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Personalidades masoquistas (o autodestructivas) (McWilliams, N. Diagnóstico Psicoanalítico.

Comprendiendo la estructura de personalidad en el proceso clínico)

Autor: de Celis Sierra, Mónica

Palabras clave

Personalidades masoquistas, Personalidades autodestructivas, Masoquismo, Diagnostico


psicoanalitico, Mcwilliams n..

McWilliams, N. Psychoanalytic Diagnostic. Understanding Personality Structure in the Clinical


Process. New York: The Guilford Press (2011).

Ya para el propio Freud el enigma que supone que alguien actúe de manera sistemática contra
su propio interés era un problema incómodo de encajar en la teoría psicoanalítica. Las
elecciones de las personas de las que se trata en este capítulo no responden aparentemente ni
al principio del placer ni al de realidad. Al enfatizar los orígenes últimos de tipo sexual en la
mayoría del comportamiento, la teoría freudiana encontró natural aplicar el término
“masoquismo” (que conecta la excitación sexual con el sufrimiento de dolor) a patrones no
sexuales de dolor generados por uno mismo. Freud utilizó la expresión “masoquismo moral”
para diferenciar un patrón general de sufrimiento al servicio de algún objetivo del simple
significado sexual del masoquismo. En 1933, Reich incluyó el carácter masoquista en su lista de
tipos de personalidad, señalando los patrones de sufrimiento, queja, daño a uno mismo y
autodesprecio, así como deseos inconscientes de hacer sufrir a los demás con el propio dolor.

Pero no sólo en el campo del psicoanálisis ha existido interés por el masoquismo. Millon (1995)
describió un estilo de personalidad autodestructiva “agraviada”, y en el DSM-IV se estuvo
considerando incluir un “trastorno de personalidad autodestructiva”.

En un artículo de 1990 que se ha convertido en referente para el psicoanálisis relacional, Ghent


considera al masoquismo como perversión del deseo natural de entregarse a otro [surrender],
cuestionando así la identificación que se hace en la cultura occidental entre la entrega y la
derrota [defeat]. De la misma forma, la visión jungiana lo entiende como el “lado oscuro” de
nuestra necesidad arquetípica de venerar y adorar. Por otro lado, otros autores han
relacionado los patrones masoquistas con el trauma temprano.

Es importante aclarar que el comportamiento masoquista entendido como abnegación, no


tiene porqué ser necesariamente patológico. Con frecuencia la moralidad nos lleva a sufrir por
algo a lo que atribuimos más valor que nuestro bienestar inmediato. Así, Helen Deutsch (1944)
observó el componente masoquista inseparable de la maternidad, y muchos ejemplos de
masoquismo se dan cuando alguien arriesga su vida o su seguridad por un bien como la
supervivencia de sus valores o su cultura.

El término “masoquista” a veces se usa para referirse a patrones autodestructivos no


moralizados, como la automutilación sin finalidad autolítica. El uso de esta palabra señala que
existe un objetivo suficiente valioso detrás de la aparente locura que hace que el daño físico
resulte insignificante. Las personas que se cortan, por ejemplo, pueden explicar que la visión
de la sangre hace que se sientan vivas, y que la angustia de sentirse inexistentes es muchísimo
peor que cualquier malestar físico pasajero resultado de la autolesión.

McWilliams insiste en que el uso del término “masoquismo” en psicoanálisis no implica que se
esté atribuyendo a la persona un amor por el sufrimiento: se soporta el dolor porque se
espera, consciente o inconscientemente, algún bien mayor. Si decimos que una mujer
maltratada se comporta de forma masoquista, no se le está acusando de que le guste ser
golpeada, sino que se está sugiriendo que su comportamiento implica la creencia de que
tolerando el maltrato va a conseguir algún objetivo valioso (como mantener la familia), o evitar
uno más doloroso aún (como ser abandonada), o ambas cosas. Denominarlo “masoquismo”
también supone entender que la transacción no está funcionando, que en realidad su
permanencia en la situación de maltrato es más destructiva que cualquier otra alternativa, a
pesar de sus propias creencias. La autora hace esta necesaria puntualización porque a menudo
se considera que defender la existencia de una personalidad masoquista es equivalente a
culpabilizar a la víctima, que estaría supuestamente disfrutando perversamente del
sufrimiento.

