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ISBN 978-987-20325-9-3
Cada uno de los autores conserva los derechos sobre su propio texto.
Diego Paszkowski
6 Letras y sabores
Festín de revancha
Alexis Winer
8 Letras y sabores
Ahora que sabe que no tiene pan, la palabra y la imagen del
sándwich invaden su deseo: dos fetas de jamón, dos de queso,
mayonesa –en la esquina superior, todo un frasco con apenas
una cucharada de contenido en su interior– quizá uno de
esos pepinillos agridulcemente fileteado, un Sr. Sándwich, o
quizá un tostado: dos panes aprisionados entre las planchas
de metal caliente que derriten un corazón de queso.
Idiota.
Revisa el Devorador los platos a medio comenzar: quizá
pueda dar fin a uno de ellos. Matambre, pizza, arroz con atún
–el arroz ya medio reseco a causa de los días de encierro, y el
atún ya resignado a un final de tacho de basura y no en el volu-
minoso Devorador–, una bandeja de plástico con restos de una
indescifrable comida oriental, pero nada de todo esto aplaca la
inquietud y más bien la asquea. Sabe de pronto el Devorador
que la respuesta es dulce, y entonces gira la cabeza para recorrer
los estantes en busca de aquellas barras de chocolate que suele
almacenar para estas ocasiones. Y, en efecto, encuentra chocola-
tes, pues cuando uno va al supermercado con el estómago vacío
no puede evitar elegir una, dos o tres de esas grandes tabletas
multicolores con su promesa de pasas de uva, almendras o
simple cacao al setenta por ciento en su interior. Pero, al verlas,
la ansiedad las rechaza: chocolate no es la respuesta.
Resignado, el Devorador está a punto de cerrar la puerta
para devolver a los alimentos su habitual oscuridad cuando
ve, primero en su deseo y luego en su memoria, aquello que
ansía la inquietud. Sonríe y vuelve a arrodillarse, pero eso no
basta porque ahora recuerda que lo que busca fue ubicado
expresamente en aquel sitio para evitar tentaciones. Debe el
Devorador ponerse, por así decirlo, en cuatro patas cual –si
se permite la comparación– cerdo en abrevadero, para al fin
ver allí, en el estante inferior, defendido por una muralla
de frutas y paquetes de manteca y sachets de leche y yogurt
dispuestos en sus envases, el objeto de su deseo. Aparta los
10 Letras y sabores
que muerden y desmenuzan a escala microscópica. La antes
gomosa pizza es un firme cuchillo que secciona –carne, tendón
y hueso– un antebrazo que, tras unas sacudidas, queda inmóvil,
para instantes después recuperar –en un destino similar al de
los alimentos– la vida y atacar el cuerpo de su antiguo dueño.
Las botellas vibran asqueadas al recordar los repulsivos besos
del Devorador, mientras las barras de chocolate, recién llegadas,
inocentes, ignorantes de los anteriores horrores nocturnos,
contemplan desde el estante de la puerta la carnicería con una
mezcla de estupor, cacao y malsano voyeurismo.
El festín, desenfrenado y violento, termina de súbito, como
terminaban los inesperados atracones del Devorador; los ali-
mentos vuelven entonces a sus anaqueles, los saciados fiambres
a sus camas de telgopor y a sus frazadas de nylon. Los restos
de comida parecen ahora menos insignificantes, los platos se
ven más llenos. Los frascos, antes casi vacíos y ahora repletos,
reposan con satisfacción. La torta –su boca pac–man ahora
cerrada, completado el círculo– regresa a su rincón con casi el
doble de alto, voluptuosa y excesiva. La guardia pretoriana de
leche, yogur y frutas se cierra en torno a ella, que ahora debe
contener la respiración para que sus cabellos de dulce de leche
y granas no se despeinen con el estante de arriba.
14 Letras y sabores
sus ojos primero por las trenzas de la joven, sigue torso abajo
hasta detenerse en las redondeces que destaca el elástico de
la chaqueta, y recién después se fija en el papel. En seguida
vuelve a curvar el cuello hacia el cielo y se lleva el habano a
la boca. Aspira, contiene el humo, cierra los ojos, satura sus
receptores de nicotina y al fin exhala. Apenas contrae los
músculos de su cara por lo que, en la oscuridad, no se dis-
tinguen los enlaces de su sonrisa. ¿Conoce?, insiste la chica
de las trenzas y el hombre alza el habano: dos cuadras más y
una para adentro, gesticula él y en seguida les da la espalda
en busca de más humo. Gracias, la chica de las trenzas inclina
la cabeza en un gesto cercano a la pleitesía, toma del brazo al
chico de las botas y vamos, vamos, lo apura.
Un par de cuadras adelante, cuando las luces se distancian,
el aire se enfría, y la oscuridad borronea las formas, las calles,
las veredas, las casas; los perfiles de los árboles comienzan a
parecer calcados de un mismo patrón. ¿Y ahora? La chica de
las trenzas vuelve al juego de los enfoques, de la boca abierta,
de las manos que tantean las trenzas al ver que alguien los
observa desde la ventana de una casa, detrás de una cortina
descorrida que pronto es estirada para impedir la visión. La
chica de las trenzas vuelve a leer la dirección en el sobre y,
aunque en la penumbra apenas descifra las letras, frunce el
ceño y está a punto de decirle algo al chico de las botas, algo
como qué raro, no puede ser, ¿y ahora qué?, cuando en el
umbral de la puerta surge una mujer, cutis perlado, mejillas
rosadas, castaña cola de caballo, que les sonríe entre señas
para que ingresen a la casa.
II
16 Letras y sabores
ubicaron en un barrio, más adelante aprendería que se lla-
maba Isla Maciel, en una casilla de madera y cinc junto a
otras cinco mujeres. Ella no tardaría en olvidar los rosales
en la plaza de Prípiat, las meriendas en el bar, los acordes de
algún violín o de algún teorban, el aroma del guiso de pollo
de los domingos, el Rassolnik de su madre. No tardaría en
conocer el hambre, el frío, el miedo de saberse sola, el Café
du Paradis o, como era famoso entre los marineros europeos,
El farol colorado. Sin embargo, tardaría casi nueve años en
escapar de aquel infierno junto a una compañera de cabello
canoso, pero con cutis perlado y facciones eslavas similares a
las de ella, a la que todos llamaban la Buba.
III
IV
18 Letras y sabores
a la estancia de la Buba. Hacele caso en todo, agitó el índice
con los ojos aguados por una emulsión de culpa y vacilación,
y después de un único beso, una rápida caricia en la cabeza,
dio media vuelta, tomó el sobre que le entregó la Buba y se
fue. La chica de las trenzas nunca más volvió a verla.
La estancia estaba repleta de chicos, pero la chica de las
trenzas nunca hablaba ni jugaba con nadie hasta que, meses
después, trajeron al chico de las botas. Era alto y macizo pero
siempre andaba encorvado, con la cabeza gacha, y su expresión
de paz hacía imposible resistir las ganas de molestarlo. La
chica de las trenzas no tardó en convertirlo en su pasatiempo
favorito, y hacerlo enojar pasó a ser su único objetivo y diver-
sión. O dejaba abierta la tranquera para que se le escaparan las
vacas, o le llenaba los bolsillos de los pantalones con terrones
de azúcar para que, al peinar las crines de los caballos, los ani-
males lo mordiesen, o dejaba las luces del gallinero prendidas
durante la noche para que al día siguiente, al ir a reponerles
el agua, las gallinas descargaran sus violentos picos sobre él. Y
cuanto menos él se enojaba, más y más crueles acechanzas ella
se ocupaba de planear. Todos en la estancia hablaban de las
bromas, se reían, festejaban, a veces criticaban, pero la Buba
nunca intervenía ni decía nada, siempre ocupada tomando
pedidos y controlando la cantidad de ganado que los peones
subían en cada camión.
