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Este libro, es una presentación de las sentencias de antiguos Padres del Desierto sobre
dos pecados muy similares entre sí y también muy difundidos la calumnia y la crítica
Vivimos en una época en la que la crítica es una realidad cotidiana y aparece no sólo
como algo útil, sino incluso como necesario Nuestra misma vida está orientada hacia el
juicio y la crítica, en el ámbito artístico es indispensable la presencia de los críticos, la
administración de la justicia se basa en el juicio cualquier tipo de examen requiere un
criterio de valoración, y todas las relaciones interpersonales exigen juicio y atención. Se
podría objetar que el argumento de este libro no es adecuado para la época en la que
vivimos. Pero el análisis que hacen los Padres y se presenta en este libro no se refiere a
las cosas de este mundo, sino a la verdadera vida del hombre, a su relación con Dios.
BIBLIOTECA CATECUMENAL
BREVE HISTORIA DEL CATECUMENADO, por Michel Dujarier
INICIACIÓN CRISTIANA DE LOS ADULTOS, por Michel Dujarier
LA ORACIÓN DEL CORAZÓN, por Francisco R. Pascual, Jacques Serr, Olivier Clémenty Placide Deseille
LA IGLESIA REZA. La oración de Jesús y Scala Claustralium, por E. Behr Sigel y Guigón II
LAS COMUNIDADES NEOCATECUMENALES: Discernimiento teológico, por Ricardo Blázquez
LAS SENTENCIAS DE LOS PADRES DEL DESIERTO: Los apotegmas de los Padres (Recensión de Pelagio y Juan)
CATEQUESIS Y CELEBRACIONES PASCUALES, por Dionisio Borobio
LAS AGUAS DEL EDÉN: El misterio de la «Mikvah», por Aryeb Kaplan
EL SEÑOR ES UNO, por Divo Barsotti
ASI REZABA JESÚS DE NIÑO, por Robert Aron
EL CANTAR DE LOS CANTARES, por Umberto Neri
DE LAS TINIEBLAS A LA LUZ, por Anne Field
LOS HOMBRES DEL MAESTRO, por William Barclay
ESCRUTAD LAS ESCRITURAS. I Comentarios al ciclo C, por Miguel Flamarique Valerdi
EL «SHABBAT», por Abraham Joshua Heschel
LA VOZ DEL SINAI, por Jacob Petuchomski
LA CENA DEL SEÑOR, por Lucien Deiss
LA IGLESIA PRIMITIVA APOCRIFA, por B. Bagatti
ALELUYA, por Umberto Neri
ESCRUTAD LAS ESCRITURAS. II Reflexiones sobre el ciclo A, por Miguel Flamarique Valerdi
ESCRUTAD LAS ESCRITURAS. III Reflexiones sobre el ciclo B, por Miguel Flamarique Valerdi
MORAL ECLESIAL. Teología moral nueva en una Iglesia renovada, por Emiliano Jiménez-Hernández
EL CÁNTICO DEL MAR. Midrash sobre el Éxodo, por Umberto Neri
¿QUIEN SOY YO? Antropología para andar como hombre por el mundo, por Emiliano Jiménez
MORAL SEXUAL, por Emiliano Jiménez
SAN CIRILO DE JERUSALÉN. Catequesis
LAS LITURGIAS ORIENTALES, por Irénée-Henri Dalmais
ISBN: 84-330-0869-2
Depósito Legal: BI-192/91
Impreso por Industrias Gráficas Garvica, S. A. - 48015-Bilbao
I. LA MALEDICENCIA Y LA CRITICA 13
CONCLUSIÓN 56
FUENTES 58
Si es verdad, como bien dijo Benedetto Croce a principios de siglo, que nuestra
civilización actual se basa en los principios fundamentales del cristianismo, también es
verdad que dichos principios están muy lejos de ser vividos en plenitud por los cristianos;
algunos de ellos, al contrario, se han obnubilado en la mente y en el corazón de los
creyentes de forma grave y peligrosa.
Este libro presenta el pensamiento de los Padres y en particular el de los Padres del
Desierto sobre la crítica, la calumnia, la maledicencia y la murmuración, que cada uno de
nosotros usa cotidianamente, a menudo sin darnos cuenta, con extrema ligereza y culpable
arbitrio.
Sobre todo entre los cristianos, se podría decir, dichas armas se usan de forma
particular: convertidas en armas todavía más letales por un amor mal entendido, por una
manía de ser el primero, por una especie de «competencia» con los demás hermanos en la
fe. Así que las críticas, los juicios, las condenas sumarias contribuyen a alimentar
grandemente el malestar y la parálisis espiritual que son las condiciones en que vive
actualmente la Iglesia.
A nosotros, que muchas veces eludimos encarnar el mensaje de Cristo de forma más
«activa» y «viva» (como se dice), estas páginas nos demuestran cómo nos hemos alejado
de El y qué apremiante se hace, por parte de todos: sabios e ignorantes, una vuelta al
cristianismo de cristal y de plenitud vivido por los Padres.
Muchos, con suficiencia cuando no con fastidio, ven la reaparición del pensamiento
patrístico como una «recuperación» de sabor arqueológico, como si no se pudiese vivir
hoy la Palabra sólo con los datos que la realidad actual nos ofrece; otros la ven, duele
decirlo, como un peso esencialmente inútil, si no dañino. Hay que tener valor para decir
estas cosas y decir que, en ambos casos, se trata de una ignorancia culpable y de una
ceguera espiritual.
Es lógico que los Padres, y de una forma particular los Padres del Desierto (de los que el
libro de Elías Voulgarakis bebe con abundancia), tengan los límites de un tiempo, un
recubrimiento y una argumentación distintos de los nuestros. Pero también es verdad que,
aunque sólo sea por su mayor proximidad a los años del Señor, nadie los ha superado bajo
el punto de vista de su riqueza espiritual, y no sólo ésta; y que su lectura, una vez rota la
corteza de lo accidental, no sólo hiere saludablemente el corazón, sino que es y esto es lo
que me urge decir aquí impresionantemente eficaz para el que sienta la urgencia de
interrogarse sobre la pregunta antigua: si el cristianismo es una fuente de evolución moral,
y por tanto civil, política y práctica; o sea, un manantial de vitalidad interior, y por tanto de
ELIAS VOULGARAKIS - ¿POR QUE JUZGAS A TU HERMANO? - 5
transformación o mejor de «mutación» del hombre con vistas a una liberación absoluta, no
ligada al tiempo, a los tiempos y a sus condicionamientos.
Personalmente (aunque mi testimonio poco puede valer) cuando leo a los Padres en
estrecha relación con los Evangelios, descubro en estos últimos una originalidad total bajo
el perfil de la transformación y liberación interior del hombre. Me convenzo cada vez más
de que hay un orden en la línea vital del mensaje de Cristo: primero María, después Marta.
Primero la conversión, el trabajo sobre uno mismo, la lucha contra los propios demonios
(es decir, lo que los Padres llaman la Obra de Dios); después el testimonio, la
evangelización y la acción pastoral.
No diría estas cosas si en estos muchos años no hubiese tocado con mi mano cuántos
beneficios, concretos, pueden nacer de la simple existencia de personas profundamente
espirituales que se abandonan totalmente en las manos de Dios; y también cuántas
confusiones, si no daños, de la agitación de personas dotadas de fervor apostólico sincero,
pero que interiormente son frágiles cuando no inconsistentes.
Y he aquí que he caído gravemente en el «juicio» del que los Padres, en las páginas que
nos siguen, nos ponen en guardia, porque es un juicio que pretende sustituir el único,
insondable, misterioso juicio de Dios y, matando al hermano, contrasta con la infinita
Misericordia del Padre.
El avance del mundo no se debe a las manos del hombre ni, tan siquiera, a su
inteligencia. Muchas civilizaciones han aparecido y desaparecido sin dejar ninguna huella.
Lo que permanece y se transmite por vías secretas, insondables para nosotros, es la
bondad, o el ansia de bondad. Ciertas miradas dóciles bajo el sufrimiento, sumisas en el
dolor, desarmadas en la lucha, ponen en evidencia sus precedentes; no surgen de la nada:
son el sedimento de generaciones. La bondad es contagiosa. Y el cristianismo me repetía
el P. Barra, uno de esos hombres que te ofrecen a Dios con su sola presencia se transmite
por contagio. No es otra cosa que el abandono total, no a la declaración de los derechos del
hombre, sino a la del Amor de Dios.
Por eso, si alcanzamos a ser honestos con nosotros mismos (con la honestidad que es el
eco lejano de la verdad depositada en el corazón «desde el principio»), no hay más
remedio que llegar a esta conclusión: uno de los grandes frenos del avance pacífico del
mundo, una de las más feroces mordazas a manifestar su sonrisa, uno de los más rígidos
lazos a su alegría lo constituyen la maledicencia, la crítica, la murmuración, la calumnia, el
pensar mal y el maldecir.
Mucho peor que los problemas económicos. «¿Por qué juzgas a tu hermano?» Mucho
peor que las diferencias sociales o raciales. «¿Por qué juzgas a tu hermano?» Mucho peor
que los nacionalismos. «¿Por qué juzgas a tu hermano?» Mucho peor que el instinto de
satisfacerse a sí mismo. «¿Por qué juzgas a tu hermano?» Mucho peor que las guerras
inevitables. «¿Por qué juzgas a tu hermano?»
Estamos todavía tan lejos de la grande y única revolución verdadera: la del corazón, la
benevolencia, el perdón, la crucifixión silenciosa ...
Pero a este Amor ¿le amamos o no? ¿le conocemos o no? ¿le hemos entendido alguna
vez? ¿le hemos creído alguna vez?
Señor, abre mis labios
y mi boca proclamará tu alabanza.
No hablará de la paja en el ojo del prójimo,
porque no la verá.
No murmurará contra el pecador,
porque es la boca de un pecador.
No escupirá contra lo que Tú has bendecido;
no arrojará hiel contra su hermano.
No calumniará al inocente,
y perdonará al culpable.
Porque Tuyo sólo es el juicio
y la Potencia y la Gloria por los siglos.
P. G.
Sinceramente hay que alegrarse y alabar a Dios al ver que en nuestros días,
paralelamente al resurgimiento de los estudios de los Padres, crece también el interés por
los estudios ascéticos y monásticos.
Vivimos en una época en la que la crítica es una realidad cotidiana y aparece no sólo
como algo útil, sino incluso como necesario. Nuestra misma vida está orientada hacia el
juicio y la crítica: en el ámbito artístico es indispensable la presencia de los críticos; la
administración de la justicia se basa en el juicio; cualquier tipo de examen requiere un
criterio de valoración, y todas las relaciones interpersonales exigen juicio y atención.
Se podría objetar que el argumento de este libro no es adecuado para la época en que
vivimos o que la problemática que deriva de él puede desorientar al creyente y hacerle
incapaz de comunicarse con el prójimo y privarle del amor hacia lo nuevo. Privado de la
crítica, sería incapaz de testimoniar al mundo y de ayudar a la sociedad.
Pero el análisis que hacen los Padres y se presenta en este libro no se refiere a las cosas
de este mundo, sino a la verdadera vida del hombre, a su relación con Dios.
En el caso de que un monje lleve el peso de alguna responsabilidad por ejemplo, que sea
un abad se le reconoce entonces el derecho de expresar juicios y de tomar decisiones, pero
este derecho no atañe a su persona, sino a su función. Macario el Egipcio (+ 300, aprox.)
aconseja: «Aprended a ser dignos de la función de abad, si la revestís: ordenad o aconsejad
a las diaconías (*), castigad cuando haga falta, controlad cuando sea necesario, consolad,
como los apóstoles, cuando sea provechoso. Hágase todo esto para que no suceda que
vuestra bondad o humildad sean causa de perdición en la relación entre el abad y los
monjes en los monasterios, donde reinaría enseguida la confusión más total. Dentro de
vosotros, sin embargo, consideraos los humildes servidores de vuestros hermanos. Así
pues, como buenos pedagogos a los que ricos señores encargan la educación de sus hijos,
cuidaos amorosamente de instruir a cada hermano en las buenas obras. Por toda esta fatiga
vuestra, Dios ha prometido una gran recompensa que no os será quitada jamás».
Sobre el mismo tema, Basilio el Grande (+ 330, aprox.), en su obra titulada «Reglas
Detalladas», se pregunta: «¿Es grande el pecado del abad que no controla los pecados de
los monjes?», y, a continuación, responde: «Como quiera que en el abad está puesta toda
la confianza de los monjes, y habrá de responder por ellos, su deber es controlarlos. Sepa,
pues, el abad que si un hermano peca sin que el superior le haya informado jamás sobre la
Ley de Dios, o si este hermano persevera en un pecado sin saber cómo corregirse, se le
pedirá entonces al abad la sangre de aquel hermano, según está escrito en la Biblia. Y si el
abad no enseña la voluntad de Dios, no por ignorancia sino por propia voluntad, no
importándole los pecados de los hermanos y destruyendo el orden que reina en la vida
monástica, será mucho peor, entonces, el castigo para ese superior».
Estas pocas citas bastan para demostrar cuánto pueden iluminar las enseñanzas de los
Padres del Desierto al hombre contemporáneo y contribuir a una mejora de sus relaciones
interpersonales. Esto no quita que poner en práctica estas enseñanzas sea difícil y requiera
sufrimiento y perseverancia. La causa de esto es nuestra debilidad humana pero, sobre
todo, el modo inadecuado con el que han sido propuestas.
