Las palabras de Joaquín Díaz al ser nombrado Patrono de Honor de la Fundación Godofredo Garabito y Gregorio (La Mudarra, 20 de octubre de 2018). Más información en www.cancioneroderomances.com
Las palabras de Joaquín Díaz al ser nombrado Patrono de Honor de la Fundación Godofredo Garabito y Gregorio (La Mudarra, 20 de octubre de 2018). Más información en www.cancioneroderomances.com
Las palabras de Joaquín Díaz al ser nombrado Patrono de Honor de la Fundación Godofredo Garabito y Gregorio (La Mudarra, 20 de octubre de 2018). Más información en www.cancioneroderomances.com
Conocí a Godofredo Garabito a través de nuestro común amigo José
Delfín Val. En la época, ya lejana, en que recibimos el encargo de la Diputación de Valladolid de recopilar un cancionero vallisoletano, Pepe y yo recorríamos a menudo la provincia para charlar con las personas mayores del medio rural y empaparnos de sabiduría y conocimientos que luego él, sagaz periodista, usaba oportunamente para su programa de radio. Cierto día, Godofredo le habló de una vecina de la Mudarra que sabía algunos romances y los cantaba con gracia, y allá se fue Pepe, magnetófono en ristre, a grabar a Candelas Liébana. No recuerdo por qué no pude venir ese día con él a recopilar, pero sí recuerdo que disfruté luego con la audición de las canciones y bien pronto pude dar las gracias personalmente a Godofredo, pues éramos casi vecinos en Valladolid en el antiguo barrio de San Llorente. Todavía no sabíamos ni él ni yo que terminaría mis días viviendo en una de aquellas casas que, siendo diputado provincial, ayudó a adquirir en tiempos de la presidencia de José Luis Mosquera. Mosquera echó mano de los contactos y conocimientos que Godofredo tenía del agro y del pecuario que circundaban La Mudarra y gracias a la gestión de ambos la Diputación adquirió las casonas de Montealegre y de Urueña en unos momentos en que nadie creía en las posibilidades del medio rural ni mucho menos en que las ruinas nobles de castillos y casas nobiliarias habrían de llegar a tener un uso cultural y una repercusión económica y social sobre las zonas en que fueron levantadas siglos atrás. Godofredo sí creía en ello porque era un hombre de la tierra, como diría Leopoldo Cortejoso en el discurso de contestación al texto de entrada en la Academia que elaboró Godofredo sobre la actividad poética de las mañanas de la Biblioteca. Ahí alertaba el recordado doctor acerca del humanismo radical y la natural inclinación a la poiesis de Godofredo, porque, en palabras de Leopoldo Cortejoso: “nunca un poeta que se enternece con el ruido de las hojas en los árboles o con los matices cambiantes de las nubes en un atardecer de primavera se ha hecho rígido y conceptual”. Nunca lo fue Godofredo: poeta de amapolas y de raíces profundas vivía preocupado por el patrimonio y por su cuidado. Desasosegado, en consecuencia, por las obras humanas que desaparecían, sacudidas por la incuria de los tiempos y de las gentes. En la Navidad del año 2000 me envió como felicitación su obra sobre Peñafiel y su marquesado y en ese texto escribía: “Nuestros pueblos han ido olvidando –no se sabe si queriendo o sin querer- sus propias señas de identidad, sus raíces”. Según iba leyendo el trabajo sobre los Téllez Girón me iba viniendo a la mente la figura de Rodrigo Caro, aquel ilustre escritor sevillano que estudió cánones en la universidad de Osuna, fundación del IV conde de Urueña Juan Téllez Girón. Caro, al igual que Godofredo, estaba fascinado por las ruinas arqueológicas y como él fue anticuario, historiador y poeta. Todos recordamos la forma en que, vencido por la visión devastada de un pasado glorioso, se deja llevar por la nostalgia y escribe en su Canción a las ruinas de Itálica: Solo quedan memorias funerales donde erraron ya sombras de alto ejemplo; este llano fue plaza, allí fue templo; de todo apenas quedan las señales. Godofredo estuvo siempre atento a las pocas señales que iban quedando en nuestro tiempo de aquel pasado de “hierro y laureles” que estremeció al poeta Leopardi. Para Godofredo, hombre práctico por los conocimientos de la tierra que heredó de sus antepasados labradores, pero soñador también de otros cultivos menos terrenales, había tres conceptos esenciales en la vida: crear, construir y conservar. De esos tres conceptos dio buena muestra a lo largo de su existencia. Como escritor, como empresario y como recolector de antigüedades dio cabal ejemplo de su talante y su caballerosidad. Así lo entendieron quienes cultivaron su amistad y se beneficiaron de su carácter pródigo o de su hospitalidad. La Fundación que lleva su nombre y el Patronato que cuida de su legado me honran hoy con una distinción que me obliga a “promocionar y aunar voluntades en pro de la cultura”. Nada me satisface más que responder a los gestos de generosidad con mi propio trabajo, que siempre ha estado atento, como lo estuvo el de Godofredo, a sembrar la tierra de energías. Y lo subrayo con sus propias palabras: Entre tus manos, junto con las mías, pondremos el caudal de nuestros sueños para sembrar la tierra de energías y quemar en la hoguera viejos leños, alumbrando nacientes teofanías en el limpio crisol de los ensueños. Hago votos porque ese limpio crisol mantenga viva la temperatura de los sueños y sea capaz de fundir, de aglutinar todos los esfuerzos en pro de una tierra y de unas gentes que olvidaron el canto de las aves que alegraron su historia. Por eso se hacen hoy tan oportunas las palabras que escribió Godofredo en Al aire de mi vuelo: Rezarán los pardales en gemidos y el palor de mi rostro se desposa con frondoso ciprés, y estremecidos los jilgueros en trinos con la rosa cantarán del salterio, doloridos, antífonas de paz en tarde umbrosa.