Una vez, mientras el chico de las botas intentaba cerrar el
corral, cuya tranquera una vez más había quedado abierta, las
vacas se lanzaron en su dirección y, en medio de la estampida,
uno de los animales cayó encima de él, aplastándolo. La chica
de las trenzas, al ver esto desde su escondite en los establos,
detuvo sus carcajadas y corrió hacia allí. Intentó empujar a la
vaca, tiró de sus patas, le pegó patadas y hasta le tiró baldazos
de agua, pero de ninguna forma lograba moverla. Incluso
intentó seducirla con maíz, heno, soja y cebada, pero no: la
vaca, de costado, algo atontada, seguía firme sobre el chico
20 Letras y sabores
se preguntó, pero no alcanzó a figurarse una respuesta que
la Buba, sin preámbulos ni pausas, hundió de un mazazo el
hueso frontal del animal. Tras esa letal y sorpresiva estocada la
Buba se arrodilló, las manos firmes, las facciones congeladas
en la indiferencia, y tomó un facón del bolsillo de su delantal.
¿También cargaba un facón? La chica de las trenzas cerró los
ojos apenas vio cómo la Buba lo hundía en la carne: un par
de movimientos ágiles, vigorosos y certeros le bastaron para
degollar al animal. Tras descartar la cabeza, tomó al ternero
de las patas traseras y lo alzó con insólita fuerza para colgarlo
de un gancho en la pared. Debajo del animal puso un balde
con restos de sustituto lácteo que en seguida viró al rosado, y
cuando las venas gelatinosas, colgantes, al fin terminaron de
drenar las últimas gotas de sangre, alcanzó un tono carmín.
La chica de las trenzas no salía del estupor cuando la Buba
se volvió hacia ella, las pupilas serenas, más dilatadas que de
costumbre, pero una voz jadeante, de consonantes pegando
latigazos, y le dijo: un hombre nunca es amigo de su guiso. Y,
tras acariciarle las trenzas con inusitada dulzura, tiró el facón
sobre el heno y le ordenó a la chica de las trenzas, tambaleante,
llorosa, que separara el cuero de la carne y las vísceras.
22 Letras y sabores
El ayudante, por su parte, ya arrastra al chico de las botas
fuera del salón y no tardan en eclipsarse al fondo del pasillo
contiguo. La mujer de las mejillas rosadas sonríe a la chica de
las trenzas. ¿A dónde lo llevan? ¿Van a llamar a un médico?
Yo voy con él, dice, y entonces la mujer se acerca a ella para
deslizar, con inusitada dulzura, la yema de los dedos por los
sinuosos caminos de sus trenzas.
¿Qué le pasa? ¿Reventó? ¿Va a estar bien? La mujer de las
mejillas rosadas sonríe, y la chica de las trenzas, como hip-
notizada, se relaja, vuelve a sentarse, y sus ojos ahora quedan
a la altura del sobre, que despunta del bolsillo del vestido
de la mujer. No alcanza a comprender aquellas negras letras
de imprenta, tal vez porque no entiende el idioma o tal vez
porque la mujer de las mejillas rosadas insiste en señalarle el
plato aún lleno. La chica de las trenzas fija entonces la vista
en el fondo morado de la sopa, pero no se mueve. Tiene la
vista concentrada en la cuchara que, al resistir sobre el borde
del plato, hace temblar el mango; es un movimiento apenas
perceptible, la convulsión que siempre se presenta antes de
abandonar la duda, de emprender un camino en el frágil
equilibrio de la indecisión.
26 Letras y sabores
contado, un escándalo. Así que le conté toditita la historia,
desde los días en que los aztecas poblaban nuestra tierra... y
cuando terminé, ella, risueña, dijo:
—Es como el Halloween.
Y tu abuelo, siempre respondón, le dijo:
—No m’hija. Esa cosa es para vender caramelos, candis —y
señalaba su boca— La nuestra es otra ceremonia, sin brujas ni
calabazas; aquí bailamos junto a la pelona, a la parca, porque
la aceptamos con naturalidad, y no creemos en los gimnasios
o las cirugías. Por eso no usamos disfraces.
Entonces le ofrecí a tu madre una calavera de azúcar. Ella
dijo:
—Tiene mi nombre escrito en la frente.
—Sí. No debemos olvidar que la muerte tiene escritos
todos nuestros nombres, m’hija... –le dije yo —, pero mientras
llegue, verás qué dulce es la vida...
Y entonces un bocado le devolvió a tu madre una sonrisa
que hacía rato no tenía.
Verás, güerito, a ella se le hace difícil aceptar que te has
ido, y por eso es tan importante que hoy mi pollito salga
más rico que nunca. De modo que te pido un poco más
de paciencia, mi niño, que los grandes amores se cocinan
a fuego lento. Iremos a tu lugar de descanso, como dice la
tradición, y pondremos el mantel más colorido que tenga la
casa; brindaremos por ti y en ese mismo lugar cenaremos tu
plato favorito, pues en este día de todos los santos, tu alma
estará con nosotros.
Ya casi está listo, ¿sientes el aroma? Es una mezcla de
café con almendras que pronto probarás, mi hijito querido.
Ya llegará tu padre, que fue al barbero para hacerse afeitar:
quería estar elegante para este encuentro y hasta hizo planchar
su traje azul, el de las grandes ocasiones. Tu mamá trata de
28 Letras y sabores
hoy has viajado sin miedo, tal vez un día vuelvas a hacerlo y
espero que entonces tampoco temas: yo te cuidaré.
—Gracias, abuelita.
—Bien, ahora, ¡a comer!
32 Letras y sabores
tetas duras y culo firme para pedirte cambio para el colectivo
y ahí te derretís, sos un queso frente a esa aparición divina,
porque las mujeres son sagradas, de eso no te olvides nunca
piscuí y si no las adorás, si no las querés, las cuidás, las hacés
reír, fuiste, sos muzzarella…
…es una forma de decir, ¿pero a vos de dónde te trajeron?...
…yo de Palermo, Capital Federal, por entonces todas casas
de familias italianas, ahora vi en el diario que es otra cosa,
todos restaurantes de comida gourmet y bares y la mayoría
todos vacíos salvo cuando se sale y sabés por qué ¿no? Te lo
digo yo: merca. Merca en la barra, merca en la cocina, merca
con la cuenta, merca debajo de la silla, merca en el piso de
arriba, merca en el baño, merca en el vip, merca con tu tra-
go, merca en un rincón, merca en la mesa, merca con pala,
merca, merca, merca, pizza y merca, ahí está la cosa ahora,
pero en su momento yo no tenía esa carta para jugar en mi
pizzería, no tenía delivery, porque eso de las motitos recién
estaba arrancando y porque tampoco lo necesitaba, la gente
viene a la estación, no es que la estación va a la gente, ¿me
entendés? pero si hubiese tenido esa carta, pagaba todas las
deudas, zafaba del tequilazo, gambeteaba la crisis que el hijo
de puta de Cavallo, Menem y todos los garcas ya me hacían
sentir, pizza y champagne decían, pero no merca, porque
con merca yo de La Estación te sacaba un tren de merca, así
como los yorugas que te la venden por metro a la pizza, yo
dejaba de lado los platos voladores, cambiaba las sartenes
redondas y abandonaba la media masa para sacarte metros,
kilómetros de vagones cargados con merca, merca y palmi-
tos, merca y jamón, merca lo que quieras, merca napolitana
y que nos salía riquísima, todo en su cocción justa, la masa,
la salsa, la muzzarella, el ajo y el tomate bien sabroso y un
poco caliente arriba, qué delicia, y así hubiera podido zafar
pero no, lo mío fue la muzzarella, sacarle el mejor provecho,
porque es lo más caro de la pizza, vos podés ganar muy bien
34 Letras y sabores
La casona Molyneux
Cintia Lepere
36 Letras y sabores
Algo avergonzado, aunque no menos confundido, Roux
voltea y se concentra en una mesa cercana ocupada por una
pareja de ancianos. Le causa cierta gracia la parsimonia con
la que se llevan los cubiertos a la boca: mastican muy des-
pacio y con excesiva preocupación por mostrarse educados,
correctos, inimputables. Sin embargo, aunque en verdad lo
intenta, Roux no logra dejar de escuchar las risitas ahogadas
de la señorita Babin. Cuando al fin ella se decide por el hachis
parmentier, el escocés se dirige al señor Roux, aunque no se
le acerca sino que mantiene una distancia prudencial. Roux
no le sostiene la mirada al escocés, y con el rostro oculto tras
el menú ordena una salade landaise; en cuanto al vino, me
tomaré algún tiempo para elegirlo. El camarero toma nota del
pedido en una pequeña libreta y se retira, entonces la señorita
Babin le pregunta a Roux ¿cómo has estado?