El que ha recogido el material que aquí se ofrece, asume su propia culpa y pide perdón;
pero se encuentra también en la misma situación del lector, principiante y aprendiz de las
palabras de vida de los Padres. Quizás nos aliente en este difícil camino la convicción de
que los Padres, cuando estaban con vida, ayudaron con la oración y con su misma
presencia a que miles de personas encontraran la vía justa; y con mucha más razón ahora,
que están cercanos a Dios, sostendrán a todos aquellos que pidan su ayuda para la más
hermosa lucha que el hombre puede sostener: la de recuperar la antigua belleza espiritual.
Termino esta introducción dando gracias públicamente a mi colega el profesor P. Pasko,
que me ha permitido entrar en el «paraíso» de un inédito códice ascético del que está
haciendo la edición crítica, y a mi amigo filólogo el profesor K. Kiriakidis, que ha tenido
la bondad de leer el manuscrito para velar por el lenguaje.
EL AUTOR
«Los hombres han cesado de llorar por sus propios pecados y se han apropiado del
juicio que pertenece al Hijo de Dios. Como si estuviesen libres de pecado, se critican
mutuamente y, por este motivo, son condenados. El cielo está estupefacto y la tierra
irritada. Los hombres, sin embargo, son tan insensibles que ni siquiera se avergüenzan».
Así es como Máximo el Confesor (+ 662) juzgaba a su propia época.
La misma observación había sido hecha un siglo antes por Doroteo de Gaza (+ 570,
aprox.): «Nosotros, los miserables, criticamos cualquier cosa que oímos, vemos o
suponemos, y humillamos a todos sin distinción. Y lo que es peor: no sólo no nos
limitamos a hacernos daño a nosotros mismos, sino que vamos más allá y, cuando
encontramos a otro hermano, nos apresuramos a ponerle al corriente de esto y aquello. De
forma que, además de a nosotros mismos, hacemos mal a los otros, porque metemos el
pecado en su corazón. No tememos a Aquél que dijo: “¡Ay del que da a beber a sus veci-
nos, añadiendo veneno hasta embriagarlos, para mirar su desnudez” (Hab 2, 15), sino que
seguimos las obras del diablo sin ninguna preocupación. ¿Es que acaso el demonio tiene
otro objetivo que no sea el hacer el mal y perturbar? Igualmente nosotros, con nuestra
forma de actuar, nos convertimos en cómplices del diablo, no sólo para condena nuestra,
sino también para la de nuestro prójimo. El que daña su alma se convierte en cómplice del
demonio».
Aún se podrían citar muchos otros reproches de los antiguos Padres hacia los hombres
de cada época, pero sería superfluo. Todos sabemos que la crítica es una hierba mala que
continuamente crece con vigor en el campo de nuestra alma. Por otra parte, el hecho de
que tantos hombres antes de nosotros hayan caído en el error de la maledicencia, no puede
servirnos de consolación, ya que el pecado de los otros no ha de ser excusa para nuestros
errores.
Quien se comportase de ese modo vería el pecado como algo positivo y no como algo
nocivo.
Sin embargo, creer que el pecado es realmente la causa del mal lleva a desinteresarse de
lo que hacen los demás y a no pensar en poderse excusar.
No pretendemos enumerar todos los posibles significados de estas dos palabras. Por ello
no recurriremos, en este tratado, a la lengua clásica para buscar la etimología de ambos
términos y tampoco se seguirá la evolución a través de los textos cristianos que van del
Nuevo Testamento a los antiguos escritores eclesiásticos y los Padres de la Iglesia.
Incluso este esfuerzo no se llevará a cabo a nivel científico, dado que la finalidad de este
libro es otra. Basilio el Grande, en sus Reglas Breves, responde a la pregunta: «¿Qué es la
maledicencia?», y, tras explicar cuándo está permitido manifestar el pecado del hermano,
afirma: «Con exclusión de estos casos, todas las veces que uno hable del otro, con el fin de
difamarlo 0 burlarse de él, cae en el pecado de maledicencia, incluso cuando sea verdad lo
que afirma».
El Beato Antioco del Monasterio de S. Saba (+ 620) repite las mismas palabras: «En
ausencia del hermano no se debe hablar mal de él para difamarlo, aunque digamos la
verdad. Esto sería maledicencia».
Un día preguntaron al gran Padre espiritual Barnasufio (+ 540): «Si veo a alguien
cometiendo algún acto y se lo cuento a los demás sin criticar; sino sólo mencionándolo,
¿cometo maledicencia en mi mente, padre?» Y Barnasufio respondió: «Si lo que te ha
movido a hablar ha sido la animosidad, la antipatía o la pasión, entonces es maledicencia.
Si lo haces sin ninguna pasión, no es maledicencia y sucede para que el mal no aumente
más.»
Juan Clímaco, en una obra dedicada totalmente a la maledicencia, escribe entre otras
cosas: «La maledicencia es fruto del odio; es como una sutil enfermedad que vegeta como
una gran sanguijuela en el cuerpo del amor. La maledicencia es falso amor, desaparición
de la pureza, suciedad y un peso para el corazón».
Doroteo de Gaza afirma: «Una cosa es decir que uno ha hecho mal algo y otra cosa es
criticar. La maledicencia es decir, por ejemplo, que uno ha mentido, se ha ofendido por
algo, se ha prostituido o algo parecido. En pocas palabras, es hablar mal de una persona
revelando, con mala intención, sus pecados. La crítica es afirmar que dicha persona es
mentirosa, irascible o inmoral. En estos casos se critica la disposición íntima de su alma y
se juzga el comportamiento y la vida del prójimo. Actuando así se le condena como si
realmente fuese culpable».
Al actuar así ofenden al prójimo, sin que aparentemente tengan esta intención.
Y, con mayor claridad, el Beato Marco el Eremita (+ 430, aprox.), aunque parte de otro
punto de vista, sostiene: «El que elogia a su prójimo y lo critica al mismo tiempo, sufre de
vanidad y envidia: con los elogios se esfuerza por esconder la envidia y con la crítica se
descubre a sí mismo».
Máximo el Confesor va más adelante y dice al que une el elogio con la crítica, aún de
forma inconsciente: «Cuando alabes habitualmente a un hermano delante de otros, estate
atento a no falsear tus alabanzas, encubriendo inadvertidamente un hastío hacia él y
mezclando acusaciones inconscientes a tus palabras».
Otro ejemplo de maledicencia es el que tiene como motivo el amor. Juan Clímaco dice:
«He oído calumniar a algunos y los he reprendido. Para defenderse, esos malvados me han
respondido que lo habían hecho impulsados por el amor y la preocupación hacia alguien.
Les he contestado que es mejor dejar de amar de ese modo, para que no parezca mendaz el
salmo que dice: «Haré perecer al que calumnia en secreto a su prójimo» (Sal 101, 5). El
que dice que ama, que rece más bien en secreto y no critique a nadie. De esa forma su
amor será agradable al Señor».
Algo parecido afirma también Isaac el Sirio (siglo VII): «¿Por qué sientes odio, oh
hombre, hacia el pecador? Esto no es honesto como tú crees. ¿Dónde está tu justicia, si no
sientes amor? En lugar de perseguirle, ¿por qué no has llorado por él?».
Otro tipo de maledicencia puede nacer de la corrección del que se ha equivocado. Tal
comportamiento no ha sido aceptado jamás por los Padres, porque no han creído que un
Entre las Sentencias de los Padres del Desierto se encuentra el siguiente ejemplo: «En
un cenobio, un hermano fue acusado de prostitución y, afligido, se dirigió al Abad
Antonio. Sus hermanos, llegados más tarde, le reprendieron con el propósito de corregirle,
utilizando mil observaciones, pero el monje seguía diciendo que era inocente. El Abad
Pafnuzio de Kefalá, que estaba presente en aquel momento, dijo la siguiente parábola:
«Una vez vi, desde la orilla de un río, a un hombre metido en el fango hasta las rodillas.
Algunos, que corrieron para ayudarle, le hundieron hasta el cuello». El Abad Antonio
elogió a Pafnuzio y los otros padres entendieron su error y pidieron perdón al monje que
había sido calumniado, que volvió a su monasterio».
Se ha visto que hay varias formas de maledicencia y crítica porque varios son sus
móviles. Entre éstos, la envidia es, a menudo, la que se considera como principal.
«Los demonios intentan por todos los medios hacernos pecar y, cuando no obtienen lo
que quieren, nos impulsan a criticar a los que se equivocan. Al hacer esto, infectan nuestra
resistencia a sus tentaciones. Has de saber que la maledicencia es la señal de los que
guardan rencor y de los que sufren por celos: con alegría acusan y critican las enseñanzas
o acciones del prójimo».
Junto a esta observación, debida a Juan Clímaco, está la del Beato Nilo de Ancira (+
final del siglo IV), que dice: «Algunos, que permanecieron ignorados a pesar de su
devoción, buscan la fama a través de la maldad e, impulsados por la envidia que otros les
han infundido, se esfuerzan en encontrar pretextos para criticar a los que son primeros en
la virtud».
Caritone el Confesor dice con respecto a la primera actitud: «El móvil se justifica por sí
mismo». Y también: «Evita, con todas tus fuerzas, juzgar a tu hermano, porque el juicio
nace de un alma llena de desprecio. El que critica se comporta como un fariseo, porque se
presenta como un santo para autojustificarse».
Con respecto a la segunda forma de sobreestimarse, Doroteo de Gaza dice: «No somos
auténticos virtuosos si tenemos la pretensión de que nuestro prójimo nos imite. Le
inducimos a hacer o le acusamos de no hacer una determinada acción, en vez de desear
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para nosotros el cumplimiento de los mandamientos. ¡Debemos acusarnos a nosotros
mismos y no a los demás!».
4. LAS CAUSAS DE LA MALEDICENCIA Y LA CRITICA
Buscar las causas de la maledicencia y la crítica, con independencia de los móviles que
conducen a ellas, significa encontrar el motivo profundo del pecado en el hombre.
Todas las causas de la maledicencia (la parcialidad y la pseudo seguridad del juicio
humano, la imposibilidad de valorar objetivamente las situaciones de los demás, la
ignorancia del pensamiento de Dios) se pueden reducir a cuatro raíces profundas del mal:
dos de naturaleza gnóstica y dos de carácter moral.
Las primeras aluden, en otras palabras, a la concepción personal del pecado, mientras
que las otras se refieren al sentimiento que impulsa al hombre a pecar. La cuarta causa de
maledicencia, que está en la base del juicio de los seglares hacia los monjes, radica en la
idea de que el ejercicio espiritual cambia no sólo el carácter de la persona, sino también su
naturaleza.
Según la enseñanza de los Padres, no está permitido juzgar en base a las apariencias,
porque las vías de la perfección son múltiples y diversas.
Sobre este tema se expresa también Doroteo de Gaza: «Me acuerdo de que oí este
relato: una nave con cautivos a bordo hizo escala en una ciudad. Vivía en ésta una mujer
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piadosa que se alegró al tener noticia de la llegada de la nave, porque desde hacia tiempo
deseaba adquirir una muchacha para educarla. Pensaba, en efecto, que si la educaba en
base a sus propios principios no aprendería la maldad de este mundo. Subió a la
embarcación y adquirió una de las dos muchachas cautivas que había. La segunda, en
cambio, fue comprada por un cómico. ¡He aquí qué misteriosos son los designios de Dios!
En este punto es necesario advertir al lector que, leyendo las Reglas Breves de Basilio el
Grande, podría tener la impresión de que el Padre dice sobre este asunto todo lo contrario
de lo que se ha afirmado en el párrafo citado. Pero no se trata de una contradicción, sino de
una profundización ulterior del mismo problema.
En efecto, este gran obispo escribe en dicha obra: «La crítica a una persona depende de
la intención con la que se comete el pecado y del modo como lo ha hecho. ¿Es acaso el
pecado de un hombre piadoso idéntico al de un hombre indiferente? La diferencia entre
ambos es enorme. El hombre piadoso, precisamente por serlo, no sólo experimenta
angustia, sino que lucha por dar gracias a Dios. Si ha caído, lo ha hecho por eventualidad y
sin quererlo. El indiferente, en cambio, no da importancia ni a sí mismo ni a Dios y, al no
ver ninguna diferencia entre el pecado y el esfuerzo de hacer el bien, es culpable de
ELIAS VOULGARAKIS - ¿POR QUE JUZGAS A TU HERMANO? - 18
grandes faltas, como son el desprecio a Dios y el no creer en El. De tal modo que o des-
precia a Dios, y por eso peca, o bien rechaza Su existencia y, aunque se crea lo contrario,
se daña a sí mismo por sus intenciones malvadas».
Este texto se diferencia de los precedentes en dos puntos: el hombre creyente peca
parcialmente si es arrastrado por el mal, y el ateo se condena por su responsabilidad
personal y no, como anteriormente, por la mala educación recibida.
A propósito de las buenas acciones pensamos en lo que dice el Señor: «De igual modo
vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles;
hemos hecho lo que debíamos hacer» (Luc 17, 10).
A pesar de los progresos espirituales, cuesta trabajo comprender las palabras que San
Pablo dice de sí mismo: «Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación:
Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y el primero de ellos soy yo» (I Tim
1, 15). Precisamente él, que afirma que es el primero de los pecadores, puede decir que ha
trabajado más que todos los otros apóstoles: «Por la gracia de Dios soy lo que soy; y la
gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero
no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo» (I Cor 15, 10).
