-
rácter práctico de la llamada “ciencia del derecho”. Esto es, que la finalidad a la
que obedece esta “ciencia del derecho” —y por ello me parecen más adecuadas

84
Algunas pretensiones en conflicto en el derecho

las denominaciones de “doctrina jurídica” o de “jurisprudencia”— no es, como


lo es, sin embargo, en aquellos discursos propiamente llamados “científicos”,
una finalidad meramente cognoscitiva, sino una finalidad práctica: la “ciencia
del derecho”, o “doctrina”, o “jurisprudencia”, cumple una función social im-
portante no tanto porque ofrezca conocimiento acerca del sistema jurídico, que
también, sino sobre todo porque opera como una instancia de intermediación
entre los materiales normativos en bruto emitidos por las autoridades establece-
doras de normas y la adopción de decisiones por parte de los órganos de aplica-
ción. Y esto vale tanto para lo que llamamos “dogmática jurídica”, como para
lo que llamamos “teoría del derecho”. Ambas son disciplinas que se orientan
a suministrar criterios para la adopción de decisiones por parte de los órganos
de aplicación. Las diferencia, ciertamente, su grado de abstracción y, vinculado
con ello, que la “teoría del derecho” construye las categorías mediante las que la
“dogmática jurídica” desarrolla su discurso. Pero el sentido global de ambas es,
utilizando algo libremente terminología de Carlos Alchourrón  13 tratar de avan-
zar tanto como sea posible a partir del Libro Maestro (de las fuentes) a un Siste-
ma Maestro (compuesto por normas aptas para operar como premisa mayor de
un razonamiento aplicativo) que sea determinado, coherente y completo. Tan-
to como sea posible: porque la incapacidad humana de anticipar por completo
las combinaciones de propiedades que puedan presentar los casos futuros hace
que nunca pueda excluirse que, aun tras la mejor elaboración doctrinal, el sis-
tema siga conteniendo antinomias (del tipo que Alf Ross denominaba «parcial-
parcial»  14, o Carlos Alchourrón «de inconsistencia condicional»  15), lagunas o
indeterminaciones. Antinomias, lagunas o indeterminaciones que descubrimos
cuando surge un caso individual que presenta combinaciones de propiedades
que ni el legislador ni los cultivadores de la dogmática jurídica habían previsto.
Antes, hablando de Alfredo Bryce Echenique, me he referido a su elogio del
eclecticismo y he indicado que a diferencia de Bryce, yo no soy partidario del
eclecticismo, pero sí de la actitud de apertura que subyace a él. Ahora ha llegado
el momento de explicarme: el eclecticismo (y también en España tenemos ejem-
plos de él, algunos muy notables) significa, tal como creo que usamos habitual-
mente la palabra, la yuxtaposición de tesis sostenidas por corrientes distintas, no
siempre conciliables entre sí. Del mismo modo que los malos albañiles (la imagen
es de Rafael Sánchez Ferlosio) suelen disimular los defectos de los tabiques que
edifican a base de dar paletadas de cemento, o de yeso, los eclécticos, en mi
opinión, disimulan las inconsistencias entre las tesis que quieren hacer suyas a
base de “por un lado”, “por otro lado”. Se parecen, entonces (siguiendo con
Sánchez Ferlosio), a lo que se decía de cierto político español: que disimulaba
los non sequitur que contenían sus discursos a base de repetir mucho “por con-
siguiente”, convertida en palabra talismán. El eclecticismo, en definitiva, deja las

13 
Alchourrón 2010: 155 y ss.
14 
Ross 1970: 125.
15 
Alchourrón 1991.

85
Juan Ruiz Manero

cosas como están: no aporta nada a las diversas corrientes que trata de integrar,
sino que se limita a yuxtaponerlas tratando de disimular las inconsistencias que
exhiben entre sí. De lo que se trata, en mi opinión, no es de ser eclécticos, sino
de elaborar teorías potentes que den cuenta de un cierto dominio (en nuestro
caso, del derecho o de un sector del mismo, o de alguna institución en particular)
siendo capaces de integrar, coherente y articuladamente, las iluminaciones sobre
ese dominio que provengan de las más diversas corrientes. Diversas corrientes
que aparecerán, así, no ya yuxtapuestas sino superadas en un sentido al que, si
queremos concluir con lo que es desde luego, al menos en buena parte, una bro-
ma, podríamos llamar hegeliano: pues se trata de superarlas de una forma tal que
lo mejor de cada una de ellas aparezca conservado en una teoría más poderosa.

Referencias

Alchourrón, C. (1991). Conflictos de normas y revisión de sistemas normativos (1988),


ahora en Alchourrón, C., Bulygin, E., Análisis lógico y Derecho, Madrid, Centro de
Estudios Constitucionales.
— (2010). Sobre Derecho y lógica (1996), ahora en Alchourrón, C., Fundamentos para una
teoría general de los deberes, edición y estudio introductorio de José Juan Moreso y
Jorge Luis Rodríguez, Madrid-Barcelona-Buenos Aires, Marcial Pons.
Alchourrón, C., Bulygin, E. (1974). Normative Systems, Wien, Springer 1971. Trad. es-
pañola de los autores: Introducción a la metodología de las ciencias jurídicas y sociales,
Buenos Aires, Astrea.
Bryce Echenique, A. (2005). Permiso para sentir. Antimemorias II, Barcelona, Anagrama.
Ferrajoli, L. (2013). Dei diritti e delle garanzie. Conversazione con Mauro Barberis, Bolo-
gna, Il Mulino.
Ferrajoli, L., Ruiz Manero, J. (2012). Dos modelos de constitucionalismo. Una conversa-
ción, Madrid, Trotta.
— (2014). Un debate sobre principios constitucionales, edición de Pedro P. Grández Cas-
tro, Lima, Palestra.
Gorz, A. (1959). La moral de l’histoire, Paris, Seuil.
— (1964). Historia y enajenación, México, Fondo de Cultura Económica.
Marx, K. (1968). Zur Kritik der Hegelschen Rechts-Philosophie (1844), trad. esp. Contri-
bución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, Buenos Aires, Ediciones Nuevas.
Morales Luna, F. (2013). La filosofía del derecho de Uberto Scarpelli. Análisis del lenguaje
normativo y positivismo jurídico, Madrid-Barcelona-Buenos Aires-São Paulo, Marcial
Pons.
Politzer, G. (2004). Principes élémentaires de philosophie (1946); Principes fondamentaux
de philosophie (1954), trad. esp. Principios elementales y fundamentales de filosofía,
Madrid, Akal.
Ross, A. (1970). Sobre el Derecho y la justicia (1958), trad. de Genaro R. Carrió, Editorial
Universitaria de Buenos Aires.
Vargas Llosa, M. (1969). Conversación en la catedral, Barcelona, Seix Barral.

86

Você também pode gostar