Roux bebe lo poco que queda de su whisky mientras
la señorita Babin sigue con la mirada los movimientos del
escocés: de la cocina al mostrador, del mostrador al salón. Al
fin Roux retoma la conversación que ha quedado pendiente,
fuera de la ciudad, estuve todo este tiempo fuera de la ciudad;
sin embargo la señorita Babin no lo escucha: ahora ella man-
tiene la cabeza gacha, los párpados entornados, y muestra, o
más bien oculta, cierto rubor en las mejillas. Roux propone
ordenar una botella de vino, Pinot Noir o Sangiovese, pero la
señorita Babin, el que elijas estará bien, pide disculpas y se
dirige al tocador.
Con algo de temor, Roux llama por señas al escocés que, al
otro lado del salón, distribuye tazas de café y refrescos en una
mesa ocupada por lo que, a simple vista, parece una familia,
un matrimonio de mediana edad con tres hijos: dos niñas casi
adolescentes y un pequeño de no más de ocho años. Cuando
el escocés al fin se acerca, Roux ordena una botella de vino, se
ha decidido por el Pinot Noir ya que, según recuerda, a Petra
solía gustarle. Con total indiferencia, el escocés toma nota
38 Letras y sabores
retoma la conversación, en la estancia se está mucho mejor, dice
y la señorita Babin responde que es cierto, por supuesto, que
aún recuerda aquel lugar y que le gustaría, en algún momento,
quizás en el verano, volver a visitarlo; Roux asiente, aunque
sabe, lo sé, que aquello no es más que una promesa de cortesía.
El escocés se acerca una vez más a la mesa con los platos
que le ordenaran. Mientras deposita con cuidado el hachis
parmentier delante de la señorita Babin, rumia una de sus frases
en inglés que Roux no alcanza a escuchar pero que a la mujer
le provoca un fuerte escalofrío que le eriza los suaves, rubios,
delgados vellos de los brazos y evidencia los pezones bajo la fina
tela de su blusa blanca. Al dejar la salade landaise frente a Roux,
al escocés se le escapa un respingo cargado de menosprecio.
La señorita Babin come con deleite, está delicioso, pero
Roux apenas si prueba su plato, me siento algo inapetente. La
mujer mastica cada bocado varios minutos cada bocado, y
al hacerlo aprieta bien los labios por educación, claro, pero
también para evitar que se le escape algo del sabor, del placer.
Cuando ella acaba su plato, Roux le pregunta si desea postre,
o prefieres café. La señorita Babin mira su reloj pulsera, ya es
tarde, y se disculpa porque se le ha hecho tarde; entonces se
incorpora y se despide de Roux con un suave, delicado, casi
imperceptible beso en la mejilla, tan suave, tan delicado, que el
hombre no termina de saber si los labios de la señorita Babin
en verdad le han rozado la mejilla.
Roux llama con una seña al escocés que, acodado en el
mostrador, conversa con uno de sus compañeros; el camarero
acude a la mesa con desgano, qué se le ofrece ahora; Roux le
pide la cuenta, y esta vez el escocés demora en regresar mucho
menos de lo esperado. Y si bien Roux le entrega el importe
del almuerzo y una generosa propina, por su gentileza, pero
el escocés se aleja sin siquiera agradecer.
Aún sentado a la mesa, Roux observa al escocés, quien
ahora acude al llamado de un caballero que, en una mesa
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La camioneta roja
Jerónimo Moretti
42 Letras y sabores
para dar algún paseo con él como cada sábado en que ella
cargaba al perro Ringo para luego colocarse los lentes oscuros,
sentarse al volante y encender el motor con la potencia de un
tanque lleno que ahora, sin dudas, estará casi vacío por la
escasez de gasolina, o abandonado como Alison, sin tener
dónde refugiarse de los muertos, que nunca descansan y están
hambrientos, sus mandíbulas flojas que babean ante la posi-
bilidad de encontrar comida, de saborear una pierna, de
exaltarse con los gritos de las víctimas, es decir los sobrevi-
vientes, prontos a ser devorados o a convertirse en muertos
como William, que ya no es William y sin embargo recuerda
a su padre, a su perro, a su mujer y a su hija mientras arrastra
una pierna, luego la otra como los cientos que ahora lo acom-
pañan por indefinidos días y noches que se estiran hasta que
a lo lejos logran olfatear el inconfundible aroma a carne hu-
mana que proviene de un lejano rancho en el que, sin em-
bargo, William no ve rastros de la camioneta roja, y quizás
sea para mejor, él prefiere no encontrarla y en cambio recor-
dar cómo era el mundo en los días anteriores al fin, su casa
en Nueva Jersey, cuando Alison preparaba la cena, pollo frito
con ensalada de zanahoria y tomate, abundante pan casero,
la heladera llena de gaseosas, el calefactor encendido, la mesa
dispuesta, las conversaciones sin importancia, la cama con
sábanas limpias, la luz encendida o apagada a voluntad, la
certeza de que al día siguiente habría otro almuerzo y luego
otra cena, de que los supermercados estarían abiertos con las
ofertas de siempre, dos por uno en quesos blandos o tostadas
a un precio ridículo, hasta que llegó el día en que, sin aviso,
la gente saqueó los supermercados, tapió las puertas y venta-
nas de sus casas, cargó las armas que tenían escondidas y
aguardó en vano que el ejército se deshiciera de los muertos
que plagaban las calles, tal como esperaron William y Alison,
primero con la ilusión de que Eva regresara de la escuela, y
luego sin poder terminar de aceptar que no lo haría, con la
44 Letras y sabores
ventana por la que ahora intentan pasar otros muertos que
no pueden, que no deben comerse a Alison porque ella es de
William y de nadie más, él debe encontrarla pronto y empie-
za a buscar tan rápido como puede hasta que, tras haber
tropezado con la cama y chocado contra las paredes, al fin
escucha desde el placard algo que parece un gemido, un
llanto atragantado, la entrecortada respiración de una perso-
na viva, el triste mugido de una vaca antes de entrar al mata-
dero, lo que lo lleva a abrir del todo la puerta del placard para
encontrarse, acurrucada, no a una desconocida, tampoco a
Alison, sino a la pequeña Eva, vestida igual que cuando par-
tió al colegio, los cabellos rubios desaliñados y sucios, el pecho
agitado y los ojos bien abiertos que no reconocen a su padre
pero sí ven agrandarse las cavidades de la nariz del muerto
que la acecha, el mismo que, quizás con ella todavía cons-
ciente, pronto empezará a comerla pero que ahora, con un
gemido cercano al grito, la toma del hombro, le arranca un
mechón de cabello y, antes de que ella alcance a cerrar los
ojos, gira al sentir un intenso y reconocible aroma a carne y
descubre a Alison, de pie junto a la puerta del dormitorio,
con una temblorosa escopeta que de inmediato dispara y así
queda despedazada la cabeza de William, que ya no es William
ni tampoco un muerto que camina.
48 Letras y sabores
hacía por miedo a que le robaran, y se acercó a grandes zan-
cadas al Aprendiz. Debió hacer apenas unos pocos metros
para alcanzarlo, pero aún así habló con la agitación de quien
hubiera recorrido varias leguas.
—Muchacho —dijo— ha sucedido algo terrible. Tú te has
jactado muchas veces de saber cocinar, me has pedido una
y otra vez que te dejara a cargo de la cocina. Pues ve y hazlo
ahora mismo, rápido, que la gente tiene hambre. Y no digas
nada, no hables, ve a la cocina y haz lo que haya que hacer.
El Aprendiz dejó la bandeja y caminó a paso lento entre
las mesas; miró de reojo los platos repletos sin poder evitar
una sonrisa. Encontró la cocina vacía. Las ollas seguían en
su lugar, la cerveza burbujeaba en los vasos recién servidos…
pero allí no había nadie. Enseguida entró la mujer del dueño,
que al ver al Aprendiz se le acercó y comenzó a hablar como
una gallina resfriada.