Para analizar el problema más a fondo, supongamos que un conocido nuestro está
gravemente enfermo o ha sufrido un accidente. Si no somos malvados, es natural que
experimentemos pena por él, tratemos de ayudarle y demos gracias a Dios de no estar en
su lugar. ¿Por qué mostramos un comportamiento totalmente distinto cuando el mismo
conocido se cubre de una mancha moral? ¿Por qué, en lugar de llorar, nos llenamos de ira
y sentimos satisfacción? ¿Por qué, en lugar de ayudarle, le acusamos y, en lugar de alabar
a Dios por no estar en su situación, nos sentimos orgullosos de nuestras virtudes? El
motivo es evidente: en el primer caso afirmamos que el accidente ha sido verdaderamente
nocivo; en el segundo caso, sin embargo, no estamos seguros del todo del daño producido
por el pecado y nos comportamos como personas celosas.
Estas causas de maledicencia y de crítica valen, sobre todo, para los que se inician en la
vida cristiana; es decir, para las dos primeras de las tres categorías de creyentes los
esclavos, los súbditos y los hijos presentes en la subdivisión de los Padres.
La tercera causa hay que buscarla, según los Padres, en el orgullo. Entre los móviles de
la maledicencia y la crítica, ya mencionados, está también el dicho farisaico «justifícate a
ti mismo». Es un móvil egoísta porque separa al hombre de su semejante y le pone fuera
de la sociedad en base al concepto de que el hombre es autónomo y puede existir y vivir
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sin la gracia de Dios. El pecado original se repite: la ruptura de la relación del hombre con
Dios engendra la separación con sus semejantes. ¿Qué otra cosa sería, sino ruptura con
Dios, la pretensión de vivir solos en la virtud?
Abbá Ammón (+ 396, aprox.) afirma que es odioso «considerarse a sí mismos algo o
afirmar ser mejores que otros en la virtud».
Sobre el mismo tema, Evagrio Póntico (+ 345, aprox.), cuya influencia sobre la
espiritualidad monástica es notable, escribe: «Si el hombre, antes que nada, no se humilla,
no podrá luchar. Sin la humildad, desprecia la gracia de Dios y desprecia al mismo tiempo
también a su prójimo, afirmando que ha trabajado más que él».
Sobre este tema, un escritor anónimo dice: «Debéis estar muy atentos en vuestras
relaciones con los hombres del mundo. Porque ellos no tienen experiencia del ejercicio
ascético y se equivocan en el modo de criticar a los monjes. Creen que éstos, puesto que
han cambiado su forma de vivir, han cambiado no sólo sus reglas sino, incluso, su misma
naturaleza. Ellos no consideran a los ascetas como hombres que sufren por sus propios
males y que los superan con la fuerza del alma, sino que creen que se han librado de todos
los males que son propios de la naturaleza de sus cuerpos. Por tanto, como parten de una
posición falsa, apenas ven a un hombre espiritual salirse de la vía justa, se transforman de
admiradores fanáticos en acusadores implacables, y se lamentan de sí mismos porque le
habían elogiado en el pasado. Así como la caída de un atleta arrastra a su adversario, que
le sigue, así también los hombres, apenas ven caer a un asceta virtuoso se mofan de él y le
lanzan las flechas de sus palabras. No piensan que también ellos, todos los días, son
heridos por las flechas de mal».
Dedicar un capítulo entero a este tema, cuando ya todo el libro contiene el pensamiento
de los Padres del Desierto contra la maledicencia y la crítica, puede dar la impresión de
que hemos sido injustos con el argumento. Por eso, es necesario explicar que en este
capítulo examinaremos sólo las opiniones de los Padres que tratan directamente el asunto,
sin pretender agotarlo.
Las prohibiciones se refieren a temas muy dispares. Acerca del ayuno, Evagrio Póntico
recomienda a una monja: «Si tu hermana come, no la desprecies. No te vanaglories de tu
continencia».
Con el mismo espíritu, el Beato Simeón el Nuevo Teólogo (+ 949) reprende a un monje
de nombre Arsenio porque criticaba a un hermano que estaba comiendo. En la Vida de
este Beato, narrada por Nicetas Stethatos (+ 1090, aprox.), se lee: «Una vez el Beato fue
visitado por algunos amigos. Uno de ellos tenía una enfermedad que le obligaba a comer
carne de pequeños pichones. Simeón, lleno de amor, ordenó que cociesen algunos para que
comiese el que tenía necesidad. Mientras el enfermo estaba comiendo, un monje de
nombre Arsenio, sentado a la misma mesa, le miraba severamente. El Beato, dándose
cuenta de ello, quiso enseñarle que hay que mirarse solamente a sí mismo y que nada de lo
que se come puede ensuciar el alma si ésta está limpia. Quiso además demostrar a sus co-
mensales el vértice de la humildad y dar a conocer que hay todavía hijos de Dios
obedientes y verdaderos instrumentos de virtud. Se dirigió a Arsenio y le dijo:
«Hermano, ¿por qué no te miras a ti mismo y comes con humildad, pendiente sólo de tu
plato, en vez de observar al que come carne porque está enfermo, haciendo así fatigar a tu
cerebro? ¿De verdad crees que le superas en devoción porque sólo comes verduras y
semillas y no águilas, pichones o perdices? ¿No has oído que Cristo dice: No es lo que
entra por la boca lo que hace daño al hombre, sino lo que sale de él; es decir, el asesinato,
la envidia, el vicio, el adulterio y la codicia? ¿No eres un ser racional, capaz de pensar con
juicio? A pesar de todo, has criticado imprudentemente al que comía y has tenido pena de
animales muertos, pero te has olvidado del que dijo: El que no coma, que no critique al
que come. Por eso te digo que comas tú también de esos pichones. Y sabe que has pecado
más con el pensamiento que si hubieses comido la carne».
Algo parecido es lo que afirma Niceta Stethatos: «El alma está sucia no sólo cuando
está llena de pensamientos impuros y de pasiones, sino también cuando una persona se
jacta de sus propias acciones, se vanagloria de sus virtudes personales y acusa a los
hermanos de pereza y negligencia».
Con respecto a la prostitución, está escrito en los «Relatos de los ancianos»- «Un padre
espiritual dijo que el que vive con sensatez no debe criticar a las prostitutas porque, si no,
quebranta la Ley de la misma forma que ellas. En efecto, el que dijo no te prostituyas,
también dijo no critiques».
Más ampliamente, Abbá Isaías recomienda: «Si vas a un lugar para estar solo o con
otros que ya están allí y ves acciones impropias de un monje, no abras la boca para cri-
ticar. Si no encuentras descanso, vete a otro lugar. Mantén tu lengua inmóvil y no
reprendas: sería la muerte». Macario el Egipcio afirma: «Los cristianos han de luchar para
no criticar a nadie: ni a la prostituta que pasa delante de ellos ni a los pecadores y ni
siquiera a los que se han desviado del buen camino. Al contrario, han de ver a todos con
una disposición benévola y con mirada limpia. Para que este comportamiento sea natural y
constante, el cristiano no debe despreciar a nadie, ni mirar al prójimo con aversión, ni
hacer distinción de personas. Si ves a un ciego, considérale sano; si ves a un manco, como
si no estuviese privado de habilidad. Mira al cojo como miras al hombre que camina bien,
y considera al paralítico lo mismo que al que está en perfecta forma. Tener pureza de
espíritu es ver a los pecadores y enfermos y sentir por ellos simpatía y misericordia».
Antíoco del Monasterio de S. Saba exhorta, por último, a evitar la maledicencia incluso
en relación con los más grandes pecadores: «Criticar y censurar no es asunto nuestro sino
de Dios, el Gran juez, que es el único que conoce las almas y las debilidades de nuestra
naturaleza. ¿Quién puede gloriarse de tener un alma pura? ¿Quién puede decir que está
limpio de pecado? Así pues, no debemos condenar apresuradamente al que cae en el
pecado o al que llega a la perfidia extrema».
Del mismo modo que no se debe calumniar tampoco hay que criticar, incluso si se dice
la verdad. El mismo Antíoco nos enseña: «No debes decir la más mínima cosa contra tu
hermano ausente con intención de censurarlo, porque sería maledicencia hasta si dices la
verdad».
Evitar la maledicencia y la crítica también significa perdonar los pecados del prójimo.
Además de no criticar al hermano que ha caído en el error hay que impedir, siempre que
se pueda, que los demás se den cuenta del pecado. De esta forma se ayuda al hermano y
también se ayuda a los otros, al salvarles del posible peligro de caer en el pecado de
maledicencia. La misericordia de Dios no podrá olvidar al que actúe de esta forma.
Cuando un monje preguntó a Abbá Pimen (+ 450, aprox.) si era necesario esconder el
pecado del hermano, el santo Padre le respondió: «Cada vez que tapamos el pecado del
hermano, Dios tapa el nuestro».
Y Nilo de Ancira afirma: «Es justo no revelar los pecados de nuestros hermanos y, en
cuanto sea posible, procede taparlos y aconsejar y mostrar nuestra simpatía a los que
yerran».
Dos máximas de Isaac el Sirio sobre el mismo tema; la primera es: «Alégrate con los
que se alegran y llora con los que lloran. Este es el signo de la pureza; estar enfermo con
los enfermos y de luto con los pecadores, alegrarse con los que se arrepienten, llegar a ser
amigo de todos los hombres, no quedarse a solas con los propios sentimientos. Participa de
las desgracias ajenas, pero permanece con el cuerpo alejado de todos. No controles ni
acuses a nadie por su comportamiento, aunque fuese la persona más malvada. Extiende tu
túnica sobre el que ha pecado y, si no puedes cargarte con sus pecados para recibir en su
lugar la vergüenza y el castigo, al menos sé paciente y no le desprecies».
La segunda máxima dice: «Tapa al que ha pecado. De esa forma él recibirá ánimo y tú
obtendrás la misericordia divina».
Isaac el Sirio dice: «El hombre que vive en tranquilidad y afabilidad no quiere criticar a
nadie y sólo mira sus propios pecados en cada momento de su vida. El que ama la
tranquilidad y la bondad no ve la paja en el ojo ajeno ...»
Macario el Egipcio va más allá: «Con el signo de la Cruz, la gracia obra del siguiente
modo: da paz a todos los miembros del cuerpo y al corazón, de forma que el alma, llena de
alegría, se parece a un niño y no critica ni al griego ni al hebreo ni al pecador ni al
mundano. El hombre espiritual mira a los demás con ojos puros y no se alegra únicamente
de todo el mundo, sino que quiere amar también a griegos y hebreos».
Y también: «Los justos distinguen entre buenos y malos y se entristecen por los
segundos; los perfectos los consideran superiores a ellos mismos».
Sobre este mismo tema, Niceta Stethatos observa: «Cuando uno se esfuerza por aplicar
los mandamientos, siente de repente una inmensa alegría que está por encima de toda
lógica. Es entonces como si dejase el peso del cuerpo y se olvidase de comer, de dormir y
de todas las necesidades naturales. Cuando esto ocurre es porque Dios le ha visitado y le
ha dado la vida bendita. La felicidad, que es el fruto de la humildad, tiene como trono la
quietud y como objetivo final la Santa Trinidad: Dios. El que conquista esta ciudad fuerte
no puede ser detenido por las cadenas de los sentidos, no ve las seducciones dé la vida, no
distingue entre el piadoso y el impío. Del mismo modo que Dios hace llover y salir el sol
sobre buenos y malos y sobre justos e injustos, así también extiende El sus rayos de amor
para todos y lo único que le angustia es la imposibilidad de ayudar a todos como querría».
Se lee también casi lo mismo en sus «Capítulos prácticos»: «El que se ha acercado a la
quietud (la vida carente de pasiones) ve de una forma justa todo lo que atañe a Dios y a la
naturaleza de los seres vivientes.
«Cuanto más puro es, tanto más consigue pasar de la belleza de las criaturas al Creador
y recibir la luz del Espíritu. Como siente amor por todos, piensa siempre que son mejores
que él. Ve a todos santos y puros y puede pensar rectamente tanto de las cosas divinas
como de las humanas».
Muchos son los testimonios sacados de los relatos de las vidas de los Padres del
Desierto. Del Beato Pimen, que entró a la vida monástica a los quince años de edad, se
cuenta: «Una vez Abbá Pimen fue visitado por algunos monjes que le preguntaron:
¿Podemos zarandear a nuestros hermanos cuando se adormilan durante las celebraciones
santas? El Abbá respondió: Yo, hasta ahora, cuando he visto que un hermano se dormía he
puesto su cabeza sobre mis rodillas y le he hecho reposar».
El tercer episodio que se cuenta del Beato Pimen es el siguiente: «Una vez, Paisio se
peleó con un hermano, hasta el punto de que se hicieron sangre en la cabeza; el Beato los
vio, pero no dijo nada. Pasó también por allí Abbá Anub, vio lo que había sucedido y
preguntó a Pimen la razón de su indiferencia. El Padre respondió: Son hermanos: se
reconciliarán enseguida. Anub le volvió a preguntar: ¿Cómo puedes saber eso? ¿No has
visto lo que han hecho y dices que se reconciliarán? Abbá Pimen respondió: Entonces es
mejor que pienses que yo no estaba presente».