Las dinámicas de la personalidad masoquista, como en el caso de la depresiva, se pueden


entender dentro de un continuo que iría desde las más anaclíticas (que ponen en juego al self
en relación) a las más introyectivas (referidas a la definición del self). Las personalidades más
anaclíticas a veces son denominadas “masoquistas relacionales”, ya que su comportamiento
autodestructivo tiene como objetivo mantener el apego; mientras que las más introyectivas
suelen coincidir con el llamado “masoquismo moral”, donde la autoestima gira alrededor de la
capacidad de tolerar el sufrimiento.

Los patrones de carácter masoquista y depresivo se solapan considerablemente, hasta el


punto de que Kernberg (1984, 1988) ve a la personalidad depresivo-masoquista como uno de
los tipos más comunes de carácter neurótico. Pero la autora remarca que es importante
diferenciar los dos tipos de personalidad, porque en los niveles graves requieren estilos
terapéuticos opuestos.

Pulsión, afecto, y temperamento en el masoquismo

Los patrones masoquistas no han sido estudiados empíricamente como se ha hecho con los
depresivos, posiblemente porque fuera de la comunidad psicoanalítica el concepto nunca ha
sido bien aceptado. Debido a ello, no se sabe mucho de la contribución del temperamento a su
génesis. La experiencia clínica, sin embargo, sugiere que la persona que acabará teniendo un
carácter masoquista, al igual que el futuro depresivo, puede ser más sociable que, por
ejemplo, el niño retraído que acabará teniendo personalidad esquizoide.

El tema que más ha interesado en relación al aspecto constitucional en la génesis de patrones


masoquistas es el género. Algunos teóricos apuntan a que el trauma infantil y el maltrato se
tramitan de manera diferente según el género, desarrollando con más frecuencia las niñas un
patrón masoquista, mientras que los niños tenderían a identificarse con el agresor y
desarrollar una actitud más sádica. Pero tal vez, sugiere la autora, la anticipación que hacen los
niños varones de la ventaja que supone la mayor fuerza física de los hombres adultos, les
predispondría a dominar el trauma de maneras proactivas. Sin embargo, las niñas tenderían a
desarrollar el auto sacrificio y la victoria moral a través de la derrota física, “clásicas armas de
los débiles”. Por último, el papel posible de los distintos niveles hormonales en ambos sexos ha
de ser tomado en consideración.

El mundo afectivo de la persona masoquista es similar al del depresivo: tristeza consciente y


sentimientos de culpa inconscientes son comunes; pero además, la persona masoquista puede
sentir rabia o indignación en nombre de sí misma. Esto las aproxima más a la personalidad
paranoide, se ven sufriendo injustamente, como víctimas de los demás o de un destino
infausto. Así como el depresivo puede sentir que merece su infortunio, algunos masoquistas
pueden protestar contra él.

Procesos defensivos y adaptativos en el masoquismo

Al igual que en la personalidad depresiva, las defensas de introyección, vuelta contra el self e
idealización, suelen estar presentes. También la actuación, ya que sus acciones
autodestructivas los definen. Los masoquistas morales usan, lógicamente, la moralización.

La actuación defensiva de forma autodestructiva es típica en la personalidad masoquista, y


puede servir para controlar la aparición de una situación dolorosa, como por ejemplo,
provocar un castigo que se espera de una figura de autoridad a la que se anticipa arbitraria. A
esto se le puede llamar “transformación de pasivo en activo”.

Freud incidió en la “compulsión a la repetición”: las personas que más han sufrido en la
infancia suelen sufrir más como adultos, y en circunstancias que evocan las del pasado.
Sampson, Weiss y col., (1986) señalan que los patrones repetitivos caracterizan el
comportamiento de todo el mundo, pero que si uno ha tenido una infancia suficientemente
buena, estos patrones se ajustan a las oportunidades de la vida y reproducen situaciones
positivas, por lo que resultan invisibles. Por el contrario, cuando uno se ha criado en un
ambiente amenazador o negligente, la necesidad de recrear esas circunstancias con el objetivo
de tratar de controlarlas puede tener consecuencias muy dramáticas y muy visibles.