—Qué desgracia, cómo pudo pasar esto, tú sabes coci-
nar, ¿verdad? Ve, no te quedes ahí parado, haz algo, la gente
aguarda… Han muerto, todos, todos muertos, cómo es po-
sible, hace un minuto estaban aquí como si nada, hablaban,
discutían, y mira ahora, qué desgracia, qué desgracia…
Hablaba sin parar, mientras le daba al Aprendiz fuertes
empujones hacia las ollas y se atragantaba con sus propias
palabras. Al fin el Aprendiz la hizo callar con un gesto y pidió
que trajera unas zanahorias y unos nabos.
—Ahora conocerán el verdadero placer de la comida
—decía por lo bajo el Aprendiz mientras ubicaba los platos
playos sobre una mesa—. Que venga uno de los muchachos.
—Qué muchachos —gritó la dueña desde el depósito—.
Muertos, todos muertos, no queda nadie.
El Aprendiz giró para decirle que se refería a los mozos
pero su mirada chocó con unos pies que asomaban por la
puerta del depósito. Al reconocer las gastadas sandalias del
cocinero, desvió la vista.
50 Letras y sabores
—¿Dónde está la comida?
—Esto no alcanzaría ni para el canario de mi esposa.
—¡Que traigan la cena!
—¡Nos toman por idiotas!
—Quién es el imbécil que se burla…
—¡Que dé la cara!
—¡Esto no va a quedar así!
—¡A la cocina!
—¡A la cocina!
La mujer del dueño se retorció las manos, se mordió el
labio inferior y soltó un corto suspiro antes de acercarse a
la puerta del salón. Cuando la abrió, un estallido de voces
furiosas irrumpió en la cocina. La multitud gritaba, escupía,
arrojaba platos al suelo y clamaba justicia.
El Aprendiz, inmóvil, cada tanto decía en voz baja:
—No la han probado... ni siquiera han probado mi co-
mida…
La puerta del salón volvió a cerrarse, con lo que los gritos
quedaron amortiguados. Ahora también se escuchaba a los
dueños de la taberna que intentaban calmar a los comensa-
les, que parecían enfurecerse cada vez más, y el ruido de los
objetos lanzados se volvía más contundente, más pesado, más
voluminoso, más cercano y certero. Entonces Felipe tomó al
Aprendiz por los hombros y le dijo:
—Es preciso que te vayas por la salida de servicio, ahora
mismo, pronto…
Pero el Aprendiz permanecía inmóvil, con la mirada fija
en la puerta y la frente llena de pequeñas gotas de sudor. De
pronto la puerta se abrió con tal violencia que al chocar contra
la pared dejó un hueco en la arcilla, y del otro lado apareció
una variedad de rostros contorsionados, venas infladas, dedos
acusadores que señalaban al Aprendiz. Hubo un segundo
de silencio, cargado de bocanadas de aire contenidas, y sólo
entonces las piernas del Aprendiz, como con vida propia,
52 Letras y sabores
Querida Cony
Pablo Luparello
Querida Cony:
Es posible que te sorprendas al recibir esta carta, pero
después de darle muchas vueltas al asunto, de no saber si
llamarte o quién te dice hasta hacerme una escapada, decidí
ir por un camino clásico y conocido para mí, y por eso estas
líneas. Hace días que estoy con ganas de escribirte y falto a la
verdad si te digo que son sólo ganas, porque también hay algo
de obligación, pero entre una cosa y otra se me hizo difícil
tomarme el tiempo para sentarme como me gusta, con la
tranquilidad necesaria para escribir lo que tengo que escribir.
Parece mentira, pero aunque somos familia, y cercana, no
sé nada de vos, de tus cosas, con quién vivís (si es que vivís
con alguien), qué cosas te gustan, quiénes son tus amigos,
si seguís alguna novela de la televisión; en fin, así las cosas,
espero que todo esté bien por allá, que el frío no haya sido
tan duro como aquel invierno en que te visité, aunque según
vi en los noticieros les espera una temporada de nieve de esas
que hacen historia, y eso debe ponerte contenta.
Me imagino que, aunque lejos y ocupada, te habrás en-
terado de lo que pasó en el cumpleaños de tu tía Leonor; no
sé qué te habrá dicho tu padre (si es que te dijo algo), cuál
habrá sido su versión de los hechos, pero de todas maneras el
motivo de esta carta es aclarar algunos puntos en los que, estoy
seguro, mi hermano falta a la verdad. Mientras te escribo,
se cumple un mes de aquel festejo, y no puedo decir que la
bronca se me pasó; no señora, no se me pasó, y espero sepas
disculpar si encontrás algún exceso en el tono de esta carta,
pero me propuse escribirla toda de golpe, sin correcciones ni
54 Letras y sabores
algo que se elige, y entonces es poco lo que pueden opinar,
y los de afuera son de palo. En cambio los hermanos ni te
eligen ni te paren; a los hermanos les toca en gracia nacer y
compartir sin haber tomado ninguna decisión al respecto.
En nuestro caso, nacimos con un año de diferencia, en la
misma vivienda, con los mismos padres, la misma situación
económica; fuimos a los mismos colegios (vale decir que él
abandonó), compartimos habitación, juguetes, ropa, cama,
baño, secretos, mentiras, y hasta novias. Quién puede conocer
más a tu papá que yo, nadie; por eso es que lo veo y ya me
doy cuenta de todo; por eso ese día, apenas llegó, ya supe que
la cosa iba a terminar mal.
Leonor había acomodado las mesas como siempre: la de
los grandes con la cabecera vacía en homenaje a la abuela; la
de ustedes, y una chiquita para los nietos de Leonor, igual que
cuando ustedes eran chicos, si hasta usó la misma mesita de
plástico, los mismos platos y vasos, todo igual. Ahí tu papá ya
empezó con los problemas: que le molestaba la silla vacía de
la abuela, que está cansado del vitel toné, que el vino tinto no
se sirve frío, y así con todo. Yo no sé si será la plata lo que lo
cambió, porque no se entiende cómo ahora es tan sensible a
esas cosas, si nosotros nos criamos en patas, Cony, vos lo sabés:
si teníamos sed tomábamos agua de la zanja, vivíamos apila-
dos en un departamento mínimo, anduvimos siempre con lo
puesto; aunque él siempre fue un poco más frágil que yo, y de
ahí la debilidad de tu abuela con su hijo menor, porque pensá
que Leonor era la más grande, siempre prolija y ordenada; tu
papá César, el más chico, siempre enfermo o con mocos, y a
mí que me parta un rayo, ¿se entiende? La cosa es que, más
allá de que él se quejaba de todo, el almuerzo estuvo bien,
y como suele suceder cuando la que cocina es Leonor hubo
comida suficiente para un regimiento: rabas, sándwiches de
miga, vitel toné, milanesas con puré para los chicos, carne al
horno con papas, ensaladas varias, el famoso mondongo con
56 Letras y sabores
te debés acordar, sos la que más la disfrutó. Yo conté cómo
la hacíamos renegar cuando corríamos a las gallinas de Don
José, o cuando le tirábamos naranjazos al colectivo que pasaba
por la puerta de casa (más de una vez algún chofer le pidió
explicaciones a tu abuela mientras nosotros nos escondíamos
dentro del aparador); también le contamos de las meriendas en
el patio, con tostadas y mate cocido, del ruido de la máquina
de coser, y también cuando regábamos el jardín en las tardes
de calor; los triangulitos rellenos de dulce de membrillo, la
radio apoyada en una banqueta en medio del patio, los cara-
melos escondidos en el aparador; en fin, Cony, cosas que son
ciertas, que no molestan a nadie y que respetan la memoria de
tu abuela, mi mamá, y también la mamá de tu papá.