Se cuenta del Abbá Juan el Persa: «Vino una vez un muchacho endemoniado a un
monasterio de Egipto. El monje Juan, al ver a un hermano pecar con el muchacho, no hizo
ninguna observación y se dijo a sí mismo: “Si Dios, que les ha creado, les ve y no les
quema, ¿quién soy yo para reprenderles?”.»
He aquí otra anécdota, hasta ahora inédita, y muy instructiva, sacada del libro de Abbá
Moisés: «Un hermano pecó con el pensamiento. Más tarde, durante la reunión de los
monjes, y para solventar este caso, se hizo llamar a Abbá Moisés; pero él rehusó ir.
Entonces el presbítero mandó a decirle: “Ven, el pueblo te espera”. El asceta tomó una
cesta, la llenó de arena y se fue al lugar de la reunión. A los que se acercaban a saludarle y
le preguntaban el sentido de tal gesto, él les respondió: “Mis pecados se escurren detrás de
ELIAS VOULGARAKIS - ¿POR QUE JUZGAS A TU HERMANO? - 26
mí como arena y no los veo, ¿qué vengo a hacer aquí a criticar los pecados ajenos?” Los
hermanos, al escuchar estas palabras, no reprendieron al pecador y le perdonaron».
De Abbá Ammón se cuenta el siguiente hecho: «El asceta era tan bueno que no tenía en
cuenta la maldad. Elegido obispo, le presentaron una muchacha soltera que estaba
embarazada, y le pidieron que les impusieran a ella y al culpable las Penitencias que se
merecían.
El Abbá trazó entonces el signo de la cruz sobre el vientre de la joven y ordenó que le
dieran diez pares de sábanas. Cuando le preguntaran la razón de hacer aquello, respondió:
“He ordenado que le diesen ese regalo porque temo que pueda morir durante el parto junto
con el niño, y no tenga nada para el funeral”. Pero los que acusaban a la muchacha
replicaron: “¿Por qué lo has hecho? Tienes que imponerle una penitencia”. El Abbá
respondió: “¿No sois capaces de ver, hermanos míos, lo cercana que está la muerte? ¿Qué
queréis que haga?” Impresionados por estas santas palabras, dejaron marchar a la
muchacha.»
El último relato, también inédito, está sacado de la Vida de Macario el Egipcio: «Se
cuenta que Abbá Macario permaneció durante treinta años encerrado en su celda. Durante
todo este tiempo, un sacerdote iba a su celda a celebrar la divina liturgia. El demonio, para
molestar al asceta, aprovechó la oportunidad de visitarle por medio de un poseso que,
dirigiéndose a Abbá Macario, le dijo: “El sacerdote que viene aquí es un pecador y no
debes permitir más que celebre”. El Abbá le respondió: “Hijo mío, está escrito: No
juzguéis y no seréis juzgados. Si el sacerdote es un pecador, Dios le perdonará. Yo,
personalmente, soy más pecador que él”. Después de haber dicho esto, se puso a rezar y li-
bró al poseído del demonio. Cuando el sacerdote volvió, fue acogido con la alegría de
siempre y Dios, viendo la bondad del Abbá, le quiso animar con un signo. En el momento
en que el sacerdote se acercó al altar, Abbá Macario, como él mismo contó después, vio a
un ángel descender del cielo y poner la mano sobre la cabeza del celebrante, que se
transformó en una columna de fuego ante las santas ofrendas. Mientras el Beato Macario
estaba absorto en esta visión, oyó una voz que le dijo: “Hombre, ¿por qué te sorprendes?
Si un soberano del mundo no permite que los súbditos se presenten ante él con vestidos
sucios, ¡cuánto más la Divina Potencia no tolerará que los celebrantes de los santos
misterios estén sucios frente a la gloria celeste! Has sido digno de contemplar esto, porque
no has criticado al sacerdote”.» De Abbá Macario solía decirse: «No ve lo que ve y no oye
lo que oye».
El párrafo precedente terminaba con un dicho sobre Macario el Egipcio. Más adelante
podemos leer: «Se dice que el Abbá Macario se había convertido en un ser divino-
humano: como Dios cubre el mundo, así el Abbá cubre los defectos de los otros».
Sobre Abbá Ammón se cuenta esta anécdota: «Una vez el Abbá se detuvo en un lugar
para comer. Cerca de allí vivía un monje que tenía mala fama. En aquel momento llegó la
mujer que tenía relaciones con aquel monje. Los habitantes del lugar, cuando supieron de
ELIAS VOULGARAKIS - ¿POR QUE JUZGAS A TU HERMANO? - 27
estas visitas, se reunieron para expulsar al monje y pidieron al Abbá Ammón que
interviniese. El monje pecador, al saber lo que iba a ocurrir, escondió a la mujer bajo un
gran barril. Cuando llegó el grupo de gente con Ammón, éste se dio cuenta de la acción
del monje y, por amor de Dios, ocultó el hecho: se sentó encima del barril y ordenó a la
gente que buscasen a la mujer por todas partes. Naturalmente no pudieron encontrarla y el
gran asceta les increpó: “¿Qué habéis hecho? ¡Dios os perdone!” Y los echó fuera. Cuando
se quedó a solas con el monje, tomó su mano entre las suyas y le dijo: “Cuídate de ti
mismo, hermano.” Y se fue».
Merece la pena mencionar el comentario que el Beato Doroteo de Gaza hace de este
episodio: «¿Habéis Visto lo que hizo Abbá Ammón cuando fueron a él para mostrarle una
mujer oculta en la celda de un monje? ¿Habéis visto cuánta piedad demostró y cuánto
amor tuvo aquella santa alma? Como había comprendido que la mujer estaba escondida
debajo del barril, se sentó encima y ordenó a los otros que buscasen por otros lugares. Ya
que no lograron encontrar a la mujer, les dijo: “¡Dios os perdone!”, y así les hizo
avergonzarse y les enseñó a no juzgar jamás al prójimo. Al mismo tiempo dió una lección
al monje, al decirle: “¡Cuídate de ti mismo, hermano!”, porque le hizo sentir vergüenza y
piedad. La filantropía y el amor del Padre espiritual fueron las que obraron en el alma de
aquel hermano».
La opinión de los Padres del Desierto es unánime: la maledicencia y la crítica son obras
del demonio. La frase de Juan Clímaco es ejemplar: «Los demonios se esfuerzan por todos
los medios para hacernos pecar. Cuando no lo consiguen, nos obligan a criticar y así
pecamos». Obras del demonio las llama también Isaac el Sirio, y el Beato Antíoco del
Monasterio de S. Saba caracteriza la maledicencia como «demonio desordenado, inquieto,
deseoso de habitar donde hay discordias».
La expresión «algunas veces» que usa el Beato, nos deja la posibilidad de pensar que no
siempre se daña al que es criticado.
Otros creen firmemente que cuando se critica se hace daño al prójimo, y Juan Clímaco
sostiene que «con la maledicencia no se corrige al hombre».
Los autores citados han hecho decir a Doroteo de Gaza que la crítica y la maledicencia
están dentro de los pecados más graves: «¿Has visto lo grave que es el pecado de criticar
al prójimo? ¿Existe otro más grave? No existe otro no tolerado por Dios, como han dicho
los Padres».
Y más adelante: «Nada provoca la cólera de Dios ... como la crítica y la humillación del
prójimo».
Lo mismo repite también el Beato Antíoco del Monasterio de S. Saba, cuando escribe:
«la maledicencia es el peor de los pecados».
Sobre este pecado, los Padres dicen que la culpa pesa no solamente sobre el que
calumnia, sino también sobre aquél que escucha al que calumnia».
Para Basilio el Grande «el que critica, o el que escucha al que critica y lo tolera, son
dignos de excomunión».
Doroteo de Gaza enseña que «no hay otra cosa que desnude al hombre, y le lleve al
abandono de Dios, como la crítica y la calumnia o la humillación del hermano».
Otro tanto enseña Niceta Stethatos: «El abandono de Dios tiene sus causas en la
vanidad, en la maledicencia hacia el prójimo y en el gloriarse de las propias virtudes».
Más adelante añade que tal abandono tiene como consecuencia la caída: «No te debe
extrañar a ti, que sigues una vida dura y difícil, el hecho de que, cuando te sientes
abandonado de Dios, caigas en un pecado de carne, de lengua o de pensamiento. Tuyo es
el pecado y en ti está la causa. Efectivamente, si no hubieses pensado sólo en ti mismo,
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lleno de orgullo y de crítica hacia los demás, no habrías sido abandonado al justo castigo
de Dios».
La crítica y la maledicencia, frutos de la caída en el pecado, son, como dicen los Padres,
«muerte», «muerte del alma».
Abbá Isaías decía al respecto: «En esta generación no existe nada que provoque tanto la
predicción de los monjes como la crítica o la maledicencia de unos con otros».
Y aquél que usa tales armas no sólo «destruye su propia alma», sino que se convierte en
un nuevo «anticristo».
Y en otra parte afirma: «El juzgar al prójimo hace inútiles las fatigas espirituales y
destruye los buenos frutos del alma».
Lo mismo ocurre con la penitencia, y sobre este particular afirma Abbá Isaías: «La
humildad no tiene lengua para calumniar a nadie o para hablar con desprecio. El humilde
no tiene ojos para observar los defectos del otro, ni oídos para escuchar lo que no es útil
para el alma; ni tiene como fin contestar a nadie. No se preocupa de otra cosa más que de
pensar en sus propios pecados. Es pacífico con todos los hombres, de acuerdo con los
mandamientos del Señor, y no sólo por motivos de amistad humana. Incluso el que ayuna
o come una vez a la semana, o practica enormes ejercicios espirituales, si actúa de forma
calumniosa consigue que sus fatigas sean inútiles».
Los que caen en estos dos pecados de los que trata nuestro libro violan, según los
Padres, dos capítulos importantes de la enseñanza cristiana: la teología y la eclesiología.
A. Contra la teología
En la base de este tema de los Padres está la enseñanza de la Iglesia, que dice que juzgar
al prójimo es un acto exclusivo de Dios, que lo cumplirá en el juicio Universal (la llamada
«segunda venida»), y no constituye un derecho del hombre.
Cuando un hombre critica, hace algo que no le incumbe a él y ofende a Dios. Los
Padres expresan esto de distintas formas.
Por lo que respecta al momento en que es lícito juzgar, dicen que todo juicio está
siempre fuera del tiempo oportuno. El momento justo será el juicio Universal. A propósito
de esto, el arzobispo de Alejandría, Juan el Misericordioso, afirma que «juzgar antes de
tiempo es una violación de los mandamientos».
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Para otros, como el Beato Antíoco del Monasterio de S. Saba, «el juicio no nos
corresponde a nosotros sino a Dios, el cual, como Gran Juez, conoce las almas y las
escondidas pasiones de nuestra naturaleza».
Y más adelante: «Nosotros, los hombres, no queremos entender, pero nos apresuramos a
criticar al prójimo y le quitamos el juicio a Dios, único Juez».
Substraer el juicio a Dios y hacerlo nuestro es visto por Juan Clímaco del siguiente
modo: «Juzgar al prójimo es una usurpación vergonzosa de un derecho divino».
Con las mismas palabras, pero con un tono todavía más severo, habla Anastasio el
Sinaíta: «El que critica antes del juicio de Cristo se transforma en anticristo, porque le
quita un derecho a Cristo».
El Beato Doroteo nos cuenta una anécdota instructiva: «Hermanos, no existe pecado
más grave que aquel que conlleva juicio y humillación del prójimo. ¿Por qué no os juzgáis
a vosotros mismos y a vuestros pecados, por los que debéis rendir cuentas a Dios? ¿Por
qué robáis el juicio a Dios? ¿Qué buscáis en una criatura suya? Todos deberíamos temer
cuando pensamos lo que le ocurrió a un gran asceta: Supo que un hermano había caído en
un pecado moral y dejó escapar una exclamación: ¡Oh, qué mal ha hecho! Más tarde, su
ángel de la guarda le trajo el alma del pecador y le dijo: Mira, aquel a quien juzgaste ha
muerto, ¿dónde ordenas que le lleve? ¿Al Reino de Dios o al infierno? ¿Existe algo más
terrible que el peso de tal decisión? ¿Qué otra cosa significan las palabras del ángel sino:
tú que te consideras juez de honestos y pecadores, dime dónde conducirías a esta pobre
alma: ¿al perdón o a la condena? Lo sucedido emocionó al asceta, que transcurrió el resto
de su vida en lágrimas y suspiros, pidiendo a Dios que le perdonase los pecados».
Del Abbá Isaías son, por último, estas palabras: «El que critica al prójimo hace de sí
mismo un dios».
B. Contra la eclesiología
Para iluminar este punto, meditaremos sobre algunas sentencias de los Padres que
definen a la crítica y a la maledicencia como acciones antisociales.
Antes que nada, afirman que quien calumnia ignora el hecho de que todos los hombres
son igualmente responsables del pecado.
El Beato Nilo afirma: «Debes contristarte por tu prójimo cuando has pecado, pues al
hacerlo te contristas por ti. Todos somos responsables de los pecados».
«Debemos considerarnos más pecadores que los demás» -dice el Beato Juan-, «sentir
como nuestro el pecado del hermano y odiar al demonio que le ha engañado».
Todos los cristianos son responsables del pecado, porque juntos constituyen una unión
orgánica: el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. La ofensa a un hermano -ya sea crítica,
censura, maledicencia o calumnia- es una ofensa a Cristo, a una parte del Cuerpo de
Cristo.
