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Es un hecho innegable que hoy el discurso de los derechos humanos han venido
adquiriendo cada vez más un carácter global, las reivindicaciones en materia de
derechos se encuentran muy presentes en los más distintos escenarios de la
humanidad, dada la intencionalidad de buscar dignificar nuestra existencia. Las
luchas que históricamente se han gestado nombre de la libertad, la igualdad y la
justicia, entre otras, no hacen más que legitimar los esfuerzos de quienes claman
por un mejor vivir. Por ello, en este mismo sentido resulta de gran relevancia el
hecho de poder hablar en esta época, no sólo de derechos económicos, sino a su
vez de derechos culturales, lo cual representa un avance en este discurso y en
algunas prácticas, en la media en que precisamente estos se constituyen en uno de
los aportes fundamentales para el desarrollo de sociedades que hasta ahora se han
podido considerar como diversas.
Desde esta perspectiva, se evidencia que tanto los derechos culturales, como el
derecho a participar de la vida cultural exigen por lo menos que los individuos
accedan a tal participación de manera libre, es decir que puedan “escoger su propia
identidad, a identificarse o no con una o con varias comunidades, o a cambiar de
idea; a participar en la vida política de la sociedad; a ejercer sus propias prácticas
culturales y a expresarse en la lengua de su elección”, en segunda instancia; El
acceso a la vida cultural comprende, en particular, el derecho de toda persona a
conocer y comprender su propia cultura y la de otros, a través de la educación y la
información y a recibir educación y capacitación de calidad con pleno respeto a su
identidad cultural, pero también comprende el derecho a participar en el desarrollo
de la comunidad a la que pertenece, así como en la definición, formulación y
aplicación de políticas y decisiones que incidan en el ejercicio de sus derechos
culturales.”
Desde esta óptica, debemos señalar que los ingentes esfuerzos realizados tanto
por organizaciones internacionales, como por comunidades étnicas, para el ejercicio
y protección de la cultura como un derecho, implica además de los aspectos que
hemos señalado en materia económica, amplias transformaciones en materia
educativa, dado que esta permite repensar los criterios bajo los cuales se asume y
se aceptan las diferencias.
Así, la apuesta por transformar las formas en que los sujetos conciben la
importancia y el acceso a los derechos culturales, deja de ser una obligación que
se resuelve en plano moral de los sujetos, para concebirse, tal como lo plantea el
texto “como una obligación o responsabilidad que requiere ser atendida por el
Estado. Esto, debido a que, es pues este quien “debe tomar las medidas concretas
deliberadas dirigidas a la aplicación integral del derecho de cada persona a
participar en la vida cultural.”
Teniendo en cuenta lo que hasta aquí hemos señalado, es menester ratificar que
los discursos alrededor de la participación cultural representan un avance
significativo ante visiones que son excluyentes y cerradas a estos escenarios de
pensamientos, ante todo, porque como lo anota Tomás Segarra, “la participación en
la vida cultural dota de mayor sentido a la cohesión social y al desarrollo de unos
valores comunes. Esto contribuye al empoderamiento de aquellas comunidades que
ponen en funcionamiento mecanismos de participación. Tomar parte, o participar,
en la vida cultural de una comunidad es el resultado de una triple dimensión:
participar, acceder y contribuir”. (Segarra, 2016)
Finalmente, compartimos con Segarra que “la lucha por los derechos culturales
implica así un reencuentro con las comunidades reales en las que, desde lo local,
los individuos se conocen y se reconocen mutuamente, establecen relaciones
mediante las que se sienten cohesionados, y comparten unas mismas identidades
culturales más sólidas.” (Segarra, 2016)
Bibliografía