La verdad está sobre estimada, Cony, porque pasa que a
veces, y más en asuntos familiares, manejarse con la absoluta
verdad es innecesario, o torpe, o hasta cruel. César siempre se
sintió muy digno con eso de manejarse con la verdad, como
si eso lo elevara por sobre el resto de la gente. Una vez, vos
no habías nacido, con tu tía Norma fuimos a cenar a tu casa
(éramos muy de comer juntos con tus papás, qué linda época),
habíamos quedado en que nosotros llevábamos el postre, y
tu tía había preparado flan; no te digo que era el mejor del
mundo, ni comparar con el de tu abuela, pero se dejaba comer.
Me acuerdo que cenamos en el patio de atrás, te hablo de los
tiempos en que tu mamá era fanática de los helechos, cuando
los cuidaba y les ponía hormonas y los regaba todo el tiempo;
los tenía hermosos, pero parecía que comíamos en medio de
un bosque tropical. Esa vez venía todo bárbaro, la charla y la
comida de lo más bien; después de que levantaron los platos
de la cena tu tía sirvió el flan, y entonces tu papá dio la nota:
primero lo probó con desconfianza, después puso cara y apuró
un buche con agua, y al fin dejó el plato a un costado. Vos
sabés cómo era tu tía Norma, lo que le afectaban ese tipo de
cosas; por si no te acordás te cuento que era muy sensible, frágil
58 Letras y sabores
de esa forma, lo que me sacó de las casillas fue esa estupidez
que tiene César con ese tema de la verdad y la mentira. Yo casi
nunca soy así, pero uno tiene un monstruo adentro, primitivo
y feroz (vos también debés tener el tuyo) que en general está
quieto, tranquilo, pero atento a que alguno venga a joder y lo
despierte; bueno, tu papá lo hizo despertar, y bien enojado lo
puso cuando interrumpió una anécdota lindísima, Cony, uno
de esos relatos emotivos y llenos de imágenes del pasado, una
historia contada en blanco y negro; yo hablaba de la abuela
y el abuelo, cuando ellos tendrían la edad que tienen ustedes
ahora, y nosotros tres bien pichoncitos; cuando estaba por
llegar al final, al momento en que el abuelo nos perdonaba
y nos dejaba bajar del altillo, un momento único porque tu
abuelo no era de perdón fácil, tu papá se metió a interrumpir
con un recuerdo que no tenía nada que ver, mal contado, sin
chispa ni calidez; y además no te voy a decir que lo que él
decía no era cierto, pero estoy seguro de que, en el mejor de los
casos, él lo recordaba mal o por la mitad. Resulta que nosotros,
cuando teníamos alrededor de veinte años, compartíamos un
pantalón de vestir, que usaba una noche cada uno; ese viernes
me tocaba a mí (te hablo de la época en que recién me ponía
de novio con tu tía Norma) y lo había combinado con una
camisa que me encantaba. Cuando estaba a punto de salir, de
apurado y torpe, uno de los bolsillos de atrás se me enganchó
con no sé qué resorte del colchón de mi cama y no va que se
me abre el pantalón a la mitad; podría decirse que me quedé
en calzones. Cony, yo mismo ahora lo recuerdo y me hace
gracia, pero en ese momento me quería morir. Fin de la histo-
ria; es verdad que me hice mucha mala sangre, pero enseguida
cambié el pantalón por uno más viejo, llegué apenas tarde a
ver a tu tía y si mal no recuerdo esa noche fue la de nuestro
primer beso. Eso es todo, Cony. Lo que no entiendo es por
qué tu papá, que parecía haber tomado el rol de payaso que
a veces tanto le gusta, contó que yo me había puesto a llorar,
60 Letras y sabores
la barra, carismático y entrador, de pronto se encontró con
que su hermano le robaba parte del protagonismo. Una tarde
de enero se había llenado el comedor de casa, pasábamos
Patoruzú (mi favorita y la de muchos), a mí me tocaba leer y
a César pasar los cuadros. Veníamos bien, con un silencio de
concentración de esos que dan gusto, y entonces ahí, en lo
mejor de la historia, el desastre. Podrá decirse que fue un acci-
dente, una fatalidad, un imponderable, cosa del destino para
vaya uno a saber qué tipo de aprendizaje de una persona en la
vida, o quién te dice la simple voluntad de Dios; la cuestión
es que el muy infeliz tiró demasiado del rollo y el papel tocó
la vela. Ahí se terminó el sueño del cine para todos, y esto que
te cuento marca un antes y un después en mi infancia, en mi
vida, lo que podría llamarse el fin de la inocencia.
Mirá que pasaron los años, Cony, pero es recordarlo y
volver a sufrir. No me molestó tanto que se prendiera fuego
todo el aparato (que podía rearmar), ni que se quemara mi
historieta más querida, ni tampoco el enojo de mamá y la
penitencia; fue descubrirle el gesto, nena, esa mezcla de risa y
desprecio; esa frialdad, la mirada ajena, vidriosa, como la de un
extraño mientras los demás se burlaban y algunos escapaban
asustados del comedor. César me miraba sin emoción, Cony,
como si lo que dejaba de existir no fuera algo de los dos, o
peor: como si lo que se quemaba fuera sólo una caja de cartón
y unos rollos de papel. Te puedo asegurar que lo que se arruinó
aquella tarde no fue sólo eso, y ahí sí te reconozco que lloré,
sí señor, fue llanto y pataleo con todas las letras, impotencia,
decepción, promesas de venganza; después fui al cuarto y no
te miento si te digo que pasé más de una semana sin salir, y
más de un mes sin dirigirle la palabra a César.
Ahora te digo que en el cumpleaños de Leonor tu papá
me mostraba esa misma actitud desafiante, indiferente: por
más años que pasen hay cosas que no cambian. Ese cine lo
habíamos armado juntos, Cony, un poco construido y otro
62 Letras y sabores
No te robo más minutos, ya bastante te habré aburrido;
te repito que sos mi preferida y que en cualquier momento
(cuando el clima mejore) me voy a dar una vuelta por allá.
Te quiere:
Tu tío Luis.
66 Letras y sabores
compras, pero no importa, no porque esté acostumbrada a
improvisar, ya que su vida siempre dependió de la anticipa-
ción, sino porque frente a esa sartén, en la cocina de su propia
casa, Liliana no tiene miedo.
El inconfundible sonido del llamador de ángeles colgado
en la puerta de entrada indica que su marido ha llegado. Si
bien hoy mismo Liliana instaló el llamador, ya no cree en los
ángeles. De pequeña asistió a un convento del pueblo para
aprender a hacer dulces; allí, la hermana Clarisa intentó con-
vencerla de que los ángeles la acompañarían siempre y Liliana,
cuando la madre superiora calificó de dulce celestial la jalea de
higos de temporada que ella misma había recolectado para su
receta, creyó que era verdad, que un ángel rubio y delicado,
así lo imaginaba, le dictaría recetas para todos sus problemas.
Con la ayuda de su ángel enfrentó a su madre dos veces: como
resultado de la primera permaneció encerrada tres semanas, y
la segunda le costó una “caída” por las escaleras y abandonar
para siempre el convento de la hermana Clarisa.
Liliana sirve un trozo de pechuga con bastante salsa, y con
una servilleta húmeda limpia el borde del plato; gracias a los
concursos de cocina que cada tarde ve por televisión, sabe que
la decoración de los platos es tan importante como la propia
comida. Vio a muchos concursantes descalificados sólo por
no saber “emplatar”, según decían en los programas. Pero eso
a ella no puede pasarle, a su marido le gustan las comidas que
prepara y hace años que no ve a su madre; la última vez que
hablaron por teléfono Stella Maris fue muy clara, no vuelvas
a llamarme hasta que no seas capaz de hacer algo original, tus
recetas son de manual básico y cocinar es otra cosa. Al ver a
su marido disfrutar con cada bocado, Liliana sólo piensa en
preguntarle desde cuándo la engaña con su secretaria, pero lo
que dice es ¿sirvo un poco más o ya querés el postre?
Esa mañana, antes de saberlo todo, Liliana no pensaba
preparar pavo con salsa de crema de castañas, sino que iba
68 Letras y sabores
hace tiempo que terminé con su marido, tengo un hijo, sabe,
algunas deudas, usted me entiende… alguien tiene que pagar.