Abbá Isaías llega a decir incluso que la penitencia del que ha calumniado es vana,
porque ha rechazado a una parte de Cristo. Para que se entienda, Abbá Doroteo hace la
siguiente comparación: «Nosotros, queridos hermanos, debemos adquirir gran piedad y
amor hacia el prójimo, cuidándonos de la tremenda maledicencia y de humillar a los
demás. Debemos ayudarnos como si fuéramos miembros el uno del otro. ¿Quién es el que,
si tiene una herida en el pie o en la mano, se corta ese miembro aun cuando esté en estado
de putrefacción? Al contrario: se lava la herida y la limpia, le pone medicinas, rocía la
llaga con agua bendita y reza a los santos para que intercedan por él; en pocas palabras: no
abandona al miembro ni le repugna su mal olor, sino que hace todo lo posible por curarlo
...»
Los Padres no se limitan a condenar los pecados de maledicencia y calumnia, sino que
explican las razones y buscan las causas, subjetiva y objetivamente injustas, de dichos
pecados. Esas causas son esencialmente cuatro.
El ya citado Juan, que vivió con el gran asceta Barnasufio en el Monasterio de Abbá
Seridú, cerca de Gaza en Palestina, en respuesta a una carta del monje Andrés le
suministraba esta enseñanza: «Aseguras que los errores de tu hermano son patentes. Dime
una cosa: ¿conoces realmente la verdad? A veces sucede que los errores de los que uno
habla, que parten a menudo de una sospecha, se revelan después como infundados».
Juan Clímaco dice: «No debes criticar aún cuando hayas visto algo con tus propios ojos.
A veces ocurre que también tus ojos caen en el engaño».
Una anécdota, sacada de las «Sentencias de los Padres», se refiere a este tema: «Abbá
Isaías creyó ver que un hermano tomaba una calabaza llena de vino y se la escondía debajo
del sobaco. Para expulsar al demonio de la crítica, le pidió que se quitase la túnica y vio
que no tenía nada. Entendió entonces que no debe aceptarse todo lo que vean los ojos o
escuchen los oídos. Por tanto, hay que tener mucho cuidado con pensamientos y recuerdos,
porque crean mentiras que ensucian el alma. Pensar cosas que no son importantes aleja a la
mente de pensar en los pecados propios y en Dios».
Algo similar nos dice también el libro inédito de la vida de Abbá Pimen, en el siguiente
episodio: «Le preguntaron algunos a Abbá Pimen: “Si vemos pecar a un hermano nuestro,
¿debemos hacerle alguna observación?” El santo anciano respondió: “Hasta ahora, si he
tenido que ir a un lugar donde había un hermano pecador, he seguido adelante sin hacer
observaciones”. Y añadió: “Habéis oído que se dijo ‘asegura solamente lo que ves con tus
ojos’, pero yo os digo que debemos evitar el asegurar cualquier cosa, aún aquello que
antes han tocado nuestras manos. Se cuenta al respecto que un monje vio que un hermano
pecaba con una mujer y pensó mucho cómo debía actuar. Al fin, se acercó a los dos
gritándoles que se separaran, pero se dio cuenta de que delante de él sólo había espigas de
trigo. Por eso os repito; aun cuando toquéis algo con vuestras manos, no hagáis ningún
comentario”.»
juzgar a una persona es difícil, porque desconocemos el móvil de sus acciones. Macario
el Egipcio pone este ejemplo, que es muy idóneo: «A veces algunos santos hombres de
Dios van al teatro y dan la impresión, a quienes les observan, de que siguen las cosas del
mundo. En realidad, hablan interiormente con Dios».
El Beato Juan nos cuenta: «Sucede con frecuencia que alguien que actúa con un fin
bueno es mal entendido por los demás, como le ocurrió a un santo monje que, cuando
pasaba delante del estadio, se detuvo y, observando que los atletas se superaban unos a
otros para vencer, se dijo en su interior: ¡Mira cómo se esfuerzan voluntariamente los
hombres del diablo! ¡Cuánto más nosotros, herederos del Reino de los Cielos, tendremos
que luchar por el alma! Con estos pensamientos se alejó, decidido, más que nunca, a la
lucha del Espíritu».
Aún más adecuado a nuestro tema es el caso del Beato Vitale, tal como nos lo ha
transmitido Juan el Misericordioso, arzobispo de Alejandría:
«Un asceta de nombre Vitale bajó a Alejandría; de él se decía que había alcanzado la
cima de la lucha espiritual. Entre sus múltiples virtudes estaba la de no querer jamás juzgar
a su prójimo. Cuando llegó a la ciudad, empezó a vivir de una forma que, según muchos,
era escandalosa y censurable: aunque había superado los sesenta años de edad, pasaba
revista a las prostitutas de los diferentes bajos fondos. Por hacer este «trabajo» ganaba,
según decía, doce óbolos al día. Con uno compraba fruta, que comía después de la puesta
del sol, y el resto se lo daba cada noche a una prostituta distinta, a la que pedía que
estuviese libre aquella noche. Al anochecer iba donde la mujer y pasaba toda la noche de
rodillas, en una esquina de la habitación, recitando salmos y rezando al Señor.
Para evitar la gloria humana y poder librar a las almas del pecado, fingía diciéndose a sí
mismo: ¡vamos, viejo monje, que te está esperando una! A los que le reprendían y se reían
de él, les respondía: ¿Es que acaso no soy de carne yo también? ¿Es que sólo los monjes
son los que tienen que alejarse de los placeres de la carne? ¿No tienen las mismas pasiones
naturales que los demás hombres?
Muchos, al oír las severas palabras del monje, dejaron de controlarle; otros fueron al
obispo Juan el Misericordioso para presentarle sus quejas. El obispo, milagrosamente
informado por Dios de la virtud del asceta Vitale, no les escuchó puesto que el monje
trabajaba para una sola cosa: la salvación de las almas. Oraba por lo que le calumniaban;
su obra produjo mucho fruto y fue motivo de salvación para muchos. Aquellas mujeres
que le veían rezar y cantar todas las noches, empezaron una nueva vida: algunas se
ELIAS VOULGARAKIS - ¿POR QUE JUZGAS A TU HERMANO? - 35
casaron, otras permanecieron solteras y se alejaron de sus acciones pasadas o abandonaron
el mundo para entrar en la vida monástica. Mientras vivió Vitale, nadie descubrió su
secreto y nadie, excepto él, fue capaz de cambiar la vida de aquellas mujeres».
En la Vida del Beato Vitale contada por Juan el Misericordioso hay otros episodios,
pero sólo narraremos otro: el de su muerte. «Se le encontró muerto de rodillas, tras haber
entregado en oración su alma a Dios. Dejó escrito: “No juzguéis nada ni a nadie antes de
que el Señor venga”. A su funeral acudieron las exprostitutas: llevaban cirios e incienso y
lloraban amargamente porque habían perdido a su maestro. Nadie le había visto jamás
tocar siquiera la mano de una de estas mujeres, porque pasaba las noches de rodillas en
oración».
Los hombres suelen juzgar al prójimo según sus propios puntos de vista y así ocurre
que, cuanto más bajo se encuentran en la escala de las virtudes, tanto mayor es la sospecha
y más graves aparecen los errores ajenos.
Puesto que el mayor número de los pecados humanos se hacen ocultamente o se pueden
intuir sólo a través del comportamiento externo, hacer un juicio sobre el proceder del
prójimo es algo extremadamente incierto.
«Si ves, por ejemplo, a un monje que es alegre y dispuesto a discutir, puedes creer que
se inclina a las pasiones; si, por el contrario, le ves triste, puedes pensar que está airado y
lleno de orgullo. No es el aspecto exterior lo que determina el juicio exacto. Las
diferencias de carácter y comportamiento son infinitas en los hombres.
El privilegio del juicio pertenece a aquellos que, después de mucha compunción, han
alcanzado la pureza de los ojos y del alma. En ellos habita la luz infinita de la vida divina
y se les ha dado el carisma de conocer los misterios del Reino de Dios».
Algo similar nos dice Juan Clímaco, a propósito de la tendencia natural de las personas
pragmáticas a juzgar a aquellas que son más teóricas: «No seas juez severo de quienes
enseñan cosas importantes con la palabra, pero se muestran más débiles frente a las luchas
espirituales. Muchas veces la falta de acción se equilibra por la utilidad de las palabras. No
todos tenemos todo: en algunos, las palabras superan a las obras, y en otros, las obras
superan a las palabras».
El peligro intrínseco en el juicio que los «llegados» muestran hacia los principiantes, ya
lo ha expresado Cirilo de Jerusalén (+ 315, aprox.) en sus Procatequesis: «Si ves a los
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fieles privados de preocupaciones no debes juzgarlos de despreocupados: ellos saben lo
que han recibido (el bautismo) y poseen la gracia».
Todo lo que se ha dicho hasta ahora se puede resumir en lo expresado por Paladio de
Elenúpolis (+ antes del 431), amigo y biógrafo de Juan Crisóstomo, cuando repite las
palabras del apóstol Pablo: «No podemos juzgar a los padres espirituales». (*)
El santo les interrumpió, diciendo: “Hijos míos, no seáis tan precipitados en juzgar,
porque tenéis el riesgo de caer en dos peligros: el primero es querer juzgar antes de que
llegue el juicio Universal, con lo que transgredís, por tanto, un estricto mandamiento; el
segundo os lleva a erigiros en jueces del prójimo con excesiva facilidad. Nadie os puede
decir si los dos de los que habláis continúan en pecado o han cambiado de vida. En la vida
de un gran santo he leído el siguiente relato: ‘Un día dos monjes llegaron a la ciudad de
Tiro para llevar a cabo un servicio. Uno de ellos fue perseguido por una prostituta llamada
Porfiria, que le suplicaba a voz en grito que la salvase como Cristo había hecho con la
Magdalena. Sin pensarlo mucho, el monje la tomó de la mano, atravesó la ciudad ante los
ojos atónitos de mucha gente y se fue de allí. Durante su peregrinación encontraron un
niño abandonado y Porfiria, por filantropía, se hizo cargo de él. Pasado algún tiempo, los
vecinos supieron lo del niño e hicieron objeto de sus mofas e ironías al monje y a Porfiria,
divulgando por toda Tiro el rumor de que una prostituta había tenido un hijo con un
monje’.
“¡Véis cómo los hombres están dispuestos a creer las sospechas sobre todo cuando ellos
son malos y falsos! Lo que son ellos es lo que les empuja a creer lo que afirman. Se hacen
testigos de sí mismos, calumnian con facilidad a los demás, se trastornan en pensamientos
y palabras malvadas, desean llevar a los demás a su maldad y creen que así pueden escapar
de que les remuerda la conciencia.
“Pero volvamos a nuestro relato: ‘El monje hizo que Porfiria tomase el hábito
monástico, con el nombre de Pelagia, y la metió en un monasterio donde se practicaba la
hesiquia. Al final de sus días condujo a la monja Pelagia de vuelta a Tiro, seguida del niño,
que ya tenía siete años. Al punto se propagó la voz de que Porfiria, junto con su marido
monje, había vuelto. Un día, durante una de las visitas de los curiosos al monje, éste
mandó que le trajeran un brasero encendido y, a la vista de los presentes, se volcó el
contenido sobre el pecho, diciendo: `Bendito seas Tú, Señor, Tú eres mi testigo: de la
misma forma que ahora el fuego no ha tocado mis vestidos, así tampoco he tocado yo a la
mujer que vive conmigo desde hace tanto tiempo.’
(*) Es una versión de I Cor 2, 15, que dice textualmente: «... el hombre de espíritu lo juzga todo; y a él nadie puede
juzgarle» (N. del T.)
«Así pues, mis queridos hijos -continuó el patriarca- os aconsejo que no os apresuréis a
juzgar a los demás: sucede a menudo que vemos el pecado cometido a la luz pero no
vemos después la penitencia hecha en secreto».
De la Vida de Juan el Misericordioso sacamos también otro episodio, en el que se
advierte que el mismo santo se equivocó al juzgar a un monje: «Por aquel tiempo vivía en
Alejandría un monje que iba acompañado de una bella muchacha. Algunos hombres de
Iglesia, al verlo, se escandalizaron y se dirigieron al patriarca, que creyó en sus palabras;
ordenó que capturasen a los réprobos, los hizo flagelar y los encerró en celdas separadas.
Pero durante la noche se le apareció en sueños un monje, que le mostró la espalda llena de
llagas y le dijo: “Obispo, ¿te gustan estas heridas? Créeme: también tú has errado como
hombre”. El patriarca se despertó e hizo que le llevasen ante el monje, que estaba todavía
dolorido por los golpes recibidos. Al reconocer en él al monje del sueño, quiso asegurarse
de la veracidad de las heridas y, tras hacerle quitar la túnica, se dio cuenta no sólo de que
los miembros estaban llagados, sino también de que el monje estaba castrado, a pesar de
ser muy joven. Inmediatamente el patriarca privó de los grados eclesiásticos a todos
aquellos que le habían calumniado, se excusó con el monje por su comportamiento hacia
él y le pidió perdón, añadiendo, sin embargo, que lo único que no podía alabar era el hecho
de que fuese por la ciudad acompañado de una mujer. Entonces el monje, con gran
simplicidad, respondió: “Querido obispo, bendito sea el Señor, te diré toda la verdad sobre
mi historia: mientras iba en peregrinación al santuario de los santos Ciro y Juan, me detuve
en Gaza y allí fue donde encontré a esta muchacha. Ella se echó a mis pies y me pidió
poder seguirme para ser cristiana, ya que era hebrea. Yo, por mi parte, temeroso de las
palabras del Señor que dice que no despreciemos a los pequeños, acepté su compañía. Me
ayudó a tomar esta decisión el hecho de que, dada la situación de mi cuerpo, el diablo no
podía hacerme caer en la tentación. Llegados al lugar de nuestra peregrinación, dejé a la
muchacha para que fuese catequizada y bautizada. Desde aquel momento, con alma pura,
peregrino junto a ella y con la mendicidad la alimento. Mi deseo es que entre en un
monasterio.”