McWilliams nos trae dos ejemplos. En el primero, con una mujer de personalidad masoquista
en el nivel de organización psicótico, que se hacía cortes y que localizó las fuentes de su
comportamiento en el abuso por parte de su madre, que había llegado, en un ataque de rabia,
a hacerle cortes a su hija con un cuchillo. Otra paciente, mucho más sana, solía provocar
enfados en su marido contándole gastos extravagantes, así trataba de controlar la posibilidad
de que éste, igual que el padre de ella, destruyera los buenos momentos con su ira.

Wilheim Reik (1941) describió distintos aspectos de la conducta masoquista que incluyen:
“provocación (como en la viñeta anterior), (2) apaciguamiento (‘ya estoy sufriendo, así que por
favor evita más castigos’), (3) exhibicionismo (‘presta atención, estoy sufriendo’) y (4) desvío
de la culpa (‘mira lo que me has hecho hacer’)”. Este tipo de comportamientos son comunes a
todas las personas en alguna medida. La autora nos recuerda cómo los supervisandos
inexpertos se acercan a la supervisión señalando de forma masoquista los propios supuestos
fallos para así aplacar los temidos ataques del supervisor.
En el caso del masoquismo relacional, las pautas autodestructivas de comportamiento se
entienden como defensa frente a la ansiedad de separación. Como McWilliams escuchó decir a
un paciente que provocaba las críticas de su entorno: “prefiero ser golpeado que no tocado”.

Para los masoquistas más introyectivos, la moralización es una defensa que la autora califica
de exasperante. La persona parece estar más interesada en la victoria moral que en resolver el
agravio, como ejemplifica con el caso de una paciente que prefería seguir contándole los
detalles de la injusticia con que la administración la había tratado al retenerle una cantidad de
dinero, antes que hacer la gestión que aseguraría su reembolso.

McWilliams interpreta esta dinámica como una forma de manejar la convicción depresiva de
que la persona es mala. Esta idea y el malestar que conlleva hace necesaria la búsqueda de
oyentes que confirmen que los culpables son los demás. Con este fenómeno relaciona el
hecho de que algunos niños adoptivos se comporten de manera masoquista provocando
castigos. Los niños que pierden a un padre tienden a atribuir este hecho a su maldad,
“prefiriendo una sensación de poder desde la culpa a la impotencia, tratan de convencerse a sí
mismos y a los demás de que es el padre substituto el malo, y así desvían la atención de su
propia maldad percibida. Pueden provocar hasta que el comportamiento del padre adoptivo
apoye su convicción”.

Otra defensa habitual es la negación. A la vez que la persona masoquista puede estar
demostrando de palabra y obra que está sufriendo, lo negará cuando se le señala, e incluso
defenderá las buenas intenciones de la persona que la trata mal.

Patrones relacionales en la psicología masoquista

Citando a Hammer, que sostenía que un masoquista es un depresivo que aún tiene esperanza,
la autora plantea que frente a la etiología del carácter depresivo, la pérdida o deprivación no
fue tan radical en el masoquista, posiblemente porque los padres respondían finalmente
cuando sentían que el hijo estaba en peligro. Estos niños aprenden que si sufren lo suficiente,
pueden lograr algún cuidado.

Lo común de la historia de estos pacientes con la de los depresivos, son “los duelos no
resueltos, cuidadores críticos o culpabilizadores, reversiones de rol donde el niño se siente
responsable por sus padres, ejemplos de trauma y abuso”, pero también hay relatos donde los
cuidadores responden cuando la situación es suficientemente problemática.

Los temas de la dependencia y el miedo a estar solo son básicos en el masoquismo. En un


proyecto de investigación sobre la personalidad de las mujeres severa y repetidamente
golpeadas, “de las que hacen que el personal se tire de los pelos porque vuelven una y otra vez
con compañeros que están a punto de matarlas”, Rasmussen (1988) llego a la conclusión de
que lo que más temen es el abandono, por encima del dolor y la muerte. Al separarse del
maltratador, se sumergen en tal estado de desesperación que apenas pueden funcionar. El
dolor es tan grande que no se puede comparar con el malestar que sienten cuando están con
las personas que las maltratan.

Muchos pacientes masoquistas han sentido que sus padres solo estaban cercanos a ellos
emocionalmente al castigarles. El niño puede aprender que el sufrimiento es el precio de la
relación. Y la relación es más importante que la seguridad física. Una sujeto del estudio
anterior dice: “He tenido el sentimiento de desear ser pequeña otra vez. Deseaba estar otra
vez al cuidado de mi madre. Me gustaría que me pegara, porque pegar es una manera de
hacer que la gente escuche y aprenda. Si tuviera a mi madre para pegarme más, me
mantendría a raya”.