Al cortar, Liliana decidió no ir al mercado. Tomó el lla-
mador de ángeles, y mientras lo colgaba en la puerta pensó
en la hermana Clarisa, en la vez en que ella había seguido su
consejo de contarle al sacerdote lo que pasaba con Stella Maris,
pero él no había podido ayudarla: a veces, querida, le dijo,
pagan justos por pecadores, ella es tu madre y hay que saber
aceptar lo que Dios nos da. Liliana aquel día comprendió dos
cosas: que la hermana Clarisa era aún peor que su madre, y
que los justos pagaban por los pecadores, y no a veces, según
le había dicho el sacerdote, sino siempre, entones, ¿qué debía
hacer?, ¿convertirse en pecadora? Lo había intentado, pero no
estaba en su naturaleza, y sin embargo ahora, mientras retira
los platos de la mesa para servir el postre a su marido, piensa
que ya es tiempo de dejar de pagar.
El jueves, Liliana se despierta más temprano de lo habitual;
su marido todavía duerme. En silencio sale de la habitación
para ver en el living pequeños cuadros de luz anaranjada que,
desde la persiana metálica, se reflejan sobre el tronco grisáceo
del bonsái. Podría ser una mañana como cualquiera, pero al
subir la persiana el sol brilla en los cascabeles del llamador de
ángeles, cegadores destellos de furia que animan a Liliana a
comenzar el día con otros sabores: limón en vez de naranja,
hojas de menta en el queso crema y té de jengibre, porque
aunque lleve décadas de café, en realidad el café no le gusta.
Hace tiempo que no va al río. Cuando llegó a la ciudad iba
todos los domingos, pero al casarse cambió los paseos en el
puerto por interminables almuerzos en casa de sus suegros:
canelones, lasagna, ravioles; Liliana odia las pastas rellenas,
pero sin embargo nunca dice nada y a pesar de que el asado
es uno de sus platos favoritos no se atreve a preguntar por qué
su suegro no usa la gran parilla que le regalaron y que junta
telarañas en el jardín. Busca un jogging de colores alegres:
70 Letras y sabores
plástico, el nombre de lo que se convertiría en su ingrediente
original: Ficus nítida. Enseguida buscó las características por
internet: corteza grisácea y lisa, flores color amarillo pálido,
pequeños frutos color ocre y hojas venenosas por ingestión.
De pronto el bonsái, más bonito que nunca, ofrecía unas
carnosas hojas de color verde brillante, ¿podría hacer otro dulce
celestial? Llevó el árbol a la cocina, con un cuchillo pequeño
cortó los frutos en cuartos y trituró las hojas en la picadora,
mezcló todo en una cacerola con miel, limón y azúcar morena,
para luego dejarlo cocer a fuego lento; cuando comenzó a
espesar apagó la hornalla, y con ayuda de un electrodoméstico
de última generación, su minipimer ultrasilenciosa, consiguió
una mermelada suave y sin grumos. Pensó en llamar a su madre
para invitarla a desayunar, pero de seguro no la atendería y
además Stella Maris merecía un final peor.
Rocío, pie derecho extendido sobre la barandilla de metal
al borde del agua, dice que ya terminó de elongar, ¿por qué no
vamos a comer algo? Sólo desayuné un jugo, dice, y Liliana
la invita a su casa. La joven, tras dudar un instante, acepta,
vamos, dice, tenés pinta de hacer cosas ricas. El sonido del
llamador de ángeles les da la bienvenida, y Liliana sabe que su
marido no las molestará. Rocío se sienta en el salón mientras
Liliana prepara un té y sirve las tostadas con dulce. Rocío
prueba una, respira hondo, cierra los ojos, y con la boca llena
dice buenísimo, ¿de qué es este dulce? Liliana imagina que
Rocío, respiración entrecortada, manos primero en la garganta
y luego en el estómago, intenta ponerse de pie pero cae al
suelo boca abajo. También piensa en la cara de placer de su
nueva amiga al probar el dulce y se siente mejor que nunca. Ya
sé, dice ahora Roció mientras toma otra tostada, es de higos,
hace mucho que no probaba un dulce tan rico, ¿en qué estás
pensando, Liliana, por qué no hablás? Liliana sonríe, dice lo
preparé con una conserva que hace años traje de mi pueblo,
después te doy un frasco. Le gustaría ir a la habitación de su
72 Letras y sabores
Milhojas
Andrea Franco
74 Letras y sabores
mucho pedir para un momento así, le gustaría que yo me
encargara de escribir el obituario y algunas palabras para el
entierro, porque quién mejor que yo para escribir, quién sino
la escritora. Niego con la cabeza pero digo que sí. Y qué si no
puedo volver a escribir nunca más, Mirta—Marta—mamá-
deJuan. Si no puedo volver a escribir, qué.
76 Letras y sabores
mientras pregunta si estoy bien y si necesito algo. Pienso en
escribir. Pienso que escribir podría meterme en un trance de
salvación. Que podría, incluso, traerte de la muerte, explicar
las razones, justificarnos. El golpeteo se vuelve insistente y
escucho a la mamá de Juan decir que, en todo caso, ella se
ofrece voluntaria para leer cualquier cosa que yo haya escrito,
que yo haya decidido escribir. Toco entonces los bordes de un
papel doblado en dos—cuatro—cuatromil en las profundi-
dades de mi bolsillo. Cualquier cosa, Juan. Tu mamá quiere
ahora salvarme dispuesta a reponer, en una sola lectura, todas
mis historias que nunca leíste y todas mis tortas que nunca
probaste y todo el alimento balanceado que nunca comimos
y todo el aire que ocupaba el poco aire que me quedaba. Y
qué si no hay nada más para escribir. Y qué pasa si ese todo
sobra por siempre. Saco el papel y repaso uno por uno los
ingredientes para sólo después, silenciosa—suave—única,
deslizar la receta por debajo de la puerta.
80 Letras y sabores
baldosas, y tras resbalar un par de veces decido que lo mejor
será volver a la cocina y buscar una linterna.
Tras revisar alacenas, baños y vestuarios sin encontrar una
linterna ni nada parecido, cierro la heladera, apago el horno,
aguzo el oído y advierto que el ruido de las ratas ha termina-
do. Salgo a la calle, y reviso los cestos de basura, donde veo
sólo restos de comida, creo escuchar ruidos dentro del local
y regreso al salón donde, cuchillo en mano, aguarda Sergio,
que dice que no son horas para que una mujer ande sola.
Retrocedo, golpeo la espalda contra una estantería y caen unas
latas; Sergio dice que lo que pase en la cocina no tiene por
qué afectar a la pareja, que la comida del día no tuvo amor,
y que ya es tiempo de arreglarlo.
Mientras él pica cebollas, vierto la leche y una chaucha
de vainilla en una pequeña olla; dejo hervir a fuego medio, y
tras cinco minutos apago la cocina, tapo el recipiente y dejo
reposar la preparación; enciendo el horno y asisto a Sergio, que
ahora pica vegetales y busca una botella de vino, la descorcha
y sirve dos generosas copas. Brindamos por lo agradable del
momento, según sus palabras, y tras encender una hornalla
coloco en la sartén un poco de aceite, sal y vino blanco; rehogo
las cebollas y sello un trozo de carne; disponemos todo en una
fuente y la llevamos al horno a temperatura media.
Tras verter las yemas de huevo y azúcar en un bol, bato a
potencia máxima hasta que la preparación se espesa y consigue
un color amarillo claro; agrego leche colada sobre la mezcla
y luego crema, sin dejar nunca de batir.
Mientras Sergio apaga la hornalla donde se cocina la carne,
distribuyo la preparación de la crème brûleé en moldecitos
que pongo a baño María; luego debemos aguardar que se
cocine durante cuarenta minutos y dejar enfriar a temperatura
ambiente otros quince, tiempo que aprovechamos para comer
la carne con vegetales asados, acompañada por unos verdes,
más tomatitos cherry y semillas.
82 Letras y sabores
preparación al freezer y dice que deberé hacer lo posible para
terminar tanto la crème brûleé como la crema de chocolate
esta misma noche; dice y repite que no olvide espolvorear
todo con abundante chocolate del que se tomó el trabajo
de picar, y que luego de eso podré hacer lo que quiera, hasta
acostarme con los tres franceses a la vez; también dice que va
a observar desde la oficina, y que si damos un solo paso en
falso estaremos muertos.