«Al escuchar estas palabras, Juan el Misericordioso exclamó: “¡Oh, Señor mío, cuántos
siervos tuyos permanecen ignorados!”. Ordenó que diesen cien denarios al monje, pero
éste no los aceptó, diciendo que quien tiene fe no necesita dinero, mientras que, por el
contrario, quien ama el dinero está vacío de fe. Dicho esto, se inclinó ante el obispo y se
fue».
Así pues, no se puede juzgar al prójimo de forma objetiva, porque no podemos entrar en
su alma: esto sólo lo puede hacer Dios. He aquí lo que dice sobre el tema Abbá Doroteo:
«¿Qué derecho tenemos de ocuparnos de nuestro prójimo? ¿Qué buscamos en los asuntos
ajenos? ¿Tenemos que opinar siempre algo? Entonces, que cada uno se mire a sí mismo y
a sus propias maldades. La justificación y el juicio pertenecen sólo a Dios. Únicamente El
conoce la situación, la fuerza, las ocupaciones, las gracias, la capacidad de cada uno y sólo
El puede juzgar cada uno de estos aspectos del hombre. Dios juzga de distinta manera al
obispo y al gobernador, al pedagogo y al monje, al padre espiritual y al aprendiz, al
ELIAS VOULGARAKIS - ¿POR QUE JUZGAS A TU HERMANO? - 38
enfermo y al sano. ¿Quién puede juzgar, mejor que Dios, estas distintas situaciones, El que
lo ha creado todo, lo ha plasmado todo y lo conoce todo?».
Entre todos ellos hemos seleccionado un testimonio de los «Relatos de los Ancianos»:
«Una vez el espíritu de la impureza había declarado la guerra a un monje, el cual,
habiendo visto a la hija de un sacerdote pagano, la amó y se la pidió como mujer al padre.
«El padre de la muchacha no consultó a su dios, sino que se dirigió al demonio al que
adoraba y le dijo: “Un monje cristiano me pide que le de a mi hija como esposa: ¿debo
dársela?”. El demonio respondió: “Pídele que reniegue de su Dios, del bautismo y del
hábito monástico”. El monje consintió en todo, y en ese mismo momento una paloma salió
de su boca y voló hacia el cielo.
»El sacerdote pagano volvió al demonio y le dijo que el monje estaba de acuerdo con las
tres condiciones. De todas formas, el demonio le aconsejó que no le diese a su hija por
esposa, porque sentía que Dios no había abandonado al monje y todavía le estaba
ayudando. El sacerdote pagano volvió a hablar con el monje y le refirió todo lo que el
demonio le había dicho. Al oírlo, el monje exclamó: “¡Cuánta bondad me ha mostrado
Dios! ¡He renegado de El, del bautismo y del hábito que llevo y, a pesar de todo, el buen
Dios todavía me ayuda!”
»Pasada la primera semana, el monje anciano preguntó al hermano: “¿Has visto algo?”
“Sí” -respondió- “He visto a la paloma en lo alto del cielo: estaba sobre mi cabeza”.
“Presta mucha atención y ora a Dios sin parar”, contestó el padre espiritual.
»La tercera semana el monje dijo: “He visto a la paloma posarse sobre mi cabeza y he
extendido la mano para tomarla, pero ella ha entrado en mi boca”. “Dios ha aceptado tu
penitencia; en el futuro, custodia tu alma”, observó el anciano. El hermano respondió: “De
ahora en adelante, abbá, estaré contigo hasta la muerte”.»
ELIAS VOULGARAKIS - ¿POR QUE JUZGAS A TU HERMANO? - 39
B. Ignoramos la lucha del pecador
Generalmente, los hombres juzgan el pecado de los demás sin conocer la lucha que
precede a la caída, lucha que se presenta de forma distinta de una a otra persona.
Juan Casiano (+ 360, aprox.), peregrino en Egipto y conocedor de la vida monástica por
haberla practicado durante diez años, pone en boca de uno de los monjes egipcios las
siguientes palabras: «Aparte de lo que hemos dicho, juzgar a los demás es peligroso por
otra causa: porque ignoramos la verdadera razón que les ha impulsado hacia la vía del
pecado; así pues, nos transformamos en jueces severos, caemos nosotros también en un
pecado más grave y demostramos sentimientos injustos».
La lucha que precede al pecado es, a veces, tan ardua, que por sí misma puede justificar
al pecador. Abbá Doroteo afirma: «En verdad puede ocurrir que un hermano haga algunas
acciones con tal simplicidad de corazón que agrade a Dios más que toda tu vida: tú le ca-
lumnias por resentimiento y así condenas tu alma. Supongamos que caiga en el error,
¿cómo puedes saber cuánto ha luchado antes de hacerlo? Dios puede reputar como buena
obra un pecado cometido en tales condiciones: ha visto sus esfuerzos y conoce el
sufrimiento que ha experimentado, tiene compasión de él y le perdona. Dios le perdona ...
y tú ¿por qué te atormentas en tu corazón? ¿Sabes cuántas lágrimas ha vertido ante el
Altísimo por sus pecados? Has visto el pecado, pero ignoras la penitencia».
Supongamos que alguien pudiese comprender el pecado del hermano y pudiese juzgarlo
con equidad: antes de que se lo cuente a otro, quizás el pecador se ha arrepentido ya y ha
pedido perdón a Dios. Sucede entonces lo que nos dice Abbá Doroteo: «Has visto el
pecado del hermano, pero ignoras su arrepentimiento. Los santos ascetas nos enseñan que
todo pecador tiene la posibilidad de salvarse».
Anastasio el Sinaíta dice; «no juzgues, si quieres el perdón de Dios; tú puedes ver que
alguien peca, pero no sabes cómo acabará su vida. El ladrón crucificado con Jesús era un
asesino, y entró en el Reino; Judas era apóstol y discípulo del divino Maestro, pero cayó
en la condena eterna. ¿Cómo puedes conocer verdaderamente las acciones de los demás?
Es frecuente que hombres que parecen pecadores empedernidos estén ya sinceramente
arrepentidos, sin que los demás siquiera lo sepan. Para nosotros son pecadores; para Dios,
sin embargo, ya están justificados.
El Beato Nilo de Ancira dice: «Ni la virtud ni la maldad son inmutables, porque la
naturaleza humana es variable. Si crees que un hermano es negligente, puede convertirse y
cambiar de vida, y salvarse ante Dios. Y tú, que ignoras todo esto, le humillas y calumnias
mientras que él ya está salvado.
Sobre la salvación del hombre pecador, al que Dios no abandona jamás, veamos lo que
dice el Beato Nilo: «Si te encuentras con el más depravado de los hombres o con el más
ELIAS VOULGARAKIS - ¿POR QUE JUZGAS A TU HERMANO? - 40
perverso de todos los malvados, no le condenes: Dios no le abandonará ni dejará que caiga
prisionero del demonio».
Estos vicios son injustificables, no sólo porque el juicio humano es inseguro y se olvida
de que el pecador puede salvarse, sino también porque dañan a quienes los poseen.
La maledicencia y la calumnia confirman una vez más la ley del pecado: una acción
malvada, hecha por interés humano, provoca un resultado opuesto al deseado. En nuestro
caso, el hablar de los pecados del prójimo generalmente tiene como objeto la «protección»
de la persona que habla. El hombre discreto, por el contrario, ve sus propias debilidades y
no las proyecta sobre los demás. El Beato Doroteo dice: «De todas las cosas podemos
sacar daño o utilidad. Tomemos el ejemplo de un hombre al que, de noche y en un lugar
solitario, le observan sucesivamente tres hombres: el primero pensará que el solitario
espera a alguien para prostituirse; el segundo le tomará por un ladrón, y el tercero creerá
que es un desconocido a la espera de un amigo con el que ir a la iglesia cercana a rezar.
Así pues, los tres han visto al mismo hombre en el mismo lugar, pero no han pensado lo
mismo de él, sino que cada uno ha proyectado sobre el solitario su propia situación
personal».
Isaac el Sirio, a propósito de la envidia que contiene la maledicencia, anota: «El que
humilla a un hermano ante los ojos de los demás, demuestra que es muy difícil que muera
la envidia».
El que critica provoca la vergüenza ajena, se deleita con las pasiones, osa curiosear en la
conciencia ajena y se erige en juez.
ELIAS VOULGARAKIS - ¿POR QUE JUZGAS A TU HERMANO? - 41
El Beato Antíoco del Monasterio de S. Saba dice: «Es vergonzoso estar enfermo sin
remedio, tener úlceras incurables e innumerables deudas, pero, además, lo es curiosear en
los errores ajenos».
El «Relato de los Ancianos» inédito citado otras veces, nos enseña: «Un monje,
empujado por el demonio, fue al padre espiritual a contarle que dos hermanos vivían en el
pecado. Como respuesta, el confesor le ordenó que trajese a los dos monjes.
»Llegados a su presencia, les mandó que durmieran bajo la misma manta, en virtud de
que “¡los hijos de Dios son santos!”. Dirigiéndose al monje engañado por el demonio, le
dijo: “Tú debes encerrarte en una celda, pues dentro de tí tienes la pasión de la
prostitución”.»
El asceta Xilón escribe: «El que habla fácilmente de los pecados ajenos hará enseguida
que se despierten en él las pasiones».
Este principio es tan absoluto que ni siquiera los virtuosos se libran de él. Juan Clímaco
comenta al respecto: «La causa más común de la caída de los principiantes es el placer;
para los que se encuentran a mitad de camino es el orgullo, y para aquellos que están cerca
de la perfección, la única causa de pecado es juzgar al prójimo».
El pecado de los que calumnian es el mismo de los que son calumniados. Dios lo
permite para que comprendan el error y vuelvan a ser prudentes. Isaac el Sirio confirma
esta afirmación: «Ama a los pecadores sin imitar sus obras, pero tampoco los desprecies
por sus pecados: de lo contrario, te arriesgarías tú también a caer en las mismas
tentaciones».
Máximo el Confesor observa: «El que cuenta a otros el pecado de un hermano, sin tener
miedo de sí mismo ni del prójimo, será abandonado por Dios y caerá en el mismo pecado.
Será también ridiculizado, verá la sonrisa en el rostro de los demás y sufrirá la vergüenza».
Con anterioridad a los dos autores citados, San Casiano hizo decir a un asceta egipcio:
«Nuestro padre espiritual nos contaba que tres veces amonestó a varios hermanos: la
primera vez reprendió a algunos que, forzados por una inflamación, acudieron a un
cirujano a que les quitasen las amígdalas; la segunda vez reprendió a los que tenían una
manta en su celda, y la tercera amonestó a algunos monjes que, empujados por los fieles
bendecían aceite y lo distribuían.
»Más tarde reconoció él mismo que había caído en los tres pecados que censuró en los
demás. Se le inflamaron las amígdalas y tuvieron que quitárselas, una enfermedad le
obligó a usar una manta y la insistencia de algunos peregrinos le llevó a tener que bendecir
un frasco de aceite.»
»Una vez un monje fue tentado por el demonio de la impureza. Se dirigió a un padre
espiritual inexperto, que le acusó de miserable e indigno de llevar el hábito monástico.
Como resultado, aquel monje decidió volverse al mundo.
»Dios, en su infinita providencia, hizo que aquel monje se encontrase en su camino con
Abbá Apolo, Mquien, al verle tan turbado, le preguntó cuál era la causa. Después de
insistir mucho, el monje le contó la historia, al oír las palabras del que estaba volviéndose
al mundo, Abbá Apolo, como sabio doctor, le consoló y aconsejó: “No tienes que
espantarte, hijo mío, y ni siquiera desesperarte, porque también yo, a pesar de mis canas,
vivo atormentado por pensamientos maliciosos. No pierdas tu celo a causa de las ofensas
sufridas y vuelve, al menos por un día, a tu celda del monasterio”. »El monje obedeció y
Abbá Apolo, por su parte, se fue frente a la celda de aquel confesor inexperto y pidió a
Dios que enviase las mismas tentaciones sobre aquel hombre que, en tantos años, no había
aprendido nada todavía.
»Terminada la oración, vio cómo un demonio lanzaba flechas contra el confesor. Este,
para no sufrir, tomó el camino hacia el mundo, como había hecho su víctima.
(*) Término griego que significa, a la vez, discernimiento y discreción. (N. del T.)
»Abbá Apolo le amonestó: “Vuelve a tu celda y de ahora en adelante date cuenta de tus
debilidades: has de pensar siempre que vives como olvidado y despreciado por el demonio
y que no eres digno de luchar contra él, como hacen los grandes ascetas. Una sola ofensa
ha bastado para desconcertarte. El que se venía a refugiar en ti había sido tentado por el
enemigo de las almas y tú, en vez de sostenerle en la lucha, le has hundido en la
desesperación, olvidándote de que hay que salvar al que camina hacia la muerte y rescatar
a los que están muertos. Nadie puede resistir los ataques del enemigo o apagar las pasiones
naturales, pero la gracia de Dios vela por encima de las debilidades humanas”.»