Otras personas con personalidad masoquista han sido reforzadas en la abnegación, como una
paciente de la autora que, con 15 años, cuidó a su madre durante la fase terminal de un cáncer
asumiendo toda la atención de enfermería y renunciando a las actividades normales de su
edad. La familia le había reforzado este comportamiento conmovedor favoreciendo así el
masoquismo de por vida. Sin embargo, más adelante, los demás reaccionaban a su auto
sacrificio viéndola como una santurrona aburrida y rechazando sus esfuerzos de hacer de
madre de todo el mundo.

Las personas masoquistas tienden a apegarse a otras personas de su mismo tipo o que
confirmen su sensación de injusticia. También pueden recrear relaciones sadomasoquistas,
bien eligiendo a un abusador, bien arreglándoselas para sacar la peor parte de alguien que
podría haber sido un compañero adecuado en otras circunstancias.

Las personalidades masoquistas tienen con las paranoides en común el sentirse en constante
peligro. El paranoide se defendería de esta ansiedad atacando antes de que le ataquen,
mientras que el masoquista se atacaría a sí mismo para que el otro no tenga que hacerlo.
Tanto unos como otros están preocupados por la relación entre poder y amor. El paranoide
sacrificaría el amor por la sensación de poder; el masoquista haría lo contrario. Al nivel
borderline de organización de la personalidad, se pueden presentar estas opciones como
estados del self alternativos, sin saber el terapeuta si entender al paciente como una víctima
asustada o como un adversario amenazante.

La teoría psicoanalítica temprana conectó de tal forma la sexualidad con la personalidad, que
se ha asumido que las dinámicas sexuales y las de personalidad son isomorfas. A menudo lo
son, pero muchos masoquistas caracterológicos no son masoquistas sexuales y pueden
bloquearse sexualmente si su pareja se pone agresiva; así como mucha gente con un patrón
erótico masoquista no funciona de manera autodestructiva en general.

EL SELF MASOQUISTA

Como en el caso del depresivo, la persona masoquista se ve desvalorizada, culpable,


rechazable, merecedora de castigo. También puede sentirse carente y destinada a la
incomprensión y el maltrato. Los masoquistas morales pueden impresionar como grandiosos y
despectivos con los demás mortales que no aguantan dignamente el sufrimiento. Esto puede
hacer parecer que disfrutan ese sufrimiento, pero en realidad estaríamos ante un mecanismo
de compensación para sostener su autoestima.

McWilliams trata de explicar una escena común en la que el paciente con personalidad
masoquista está relatando el maltrato que recibe de los demás y el terapeuta puede apreciar
una “maliciosa” sonrisa en su gesto. Por una parte, se puede entender que está sintiendo
algún placer sádico al atacar a sus abusadores. Esta explicación alimentaría el lugar común de
que las personas autodestructivas disfrutan con su sufrimiento. Pero sería más exacto decir
que obtienen alguna ganancia secundaria de la solución masoquista de búsqueda de apego a
través del sufrimiento. Los masoquistas morales pueden estar saboreando la victoria moral de
exponer a sus abusadores como moralmente inferiores por agredir. Los más relacionales tal
vez esperen que su conducta masoquista les ayude a conectar mejor con la persona que les
está escuchando.

Así como muchas personas organizadas depresivamente tienden a aislarse, los masoquistas
pueden manejar la maldad que sienten proyectándola sobre los demás y haciendo luego
evidente que la maldad está fuera de ellos y no dentro. En esto se parecen más a las
personalidades paranoides. Sin embargo, estos últimos pueden resolver la ansiedad
atribuyendo malevolencia a fuerzas más abstractas, mientras que las personas con rasgos
masoquistas necesitan a alguien cercano, que con su comportamiento visible confirme su
vileza.

Transferencia y contratransferencia con pacientes masoquistas

McWilliams nos advierte, para empezar, que las personas masoquistas tienden a reactuar con
el terapeuta el drama del niño que necesita cuidado pero sólo puede conseguirlo si está
sufriendo lo suficiente.

A menudo tratan de persuadir al terapeuta de que necesitan y merecen ser rescatadas,


mientras a la vez sienten miedo de que el terapeuta sea poco empático, egoísta o abusivo y
acabe abandonando la relación. Todo esto puede ser ego-distónico o ego-sintónico,
dependiendo del nivel de organización. Además temen que el otro verá sus defectos y los
pondrá de relieve para luego rechazarlas. Por eso tratan de que convencer a los demás de que
están indefensas y de que son buenas.

Las contratransferencias habituales con estas dinámicas son el contramasoquismo y el


sadismo. Suelen estar presentes las dos. Lo habitual es que el clínico, especialmente si tiene
poca experiencia, sea excesivamente (de manera masoquista) generoso y trate de convencer al
paciente de cuánto aprecia su sufrimiento y de que la terapia es un lugar seguro. Cuando esta
actitud no mejora la indefensión y la desdicha que el cliente muestra, el terapeuta empieza a
tener sentimientos ego-distónicos de irritación.

Dado que muchos terapeutas tienen personalidades depresivas y que existe gran
solapamiento entre las dinámicas masoquistas y depresivas, el terapeuta tratará de hacer lo
que sería útil para sí mismo de encontrarse en la misma situación que el paciente. Hará énfasis
en darle seguridad al paciente en que comprende su sufrimiento y en que le ayudará. Esto
puede implicar reducir honorarios, programar sesiones adicionales, aceptar llamadas a
cualquier hora, etc. Estas medidas, que pueden ayudar en el caso de una terapia con una
persona fundamentalmente depresiva, son contraproducentes en el caso de la personalidad
masoquista ya que favorecen la regresión: el paciente confirma que el masoquismo funciona:
cuanto más sufre, más se desvive el terapeuta. Y el terapeuta aprende cómo se siente el
paciente: cuanto más lo intenta, peor.
La autora cuenta, no sin confesar cierta vergüenza cómo, “en el arrebato de una fantasía de
rescate” hacia uno de sus pacientes, un paranoide-masoquista de organización psicótica, le
dejó su propio coche para que pudiera acudir al trabajo. El paciente se lo estrelló contra un
árbol, lo que a McWilliams le parece un resultado lógico.

La inhibición que los clínicos habitualmente tienen en reconocer en sí mismos necesidades


sádicas, puede ser peligrosa dado que los sentimientos que no se conocen tienden a actuarse.
Y si uno ha llegado a sentir resentimiento frente a un paciente que cada vez se queja más a
pesar de los propios esfuerzos por ayudarle, es fácil racionalizar una interpretación punitiva o
un rechazo (“Tal vez necesita un terapeuta diferente”).

Los clientes masoquistas pueden ser exasperantes. La reacción terapéutica negativa asociada
al masoquismo inconsciente es difícil de atravesar para el clínico, como lo es mantener una
actitud de apoyo benigno mientras el paciente se daña. La propia autora observa que el tono
en que escribe este capítulo trasluce cierta actitud ofendida, tal y como otros analistas han
escrito sobre pacientes masoquistas dejando ver un cierto desprecio. Por ello, nos advierte de
la necesidad de cuidadosa auto-supervisión. Un terapeuta que niega sus propias
contratransferencias masoquistas y sádicas es casi seguro que tendrá problemas en el
tratamiento de este tipo de personalidades.

Finalmente, la negación que hacen las personalidades masoquistas sobre la implicación de sus
comportamientos autodestructivos, hace que muchas veces los terapeutas sientan la ansiedad
que normalmente acompañaría al peligro de dañarse. Cuanto más se angustia el terapeuta,
más despreocupado parece el paciente.

Implicaciones terapéuticas del diagnóstico de personalidad masoquista

Esther Menaker, en 1942, fue la primera psicoanalista en observar que muchos aspectos del
tratamiento clásico, como el uso del diván y el autoritarismo en las interpretaciones del
analista, pueden ser vividos por las personalidades masoquistas como una replicación de
situaciones de dominancia y sumisión. Recomendó por ello cambios en la técnica, como el
tratamiento cara a cara, el énfasis en la relación real y sobre la transferencia, y la evitación de
la omnipotencia en el tono del analista. Sin la eliminación de todos los rasgos potencialmente
sadomasoquistas en la situación terapéutica, Menaker creía que los pacientes estarían en
riesgo de sentir solo una repetición de la sumisión, conformidad y sacrificio de su autonomía
en aras de la cercanía de la relación.

La persona masoquista necesita con urgencia que el clínico sea un ejemplo saludable de
asertividad. El que el clínico ayude sin dejarse explotar puede abrir nuevas perspectivas a
alguien que ha sacrificado todas sus preocupaciones sobre él mismo en beneficio de los
demás. Por eso la primera regla para tratar a pacientes masoquistas, nos insiste McWilliams,
es la de no modelar el masoquismo.

Nos cuenta la autora que ella hace tiempo que fue advertida por un supervisor en el sentido
de no dejar contraer deudas económicas con el tratamiento a los pacientes masoquistas. No
habiéndole hecho caso, se ofreció a seguir el tratamiento con un paciente que había entrado
en una crisis financiera que parecía fuera de su control. El resultado fue que el paciente, lejos
de resolver la crisis, empezó a volverse cada vez más incompetente hasta que tuvo que
proponerle un plan de pago de la deuda. Nos advierte de que el daño en estos casos no es sólo
para la economía del terapeuta, el perjuicio para el paciente es obvio, y la confianza en sí
mismo del terapeuta como fuente de ayuda se ve menoscabada. Mostrar “autosacrificio
terapéutico” con estos pacientes es contraproducente porque les hace sentirse culpables y no
merecedores de mejorar. Si el terapeuta les da una lección de abnegación, ¿cómo se van a
sentir con derecho para ejercer sus prerrogativas?

La dificultad de muchos clínicos en cuidarse a sí mismos en estos tratamientos no se debe sólo


a las inhibiciones sobre el propio interés que puedan tener, sino también al acertado
presentimiento de que los pacientes masoquistas reaccionarán negativamente a los límites.
Esto es cierto, y muy deseable, porque supone la oportunidad de aprender que serán
aceptados aunque se enfaden.

La máxima de “nada de compasión” con los pacientes masoquistas que sostienen algunos
clínicos experimentados, no quiere decir que haya que culparlos, sino que en vez de
compadecerlos, se les debe preguntar por cómo llegaron a meterse en la situación de la que se
quejan. Hacer énfasis en la capacidad que uno tiene de mejorar las cosas refuerza el yo en vez
de infantilizar, pero por eso mismo puede irritar a las personalidades masoquistas, que creen
que la única forma de conseguir estar cerca de los demás es mostrarse indefenso. En estas
ocasiones, el terapeuta puede “dar la bienvenida al enfado normal”, aceptando los
sentimientos negativos del paciente.

McWilliams nos trae como ejemplo una viñeta sobre una paciente muy perturbada con
múltiples adicciones, bulimia y ansiedades psicóticas. En una ocasión, en medio de una crisis,
se ingresó en el psiquiátrico firmando una estancia de hospitalización de 72 horas. Cuando se
calmó a las pocas horas, el psiquiatra del hospital aceptó, a petición de la paciente, darle el
alta si su terapeuta le daba el permiso. Sin embargo, esta no lo concedió: “Te ingresaste por
tres días, así que espero que cumplas tu compromiso”. A pesar de la indignación que sintió en
ese momento, años más tarde, la paciente confesó que ese acontecimiento había supuesto el
punto de inflexión en su terapia, porque había sido tratada como una mujer adulta, capaz de
asumir las consecuencias de sus actos.

También hay que estar alerta frente a la tendencia culpabilizadora de estas personas, que
tiende a ser especialmente dramática alrededor de las separaciones, incrementando a veces
los comportamientos autodestructivos justo cuando el terapeuta va a tomarse unas
vacaciones. Este tipo de comportamientos que pueden traducirse como “¡Mira lo que me
haces sufrir!” se deben manejar con una reflexión empática del dolor del paciente junto a la
clara expresión de que uno no va a dejar de disfrutar de sus vacaciones por ello.

Es aconsejable abordar de manera despreocupada el material inquietante que traen los


pacientes cuando su comportamiento autodestructivo les pone en una situación peligrosa. Si el
terapeuta se niega a encargarse de la ansiedad y solo habla de la realidad, de las posibles
consecuencias de los actos del paciente, de forma desapasionada, se facilita que éste sienta en
él mismo la ansiedad que no ha logrado poner en el terapeuta.
El timing es crítico, ya que si uno no lo cuida, el paciente puede sentirse criticado y
culpabilizado. “El arte de transmitir una apreciación empática de que el sufrimiento de la
persona masoquista es verdadero más allá de su control consciente (a pesar de su apariencia
de ser buscado) y al mismo tiempo adoptar una actitud confrontadora, una que respete su
habilidad para hacer su voluntad consciente y cambiar sus circunstancias, no puede ser
enseñada en un libro de texto”.

Además de comportarse de manera que la expectativa de la persona masoquista no se


confirme, el clínico tendría que interpretar de forma sistemática la presencia de creencias
irracionales como “Si sufro lo suficiente, conseguiré amor”. Son habituales las creencias
mágicas que relacionan la asertividad o confianza con el castigo, y la humillación con un
eventual triunfo. En la mayoría de las prácticas religiosas, se conecta el sufrimiento y la
recompensa, y tales creencias pueden consolarnos cuando el sufrimiento es inevitable, pero
cuando este depende de nosotros, se convierten en destructivas.

Las fantasías omnipotentes que sostienen los comportamientos masoquistas son difíciles de
destruir, ya que siempre se puede encontrar un ejemplo en que tras el éxito ha venido un
castigo, o el sufrimiento ha sido recompensado. Pero la persistencia en exponer estas
creencias irracionales puede diferenciar entre una cura por transferencia, basada en la
identificación con un terapeuta idealizado que se respeta a sí mismo, y un auténtico y
duradero abandono de la abnegación patológica.

Diagnóstico diferencial

Los tipos de psicología individual más fácilmente confundidos con el tipo de masoquismo
caracterológico tratado aquí son las psicologías depresivas y disociativas.

Personalidad masoquista frente a personalidad depresiva

Para la autora, aunque es común la combinación de dinámicas depresivas y masoquistas, en la


mayoría de los individuos el balance entre estos elementos se decanta en una u otra dirección.
Es por ello importante discriminar entre un tipo y otro de dinámica, porque el estilo adecuado
para cada una de ellas difiere. La persona predominantemente depresiva necesita por encima
de todo aprender que el terapeuta no juzgará, rechazará o abandonará, y estará, al contrario
que los objetos de la infancia, a disposición cuando esté sufriendo. Cuando la persona es
fundamentalmente masoquista necesita aprender que siendo asertivo puede ser aceptado, y
que el terapeuta no está interesado particularmente en sus desgracias, como los padres que
solo daban atención cuando estas ocurrían.

Si tratamos a una persona depresiva como masoquista, se puede provocar una depresión
mayor e incluso el suicidio, ya que se sentirá culpada y abandonada. Pero si tratamos a una
persona masoquista como depresiva, puede reforzarse la autodestructividad. Cuando el
paciente muestra ambas tendencias, el terapeuta tiene que valorar continuamente cuándo lo
que está activo es más de una modalidad o de la otra, para que sus intervenciones se adecúen
al proceso defensivo primario del paciente.

Psicología masoquista frente a disociativa


Los avances en la conceptualización de la disociación han hecho que revisemos la
interpretación de actos que antes atribuíamos exclusivamente al masoquismo. Muchas
personas que sufren estados disociativos pueden repetir el daño que sufrieron anteriormente.
La evaluación atenta puede revelar la existencia de otra personalidad, identificada con el
abusador primario, para la que la personalidad principal es amnésica. Aunque la dinámica sea
masoquista, la interpretación en este sentido no servirá para nada si nos olvidamos de que la
autolesión se produce en estado disociativo. En estos casos, es conveniente preguntarle al
paciente, de manera lo menos apasionada posible, si se recuerda a sí mismo durante la acción.
En caso afirmativo hay que explorar si existía despersonalización o descorporeización. Hasta
que la persona pueda tener acceso al estado mental en que estaba cuando el acto
autodestructivo se realizó, lo prioritario es disminuir la disociación y no interpretar el
masoquismo.

Bibliografía citada del artículo original

Deutsch, H. (1944). The psychology of women: A psychoanalytic interpretation: Vol. 1.


Girlhood. New York: Grunne & Stratton

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Reik, T. (1941). Masochism in modern man. New York: Farrar, Straus

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Psychoanalytic Process: Theory, Clinical Observation and Empirical Research. New York:
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