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A modo de síntesis, podemos decir que aceptar la propia realidad implica: Aceptar los propios límites.

- Esto incluye la aceptación de los límites históricos: la familia en que hemos nacido, las
circunstancias que han forjado lo que somos (incluidos los fracasos). Hay diversos modos de
no aceptar nuestras limitaciones: avergonzarse de la propia familia, del lugar de origen, de la
condición social, no ser capaces de superar las propias fallas, etc.
- También la aceptación de los límites físicos: la salud, las torpezas (por ejemplo, para el
deporte), los defectos (gordura, flaqueza), falta de agilidad; los que se niegan a aceptar estas
condiciones suelen desarrollar problemas como la bulimia, la anorexia, complejos de
inferioridad, etc.
- Finalmente, incluye la aceptación de los propios límites psíquicos: la creatividad, inteligencia
más o menos lúcida, la voluntad más o menos enérgica, etc.
La aceptación cristiana de nuestros límites exige: reconocer lo que no depende de nosotros (como
nuestro origen alto o humilde, nuestras capacidades naturales, nuestras enfermedades hereditarias o
adquiridas) y agradecerlo a Dios sabiendo que, sea lo que sea, cumple una misión dentro del Plan
divino, sin engañarnos pensando que si hubiésemos sido de tal o cual manera, diversa de la que nos
ha tocado en suerte, habríamos sido mejores; nadie puede conocer “las cosas que podrían haber sido
si...”.
Implica también reconocer lo que sí depende de nosotros: crecer en las virtudes morales. También
exige reconocer, amar y agradecer lo que somos (signo de madurez).
La verdadera aceptación se manifiesta en algunas realidades fundamentales: En la capacidad de
reírnos de nosotros mismos con verdadero humor (no la burla irónica e hiriente con la cual en realidad
escondemos quejas sobre nuestras limitaciones); la persona que sabe reírse de su propia torpeza, de
su lentitud o exagerado apuro, de su gordura o flaqueza, de su falta de oído musical, etc., es una
persona sana, que sabe captar la realidad de las cosas.
No guardar resentimiento de lo que no tenemos, ni tristezas insalvables por no tenerlo. No tener
envidia de quienes tienen tales cualidades o dones, ni criticarlos amargamente (o sea, con
resentimiento).
Agradecer infinitamente a Dios por lo que nos ha dado, teniendo en cuenta que si hemos recibido
30, mientras otros han recibido 70, esto también significa:

- (a) que tenemos 30 gratuitamente;


- (b) que mis 30 responden a una misión divina que no podría cumplir con 20, ni tampoco con
50 o 70.

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