Isaac el Sirio nota que «quien acuse a otro delante de una reunión de hermanos agrava
sus propias heridas».
Por último, Abbá Isaías afirma: «Si ves que uno cae en el pecado, no te mofes de él ni le
humilles, y piensa lo que vas a hacer. Si tú, hombre instruido, te burlas o calumnias al
simple, también tú serás objeto de burla, maledicencia o calumnia, no sólo por parte de
personas sabias e instruidas, sino también por parte de los simples, de las mujeres y de los
niños. Recuerda lo que se nos ha dicho: “Lo que uno siembre, eso cosechará” (Gal 6, 7)».
Abbá Isaías observa: «La negligencia y el juicio hacia los demás turban la mente del
hombre y le impiden ver la luz divina».
Juan Clímaco reitera el hecho de que el pecado de maledicencia turba la mente del
hombre cuando dice que nacen en él «pensamientos que son blasfemias».
Ambos decidieron rezar y ayunar durante dos semanas: al final de las mismas, la gracia
retornó y dieron gracias a Dios con gran alegría».
Hemos visto, hasta aquí, la insistencia de los Padres del Desierto en definir la crítica, la
maledicencia y la calumnia como reprobables. Pero ¿existen casos en los que sea lícito
comunicar el pecado del hermano sin que sea una acción pecaminosa?
»Si se trata de cosas personales o inciertas, caso muy frecuente, abstente del juicio, de
acuerdo con lo que dice San Pablo: “Así que no juzguéis nada antes de tiempo hasta que
venga el Señor. El iluminará los secretos de las tinieblas y pondrá de manifiesto los
designios de los corazones” (I Cor 4, 5).
»Pero es necesario luchar para que se aniquilen las leyes de Dios; de lo contrario,
nuestra indiferencia sería causa de condena tanto para el que permanece pasivo como para
el que ha pecado. Quien juzgue, que esté en guardia para no cometer el mismo pecado de
aquel a quien se juzga, pues el Señor dice: “Saca primero la viga de tu ojo, y entonces
podrás ver para sacar la paja del ojo de tu hermano” (Mt 7, 5).»
Basilio el Grande, en un caso análogo, se comportó como había sugerido. Para ayudar a
los que escribía, en una de sus cartas cuenta cómo se ha visto forzado a hablar mal de una
persona: «El caso es muy difícil y no sabemos qué hacer frente a una persona de carácter
tan inicuo y, por otra parte, no existe ya esperanza de enmienda. Cuando se le interpela, no
se presenta. Si se presenta, habla echando pestes y blasfema tanto sobre su inocencia que
sólo deseas alejarte de él lo antes posible. Le he visto a menudo devolver las acusaciones
contra los que le denunciaban. Se podría decir que no existe sobre la tierra otro ser de
naturaleza tan inicua e inclinada al mal. Vosotros decís que habéis decidido soportar su
injusto comportamiento como si fuese la ira de Dios y me pedís que intervenga: pues bien,
os sugiero que le alejéis de las oraciones comunes para que no os contagiéis y que in-
terrumpáis su comunicación con el resto del clero. Si os protegéis de él de esta forma,
quizás se avergüence».
Como ya se ha dicho en el prólogo, al monje se le permite hablar con el abad sobre los
pecados de un hermano cuando no pueda corregirlo él solo, y exclusivamente con miras al
beneficio espiritual.
Los Padres posteriores a Basilio el Grande repiten los mismos conceptos. Abbá
Barsanufio, por ejemplo, en respuesta a la pregunta de un hermano, dice: «Si cuentas algo
sobre el comportamiento de un hermano y estás libre de pasiones, no te manchas con la
maledicencia, sino que actúas para que no aumente el mal».
La enseñanza de Máximo el Confesor es análoga: «Dos son las razones por las que
puedes referir los pecados del hermano: la primera es la corrección del que ha pecado, con
tal de que tú estés libre de pasiones, y la segunda es la corrección de los demás. Pero
cuando tu propósito sea difamar y humillar, entonces serás abandonado de Dios».
Los tres autores citados -Basilio el Grande, Máximo el Confesor y Abbá Barsanufio-
nos hablan de un aspecto particular del juicio: la intención.
Pero incluso en tal caso hay que tener mucho cuidado, porque el juicio sobre un error
dogmático no es fácil ni todos lo pueden discernir. El que está privado de instrucción
teológica, o se apresura en el juicio, se arriesga a encontrar errores donde no los hay.
Algo semejante debió ocurrirle a Basilio el Grande, porque escribe en una de sus cartas:
«Si el error es sobre argumentos de fe, debemos examinar con cuidado el texto que lo
contiene, porque el error podría haber sido cometido por aquel que ha formulado la
acusación y no por el que ha sido acusado. Se ha constatado que muchas acciones buenas
y justas no constan como tales a hombres malvados e injustos que sacan conclusiones fal-
sas de su juicio erróneo. A quien tiene el paladar enfermo hasta la miel le resulta amarga, y
un ojo defectuoso no ve las cosas cercanas e imagina las que están lejos».
Sucede algo análogo con el significado de las palabras de un texto, cuando el lector que
juzga es inferior intelectualmente al contenido del texto que se lee. Sería oportuno que el
que escribe y el que lee y juzga tuvieran el mismo grado de instrucción. De la misma
forma que el que desconoce la agricultura no puede juzgar cosas relativas al campo, ni el
que carece de oído musical puede distinguir la justa melodía de un fragmento de música,
así tampoco se puede ser juez de palabras si no se presentan los maestros y estudios
realizados. Lo mismo vale para los asuntos espirituales, puesto que el que está privado de
diácresis (*) no puede juzgar».
(*) Ver nota página 43.
Procede hacer una última observación: muchas son las palabras que los Padres usan
para condenar la crítica, la maledicencia y la calumnia; pocas son las que emplean para
ilustrar los casos en los que es lícito juzgar y comunicar a los demás el propio juicio. Por
lo tanto, es aconsejable que quienes se inician en el ejercicio espiritual eviten del todo el
formular cualquier juicio.
Los Padres no han dejado una terapia sistemática para estos dos pecados, y ya se ha
dicho que la curación de estos males, como la de otros muchos, no se logra con el
conocimiento, sino con resolución y lucha.
A. La vía negativa
Una primera recomendación de los Padres es, ante todo, la necesidad de alejarnos de
quienes critican o juzgan con maledicencia, para protegernos a nosotros, y a ellos, de este
pecado. Quien escucha al que critica demuestra que quiere participar en sus palabras y, por
tanto, peca. El que practica la maledicencia habla a menudo de forma análoga al auditorio
que tiene delante, como dice el Beato Antíoco: «Si escuchamos palabras contra un
hermano, no acusemos al que las dice sino a nosotros que le estamos escuchando. El que
usa la maledicencia se adapta a la disposición del que le escucha».
Por eso, quien escucha al que critica cae en su mismo pecado. Un hermano preguntó al
Beato Juan: «Si un hombre no siente inclinación a criticar, pero escucha con placer al que
critica, ¿será juzgado por ello?» Y el santo monje respondió: «El que escucha con placer
las críticas se mancha de maledicencia y será castigado del mismo modo».
Isaac el Sirio concluye: «Si amas la pureza de corazón, con la que puedes contemplar al
Rey del universo, no debes hablar mal de nadie ni debes escuchar al que hable mal del
prójimo. Si te encuentras en medio de dos personas que empiezan a litigar, vete de allí y
cierra tus oídos para no escuchar palabras de odio y para no matar tu alma».
Abbá Ammón enseña acerca de estar en compañía de quienes critican: «Si alguien habla
mal de un hermano en tu presencia evítalo, para que no te sucedan también a ti cosas
desagradables».
Máximo el Confesor dice que no hay que escuchar las palabras de los que critican aun
cuando éstas sean ciertas: «No consideres amigos a los que, con sus palabras, te provoquen
tristeza y odio hacia otros hermanos, aunque digan la verdad. Debes evitarlos como si
fueran serpientes venenosas. Si actúas así, los frenarás en su acción y salvarás tu alma de
semejante maldad».
Juan Clímaco es todavía más categórico, y ordena interrumpir al que critica: «No tienes
que avergonzarte sino, al contrario: debes decirle que se calle, porque los pecados que
cada uno hace cotidianamente son peores que los atribuidos a otros. Si actúas como te he
aconsejado obtendrás dos cosas: salvarte a ti mismo y a tu prójimo con una única
medicina».
Un último caso, más bien difícil, es la crítica a un enemigo. Abbá Isaías dice: «Si tu
hermano ha hecho algo malo contra ti y viene otro a contártelo, controla tu corazón para
La segunda parte de este texto trata de la necesidad de no ser curioso con la vida de los
demás. La práctica de esta virtud, que se ve obstaculizada por nuestro carácter
mediterráneo, conduce a estar despreocupados (no indiferentes) no sólo de los hermanos
malos, sino también de los buenos.
En las «Sentencias de los Padres» se lee que Abbá Moisés dijo a un hermano: «Si nos
ocupásemos de mirar nuestros pecados, no tendríamos tiempo de mirar los de nuestro
prójimo. ¿No es imprudente aquel que deja su propio muerto para ir a llorar al del vecino?
El significado del dicho “muere para tu prójimo” está en mirar los propios pecados, a fin
de evitar el deseo de saber si el prójimo es bueno o malo».
Ocuparnos del otro nos quita un tiempo precioso para observar nuestros pecados, acción
que sería muy útil para curarnos de la crítica y la maledicencia. El Beato Nilo de Ancira
dice: «Quien se afana por indagar los pensamientos ajenos no ve sus propias acciones».
»Uno de los venerables hermanos que le asistían en la agonía, le dijo: “No podemos
comprender cómo puedes estar tan tranquilo en una hora como ésta, cuando has pasado
toda tu vida en negligencia y pereza”. El otro respondió: “Es verdad, padres venerables: mi
vida ha transcurrido como habéis dicho, pero los ángeles de Dios me acaban de traer el
manuscrito de mis pecados y me lo han leído a partir de cuando empecé a ser monje. Me
han preguntado también si me acordaba de ellos y yo les he dicho que sí. He añadido,
además, que yo no había juzgado jamás a nadie ni mostrado malicia hacia alguno, pues
rogué poder cumplir siempre las palabras divinas que dicen ‘no juzguéis para que no seáis
juzgados’. Pues bien, hermanos queridos, apenas he dicho esto a los ángeles, ellos han roto
el manuscrito de mis pecados. Ahora puedo ir hacia Cristo con gran alegría y sin ninguna
preocupación’.
(*) Uno de los más altos grados monásticos (N. del T.)
B. La vía positiva
Esta vía se puede dividir en tres partes. La primera la componen las recomendaciones de
los Padres acerca de la necesidad de reflexionar sobre las propias culpas, pequeñas y
grandes. De los pequeños pecados, a menudo pasados por alto, se originan los grandes,
como dice Abbá Doroteo: «Si escuchásemos las palabras de los Padres espirituales,
difícilmente caeríamos en pecado. Si no despreciásemos los pecados pequeños, sin
prestarles atención, no existirían siquiera los grandes y graves. La costumbre de
menospreciar los pequeños pecados de curiosidad conduce al pecado más grave de
maledicencia, calumnia y humillación del prójimo».
El Beato Nilo de Ancira afirma: «No te erijas en juez arrogante de los que se equivocan,
más bien presta atención a ti mismo y a tus acciones. Si te has equivocado, debes gemir
por ello; y si todo te ha ido bien, no presumas de ello. Si no te han acusado todavía, no
seas soberbio para que no te cubras con el mal como si se tratara de un ornamento».
Cuando el hombre está atento a sus pecados, no tiene tiempo para ver los de los demás:
«Quien quiere salvarse» -sigue diciendo Abbá Doroteo- «no observa los defectos ajenos,
sino que ve los suyos y avanza de esta forma en el camino de la virtud».
Juan Clímaco es más claro aún: «Los que se constituyen en jueces severos de los
defectos ajenos se convierten ellos mismos en objeto de pasiones semejantes, puesto que
no se interesan jamás por los defectos propios. Sin embargo, quien ve sus propios
defectos, desprovistos del velo del egoísmo, no tiene otra curación que la de llorar el resto
de su vida y derramar tantas lágrimas como agua contiene el Jordán».
También es bueno vigilar las causas de la maledicencia: oídos y ojos. Abbá Isaías nos
enseña: «Si escuchas palabras de maledicencia no las retengas en tu camino de vuelta al
monasterio; si proteges tus oídos, tu lengua no pecará».
Es útil, asimismo, repetir la opinión de Nicetas Stethatos citada antes: «Cuando, debido
a nuestra pereza espiritual, permitimos que los demonios susurren en nuestros oídos
sospechas hacia nuestros hermanos, pero no estamos atentos al mismo tiempo a nuestros
ojos, ocurre entonces que estos demonios nos hacen juzgar no solamente a los hermanos,
sino también a los que son perfectos en la virtud».
La autocrítica de estos males de los que hablamos debe ser más profunda todavía. Se
llega así a la segunda parte de la vía positiva que hay que recorrer para hacer frente a la
maledicencia: la humildad.
Es verdad que la humildad se encuentra siempre en la base de toda virtud, pero aquí nos
ocupamos de ella en relación con los pecados de los que estamos tratando.
