La ciencia de la curiosidad hacia la ciudad de México fue un fantasma que siempre
habito, durante su corta vida, en el corazón de Lazslo. A veces era una sensación de comezón que le recorría toda parte del cuerpo: imaginaba así la brisa de las jacarandas del paseo de la reforma recorriendo sus 400,000 poros; o el vaporoso monzón de las tardes interminables del verano, que en la ciudad de los mil palacios, hervía la sangre de quienes osaban recorrer sus bacheadas calles. A propósito de su llegada a la región más transparente del aire, Lazslo, quien había cruzado los tempestuosos mares del Atlántico, sorteado las selvas de Veracruz y atravesado el corazón del altiplano poblano, no había encontrado señal alguna que le augurara el termino de su peregrinaje por el mundo bajo los mismos cielos que parpadearon bajo la presencia de Alexander von Humbolt. Explorador de medio tiempo, viajero de ocasión y trotamundos de profesión: Lazslo Clementino Fernando de Lorena y Bohemia, conde de la Cruz de san Carlos, Maestre de las selvas del Congo y futuro emperador de las chinanmpas de Xochimilco, había llegado a la ya no tan nueva Nueva España con la idea de conocer la tierra del chocolate, del xoloizcuitnle, de las flores chinanmperas, pero sobre todo: la tierra de la ceja de Frida Kahlo. Así llego, como todo extranjero llega al ombligo de la luna, a la gran Tenochtitlan: ciudad de las inundaciones, ciudad de los plantones eternos, ciudad conquistada y conquistadora de extranjeros; ciudad rodeada por el lago de Texcoco, pero sobre todo: primera ciudad de América. Los primeros pasos los dio por el canal Ignacio Zaragoza, que en temporada de lluvias, más que calzada, se convierte en extensión del moribundo lago de Chalco. De paso en paso y de inundación en inundación, atravesando colonias chilangas, y después de 116 horas de peregrinaje, por fin llego al corazón de la imponente Ciudad de México. A la primera mañana, un soplido de aire otoñal le abatió el denso sueño 21 años condensado sobre sus pestañas de europeo, abrió los ojos y miro por vez primera el imponente palacio de bellas artes, entonces sintió toda la blancura del mármol clareándole la verde pupila, para cuando recupero la visión supo que por fin estaba en la tierra de su tatarabuelo. 75 años antes y dos guerras mundiales atrás, antes de la televisión a color y de que sonaran en la radio las canciones de Pedro Infante, Fernando Iturriaga Altamirano hacía de las suyas por el valle de México. Nando, nandito para los amigos, era el tercero de 5 hijos de Clementina Santos y Gabriel Arizpe, campesinos de la región de la cañada en Oaxaca. Al nacimiento de Fernando, bajo el signo de la estrella vespertina, no se le auguro una vida honrada. Y así fue, desde los 5 años aprendió a robar mazorcas de sembradío en sembradío, para los 15 años a robar gallinas de corral, y para los 20 muchachas de casa en casa; y fue justo esa maña la que lo hizo mudarse a la Ciudad de México, a seguir la vida deshonrada que una partera le auguro en día que vino al mundo. A su arribo a la Ciudad de México, Nando aprendió diversos oficios, ejerció el arte de la falsificación de documentos, el de la charlatanería, el del carterista, el de pregonero de injurias, pero sobre todo el de cautivador de muchachas. Y fue su afición de cautivador por lo que tuvo tantos problemas que ni todas las fuentes de Roma alcanzarían para contarlos. Y fueron tanto los hijos que le fueron apareciendo como rosas en el rosal, que tuvo que migrar su suerte lejos donde nadie lo conociera. Y así fue como rezando en todas la iglesias de Puebla por ultima vez, zarpo al oriente desde el puerto de Coatzacoalcos. Y así fue como dos guerras mundiales y una unión soviética después, nació en algún lugar de Europa Laszlo Clementino Fernando V. -Para Los ojos Adriaticos, poco acostumbrados a los colores de los mercados mexicanos, la sandía, fruta abanderada por excelencia, representa un verdadero deleite a la pupila- o al menos eso era lo que de recuerdo de Nando llego a oídos de Lazslo. Para Lazslo, encerrado hasta los 21 años dentro de las fronteras balcánicas, los cuentos sobre México que su tatarabuelo Nando tarareaba como valses austriacos, contados de generación en generación, resultaban una mina de curiosidad por lo que había en el nuevo continente. –Mexico, el ombligo de la luna- le decían las revistas que compraba mensualmente, -Mexico rincón de ensueños y flores- Le decían las canciones que escuchaba en algún lugar de la vieja Europa - México lindo y querido- le decían sus familiares, fueron las últimas palabras de Nando. Por todo lo anterior y más, México fue por muchos años la ilusión de Lazslo, a fin de cuentas, un pedacito de México corría por la vena pegada al corazón de Lazslo. Recuperada la visión en la alameda central, Lazslo emprendió el recorrido por el centro histórico: camino por los interminables nombres de las interminables calles de la interminable ciudad de los interminables palacios, subiendo los interminables escalones de las interminables escaleras, para poder ver el interminable cielo interminablemente coronado por el resguardo de dos volcanes eternos. Conoció y amo toda particularidad de la ciudad, amó cada bache y cada esquina mal trazada, cada coladera tapada y también cada amanecer en la plaza de Santo Domingo, escuchando el ir y venir de la gente, así como el ir y venir de las máquinas de escribir, y el murmullo de la gente encaminada a sus deberes cotidianos. Contadas las semanas con granos de elote sobre una lotería, llego Octubre con toda la luminosidad de sus anocheceres, llego también el aroma a copal y el amanecer de la flor de Cempasúchil; llegaron las calaveritas de azúcar, las mandarinas y el chicozapote, llegaron los dulces de calabaza y de camote, el papel picado y el desfloramiento de la flor de mil pétalos. Había llegado la temporada de día de muertos. Contada a tartamudeos, la tradición mexicana del día de muertos había llegado a oídos de Lazslo como una canción ranchera: imaginada y enturbiada por la nostalgia. Poco sabía de Mixquic, o de Janitzio, y mucho menos de la ofrenda o del reposo de las ánimas en los días previos a su retorno entre los vivos. Pero si de algo estaba seguro, es que toda esa animosidad flotando entre el ir y venir de la gente, le hacía amar un poquito más a México, a sentirse más mexicano que el nopal o el chile verde, más mexicano que el pulque y el tamal en bolillo. “Grandeza mexicana” pensaba cada vez que veía una ofrenda adornada por miles de pequeños soles amarillos deshojándose al paso del viento, o cuando una vela escurría la parafina y formaba las siluetas con que los brujos de Catemaco leían el destino de las personas, o cuando el aroma del pan de muerto inundaba el aire enviciado de una caótica ciudad. Porque a diferencia de su pueblo, la ciudad de México representaba la mayor conglomeración de gente que jamás hayan visto sus ojos tan llenos del mar Adriático. Y porque vino a México refugiándose de una guerra que él no había iniciado, ni él ni su familia, ni ninguno de sus amigos. Y vino a México porque era el único país del que sabía algo; sabía por ejemplo de los efímeros emperadores y su trágico destino, casi tan trágico como el que le esperaba a él, porque de tanto pensar a México y de tanto imaginarlo, y con las prisas de su exilio, se le olvido que en México la gente habla Español, y él, aun siendo tataranieto del más mexicano de los mexicanos… no sabía hablar el lenguaje con que Hernán Cortes conquisto el destino de toda una nación. Conocí a Laszlo cerca del monumento a la Revolución, en vísperas del día de todos los santos. Para fortuna suya, o mía (según sea la inclinación del lector) sé unas cuentas palabras en croata, suficientes para hilar una conversación, y de ser necesario, toda una biografía. A la conversación que ya a estas alturas el lector conoce, he de agregar la historia trágica de la muerte de Laszlo: europeo perdido en la ciudad de México. La incapacidad de entablar una conversación en español le trajo innumerable peripecias a Lazslo. No supo, por ejemplo, como decir que era alérgico al agua de horchata, ni tampoco como decir que se le había acabado el dinero que traía, y mucho menos como pedir limosna. Para suerte suya (o mía), lo encontré momentos antes de su deceso, instantes antes de dejar para siempre el mundo en el ombligo de la luna, de morir en la tierra de su tatarabuelo y hacer suya la parte más mexicana de un mexicano: la muerte. Momentos después de contarme su vida y antes de su último suspiro (aun con la posibilidad de ir a un hospital) me pidió, (en un acento croata-mexicano) escribir el siguiente epitafio para su tumba: Manifiesto mexicano: Yo: Lazslo Clementino Fernando de Lorena y Bohemia, conde de la Cruz de san Carlos, Maestre de las selvas del Congo y futuro emperador de las chinanmpas de Xochimilco. Manifiesto mi deseo de morir en México, en esta ciudad de tierra morena y amaneceres encendidos. Manifiesto además, mi naturalización mexicana por concepto de muerte, y con ello desdeño todo intento de repatriación post mortem. Manifiesto además mi voluntad de ser enterrado en Xochimilco, y que se me dé el título de emperador de Tepepan, conde de la santísima cruz de Acalpixca y patrono número uno de Tulyehualco. Yo: Lazslo Clementino Nando V emperador de Xochimilco y príncipe de Tenochtitlan, manifiesto mi deseo de que se me entierre entre talavera de Puebla y oro de Oaxaca, envuelto mi cadáver con un sarape de Saltillo, y puesta mi corona sobre un sombrero de charro mexicano. Yo: Laszlo Clementino, manifiesto mi deseo de ser recordado cada día de muertos como el más mexicano entre los difuntos.