Golpean la puerta, y al abrir veo que regresa sólo uno de
los alegres franceses, que asoma la cabeza y, tras agradecer la
invitación con una reverencia, dice Arnaud; digo Sandrine y
me sorprende con un beso, no, con dos besos, uno en cada
mejilla; lo invito a tomar asiento y me apuro a servir la crème
brûleé. Entonces recibo un mensaje de Sergio, que dice que
debo acompañar al francés y repite que debemos terminar
también la crema de chocolate. Acabamos la porción y,
mientras sirvo el segundo postre, el francés me toma por la
cintura y me besa en el cuello; estremecida, cierro los ojos
y lo aparto; luego degustamos la crema de chocolate, que el
francés juzga exquisita.
Recibo un segundo mensaje de Sergio con un sentido
agradecimiento por todo lo aprendido, por el camino es-
piritual, por lo bello, por tanto amor, y un último pedido:
que abandonemos cuanto antes el local. Tomo la mano de
Arnaud y salimos a la noche de Palermo; el francés intenta
abrazarme y le pido que por favor me deje sola; insiste, grito,
pateo, lo araño, y el infortunado galán corre hasta evaporarse
en la noche; ahora camino por Guatemala hasta Ravignani,
doblo con sentido a Paraguay, y cerca de la esquina recibo otro
mensaje que me acusa de haber olvidado poner la canela en la
crème brûleé, y el chocolate rallado en la crema de chocolate.
Sergio dice también que los postres están riquísimos, que ni
siquiera con veneno pudo ocultar el sabor, mejor dicho el
amor que le pongo a la comida.
86 Letras y sabores
brasilero y ya estoy en el último; frente al viento húmedo me
apoyo contra la mínima baranda que me separa de las vías y
la noche. Otro cuerpo descarga su peso y la baranda se mue-
ve hacia abajo, un poco, muy poco, pero igual me da vértigo,
imagino mi cara aplastada contra el piso en movimiento, mis
piernas disputadas por hambrientas onzas y anacondas, pero
no me muevo, las manos colgando a los lados, la base de las
costillas encastrada sobre el borde. Una voz dice: ¿Tanto
hambre tenés? Te vas a quedar sin dedo, y yo me doy cuenta
de que me estoy mordiendo el costado del dedo gordo lleno
de cicatrices. Dejo de hacerlo pero no te digo nada, si las
casualidades siempre marcaron nuestro ritmo por qué iba a
extrañarme que de pronto estuvieras aquí, tan lejos de todo.
Olés raro, como el canario muerto que encontramos entre la
basura del vecino también muerto el día en que sus parientes
vinieron a llevarse las cosas inorgánicas del departamento
junto al nuestro, nuestro por sólo dos meses pero nuestro al
fin. Me pregunto si M se habrá comido el sándwich entero o
si me habrá guardado la mitad; también me pregunto cuán-
to tiempo podría alimentarme de pellejos, como el axolotl
que hace no mucho le regalaron a la hermana de mi amiga C
por el día de la secretaria, C decía que le perturbaba su pre-
sencia de minúsculo anfibio caníbal, su cuerpecito viscoso y
transparente, su apariencia de feto celestial; el axolotl vivía
en el cuarto de su hermana, dentro de una pecera con guarda
de Boca Juniors y plásticos flotantes con formas de algas y
grutas y barcos pirata azules y amarillos; cuando su hermana
se iba a trabajar dejaba la puerta entreabierta y a C, cada vez
que atravesaba el pasillo, le estremecía el reflejo del agua en
la pared, la sombra alargada casi líquida del nuevo habitante;
el axolotl comía carne, en lo posible cruda, en lo posible
marina, y si no se le daba comía lo que se le pareciera y tu-
viera cerca, es decir sus propias manitos con dedos humanos,
sus piernitas pegajosas, quizás, incluso, sus ojitos semillas de
88 Letras y sabores
de indignación, y hablamos también, quizás, de cómo mane-
jé mil quinientos kilómetros implacablemente calma, bajé en
la 9 de julio y a pocas cuadras de mi casa estacioné en doble
fila para llorar un poco y luego discutí con un trapito que
quiso cobrarme los casi quince minutos de lágrimas, y al final,
al final del último vagón, tambaleamos hacia los lados y
nuestras versiones coinciden como sólo podrían hacerlo en
plena noche sobre un tren en movimiento. Enciendo un ci-
garrillo y me digo lo que hace meses le dije a C en la terraza
de aquel bar en Buenos Aires, en la esquina de su casa, justo
antes de que se largara la tormenta del año que nos arruinó
el peinado: todos necesitamos una historia de amor. Creo que
duermo, creo que caigo y entonces despierto. Desde mi
asiento invertido veo una vaca desnutrida hacerse más y más
pequeña. Acumular paisajes me gusta más que mirar hacia
adelante sólo para perder de vista todo y tan rápido. Intento
encontrar algún sentido en el sonido de las voces de los demás
pasajeros, el balbuceo de úes y oes del portugués, el tambaleo,
el polvo, el pelo que crece, el tren un poco más al Sur, el
viejo de atrás que ahora sí habla un idioma que entiendo y
narra, con mi acento, la muerte de una mujer, la suya, a la
que encontraron muerta en la cama compartida durante
cincuenta años la única noche en que él no estuvo ahí, porque
viajó a Córdoba para llevar unos vidrios blindados, le cayó la
noche y la mujer se acostó sola, ella nunca tuvo sueño pro-
fundo y por eso supieron que estaba muerta, mi señora no
tiene sueño profundo, y habla de ella así, en presente, repite
que fue la única noche, lo aclara, lo acentúa, lo cree y yo
también le creo, es su absoluto poético, su historia esencial,
mi señora, dice, y por eso, cuando la vieron así, ensimismada
al lado izquierdo de la cama, como siempre pero distinta,
entendieron que algo estaba mal, habíamos hablado unos
minutos antes, me dijo viejo no salgas a la ruta tan tarde que
después no puedo dormir, vení mañana, para qué vas a venir
90 Letras y sabores
Sortilegio
Martín Seri
92 Letras y sabores
sólo para hacer fácil la explicación, que hablamos de una ca-
jera que alcanzó los treinta años y aún es soltera, una no muy
obsesionada con su trabajo aunque tan observadora como para
no dejar pasar detalle; esa cajera, si se lo propone y examina
un número suficiente de compras, puede saber si su cliente es
casado o soltero, si tiene hijos o no, si se deja influenciar por
su mujer y es pollerudo o si es más astuto de lo que aparenta y
la engaña, si maltrata a su familia, si hace mucho que no está
en pareja, si es sociable o solitario, si es limpio y ordenado,
si el trabajo invade su vida y le quita horas de sueño, si tiene
muchos amigos, si es obsesivo y lleva trabajo a casa, si no le
alcanza el tiempo, si está conforme con la vida que lleva, si no
le alcanza el dinero, si sufre la imposición de lo que lo rodea,
si le revienta la circunstancia, si está llamado a ser exitoso y
no le alcanza el destino que le tocó en suerte para la vida que
podría llevar... Una buena cajera, soltera, de treinta años, con
sólo ver una compra (una compra de quince productos como
máximo) puede saber todo eso de sus clientes. O al menos yo
puedo decir que lo sé.
En realidad, creo que cualquier persona puede saber lo
que sea acerca de otra con sólo ponerse, por así decirlo, en
sus zapatos. También creo que cualquier cosa, no sólo una
compra en el supermercado, es suficiente para reconstruir por
completo la experiencia del otro: la ropa que lleva, sus fotos
de viajes, la decoración de su casa, los libros en el estante
más alto, algún objeto extraviado en la calle... Hay una idea
filosófica, religiosa, mística si se quiere, que sostiene que la
semilla está programada para ser árbol, que todo el Universo
está hecho sólo de átomos, que en las más pequeñas cosas se
encuentra el germen de la totalidad. También detrás de una
simple compra hay una persona, y el que sepa ver los detalles
será capaz de entenderla.
Ahora, la cuestión es qué tan lejos se puede llegar en esa
lectura, esa es la cuestión. Insisto con llamarla “lectura”, sí,
94 Letras y sabores
del espíritu… Por eso creo que en las manos sí puede leerse
el pasado, el presente y el futuro.
Pero yo, aunque veo muchas manos, no las leo; yo leo
productos, como este escáner de mierda que necesita que las
cosas pasen veinte veces para dar un solo precio. Y así como
sucede con el escáner, hay productos que puedo leer con ma-
yor facilidad que otros. Por ejemplo, la viejita que pasó recién
llevaba sólo productos de limpieza, ¿qué carajo puedo saber
de su vida con una lavandina y un jabón neutro? Pero con la
comida es distinto. Al final la comida te define, es como dicen
en el reality show que se llama “Eres lo que comes, cerdo”.
Esta mujer tan apurada sí lleva comida: una leche en polvo
para lactantes de uno a tres meses, fácil adivinar que tiene un
bebé; un frasco de miel de las más caras, presumo que para
endulzar un chupete; y un bombón de licor, de esos que sólo
compran las viejas… Es clarísimo por su ropa de oficina que
trabaja todo el día y deja su hijo al cuidado de la madre (no
puedo decir por qué, pero estoy segura de que el hijo es varón).
No tiene tiempo para atender a los hijos pero se resiste a
dejarlos en una guardería… Aunque pensar eso no está bien,
quizás soy injusta. Quizás debería ponerme en su lugar. Sor-
ti—legio. Con esta mujer sí puedo hacer la prueba. Quince
productos, todos comestibles, qué mejor oportunidad para
ir más allá de lo que las compras dicen del ahora y leer el fu-
turo. Veo que no tiene bolsa y le ofrezco una, pero no la lleva
¿adónde pensará poner todas esas cosas? Hay gente miserable
que prefiere que se le caigan las cosas de las manos antes de
pagar unos centavos por una bolsa plástica. Está apurada y
quiere que yo también me apure, tiene poco tiempo. Lo siento
mucho, yo tengo todo el día para estar acá. ¿Cómo? ¿Que
el cartel dice “caja rápida”? Se equivocaron, señora, está mal
señalizado, en esta caja el tiempo no corre, abandonad toda
esperanza… El tipo de las cervezas y los pepinitos para la
picada me mira desde atrás con una sonrisa. ¿Habré hablado
96 Letras y sabores
El tipo de la cerveza y los pepinitos no lleva nada en las
manos, ¿por qué pasa por acá si no tiene nada que pagar? Pero
no, al final pide que le alcance el único producto que tuvo que
dejar cuando pasó la primera vez: una bolsa de verdulería con
una raíz de mandioca. Recién lo vi cuchichear algo con un
pibe en la fila, seguro se quejaba. Mire, señor, no es mi culpa,
yo hago mi trabajo, son quince productos máximo. El tipo
sonríe, me sonrió todo el tiempo, y para pagar la mandioca,
me da un billete de cien, ¿buscará pelea? Por las dudas no dis-
cuto por el cambio. Antes de irse saca del bolsillo otro billete
de cien y se lo da al chico. ¿Le dio cien pesos o me pareció a
mí? ¿Qué hizo? ¿Qué pretende este degenerado con ese pibe?
Vuelvo a la mujer de la bolsa. Sorti—legio. Y entonces,
como en las revelaciones de los santos, como un rayo en medio
de la nada, comprendo el sentido final de lo que acabo de ver:
no ya que la mujer fuera ansiosa y un poco miserable, que es
un hecho de “primera lectura”; tampoco que quisiera a su hijo
y a su madre pero no pudiera dedicarles tiempo; no, nada de
eso, entiendo lo que yo misma quise decir con que ella “huía
de algo” y “no tenía tiempo”: entiendo que esta mujer se va
a morir pronto. Sale a la calle, con la llave del locker donde
guardó sus cosas, pero no alcanza a cruzar del otro lado. No
la veo, pero tampoco soy tonta: oigo una frenada y entiendo
lo que pasó. Desde mi caja se puede ver hacia afuera, no sé
dónde está ella pero veo que la gente se detiene, se agolpa,
corre, grita. El hombre de seguridad sale a dar una mano. Me
pregunto si el que lee el futuro será capaz de cambiarlo, me
pregunto si las cosas habrían sido distintas si yo le hubiese
regalado una bolsa a la mujer.
Cuántas pavadas… Todo esto no tiene sentido. Yo estoy
aquí, hago mi trabajo, cumplo con mi deber laboral. Como
si nada, le cobro a un nuevo cliente. Veo que se aleja el tipo
de la mandioca y los pepinitos, y me doy cuenta de que no
lo entendí, de que a él sí que no pude leerlo. Es lógico, lo de
98 Letras y sabores
Soy un tipo normal, como cualquier otro, pero tengo un
don, una habilidad, un superpoder si se quiere: un finísimo
sentido del olfato. Con él puedo hacer lo que los demás no
pueden, como reconocer a otros superhéroes, porque ellos
no huelen como el resto de la gente. Si alguien puede leer el
pensamiento o adivinar el futuro, por ejemplo, huele como
olía mi abuela debajo de esa mezcla de aromas artificiales a
lavanda y naftalina. También puedo oler el miedo, los nervios,
la duda, el enamoramiento...
La gente cree que tener un superpoder es bueno, pero
casi nunca lo es: uno debe mantenerlo en secreto para que
no lo tomen por loco, y la mayor parte de las veces no se
le puede sacar provecho. Por el contrario, los superpoderes
ocasionan perjuicios. Por ejemplo, mi abuela llegó a predecir
cuándo moriría mi abuelo, y como ella estaba segura de que
no soportaría su muerte, se dejó morir un día antes sólo para
evitarse el dolor de sobrevivirlo. El superpoder casi siempre
es una espantosa destreza: en mi caso, puedo oler cuando la
muerte se aproxima a alguien. La muerte tiene un olor rancio,
y eso me previene.
He intentado alejar la muerte cuando supe que ronda, pero
ella nunca se va con las manos vacías. Quiero decir: a veces
uno evita una muerte, pero de inmediato ocurre otra; por eso
trato de no intervenir. Pero esta vez es distinto, la cajera huele a
muerte y es hermosa, tiene bonitos ojos… Además, tiene un su-
perpoder, ella sí podría entenderme. Quiero decir: entenderme
sin necesidad de leer mi mente (que evidentemente es lo que
hace) de superhéroe a superhéroe, como una mujer cualquiera
a un hombre cualquiera. Y como esta vez es distinto, pienso
distraer a la muerte. No importa que yo sepa que la muerte
no se distrae, que nunca se va con las manos vacías. Que se
lleve a quien quiera, pero no a ella. A ella la quiero para mí.
Para distraer a la muerte, primero tengo que distraer a
Ojos Bonitos. No es fácil, pero yo sé cómo. La habilidad
1. Sushizu: aderezo para el arroz del sushi que se hace con una mezcla de
azúcar, sal, vinagre de arroz, sake y mirin.
2. Wasabi: especie de rábano típico de Japón.
3. Tobiko: término japonés para designar la hueva de pez volador usada
en la elaboración de ciertos tipos de sushi.
4. Kanpyo: virutas secas de un tipo de calabaza. Es un ingrediente de un
estilo tradicional de la gastronomía de Japón.
5. Yuzu: especie de limón con una corteza más ancha similar a la man-
darina pero de color amarillo.
6. Nori: envolturas vegetales empleadas para hacer los rollitos, que se
obtienen de un tipo de alga comestible típica de Japón.
7. Miso: pasta aromatizante fermentada, hecha con semillas de soja y/o
cereales y sal marina.
8. Sake: es una palabra japonesa que significa “bebida alcohólica”, sin
embargo en los países occidentales se refiere a un tipo de bebida alcohólica
japonesa preparada de una infusión hecha a partir del arroz, y conocida
en Japón como nihonshu.
Una hora.
No responde.
Media hora
Y no respondo.
Llevo en la sangre
el coraje de un pueblo.
Mi piel huele a tierra
porque la tierra
es la piel de los Uoh.
Esta noche seremos sacrificio,
el alimento del Universo.