Abbá Isaías lo hace más patente aún: «El humilde no tiene lengua para acusar al otro de
negligencia o para hablar con desprecio; no tiene ojos para ver los defectos de los demás y
ni siquiera tiene oídos para escuchar cosas inútiles para el alma; no tiene nada contra nadie
y sólo piensa en sus propios pecados».
Una posible revisión de nuestro modo erróneo de mirar a los demás sería la de observar
sus virtudes y sacrificios, comparándolos después con los nuestros para alcanzar, de esta
forma, compasión y beneficio espiritual.
El Beato Juan, con ocasión de que algunos monjes estaban criticando a otros a los que
se consideraba más avanzados en la lucha espiritual, les reprende primero y después les
dice: «¿No sería preferible desear cosas buenas para nuestros hermanos, y sacar provecho
de reconocer nuestra negligencia mientras ellos ejercitan la continencia?»
Un paso .más en el interés por el prójimo es el de sufrir con él. El Beato Antíoco
observa: «Debemos pensar sólo en lo que se nos ha ordenado: llorar por nuestros defectos,
pedir a Dios que nos limpie de nuestra inmundicia y sufrir junto con nuestros hermanos y
con los que creen en Cristo. Si hacemos esto, agradaremos al Señor».
Nilo de Ancira lo expresa más claramente: «Si tu prójimo peca, tú debes gemir; al
hacerlo gemirás por ti mismo, porque todos somos responsables del pecado».
Simeón Metafrasto añade: «Cuando veas que un hermano llora de arrepentimiento por
sus pecados, siente simpatía por él y llora a su lado: muchas veces sucede que los pecados
del prójimo son motivo de corrección para los nuestros. El que llora con lágrimas amargas
por los pecados ajenos se cura a sí mismo de todos aquellos pecados por los que ha
llorado».
Una última forma de interés por los demás es la oración, sobre todo por aquellos que
son objeto de maledicencia. Isaac el Sirio dice: «No odies al pecador, pues todos somos
responsables. Pero si quieres, por gracia divina, acercarte a él, llora por él. ¿Por qué has de
odiarle? Odia más bien sus pecados, reza por él y así te parecerás a Cristo, que no
despreciaba a los pecadores sino que rezaba por ellos».
En un elogio de Isaac el Sirio, escrito por un autor anónimo, se lee: «Quien ama la paz
del alma y la pureza de corazón no ve los errores del prójimo; no trata de corregirlos con
palabras, sino que ora continuamente al Señor, con piedad y lágrimas, para que perdone
los pecados de todos: los que han pecado por ignorancia y los que lo han hecho
conscientemente. Todos, en efecto, grandes y pequeños, caemos en el pecado porque
somos humanos».
La enseñanza de los Padres del Desierto no se limita únicamente a condenar los graves
pecados de maledicencia, crítica, chisme y calumnia, a explicar las razones de esta
condena e informar a los cristianos sobre los distintos modos de evitarlos, sino que nos dan
consejos de cómo afrontar la calumnia cuando nosotros somos objeto de ella.
Los Padres advierten al cristiano que empieza el camino espiritual sobre la situación
particular en que se encuentra. Su sensibilidad podría llevarle a sospechar, sin razón, de
los demás y juzgarlos. Tal hipersensibilidad no es totalmente independiente del defecto del
orgullo, que es el campo del demonio; así pues, sospechar que los demás hablan mal de
nosotros es otra tentación del enemigo del género humano.
El gran Barsanufio lo expresa claramente: «Pensar que los demás hablan mal de ti es tu
primera batalla como principiante».
Una aclaración de lo que se siente al ser objeto de calumnia nos la ofrece Abbá Isaías
cuando dice que el dolor sentido en tal ocasión es una creación del orgullo, creación «que
lleva al despertar del hombre viejo y que impide la compasión por el pecador».
ELIAS VOULGARAKIS - ¿POR QUE JUZGAS A TU HERMANO? - 53
Y más todavía: el dolor que se siente es obra del demonio, y darle importancia es signo
de orgullo y aleja al fiel del correcto ejercicio espiritual. Esto es lo que dice Abbá Isaías:
«Si alguien te acusa y sufres por ello, tu dolor no es verdadero. Si dicen de ti algo que es
falso y te sientes ofendido, has de saber que en tu sentimiento no hay temor de Dios. Tus
reacciones demuestran que el hombre viejo vive en ti y te gobierna aún. No creas que
detrás de todo esto está la cólera de los que te acusan y ni siquiera que las molestias que
sufres están relacionadas con el verdadero dolor del hombre, que sólo se forma por
voluntad de Dios».
Algo similar nos dice también Marcos el Eremita: «Algunos, elogiados por sus virtudes,
se han vuelto tan alegres que han creído que su júbilo era algo constructivo. Otros,
acusados por sus pecados, han sufrido tanto que han creído que su dolor era obra del mal».
Al decir esto, los Padres indican el modo de superar positivamente la maledicencia que
se dirige contra nosotros, porque ella representa sólo una pequeña parte de la suma de
nuestros pecados conocida por Dios.
Dice Abbá Isaías: «Si sientes que alguien te ha hecho mal, resiste de buen grado, para
que no te lamentes de él con los demás, le juzgues o difames y le pongas como reo en boca
de todos, diciendo después que no has hecho nada censurable. Si tienes temor del infierno,
detén los males que quieres devolver a tu prójimo y dite a ti mismo: soy un miserable,
porque por una parte rezo por mis pecados y Dios los perdona sin hacerlos públicos, y por
otra parte, lleno de rabia contra el prójimo, no admito el perdón para él y le arrojo para
pasto de bocas ajenas.
»Si tu corazón es dócil y sabes protegerte de los males, vendrá sobre ti la misericordia
divina; pero si tú corazón se endurece como piedra, entonces Dios te olvidará. Perdóname,
hermano mío, porque yo soy pecador y tengo vergüenza de mí mismo».
Con el mismo espíritu, Abbá Isaías continúa en tono epigramático: «¡Ay de aquel que,
deseoso de inmundicia, exige honor como si fuese un santo». Y concluye diciendo: «Si
alguien, justa o injustamente, nos reprende o habla mal de nosotros ...pero ¿qué digo?:
aunque nos condujese a la muerte “como ovejas al matadero”, no debemos rebatirle para
nada, sino consolarle y hablarle con humildad».
Los Padres nos ayudan sabiamente en la lucha espiritual que debemos combatir contra
nosotros mismos cuando somos objeto de maledicencia. El perfeccionamiento del cristiano
no es obra de individuos, sino una acción que sucede dentro de la Iglesia y con la Iglesia.
Por tanto, es necesario que el cristiano calumniado no se ocupe sólo de cómo superar su
herida personal, sino que se esfuerce también por no ser causa de maledicencia con un
comportamiento tolerante o escandaloso para los fieles, y refuerce con su actitud a los
indiferentes y a los traidores a la fe.
Necesita una doble virtud para afrontar las ofensas con tolerancia y silencio.
Primeramente hay que controlar las emociones, tratando de eliminar la rabia y la venganza
para no añadir una herida a otra herida. Si no se es capaz de ello, mejor es encomendar
ELIAS VOULGARAKIS - ¿POR QUE JUZGAS A TU HERMANO? - 54
todo a Dios para que El establezca la verdad. En efecto, una respuesta mal dada en vez de
corregir el mal puede aumentarlo en tres dimensiones: dañando al que responde, al que
recibe la respuesta y al que está escuchando.
Es ejemplar lo que Basilio el Grande, como cristiano y jefe eclesiástico, enseña con
palabras y obras. Una vez el obispo de Neocesarea del Mar Negro y su clero se en-
frentaron con malicia contra Basilio el Grande por cuestiones disciplinarias, y él, no
queriendo ningún malentendido, les escribió una carta a la que no dieron ninguna
respuesta. Así pues, escribió una segunda carta que empieza así: «Ya que todos, sin
excepción, os encontráis en estado de odio hacia mí y seguís fielmente a vuestro obispo en
la guerra que me habéis declarado, había pensado permanecer en silencio sufriendo por el
disgusto que me habéis causado. Pero como no hay que callarse ante las calumnias cuando
ponen en riesgo la verdad, pues con ello se daña a los que creen, he pensado que sería
justo enviaros a todos vosotros una nueva carta, aunque no haya recibido ninguna
respuesta a la que os envié.»
En otro momento escribe así a los monjes de una Provincia lejana: «Todas las Iglesias
se han conmovido y todas las almas se han agitado porque algunos han empezado a acusar
a sus hermanos. La mentira se dice sin temor y la verdad se oculta. Los que han sido
acusados son condenados sin juicio; y a los que acusan se les cree sin ningún examen.
Cuando he oído que, desde hace tiempo, circulan cartas contra mí, en las que se me acusa
de hechos de los que estoy dispuesto a defenderme en el tribunal de la verdad, he decidido
permanecer en silencio. Me basta tener al Señor como testigo contra la calumnia, porque
sólo El conoce los secretos de los hombres.
»Pero como muchos han interpretado mi silencio como confirmación de las acusaciones
que se hacían contra mí, y no como un acto de longanimidad por mi parte, he decidido
escribiros esta carta. Apelo, pues, a vuestro amor y os pido que no aceptéis como válidas
las acusaciones que se hacen contra mí, porque son falsas. Ninguna ley juzga a alguien sin
primero haberlo escuchado».
El gran obispo no tenía ninguna dificultad en afrontar en silencio las acusaciones que se
le hacían y el único motivo que juzgaba válido para interrumpir su silencio era el de
proteger a los demás de los pensamientos malignos que pudiesen nacer en ellos. Por eso
les invitaba a reflexionar sobre todos los aspectos del caso en cuestión.
La sumisión de Basilio el Grande ante las acusaciones, y cómo las soportaba con
paciencia, es particularmente evidente en un episodio en el que quien le acusaba era una
mujer herética llamada Simplicia.
Puesto que las mentiras y blasfemias que esta mujer profirió contra él no fueron
divulgadas, Basilio el Grande prefirió no comentarlas y escribió: «Ya que los hombres
acostumbran a odiar a los mejores y amar a los peores, cierro mi boca y sofoco en el
silencio la vergüenza provocada por tus blasfemias. No tomo en consideración los juicios
humanos, sino que prefiero esperar al Juez del Cielo, que sabe defender de toda injusticia
mejor que cualquier otra persona».
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CONCLUSIÓN
Si se quisiera hacer un epílogo de todo lo dicho por los ilustres Padres de nuestra Iglesia
sobre la crítica, el chisme, la maledicencia y la calumnia a lo largo de los siglos, se podrían
citar las palabras del Beato Isidoro de Pelusio (+ finales del siglo IV): «Verdaderamente
me impresiona el hecho de que nos convirtamos en jueces impasibles de los desórdenes y
pecados ajenos, mientras pasamos por alto los nuestros, que tienen necesidad de un perdón
mayor.
«Para nuestros pecados somos ciegos, pero para los de nuestro prójimo tenemos la vista
demasiado aguda. »Sucede lo contrario con nuestros éxitos: los pequeños los vemos
enormes, pero los de nuestro prójimo, por grandes y maravillosos que sean, los vemos
pequeños y despreciables».
Simeón Metafrasto sugiere: «No seas juez parcial de ti mismo y no examines las cosas
para tu interés. No des importancia a lo poco bueno que hay en ti, ni te olvides por
completo de tus muchos defectos. No presumas de lo que has logrado hoy para después
menospreciar lo que has hecho mal en un pasado próximo o lejano. Cuando el presente te
adule, acuérdate enseguida del pasado y así no te enorgullecerás».
Estas últimas palabras podrían concluir nuestro tema y, para muchos, cuanto se ha dicho
sería suficiente. Sin embargo, para otros, entre los que me incluyo también yo, aún falta
algo. Falta la respuesta a una pregunta muy justificada: las cimas alcanzadas por los Pa-
dres ¿son alcanzables también por los hombres? ¿Es posible que el hombre llegue a evitar
todo juicio?
En una carta al presbítero Teodosio, escribe: «Resistir, por una parte, a las blasfemias e
injusticias y, por otra parte, a los que las cometen y rezar por ellos con corazón puro, es
algo difícil y supera tus fuerzas. Es todavía más arduo cuando los que te dañan no quieren
arrepentirse y se mofan de ti porque rezas por ellos. Si ya lo has conseguido, te elogio con
todo mi corazón.
»Por lo que a mí respecta (no quiero esconder mis defectos) he tratado muchas veces de
rezar por mis enemigos, pero a menudo sólo he sido capaz de pronunciar unas pocas
palabras. No dudo de que algunos hayan alcanzado tales niveles de valor: me alegro de
ello y espero poder llegar yo también.
»Pero tampoco quiero caer en el defecto, tan extendido, de encontrar mil excusas
cuando una virtud parece inalcanzable. Hay algunos que dudan de poder conseguirla,
porque razonan en términos humanos y todos opinan sobre el Prójimo a partir del juicio
sobre sí mismos. »Hay otros que, para no ser tachados de incapaces o débiles, encuentran
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pretextos vergonzosos y fingen haber llegado a la meta. Por último, hay otros que evitan
por completo el combate y, para no ser acusados de pereza, recurren a teorías y pretenden
encontrar mil razones para rechazar la lucha del Espíritu».
Puesto que la Bibliografía del autor se refiere a obras editadas en Grecia y difíciles de
encontrar en España, nos limitamos a indicar las fuentes originales utilizadas por él: