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Índice
Índice 20 39

Sinopsis 21 40

PARTE UNO 22 41

EL CORREO 23 42
ELECTRÓNICO 24 43
1
25 44
2 PARTE DOS 49
3 EL CORREO 45
4 ELECTRÓNICO 46
5 26
47
6 27 48
7 28 49
8 29 50
9 30
51
10 31
52
11 32 53
12 33 54
13 34 55
14 PARTE TRES
56
15 EL CORREO
57
ELECTRÓNICO
16 58
17 35
Tarryn Fisher
18 36

37
19
38
Sinopsis
Yara Phillips es una musa errante.
Sale con hombres que la necesitan, pero siempre pasa a algo nuevo,
nunca permaneciendo en un lugar por mucho tiempo.
David Lisey necesita una musa.
Un talentoso músico carente de inspiración lírica. Cuando la ve por
primera vez, sabe que ha encontrado lo que estaba buscando.
Yara cree que puede darle a David exactamente lo que necesita para
alcanzar su máximo potencial: Un corazón roto.
La religión de David es el amor.
La religión de Yara es la angustia.
Ninguno está dispuesto a rendirse, pero la religión siempre requiere
sacrificio.
Para Serena,
Con mucho amor.
PARTE UNO
EL CORREO ELECTRÓNICO
Querida Yara,
La banda estará en Londres el 12 de noviembre. ¿Quieres que
nos veamos?
David

Muy informal. Tan indiferente. Uno pensaría que solo éramos


conocidos, que una vez tomamos un par de cervezas juntos en lugar de
tatuarnos el amor en nuestra piel y recitarnos los votos matrimoniales. Leo
el correo electrónico de nuevo y analizo la mierda que escribió. ¿Cómo no
puedo hacerlo? Cuento las palabras: dieciséis. La puntuación: cuatro. Su
nombre, mi nombre. Solían ir juntos. Un giro despreocupado y casual en
la frase: quieres que nos veamos. Al final, solo hay tanto psicoanálisis que
puedes hacer con un correo electrónico de dieciséis palabras. Sigo con mi
vida, sintiéndome bastante patética. Pero no antes de devolverle el correo
electrónico. Y está bien, claro, no sigo con mi vida. Estoy atascada. ¿Qué
implica seguir adelante con la vida? ¿Olvidar? ¿Perdonar? ¿Ser feliz?
Además, sé de qué quiere hablar. Sé por qué viene.

Hola David,
Sí, suena muy bien. Avísame en dónde y cuándo sería.
Yara

Mi correo electrónico tiene tres palabras menos.


Soy tan mezquina.
1
LA ASTILLA
La primera vez que lo vi, tenía una astilla en mi dedo. Estaba
limpiando el bar y había una muesca en la madera. Mi pulgar resultó estar
en el lugar equivocado en el momento equivocado. Grité y llevé mi dedo a
mi cara para evaluar el daño. Una astilla considerablemente grande marrón
oscuro estaba enterrada en la almohadilla de mi pulgar. Se podía ver desde
fuera y sentir desde el interior.
—Déjame verlo —dijo él, deslizándose en un taburete y
tendiéndome la mano. Era algo que un miembro de la familia haría, o tal
vez incluso un amigo.
—¿Ver qué? —pregunté, mirando alrededor. Sabía exactamente lo
que él estaba pidiendo ver, pero no iba a dejar que un hombre extraño me
tocara. ¿De dónde había salido? Ni siquiera sabía que ya estábamos
abiertos.
Era la mañana después del Día de Acción de Gracias y estaba
extrañamente tranquilo en la ciudad, todo el mundo se había ido durante el
fin de semana largo. Tal vez era amigo de alguien, el gerente o uno de los
cocineros. Él movió sus dedos impacientemente hacia mí y me adelanté
para colocar mi mano en la suya. No sé por qué lo hice. Pero, era temprano
y tenía resaca. Estaba sosegada por el día libre y sintiéndome menos hostil
que de costumbre. Él llevó mi mano a la luz y asintió. Me recordó a un
cirujano mirando una radiografía.
—Dame esa cinta adhesiva —dijo.
Miré alrededor. ¿Qué cinta adhesiva? Esto era un restaurante, no
una ferretería. Pero ahí estaba; un rollo de cinta adhesiva detrás de mí,
metida en un armario de vino. No la había notado antes. Lo miré de nuevo,
con las cejas levantadas.
—¿Quieres la astilla o no? —preguntó, inclinando la cabeza hacia
un lado. Tomé la cinta y se la pasé, más curiosa que necesitada de ayuda.
Utilizó una navaja para cortar una tira del rollo, una de esas cosas rojas
Swiss Army, y luego extendió la tira justo sobre la astilla y la presionó
hasta que me estremecí.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté.
—Silencio. —Tenía los labios llenos, fruncidos para silenciarme.
De repente alzó la vista; y sus ojos eran suaves, verdes.
Un cálido vuelco en mi vientre me hizo saber que estaba interesada.
No. Nop. Empujé esa sensación a un lado.
—Coraje —dijo, con una pequeña sonrisa.
Arrancó la cinta e hice un ruido vergonzoso a pesar del hecho de
que no dolió. Tan pronto como soltó mi mano, la alcé hasta mi cara. La
astilla había desaparecido, el pequeño trozo estaba pegado a la cinta. Genio
puro.
—Oye, MacGyver —dije, estudiando mi dedo—. ¿Puedo comprarte
una cerveza? —pregunté—. Por salvarme la vida. —Era una oferta
generosa. Si comprabas cerveza a los hombres, pensaban que querías
follártelos.
Pero, el chico, el chico astilla, ya estaba de pie y recogiendo su
chaqueta para irse. Tenía un aspecto que había venido familiarizando con
Seattle: ojos honestos, un gorro, camisa a cuadros. Personalmente, me
gustaba un poco más de estructura en cuanto a los hombres, tal vez en la
forma de un traje de negocios. Pero, cuanto más mirabas al tipo, más
atractivo se volvía. Dejé de mirar.
—Tengo que estar en un lugar —dijo, mirando su reloj—. Tal vez
en otro momento.
Lo miré, confundida. ¿Por qué entrar en un bar si tenías otro lugar
en donde estar? Se había llevado la cinta adhesiva y mi astilla con él. Las
puertas se abrieron una vez más y una pareja entró justo cuando él salía.
No tuve tiempo de pensar en ello mucho más, el turno del almuerzo estaba
empezando.
2
CIUDADES
Estoy enamorada de las ciudades. Todas ellas. Cada una tenía su
propio encanto, una especie única que dan más gracia al mundo, pero todas
tenían una cosa en común: energía. El movimiento frenético de los autos,
los autobuses, y la gente a medida que evitan colisiones. La comida de la
calle, grasienta y envuelta en papel, vendida en camiones y carretillas
oxidadas y freidoras de metal que sisean y emiten vapor en medio de la
acera. Todo el mundo tenía un lugar en donde estar, y todo ocurría a paso
rápido. Chaquetas, botas de lluvia, teléfonos celulares, el rocío del agua
mientras chocaba con un neumático. Era hermoso en toda su ira distraída
e impaciente. La gente venía a las ciudades para prosperar. Se enganchaban
al flujo constante e intentaban vivir sus mejores vidas. A veces funcionaba
y a veces no. Para mí, siempre había funcionado, pero mis expectativas
eran bajas.
Mi ciudad actual: Seattle. Crucé la Cuarta en un parque, todos
moviéndonos juntos como peces en una corriente. Algunos de nosotros
teníamos nuestros auriculares puestos, algunos miraban hacia abajo en sus
teléfonos, o zapatos, o arrepentimientos. Yo estaba enfocada, con los ojos
adelante, los dientes apretados. Tenía que volver a trabajar temprano.
Todavía llevaba los restos del delineador de la noche anterior, una línea
negra y escueta que solía alzarse en las esquinas agraciadamente. Miraba
hacia abajo en mi dedo. No podías decir que había habido alguna astilla
debajo de mi piel. ¿Cuántos minutos había durado nuestro intercambio?
¿Cinco… diez? Sin embargo, esta era la cuarta vez que pensaba en él desde
que había entrado en el bar ayer.
Solo fue todo tan extraño, me dije. Por eso estaba pensando en ello.
¿Y quién no estaría pensando en un desconocido que apareció de la nada y
usó cinta adhesiva para sacar una astilla de su dedo? Estaba tan distraída
que avancé a la calle delante de un auto. El conductor presionó los frenos
con fuerza y levanté una mano en disculpa.
A diferencia de Nueva York, en Seattle, era raro que los autos
sonaran sus bocinas. Los reservados y educados liberales maniobraban sus
autos cortésmente por el tráfico, con sus Starbucks puestos en portavasos
juntos a ellos. El conductor, un hombre a mediados de los treinta años,
asintió como diciendo que todos cometemos errores, y esperó a que
despejara el camino.
El aire olía húmedo y musgoso. Compré una bolsa de Cheetos y un
periódico de la tienda en la esquina, mi ritual de la mañana. Pagué con un
billete de diez y el empleado dejó tres dólares y treinta centavos en mi
mano. En mi camino adelante entregué mi cambio a la mujer sin hogar que
se encontraba fuera de la tienda. Dejaba en sus manos los seis días a la
semana mis tres dólares y treinta centavos, una consistencia que sentía que
ambas necesitábamos. Ella levantó los ojos y asintió, y mi corazón se
hinchó. Era la única a la que ella miraba, y este simple gesto me hacía
inexplicablemente feliz. Para todos los demás, sus ojos lucían abatidos,
pegados a la acera. Desdoblé el periódico mientras caminaba, los
encabezados sombríos. La gente en el trabajo se burlaba de mí por mi
obsesión con el periódico. Simplemente míralo en tu teléfono como el resto
de nosotros, decían. Pero, me gustaba el olor del papel y las manchas
negras que la tinta dejaba en mis dedos. Para alguien que se mudaba cada
seis meses, había algo gratificante en hacer lo mismo todos los días.
Creando tu propio ritual. Además, la tecnología no podía reemplazar esto.
Abrí la puerta de El Jane y todo parecía normal y correcto. El punto en mi
dedo donde la astilla había perforado mi piel palpitaba ligeramente.
3
VIDA DE BAR
Abrí mis Cheetos y la combiné con la bolsa de ayer, que también
estaba abierta y apoyada junto a los grifos de cerveza. Me metía en
problemas todo el tiempo por dejar bolsas abiertas de Cheetos alrededor
del restaurante.
—Cucarachas —decían los gerentes.
Pero, necesitaban ser ventilados la cantidad justa de tiempo para
conseguir volverse rancios, que es la única manera que los comía. Además,
era invierno. No había cucarachas. Me metí uno en la boca.
—¿Están lo suficientemente viejos? —preguntó uno de los
camareros mientras entraban al bar y veían la bolsa. Me encogí de
hombros. No lo estaban. Una buena bolsa de Cheetos necesitaba dejarse
abierta durante una semana antes de que estuvieran correctamente rancios,
pero igual los comí.
Después de mi desayuno con Cheetos, preparé el bar. Durante la
última semana, había estado pasando la transición del turno de la cena al
turno del almuerzo y todo se sentía mal. Mi trabajo cada noche era cerrar
el bar de modo que estuviera listo para Dean el barman de día, pero Dean
había aceptado un puesto de gerencia en El Jane, un buen sueldo y seguro,
me dijo con orgullo, y ahora me necesitaban algunas mañanas en la semana
hasta que entrenaran a alguien nuevo. La promoción de Dean había
interrumpido mis patrones de sueño durante el día y me obligaba a ir a la
cama a una hora regular como una persona normal. No me gustaba la forma
en que eso me hacía sentir: ser normal. Estaba resentida y descansada.
Vacié los contenedores de limones y limas seccionados y llené los
envases de hielo. Se sentía como si estuviera haciendo todo al revés (por
la noche llenaba los contenedores y vaciaba los contenedores de hielo).
Cada pocos minutos Dean me enviaba un mensaje de aviso de algo que
necesitaba hacer. Apagué el teléfono para detenerlo. El gerente de la
mañana, Nate, me deseaba. Siempre estaba dando vueltas, haciendo
preguntas sobre mi vida fuera del bar. Me observó arrojar el hielo dentro
de la papelera metálica, con el codo apoyado en el otro extremo de la barra,
haciendo comentarios sobre el juego de fútbol en la televisión como si me
importara. Tenía un punto calvo y olía a colonia barata y cebolla. No lo
culpaba por las cebollas, oler a grasa y cebollas era lo habitual en un trabajo
de restaurante. Lo culpaba por ser un imbécil y siempre mirar mis tetas.
Lo ignoré hasta que llegaron los primeros clientes, y luego tuve que
pedirle pasar una tarjeta. Observó mis labios mientras deslizaba la tarjeta
por el lector.
—¿Te gusta tu nuevo puesto, Yara?
—¿Como barman de la mañana? —pregunté—. Se siente
exactamente lo mismo que ser barman nocturno, excepto que los clientes
son felices y habladores. Me gustan más cuando han estado trabajando todo
el día y son miserables y callados.
—Claro, claro —dijo—. Necesitarás un poco de tiempo para
acostumbrarte a todo —dijo Nate, pronunciando con su acento
característico la palabra todo—. Tienes un poco de naranja en la cara —
dijo, señalando mi mejilla. Me lo quité sin darle las gracias.
El Jane era bien conocido por sus cócteles para el desayuno, de
modo que no había modo de evitar a los clientes matutinos. Una pareja
entró a los pocos minutos después que abrimos, de mediana edad y ojos
vidriosos. Sus rostros lucían hinchados como si hubieran estado bebiendo
mucho la noche anterior. Pidieron huevos, tostadas y dos Bloody Mary
picantes, y luego me contaron sobre el hijo que tenían en la Universidad de
Washington. Un guapo muchacho, tan inteligente, un futuro presidente, me
aseguraron. Su carrera: ciencia política. Cuando la mujer me dijo que era
el capitán de su equipo de debate en la escuela secundaria quise arrancarme
los ojos con un mondadientes. Una vez me follé a un capitán del equipo de
debate, su nombre era cursi: Colby… o Jack… o… ¡Rodoric! ¡Ese era!
Pero no le dije eso.
¿Qué hacía una chica tan bonita como yo trabajando en un bar?,
querían saber. Esta era la parte difícil, esquivar sus preguntas como si no
me molestara cuando en realidad lo hacían. ¿Quería una buena propina?
¿No quería quejas de los clientes por correo electrónico a las empresas?
No, solo quería sobrevivir este día, este mes, este año. Deberías modelar,
dijo ella. Su marido asintió en acuerdo. Sonreí como tonta y me excusé
para buscar su comida en la cocina. No era un rostro. Estaba cansada de
ser llamada “bonita”. Estaba cansada de que la gente vea mi potencial.
Podía ser quienquiera que quisiera ser, y por ahora, eso era ser un barman.
La belleza era engañosa de la misma manera que las tarjetas de crédito.
Parecían que eran gratis, pero había un interés alto con poco retorno en
ello. Solté un suspiro de alivio cuando se fueron, pero pronto una pareja
diferente tomó sus asientos. Luego otra, y otra, hasta que todo se difuminó.
La gente matutina era esperanzada y tenía ansias de hablar, sus días aún no
se iban a la mierda.
4
EL JANE
El Jane me recordaba a mi hogar. Las mesas y sillas eran de un
brillante conjunto blanco elegante dispuestas sobre suelos de hormigón
gris. Cada una albergando una pequeña suculencia en una olla gris, que la
jefa de las camareras, Lora, cuidaba con mucho mimo. Unos clientes una
vez intentaron salir con una de ellas y Lora los persiguió por la calle
gritando en búlgaro hasta que, con timidez, la devolvieron. Nadie se metía
con las suculencias de Lora. El bar era moderno e impresionante. Una señal
neón de color rosa que decía: ¿Eres el creador o el creado?, iluminaba una
amplia pared blanca. “Muy europeo”, oía decir a los clientes cuando
examinaban el espacio. Europa: ¡rosa, blanco y neón!, pensaría, sonriendo
para mis adentros.
Era desafiante al típico restaurante/bar en Seattle, que viraban hacia
una apariencia grunge chic. Suponía que Kurt Cobain todavía tenía sus
dedos en todo, incluso desde la tumba. Mi hogar estaba en Londres, una
ciudad inigualable en todos los sentidos. Pero, todavía estaba buscando,
vagando por toda América hasta que quemara mi equipaje emocional. Aún
no estaba lista para volver.
Estaba llevando una bandeja de recipientes, que había sacado del
lavavajillas, cuando lo vi. Estaba casi escondido al otro extremo del bar, el
lugar que llamamos la tierra de nadie. Sus codos descansaban justo al lado
del contenedor de cerezas de marrasquino y aceitunas que usaba para
decorar las bebidas. Suspiré porque parecía un hablador. Y entonces lo
reconocí. ¡El chico astilla! Me sentí cohibida y deseé haberme puesto una
capa de delineador de ojos nueva esta mañana. Dibujar unas nuevas líneas
más elegantes.
—¡Chico astilla! —le dije.
—Oh, auch. He tenido mejores apodos. —Me sonrió. Parecía
somnoliento, como si acabara de salir de la cama o no la hubiera visto en
un buen rato.
—Huiste muy rápido el otro día —dije—. Apenas tuve tiempo de
agradecerte.
—Tenía… una cosa.
—¿Una cosa? —repetí, con una media sonrisa en mis labios. Era
gracioso cuando los hombres describían sus flirteos como una cosa.
Moví una fuente de saleros recién llenos a un lugar diferente en la
barra para hacer sitio para la bandeja de recipientes, y le di una mirada de
soslayo.
—Eres curiosa —dijo.
Me encogí de hombros como si no lo fuera y comencé a poner los
recipientes en las mesas.
—De acuerdo —dijo, a la defensiva—. Tenía una cosa con esta
chica. Pero, no voy a verla más. Se acabó. —Dijo “más” con una gran
cantidad de alivio. Terminé de acomodar los saleros y sacudí mis manos,
observando su rostro.
—¿Por qué acabó? ¿Qué hizo que no fue de tu agrado?
No vaciló en responder, lo que me sorprendió dado que acababa de
llamarme curiosa.
—Ella pensó que íbamos más en serio de lo que éramos. Le dije al
principio que no estaba buscando una relación.
—De acuerdo —dije—. ¿Cuántos meses atrás empezaron?
—Seis. —Se encogió de hombros.
—Así que estás viendo a esta chica por medio año, follándotela
supongo… —Él asintió—. ¿Y ella finalmente pregunta qué está pasando
con los dos?
—Sí —responde y asiente—, pero eso ya estaba establecido desde
el primer día. Solo nos estábamos divirtiendo.
Suspiré.
—En primer lugar, eres un idiota —dije.
Abrió la boca para discutir, pero levanté la mano para frenarlo.
—Es perfectamente normal después de ver a alguien
consistentemente durante seis meses preguntarse a dónde va la relación.
—Pero, al principio…
—No —dije—. Eso fue al comienzo. No es un robot. Es un ser
humano con sentimientos.
—Está bien, está bien. —Él levantó sus manos—. Soy un idiota. No
debí haber dejado pasar tanto tiempo sin tener una discusión.
Asentí, con ambas manos en las caderas.
—Dios, necesito una copa después de eso. ¿Qué whisky tienes?
Él se pasó una mano por la cara y yo enlisté nuestra selección.
—Supongo que es un poco temprano para el whisky —dijo—. ¿Qué
tal una cerveza?
Señalé la fila de cerveza detrás del bar. Él se mordió el labio
mientras las estudiaba.
—¿Puedes decir cada uno de sus nombres? —preguntó.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Me gusta escucharte hablar. —Él sonrió—. Solo intento
mantenerte hablando.
—Hay números que puedes llamar para ese tipo de fetiche —le
informé.
—Uno novecientos chicas, chicas, chicas —dijo. Los dos nos
reímos. Obviamente, habíamos visto demasiados anuncios nocturnos.
—Pues entonces probemos tu mejor cerveza rubia —dijo. Su voz
era profunda y sus labios se fruncieron alrededor de la letra “p”, como si
tuviera buen sabor.
—No eres una persona mañanera —dijo, pensativo—. Eso puede
ser un problema. —Tantas “p”, me quedé mirándolo.
—¿Un problema? —pregunté.
—Sí —respondió—. Soy una persona mañanera. Entonces, ¿cómo
funcionará?
Dejé el vaso que tenía y me sequé las manos. No estaba sonriendo,
lo comprobé dos veces.
—No estoy siguiéndote. —Mi sonrisa fue forzada; ambos lo
sabíamos. Me moví hacia el grifo, lo volteé hacia adelante. La cerveza
espumó y luego se volvió de color ámbar profundo. Deslicé su cerveza por
la barra hasta que chocó su mano. Un suave recordatorio para cerrar la
jodida boca.
—Nuestra relación —dijo—. Nuestro matrimonio. No eres una
persona mañanera. ¿Quién hará mi desayuno?
Eché un vistazo alrededor para ver si había alguien más cerca
escuchando esto, pero solo estábamos los dos. Otra vez. El tipo era un
lunático. Dejé que un lunático me quite una astilla con cinta adhesiva.
También estaba completamente serio ahora.
Apoyé los codos en la barra, ajustando mi cara para que así pareciera
más divertida que enfurecida y me incliné hacia delante.
—¿Estás borracho? —pregunté. Esperaba que lo estuviera porque
entonces podría perdonarlo.
Él abrió los ojos de par en par y sacudió la cabeza como si yo fuera
la que dijera algo absurdo.
—¿Estás tomando medicación?
Esta vez frunció los labios.
—¿Para qué?
—Estás loco.
—No —dijo con firmeza—. Estoy cuerdo. —Levantó la mano y
golpeteó su sien. Llevaba guantes sin dedos.
Asentí.
—De acuerdo —dije lentamente—. Solo eres el tipo de hombre que
quiere a una mujer alrededor para que le haga el desayuno. Pero solo por
seis meses, y no puede ser demasiado serio.
Me alejé, levantando los codos de la barra y dándole la espalda para
examinar las botellas de licor que necesitaba reponer. Ya tenía suficiente
de este chico, suficiente con todos los chicos. Simplemente podías pedir
un consolador directo a tu buzón. Los hombres necesitaban saber lo
horrible que era esa situación para ellos.
—Mis días de idiota han terminado —dijo—. Solo he estado
enamorado por unos minutos, no estoy seguro de cómo manejarlo.
Además, rompí con Elizabeth por ti.
Me giré para mirarlo.
—Amigo —dije, y había practicado decirlo como los americanos—
. Estás profundamente enamorado de ti mismo. También estás bebiendo
cerveza a las once de la mañana. —Empujé un menú entre sus manos,
durante lo cual nunca apartó sus ojos de mi cara—. No te haré el desayuno.
Jamás. Pero, Jerry nuestro cocinero lo hará. Está un poco enojado hoy, pero
sus huevos son la mierda.
—Me gustan revueltos —dijo—. Tú me gustas. Tomaré tres de los
huevos revueltos de Jerry y a un lado de la tostada.
Puse los ojos en blanco.
—Te gusto —dijo—. Solo un poco. —Él sostuvo sus dedos en alto
y pellizcó el aire para demostrarme cuán poco.
Sacudí la cabeza y él hizo su pellizco más pequeño. Me encogí de
hombros.
—Lo acepto. Soy un hombre enamorado y me aferro a lo que sea.
—Tenía una excelente cara de póker. Estaba casi convencida. Me sentí un
poco triste por las chicas que se habían enamorado del bromista;
especialmente Elizabeth: los ojos sinceros y los labios emocionales.
¿Cuántos corazones había jodido más allá de la reparación?
Me ocupé con la computadora, introduciendo su orden. Podía sentir
sus ojos en mi espalda, el calor sexual de alguien preguntándose a cómo
sabe tu piel.
—Oye —dijo cuando le llevé su desayuno y le conseguí otra
cerveza—. ¿Ese es tu periódico? —preguntó, levantando la barbilla hacia
donde el periódico se encontraba detrás de mí—. ¿Te importa?
—Solo míralo en tu teléfono —dije, con una pequeña sonrisa.
—Nah —dijo—. Los teléfonos son una mierda, prefiero el periódico
cualquier día.
Le entregué mi periódico sin mirarlo. No quería que él supiera que
realmente me gustaba.
—También los Cheetos —dijo.
No dije nada cuando dejé mi bolsa a medias delante de él. Me guiñó
un ojo y puse los ojos en blanco.
—Blandengue —dije.
Su boca ya estaba llena.
—¿Los Cheetos o yo?
—Ambos.
Y luego tuvimos un turno de almuerzo bastante movido. Solo lo vi
una vez más para dejar su cuenta. No dejó su número como había esperado,
y nunca pregunté su nombre. Era el chico del gorro que quería casarse
conmigo.
5
LA TERCERA ES LA VENCIDA
Regresó unos días después. Yo estaba trabajando en el turno de la
cena, y mi cabello había visto días mejores. Él llevaba el estuche de una
guitarra, que apoyó contra la pared antes de tomar un asiento en la barra.
Mientras caminaba hacia él, sonrió, y supe que el estuche de la guitarra
estaba planeado. Llevar una guitarra alrededor era casi tan sexy como
llevar un bebé. Llevaba una chaqueta de cuero sobre una camiseta rosa, sus
jeans rasgados en las rodillas. Sin gorro esta vez. Miré su cabello e intenté
no sonreír. Tenía un firme peinado lateral en castaño claro.
—¿Quién eres hoy? —le pregunté—. Pareces uno de esos punks de
California.
—¡Oye, bueno! —dijo, quitándose la chaqueta—. Estoy usando
Docs, no Vans. —Levantó un pie para mostrarme—. Nunca he surfeado
—añadió—. Y LA apesta.
No podía estar más de acuerdo. Había durado en Los Ángeles
durante un mes antes de mudarme a Miami.
—Una vez fui a una cita con un surfista profesional —comenté—.
Dijo que la única manera de sentirte realmente vivo era en las olas.
—La gente me hace sentir vivo —dijo—. Lamiendo la sal del
cuerpo de una mujer en la playa. Esa es la manera de saber si realmente
estás vivo. —Tenía una menta en la boca, la había mantenido inmóvil hasta
ahora, y mientras sus ojos se estrechaban, la movió por el frente de su boca,
lo que hizo que sus labios se movieran de la manera más sensual posible.
Alejé mis ojos de su boca y miré los grifos de cerveza.
—¿Cerveza rubia? —pregunté.
Tenía otras cuatro mesas. Miré alrededor del lugar para ver si todos
parecían felices. Una mesa de mujeres de veintitantos años se reía cerca de
la ventana, sus bufandas rosas y sus abrigos metálicos cubrían los respaldos
de sus asientos, con sus dulces bebidas frutales a sus codos. Por el
momento se habían olvidado de ser libres de gluten y no las odiaba por eso.
—No —dijo él—. Eso es lo que bebo para el desayuno. Jack y Coca-
Cola.
Su cabello todavía estaba húmedo por la ducha, y olía a colonia.
Había descubierto en mi primer mes de vida en América que todos los
hombres aquí llevaban una de tres colonias: Acqua Di Gio, Armani Code
y Light Blue. Él no llevaba ninguna de esas. Olía a madera como pino y
tierra fresca.
—Oh, mírate —dije—. Volviéndote más genial a cada minuto.
Él sonrió y robó una cereza de la bandeja. Lo vi ponerla en su boca,
sacando el tallo de la fruta y poniéndolo en la barra.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó.
—¿Habías planeado nuestra vida juntos la última vez que viniste y
ni siquiera sabías mi nombre?
Era una persona muy tranquila, sus movimientos relajados. Lo había
notado la primera vez pero ahora aún más. Solo una parte de él se movía a
la vez; ahora mismo era su boca cuando una esquina se alzó en una sonrisa.
—Me gusta hacer las cosas lentamente —dijo—. Y fuera de orden.
Dejé su bebida encima de la barra. Estaba intentando no pensar
demasiado. Estaba jugando conmigo.
—Me gusta tu corte de cabello llamativo —le dije—. ¿Cómo se
llama? ¿El tarado?
Él rio.
—Esta es ya la relación más abusiva en la que he estado y todo
hecho con acento, cosa que de alguna manera me hace disfrutarlo.
—Y solo estoy empezando. —Me alejé antes de que él pudiera decir
algo más, la mesa de las chicas lentejuelas me estaba llamando.
Durante las dos horas siguientes, me esforcé por ignorarlo, solo
parando una vez para tomar su pedido de comida y rellenar su bebida. Yo
era una persona reactiva; necesitaba cierta química para sacarme de mi
caparazón. No me gustaba que él lo estuviera haciendo. Estaba aquí para
tomar un descanso de todo eso. Una ruptura completa con los hombres,
especialmente con los artistas. Principalmente los artistas. Lo ignoré, pero
él no me ignoró. Cada vez que me daba la vuelta, él me observaba, con una
expresión casi pensativa en su rostro. Sus ojos, de color verde musgo, eran
utilizados como armas. Eran ojos honestos, y por eso confiabas en él,
mientras te desnudaba con ellos.
—Yara —dije. Esperaba distraerlo, hacerle dejar de mirarme así.
—¿A qué hora te vas, Yara? —preguntó.
Estaba apilando platos en una bandeja para así poder llevarlos a la
cocina. Me lamí los labios, sin querer responder a la pregunta.
—¿De dónde eres? —pregunté.
Sus labios subieron y bajaron como encogiéndose de hombros.
—Aquí y allá. He estado viviendo en la ciudad por cerca de un año.
¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Un par de meses —le dije.
—¿Viniste directamente desde el Reino Unido?
Sacudí la cabeza y una sección entera de mi cabello escapó del clip
que lo sujetaba. Cayó sobre mi hombro y sus ojos se abrieron mucho más.
—No. He estado viajando por ahí. Chicago, LA, Miami, Nueva
Orleans, Nueva York y ahora Seattle.
—¿Tratando de encontrar un lugar que te guste? —Él tomó un sorbo
de su bebida. Parecía distraído.
¿No sería eso algo relevante? Encontrar un lugar que me guste.
Sacudí la cabeza.
—No. Solo estoy experimentando. Ya tengo un lugar que me gusta.
¿Cuál es tu nombre? —Eso era cruzar un límite, pedir a un hombre su
nombre. Después tenías que usarlo, pensar en él.
—David —dijo.
—David —repetí—. Ese es todo un nombre bonito y sólido. ¿Y tu
apellido?
—Mi apellido —imitó. Su sonrisa llegó luego, unos segundos
después de sus palabras. Se extendió lentamente y cálida—. Es Lisey.
—David Lisey —dije, asintiendo—. ¿Eres músico? —Asentí hacia
el estuche de su guitarra.
—Lo soy. ¿Cómo supiste? —bromeó.
—No lo sé —respondí—. Tal vez es tu corte de idiota.
—No soy idiota —dijo—. Soy un romántico sin corazón.
—¿Cuál es la diferencia?
Pensó en ello.
—Creo en las cosas. Pero no sin pruebas.
Puse los ojos en blanco. Me hizo sentir juvenil poner mis ojos en
blanco, pero allí estaba. Los hombres siempre sacaban lo mejor de mí.
—Te follas a las chicas sin conocerlas y esperando enamorarte.
—Sí —dijo—. ¿Es esa la manera incorrecta de hacerlo?
—No lo sé, preguntémosle a Elizabeth.
—Auch —dijo.
Fruncí los labios, reorganizando mi cabello en mi clip. ¿Parecía
decepcionado?
—¿Estás en una banda? —pregunté.
Limpié el mostrador mientras hablaba: círculo, círculo, círculo. Él
tenía dedos largos con callos en las puntas. No podías verlos, pero cuando
tomó su bebida, nuestros dedos se rozaron. Supuse que se sentirían ásperos
si corrían a lo largo de tu piel.
—Sí. Canto. También toco, pero sobre todo canto.
—Cántenme algo ahora —le dije.
Ni siquiera vaciló. Su boca se abrió y allí mismo en el bar, rodeado
por una docena de personas, cantó el estribillo de “When a Man Loves a
Woman”. Su voz era ronca y profunda; una voz íntima. Las chicas con las
chaquetas metálicas se dieron la vuelta en sus asientos para observarlo.
Sentí su voz. Movió algo en mí. Pero, no iba a hacer eso de nuevo. Ya lo
había hecho.
No tuve tiempo de responder. Las puertas del restaurante se abrieron
y un grupo entró en el bar con un escándalo. Lamentablemente me dirigí a
recibirlos, dejando a David Lisey en su taburete mirando fijamente detrás
de mí, con una lenta sonrisa melosa extendiéndose por su cara.
No. No más artistas.
Tuvimos otra noche movida después de eso y por un tiempo, me
olvidé de David Lisey que se quedó arraigado a su taburete de la barra
bebiendo el Jack y Coca-Cola que le serví. Él me observó, y a veces miraba
la televisión, que mostraba los puntos culminantes de un juego de los
Seahawks. Y mientras él observaba, supe que no estaba enteramente en el
bar, que estaba en algún sitio en su propia cabeza. De vez en cuando lo veía
sacar su teléfono para enviar un mensaje, y ahí es cuando yo lo veía. Una
de las camareras, una chica llamada Nya, se acercó a hablar con él. Se
conocían, no bien, pero había familiaridad. Por el rabillo del ojo, vi cómo
su mano se desvió por el brazo de él, una y otra vez. Estaba riéndose con
esa risita de zorra que las chicas usan cuando quieren follarte. La anfitriona
fue a buscarla. Sus mesas la buscaban. Me dirigí entonces de regreso para
comprobar a David Lisey. Tal vez también quería saber lo que Nya estaba
diciendo.
—Mi banda tocará en El Cocodrilo mañana, Yara. Deberías venir.
—¿Nya también va? —Al momento en que las palabras salieron de
mi boca, me arrepentí. Ahora sabía que había estado observando.
Las cejas de David se fruncieron a medida que inclinaba la cabeza
hacia un lado en exageración fingida.
—No te tomé por la clase de chica celosa, pero me gusta.
—¡Ja! —dije, y luego otro—: Ja. —Entonces llevé mi bandeja de
platos sucios a la cocina, donde dejé que mi cara ardiera de vergüenza.
—Oye Yara, espera —me llamó Nya. Estaba esperando en la fila
para que un cocinero le entregara algo. Un plato se deslizó por la ventana
y ella se volvió y gritó—: Escucha. —Me quedé entre la puerta de la cocina
y el resto del restaurante esperando para escuchar lo que ella tenía que
decir—. Ese tipo del bar… David Lisey.
—¿Sí? —dije demasiado rápido.
—¿Vas a por él?
—No. ¿Por qué?
Cambió la bandeja de comida de un hombro a otro.
—Porque yo sí —dijo antes de alejarse.
Qué bonito de su parte comprobar. Cuando volví a la barra, David
estaba sentado en su taburete mirando a una pareja en una mesa cerca de
la ventana.
—Espeluznante —dije.
—Shh —me hizo callar—. Estoy escribiendo una canción.
Le preparé otro trago y observé la parte posterior de su cabeza. Y
entonces de repente se volvió y dijo:
—¿Y qué dices? ¿Vendrás?
—Pensé que estabas escribiendo una canción.
—Crees que eres buena cambiando de tema, pero no lo eres —dijo.
Tomó un sorbo de su bebida—. Lo preparaste más fuerte.
—Crees que eres bueno fingiendo ir tras de mí, pero tú vas por ti
mismo —le dije.
Se encogió de hombros.
—¿No lo hacemos todos?
—Quizás la próxima vez.
Me ocupé aderezando las guarniciones con Saran Wrap y
poniéndolos en la nevera. El bar se había vaciado en la última hora,
escupiendo al último de mis clientes en la lluvia helada donde se
precipitaban por la acera. Tuve el deseo de correr con ellos, desaparecer en
la niebla. David era el último que quedaba. Le eché un vistazo a medida
que contaba mi caja. Estaba menos ebrio de lo que esperaba, sonriéndome
y engullendo lo que quedaba de su bebida, con los ojos brillantes y alertas
bajo las luces de la barra. Intenté convencerme que no me gustaba. Tal vez
estaba sola. ¿Estoy sola? Me consideraba una solitaria, perfectamente
contenta con vagar por la vida como una observadora en lugar de un
participante. Tenía una amiga aquí, solo una. Su nombre era Ann y vivía
en el apartamento debajo del mío.
Me pregunté si iba a hacer las cosas más incómodas, quedándose
hasta que cerráramos, pero de pronto se puso de pie y deslizó los brazos
por las mangas de su chaqueta.
—Hasta mañana —dijo—. Empezamos a las diez. Te voy a cantar
un poco más.
—¿A cuántas chicas has dicho eso? —grité tras él. Pero él se había
ido, y mi gerente estaba de pie en la puerta mirándome divertido.
6
IMPLACABLE
Implacable. Hay algo en un hombre implacable. No puedes
ignorarlo. Si insisten lo suficiente, al final te agotan. Las mujeres buscaban
eso, interés persistente. Un inversionista. Éramos, en nosotros en sí, todo
un universo. Sentíamos demasiado, hablábamos demasiado, queríamos
demasiado: lo antisimple.
—No has ido a mi presentación, Yara. —David, en el bar otra vez.
Lo miré mientras servía una cerveza. Estaba desaliñado hoy, su
firme peinado lateral no lucía tan firme, y tenía medias lunas oscuras bajo
sus ojos. Ahora venía dos veces por semana, a veces por la mañana, a veces
por la noche. A cualquier hora del día que viniera, sus ojos nunca me
abandonaban.
—No —dije, simplemente.
—¿Por qué no?
Miré alrededor del bar. ¿Tenía tiempo para contestar eso? Tenía
cuatro mesas.
—¿Por qué quieres que vaya? —pregunté. Lo vi reflexionar un
momento a medida que rodaba su copa entre las palmas de sus manos.
—Así puedo impresionarte.
—¿Por qué quieres impresionarme?
Un hombre en una mesa cercana estaba mirando alrededor,
buscando a su camarera. Lo tomé como un chico de kétchup. Quería más.
—Estoy obsesionado contigo. Estoy fascinado por el hecho de que
estoy obsesionado contigo. Esto nunca antes me ha ocurrido.
Sonreí. No le creía, por supuesto, pero era divertido escucharlo.
—Yara, ¿puedes explicarme esto? —Sonaba angustiado.
—Puedo —dije—. Más o menos. Pero tengo que conseguirle
kétchup a ese tipo de allá. —Lo señalé con un gesto de la cabeza y él se
volvió para mirar.
—De acuerdo —dijo—. Apúrate.
Lo hice. Me apuré. Fui a la cocina y recogí una salsa de kétchup de
la nevera, la puse sobre la mesa y sonreí, no a él, a David, que quería saber
por qué lo hacía sentir de la forma en que lo hacía. David esperó en la barra
detrás de mí, y lo sentí esperando. ¿Por qué estaba jugando este juego? Dije
que ya no iba a hacerlo. Cuando volví, él me miró expectante.
—¿Qué? —le pregunté—. ¿Por qué me miras así?
—Dime —respondió. Suspiré.
—Mira, nunca me he llamado de este modo, así que no te rías —le
advertí—. Pero he salido con muchos artistas. Probablemente
exclusivamente artistas —admití, algo avergonzada—. Parece que me
necesitan por un tiempo… para encender algo, una chispa. En realidad no
lo sé. Pero me han llamado musa. —Mi cara estaba caliente, un rubor de
vergüenza. No sabía por qué le estaba contando nada de esto, lo agonizaría
más tarde—. Es simple para mí y complejo para ellos.
—¿Qué quieres decir? —me preguntó.
Miré alrededor del bar a mis mesas. Nadie me necesitaba, así que
continué.
—Son… diferentes cuando me voy y yo soy igual.
Lo consideró por un momento y luego asintió.
—Puedo ver eso. Realmente puedo. Y no estoy diciendo eso porque
estoy borracho. —Él levantó su copa en celebración y tomó un sorbo—.
Necesito una musa.
Me reí.
—No estoy bromeando. Ya no puedo escribir. Me siento estancado.
Y luego por casualidad, estaba caminando por ahí y te vi por la ventana.
—Se giró en su taburete y señaló un lugar en la acera—. Estaba
componiendo mi discurso, el que iba a dar a Elizabeth. Era puro bla, bla,
bla, no soy la clase de hombre de los que se comprometen, y luego te vi y
quise casarme contigo ahí mismo.
—Eres un mentiroso —le dije.
David levantó la mano y cruzó su corazón.
—Saqué una astilla y todo cambió. Empecé a escribir. Estoy al
borde de algo y necesito tu ayuda.
—Una coincidencia —dije.
—No.
—Sí.
—Sé mi musa.
—Tendrías que enamorarte de mí. ¿Has estado enamorado?
Casi respondió. Casi. Su boca estaba posicionada alrededor de las
palabras. Pero entonces una pareja entró por las puertas y se sentó en el
otro extremo del bar. Lo miré con tristeza y me alejé.
—Vuelve a casa —le grité—. Estás ebrio.
Cuando terminé de tomar su orden, el taburete de David Lisey
estaba vacío. Sonreí mientras limpiaba lo que quedaba de sus platos de la
cena, apilándolos en mi brazo. Había dejado un trozo de papel debajo de
su plato, su número garabateado en él. Para Yara, decía. Mi musa.
Lo tiré a la basura. No. Nop. No va a suceder, Lisey. Con su corte
de cabello idiota o no. Brazos esculpidos o no. Con su cantarina voz mágica
o no. Los hombres con los que había estado habían estado inundados en su
necesidad de mí. Querían, esperaban y me agotaban hasta que no había
nada más que hacer. Era totalmente unilateral, pero ninguno de ellos pensó
alguna vez en eso. Eso era lo que pasaba con los artistas, a menudo no
pensaban en ti. Su energía tenía un enfoque estrecho, un foco en su arte…
sus inseguridades… la injusticia del mundo. Había intentado salir con un
banquero, un ingeniero, un botánico, pero habían estado adictos a sus
carreras de una manera diferente, y los encontré carentes de la pasión
desenfrenada a la que estaba acostumbrada.
David no regresó por dos semanas. Pensé que todo estaba claro.
Había venido a Seattle para concentrarme en mí misma, abrazar la soledad,
y había hecho precisamente eso. Ya era casi la hora de irse a casa.
—Yara.
Su voz me sobresaltó. La cerveza que estaba sirviendo se derramó
sobre mi mano, acumulándose en el desagüe. Miré por encima de mi
hombro y allí estaba él, con un gorro sobre su cabeza, su cara desaliñada,
sus ojos suaves, mirándome fijamente.
—Tú otra vez —dije.
Él rio. Y colocando una mano sobre su corazón, dijo:
—Espero que me lo digas todas las mañanas.
Odié sonreír. Que él pudiera convertir mis golpes en algo
entrañable.
—¿A qué hora sales?
—En diez minutos —respondí—. Pero no voy a ir a tu presentación
y no vamos a beber nada.
—Está bien —suspiró—. Entonces voy a tomar una copa aquí. —
Se deslizó en su taburete en la barra de costumbre y dobló sus manos sobre
el mostrador, todo recatado. Parecía que se estaba preparando para una
reunión.
—Eres tan ridículo —dije.
—Enamorado —me corrigió con una sonrisa.
—Claro —me encogí de hombros—. Es tarde, así que no estoy
segura si se supone que debo conseguirte una cerveza o Jack y Coca-Cola.
—Cerveza. Yara… hablemos. —Palmeó su mano sobre la barra
como si acabara de tener la mejor idea del mundo.
—No puedo. Estoy trabajando.
Miró alrededor del bar.
—Está vacío. —Era cierto. Había llegado en el tiempo intermedio:
la hora tranquila entre el almuerzo y la cena.
—¿Qué quieres?
Se enderezó y se aclaró la garganta. Casi me reí, pero estaba
demasiado cansada.
—Una musa.
—Quieres una nueva amiga para follar, no una musa.
Una sonrisa comemierda se extendió a través de su jodido rostro
hermoso. Atrapado.
—¿Y si quiero ambas cosas?
Sacudí la cabeza.
—No funciona de esa manera.
—¿Por qué no?
—Porque no.
—Pero ¿qué tendrías que perder?
Dejé la botella de ron que estaba sosteniendo y me detuve frente a
él, con las manos en las caderas.
—Nada. Tú perderías. Pero, no soy una persona cruel, David. No
quiero lastimar a nadie.
—No vas a hacerme daño, Yara. —Dijo mi nombre de la misma
manera que yo había dicho el suyo: molesto… condescendiente. Le fruncí
el ceño. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo. La testosterona, la falta
de precaución… el muy intranquilo hombre insistente.
—Bueno, déjame entender esto —dije, mirando alrededor—.
¿Quieres que haga que te enamores de mí y me das permiso para irme y
romperte el corazón?
Él asintió.
—Pero no crees que me iría de verdad, Lisey. Crees que puedes
cambiarme, pero no es así como funciona.
Se encogió de hombros.
—Vamos a ver cómo se desarrolla. Solo ven a nuestra presentación.
Veamos lo que piensas. Tal vez puedes ayudarme, tal vez no puedes. No
sé cómo decides estas cosas.
—No lo hago —contesté—. Mis relaciones con los hombres con los
que he estado ocurrieron orgánicamente. No voy por ahí poniendo
anuncios en craigslist, por el amor de Dios. Lo que me estás pidiendo que
haga es escenificar una relación para que te sientas inspirado.
—Ya siento algo por ti, así que no sería escenificado.
—¿Qué hay de mí? —pregunté, alzando las cejas—. ¿Se supone que
debo forzar los sentimientos?
Él rio por su nariz, sus labios fruncidos en una sonrisa conocedora.
—Yara, tenemos química. Puedes intentar negarlo todo lo que
quieras, pero hombre, está ahí. Prácticamente puedo sentirte
desvistiéndome cada vez que estoy aquí.
No estaba demasiado lejos del punto, así que no le dije que se fuera
a la mierda, pero le di una mirada asesina antes de ir a esconderme en la
cocina.
—Jódete, David Lisey —dije en voz baja.
7
El COCODRILO
Maldije mientras salía a la calle de mi edificio. Hacía un frío de
mierda. Mi Uber estaba esperando junto a la acera, el conductor mirando
alrededor con ansiedad. Comparé la matrícula en mi teléfono con el Prius
blanco y me acerqué. Estaba lloviendo, la tierra salpicada con parches de
hielo. No era raro que hiciera tanto frío; decían que era el invierno más frío
en veinte años. Probablemente era mi culpa, dijo Ann. Yo era la Reina del
Hielo.
Caminé alrededor de los puntos resbaladizos y resoplé el aire frío
en mis pulmones. Estaba molesta conmigo misma por hacer esto, pero no
lo suficiente como para regresar a casa. Una vez que ponía mi mente en
algo me apegaba a ello. Una lealista determinada, incluso cuando eso
golpeaba mi orgullo.
—Al Cocodrilo —le dije al conductor, deslizándome en el asiento
trasero. Ya lo sabía porque, hola, no era un jodido taxista, era un Uber y
sabían mierdas como esas. Solo necesitaba decirlo en voz alta. Estás
haciendo algo fuera de la norma, Yara. Persiguiendo a un chico. No.
Encontrándome con un chico que me lo pidió amablemente.
—¿Ah, sí? —dijo el conductor—. Es un bonito lugar. —Se rio, y yo
asentí.
Hubo un tiroteo solo hace unas semanas. Se volvía un poco rudo a
veces, pero sobre todo era un lugar divertido. Ir a un lugar grunge para
escuchar música en vivo no era inusual para mí. Ir porque un chico me
pidió que fuera sí lo era.
—Qué le vaya bien —me dijo mientras nos deteníamos.
Asentí solemnemente. En realidad no le importaba… era solo algo
que decir.
Estaba envuelta en una chaqueta de cuero desgastada y me
estremecí al dejar el calor del Prius. Caminé hacia la puerta, esquivando a
una chica que ya vomitaba en la acera. Eran solo las diez. Sus amigas
esperaban contra el edificio, frunciendo el ceño.
—Te sentirás mejor después de que vomites —dijo una de ellas.
—Así se hace, nena —dijo otro.
Quise decirles que le dieran algo de comer a su estómago y que
nunca volvieran a usar la palabra vomitar. Ella siguió vomitando
demasiado fuerte, demasiado rápido, pero yo seguí caminando. No era
asunto mío. Aprenderían eventualmente.
¿Por qué estás aquí? Me pregunté de nuevo. Ni siquiera me gustó
la canción que cantó, sobre todo cuando Michael Bolton le hizo una
versión. Era porque me gustaba David. Tenía esa chispa que buscaba en la
gente. Y porque me pidió que viniera. Se arriesgaba, coqueteaba con
mujeres volátiles, cantaba para ellas. No era solo un chico, había algo más.
A los seres humanos les gustaba investigar las cosas, y eso era lo que estaba
haciendo.
Ann fue la que me dijo que viniera. Y cuando le pedí que venga
conmigo, se había reído y había dicho:
—No, nop. Se necesitaría más que el Cocodrilo para sacarme de este
apartamento.
Así que vine a esta mierda grunge sola, abandonada por mi única
amiga que tenía un gusto de mierda en cuanto a música de todos modos.
Su idea de un buen rato era una maratón de Housewives of New Jersey en
su pijama de franela.
Le mostré al gorila en la entrada mi identificación y entré. Todo el
mundo sabía que un buen bar, un bar muy querido, olía a desesperación.
Pero, El Cocodrilo era un tipo diferente de bar. Nirvana, Pearl Jam, Cheap
Trick, y R.E.M. habían tocado allí en su apogeo. Para mí, El Cocodrilo olía
como un tiempo realmente bueno, talento puro en auge. Salí de la pasarela
principal y avancé hacia la barra donde pedí un whisky de mierda y soda.
Ya había una banda en el escenario, los fuertes acordes de una guitarra
eléctrica rasgaba a través de los altavoces. Bebí un sorbo tras otro, y
balanceé mi cabeza a ritmo de la música terrible.
Cuando una chica ebria me pisó el pie con sus tacones de aguja,
cojeé hasta un lugar cerca de la pared. Las mujeres ebrias en tacones eran
armas peligrosas de la destrucción de los pies. Esto era vida, apestar a
humo, resacas, drogas ocasionales y sexo imprudente. No quería que
siempre fuera así, pero así era ahora mismo.
—¿Sabes cuál es la banda siguiente? —le pregunté a la chica que
estaba a mi lado. Su rímel estaba embarrado y había un brillo de sudor
cubriendo su rostro a medida que rebotaba de arriba abajo.
—La banda de David Lisey —dijo—. Son increíbles.
—¿Cómo se llaman? —grité por encima de la música.
Ella se inclinó cerca de mí y gritó:
—Lazarus Come Forth —luego señaló un cartel en la pared. No lo
había notado antes: David y otros dos chicos, todos vestidos de negro.
Asentí a sabiendas.
—Por supuesto, sí —dije, aunque ella no me oyó.
Estaba desconcertada por el hecho de que ella supiera quién era él.
Me había apropiado mentalmente de él. Era el chico que me arrancó una
astilla de un dedo con cinta adhesiva y me cantó una canción. También
tenía pestañas muy largas. Era mi chico y no me gustaba que ella supiera
quién era. Por otro lado, el nombre de su banda me hizo poner los ojos en
blanco. Una bizarra referencia bíblica acerca de regresar de entre los
muertos. ¿Quiénes eran estos chicos? Tenían a los suburbios escritos sobre
todos ellos. De regreso de entre los muertos mi culo. Imaginé que les gustó
como sonaba eso; a los músicos les encantaban estar condenados. Los
apodé en mi mente Los Suburbios y fui al bar por otra bebida. Cuando
regresé, alguien había robado mi lugar en la pared y tuve que acercarme al
escenario. Desgraciadamente. Me quedé allí sosteniendo mi trago,
sacudiendo el hielo compulsivamente. Unos momentos después, David
subió al escenario, seguido por otros dos. Vestía todo de negro; nada
extravagante, solo una camiseta manga larga negra y pantalones negros
ajustados. Al igual que en los carteles.
Los Suburbios, pensé. Tenía las piernas largas y me di cuenta que
era un poco más alto de lo que recordaba. Tal vez un metro ochenta y siete
o un metro noventa. Imaginé su camiseta rosa y su chaqueta de cuero, la
ropa que llevaba en la vida real. Él miró alrededor de la audiencia como si
estuviera buscando a alguien. A mí, pensé.
Miré hacia su chaqueta para no tener que mirarlo a la cara. Me
acerqué más, solo lo suficiente para que él pudiera verme.
La chica con el rímel embarrado saltó de arriba abajo agitando su
mano libre en el aire. Se había arrastrado más cerca como yo. Ella estaba
tomando fotos de David, aunque se estaba moviendo demasiado para que
cualquiera de ellas saliera bien. Me encogí de hombros y volví mi atención
al escenario donde David estaba jugando con su guitarra.
UNO… DOS… TRES…
Comenzaron con algo rápido. Me esforcé por captar algunas de las
letras, pero el bajo se escuchaba muy alto. La ahumada voz de David
quedaba ahogada. Estaba decepcionada y también un poco ebria.
Debilucha, me dije, disgustada. Quise acercarme al escenario, pero no
quería que pensara que estaba tras él, a pesar de que así era.
Él estaba un poco tieso, si fuera honesta. Había coqueteado con
facilidad, un profesional, pero en el escenario era una copia de sí mismo.
Inseguro. Incliné la cabeza mientras lo observaba, medio fascinada y
medio decepcionada. Me encantaban las artes, todas ellas. Pero había un
denominador común en todo el arte desordenado y bueno: una salvaje
desinhibición. Había visto la enfermedad en algunos. Superaba sus
inhibiciones. David Lisey no estaba desinhibido, pero no creía que él lo
supiera. No creía del todo en lo que estaba cantando. Tocaron una canción
lenta. Se trataba de una chica que tenía y no tenía al mismo tiempo. Con su
voz ronca, y las mangas de su camisa empujadas hasta los codos, David
cantó con ambas manos agarrando el soporte del micrófono y me miró
directamente. Era la primera vez esa noche que sentía que estaba siendo
honesto.
Cuando su presentación terminó, David saltó del escenario y se
acercó a donde yo estaba de pie. Traté de no notar la forma en que
caminaba, el centro de gravedad en sus hombros. Cuadrados hacia atrás,
agraciados. El resto de él se movía, pero todo quedaba gobernado por lo
que los hombros decidían.
—Viniste —dijo.
—Claramente.
—¿Puedo invitarte un trago?
Sacudí la cabeza. Ya había tomado cuatro. Uno más y lo llevaría a
mi casa. Pensándolo bien…
—Debería irme —dije—. Tengo que abrir de nuevo mañana. —Era
una mentira.
—Quédate —dijo. No era tanto una petición como una orden.
Miré sus labios, su nariz, su boca (tan bien juntos) y me encogí de
hombros como si no importara.
—Seguro. Solo unos minutos.
¿Qué podía doler?
—No quiero que te vayas —dijo David, aunque ya había acordado
quedarme—. Me siento atraído a ti. Quiero estar cerca de ti.
Estaba en medio de una crisis existencial y él me estaba haciendo
su persona. ¿Cómo podía permitirse ser tan honesto? Era una chica fácil.
Me enamoré de él porque la mayoría de nosotros solo queremos ser
buscados.
—Está bien —dije—. Pero, ni un minuto después.
—Oye —dijo—. No me asustas. No somos iguales. Lo reconozco.
Pero no me asustas.
8
EL AUTO
No me quedé unos minutos más. Me quedé. David me acompañó
hasta la barra y me pidió un Hendrick’s y tónica, que tomé con gratitud. El
whisky barato había dejado un sabor rancio en mi boca. ¡Licor de estante
superior para la banda! La ginebra en cierto modo me volvió loca, pero
loca era mejor que aburrida, y me estaba sintiendo ligeramente salvaje.
Me quedé a ver la última mitad del espectáculo, todavía zumbando
de mi interacción con David. Había habido un momento en que pensé en
negarme, en apartar mi brazo de su agarre y marcharme a la puerta en un
acto de desafío femenino. Pero entonces nuestros ojos colisionaron y
ninguno de los dos miró hacia otro lado, nos quedamos allí y nos miramos
fijamente hasta que alguien dijo:
—Oye, David, te toca, colega.
Él me había mirado una vez más como si no estuviera seguro si
estaría aquí cuando volviera y desaparecía en la multitud. Estuve tentada a
no pensar, una adolescente. Quería saber cómo se veía sin su ropa, cuánta
lengua usaba cuando besaba. Las partes de mí que tocó se sentían
magulladas, tiernas. Sin embargo, había sido tan gentil.
—Bastante buenos, ¿eh? —preguntó el barman, apuntando la
barbilla hacia el escenario.
Me encogí de hombros. Sus antebrazos eran tan gruesos como mis
muslos y sus ojos decían que no le había importado ni mierda durante unos
diez años. También yo, amigo, también yo. Consideré el aro pequeño
colgando en el flojo lóbulo de su oreja izquierda y suspiré.
—Están bien —dije—. Necesitan ponerle más corazón.
Pero, él no me había oído, se había movido a otra persona,
probablemente para repetir la misma línea. Solo un truco barato de
barman, pensé. Me volví hacia la banda. La segunda mitad del espectáculo
estuvo decididamente mejor. O tal vez estaba más ebria. Ojalá no fuera así,
destrozándolo todo. Buscando los defectos. En cualquier caso, cuando
terminó, David me encontró bordeando hacia la puerta. Me pregunté si
saldría corriendo del escenario sabiendo que trataría de escapar. Ahora
llevaba su chaqueta de cuero sobre su conjunto negro. Tomó mi mano y yo
le dejé que me sacara de El Cocodrilo, y cuando nos adentramos en la
noche húmeda, el aire ardió a través de mis pulmones.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
Levantó la mano para despedirse de alguien por encima de mi
hombro.
—¿Importa?
No, supongo que no. A menos que fuera la ginebra que hablara. Si
él resultaba ser un lunático tenía una navaja en mi bolso.
—Si vas a asesinarme, no jodas mi cara —dije—. Quiero un ataúd
abierto en mi funeral.
—No hay trato —dijo—. Quiero tus hoyuelos como trofeo. —Me
reí, y me miró cálidamente y añadió—: Ahí están.
Nos dirigimos al norte, navegando por los charcos, él ligeramente a
la cabeza. Un grupo de chicas nos detuvo y pidió una foto con David. Sus
novios se quedaron a un lado indiferentes.
No le dije que no cuando él mantuvo abierta la puerta de su auto
para mí, y me di cuenta que ya eran dos veces en una noche que había sido
incapaz de decirlo. Una alarma se encendió en mi cabeza, pero la silencié.
Silencio, cinismo. Cuando subí al asiento delantero de su Honda Accord,
me dije que me debía algunos “sí”. Estaba en deuda. Y tal vez esto sería
diferente, esta cosa con David y conmigo.
David colocó a Mark Lanegan mientras conducíamos. El calor sopló
de las rejillas de ventilación hasta que el interior del auto se sintió caliente
y crujiente como una tostadora. Me quité la bufanda y David abrió la
ventana.
—Hace calor —dijo, pero no bajó la calefacción.
Podía ver las gotas de sudor sobre su labio. A la luz siguiente, se
quitó el abrigo. En el cruce entre la Cuarta y Union, me quité las botas y
los calcetines. No hablamos, nos desvestimos. La banda sonora sonó a
medida que arrojábamos nuestras ropas al asiento trasero, húmedas por el
calor de nuestros cuerpos. Me quité la chaqueta de cuero a continuación, y
le siguió su camisa negra manga larga. Ahora él estaba sin camisa. Solo le
quedaban los jeans negros y las botas. El auto olía a sudor y a cigarrillos.
“Cold Molly” empezó a sonar y me quité el suéter. Estaba tan caliente que
sentía que iba a vomitar. Pero, estábamos jugando a un juego de
atrevimiento.
Afuera, un grupo de personas salió desde las puertas de una
discoteca, sus alientos serpenteando de sus bocas en nebulosas nubes
blancas. Me pregunté brevemente quiénes eran, dónde vivían y quién
dormía con quién al final de la noche. Dentro del auto, la cabeza de David
se movía de arriba hacia abajo con la música. Cerré los ojos y apoyé mi
cabeza contra el asiento. Ahora estaba sentada solo en sujetador, mis pies
descalzos apoyados en el tablero, los dedos de mis pies balanceándose.
Estábamos en Florida, Hawái, Bali. No estábamos en Seattle entre los
muertos del invierno más frío en veinte años. David se quitó una bota, y
luego la otra, con un cigarrillo balanceado entre sus labios. Sus botas
pasaron volando por mi cabeza hacia el asiento trasero. Eran pesadas con
costura amarilla: Doc Martens.
Me reí, pero la música lo ahogó, un vórtice de redobles y voces. Y
entonces de repente estábamos corriendo por quitarnos los pantalones. La
luz estaba en rojo mientras nos esforzábamos: levantando las caderas,
tirando de la gruesa y pesada mezclilla, las barbillas chocando contra el
tablero. Cuando el auto avanzó, nuestra piel se pegó al cuero. Era una
sauna. Una purificación. Apenas podía soportarlo, pero no quería que
terminara. No sabía a dónde nos conducía, y no me importaba. Por una vez.
Se detuvo en un lugar de la calle. Estamos en Fremont, pensé. Nos miré a
los dos: desnudos hasta estar en nuestra ropa interior, sudando en un viejo
Honda Accord, nuestra pálida piel iluminada por las luces de neón de las
vitrinas.
David seguía usando sus calcetines, sus muslos magros y con vello
suave. Sus calzoncillos eran rosados. Tan pronto como puso el auto en
neutro, estaba sobre él. Un asunto incómodo, cruzar de mi asiento a su
regazo. Me senté a horcajadas sobre él y sentí la pegajosidad de nuestros
cuerpos, la succión del sudor y la piel. Fuera del auto, la gente pasaba por
ahí: chaquetas rosas, abrigos, bufandas cubriendo sus barbillas, las manos
en los bolsillos. Estaban en Seattle, fríos y rígidos, pero en este auto
estábamos calientes y sudorosos en todos los lugares correctos.
Los dedos de David ya estaban dentro de mí, trabajando en mi
cuerpo hasta una explosión caliente. Las ventanas de su auto no estaban
tintadas. Éramos todo un espectáculo. Una mujer en sujetador de encaje
rosa retorciéndose encima de un hombre cuya cara estaba enterrada en su
cuello. Lo alcancé y lo tomé en mi mano. Se sintió bien. Quería sentir más
de él, pero se escuchó el fuerte golpeteo de unos nudillos contra el cristal
de la ventana. Alzamos la vista y dos chicos estaban mirando, riendo. Nos
saludaron y nos dieron un pulgar en alto, sus sonrisas burlonas ebrias
extendidas en sus aburridas caras. David envolvió sus brazos alrededor de
mí y rio contra mi cuello. El hechizo se rompió, y ya no estaba caliente.
—Hace frío aquí —dije.
Él pasó una mano por la piel de gallina en mis brazos.
—Entonces, vayamos a un lugar para calentarnos —sugirió.
Crucé de nuevo a mi asiento. Tuvimos que pescar nuestra ropa del
asiento trasero un artículo a la vez. Él me entregó mis jeans, yo le entregué
su camisa. Fue así hasta que estuvimos vestidos. Y entonces el Honda
estaba de vuelta en el camino conduciendo rápidamente hacia otro destino
desconocido. Qué extraña manera de desnudarse con alguien, pensé.
9
CITA ARRUINADA
Dormí terriblemente la semana después de ver el espectáculo de
David en El Cocodrilo. Mi apartamento estaba demasiado caliente, y la
mayoría de las noches despertaba cubierta de sudor. Cuando entreabría una
ventana, hacía un frío insoportable y me dejaba temblando bajo las mantas
deseando que otro cuerpo me caliente. Demasiado frío para dormir,
demasiado caliente para dormir. Estaba inquieta. Era David. Atravesaba mi
mente incluso cuando no quería que lo haga, como cuando caminé a
trabajar al día siguiente, con pesadas bolsas debajo de mis ojos, él siendo
la razón. Y cuando me registré en la computadora y olvidé mi número de
camarera porque me preguntaba si él aparecería más tarde ese día. No lo
hizo. De hecho, no lo vi hasta dos semanas después de Navidad. Casi me
había olvidado de preocuparme cuando un día allí estaba él, sentado en la
barra con una sonrisa comemierda en su cara. ¿Con qué frecuencia nos
mentimos y decimos que no nos importa algo cuando en realidad es así?
—¿Oye, Yara? —dijo—. ¿Quieres ir por tacos cuando termine tu
turno?
¿Quién se niega a unos tacos? Yo no.
—No —respondí—. Estoy ocupada esta noche.
—Está bien, de acuerdo. Entonces solo esperaré hasta que termines.
—Tengo una cita —le dije. Y era cierto, uno de los asiduos, un
contador, me iba a llevar por unos tragos después de mi turno—. Me va a
recoger aquí. Ah, ahí está… —Fingí estar más emocionada de lo que
estaba.
David se giró en su taburete para ver cómo Brian caminaba por la
puerta y me saludó con la mano.
—Hola. —Miré a David de soslayo, quien no parecía perturbado en
absoluto. Estaba estudiando a Brian con un leve interés—. Pensé que nos
encontraríamos después del trabajo.
Brian era más que nada bajo, fornido. Llevaba el cabello de puntas
en la parte delantera y liso gelatinoso por detrás. Me recordaba a cómo los
chicos de la secundaria solían llevar sus cabellos.
—Pensé en venir a tomar una copa y caminar contigo —dijo.
—Un caballero —me murmuró David, asintiendo con aprobación.
Lo ignoré y sonreí a Brian.
—Estupendo. ¿Qué puedo traerte?
—Una cerveza y ese aperitivo que me dijiste que pidiera la última
vez.
—Claro —dije, mirando a David con cautela. Introduje la orden de
Brian y corrí de nuevo a la cocina para agarrar una bandeja de vasos
limpios. Cuando volví, Brian se había movido de taburete para sentarse
junto a David y estaban enfrascados en una conversación animada.
—Yara —dijo David—, Brian y yo fuimos a la misma escuela
secundaria. Solo tres años de diferencia. ¿No es una locura?
—Tan loco —dije entre mis dientes.
Intenté ignorarlos durante los siguientes treinta minutos, y ellos me
ignoraron, riéndose y palmeándose en la espalda como si fueran los
mejores amigos.
Verlos hizo que mi estómago no dejara de dar vueltas.
Cuando mi turno terminó, y cerré el bar, David y Brian estaban de
pie afuera hablando mientras Brian fumaba.
—¿Lista? —preguntó Brian cuando me vio. Lanzó su cigarrillo a la
cuneta y retrocedió de la pared contra la que estaba apoyado para acercarse
a mí.
—Sí —dije, mirando a David con su aspecto presumido.
Brian le devolvió la mirada.
—Oh, espero que no te importe. Le pedí a David que viniera con
nosotros. Viendo que ya son amigos… —Hice un gesto displicente a su
comentario y sonreí dulcemente.
Brian tomó una llamada telefónica y caminó un paso delante de
nosotros.
—Para nada. Encantada de que te unas a nosotros, David. —Y
cuando él estuvo lo suficientemente cerca susurré en voz baja—: Psicópata
hijo de puta.
—¡Mi madre nunca fue puta! —respondió David alegremente—.
Aunque siempre quise follarme a una.
—¿Por qué te estás metiendo? —siseé—. Esto es acoso.
—Yara, estoy decepcionado. Brian es un chico agradable, pero,
hombre, tuve ese corte de cabello en el décimo grado. ¿Y un contador?
¿Qué hace una chica como tú tomando bebidas con un contador?
—Cállate —siseé. Brian había colgado el teléfono y estaba
volviendo hacia nosotros.
—Lo siento, muchachos —dijo Brian—. Trabajo, trabajo, trabajo,
¿verdad?
David le dio un pulgar en alto.
—Entonces, ¿cómo se conocen? —preguntó, mirando de mí a
David. Demasiadas preguntas, Brian. ¿Qué eres, un puto psiquiatra?
—Bueno —dijo David antes de que yo pudiera responder—. Estoy
enamorado de Yara, lo he estado por un tiempo ahora, pero no quiere salir
conmigo.
—Está bromeando —le dije a Brian—. Es un maldito lunático. —
No sabía por qué me importaba, ni siquiera me gustaba. Un auto pasó y
alguien gritó algo por la ventana.
David se encogió de hombros a medida que Brian reía torpemente.
Los chicos volvieron a conversar mientras yo caminaba junto a ellos
rabiando en silencio. Pero ¿por qué estaba enojada? Miré a David y fue
como si él pudiera sentir que lo hacía. Se volvió y me guiñó el ojo. ¡Me
guiñó el ojo!
Jódete, David Lisey.
El bar al que nos dirigíamos estaba en Capitol Hill. Había estado allí
una vez antes y me había emborrachado demasiado para caminar a casa. El
camarero me reconoció tan pronto como entré.
—¡La británica ebria! —dijo, golpeando el puño en la barra—. ¡La
Mejor Besadora del Mundo!
Apreté los labios para no sonreír. Según mis compañeros de trabajo
con los que había venido aquí, me había apoyado en la barra y lo había
besado en la boca cuando él preparó el mejor Old Fashioned que había
probado en toda mi vida.
David me miró sorprendido.
—¿Qué? Cállate —espeté—. No siempre estoy tensa.
Él entrecerró los ojos y asintió con verdadera lentitud, una pequeña
sonrisa extendiéndose por sus labios.
—Oye, británica —llamó el camarero—. ¿Tienes puesto tus botas?
Levanté un pie y lo ondeé en el aire.
—Así es —dijo—. Esas botas fueron hechas para bailar.
La boca de David formó una pequeña “O” como si se estuviera
preparándose para hacerme una pregunta.
—¿Dónde está Brian? —pregunté antes de que él pudiera soltar las
palabras—. ¿No se supone que tenemos una cita?
—Está allí, creo —dijo David—. Hablando con una chica. —Miré
por encima de su hombro y con total certeza, mi cita estaba flirteando con
una rubia medio desnuda cerca de la puerta.
—Esto es culpa tuya —dije, apuntando un dedo hacia David.
Levantó las manos en fingida rendición.
—No sé de qué estás hablando.
—¡Maldito mentiroso! —contesté—. ¡Hiciste que mi cita se
enamorara de ti y luego le dijiste que estabas enamorado de mí! ¡Se
arrepintió por ti!
—Oh, vamos, Yara. Tal vez no era para ti.
Estaba parado de lado para mirarme, con el antebrazo apoyado en
la barra.
—Ha estado viniendo tres veces a la semana durante dos meses. Me
invitó a salir cada vez.
David hizo una mueca y luego sacudió la cabeza tristemente.
—Suena como un acosador, si me lo preguntas.
—¿Ah, sí? Se necesita uno para reconocer a otro.
—¿Qué vas a beber, británica? —preguntó el camarero.
—Tu bourbon más caro en las rocas, porque este maldito imbécil va
a pagar —dije.
David asintió seriamente y sacó su tarjeta de crédito.
—Lo mismo para mí. Y amigo, deja de tontear con mi chica. Las
botas son mías.
El camarero miró a David con el ceño fruncido.
—¿Estás con este tipo, británica? ¿O te está molestando?
Miré a David y suspiré.
—Desafortunadamente es mi cita esta noche, pero te dejaré saber si
necesito otro beso. —Me guiñó un ojo y se alejó para preparar nuestras
bebidas.
Nos quedamos en la barra de esa forma por dos horas, hasta que
cerraron. En algún momento Brian vino a decirnos que se iba (con la chica
medio desnuda), pero lo despedimos sin cuidado, demasiado absortos en
nuestra conversación.
—¿Alguna vez te han roto el corazón? —pregunté—. Como si
realmente te hubieran golpeado y destruido de la peor manera posible. —
Apoyé los codos en la barra y giré mi cabeza para mirarlo. Había estado
esperando una respuesta a esta pregunta desde nuestra última
conversación.
Parecía perplejo.
—¿Por una mujer?
—Sí, por una mujer —añadí riendo—. O bueno, por un hombre. Lo
que sea.
Sacudió la cabeza.
—No, supongo que no. Normalmente soy el que rompe. Cuando
deja de sentirse bien, ¿sabes? No quiero darles esperanza. —Giró su silla
de un lado a otro, su tono ligero.
—Ese es tu problema —le dije—. Tomemos a Bukowski, por
ejemplo. No solo escribió sobre su pobre corazón roto, sino que estaba un
poco loco siempre al borde del suicidio y la locura. Vivió lo suficiente para
resultar herido y luego lo canalizó en su arte.
—¿Estás diciendo que mis canciones carecen de locura? —preguntó
David sonriendo.
—Eso es exactamente lo que estoy diciendo. —Me encogí de
hombros.
Su sonrisa no vaciló; de hecho, parecía que realmente estaba
considerando lo que dije.
—¿Es eso lo que haces? —preguntó—. ¿Traer la locura?
Me encogí de hombros.
—No es una cosa fácil que te rompan el corazón. Tienes que amar
a alguien de verdad —dijo.
Eso era cierto, si no estaba en su poder, no podían romperlo.
—Entonces, ¿alguna vez has estado enamorado? —pregunté.
—Como un cachorrito —comentó y asintió—. La herida es
superficial pero aún presente.
Eso me gustó tanto que lo repetí para mí misma: superficial pero
aún presente.
Había salido con un puñado de artistas, no por elección, sino que
sucedió de esa manera. Algunos de sus corazones se rompieron cuando
decidí seguir adelante y dejar el estado; otros eran tan indiferentes como
yo. Pero aquellos que me quisieron siempre estuvieron confundidos
cuando les dije que me iba.
—¿Qué hay de mí? —dijeron—. ¿Nosotros?
Y entonces tendría que explicar que siempre habíamos sido algo
temporal. Era una gitana. No se trataba de ellos, ni de mi llegada a un lugar
ni de mi partida, pero no lo entendían. Les había advertido de antemano,
antes de que sus sentimientos se involucraran, que al momento en que
aterrizaba en un lugar ya estaba de camino. Creo que todos pensaron que
podían hacerme enamorarme de ellos y permanecer en un solo lugar.
—¿No quieres la ciudadanía americana? —Me había preguntado
un pintor de Chicago—. Si te casas conmigo, puedes quedarte para
siempre.
Eso me envió corriendo aún más rápido. No quería quedarme en
ningún lado para siempre. Dicho pintor había pintado una serie de retratos
llamados Leaving, que fueron exhibidos en varias galerías de todo Estados
Unidos. Todos eran de la espalda de una mujer rubia mientras se alejaba
de las ciudades de los Estados Unidos. He oído que recibió cheques de seis
cifras por cada uno de ellos y finalmente abrió su propia galería. Nunca
contacté con él, pensé que sería hortera, pero estaba feliz por su éxito.
—¿Y qué dices, Yara? Una cita verdadera, no en un bar de mierda.
—¿Y entonces qué? —pregunté.
—Otra cita, si va bien. Tal vez un poco de ardiente sexo en la playa.
—Aquí no hay playa.
—¡Aja! Sin embargo, estás interesada; de lo contrario, me habrías
callado.
El pintor había sido un hombre mayor con una hija adolescente. Los
fines de semana, la recogíamos de la casa de su madre y la llevábamos al
centro comercial donde elegiría zapatillas y mochilas caras, y su padre
pagaría por ellos, con una expresión de culpa en su rostro. Es lo mismo que
le habría hecho a mi padre si lo hubiera conocido y hubiera estado
dispuesto. Cuando me fui, pasé a ser uno de sus primeros momentos con el
corazón roto, no el primero. El primero era poderoso; te cambiaba. Los
míos habían sido tan devastadores, alterando la forma en que miraba a los
hombres y al amor. Y no era algo que se desvanecía con el tiempo,
volviendo a tu anterior estado de creencia. Una vez que perdías la fe, se
había ido.
David me acompañó a casa cuando el bar cerró. No pidió subir y yo
no hice ningún movimiento para invitarlo.
—Nos vemos, Yara —dijo.
Asentí porque no sabía qué decir. Realmente me había divertido,
pero no estaba dispuesta a admitirlo.
10
M.A.S
David vino a El Jane unos días más tarde, con una barba incipiente
en la cara, una gorra de béisbol cubriendo su cabello. Estaba distraído,
mirando su teléfono cada pocos minutos. Lo observé mirar por la ventana
y mirar fijamente la televisión todo al mismo minuto, sin comprometerse
con cualquiera de ellos. Me sonrió una vez, mientras yo estaba llevando
una bandeja de comida a una mesa. La bandeja descansaba en mi hombro,
los platos tintineando suavemente con mis pasos. Pero estaba
acostumbrada a las sonrisas de David y ésta no alcanzó sus ojos. Serví
los platos, echando una mirada preocupada sobre mi hombro hacia
él. Pasaba algo malo. No tuve tiempo para hablar con él durante la hora del
almuerzo, y cuando finalmente llegué a donde había estado sentado, se
había ido, dejando un billete de veinte dólares en la barra y una nota escrita
en la parte posterior del recibo que le había dado. Había anotado su número
y me había pedido que fuera al museo de arte con él.
Encuéntrame allí mañana, decía. Sé que tienes el día libre, le
pregunté a tu gerente. 10:00 a.m. Qué comience la angustia.
Un museo de arte, él conocía el camino a mi corazón. Arrugué el
recibo y lo arrojé a la basura, pero después lo pesqué y lo puse en mi
bolso. Parecía significativo de alguna manera que este chico estuviera
persiguiendo mi compañía de una manera tan implacable. Sé que tienes el
día libre, le pregunté a tu gerente.
Suspiré. Iría. Podía intentar decirme que no lo haría y que no me
importaba ni un poco la atención de David Lisey, pero simplemente no era
cierto. Tenía problemas de papi como todos los demás, y que persiguiera
mi corazón era algo que me atraía. Cuando la gente que se supone que te
gusta no lo hace, hacía la atención masculina un requisito.
A veces buscaba a mi madre en internet. Ni siquiera sabía el nombre
de mi padre para buscarlo, pero mi madre tenía una página de Facebook y
algunos de sus álbumes estaban abiertos al público. No me atrevía a
enviarle una petición de amigos. No quería que supiera que me
importaba. Su perfil era privado, pero de vez en cuando cambiaba su foto
de perfil, y la estudiaba durante horas, guardándola en mi teléfono y luego
borrándola. Guardándola una vez más. ¿Era yo o ella? ¿Por qué había
decidido no ser mi madre? ¿Me amaba? Nunca lo sabría porque nunca lo
preguntaría. Ese era el asunto con el orgullo, volvía a nuestros corazones
miopes. Las fotos de su perfil eran de ella sola, sonriente, de pie delante de
un pub o de un hito nacional. A veces posaba con un gato marrón moteado
que solo tenía un ojo. Haría zoom en ese gato y su ojo se desfiguraba aún
más, preguntándome qué tenía él que yo no tenía. Mi madre odiaba a los
animales; una vez la vi patear a un perro.
—Todo lo que no es humano es un roedor —me dijo una vez—. Y
algunos humanos también son roedores —había añadido.
En ese momento me había preguntado si estaba hablando de mí. A
menudo se refería a los niños como parásitos.
Al verla abrazar a un animal, mirarlo con sincero cariño, me dije
que el gato pertenecía a una vecina o una amiga, que solo lo publicaba por
amor a las apariencias, como aquellas personas que usaban pieles y fingían
que les gustaban los animales. Pero no estaba segura. Tal vez había
cambiado. Eso dolía peor que ella solo siendo la forma en que era. Que se
había convertido en el tipo de persona que abrazaba a los gatos cerca de sí
pero nunca había abrazado a su hija. Lo empujé todo a un lado, era tan
buena en eso. La compartimentación era la clave del éxito.
Cambié mi atuendo tres veces a la mañana siguiente. Primero,
fueron unos jeans negros y un suéter rosa, luego pantalones de chándal gris
y una sudadera térmica. Después me cambié de nuevo por razones obvias,
de nuevo al suéter rosa. Finalmente, me decidí por ir todo de negro. Era
emo, era gótica, era una asesina de corazones y no me importa ni un carajo
el puto David Lisey. Empujé mi cabello en un moño severo y abundante
delineador de ojos a través de mis párpados. Mi lápiz labial… no llevaba
ninguno, porque a las chicas que no usaban lápiz labial no les importaba
nada. Eso es lo que mi madre solía decir. Me pongo manteca de cacao en
lugar de lápiz de labios en caso de que él tratara de besarme.
MAS. Museo de Arte de Seattle. Me esperaba afuera. Lo vi antes de
que él me divisara. Me detuve en medio de la calle cuando lo vi, justo
cuando la luz cambiaba a rojo. Un auto me tocó la bocina. No sabía por
qué me detuve; tal vez fue que lo vi y luego no pude moverme. Llegué al
otro lado justo cuando él me vio. Tenía las manos en los bolsillos, y no las
sacó mientras me observaba caminar hasta él. Tenía cierta expresión en su
rostro.
—Ni siquiera pareces sorprendido de que haya venido —le dije.
—No lo estoy. —Él se encogió de hombros.
—¿Por qué no?
—Cuando hay química no puedes detener la reacción.
—Eso es tan inteligente, Bill Nye —dije.
—¿Cómo sabes del científico, Inglesa?
—También tenemos internet de mi lado del charco.
Tomó mi mano a medida que caminábamos hacia las puertas, y lo
dejé. Me había dado un apodo y ni siquiera lo había besado todavía.
—Me gustan tus botas —comentó.
Miré hacia mis botas. Las mismas por las que el barman había
comentado unas cuantas noches antes.
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Qué te gusta de ellas?
—Parecen que las has tenido durante una docena de años. Como si
fueran muy preciadas. Si puedes amar unas botas de esa forma, ¿cuánto
más podrías amarme?
Estaba sin palabras. Estupefacta. Me sentía tan estúpida por
gustarme lo que dijo, tan vulnerable.
—Solo son botas —le dije—. Estás haciendo un escándalo por unas
botas.
—Ni siquiera eres de aquí, Yara —dijo mientras mantenía la puerta
abierta para mí—. Todo lo que tienes significa algo.
Estaba en lo correcto. Tan cierto.
—Te diré sobre las botas si me cuentas lo que te pasó ayer.
Me miró sorprendido, sus dedos apretando los míos por un breve
instante.
—¿Cómo sabes que algo andaba mal? —me preguntó.
—Simplemente lo noté.
Él miró hacia otro lado y luego hacia mí.
—Mi padre —dijo—. Tuvo un derrame cerebral. Está bien —
añadió con rapidez—. Pero, estábamos asustados. Ver a tu héroe acostado
en una cama de hospital, pálido e indefenso, realmente pone las cosas en
perspectiva, ¿sabes?
No lo sabía. No tenía héroes. Ni ídolos.
—No lo sé —dije—. Pero, no me gusta cuando estás dolido. —
Supuse que ambos parecíamos sorprendido. Ciertamente lo estaba—.
Olvida lo que dije —añadí.
—¿Qué dijiste?
Sonreí.
—Me gusta cuando te preocupas por mí y luego finges que no lo
haces —comentó David—. Es casi como si soy el único que tiene ese
privilegio.
—¿Parezco así de fría?
—Sí.
Suspiré.
—Tienes que serlo. Cuando te han herido y estás tratando de estar
bien. No puedes dejar que la gente sepa que tienen poder sobre ti.
No me escarmentó ni trató de demostrarme que estaba
equivocada. Aprecié la falta de clichés… de simpatía. Nos detuvimos
frente a una pintura de un niño en una patineta. Nadie la estaba mirando,
pero él estaba actuando para sí mismo.
—Es mejor que seas cautelosa —dijo—. Si no hay nadie que te
proteja, tienes que protegerte tú misma.
—Guau —dije—. Eso casi hace que me gustes.
—¿Qué sellaría el acuerdo, Yara? Soy un experto. —Y solo así,
volvimos al coqueteo normal e ingenioso. Negué con la cabeza y él sonrió
y nos fijamos en una escultura de un rostro entre una flor de loto.
Perfecto.
Sí, iba a salir con él. Lo supe entonces. Un minuto serio, al siguiente
bromeando. Él me hacía ser ligera y divertida de verdad, sin disminuir la
importancia de ello. El hombre perfecto. Perfecto para mí.
11
LA PRIMERA VEZ
La primera vez que tuvimos sexo no fue como en los libros y las
películas. Nada coreografiado, nada de sutilezas. Habíamos vuelto a mi
apartamento después de pasar la tarde en el museo y una cena rápida de
sushi y vino. Él no podía abrir el broche de mi sujetador y yo tuve que
estirarme para alcanzarlo y desabrocharlo mientras sus labios besaban una
línea a través de mi clavícula, y gemía como si ya estuviera dentro de mí.
No metió su polla en mi boca ni me dijo que lo tomara mientras yo me
ahogaba y fingía gustar asfixiarme con una polla. Me tocó el cuerpo con
reverencia, como si estuviera hecho de algo quebradizo.
Era como si nunca hubiera visto pechos tan hermosos como los
míos, un estómago tan hermoso como el mío. Mis piernas eran una de las
Siete Maravillas del Mundo para David Lisey. Lo vi experimentarme y yo
estaba a la vez fascinada y cautelosa. Su cara era una mezcla de dolor y
rabia que no entendía hasta que le pregunté sobre ello más tarde.
—Estaba enojado de que otros hombres te hubieran tocado antes
que yo. Estaba intentando no perder el control.
¿Estaba enojada porque él hubiera sido tocado por otras
mujeres? No. No era del tipo de persona que le importaba el pasado. Sabía
que la mayoría de las mujeres estaban celosas de las ex amantes y las
relaciones pasadas, pero yo no era así. Mi amiga Ann, al oír la historia de
mi vida, me dijo que nunca había estado enamorada. Pero estaba
equivocada. Había estado enamorada más veces de las que podía
contar. En ese momento, había argumentado que me había enamorado de
todos los hombres con los que había estado, simplemente era el tipo de
mujer que sabía cuándo era el momento de seguir adelante.
—Esa es la cosa, Yara —me había dicho—. No existe eso de seguir
adelante cuando se está realmente enamorado. Tú intentas y sigues
intentándolo, pero ese amor es como una mancha en tu vida. No es tan
fácil.
El sexo con David había sido diferente. Hubo sinceridad en la forma
en que me tocó, una honestidad y apertura. Muchos hombres me habían
tomado, probado su experticia, dejaron moretones en mi cuerpo y
hormigueo en mis extremidades. Había sido un gran espectáculo cada vez,
la forma en que querían impresionar en lugar de ser impresionados. Nadie
había besado mis pezones con tanta reverencia. Nadie había metido un
dedo dentro de mí y gimió de placer. Esto era lo que era ser adorado.
Después, permanecimos acostados separados mirando al techo. Una
de sus manos estaba debajo de la sábana sobre la parte superior de mi
muslo, caliente y pesada. Me gustó la sensación y la detesté al mismo
tiempo. No debías acostumbrarte a la sensación de la mano de un hombre
en tu cuerpo porque pronto desaparecería, y entonces ¿qué harías? ¿Llorar
hasta dormirte todas las noches como mi madre? Agarré la sábana contra
mi pecho con ambas manos mientras mis ojos se movían rápidamente
sobre el techo. Eché un vistazo a David y él me estaba observando.
—¿Por qué me miras así? —pregunté. ¿Me estaba sonrojando? Eso
sería embarazoso.
—Háblame de tus botas —dijo—. Aquellas que siempre usas.
Fruncí los labios y puse los ojos en blanco.
—No todo tiene una historia, David —respondí—. Solo son botas.
—Tal vez no creas que la sencilla historia de tus botas sea
importante, pero son las cosas simples las que dicen más sobre nuestras
complejidades.
Su interés en mí se sintió como una carga. Si cavaba demasiado
profundo, saldría con las manos vacías.
—Compláceme. —Se estiró y tocó un mechón de mi cabello,
levantándolo entre sus dedos y tirando.
Suspiré, pero ya estaba de acuerdo con su petición, sacando de mi
memoria la historia de las botas.
—Cuando dejé Inglaterra y vine aquí a América, empecé en Nueva
York. El sueño de todos, ¿verdad? Ver la gran ciudad de Nueva York. —
Me reí de mí al recordarlo, pero él solo asintió—. El único par de zapatos
que traje conmigo era un par de sandalias. Era verano y supuse que
compraría lo necesario cuando me instalara. De todos modos, conseguí un
trabajo en un restaurante en Manhattan y por supuesto, tuve que
comprar un par de esos zapatos antideslizantes terribles que los
restaurantes requieren a menudo. Así que entonces solo eran las
sandalias y los zapatos feos del restaurante. Estuve muy deprimida ese
otoño. Fue una combinación de extrañar mi hogar y no poder encontrar mi
lugar en Nueva York todavía. Un día estaba caminando al trabajo con mi
cabeza baja, pensando en el terrible fracaso que era, cuando levanté la vista
y vi estas botas en una vitrina. Eran rudas, tenaces… ya sabes… —Miré a
David y él asintió como si supiera exactamente—. Así que entré en la
tienda y las compré. Excepto que costaban cuatrocientos dólares y requerí
cada centavo en mi cuenta bancaria. Pero, no me importó. Estaba
convencida de que las botas me harían más dura. Y las he usado desde hace
un año y no muestran signos de desgaste. Los mejores
cuatrocientos dólares que he gastado alguna vez, incluso si tuve que comer
cada comida de la barra de ensaladas gratis en el trabajo durante el mes
siguiente.
David rodó sobre su espalda y ahora era su turno de mirar el techo.
—Y no querías contarme esa historia —comentó, sacudiendo la
cabeza.
—¿Vas a escribir una canción sobre eso? —bromeé. Era una broma,
solo una broma, pero él asintió seriamente.
—Sí, probablemente.
Rodé mis hombros y me estiré, de repente avergonzada y deseando
cambiar de tema.
—¿Todo ese gran sexo te provocó un nudo en el cuello? —De
repente, ya estaba apoyándose en sus codos, sus ojos con una mirada
traviesa.
Me reí y puse una mano sobre su cara para empujarlo. Besó mi
palma y luego cayó sobre su espalda. Estuvimos juguetones por un rato.
No se sentía trabajoso estar con él.
—No me han adorado de esa manera antes —le dije, medio
bromeando y medio enserio.
Rodé encima de él para distraerlo de mi declaración extravagante,
presionando mi nariz contra la suya.
—Eso parece terrible —dijo, con voz ronca—. Algo tan poderoso
como tú. —Se estiró para amasar mi trasero y cerré los ojos y enterré mi
cara en el hueco de su cuello.
—Otra vez —dije—. Vayamos al templo otra vez…
Agarró mis muslos y los separó para que yo estuviera a horcajadas
sobre él.
—Abre entonces —dijo—. Déjame entrar.
12
CAFÉ
Abre entonces, déjame entrar.
Dejé el café a un lado y luego me metí en el baño para cepillarme
los dientes y ponerme mi cabello en orden. Podía oírlo roncar suavemente
en el dormitorio, un sonido suave, sin embargo, me provocó
ansiedad. Normalmente no los dejaba pasar la noche, pero él no era como
los otros, ¿verdad? No, alrededor de los otros siempre me sentía demasiado
vestida, blindada. Habían curioseado y tirado un poco, pero mi armadura
estaba hecha a medida, fuerte. Con David, me sentía desnuda, las partes
más blandas de mi carne expuestas y vulnerables. Por eso estaba en el baño
recobrando la compostura cuando normalmente no importaba. Como si
pudiera cubrir una cosa con otra, ¿sabes?
Busqué las tazas y las puse en la encimera, con las manos
temblando. Era un buen chico, pero era un chico. Nada que ver con los
hombres con los que suelo dormir: duros… desinteresados… sórdidos. Lo
escuché removerse en la otra habitación y luego el crujido de las sábanas
mientras salía de la cama. Preparé mi cara, arreglé mi expresión para
parecer aburrida. No es gran cosa, los hombres son lo que sea. Era horrible
ser esta persona, tan atiborrada de malas experiencias que no podía dejar
que nadie vea su cara real. Él se acercó detrás de mí y levantó mi camiseta
para envolver sus brazos por debajo de ella de modo que estábamos piel a
piel. Me gustó, aunque en ninguna circunstancia habría admitido eso
alguna vez. Me sentí como uno de esos bebés en la sala de neonatales
necesitando atención de un personal para vincular.
—Hola —dije—. He hecho el café.
Me aparté, jugando con el azúcar y la crema. Tan blanco. Uno era
suave y rico, el otro era granoso y duro. Me gustó la forma en que se veían
puestos uno junto al otro: el bote de crema y el cuenco de azúcar.
—Puedo ver eso.
Me dio la vuelta, las puntas de sus dedos ya rozando los lugares
correctos en mi ropa interior. Dejé que me hiciera retroceder hasta que
estaba presionada contra la encimera, la cafetera silbó suavemente detrás
de mí. Decidí justo entonces que el sonido de la cafetera hirviendo era la
mejor banda sonora para el sexo. Su cabello lucía desaliñado, sus ojos
llenos de mí a medida que me observaba fijamente. Ten cuidado, David,
quise decir. Él estaba intentando ver dentro de mí y eso nunca era una
buena idea. Sus dos pulgares pasaron por los lados de mis bragas a medida
que trabajaba en sacarlas. Se deslizaron por mis piernas y cerré los ojos
contra la sensación: el algodón suave se hizo tan erótico emparejado con
el deseo. El siseo del café, el dedo que me encontró y me presionó. Mis
rodillas tambalearon, solo un poco y aspiré una bocanada de aire a través
de mis dientes apretados hasta que liberé mi propio siseo.
—¿Ah, sí? —dijo, pareciendo interesado—. Dime más. —Tenía
unos labios tan llenos, unos ojos tan serios.
Me mordí el labio inferior, decidida a no hacer ningún otro
sonido. No le diría ni una maldita cosa.
—Dime, Yara —instó.
Incliné la cabeza hacia atrás, intentando no jadear, clamando a la
extensión blanca del techo para pedir ayuda.
—No quieres darme tu voz, pero tus ojos también hablan —
dijo. Los cerré—. Ah. Bueno, eso se ocupa de eso. —Cambió sus
movimientos: con un pulgar fuera, dos dedos dentro. Todo se movía en
círculo.
A ritmo, pensé. Es músico. Sentí que su mano libre se movía hacia
mi pecho. No a mi pecho, sino al área general donde mi corazón estaba
latiendo una canción rápida.
—¿Qué hay de esto? —preguntó—. ¿También puedes ralentizar tu
ritmo cardíaco… tu respiración? —Lo hice. Tomé un par de respiraciones
profundas, relajadas. Estaba subiendo a la cima, incluso así, iba cuesta
arriba, un poco tensa.
—De acuerdo —dijo. Nuestras mejillas se presionaron entre sí y
pude sentir su aliento en mi oído—. Aunque, olvidaste una cosa, Yara. —
Añadió velocidad y presión al movimiento que sus dedos estaban
haciendo. No estaba segura si se suponía que debía preguntarle qué era lo
que había olvidado, y temía cómo sonaría mi voz si lo hacía—. Estás muy,
muy húmeda —dijo—. Tu cuerpo siempre te traicionará. Es un chismoso.
Y entonces me corrí tan duro que realmente no hubo manera de que
retuviera los sonidos dentro de mi cuerpo. Grité y cuando terminé, me
deslicé hasta el suelo agotada. David silbó mientras servía el café. Miró
hacia abajo sobre mí una vez para preguntar cuántos terrones de azúcar
usaba y levanté dos dedos sin mirarlo.
Luego me dio la taza y se sentó a mi lado en el suelo.
—Esto es agradable —comentó. Tomó un sorbo de café y miró
hacia la pared conmigo, con una pierna alzada, y su antebrazo descansando
casualmente a través de su rodilla.
—Solo estamos mirando una pared —dije.
—Así es —me aseguró—. Estamos mirando una pared, y mis dedos
huelen a ti, y hace solo unas pocas horas en serio me corrí jodidamente
duro dentro de la mujer más hermosa que he visto alguna vez. Y ahora
estamos haciendo lo que más me gusta: tomar café y ser reflexivos…
mientras miramos una pared.
Asentí con una nueva apreciación hacia mi pared.
—Es una pared bonita —dije—. Muy blanca.
—Muy blanca —concordó—. Y lisa.
—No sería tan blanca si tuviera hijos. Las personas con hijos
siempre tienen paredes sucias. —No sé lo que me poseyó para
decirlo. Incluso, por qué en ese momento estaba pensando en niños,
especialmente dado que NO LOS QUIERO. David aprovechó el momento.
—Oye, oye, oye, sé que soy bueno en la cama, pero maldición,
mujer. ¿Ya estamos planeando nuestra vida juntos? —Lo miré fijamente,
mortificada, y él rio—. Relájate, Inglesa —dijo—. Primero te pediré que
te cases conmigo. Vamos por pasos.
Suspiré.
—Estuviste muy bien —comenté—. Lástima que solo estuviste bien
por unos cuatro minutos antes de…
Una pesadilla: empezó a hacerme cosquillas. Sus largos dedos se
movieron entre mis costillas, arrastrándose por mis costados. Me caí sobre
la madera riendo tan fuerte que no podía respirar. David se sentó a
horcajadas sobre mí, dejando besos por toda mi cara a medida que sus
manos seguían encontrando mis puntos débiles. Por puro milagro, ninguna
de las tazas de café se volcó, y cuando terminó conmigo, se levantó y me
puso de pie.
—Si practicamos todos los días, de hecho, dos veces al día, creo que
puedo añadir un minuto a mi tiempo cada vez. —Estaba bromeando, pero
sonó tan esperanzado, como si follarme por un largo período de tiempo le
traería la verdadera felicidad.
Me empujó hacia mi habitación y de pronto se detuvo a medio
camino de la puerta.
—¿Quieres hijos? —preguntó.
Sacudí la cabeza en negación.
—Hmm. —Él estudió mi cara pensativamente, como si no me
creyera—. ¿Por qué no?
—No quiero joder a nadie más —le dije. Era la verdad. Aquellos de
nosotros que habíamos sido jodidos pensaban en esas cosas. No todo el
mundo era optimista.
—¿Crees que cambiarás de opinión? —preguntó, y me pregunté si
esto acabaría con el trato automáticamente. Por lo general, los hombres
corrían cuando les decías que querías tener a sus bebés, David estaba
decepcionado con que no quisiera tener a sus bebés, o los de cualquier otra
persona.
—No me mires así —dije—. No estoy destrozada porque no quiero
lo mismo que todos los demás. Y, no, no estás invitado a arreglarme, o
suavizar mi corazón, o hacerme querer cosas que nunca supe que quería.
Me miró por un largo tiempo, y luego dijo:
—Está en la naturaleza humana querer arreglar las cosas. En
realidad, ese fue mi primer pensamiento, pero tienes razón. Alguien
debería aceptarte como eres, no tener una agenda de cómo quiere
cambiarte.
Respiré profundamente.
Me gustó un poco más. Más que hace cinco minutos cuando
estábamos mirando a una pared y bebiendo nuestro café. Si esto seguía así,
me iba a enamorar al anochecer.
—De acuerdo —añadió—. ¿Qué tal de la adopción? De esa manera
no estarás trayendo más almas al mundo, solo estarás ayudando a los que
ya están aquí.
Antes había pensado en la adopción. Pero, solo tenía veinticinco
años. Todavía parecía una idea remota.
—Un niño mayor —dije—. Tal vez de ocho o nueve.
—Maravilloso —dijo—. Me gusta eso. Me gusta mucho eso.
—Genial. Ahora, ¿podemos encargarnos de los asuntos, o quieres
planear nuestro próximo retiro?
—Ya lo estás captando, Inglesa. —Él sonrió—. Vernos como un
acuerdo a largo plazo.
No sabía si estaba sonriendo porque me estaba llamando Inglesa, lo
cual era totalmente ridículo, o si me divertía el hecho de que estaba
planeando nuestra vida juntos.
Ya estábamos en nuestro camino a la cama cuando me miró y dijo:
—No eres igual que todos los demás. Crees que sueno loco, pero en
cuanto te miré, quise escribir una canción. Eso significa algo.
—Significa que soy atractiva —le dije—. Y tienes pene. No eres el
primer hombre en usar su pene para almacenar la inspiración.
—Cállate —dijo—. Hablas demasiado.
13
POR QUÉ
Cuando estaba fuera de la ciudad y en el campo, me sentía ahogada,
cortada de la vid. No había suficientes latidos en el campo; tenías que ser
paciente, tener un oído para la voz de la naturaleza. Encontré esa clase de
silencio demasiado escandaloso, así que apretujé mi vida, la comprimí en
una docena de pequeños apartamentos tipo estudio. Hice eso una y otra
vez, probando las ciudades de América, aprendiendo sus latidos y luego
siguiendo adelante. Nueva York, Nueva Orleans, Chicago y Miami. Llevé
bikinis y bronceados a dorados oscuros, y luego desvanecí a un color
blanco lechoso y me cubrí con abrigos y bufandas bajo mi nariz
perpetuamente vestida para el frío. Encontré razones para no ir a casa, a la
ciudad que más me gustaba. Sin embargo, ya casi era hora. Estaba en mi
última parada.
Excepto… David. Estaba haciéndome difícil pensar en irme. Me
dije que solo estaba divirtiéndome, así que por supuesto, no quería irme
todavía. Pero como todas mis relaciones, el deseo de estar con él pronto se
desvanecería y entonces estaría lista para ir a casa.
David tenía esta sonrisa. Sus labios se comprimían en un puchero
entre dos líneas de sonrisa profunda y te veía como si ya pudiera verte
desnuda. A veces, cuando cantaba, sonreía así y las chicas perdían la
cordura, extendiendo sus manos al escenario y gritando
enloquecidas. Podía imaginarlo en un escenario más grande, sonriendo así
a una audiencia de miles. Me hacía sentir mal pensar en ello. Pero, cuando
me sonreía así, me imaginaba teniendo sus hijos. Nunca le decía eso, pero
lo hacía. Yo imaginando bebés. Su sonrisa frustraba mi misión. Era una
musa, no una esposa, no una madre. Más que nada, tenía miedo. Quizás
Ann tenía razón.
Aprendí que el mejor momento para hacerle preguntas acerca de sí
mismo era después del sexo, mientras todavía permanecíamos
enredados juntos y recuperándonos. Él me había enseñado ese truco la
primera vez que estuvimos juntos, preguntando por mis botas. A veces nos
turnábamos preguntándonos cosas; a veces solo había un locutor y
un oyente.
—¿Por qué eres cantante? ¿Por qué tienes una banda? —Estábamos
acampados en mi cama, las limpias sábanas blancas enredadas entre
nosotros. Afuera la lluvia caía. Tan pronto como dije esas palabras, rodó
sobre su espalda y empezó a reír. Luego repitió todo lo que dije en el peor
intento de un acento británico jamás escuchado.
—Idiota —dije—. Eso me pasa por estar interesada en tu vida.
—Vamos, Inglesa. —Frotó sus pies en calcetines contra los míos y
miró hacia el techo—. Soy cantante porque soy narcisista. ¿No es lo que
dicen? Y tengo una banda porque no puedo tocar todos los instrumentos
por mi cuenta. —Sus ojos estaban iluminados. Le encantaba burlarse de
mí. Yo también lo hacía.
—Nadie es tan básico —le dije—. Todos tenemos nuestra mierda.
Se pasó una mano por la cara y miró al techo.
—¿Por qué siento que acabo de tocar un nervio? —pregunté. De
pronto emocionada. David dudaba en hablar sobre sí mismo, prefería
escuchar. Para mí, esa era la marca de un verdadero artista, alguien que en
lugar de tomar daba. Apoyé mi cabeza en mi mano y corrí mis dedos por
su pecho. Si podía conseguir presionar un poquito más duro me diría
cualquier cosa que quisiera saber—. ¿Qué es? Dime —le pedí.
—Soy una persona promedio —dijo—. El hijo medio por completo.
—Quise reírme, pero no lo hice—. Así que tuve que encontrar algo en lo
que ser bueno. Para diferenciarme del cabrón de mi hermano mayor y mi
necesitada hermana menor. —Me reí de la descripción de sus
hermanos. Cada vez que la gente hablaba de sus hermanos, era con amor y
resentimiento a la vez.
—Entonces, tú…
—Comencé a tocar la guitarra de mi hermano mayor. Resulta que
también tenía una voz muy buena. Pero no lo supe hasta que una chica me
lo dijo.
—¿Qué te dijo? ¿Quién era?
—Era mi vecina. Me oía cantar en el patio trasero y un día me dijo
que sonaba como Mark Lanegan. No sabía quién era, así que lo busqué. El
mayor cumplido vino cuando me pidió que cantara en su fiesta de
cumpleaños. Ella era tres años mayor que yo. También me pagó unos cien
dólares. Mi primer concierto pago.
Me imaginé unas largas piernas bronceadas, cabello castaño
oscuro… y estaba celosa de ella porque lo oyó cantar antes que yo,
reconoció a Lanegan en su voz.
—¿Crees que suenas como él?
—No lo sé. No pienso en eso.
—Pero eso es lo que hacen los narcisistas —dije—. Piensan en sí
mismos…
Él rio, llevándose mis dedos a sus labios y besándolos. Se volvió
para mirarme.
—¿Tú crees que soy bueno?
La vulnerabilidad en sus ojos me advirtió que tuviera cuidado: sus
ojos suaves y las pestañas gruesas. Le importaba mi opinión. ¿Cómo me
había hecho eso en tan poco tiempo? Y él era bueno… pero podía ser
mejor. Tal vez eso era cruel de mi parte.
—Creo que siempre hay espacio para ser mejor —le dije.
—¿Qué significa eso?
Me alejé, consciente de que había cometido un pecado. Necesitaba
aprender a mantener la boca cerrada. La verdad no era necesaria en cada
situación. Con cuidado, Yara.
—Eres bueno. Nadie puede refutar eso. Pero, es casi como si
estuvieras fingiendo.
¡CON CUIDADO, YARA!
David se levantó de la cama y salió de la habitación. No podía ver
su cara así que no sabía lo que estaba pensando.
—No tienes por qué ser un maldito bebé —dije detrás de él.
También me levanté, me puse la ropa en un arrebato. Escuché el
rasgón de la costura en mi camisa a medida que la empujaba bruscamente
por mi cabeza. Estaba enojada porque él se hubiera ofendido, enfadada por
haber dicho lo que dije. ¿Qué diablos pasaba conmigo? Arruiné las cosas
en menos de un mes. Tenía que dar un paseo, despejarme la mente. Estaba
a medio camino de la puerta todavía intentando calzar el talón de mi pie en
mi zapato cuando me agarró por la cintura. Me alzó con facilidad y no
luché cuando me llevó de vuelta a la cama y me arrojó en ella sobre mi
espalda. Era uno de esos momentos en que me di cuenta que podía ser
madura y hablar de esto en lugar de dejar la ciudad y comenzar una vida
nueva. Ya me había decidido por Santa Fe.
—El hecho de que lastimes mis malditos sentimientos no significa
que quiero que te vayas —dijo—. Mis sentimientos son mi problema, no
tuyos.
Apoyé una pierna en mi talón y miré al techo, para nada
convencida. Podía olerlo en las sábanas.
—Qué maduro —me las arreglé a decir. Era cierto, pero salió
sarcástico. No mucha gente podía hacer lo que él acababa de hacer.
—A veces, también siento que estoy fingiendo —dijo—. Es una
cosa difícil de escuchar. Como si estuvieras en mi cerebro jodiendo por ahí
con mis inseguridades.
Me senté de inmediato.
—¿Tu familia está apoyando lo que haces?
—¿Estás bromeando? De ninguna manera. Quieren que haga algo
respetable con mi vida. Todo esto se trata tanto de probar que están
equivocados como de la pasión.
—Bueno, entonces ahí está tu problema —dije, suspirando—
. Cuando intentas probar tu arte a alguien, terminas fallando cada vez.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó.
No estaba siendo sarcástico. Era una pregunta genuina de un hombre
genuino. Un hombre desnudo. Él parecía nunca darse cuenta que estaba
desnudo, ni siquiera ahora mientras se apoyaba contra el marco de la
puerta, medio erecto.
—No soy un artista, pero he estado con artistas. —Eché un vistazo
a su polla y me aclaré la garganta—. Reales y falsos. Los he visto triunfar
y fracasar, y aquellos que fallaron siempre tuvieron algo que probar. Se
convirtió en la prueba más que en el arte. Y la pureza se perdió.
Me miró durante largo rato.
—Tengo la impresión de que piensas que soy más profundo de lo
que realmente soy. Lamento si te di esa impresión.
Me reí. Tal vez tenía razón. El último hombre con el que había
dormido leía libros de filosofía tan amplios como mi cara, y había hecho
viajes a lugares como la India y el Congo para descubrirse a sí mismo. Me
había aburrido hasta la muerte con su autoexploración, sin tomarse nunca
un momento para salir de su propia cabeza y explorar lo que había dentro
de los demás. David era su opuesto.
—Bajaré el tono —dije—. Solo estoy tan hambrienta de
información.
—No cambies —dijo suavemente—. En cierto modo, me gusta. Me
conozco mejor contigo alrededor. También me dan más dolores de cabeza.
—¿Porque soy demasiado intensa todo el tiempo?
—Porque eres tan hermosa que haces que me duelan los ojos.
Eso fue suficiente para atraer a una chica ya enamorada. Me quité
los pantalones, me quité la camisa y subí a la cama.
—¿Estamos juntos, Yara? —preguntó—. ¿Somos algo?
—No —respondí—. No quiero una relación. Lo sabes.
—Está bien. —Él asintió.
—Ahora ven aquí —dije, acariciando la cama—. Estás desnudo.
14
CREPÉS
Me desperté una mañana con una de las canciones de David pegadas
en mi cabeza. Era una canción llamada “Cinco Dólares”, y no tenía sentido
incluso cuando él había intentado explicármelo. Después que dejó mi
apartamento para ensayar, hice café y reproduje la canción, escuchando
atentamente el mensaje que él insistió estaba allí. Era pegadiza y no podía
quitármela ni siquiera cuando puse un disco de Cat Stevens y traté
de escuchar algo más. Y si su canción estaba en mi cabeza significaba que
él estaba en mi cabeza.
Me vestí con mi sudadera, decidiendo dar un paseo a Pike para
desayunar. El aire fresco, los crepés, y el ajetreo del mercado pudieron
despejar mi mente de David Lisey. Mi lugar favorito de crepés estaba en
lo más profundo del mercado. Los lugareños sabían dónde estaba, pero los
turistas tenían que tropezar con él por casualidad, y luego les era difícil de
encontrar la próxima vez que intentaban volver. Tenía mi cabello amarrado
en una grasienta coleta alta y lo único que llevaba puesto en mi cara era un
poco de manteca de cacao. El Mercado Pike Place era mi cosa favorita de
Seattle. Sus tiendas excéntricas y los propietarios extraños me recordaban
al Camden Town en casa. No de una manera obvia; si los ponías juntos, se
verían y olerían totalmente diferentes. Había una cualidad subversiva en
ellos, un derrocamiento de la pretensión. Pasé a Rachel, el cerdo de oro con
las que a todos les encantaban posar y giré a la izquierda. Alguien estaba a
horcajadas sobre su espalda, con los brazos en el aire para una foto. Volví
la cabeza al último minuto y saqué la lengua para arruinarles la foto. Estaba
teniendo pensamientos profundos en cuanto a los turistas cuando doblé la
esquina y vi a David. Estaba de pie justo en frente de mí, la tienda de
donuts detrás de él. En un primer momento, sonreí porque hace tan solo
unas horas estaba dentro de mí. Pero, luego vi que no estaba solo y mis
emociones se desinflaron como un globo.
No tuve forma de agacharme, ni esconderme.
—Oh, hola —dije, nerviosa.
Intenté no mirar a la chica que estaba con él, pero estaba el hecho
de que la conocía. Nya se aferraba a su brazo sosteniendo una bolsa de
plástico en su mano libre. Podrían haberse topado por casualidad, pensé.
Espera antes de reaccionar.
—¿Qué están haciendo aquí?
El baterista y el bajista de su banda también estaban con
ellos. Todos llegaron a una abrupta parada cuando me vieron.
—Acabamos de desayunar —me informó Nya—. Y ahora vamos a
dar un paseo.
—Oh —dije. No podía ni mirarlo. Veía por encima de su hombro a
los coloridos pimientos exhibidos colgando de un puesto del mercado.
—¿Recuerdas a Ferdinand y Brick? —preguntó, señalando a los dos
chicos flanqueándolos—. Están en la banda.
Todo en Ferdinand parecía largo. Tuve que inclinar el cuello hacia
atrás para mirarlo a la cara. Él asintió hacia mí, divertido. Brick, el más
sólidamente fornido de los tres, tenía ojos somnolientos y rastas enrolladas
como una colmena en su cabeza. Él parecía aburrido a pesar del drama
desarrollándose.
—¿Adónde vas? —David lo dijo en voz tan baja que casi no lo
escuché.
—A desayunar —respondí—. Crepe De France.
—De ahí es donde venimos —dijo Nya de manera casual. ¿Era solo
yo o su voz sonaba agresiva?
No tienes permitido sentir nada de esto, me dije. Y era cierto. No
habíamos redactado ningún contrato emocional. Había rechazado su
petición a una relación al menos una docena de veces. Oficialmente, no
éramos nada, pero nos gustábamos y nos gustaba follar. Aun así, se podría
pensar que esperaría un par de horas antes de ir a su próxima cita. Me
pregunté por cuánto tiempo habría estado viendo a Nya. Y entonces
lo sentí, oh, qué asco… celos.
De repente perdí el apetito.
—Entonces, ¿a cuántas chicas te follas en un día? —pregunté. Fue
casual. Podría haber estado preguntando sobre el clima. Cuál es el punto
de fingir que no estás herida, ¿sabes? Pasamos tanto tiempo pretendiendo
que nada nos puede afectar que los hombres de hecho han comenzado a
creerlo. Tanto Ferdinand como Brick parecieron súbitamente alertas, con
los ojos muy abiertos, mientras que David me miraba fijamente. Tenía que
concedérselo, nada perturbaba a este puto pendejo. No miré a Nya, ni
siquiera una vez. Ella era una camarera terrible y decidí que iba a joder
todos sus pedidos de bebidas a partir de ahora.
—No estamos durmiendo juntos, Yara —dijo David suavemente,
reprimiendo una sonrisa—. Pero, puedo ver que parece de esa manera. Nos
encontramos y Nya sugirió buscar algo de comer.
—Oh, lo hizo, ¿verdad?
Nya soltó su brazo. Quería encontrar algo por lo cual estar todavía
enojada, pero en cierto modo estaba avergonzada.
—Bueno —dije—. Si vas a follarte a otra persona, deberías
avisarme. Por cortesía sexual y todo eso.
Su boca se retorció, pero mantuvo una expresión seria.
—Absolutamente —comentó—. Aunque no pienso… eh…
follarme a otra persona en el futuro previsible. Me gusta follarte a ti. Tienes
un coño realmente fantástico.
Brick aplaudió una vez y luego cruzó los brazos sobre el pecho. Mi
señal. Me rasqué la cabeza.
—Sí, pero ya sabes cómo son las mujeres. Ofreciéndose siempre y
cuando algo está justo ahí frente, los hombres suelen tomarlo.
—¿Normalmente? —David se puso una mano sobre el corazón—.
Soy un miembro de una iglesia. No he estado buscando templos por
ahí. No sé a qué tipo de hombres estás acostumbrada…
Ferdinand, el bajista, alargó una mano y apretó el hombro de David
a medida que me veía, con los labios apretados intentado reprimir su propia
risa.
Me aclaré la garganta, mi cara ardiendo. Nya se había alejado un
poco de David y estaba mirando alrededor por un escape, su plan para robar
mi chico quedando frustrado.
—También yo… a veces bueno… disfruto ir —logré decir
ahogadamente—. La música es decente y…
—¿Decente? —dijo Ferdinand. No le hice caso. No era parte de esta
congregación.
—Bien, entonces bueno. —David asintió—. Vamos a
estabilizarnos, nuestra relación parece estar basada únicamente en el sexo.
—Sonaba bastante alegre al respecto.
—No —dije rápidamente—. Yo no he dicho eso.
—¿Qué parte? —preguntó. Miró a Ferdinand—. Estoy confundido,
Ferdinand. ¿Estás confundido?
—Hombre, sí. Ustedes dos son el uno para el otro. No sé de qué
carajo están hablando. Iglesias y esas mierdas.
—Ya ni siquiera sé de lo que estamos hablando —le dije a David. Y
luego añadí—: No estoy buscando problemas.
—Oh, Inglesa. Pero has encontrado problemas —dijo—. Me alegra
que seas mi novia.
Inglesa.
—Bien. De acuerdo. Pero tienes que llevarme a cenar esta noche
para celebrar. En algún lugar lujoso y caro.
—Bien —me imitó—. Pero, como mi novia, me tienes que dar una
mamada en el auto antes de entrar en el restaurante.
—No voy a tragar —dije.
—Nadie es perfecto.
Pasé junto a ellos, mi expresión pétrea y determinada. Mierda, ¿qué
demonios acababa de pasar? Además, de repente estaba hambrienta otra
vez.
15
CITA PARA CENAR
A David le estaba yendo bien con la cena. Y cenar con David era
como cenar con cualquier otro hombre. Eso era mentira. Cenar con David
no era en absoluto como nada que hubiera experimentado antes. Él era…
divertido, sin pretensiones. La caída por debajo de su cuello y por encima
de su clavícula lucía suave y bronceada. Quería tocar ese punto, lamerlo.
Tampoco pareció importarle si la estaba pasando bien o no, porque él la
estaba pasando bien, y supuso que era más que bienvenida a unirme a
él. También estalló a cantar en momentos aleatorios, cantando cosas en
lugar de decirlas. Podría haber sido molesto, pero no era así.
La forma en que sus labios se movían cuando cantaba era
atractiva. Llevaba una chaqueta deportiva a cuadros y pantalones grises
que se enrollaban por encima de sus tobillos. Me abrió las puertas y ordenó
los calamares. La conversación se retrasó mientras comíamos y cada pocos
minutos me observaría cuando yo no estaba mirando. ¿Estaba estudiando
mi cara? ¿Preguntándose por qué vino? Tal vez no era lo que él
pensaba. No. Empujé esos sentimientos a un lado. Estaba actuando como
si esta fuera la primera vez que nos encontrábamos. Habíamos estado
pasando tiempo juntos durante semanas, pero no como pareja. Me
estremecí ante mis propios pensamientos y David inclinó su cabeza hacia
un lado.
—¿Qué estás pensando, Inglesa? ¿Estás teniendo una crisis de
momento?
—Sí —respondí—. ¿Por qué sonríes así?
—Me gustar saber que tengo el poder de causar estas crisis de
momento.
—Oh, cállate —dije—. Eres ridículo.
Pero también estaba sonriendo.
—Cuando juegas con el tallo de tu copa de esa forma, Yara, me
pone un poco duro —dijo, entre bocado y bocado.
Me sonrojé y aparté mi mano. Mi mejor amiga en Londres, Posey,
solía decir que tenía la costumbre de correr mis dedos a lo largo de los
objetos con aspecto fálicos.
—Es como si tienes una obsesión con las frotadas, Yara —decía
ella, sacudiendo la cabeza.
—No quiero que pares —añadió—. Solo sentí que debías saber.
Me reí.
—Mira —dijo después que el camarero viniera a llenar nuestros
vasos de agua—. Este lugar es jodidamente aburrido para mí. Somos
demasiado jóvenes para esto. Vamos a comer rápido y salgamos de aquí.
—Se inclinó hacia delante como si me fuera a contar un secreto—. Y
luego, tacos más tarde.
—Sí —asentí. Empujé mi halibut alrededor en mi plato, pensando
en los tacos.
Rechazamos el postre y apuramos lo que quedaba de nuestros
cócteles. Cuando llegó el momento de pagar la factura, David se quedó
corto por cinco dólares, así que le presté el resto. No pareció en absoluto
avergonzado por ello, cosa que hizo que me gustara aún más.
—Un día, te voy a comprar un restaurante para compensar esto —
dijo cuando nos íbamos.
—Eso me encantaría. Siempre he querido tener un restaurante.
—¿Ah, sí? ¿De qué tipo? —Me tomó la mano e inmediatamente
empezó a recorrer su pulgar en círculos a través de mi piel. Estaba
emocionada en silencio. Se sentía tan bien sostener su mano.
—Algo sutil —respondí.
Él inclinó la cabeza hacia un lado e hizo una mueca. Me encogí de
hombros.
—¿Sutil? —repitió—. ¿Y eso qué significa?
—Iluminación sutil, comida que se derrita en tu lengua, paredes de
ladrillo, y colores apagados. Un lugar que te haga sentir bien, ¿sabes?
—Mmmm —murmuró—. Parece que estás describiendo tu vagina.
Le di un puñetazo en el brazo y él me atrajo hacia sí de manera que
pudiera besarme en la sien.
—Te conseguiremos ese restaurante —añadió—. ¿Cómo vamos a
llamarlo?
—IOU1 —bromeé.
—Oh, Dios mío, eso es perfecto. ¡Qué visión! Qué marketing tan
excelente podemos hacer con IOU. —Estaba siendo escandaloso y
entusiasta, y me encontré quedando atrapada en ello.
Nos lanzamos a debatir en una campaña publicitaria. Para el
momento en que llegamos a mi estudio, David había compuesto un jingle
para el comercial y habíamos decidido sobre algunos de los elementos
importantes del menú.
—Canta de nuevo —le pedí a medida que abría la puerta de mi
edificio.
Él me complació, y la gente vagando por el vestíbulo de mi edificio
se volvió hacia nosotros mientras avanzábamos hacia los ascensores.
—Están tan hambrientos en este momento —le dije—. Mira sus
caras.
—¡No van a estarlo después de comer en IOU! —lo dijo lo
suficientemente fuerte para que ellos escucharan, y di un respingo y me
eché a reír al mismo tiempo. Estábamos tan bien juntos y después de un
par de copas, nuestras inhibiciones habían desaparecidos. Fui rígida la
primera vez que me habló, que era un milagro que regresara.
—¿Qué viste la primera vez que fuiste al bar y me viste?
—¿En ti? —preguntó.
—Sí, en mí.

1
IOU: según la pronunciación de las sílabas al español sonaría “ai ou iu”, similar a “I owe you”
traducido como “te debo”, por eso de que le prestó el dinero.
—Bueno, eres hermosa, Yara. Podrías estar cubierta de mierda,
caminar por la calle y mugir como una vaca, y la gente aun así pensaría
que eres hermosa.
—Pero, también pensarían que soy una chiflada.
—Ese no es el punto. Dices tonterías —dijo—. Simplemente, había
algo. Miré y lo supe. Eso no me ha pasado antes, así que decidí explorarlo.
Para el momento en que llegamos a mi apartamento, me sentí mejor
de mi nuevo novio. Gracias a Dios me detuve a depilarme después del
mercado esta mañana.
David me desnudó tan pronto como entramos por la puerta de mi
apartamento. Ni siquiera logramos llegar a la cama. Consumamos nuestra
nueva relación con diez maravillosos minutos, durante los cuales él pareció
tenso. Más tarde me dijo que intentó durar más tiempo, pero mi cuerpo
simplemente sacaba todo de él.
—Eres como magia sexual —dijo.
—Siempre es así al principio —le dije—. Pero entonces, algo
cambia.
Estaba tendido en el suelo donde habíamos aterrizado cuando
caímos desnudos y besándonos. Apoyó la cabeza en su codo y me miró
fijamente.
—¿Qué quieres decir?
De repente, deseé poder recuperar mis palabras. Me volví a
desplomar, volviendo la cara a la puerta principal y lejos de David. A
veces, sonaba demasiado cínica, eso es lo que Ann me dijo, lo que Posey
mi mejor amiga en Londres me decía.
—Vamos —instó—. Quiero saber lo que piensas, Inglesa.
—Está bien. —Me apoyé en los codos y él se acercó a acariciar mi
seno. Tan familiar—. Al principio de las relaciones, las cosas son muy
excitantes. El sexo es nuevo, y los toques son nuevos. Eres adicto a todo lo
relacionado con la otra persona, porque todo es tan reciente y sin
contaminar. Entonces la monotonía entra en acción, la lucha por cosas
tontas y la misma cosa que encontrabas excitante se vuelve…
irritante. Aburrido.
—Digo que eso es una mierda —dijo—. Cuando amas a alguien no
pasa de moda.
Me entraron ganas de reír, pero la sinceridad en sus ojos ahogó mi
humor. ¿Quién era yo para arrebatarle a este chico sus creencias? Alguien
más las borraría con el tiempo, y luego él lo sabría, pero hasta entonces
tendría que aprenderlo de la manera más difícil. Me volví a tumbar en el
suelo duro y me quedé mirando el techo. Era uno de esos techos rugosos
que parecían a una enfermedad de la piel. Nunca había yacido de espaldas
en mi cama porque no quería que el techo rugoso con su enfermedad de la
piel sea lo último que viera antes de caer dormida.
—¿Por qué te gusta ser barman? —preguntó.
Resoplé a través de mis labios fruncidos. ¿Cómo le explico algo por
el estilo? Tenía un título en gestión de atención, y sin embargo no tenía
ningún deseo de dejar el bar por un papel más prestigioso en el mundo de
los restaurantes. Me habían ofrecido todo tipo de posiciones y había
rechazado cada una.
—Me gusta el modo en que suena la barra —dije—. El tintineo del
hielo en un vaso, el olor de la lejía, la espuma que deja la pistola de soda
en la parte superior de una bebida. Todo es tan relajante. Puedes ir a
trabajar y hay una fórmula para lo que la gente necesita. Por no hablar de
las personas. Me gusta observarlas, escuchar sus vidas, sin intervenir en
sus vidas. Son como amigos, pero sin la molestia.
David reía. Se sostenía su vientre desnudo de lo fuerte que reía.
—Tienes la personalidad de un artista, ¿lo sabes?
—De ninguna manera —contesté, sacudiendo la cabeza—. No
tengo ni un hueso artístico en mi cuerpo.
—Seguro que sí. Simplemente no lo has encontrado todavía. —Lo
dijo con tanta convicción que empecé a considerar todos los talentos
ocultos que podría tener.
—Un día despertarás y querrás hacer algo. Marca mis
palabras. Quizás sea una pintura, o tal vez un bebé conmigo. —Se encogió
de hombros. Golpeé su brazo y él se colocó encima de mí, mis omóplatos
clavándose al suelo de madera—. Sé lo que podríamos hacer en este
momento —dijo, besando mi barbilla. Levanté la cabeza de modo que
tuviera acceso a mi cuello—. Podríamos hacer…
Puse una mano en su boca para que así no pudiera decir las palabras.
—No —le advertí—. No estamos en una película cursi de los años
ochenta.
Empezó a cantar “I’ll Make Love to You” de Boyz II Men, mientras
yo me encogía y trataba de salir debajo de él, pero al final, me besó tan
bien que perdí la voluntad de escapar.
16
TIPOS
David vivía en un apartamento de un dormitorio
llamado Hillclimb Court, tan cerca del Mercado Pike Place que podía
sentir su pulso a través de las paredes. Era el tipo de construcción que
arquitectos en los ochentas pensaron que era de vanguardia. Me recordaba
a un espacio de oficina o un garaje de estacionamiento; todo de acero y
hormigón con un patio privado para proteger a los residentes de los turistas
que sondeaban la calle fuera. Para añadir un pequeño toque creativo muy
necesario, tenía una pared de azulejos de vidrio. ¡Ooh La La! Los
residentes se habían esforzados para alegrar el lugar con plantas y eso
ayudaba muchísimo. Tenía un ambiente de garaje/invernadero. El
apartamento de David quedaba de cara al Puget Sound donde se podía ver
las montañas Olympic repartidas frente a ti como un buffet de la naturaleza.
Estaba esperando algo pequeño y sucio, tal vez un lugar donde
tuviera compañeros de habitación y un sofá marrón manchado con
quemaduras de cigarrillos. Sin embargo, no era nada de eso. Era industrial.
Imaginé que la luz era hermosa cuando entraba por las grandes ventanas
orientadas al oeste. Las paredes de ladrillo, los pisos de concreto, las luces
Edison que colgaban por encima de la cocina brillando amarillo. Tenía
ollas y sartenes de cobre, y bebía agua de tarros de cristal, cosa que no me
sorprendió en absoluto. Habían cuadros colgados con buen gusto en las
paredes, pinturas al óleo de desnudos femeninos. Y su único mueble era
una sección de cuero con aspecto resbaladizo que se enfrentaba a la
televisión. Me impresionó especialmente cuando busqué una consola de
videojuegos y no encontré ninguna. David accionó un interruptor y un
fuego saltó a la vida por debajo de la televisión. Nos preparó
expreso mientras miraba alrededor y nos sentamos cerca del fuego para
beberlo.
—Te estás preguntando por qué conduzco un auto tan mierda y
tengo un lugar tan agradable —dijo.
—Sí, supongo que sí. —Dejé mi taza de café en el suelo junto a mí.
—Es la casa de mi tía. Ella me lo alquila.
—Oh —dije—. ¿Dónde vive?
—Afuera en Bainbridge. Compró esto hace veinte años, cuando
trabajaba en la ciudad. Supongo que aún está apegada, no quiere venderlo,
así que me permite quedarme en él.
—Qué afortunado —dije.
Una lenta sonrisa perezosa se dibujó en su cara, y me atrajo hacia
él. Me gustó la forma en que olía, y me gustó que llevara bóxer rosa bajo
sus ropas negras. Y me gustó la forma en que me había mirado esta noche
mientras estaba en el escenario. Intentaba ir a la mayor cantidad de sus
espectáculos como podía, sobre todo si no estaba trabajando.
Una vez tuve un amigo músico que me dijo que las horas después
de un espectáculo eran las más solitarias que jamás hubiera sentido.
—Pasas de ciento sesenta kilómetros por hora a dieciséis. En un
minuto todo el mundo está pidiendo a gritos más, al siguiente, estás en
casa en bóxer doblando la ropa y preparando una tostada. —
Quería preguntar a David si alguna vez se sentía de esa manera, pero él no
era la clase de persona depresiva y melancólica. Incluso ahora
estaba limpiando nuestro desorden después del café con una pequeña
sonrisa en sus labios. De repente tuve un anhelo de tostadas y frijoles, y
estaba a punto de preguntarle si tenía cuando salió de la cocina.
—Quítate los pantalones y acuéstate de espalda. Quiero saborearte.
Mis ojos se pusieron vidriosos, abandonando los sueños con
tostadas. De todos modos no necesitaba esas calorías adicionales.
Mi parte favorita del condominio de David era la taberna conectada
a su edificio. Era una de esas tiendas de moda que tienen un calentador
para mini-pretzel y tropecientos tipos de cerveza. Los hípsters
cristianos tenían estudios de la Biblia en las mesas de abajo, y siempre
había al menos cuatro hombres vestidos holgados gorros tejidos y camisas
a cuadros. En las noches de lluvia caminaríamos hasta allí y nos
sentábamos bajo las cadenas de luces Edison, bebiendo pinta tras pinta
hasta que cerraban el lugar. Hacíamos un montón de ruido cuando
Ferdinand y Brick se nos unían, a veces traían chicas que apestaban a
perfume afrutado, escote y decían mierda un montón, eso siempre hacía
que los chicos estudiando la Biblia empacaran temprano y se iban. Cuando
estábamos lo suficientemente ebrios, nos tambaleábamos los diez pasos de
nuevo a su edificio y hacíamos queso a la plancha con las rebanadas de
queso desagradables que vienen en fundas de plástico. Compré un buen
trozo de queso lujoso de Beecher en el mercado, pero se pudrió en su
nevera y con el tiempo lo botamos.
Aprendí que los estadounidenses tienen una gran nostalgia por las
papilas gustativas. Esto me quedó demostrado cuando viví en Miami. Una
chica con la que trabajé de barman quien era originaria de Ohio sugirió un
viaje por carretera a Georgia. Estaba deseando una White Castle, me dijo,
y yo estaba dispuesta a tomar un viaje por carretera de tres días para ir a
comerla. Había esperado magia, quizás amor a primera vista, pero después
de mi primer bocado dejé mi sándwich a un lado y le pregunté si en realidad
habíamos conducido hasta Georgia por hamburguesas o si había algo más
en juego.
—Yara —había dicho ella—. En Estados Unidos, alimentamos
nuestras obsesiones. ¡No nos importa si no son prácticas! —Ella entonces
había comido mi sándwich y tres por su cuenta, luego ordenó una docena
para llevar, que puso en una nevera portátil en el maletero de su Prius—.
No son tan buenos recalentados, pero los mendigos no pueden ser selectos.
Yo había ido a casa preguntándome si nos habíamos drogado con
algún tipo de droga de la que no estaba consciente. Quiero decir,
¿condujimos hasta la península de Florida y fuimos a otro estado solo por
hamburguesas que sabían a pies sucios? Cuando llegué a casa, busqué en
internet y encontré que las personas eran bastante apasionadas por las
hamburguesas a pies sucios. Era una cosa. Además, si ponías queso en
cualquier cosa, se lo comían igual: recubiertos, rellenos, espolvoreados,
saturados… lo que sea. El queso vende, así como el sexo.
También frecuentamos JarrBar al otro lado de la calle. Parecía un
armario más que un bar, apenas lo suficientemente grande para albergar
una docena de personas bien alimentadas, pero me recordó a los bares
íntimos de los barrios en Inglaterra. A veces íbamos después de que saliera
del trabajo. Compartíamos una botella de Lobo y comíamos anchoas hasta
que nuestras lenguas estaban en carne viva de la sal.
—¿Soy tu tipo de mujer? —le pregunté una noche cuando ya
estábamos caminando de regreso a su lugar. Él me miró como si hubiera
dicho lo más loco del mundo.
—Por supuesto que eres mi tipo, nena. —Su voz sonó ronca y el
viento la atrapó y se la llevó.
—¿Con quién saliste antes que yo? —pregunté.
Esperé que se riera de eso, dijera algo para desviar el tema, pero en
cambio, me dio sus recuerdos.
—Mi última novia era italiana. —Lo pronunció exageradamente
para ser divertido—. Era celosa. Incluso si miraba a una cajera en el banco
para agradecerle por mi transacción más reciente, ella no me hablaría
por una semana. Tenía miedo de hacer contacto visual con cualquier mujer
por encima de los dieciocho años y por debajo de los cincuenta.
Me reí a pesar de que sabía que él en cierto modo estaba hablando
en serio.
—No estamos hablando de Elizabeth, ¿verdad? —pregunté,
recordando a la pobre chica con la que había roto para el tiempo en que me
conoció. Pasamos a un par de chicos borrachos en la acera, y David me
pasó rápidamente de mi lado izquierdo a mi derecha, colocándose entre
ellos y yo.
—Inglesa, te he dicho que Elizabeth y yo no éramos pareja. —
Fingió estar molesto, pero era una farsa. Discutíamos sobre Elizabeth todo
el tiempo. Él insistía en que nunca habían sido una pareja y yo insistía en
que lo habían sido.
—Mi última novia de verdad me engañó —dijo—. Es por eso que
terminamos. —Hizo una mueca—. Me estuvo engañando todo el puto
tiempo que estuvimos juntos. Esa es la razón por la que siempre me estaba
acusando de algo, porque se sentía tan condenadamente culpable, ¿sabes?
—¿Cómo era?
Me dirigió una mueca.
—Ah, ya veo por dónde vas con esto. —Se acercó más para hacerme
cosquillas, pero estábamos cruzando la calle y logré esquivarlo
agraciadamente.
—Tenía el cabello oscuro, ojos oscuros. Con curvas.
—¿Y la chica antes que ella, cómo era?
Él sonrió.
—Era pelirroja. Pasé por una etapa pelirroja en la universidad.
—¿Delgadas o con curvas? —pregunté.
—Delgadas. Altas.
Llegamos a la puerta de su edificio y sacó su llave.
—¿Qué estabas diciendo acerca de tu tipo de mujer? —pregunté
riendo.
—No tengo un tipo físico. —Se encogió de hombros—. ¿Eso es lo
que estabas averiguando?
—Sí, a decir verdad lo hacía.
—Me gustan las mujeres inteligentes, Inglesa. Las mujeres
cultivadas. Las mujeres graciosas. Las mujeres amables. Me gusta eso en
todos los tipos de colores y tamaños.
Eso me gustó.
—¿Cuándo fue la última vez que tuviste a una rubia? —
pregunté. Estábamos subiendo las escaleras y casi estábamos en su puerta.
—Ayer por la noche cuando te tuve.
—Eso no es lo que quiero decir, Lisey.
—Eres mi primera rubia —admitió.
—Así que estás pasando por una etapa rubia —bromeé.
—No —dijo—. No hay más etapas. Ya encontré lo que estoy
buscando.
Y entonces me quedé de piedra y en silencio, reproduciendo sus
palabras una y otra vez en mi cabeza.
—Esto es lo más hermoso que ha sido mi vida alguna vez —dijo
David—. Esto es lo que quiero.
Me pregunté sobre eso cuando estaba lejos de él. David apenas
había dejado el noroeste del Pacífico. Yo había viajado por todos los
Estados Unidos y un poco de Europa, y sin embargo, nunca sentí que
hubiera llegado a un momento significativo. Perseguía ese momento con
tantas ganas que apenas podía permanecer inmóvil en un lugar por más
de seis meses, aun así él podía comer anchoas, mancharse sus dientes con
vino, y decir que esto era lo más hermoso que su vida había sido alguna
vez. Era inocente y sencillo, y todas las cosas que yo quería ser. Así
es cuando me di cuenta que David era quien yo quería ser. Alguien que no
necesariamente había dominado su arte o su vida, pero que estaba
intentándolo con todas su malditas ganas, con todo en él. Sentía esta
sensación extraña arrastrándose por mí, sobre todo cuando estaba sola, que
hacía que mi garganta se cierre como si estuviera comiendo
demasiadas galletas sin nada de beber. David era demasiado y yo
demasiado poco.
17
LA CHICA DE LA GORRITA
Descubrí que David se preocupaba por todo el mundo. El hombre
sin hogar en la esquina de Union con la Segunda al que le compró
sándwiches, la mujer de cuarenta y tantos llorando y caminando fuera del
restaurante de sushi que casi chocó con nosotros, la chica de los piercing
que vendía las gorritas tejidas a mano en el mercado. Incluso quería hablar
de sus apuros en detalle.
—Uno no solo termina en la calle. Él tenía una madre, una
familia. Alguien lo quería, entonces ¿qué es lo que pasó?
Pensé en lo ingenuo que era. Tal vez podría haber sido un niño
adoptivo. Tal vez podría haber tenido una madre desinteresada como yo.
En cuanto a la chica de la gorrita tejida, dijo:
—Tiene los ojos más tristes que he visto en mi vida…
La Chica de la Gorrita, fue la que más me molestó. No pude
entender por qué exactamente. La habíamos pasado para llegar a la tienda
de salchichas que nos gustaba, y una vez David compró dos de las gorritas
tejidas que ella hacía solo para ver si sonreía. Una rosa y otra de gris
moteado. Se quedó con la rosa y me dio la gris, aunque la metí en un cajón
tan pronto como llegué a casa.
—¿Crees que teje las gorritas porque está triste, o que está triste
porque tiene que tejer gorras? —preguntó. Siempre se veía muy estresado
cuando hablaba de ella. Y yo me molestaba bastante por eso.
—Bueno, en primer lugar, tienes que dejar de quedarte mirándola.
Eso la está empezando a poner bastante incómoda. Y ¿por qué tiene que
ser algo? Hace gorros, fin de la historia.
—Está triste. ¿Has visto sus ojos?
Le di un vistazo a él.
—¿Si he visto los ojos de la Chica de la Gorrita? No, David, no lo
he hecho. —Eso no era exactamente cierto. Ella tenía unos sorprendentes
ojos muy, muy azules. Llevaba abundante delineador kohl alrededor de
ellos que los hacía resaltar incluso aún más. ¡Míranos!, decían. ¡Somos tan
vulnerables!
—Bueno, ahí es donde guarda todo. —Hizo círculos con sus dedos
y se los llevó a los ojos como si fueran binoculares—. Todo el mundo tiene
una historia. —Tomó mi mano y la apretó a medida que caminábamos.
—Así he oído —respondí con aspereza.
La última cosa que quería era a David husmeando alrededor de
alguna doble de Olivia Newton-John con intensos ojos azules. Una con
ojos tristes claro está. Los hombres siempre sentían algo por la
vulnerabilidad femenina. Querían ser su héroe.
Era un domingo por la mañana, los chicos estaban tocando un
concierto a dos horas de distancia en Bremerton, y yo tenía todo el día para
estar sola. Esa era una de las cosas que olvidabas extrañar cuando estabas
en una relación, lo bien que se sentía estar desacoplado por un tiempo, para
así disfrutar de tu propia compañía. Elegí un libro de mi estantería, uno que
había estado prometiendo a David leer, y me lo llevé a un pequeño bar de
té asiático que se encontraba en el mercado. Taburetes de colores se
extendían por todo el camino alrededor de una barra baja circular. Hoy la
mayor parte de los taburetes estaban llenos. Vi un asiento vacío y me dirigí
hasta él. No la reconocí de inmediato, su cabello estaba escondido debajo
de un pañuelo de color amarillo brillante. Ella levantó la vista hacia mí
cuando me quitaba la chaqueta y me quedé sorprendida por un momento
cuando reconocí su rostro. Me deslicé en el taburete y
carraspeé preguntándome si debía decir algo. No. Eso era raro. Pedí mi té
y saqué mi libro de mi bolso. Leería algunos capítulos y luego podríamos
hablar de ellos mañana cuando David regresara. Fue entonces que la Chica
de la Gorrita me miró y preguntó si mi libro era bueno.
—En realidad acabo de empezar. Mi novio me ha estado
pidiéndome que lo lea, así que pensé en darle una oportunidad.
—Parece… hostil —dijo, mirando la cubierta.
—Supongo que lo es un poco, sí —dije. Y luego añadí—. A él le
gusta el arte violento. Creo que se siente atraído porque no sabe cómo
hacerlo. —Me sorprendió que dijera algo tan honesto a un completo
desconocido. Pensé en lo mortificado que estaría David si supiera que eso
es lo que pensaba de él y me dio vergüenza.
Ella sonrió. Fue una especie de sonrisa lejana que no llegó a sus
ojos. David tenía razón. Nada llegaba a sus ojos.
—Oye —dije—. Tienes un puesto en el mercado, ¿verdad?
Ella levantó la vista bruscamente y me estudió como si estuviera
tratando de ubicar mi cara.
—Algo así.
Me di cuenta que había cerrado la conversación, me cerró, pero
luego su cara se iluminó en reconocimiento.
—Estás con el músico. ¡Van al mercado todos los jueves!
Me encogí un poco en mi asiento. Lo que dije era aún peor ahora
que ella sabía quién era David.
—Soy buena con las caras —comentó y se encogió de hombros—.
Lo vi tocar una vez en El Cocodrilo.
Ah, el buen y viejo Cocodrilo. Sonreí y cambié de tema. ¿Qué más
podías hacer una vez que has hecho el ridículo?
—¿No trabajas hoy?
Ella asintió.
—Un amigo está cubriéndome. Rompí con mi novio y no pude
soportar la idea de sentarme allí todo el día. Así que, bueno, estoy sentada
aquí.
—¿Un chico malo? —pregunté.
Ya estaba pensando en llamar a David para decirle que tenía
razón. Sin embargo, eso probablemente le haría ser más comprensivo con
ella, y finalmente me di cuenta por qué nunca me ha gustado el aspecto de
ella. ¡Oh Dios mío, estás celosa!, me dije. Eso no era parte de lo que
hacía. Era algo nuevo para mí y me hizo sentir incómoda.
—Sí, se podría decir eso. Hemos estado de manera intermitente
durante unos años —dijo.
—¿Qué se necesita para encontrar a un buen hombre que no sea un
completo imbécil, sabes?
Ella me miró y sonrió de repente.
—Pero, tienes uno, ¿verdad?
Terminé lo que quedaba de mi té y me puse de pie.
—Fue un placer charlar contigo…
—Petra —ofreció.
—Correcto. Entonces encantada de conocerte, Petra. —Vi que ella
estaba a punto de preguntarme mi nombre y quise salir de una jodida vez
de allí antes de que tuviera que decirle.
Y entonces me colgué el abrigo y salí corriendo de la tienda como
si tuviera alguna parte importante en la que estar en lugar de estar ahí con
mis inseguridades. No le dije a David sobre mi encuentro con Petra
también conocida como la Chica de la Gorrita, y la próxima vez que
estuvimos en el mercado, insistí en caminar por un camino diferente a
nuestro lugar de almuerzo. De todos modos, ¿cómo sabía que íbamos allí
todos los jueves? Qué espeluznante. La clase de persona que se ve rubia, y
nerviosa, y un poco inocente, pero que te follaría en todas las posiciones
conocidas por el hombre.
—¿Cuántas chicas ligan contigo en un día cualquiera? —le pregunté
a David un día cuando caminábamos para encontramos con los chicos para
la cena.
David retumbó de risa.
—¿Qué? Esa es una pregunta legítima. Eres músico. Se supone que
son mujeriegos.
Él levantó una ceja y luego anunció:
—¡Estás celosa! —Con emoción extrema—. Esa es mi nueva cosa
favorita de ti, Inglesa.
—¡No! David, no. No estoy celosa, con toda seguridad —mentí—.
Solo es una pregunta.
Se pasó la mano por la cara a medida que pensaba.
—No sé cómo responder a eso. Estoy cerca de las mujeres todo el
tiempo. Son en su mayoría amables, conversadoras incluso, pero ¿cuál es
la línea entre ser una persona amable y coquetear?
—¿Te inspiran?
—Un coño siempre es inspirador, Yara —respondió riendo.
Le di un puñetazo en el brazo y eso lo hizo reír más fuerte.
Era tan ingenuo. Me agarró por la cintura antes de que pudiera decir
nada más y me dio la vuelta para enfrentarme a él. Estábamos en medio de
la acera, nuestros brazos envueltos alrededor del otro, los míos
más vacilantes. Un hombre con sombrero de hongo tocaba un órgano
móvil a unos pies de distancia.
—¿Qué importa? Eres la única que quiero.
—Un coño es un coño —dije—. Cuando las mujeres se ofrecen, los
hombres toman.
—No es cierto —dijo, con el ceño fruncido. Y entonces—: Ah,
bueno ya he sentido el tuyo y no hay vuelta atrás.
Sonreí tristemente, sus palabras sin ofrecerme consuelo. ¿Y por qué
necesito consuelo? David y yo teníamos un acuerdo. Estaba aquí para
inspirarlo, no para enamorarme de él.
—No eres tú quien me preocupa —le dije, con expresión sombría—
. Son todas esas zorras que quieren follarte.
—Las zorras que quieren follarme —repitió, con los ojos brillantes.
—Sí, David. Eres músico. Cuando sostienes tu guitarra, las mujeres
te imaginan sosteniéndote tu verga.
Se aferró el estómago mientras reía.
—¿Por qué querría a alguien más? Mírate, con ese acento lindo y
ese culo —dijo.
—Hay un montón de acentos lindos y traseros de donde vengo —le
dije.
—Oh, mierda, entonces será mejor que nunca vayamos allí —
añadió.
Negué con la cabeza hacia él.
—Te quiero, Inglesa. Pienso en ti todo el tiempo, no, tacha eso. Me
obsesionas todo el tiempo. Eres mi musa. ¿No era ese el trato? Vales la
pena cada centavo.
No sabía qué decir a eso. Me gustó. Me gustó tanto que empecé a
besarme con él justo ahí en la acera.
—Tonto —dije—. Ridículo. —Pero en realidad quise halagarlo con
esas palabras.
—¿Por qué tienes que ser de esa manera, Inglesa? —preguntó,
alcanzándome para aferrar mi trasero—. ¿Cuando tengamos bebés pueden
hablar como tú?
Golpeé su mano para quitármela del trasero. Era tan bueno en esto.
18
PETRA
Petra también conocida como la Chica de la Gorrita no se evaporó
de nuestras vidas como había querido que hiciera. Un viernes por la noche
en agosto llegó al Cocodrilo con medias de red, una minifalda rosa dorada
y un enterizo negro sin mangas. Se había teñido el cabello de plateado
como esas súper elegantes chicas demasiado geniales al estilo Suicide
Girls, y con su sudadera sin mangas se podía ver todos los tatuajes por sus
brazos. Todo su aspecto gritaba “me importa una mierda lo que pienses
porque soy una gatita sexual”. Y realmente me molestó eso. Algunas de
nosotras no éramos gatitas sexuales. Algunas de nosotras llevábamos
pantalones decentes y no teníamos garabatos en nuestra piel, y no sabíamos
exactamente cuál era nuestro lugar en la vida, pero intentábamos
encontrarlo activamente. Las chicas como Petra minaban el proceso. Nos
hacían sentir rechonchas y simples. Tal vez hacían que nuestros novios
pensaran que somos rechonchas y simples. ¿Quién sabe? No quería que
David la vea, pero eso era como pedir un arco iris para no ser visto.
A lo largo de la noche, llevó alrededor una botella de cerveza
orgánica. Velaba por su cuenta incluso cuando se emborrachaba.
Honestamente, quise vomitar de solo verla. No se sentía bien, ella estando
aquí cuando David estaba tocando. ¿Qué es exactamente a lo que estaba
jugando? La banda salió en torno a las diez después del acto de apertura, y
tal vez fue mi imaginación, pero sentí que se arrastró más cerca del
escenario. Había estado bailando durante la última hora con un descuidado
abandono que yo no poseía, como si solo estuviera ella en la habitación.
David probablemente no la reconocería, tenía el cabello diferente, y
no llevaba un gorro tejido. Él estaría en la zona, listo para tocar y
probablemente exaltado. Estaría buscándome en la multitud, no a
ella. Estaba exagerando las cosas. Además, cuantos más mejor,
¿verdad? Queríamos llenar sus espectáculos, llenar la casa, recibir “me
gusta” en las páginas de Facebook e Instagram. Encontré un lugar en la
parte de atrás donde podía ver a todo el mundo observando a David y aferré
mi cerveza caliente en la mano. Me sentía demasiado enferma
para beber. Mi parte favorita de venir a sus presentaciones era el efecto que
tenían en las personas. Era adictivo de ver. ¡Él es mío!, quería gritar.
Estaban a medio camino a través de una canción llamada
“Babilonia” cuando él la reconoció. Fue sutil. Solo lo conocía de unos
pocos meses, pero había visto sus ojos iluminarse cuando me encontraba
en una multitud. Por lo tanto, cuando sus ojos se detuvieron en ella un
segundo más de lo normal, y supuse que hicieron contacto visual incluso a
pesar de que realmente no podía estar segura, sentí escalofríos todo el
camino hacia abajo a los dedos de mis pies.
Petra estaba allí para robar mi hombre. Dejé mi cerveza caliente y
me apoyé en la pared del fondo absolutamente enojada, escuchando
canciones que había oído una docena de veces antes.
Después del espectáculo, me dirigí en línea recta a donde David
estaba de pie rodeado de gente. ¿Qué gente?, pensé, estirando el cuello
para ver. El lugar aún estaba lleno y tuve que abrirme paso más allá de
la muchedumbre de bebedores para llegar a donde había saltado desde el
escenario. Las suelas de mis zapatos se pegaron al suelo donde se habían
derramado las bebidas. Cuando estaba a solo unos pocos pasos de
distancia, vi la parte trasera del cabello plateado de Petra, de pie delante de
David. Ella asentía vigorosamente, tan vigorosamente como su pequeño
cuello le permitiría.
—Absolutamente —le oí decir—. Eso es lo que pasa con el arte,
¿verdad?
Quise resoplar, quise extender la mano y tirar de su cabello de hadas
hasta que gritara de dolor. Deja de hablar con mi novio sobre arte, puta.
David me vio y todo cambió. En primer lugar, sonrió, una profunda
sonrisa que llegó a sus ojos. Luego se excusó del grupo que se reunía
alrededor de él y avanzó hacia mí.
—Hola, Inglesa. —Me agarró la cara y me plantó un gran beso.
Esperaba que Petra estuviera observando.
—Hola tú —le dije. Olía a sudor y adrenalina. Envolví mis brazos
alrededor de su torso y lo abracé. Toda la banda estaba en llamas esta
noche—. Eso fue fantástico —dije. Nos quedamos así durante unos treinta
segundos con todos esos asquerosos cuerpos empapados de licor chocando
con nosotros.
—Hoy tuvimos a un agente aquí —dijo—. De vacaciones con su
esposa. Terminaron entrando en este agujero de mierda y nos escuchó
tocar. Quiere que vuele a Los Ángeles para conocer a algunas personas.
—¿Ah, sí? —pregunté. Buscando en la multitud a una pareja con
una vibra de Los Ángeles, pero todo lo que podía ver eran caras sudorosas,
hinchadas de licor.
—Vamos a tomar una copa para celebrar. —Hizo un gesto a los
chicos que habían terminado de empacar el equipo y estaban mirando a su
alrededor buscándolo. Me sentí tan aliviada. Es por eso que estaba
prácticamente reluciendo, no por Petra. Me imaginé un contrato de
grabación y cuántas Petra más habrían en el futuro.
—Te espero afuera —le dije.
Estaba desesperada por aire fresco, lejos de todas las personas, todas
las cosas, todo el olor. Él asintió y se volvió a ayudar a cargar la camioneta
de Ferdinand mientras me dirigía hacia las puertas. No había divisado a
Petra desde que avancé hasta ellos, y cuando David se acercó a mí, ella
había desaparecido de mi mente por completo. Él había sido tan
tranquilizador en la forma en que tocó y besó, y me adoró. Me sentía tonta
por estar preocupada por la Chica de la Gorrita. No quería pensar en su
nombre nunca más. Eso hacía que su presencia en nuestras vidas fuera
demasiado personal. No era más que la Chica de la Gorrita, la puta del
cabello plateado del mercado que miraba a mi novio con ojos seductores.
Casi me sentí tonta por todo el asunto cuando las puertas del Cocodrilo se
abrieron y David salió con Petra a su lado. Estaban sonriéndose, no, riendo
sobre algo, y por un segundo pensé que él iba a tomar su brazo y caminar
directo más allá de mí.
Me di la vuelta de modo que ninguno de ellos pudiera ver la
expresión de mi cara. La camioneta de Ferdinand llegó rechinando al girar
la esquina y avancé hacia él a toda prisa. No sabía si David conduciría,
pero en ese momento lo único que quería era estar escondida en la cabina
de Ferdinand para que así nadie pudiera ver mi cara. David me llamó, pero
fingí no escucharlo mientras corría a la camioneta. Ferdinand vio mi cara
y abrió la puerta para mí sin decir una palabra. Lo vi mirar por encima del
hombro hacia Petra y David y se encogió de hombros. David parecía
confundido, pero luego Petra dijo algo y se acercó a donde su auto estaba
estacionado en la calle. ¡Estupendo! Así que ahora iban a viajar juntos. Esa
era probablemente la cosa más estúpida que pude haber hecho. Ferdinand
me miraba en el espejo retrovisor. Todo lo que podía ver eran sus ojos.
—¿Qué? ¿Nunca antes habías visto a una novia celosa?
—¿No sabías que David solo sale con mujeres celosas?
—Cállate —dije. Y entonces—: ¿Estás bromeando?
Hizo un giro brusco y mi cabeza chocó contra la ventana. Me froté
mientras él abría una bolsa de carne seca y me ofreció un poco estirándose
al asiento trasero.
—Podrías haberte sentado en la parte delantera, ¿sabes?
—Lo sé —dije, tomando un trozo.
—Es su patrón —dijo Ferdinand—. Todos tenemos patrones. A
David le gusta que las chicas sean unas malditas locas. —Me miró por el
retrovisor de nuevo—. Sin ofender.
—Para nada.
—Creo que se excita con alguien que lo desea tanto. Es el hijo del
medio.
Nunca me había creído todo el asunto del orden de nacimiento,
sonaba como un montón de excusas estúpidas para mí, pero me incliné
hacia delante para escuchar lo que decía Ferdinand.
—No estoy celosa —le dije.
Se rio, sus grandes hombros rebotando de arriba hacia abajo.
—Y no soy estúpida.
Sorbí de mala gana y miré por la ventana.
—No lo soy. Las chicas solo se lanzan hacia él. Es asqueroso.
—Mira —dijo—. ¿Solo tienes qué? ¿Veinticuatro? ¿Veinticinco?
—Veinticinco —respondí.
—Sí, bueno, tienes un montón de tiempo.
No sabía lo que quería decir con eso. ¿Un montón de tiempo para
qué? ¿Para entenderme a mí misma? ¿Para aprender a no ser celosa?
—Si hace alguna diferencia, le gustas más de lo que nunca le gustó
otra mujer.
Sonreí a Ferdinand porque en serio me gustó mucho escuchar eso. Y
nunca nadie me había dicho eso.
Cuando llegamos al bar, un lugar llamado La Boheme, el auto de
David ya estaba allí, estacionado junto al bordillo. Habían tenido tiempo
suficiente para entrar y encontrar asientos. Ferdinand me ayudó a salir de
la camioneta y caminamos juntos hacia la puerta.
—¿Qué es este lugar? —pregunté.
—La Boheme —dijo como si no pudiera leer el cartel por mi
cuenta—. Vengo aquí cuando como hongos, el lugar es estupendo.
La Boheme era de hecho estupendo. Al momento en que entramos
por la puerta me sentí como si hubiera entrado en una novela de Lewis
Carroll. Cada color, cada textura, cada patrón se desplegaba sobre las
paredes. Había cabinas de madera simples en el bar y algunas cimas altas
donde las personas se sentaban y bebían de vasos coloridos. David nos
saludó desde la parte posterior de la barra donde se había asegurado un
gran stand redondo. Petra estaba sentada hacia la parte posterior y el centro
con la chica con la que la había visto entrar en el club. Se veía como una
Doris Day con piercing y cabello rosa. Las ignoré a ambas y le di a David
una sonrisa con los labios apretados cuando él se acercó a mí.
—¿Dónde has estado? —preguntó. Luego empujó a Ferdinand en el
pecho y fingió estar enojado—. Ella es mía —le dijo.
Ferdinand me lanzó una mirada.
—¿Las otras dos también son tuyas?
Me tapé la boca para ocultar mi sonrisa. En dos segundos Ferdinand
se había convertido en mi nuevo mejor amigo y la persona favorita en el
planeta.
David enrojeció.
—Olvidé presentarte, Yara. —Le dio la espalda a las chicas y
articuló—: Esa es la chica de la gorrita del mercado.
Intenté parecer divertida.
—La otra es su mejor amiga, creo —dijo David en voz baja. Miré a
Ferdinand, que levantó las cejas y se encogió de hombros.
—¿Pero por qué están aquí?
—Petra es artista —respondió—. Solía estar en una banda. Pensé
que sería bueno para ella estar alrededor de otros artistas. —Se inclinó
hacia mí—. Acaba de pasar por una mala ruptura.
Quise decirle que lo sabía, pero en su lugar, opté por no ser
predecible. Ferdinand pensaba que era otra de las novias celosas de David
y no lo era.
—Está bien —dije, caminando hacia la cabina con una sonrisa—.
Hola, Petra —dije lo suficientemente alto como para que todos oyeran.
Ferdinand el incrédulo se rio detrás de mí a medida que me movía
en la cabina decidida a no ser esa clase de chica. La misma chica como las
que él había tenido antes. Mi nueva resolución duró aproximadamente diez
minutos.
19
BEBIDAS Y DUDAS
Petra era una de esas chicas que ni siquiera sabías que estaba
coqueteando con tu novio mientras estaba coqueteando con tu novio. Era
una especie de delicia verla si no estuvieras al borde de mandar todo a la
mierda. Se componía sobre todo de sexo y avances casuales. Cuando
tomaba un sorbo de cerveza, por ejemplo, se lamía los labios como si la
propia ambrosía de los dioses hubiera pasado por ellos. Y cuando tenía
que pensar en algo, se mordía el labio inferior y miraba frente a ella con
una mirada seductora. Esta era su norma. Supuse que creció con una puta
como madre y un padre ausente por completo, y esta era la única manera
que sabía cómo hablar a los hombres. Yo estaba metida en medio de ella y
David, pero a veces hablaban alrededor de mí porque los artistas tenían
tanto en común. Cuando hablaba, sus labios gruesos se movían
sensualmente y a ritmo con su parpadeo de ojos saltones.
Ferdinand, que estaba sentado frente a mí y junto a su amiga,
Beatriz, la observaba con la misma atención absorta tanto como yo. Era
difícil no hacerlo, a decir verdad. Si yo fuera un chico, habría tenido
una erección. Brick llegó diez minutos después que nosotros con unas
hermanas gemelas a remolque. Y entonces llegó la pareja de Los Ángeles,
su aura digna de Los Ángeles brillando en ellos con tanta fuerza que deseé
haber traído mis lentes de sol. La mujer llevaba pantalones de color rosa
neón. Todo lo demás llevaba un monograma de Louis Vuitton. El pez
gordo de la música estaba vistiendo unos pantalones color canela y tenía
una gran cantidad de pelo en el pecho sobresaliendo a través de su camisa
blanca abotonada. No era del atractivo vello que David tenía, sino del tipo
rebelde que necesitaba un corte y un buen acondicionador. Todos nos
amontonamos en una cabina y el pez gordo ordenó bebidas para
todos. Froté el pene de David por debajo de la mesa para distraerlo de
Petra, mientras que la mujer del hombre hablaba sobre su reciente estancia
en Italia. Ninguno de nosotros había estado en Italia, de modo que todos
asentimos y bebimos, asentimos y bebimos. Finalmente los chicos
empezaron a hablar de negocios y Petra y yo nos miramos entre sí.
—Entonces, ¿cuánto tiempo han estado juntos? —preguntó.
Traduje su pregunta: ¿qué fácil sería para que robe a tu novio?
—Dos años —le dije.
—Eso es un largo tiempo.
—Se siente más como dos meses. —Asentí—. Pero eso es lo que
pasa cuando se tiene una buena cosa, ¿no?
Apartó la mirada y tomó un sorbo de su bebida.
—No sabría.
Oh, sí. Una ruptura. Recordé el día en la tienda de té cuando se
sinceró con una británica extraña.
—¿Cómo has estado con eso?
Se encogió de hombros.
—¿David y tú viven juntos?
—Prácticamente —dije—. Aunque mantenemos nuestros lugares
separados.
Inclinó la cabeza hacia un lado.
—Es curioso, dos años juntos y todavía no se han mudado.
—La gente no necesita vivir juntos para estar juntos —respondí—.
Nos gusta nuestro espacio.
Sonrió. Y fue una sonrisa condescendiente, no dulce ni
amable. Hablaba el idioma femenino como una puta experta, ¿sabes?
—Cuando estoy enamorada no puedo soportar estar lejos de la
persona. Es como una droga. Adicción pura. —Levantó la mirada hacia el
techo como si estuviera teniendo un orgasmo y tocó ligeramente su
cuello. Me pregunté cómo sería ser ese tipo de adicta a un ser
humano. Miré a David que estaba observando a Petra con una mirada
vidriosa en sus ojos. Quité mi mano de su entrepierna, molesta.
David me dio una mirada decepcionada y se volvió al Señor LA.
—Debe ser una cosa totalmente nueva salir con un músico —
comentó Petra, en voz baja—. Estar en el otro extremo de toda esa pasión
y creatividad. Ser la musa de alguien.
Necesitaba poner los ojos en blanco, me pedían ponerse en blanco,
pero los mantuve enfocados en Petra. Firmes, chicos. Quise decirle que la
había evaluado y sabía lo que corría por sus venas psicológicas.
Quieres ser para alguien su duda existencial, le dije en mi
mente. Ser lo suficientemente hermosa e importante para inspirar a alguien
que tenía talento real. Era un trabajo mucho más atractivo que ser el artista.
—Lo veo como David —respondí—. El artista es parte de la
persona, no la suma total de ellos.
Petra pareció perpleja.
—No debes ser artista. —Ella sonrió débilmente.
Estaba jugando conmigo, intentando hacerme pensar que no era
adecuada para él. Estaba hirviendo, luchando con mi cólera. La pareja LA
estaba dejando la cabina, ambos despidiéndose de nosotros. Contuve mi
respuesta aguda y me despedí mecánicamente. Las palabras de Petra
resonaban en mis oídos. No era la clase de persona que se enoja. Se
necesitaba mucho para sacarme de quicio, meterse debajo de mi piel, pero
su insinuación impertinente de que no entendía a David agitó un nervio
bastante grande. David puso su brazo alrededor de mi cintura, pero estaba
demasiado rígida e incómoda mientras observaba a la pareja LA caminar
hacia las puertas. Estaba tan distraída que ni siquiera me había aprendido
sus nombres.
—¿Quieres otra bebida o ir a mi casa para que pueda follarte? —
preguntó, en voz baja.
Miré por encima del hombro, a Petra. Ella nos miraba fijamente, y
estaba segura que lo había oído. Decidí sacar el máximo provecho del
asunto.
—Vamos a follar —respondí y luego besé su cuello.
Pude ver la piel de gallina estallando por toda su piel. Nos
despedimos y dejamos la mesa. Cuando avanzamos, su brazo estaba
todavía firmemente posicionado alrededor de mí.
Cuando llegamos a su lugar me instalé en el sofá a medida que él
iba a la cocina. Cuando volvió llevaba una botella de champán y dos copas.
—¿Qué estamos celebrando? —pregunté.
—Nuestro aniversario de dos años.
Me sentí ruborizar de vergüenza.
—Oh, escuchaste eso, ¿verdad?
—Bueno, estaba sentado a tu lado.
—¡Se supone que estabas hablando con tu elegante productor de
LA, no escuchando a escondidas! —comenté riendo.
Dejó el champán y las copas en el suelo y se sentó a mi lado.
—Estaba mostrando un poco demasiado interés en ti. Tenía que
pararla.
—¿Con una mentira? —Estaba sonriendo, cosa que en cierto modo
aligeró la situación, pero todavía estaba demasiado molesta por haber
sido descubierta.
—Pensé que podría desviar sus ojos si sabía que ya llevábamos dos
profundos años —dije, arrancando un hilo que colgaba de mi camisa.
David me llevó a su regazo de modo que terminé a horcajadas de él.
—¿Qué has dicho acerca de lo profundo?
Su voz sonó ronca, cosa que me ablandó y apaciguó. Presioné mi
frente contra la suya y moví mis caderas de modo que estaba frotándome
contra él. David gimió en mi cuello y me agarró de la cintura para ayudar.
—No estás atraído por ella, ¿verdad? —pregunté.
—¿Por quién, Yara? ¿Por qué me preguntas esto ahora mismo?
Dejé de moverme y sus ojos se abrieron de golpe.
—Petra —dije—. La Suicide Girl.
Él gimió.
—Me siento atraído por ti.
Me moví un poco y él se animó como si estuviera absuelto.
—¿Y quién más?
Se puso de pie, levantándome con él y comenzó a caminar hacia el
dormitorio.
—Estoy perdidamente enamorado de Courtney Love…
Me aparté de su pecho y traté de zafarme de sus brazos.
—Eso es jodidamente asqueroso —dije.
—¡Es broma, Inglesa! En serio. Eres la única que sacaste el tema de
Suicide Girls.
Decidí dejarlo pasar. Por ahora, porque él estaba dejándome en la
cama y besando mis muslos.
20
FELIZ CUMPLEAÑOS, PETRA
La siguiente vez que vi a Petra estaba en mi territorio: con el tintineo
de los vasos recién lavados, el olor de las cortezas de naranja, y el traqueteo
de las personas que estaban momentáneamente feliz, sus miserias reales
olvidadas en compañía de amigos y comida. Un buen lugar, un lugar
seguro. Estaba atendiendo el viernes por la noche, levantando algunas
copas calientes de sus bastidores de secado y colocándolas en las
estanterías. No solía trabajar los viernes, pero los chicos estaban tocando
un espectáculo en Bainbridge y había tomado el turno extra para
mantenerme ocupada.
Me había mudado al apartamento de David el mes anterior, cuando
había apelado a mis finanzas, diciendo que era una decisión inteligente
vivir con él y ahorrar dinero. Pensé que era un movimiento inteligente de
su parte. Petra entró con un grupo de amigos, cada uno llevando un paquete
envuelto brillantemente en sus manos. Una fiesta de cumpleaños, pero
¿para quién? Se sentaron en el comedor al alcance del oído en la
barra. Agucé mis orejas para escucharlos. Y hablaron bastante. La lengua
de Petra corrió suelta y libre por las bebidas fuertes que estaba haciendo.
Era su cumpleaños y estaba hablando de David. Pude ver la
emoción en su voz, incluso por encima del ruido de la multitud de la noche
del viernes.
—Solo… tienen que verlo para saber lo talentoso que es.
—Supongo que lo veremos esta noche —dijo una voz
masculina. Podía escuchar la burla en su voz.
—El novio de Petra —añadió alguien riendo—. Ya quisiera —
comentó alguien más. Los oí reír a todos, incluyendo a Petra que no lo
negó.
Hice una mueca, avancé al lado opuesto de la barra de modo que no
pudiera oír nada más de ello. Nunca antes había estado en esta posición,
donde una mujer estaba persiguiendo activamente al hombre que yo estaba
viendo. Su adoración hacia él me hacía sentir desquiciada. No sabía cómo
reaccionar o responder. A David no le importaría si le decía. Los hombres
hacían eso, trataban el fanatismo femenino como si no fuera una cosa,
como si una mujer no pudiera atraerlos con astucia y un coño. Podían. Lo
había hecho un par de veces.
Desde que Petra había entrado en la vida de David había salido a
comprar ropa interior. Nunca había sentido la necesidad de acicalar mis
tetas, ornamentar mi culo con encajes y cintas hasta que una mucho más
bonita y mucho más segura mujer llegó. Y ahora las prendas con volantes
se encontraban repartidas como una enfermedad en el apartamento de
David, llenando cajones y colgando de las puertas, ensuciando el piso de
la habitación en negros, rosas pálidos, y rojo oscuro y profundo.
Cada vez que me las ponía, me sentía barata. David no prestaba
mucha atención a nada de eso. A él le gustaba lo que estaba debajo del
encaje y la seda. Las empujaba a un lado, o las quitaba sin mirar. Él quería
la piel suave y cálida, y aun así, seguía comprándolas, un escudo contra
otras mujeres. Era atractiva, sensual, pervertida, era el tipo de chica del que
quedabas prendado para tener relaciones sexuales. Llegó a ser tanto que en
mi cumpleaños David me dio una caja. Dentro había un camisón de color
lila envuelto en un capullo de papel de seda floral. Tuve ganas de llorar
cuando lo vi. Otro camisón, otro estúpido camisón incómodo.
—¿Te gusta? —preguntó David—. Sé que te gusta ese tipo de
cosas…
Ese tipo de cosas. Pensaba que los camisones eran por mí. El amor
por él agitándose en mi interior por su disposición a comprar atuendos
ridículos porque pensaba que me gustaban. Lo sostuve contra mi
pecho, asintiendo.
Todos los amigos de Petra sabían de su flechazo con David. Iban a
su espectáculo después de la cena, el espectáculo que me estaría perdiendo
porque había elegido trabajar. Me quité el delantal y lo dejé en
el mostrador, luego me fui a buscar a mi gerente. Fingí estar enferma, le
dije que había estado queriendo vomitar toda la noche y que si él no me
dejaba ir yo…
Me dejó irme. Salí de allí antes que Petra y sus amigos hubieran
terminado sus cenas y la observé desenvolver sus regalos. Estaba mal lo
que estaba haciendo. Sin embargo, tenía que verlo por mí misma. Pensé en
llevar un traje, algo que esconda mi cara, una peluca tal vez, pero parecía
tan artificioso y tonto. Por lo tanto, fui como yo misma y esperé cerca de
la barra, que era lo más lejos del escenario que se podía estar.
Llegaron después de mí, con sus piercing y tatuajes, las raíces ya
necesitando teñirse. Petra se movió al escenario mientras sus amigos se
dirigían a la barra para pedir bebidas. El cumpleaños de la princesa. Los vi
pedir una ronda de shots y llevar los pequeños vasos a su reina roba
novio. ¿Qué habría en esos brillantes paquetes de colores? ¿Lencería…?
¿Lápiz labial…?
David dejó la guitarra y empujó el micrófono de pie hasta un
taburete. Con una pierna apoyada en un peldaño del taburete, habló al
tiempo que acomodaba el micrófono, contando chistes para hacer reír al
público. Sonreí sin poder evitarlo. Él era bueno, estaba mejorando cada día.
—Hoy tenemos a alguien especial entre el público —dijo.
Estaba acordonada, mirando alrededor como todos los
demás. ¿Sabríamos quién era la persona especial si la veíamos? Él no había
dicho nada de la existencia de un invitado especial viendo el espectáculo
esta noche. Alguien abrió una puerta cercana y el aire fresco se precipitó
al interior como unos dedos ligeros sobre mi piel caliente. Cerré los ojos
por un minuto deseando no haber ido, sintiéndome como una tonta
paranoica. David me amaba a mí, David iba conmigo a casa todas las
noches. Siempre habría mujeres que enfrascarían sus afectos en él.
Los músicos eran los dioses que daban melodía al dolor, lo resumían
en rima y ritmo. Era fácil sentirse conectado a la persona que entonaba,
tocaba o cantaba el reconocimiento en tu existencia. Y era más fácil creer
que escribían las canciones solo para ti. Ese soy yo, cantan sobre
mí. ¿Cuánto más extrema se volvía esa sensación cuando la persona
cantando de tu dolor se veía como David Lisey?
Abrí los ojos intentando adivinar qué canción sería la siguiente, qué
tocaría para el invitado especial que olvidó mencionarme. Cuando se sentó
en el taburete algo íntimo comenzó a sonar. Su único instrumento sería su
voz y a veces su guitarra. Pero su guitarra se encontraba cuidadosamente a
su lado mientras hablaba por el micrófono, buscando en el público con sus
ojos.
—Alguien especial —dijo. Y luego mi piel hormigueó, mi cabeza
dio vueltas.
—¿Dónde estás, Petra? Feliz cumpleaños. Vamos todos a cantar
“Feliz Cumpleaños” a mi amiga, Petra.
La multitud estalló en una versión inoportuna y mal cantada de la
canción de cumpleaños, mientras que Petra se mecía alegremente frente al
escenario, mirando hacia David con adoración. Sus amigos envolvieron
sus brazos alrededor de sus hombros, tomando vídeos en sus teléfonos. Me
moví hacia la puerta, con la cabeza baja, mi corazón acelerado. Cuando
estuve libre fuera del club tomé profundas bocanadas de aire, pero no pude
conseguir lo suficiente; mis pulmones se sentían pequeños y superficiales.
Caminé hasta la esquina de la calle, luego me di la vuelta y volví al club.
Pisé sobre una gran bola de goma y mis zapatos quedaron pegados a la
acera dejando rastros pegajosos de color rosa. Iría detrás del escenario,
esperaría a que el espectáculo termine, y haría frente a David.
¿Cómo había sabido que era su cumpleaños, o que ella iba a
venir? ¿Se enviaban mensajes de texto? ¿Se verían en el día, mientras yo
estaba en el trabajo? ¿Fue al condominio? Me di la vuelta al
último momento, solicitando un Uber. En dos minutos estaba metiendo
mis piernas en el estrecho espacio detrás del asiento del conductor,
pidiéndole que me lleve al ferry. Era una cobarde pasivo agresiva. Ese tipo
de cosas se aferraban a tu piel como un olor, pudriéndote del revés. La
gente podía sentirlo en ti; les hacía desconfiar en ti. Era difícil hacer
amigos cuando tenías ese olor, difícil mantenerlos cuando los hacías. Te
abstenías a ellos y ellos se abstenían de ti, un intercambio justo de nada. Era
incluso un milagro que David lo hubiera superado, pero ahora él estaba
allí, en el medio, para nada afectado.
El apartamento estaba oscuro cuando regresé. Por lo general, David
dejaba la luz encendida en la cocina cuando no estábamos en casa. Decía
que era deprimente volver a una casa oscura. Sin embargo, esta vez la había
apagado antes de salir. Me pregunté si era un presagio. Cambié los jeans y
la camisa que llevaba y me puse de nuevo mi uniforme. David me envió
un mensaje una hora más tarde y dijo que estaba de camino a casa. Ya
nunca se quedaba con los chicos, que iban por bebidas después. Iba a casa
conmigo, cansado y sudoroso, sonriendo tan grande que no podía evitar
sonreír también.
Cuando entró por la puerta, estaba contando mis propinas en la
cocina. No había encendido la luz, quería ver lo que diría.
—¿Por qué está tan oscuro? —preguntó.
—Olvidaste dejar la luz encendida.
Mi voz sonó acusadora pero no era por la luz, era por Petra y
la canción de cumpleaños que cantó para ella.
—¿En serio? —dijo—. Un error.
Me besó en la sien y pude oler el humo del cigarrillo en su cabello
y en su chaqueta. ¿Podía oler a Petra? ¿Lo abrazó antes de que se fuera, le
agradeció por la canción? Respiré profundamente intentando oler la
verdad, pero solo estaba David.
—¿Qué tal la presentación? —pregunté.
—Estupenda.
Se acercó a revisar el correo, distraído. Esperé a que dijera más, que
dijera que Petra y sus amigos se habían presentado en su cumpleaños, pero
no lo hizo. ¿No éramos la pareja que compartía las cosas de nuestros días,
nuestras observaciones? ¿No nos habíamos enviado mensajes de texto o
volvimos a casa muchas veces diciéndonos el uno al otro: “Vi a Ferdinand
caminando hoy por la calle. Se veía destruido…” o “Recuerdas la chica,
Ginger, aquella extraña que viene a cada presentación, hoy estaba en la
heladería; pidió helado de zanahoria”?
Siempre compartíamos información, éramos
conspiradores, psicoanalistas de nuestros amigos, entonces, ¿por qué no
me diría que vio a Petra, que le cantó una canción?
Algo había cambiado.
21
ADICCIÓN
Usé un montón de drogas en la secundaria. Todo me deprimía: los
ladrillos marrón apagado del edificio, las paredes blancas del piso que
compartía con mi madre, la forma en que las chicas de mi escuela dejaban
el botón en la parte superior de sus uniformes abiertos para llamar la
atención sobre lo que luego alimentaría a sus bebés. No éramos tan
diferentes a los animales, persiguiendo los pequeños nidos y las pequeñas
familias. Acicalándonos, pretendiendo ser algo que no éramos para atraer
un compañero, con las tetas empujadas hacia delante, los labios húmedos
con brillo. Las drogas amortiguaron la dureza del mundo, pusieron una
manta sobre mis sentidos.
Uno de mis maestros, la señorita Mills, me vio tropezando en el
pasillo una vez y me llevó a un aula vacía para decirme que tenía un futuro
brillante por delante de mí y estaba en la vía rápida a arruinar mi vida. Era
el tipo de mujer que llevaba el cabello marrón apagado en una coleta baja
todos los días y esperaba los fines de semana de modo que pudiera usar su
etiquetadora. Sus uñas siempre estaban pintadas, un signo de demasiado
tiempo libre para sus manos. Mis propias uñas llevaban esmalte negro
astillado, pintadas a la rápida. En mi opinión, ella ya había arruinado su
vida, por lo tanto, ¿quién era ella para juzgar la mía?
Una mañana me asomé en su salón de clases para ver si mi amiga
Violet estaba allí, y la había visto inclinada sobre su escritorio engullendo
una pila de galletas. Ni siquiera hechas en casa, sino de las enlatadas. Yo
usaba drogas, ella usaba galletas, prácticamente la misma cosa. Tan pronto
como las palabras salieron de su boca, las descarté, riendo en su cara.
Nadie le decía la verdad sobre las drogas a los chicos; la jerga era
obsoleta y el discurso aburrido. Las drogas eran para ahora, aquí mismo.
Cuando te dicen que vas a arruinar tu vida no estás en el lugar para estar
pensando en el resto de tu vida. Es más, ¿existe? Tal vez no estabas
entusiasmado con el resto de tu vida porque lo que habías vivido hasta
ahora había sido una mierda absoluta. Simplemente no puedes amenazar
a los chicos con su futuro cuando no entienden la gravedad del tiempo.
Había dejado de usar drogas cuando llegué a un acuerdo con el mundo.
Tuve un profesor en la universidad que me dijo que los espectros del dolor
estaban destinados a ser sentidos y que eran hermosos a su manera porque
nos hacían cambiar.
En un primer momento, había estado aterrada, ¿quién querría
experimentar dolor? Y entonces pensé en todas esas chicas con las que
había ido a la secundaria. Aquellas de las buenas familias saludables. Ellas
ya habían comenzado el proceso de establecer sus familias por sí mismas.
Sin embargo, en diez años tendrían una crisis de identidad. Estarían
tan fuertemente envueltas en torno a sus maridos e hijos que no sabrían
quiénes eran. Habrían experimentado su propio dolor. Mi dolor ya me
había hecho cambiar, sabía quién era y lo que quería por eso. Así que hice
las paces con tener una mala madre, y no tener un padre, y dejé toda esa
mentalidad de “esto no es justo”, que me había hecho medicarme. Por
supuesto, la vida no era justa. Una completa obviedad cuando no estabas
siendo narcisista. Sin embargo, usar drogas no iba a cambiar mi mundo. La
aceptación lo haría. Había decidido que quería sentir el espectro
completo. Pero eso no incluía a los hombres. Los hombres podían
hacerte sufrir mucho más fuerte que tus padres o amigos, o cualquier otra
cosa. Los mantengo a cierta distancia. Mi droga era mi pasión por viajar.
Me excitaba empezar de nuevo. Siempre teníamos una droga. Podíamos
reemplazar una con otra, pero los seres humanos éramos adictos.
—¿Yara… Yara…?
—¿Sí? —Estaba en la ventana mirando caer la lluvia sobre el piso.
—A veces es como si tu cuerpo está aquí, pero tú no estás —dijo
David.
Sonreí.
—Eso es exactamente lo que pasa.
—¿A dónde vas? —preguntó.
Se acercó por detrás y me besó en un punto detrás de la oreja. Me
estremecí. Sus cálidos labios evocaban pensamientos sucios sin importar
dónde estábamos o lo que estábamos haciendo. Sus labios sabían cómo
hacer las cosas.
—Solía usar un montón de drogas —le dije—. Ahora te tengo a ti.
Y a veces pienso en eso.
Se rio en mi cuello, el olor picante de su cuerpo rodeándome por
completo.
—¿Te aburre esta vida? ¿La convivencia, la familiaridad? —
Empezó a clavar sus dedos en mis costillas en un intento de hacerme
cosquillas. Me moví de su agarre y me volví hacia él.
—No —le respondí con honestidad—. Yo misma me aburro.
—Eso no puede ser posible —dijo.
Su tono era ligero, pero su expresión era seria. En su amor por mí,
no podía comprender la idea de que yo sea aburrida. Estaba obsesionado
conmigo como solía decir.
—Tengo los mismos pensamientos una y otra vez. Estoy cansada de
eso.
—Entonces deja de pensar en ellos, piensa en mí en su lugar. —Se
inclinó para darme un beso, pero volví la cabeza de modo que lo único a lo
que tuvo acceso fue a mi mejilla.
—¿Por qué no me dijiste que Petra fue a tu último
espectáculo? ¿Que cantaste “Feliz Cumpleaños” para ella?
Le tomó un minuto comprenderme. Él había estado hablando de una
cosa y yo había cambiado a otra.
Frunció el ceño.
—No lo sé —contestó.
Le creía, pero eso no era lo suficientemente bueno. Necesitaba que
él supiera.
—Sí lo sabes y necesito una respuesta.
—Muy bien —dijo, lentamente alejándose de mí.
Fue a sentarse en el sofá y yo me quedé donde estaba junto a la
ventana, frente a él. Mientras lo observaba trabajar a través de sus
pensamientos, la imagen más extraña posible vino a mi mente. Una anciana
que había entrado en el bar con su hija. Ella había estado usando una
peluca, pero estaba torcida, de una gama entre rojo chillón y rosa. Se
había puesto un anillo rosado, grueso y llamativo. Se veía extraño en su
mano con manchas de envejecimiento, la piel delgada y arrugada alrededor
de él. Pero me agradó de inmediato, el descaro en ella.
—¿En qué estás pensando? —preguntó David.
—Una anciana con un anillo rosado —dije.
—Ves, ¿cómo puedes aburrir a alguien, mucho menos a ti misma?
Intenté no sonreír.
—No cambies de tema —dije.
Asintió con seriedad.
—Ha estado viniendo a un montón de nuestros espectáculos.
—Una groupie de la vida real. —Puse los ojos en blanco.
—Sabía que iba a hacerte sentir incómoda.
—Entonces, ¿me has estado ocultando cosas porque piensas que me
van a hacer sentir incómoda? —Me crucé de brazos. Estaba lista para la
batalla. Quería pelear.
—Sí —respondió—. Me equivoqué. Lo siento y no volveré a
hacerlo otra vez.
Era un difusor natural. Pero no estaba lista para parar. Sentía cosas
y quería expresarlas.
—Le cantaste “Feliz Cumpleaños”, la hiciste sentir especial…
validada. Es como si quisieras que se enamore de ti.
—Vamos, Yara… —Volvió la cara, restándome importancia.
—No, ningún vamos —dije—. Eso es exactamente lo que hiciste.
—¡Soy un artista! —exclamó—. Complazco al público. Eso es algo
para lo que firmaste al estar conmigo.
—No, firmé para estar contigo, no tu carrera.
—Es un acuerdo global —dijo a través de sus dientes apretados.
Pude escuchar la ira fluyendo en su voz y eso me excitó. David rara
vez se molestaba conmigo.
—Creo que sientes algo por ella —añadí, y David lo negó—.
¡Tienes un complejo de salvador, David! Tú mismo lo dijiste.
Se puso de pie, se dirigió a la cocina, lejos de mí, y luego se detuvo.
—¿Siquiera crees lo que estás diciendo?
—Sabías lo que estabas firmando cuando quisiste estar conmigo.
Me miró largo y tendido.
—Así es —dijo—. No sé cómo un hombre o una mujer podrían
acostumbrarse a la acusación injustificada. No es bueno para el corazón.
—¿Por qué le cantaste “Feliz Cumpleaños”?
—Porque era su cumpleaños —dijo simplemente antes de
marcharse.
Empecé a sentir las retiradas en ese mismo momento. Había
reemplazado la pasión por los viajes con un humano. Y ese era un terrible
error.
Nueva adicción, nuevo problema.
22
SUEÑO PROFUNDO
Era una cosa pequeña, como una piedra en el zapato. A veces sabías
que estaba allí y a veces se movía fuera del camino de los dedos de tus pies
y te olvidabas de ello. Eso era Petra y su presencia en nuestras vidas. Una
persistente incertidumbre en mi mente y posiblemente en la de David.
David se deprimió. Lo llamé el “sueño profundo”. No a él, sino que
así era como lo imaginaba en mi mente. No era frecuente, pero era potente,
y durante nuestro año juntos aprendí a cómo identificar las señales de ello
acercándose. No sabía cómo manejarlo cuando estaba así. No había un
manual, ni un sitio web que me diera respuestas firmes. Se de apoyo,
decían. La depresión es química, y no puedes simplemente esperar a que
salgan de ella de inmediato. Me sentía inadecuada, como si todo lo que
dijera o hiciera no fuera suficiente. Lo tocaba de modo que supiera que
estaba allí, y le daba de comer porque temía que se olvidara de hacerlo. Él
no me hablaría cuando estaba así, pero de vez en cuando pasaba junto a él
y me agarraba por las caderas y enterraba su cara en mi estómago. Dejaría
cualquier cosa que estuviera sosteniendo, el cesto de la ropa, un rollo de
toallas de papel, y aferraba su cabeza. Trataba de hablar con él, incluso si
no me regresaba las palabras. Por lo general cosas sin sentido de algún
programa de televisión o clientes que iban al bar. Cuanto más hablaba sin
sentido, menos profunda me sentía. No estaba diciendo nada para
ayudarlo, solo estaba tratando de ayudar a llenar el silencio.
Lo observaba desde la cocina, sentada en la silla junto a la ventana,
sabiendo que no entendía su depresión. Y tal vez no estaba en mí
entender; los seres humanos siempre quieren arreglar las cosas. Claro,
tengo problemas como todos los demás, pero esto era algo más. Para
David, la depresión era una marea onda, no algo que se pueda arreglar con
un nuevo día y perspectiva.
Estaba en la cocina limpiando después de la cena, cuando alguien
llamó a la puerta. Me asomé alrededor de la esquina, justo cuando David
abrió la puerta. Estaba sin camisa, en pantalones deportivos, y una gorra
de los Seahawks hacia atrás en la cabeza. Pensé por un momento en lo
gracioso que sería si abría la puerta de esa manera, justo cuando sumergía
el último plato en el agua jabonosa. Me sentía un tanto complacida esa
noche. Mi risotto había hecho a David sentir algo. Había dicho que era el
mejor que había probado. Me sequé las manos en un paño de cocina y entré
en la sala de estar. Era Ferdinand. Me alegré que viniera. David estaba
mejor cuando él estaba cerca. Sin embargo, me detuve en seco al doblar la
esquina. Ferdinand no estaba solo… con él estaban Petra y una chica a la
que no reconocía, aunque ella pareció reconocerme. La vi intercambiar una
mirada con Petra y tuve la sensación de que había sido el tema de una de
sus conversaciones.
—Yara —dijo David—. Mira quiénes vinieron a vernos.
Miré a Ferdinand, quien bajó la cabeza, a modo de disculpa. Era uno
de los pocos que sabía lo que sentía por ella.
Petra me saludó tímidamente mientras su amiga se veía estoica.
—Bebidas —dije, aplaudiendo con entusiasmo. David me guiñó un
ojo, lo que provocó un aluvión de mariposas entrando en erupción en mi
vientre. ¡Sí, sí, sí!, quise decir. Regresa a mí.
Fui a la cocina a buscar una botella, la sonrisa de mi cara
desapareciendo tan pronto como di la vuelta. Estaba equivocada. No tenía
ninguna razón para detestar a estas personas. Mis inseguridades apartarían
a David. Tenía que bloquearlas.
Cuando regresé llevando una botella de vino, todos estaban sentados
alrededor de la sala de estar, hablando. David estaba animado, su sonrisa
contagiosa cuando me quitó la botella de vino y el abridor y se puso
a trabajar en abrirlo.
—No soy tan bueno en esto como Yara —bromeó, y me incliné para
besarlo en la cabeza.
Fui a buscar las copas, mirando a Petra y a su amiga que estaban
sentadas en el sofá en el lugar en el que David y yo más que a menudo
hacíamos el amor. Se sintió como un sacrilegio que se sentaran allí. David
y Ferdinand habían acercado las sillas de la mesa que habíamos elegido
recientemente juntos. Cuando regresé con las copas, David se levantó para
ayudarme. Se había puesto una camisa, pero el daño ya estaba hecho, una
imagen grabada en sus mentes. Prefería que no supieran lo que había bajo
la camisa de mi novio. Prefería que se pregunten. Una vez que tienes la
imagen de David sin camisa en la cabeza, era difícil sacarla.
Observé a las chicas con sospecha, por encima del borde de la copa
de vino, buscando cualquier señal de adoración. Por supuesto, ellas lo
adoraban, ¿quién no lo hacía? Era el tipo de persona con la que todo el
mundo quería estar. Busqué otra botella de la cocina y serví más vino,
sonriendo. David también estaba sonriendo. Me pregunté si era auténtica o
si estaba fingiendo como yo. Todos sonriendo como si no estuviéramos
muriendo de nuestra soledad. David y yo nos sentíamos menos solo porque
nos habíamos encontrado el uno al otro, pero había lobos como Petra que
querían aprovecharse.
En la universidad, había habido una chica en mi clase de Psicología
101 que nos había dado una conferencia sobre los hombres frente a las
mujeres.
—Si un hombre presenta a su amigo masculino a su extraordinaria
nueva novia, su amigo pensará: quiero una chica así. Si una mujer
presenta a su nuevo novio a su amiga, la amiga no pensará: quiero un
hombre como él, sino más bien, quiero a ese mismo hombre. —Nunca
pensé mucho en lo que dijo en ese entonces, después de todo, nunca había
codiciado al novio de una amiga, pero aquí estaba, viendo como Petra
escuchaba con gran atención cada palabra que escapaba de su boca.
Escapaba… y escapaba… y escapaba.
David estaba hablando con ella, mientras el resto de nosotros nos
sentábamos y escuchábamos. Ella le preguntó sobre su proceso. Tal forma
barata de conseguir que un artista siga hablando. Todo el mundo sabía que
si le preguntas a un artista sobre su proceso, se verían encantados de
contarlo felizmente. Es como si ella lo supiera sin saberlo. Los miré y mi
estómago se revolvió. ¿Estaban inclinados el uno hacia el otro o estaba en
mi cabeza?
David se sentaba frente a uno de los grandes ventanales, una silueta
contra la luz moribunda, dando más atractivo a su experiencia.
—¿Y cuando la inspiración llega de repente, desaparece la
depresión? —preguntó Petra.
—No siempre, pero a veces es suficiente.
—¿Tienes una musa? —La sala se había quedado en silencio
cuando se volvió a mirarme. Y entonces, toda mi incertidumbre se
desvaneció. Éramos solo David y yo en la habitación cuando me miraba de
esa manera.
—Así es —dijo, sin apartar los ojos de mí. Sonrió y pese a los celos
que sentía, mis labios se curvaron hacia arriba. Una dulce muestra de
propiedad por ambas partes.
—¿Qué hay en Yara que te inspira? —preguntó Petra.
Había una verdadera curiosidad en su voz. Sin embargo, eso no es
lo que me molestó, lo que más me molestó era su motivo para hacer la
pregunta.
—Solo mírala —dijo David.
Todos los ojos se volvieron a mirarme, pero fue en David quien me
enfoqué. El calor en mi vientre. Se veía como mi David, no la cáscara de
ser humano que había sido estas últimas semanas. Estábamos bien. Sentí
que podía respirar otra vez.
Petra pasó a otra cosa sin problemas, dirigiendo el tema lejos de mí
y hacia algo nuevo. Es entonces cuando me di cuenta el tipo de mujer que
era. Probaba los puntos débiles y tomaba notas. Era imperturbable, sin
inmutarse.
Terminamos la segunda botella y la amiga de Petra, Kelsey, se
ofreció a correr a la tienda y conseguir otra. La idea de tener que pasar más
tiempo con ellas, con la falsa sonrisa estampada en mi cara, me hizo sentir
enferma. David debe haber visto el pánico en mis ojos.
—Tal vez en otro momento —dijo, mirándome—. Yara y yo
tenemos planes para reunirnos con unos amigos por unas bebidas. —Dijo
cada palabra meticulosamente. Así lo hacía cuando mentía, como si cada
sílaba, cada letra, fuera más convincente que hablar con perfecto énfasis.
Una mentira. Estaba agradecida por ello.
Asentí hacia ellos a modo de disculpa y todos se pusieron de pie a
la vez.
Me despedí mientras David los acompañaba hasta la puerta. Ni
siquiera se me había ocurrido hasta ahora que Petra ahora sabía en dónde
vivíamos.
Cuando se fueron, David me apretó contra su pecho y besó la cima
de mi cabeza a medida que yo lloraba.
—Lo siento —dijo, una y otra vez—. Yara, lo siento mucho. Volví.
No le creía. Me dejó sin previo aviso y con tanta facilidad. Era como
si estuviera atrapado en una sala insonorizada y ninguna cantidad de
esfuerzo de mi parte podía liberarlo. A pesar de que me sostenía, temí que
sucediera de nuevo. Y ¿qué haría la próxima vez si Petra no estaba allí para
ayudarme?
23
MADRES
—Háblame de tu madre —preguntó.
Había pasado una semana desde que Ferdinand llevó a las
chicas. Una semana de un David coherente y feliz. Estaba sacando la
lavandería, apilándola en pequeñas pilas ordenadas en sus cajones. Me
había negado a su solicitud para reunirnos con su madre dos veces. No
estaba lista para eso, y ahora estaba preguntando por la mía. Prefería
encontrarme con la suya a que hablar de la mía, pero no lo dije. Estaba de
espaldas a él de modo que no vio la mirada que cruzó mi cara ante la
mención de mi madre.
David siempre quería saber cosas. ¿Quién fue tu primer
beso? ¿Quién fue el primer hombre que te provocó
mariposas? ¿Dónde estabas cuando te enteraste que Heath Ledger estaba
muerto? Respondí sus preguntas con una mezcla de cautela y
emoción. Nadie me había preguntado estas cosas antes, pero sentía la
sensación persistente de que sus preguntas eran una trampa, que estaba
tratando de encontrar algo que no le gustara de mí.
—Tu madre —dijo de nuevo—. Tienes una, ¿verdad?
Lo dijo a modo de broma, su voz ligera, pero igual escoció. Sí, tenía
una, pero apenas.
Me sentía quejumbrosa y vieja cuando pensaba en mi madre, el
fantasma doloroso como una cadena antigua del pasado tirando en mi
tobillo. Pero David estaba preguntando y me encontraba cada vez más
incapaz de negarme a David.
—Tuvo otro bebé —le dije—. Cuando tenía siete u ocho años. No
puedo recordar. —Le di estos datos, aquellos que pensé que querría
saber. Después de todo, era su musa; mi alma destrozada podía
alimentarlo. Me limpié las manos en mis jeans, estaban sudadas. Me
acerqué a él, queriendo tranquilizarlo. No venía de donde él vino. No tenía
nada que ofrecer.
Se veía firme como si esto no le perturbara en absoluto, frotando
pequeños círculos en la piel de mi brazo con su pulgar cuando me detuve
cerca de él. Me relajé. Todo lo que tenía que ver con mi madre hacía que
sienta vergüenza.
—Recuerdo su creciente barriga. Al principio, pensé que estaba
engordando, pero apenas la veía comer. Entonces, un día que estaba en la
cocina y agarró su estómago con un grito, dijo que estaba pateando. Le
pregunté qué estaba pateando y ella agarró mi mano y la acercó a su
vientre. Casi nunca me dejaba tocarla, decía que siempre tenía las manos
pegajosas.
Me detuve para observar su rostro, sus ojos
ligeramente entrecerrados ahora como si no pudiera imaginar el mundo en
el que una madre podría pensar que las manos de su hija fueran demasiado
pegajosas.
—Su estómago se sentía tan fuerte, que recuerdo pensar, cómo las
personas obesas tenían tales duros vientres. —David sonrió, más o menos,
y asintió para que siguiera adelante—. No vino a casa un día, y el vecino
vino a llevarme comida y ver cómo estaba. Ni siquiera estaba asustada de
estar sola en el piso de noche, estaba tan acostumbrada a eso. Pero luego,
llegó a casa y su vientre se había ido, su estómago estaba plano,
completamente firme y plano, como siempre solía ser. Cuando le pregunté
dónde estaba el bebé, no me lo dijo.
—¿Crees que lo dio en adopción? —preguntó.
Me encogí de hombros.
—Por lo que sé, podría haber muerto, o tal vez el padre se lo llevó,
o tal vez sí, lo dio en adopción.
—Podría haber sido una madre sustituta —dijo.
—Sí, esa no es realmente mi madre —le dije—. Nunca ha llevado
un estilo de vida desinteresado y caritativo. Aunque, tu conjetura es tan
buena como la mía.
Frotó mis hombros, y me dio un beso detrás de la oreja.
—¿Estás preguntando por mi madre para poder descubrir por qué
soy tan desprendida y evasiva al compromiso? —pregunté riendo.
—Sí —dijo David.
Mi madre. Casi no tenía cuello. Eso es lo que no le dije a
David. Esos detalles se sentían como si fueran solo míos. Me dejaba
perpleja cómo su cabeza se unía al resto de ella. Pasé mucho tiempo
tratando de averiguarlo. Solo una pelota de cabello rubio unida a un
torso. Su cabello era como el mío, la gente se paraba a admirarlo. Pero
había demasiado de él, espeso y pesado. Acentuaba su falta de cuello aún
más. No era abusiva, aunque desde una temprana edad supe que era
desinteresada. Le gustaban los hombres; mantenían su interés. Su vida
consistía en una búsqueda sin fin para encontrar a la pareja perfecta,
aquella que no la dejaría. Y sin embargo, ella me dejó. Un ciclo.
Fui un proyecto que salió mal y ahora tenía cosas mejores que
hacer. Lo prefería así. Mi amiga, Moira, tenía una madre que criticaba todo
lo que hacía: deberías pintarte los labios; estás pálida. Llevas demasiado
lápiz de labios; pareces una puta. Si ejercitaras más, podrías tener una
hermosa figura. ¿Por qué pasas tanto tiempo dibujando? Deberías
ejercitar o no encontrarás un hombre.
Moira era lesbiana, así que por suerte para ella su búsqueda de
hombre no era una prioridad. Se quejaba de su madre con gran detalle, cosa
que me parecía fascinante. Una madre que se preocupaba demasiado por
cada pequeño detalle… dime más.
Las madres, en especial las madres terribles, hacían que sus hijos se
sintieran culpables por existir cuando estaban bajo estrés.
—Te di la vida —era muy popular, así como—: ¡Trabajo duro para
poner comida en tu plato!
Quisiste tener un bebé, o tal vez no lo hiciste y simplemente optaste
por conservar a tu bebé, aun así, no era nuestra elección estar aquí, así que
deja de arrojarnos en la cara que tienes que mantenernos.
Mi madre me gritó un día. Fue después que el hombre con el que
había estado viéndose de repente rompió con ella, y su maquillaje estaba
embarrado por toda su cara hinchada. Había respondido a una pregunta que
me había hecho con un gruñido y ella perdió el control, lanzándome una
barra de pan a la cabeza.
—¡No me hables así! —gritó—. Te di la vida. ¡Puse comida en tu
plato!
Había tenido suficiente. Había estado alimentándome por mi cuenta
durante años, trabajando en la caja del mercado local de comestibles. La
mitad del tiempo era yo quien le daba de comer.
—Tú me trajiste aquí —le dije a mi madre—. Querías una
compañera, algo a que amar, ¿verdad? Debiste haberte conseguido un
perro, mamá. Mucho más fácil que un puto humano. Ahora alimenta tu
error sin sentirte como una salvadora. —Me dirigí a mi habitación y la dejé
ahí de pie en la cocina, con los brazos caídos a sus lados, derrotada.
Ella no se había disculpado y tampoco lo hice, ninguna de las dos
lo sentía. Y así es como nos separamos finalmente, ambas un poco aliviada
por haber terminado con la otra. Continuando con nuestras vidas alegres.
24
MEMO DEL LUNES
Se suponía que todo iba a ser como una parada en los boxes: Seattle,
David, la relación. Me recordé eso el lunes cuando me encontré
tambaleando en el trabajo derrumbándome por el fin de semana. Pero para
el viernes estaba totalmente inmersa en mi vida con David, mi memo
olvidado en medio de la felicidad que encontraba con él.
Quizás esta vez es diferente, me dije. Era mi artista, no cualquier
artista, aquel que se ajustaba a mí.
Íbamos a correr cuatro días a la semana alrededor del lago Union.
Los martes yo cocinaba, los jueves él lo hacía. Hacía la lavandería, él
limpiaba el baño, y ambos discutíamos por el lavavajillas. Hacíamos el
amor todos los días, la novedad del asunto no había desaparecido todavía.
Comíamos en el Pike Place Market los domingos y ordenábamos para
llevar las noches de los fines de semana, cuando David tenía una
presentación. Me compró flores cada semana. Yo salía de mi turno en El
Jane y habría un ramo del mercado en la pequeña mesa donde comíamos
nuestras comidas, y una bolsa abierta de Cheetos, envejeciendo, como él
le decía. Veíamos Homeland y Game of Thrones, con un tazón de
palomitas entre nosotros. Discutíamos por el dinero (él no aceptaba nada
de mí), y sus viajes a los bares a última hora con Ferdinand eran un tema
de controversia (Ferdinand era un alcohólico). Todo era tan hermoso, mi
vida con él, y tan diferente a todo lo que había tenido antes. Y entonces el
lunes vendría otra vez, y me recordaba que todo esto terminaría pronto. No
podía vivir esta vida para siempre. Lunes, lunes, lunes. Lo odiaba por
razones diferentes a todos los demás.
Y entonces, un lunes en noviembre, un año para el día en que sacó
la astilla de mi dedo, me pidió que me case con él. Fue algo como esto…
Estaba sentada en el suelo delante del fuego, con la espalda apoyada
en el sofá y mis piernas extendidas frente a mí. La cabeza de David estaba
descansando en mi regazo, y mientras hablábamos yo jugaba con su
cabello.
—Es un lenguaje completamente diferente —bromeé—. Cuando
llegué aquí no tenía ni idea de lo que estaban hablando.
—Vamos —dijo—. No puede ser tan diferente.
David tenía un plato de dulces equilibrado sobre su pecho. Se veían
como gemas a la luz del fuego. Se turnaba poniéndolos en mi boca y luego
en la suya. Me sentía perfectamente rechoncha, feliz y contenta. Él
estaba sin camisa, sus pantalones cayendo bajo en su cintura. Podía ver la
tira logotipo de sus calzoncillos. Pasé una mano por su pecho caliente antes
de decir:
—De acuerdo, chico americano. Entonces, ¿estás listo? ¿Para una
verdadera lección en la jerga británica?
Se llevó un par de M&M a la boca y me guiñó un ojo antes de cantar
unas cuantas líneas de “American Boy”.
Esperé a que terminara antes de decir:
—Uña y mugre significan hermana.
—¿Qué mierda? —dijo—. ¿Cómo significa eso?
—No lo sé. Supongo que las hermanas se pegan como la mugre en
las uñas. —Esto pareció aplacarlo porque él asintió solemnemente. Me
había dicho que su hermana lo atormentó durante toda su infancia.
—Se pone mejor —dije—, así que calla. Manzanas y peras… son
escaleras.
Se sentó.
—Estás jugando conmigo. —Su cabello caía sobre sus ojos y quise
tocarlo y dejarlo al mismo tiempo.
Me reí.
—No lo hago. Acuéstate. —Hizo lo que le dije, pero tenía una
mirada divertida en su rostro.
—Pete Tong significa que estás mal.
—Está bien, dame esa en una oración. —Puso un M&M rojo entre
mis labios y fruncí el ceño a medida que masticaba.
—¿Toda esta situación ha salido Pete Tong? —ofrecí.
—Pobre Pete —comentó David—. ¿Qué hizo ese chico tan
mal? Toda Inglaterra la tiene contra él.
—Sí —dije—. Imagínate cómo se siente Jesús. Él es una palabra de
incredulidad. Parece bastante irónico.
—Ni siquiera voy a tomar el nombre del Señor en vano otra vez —
juró David, con una mano sobre su corazón.
—Deberías permanecer lejos de Pete Tong. Ese pobre hijo de puta.
Dejó el cuenco a un lado y frotó la parte interior de mi muslo con
una de sus manos. Sabía a dónde iba esto.
—Las chicas dicen que gastarán un centavo cuando necesitan ir a
orinar. Tengo que ir a gastar un centavo.
—Esa es fantástica. Es mi favorita —dijo—. Ahora, ¿estás lista para
un revolcón?
Eché mi cabeza hacia atrás y reí.
—Eso es lo único que sabes.
Se dio la vuelta hasta quedar boca abajo y besó mis muslos subiendo
lentamente.
—Tú. (Beso) Tienes. (Beso) Razón. —Y luego de la nada se puso
serio—. Tu visa de trabajo expira pronto.
Mi mano se congeló en su cabello. Eso era cierto.
—Sí —respondí.
—Cásate conmigo, Yara.
Pensé que solo estaba soltando una idea, y yo estaba a punto de
descartarlo cuando sacó un anillo de la parte inferior del tazón de
M&M. Mi boca se abrió.
Derribamos el recipiente cuando ambos nos pusimos de pie y óvalos
del mismo color que las gemas se extendieron por el suelo. Volví la cabeza
para mirarlos, mi sorpresa pegada al paladar.
Fue un error, decir que sí. Lo supe incluso entonces cuando mis ojos
viajaron de un M&M a otro: rojo, azul y amarillo. Me recuerdo de ellos
esparcidos por el suelo así por una eternidad, su propuesta aún reciente en
sus labios húmedos. El fuego ardiendo en sus ojos.
—Somos la química precisa, Yara. Estamos tan bien que se siente
como un sueño. Maldita sea, me quiero casar contigo.
Y en ese preciso momento, pensé en Petra, la forma en que se
arrastraba hacia él, y mi boca se abrió para decir que sí.
—Sí, David —respondí, con los ojos llenos de lágrimas.
Y luego deslizó un diamante ovalado en mi dedo anular. Me quedé
mirándolo a medida que reflejaba la luz, demasiado hermoso para las
palabras. David me besó y yo me envolví en torno a él, eufórica, mi memo
del lunes olvidado, todo olvidado.
25
MATRIMONIO
Había una vez una chica que nunca soñó con una boda. Las bodas,
el matrimonio, y el compromiso eran para la gente que quería lo mismo
durante un largo periodo de tiempo. La misma persona. Me burlaba de ese
tipo de mentalidad, lo básico que era. Esos sueños eran como dulces
vibraciones de estabilidad que te arrullaban en un sueño profundo,
psicológico. No quería dormir. Y todo comenzaba con flores, seda, y
los muñecos de torta frente a frente sostenidos de la mano. Sabía que quería
estar despierta. Quería que mi ingenio y mi sentido, y por Dios, quería tener
mi propio corazón. Así que cuando David me pidió matrimonio, estuve
sorprendida cuando le dije que sí. Y no cualquier sí, sino el tipo de sí que
una chica que siempre soñó con una boda diría. Lo dejé deslizar el anillo
en mi dedo, y luego lancé mis brazos alrededor de su cuello, subiendo
sobre su cuerpo en entusiasmo hasta que mis piernas se envolvieron
alrededor de su cintura. Alcé mi mano detrás de su cabeza para así poder
ver mi anillo nuevo. Y entonces volví a envolver mis brazos alrededor de
su cuello y apreté y apreté hasta que me dijo que lo estaba ahogando.
—Acostúmbrate —le dije—. Esta es tu vida ahora.
Nos tatuamos a juego al día siguiente para celebrar. David lo sugirió
y me gustó la permanencia de mi marca estando en su cuerpo. Terminaron
en nuestros hombros, su derecha y mi izquierda.
—Ahora hay amor marcado en tu piel —me dijo después, besando
el lugar.
—¿Estás seguro? —seguí preguntándole.
Durante semanas después que él me dio ese anillo todavía seguía
preguntando: “¿Estás seguro?” Con base diaria como si él fuera quien
tuviera duda en lugar de mí. Nuestros tatuajes sanaron, y seguí
preguntándole: “¿Estás seguro?”
—Estoy seguro —decía, firme y estable, completamente seguro, de
manera inequívoca. Decidimos que no queríamos una boda grande. No
tenía mucho de mi parte de la familia, solo unos pocos amigos íntimos que
había cosechado en los últimos años, y David tenía una familia muy
grande, la mayoría de los cuales, según dijo, se embriagarían demasiado o
no se embriagarían en absoluto.
—Los he visto arruinando bodas antes —me dijo. Y luego los
empezó a enumerar como lo hacía cada vez—: Mi prima Lidia, mi
hermano, mi tía abuela Angela… se emborracharían hasta los pelos,
o empezarían a juzgar cualquier mierda, y entonces comenzarían
discusiones por estupideces. Y luego está Sophia, pero eso es un asunto
completamente diferente.
Y después, como siempre, fascinada por el concepto de una familia,
le pregunté:
—¿Y por qué pelean? ¿Qué dijeron los novios? ¿Cuánto tiempo les
llevará reconciliarse? —Estaba más interesada en Sophia, así que también
le pregunté por ella.
Él respondió a todas mis preguntas con paciencia, su voz
retumbando en su pecho, a pesar de que ya las había respondido una docena
de veces antes. A medida que sus labios gruesos formaban las palabras,
trazaba los espacios entre mis nudillos con la punta de sus dedos. Siempre
estábamos tocándonos, no podíamos dejar de tocarnos. Nunca antes había
estado enamorada, no de esta forma. Pensé que lo había estado, pero todo
antes que esto se sentía como una mentira.
—Mi prima Sophia tuvo un aborto cuando tenía veinte años,
marchaba en manifestaciones pro-opción —explicó—. Mis tíos son
católicos. La propia madre de Sophia la terminó repudiando. Sophia se
niega a venir a los asuntos familiares por ellos. Creo que la apreciarías,
tiene la misma vibra de “me importa una mierda” que tú tienes.
—¿Cómo la tratan cuando aparece?
—La ignoran, susurran a sus espaldas, hacen comentarios groseros.
—¿Y cómo reacciona?
—No lo hace. Solo vive su vida.
Sophia era más fuerte que yo, decidí. Yo ni siquiera me molestaría
en ir. Si mi familia me tratara de esa manera, con amor condicional,
también los renegaría. Ella era la que demostraba el amor verdadero:
apareciendo, sin tomar represalias.
—¿Y qué piensas de todo esto? —le pregunté.
—No creo que haya nadie correcto o mal. Tenemos que dejar que
las personas sean lo que son. Sophia hace un buen trabajo con eso,
¿sabes? Ella no lucha con ellos ni los condena. Los deja en paz.
—Pero, ¿qué hay de tus tíos? Para ellos cometió un pecado
atroz. No puedes pedirles que se rebajen a su nivel, un nivel en el que no
creen.
—No es cierto. Nadie lo está. En realidad les estoy pidiendo que
suban un nivel. Que demuestren su amor en lugar de juicio. Porque si están
en lo cierto en cuanto a su sistema de creencias, hay un juez último de todos
modos, ¿cierto? No necesitamos jueces humanos.
Hecho: David me gustaba más cada día. Por lo general, cuanto más
tiempo pasaba con alguien menos me gustaban.
Una buena señal. Para el tiempo que tuviéramos sesenta estaría tan
enamorada que estaría a punto de estallar.
Compré mi vestido de novia en una tienda de consignación en
Queen Anne: de encaje blanco con mangas largas y un cuello en V
profundo que casi alcanzaba el ombligo. Había una mancha de sangre en
el dobladillo, dos gotas de rojo oscuro. Cuando le dije a Ann hizo una
mueca de disgusto.
—Qué asco, llévalo a la tintorería.
Asentí, pero no había manera de que borrara la historia de alguien
de mi vestido. ¿Cómo llegó hasta allí? ¿Fue por amor o lujuria, ira o
alegría? Pasé tantos días imaginando ese escenario que casi estuve tentada
a volver a la tienda y preguntar por su propietario original. Decidí no
dejarlo en la tintorería, sino llevarlo tal cual con toda la mala o buena vibra
todavía unida a la tela. Habíamos planeado casarnos en Vancouver, una
ciudad favorita para los dos, con solo unos pocos amigos a remolque.
David encontró un traje de terciopelo azul en la parte posterior del armario
de su tía y me dijo que lo usaría. Me dijo que Lazarus Come Forth cantaría
a capella mientras caminaba por el pasillo.
—¿Qué pasillo? —le pregunté, y luego me dijo que había reservado
una iglesia y un restaurante para después de que hubiéramos recitado
nuestros votos, donde todos pudiéramos celebrar. No había hecho nada, no
había movido ni un dedo. Era como si él pudiera sentir mi vacilación y se
puso en acción al hacer los planes.
—¿Te gustaría invitar a alguien de tu hogar? ¿Como a una amiga…
algunos familiares lejanos?
—No —respondí rápidamente—. Mi vida está aquí ahora, mi gente
es tu gente.
—Yara —insistió—. No puedes simplemente cortar a la gente de tu
vida cuando sientes que has terminado con ellos. Son parte de tu tapicería.
Observé sus labios a medida que hablaba. Era cautivante la forma
en que se movían. Se humedecía los labios con frecuencia y siempre
terminaba deseando que lamieran otra cosa.
—No quiero que nadie más venga —dije con firmeza.
Me sentía culpable. Pensé en Posey, quien ni siquiera sabía que me
iba a casar. Todavía me escribía una vez por semana y le había dicho de
todo menos de David. Había un puñado de otros más que podía llamar.
Todos estarían contentos y sorprendidos al escuchar las noticias, algunos
de ellos incluso se ofrecerían para volar hasta la boda. Pero, al final, opté
por no decir a nadie. Lo que tenía con David se sentía muy privado, como
si necesitara protegerlo del exterior.
Y entonces llegó el momento de conocer a sus padres, que estaban
enojados con David y sospechosos de mí. No los culpaba. Le pidió a una
chica que se case con él, una chica que aún no habían conocido. No sabían
si era mi culpa y no la suya, que había estado esquivando su invitación de
cenas y los viajes de fin de semana durante casi un año. Pero acepté el
anillo, y compré el vestido, y ahora era el momento.
PARTE DOS
EL CORREO ELECTRÓNICO
Querida Yara,
La banda estará en Londres el 12 de noviembre. ¿Quieres que
nos veamos?
David

Lo reescribí unas veinticuatro veces antes de enviarlo. Ni siquiera


sé si ella sigue usando este correo electrónico. Si responde, dolerá. Si no
responde, dolerá. Responde tres días después.

Hola David,
Sí, suena muy bien. Avísame en dónde y cuándo sería.
Yara

Es tan fría.
26
RECUERDO
Recuerdo el olor de su ropa, su perfume, su piel. La inclinación de
su barbilla cuando estaba ofendida y la forma en que su boca tiraba de las
esquinas cuando tenía dudas sobre tus motivos. Recuerdo la forma en que
la punta de su lengua asomaba y tocaba su labio superior cuando estaba
teniendo un orgasmo. Y la forma en que tomaría el primer sorbo de vino
en su boca durante lo que parecía un minuto entero antes de tragarlo. La
forma en que cerró los ojos y gimió cuando tragó… el vino. Y a mí.
Recuerdo que no aceptaría ninguna mierda de mí ni de nadie más. No le
importaba lo que pensabas de ella, le importaba lo que ella pensara de ti.
Ella no te dejaría entrar así como así. Tenías que probar tu valor. Recuerdo
las bolsas abiertas de Cheetos, todas alineadas en su despensa. La primera
vez que las vi todas alineadas así, saqué un par de bandas de goma de mi
muñeca y comencé a cerrarlas para que no se pusieran rancios.
—¿Qué estás haciendo? —había dicho, cuando me sorprendió
amarrando una.
—Alguien las dejó abiertas —contesté—. Se pondrán rancios.
—Ese es el punto. —Ella me había quitado la bolsa, le quitó la goma
y me la devolvió.
—Los Cheetos rancios son mis favoritos. —Se lo había metido entre
los labios, sacudiéndome las cejas. Y luego, mientras se alejaba, añadió—
: ¿Vas a escribir una canción sobre eso?
Recuerdo la forma en que siempre decía: ¿Vas a escribir una
canción sobre eso?
Y nunca olvidaré que escribí una canción sobre eso. Todo ello. Y
esas canciones. Escribí una canción, escribí dos canciones, escribí tres
canciones, escribí cuatro canciones. Yara me dio un regalo: inspiración sin
fin.
Una canción, dos canciones, tres canciones y cuatro canciones van
a platino. Hacemos dinero, adquirimos fama, viajamos por todo el mundo
y vivimos los mismísimos sueños que soñamos.
Pero soy pobre.
No tengo nada más que dinero.
Y su suéter, todavía tengo uno de sus suéteres. Hace mucho que su
olor se desvaneció, pero si miras detenidamente el manguito de la manga,
puedes ver pequeñas motas de naranja atrapadas en la lana. Polvo de
Cheeto.
Lo levanto a mi nariz antes de cada show, intentando encontrarla en
alguna parte. El suéter viene conmigo cuando estamos de gira. Lo guardo
en una caja que parece un ataúd. Los muchachos me dan mierda por eso,
pero no me importa.
Hubo una vez que olvidé la caja en un camerino en Albuquerque;
solo me di cuenta cuando llegamos a Reno y nos estábamos preparando
para una presentación.
“No estoy jugando”, les dije. “Todo se irá a la mierda sin el
suéter”.
A veces un hombre se deja llevar, pero ¿qué importa? Es un asunto
de hombres. Me convencieron de seguir de todos modos; dándome
palmadas duras en la espalda y miradas que me hicieron sentir como si
estuviese exagerando. El sonido se detuvo durante la primera canción.
Había funcionado bien durante el ensayo, pero no olfateé su suéter, así que
dejó de funcionar. Luego, durante la mitad del espectáculo, la directora de
escena comenzó a vomitar violentamente. Fue llevada de urgencia al
hospital en medio de nuestro set después de desmayarse y luego fue
diagnosticada con norovirus y agotamiento severo. Nuevamente, el suéter.
Entonces Ferdinand rompió tres cuerdas de la guitarra, y olvidé la letra de
“My Wife's Wife”. Cuando salimos del escenario y regresamos al autobús
de la gira, todos los muchachos estuvieron convencidos del suéter.
—No más presentaciones sin el suéter de Dave —dijo Brick.
Apestaba a cerveza y sudor, y no quería que él estuviera cerca del
suéter de Yara.
—¿También tenemos que olerlo? —preguntó Ferdinand.
Ferdinand de algún modo comprendió un poco mi dolor por Yara:
después de haber visto cómo se desenredaba toda la relación, nunca lo
cuestionó.
—Nadie huele el maldito suéter, excepto yo —le dije.
Así que el suéter se convirtió en una especie de Arca del Pacto para
nosotros, conmigo como su guía y los muchachos como creyentes firmes
en su magia. No salimos de gira sin él, y está en la portada de nuestro
segundo álbum.
A veces contamos la historia en nuestros shows y la multitud ruge.
Quieren ver el suéter. Pero el suéter gris desgastado de Yara es solo para
mí. Me pregunto si alguna vez ha visto la portada de nuestro álbum y lo
reconoció; me pregunto eso muy a menudo en realidad. Lo más retorcido
de ser artista viene cuando comprendes que estás creando para una persona
específica. La parte dolorosa es darte cuenta quién es esa persona, y la parte
devastadora es saber que la compulsión nunca desaparecerá. Y en su
mayoría provienen de una muerte: emocional, física, no importa. Mueren
para ti y sus cosas se vuelven sagradas. Ella no se lo merece; es una
cobarde. Pero tratar de controlar quién te controla es como dictar lo que el
clima debería hacer todos los días.
Nos mudamos de Seattle a Los Ángeles para perseguir la música.
Ferdinand, Brick y nuestro miembro más nuevo, a quien llamamos
Keyboard Carl. Carl fue el último, pero a mí me gusta más. Tiene el cabello
grasiento colgando alrededor de su rostro de un modo que me recuerda a
Kurt Cobain, y usa camisetas de bandas de chicos de los 90. Le da a
Lazarus Come Forth una agradable vibra sólida de rock&roll.
Los chicos encontraron la transición a LA más fácil que yo. Por mi
parte, estaba dejando recuerdos; ellos querían hacer otros nuevos. A decir
verdad, siempre les ha encantado la idea de la fama más que a mí. Solo me
encanta la música.
Firmamos con una pequeña disquera independiente: unos esposos
llamados Rita y Benny. Son tan apasionados con la música que hacen poco,
pero comen, duermen y hablan música. Me hacen sentir inferior pero bien
cuidado. Todos tienen un apodo en nuestro círculo, así que los llamamos
Los Músicos. Nos quedamos en su casa cuando visitamos y al final del
largo fin de semana, creyeron en nosotros y nosotros creímos en ellos.
Supongo que el resto es historia.
Ferdinand compra a su madre una casa en el lago en Chelan, y Brick
le compra a su novia tetas nuevas del tamaño de melones. Keyboard Carl
dice que está ahorrando lo suyo para comprar una isla. Creo que es una
idea excelente, pero no hay nadie a quien quisiera llevar a la isla conmigo,
así que deposito mis cheques e intento olvidar que el dinero está allí.
Algunos chicos lo usarían para aliviar el dolor, supongo, del mismo modo
que algunas personas usan drogas. Quiero que el dolor permanezca donde
está, duro y pesado. Me hace sentir cerca de ella. Estoy inspirado, pero
estoy vacío. El mes después de que termina la gira, Ferdinand viene a mi
apartamento, el cual le había comprado a mi tía.
—Ahora tienes barba —dice, rascándose la cabeza—. ¿Cómo te
comes los coños con barba?
Me rio y nos abrazamos como lo hacen los hombres con algunos
golpes firmes en la espalda. Siempre he pensado que es gracioso que
incluso al abrazar, los hombres muestran agresión. Ferdinand se queda
conmigo por una semana y, antes de irse, me dice que necesito encontrar a
Yara.
Está nervioso cuando lo dice. Lo he visto tocar ante multitudes de
ochenta mil personas sin ni siquiera sudar ni vomitar como lo hizo Brick
antes de un gran espectáculo. Ahora se sienta en el brazo de mi sofá, con
las piernas abiertas. Su cuerpo está doblado de modo que sus codos
descansan sobre sus rodillas, sus manos colgando entre ellas. Me mira a
los ojos, pero tiene problemas para hacerlo.
—Mira —dice—. Tengo un amigo en Londres. Vino a uno de
nuestros shows una vez…
—¿Cuál? —pregunto.
—Red Rocks. Vino a Red Rocks y le pedí que vigilara a Yara.
—¿Cómo se puede vigilar a alguien que nunca han conocido, en una
ciudad con millones de personas?
—Le mostré su foto. Escribe reseñas de restaurantes para un blog,
así que pensé que si frecuentaba la escena de bares en Londres, era
probable que se topara con ella.
—¿Y lo hizo?
—No.
No puedo ocultar la decepción de mi cara.
—Entonces, ¿por qué me estás diciendo esto?
—Porque realmente me importa una mierda a quién te follas. Pero
cambiaste después de que ella se fuera, y follarte a todas esas chicas no te
ayudó. Tampoco el éxito del álbum, hombre, cosa que sospecho que en su
mayoría fue escrito sobre ella.
Me detengo a pensar en “Atheists Who Kneel and Pray”. La noche
en que me había caído ebrio en el césped de un extraño en algún lugar de
North Bend, en mi camino de regreso desde un bar. La nieve caía alrededor
de mí, impactando en mi cara y mano con pequeños pinchazos cuando
aterrizaba. Miré hacia el cielo y pensé en cómo ya no creía, ni en Dios ni
en su creación. Definitivamente no en el amor. Ella había venido como una
ladrona en la noche y se había llevado todo. ¿Cómo podía una persona
hacer eso? ¿Cómo podían tener tanto poder? Y mientras yacía allí, en un
estado de ebriedad y angustia, había escrito la canción que nos había puesto
en el mapa.
—Tienes que encontrarla —dice Ferdinand—. Hombre, necesitas
un cierre. O algo más. Encuéntrala y dile que todo fue por ella. Lo que sea
que necesites hacer.
La madre de Ferdinand era psiquiatra. Supongo que sacó toda su
sabiduría de ella.
Me froto la cara con la mano.
—Hombre, está bien —le digo—. Está bien.
27
CORREO NO DESEADO
Reviso mis correos no deseados por su correo electrónico. Cuando
solía enviarme correos electrónicos iban directamente a esa carpeta, nunca
entendí por qué. Traté de configurarlo de modo que se dirigieran a mi
bandeja de entrada, pero ella me envió un correo electrónico y de todos
modos lo clasificaría como basura. Una advertencia tal vez. El correo
electrónico que estoy esperando es en el que me ofrece una disculpa sincera
y desconsolada. En el que me da una razón decente para dejarme seis
semanas después de que nos casamos.
Me imagino que leeré su correo electrónico y diré: “Ajá, ahora lo
entiendo. Gracias por explicar todo tan bien de modo que ya no tenga que
seguir sufriendo”.
Todos los días reviso mis correos no deseados por ese jodido correo
electrónico, pero nunca llega. ¿Acaso los culpables no envían correos
electrónicos? Estoy revisando mi correo electrónico un día (los correos no
deseados) cuando veo un título en la barra de asunto que dice: SI
NECESITAS UN INVESTIGADOR PRIVADO, SOY TU HOMBRE. Lo
abro en parte porque es cursi y creo que este tipo, Ed Berry es su nombre,
podría pensar en un mejor eslogan para su negocio. Ed afirma que puede
encontrar a cualquiera, y que puede hacerlo de modo que se ajuste a tu
presupuesto. No sé de dónde se va Ed pensando que alguien lo llamaría
después de ese horrible eslogan, pero lo llamo porque imagino que Ed
necesita que alguien crea en él. Dejo un mensaje y él me devuelve la
llamada en dos minutos.
—¿Qué puedo hacer por ti? —dice en un acento raro. No puedo
decir si es de Nueva York, Texas o Minnesota—. Las tres —dice
después—. Soy un hombre que se mueve.
Casi le cuelgo, pero recuerdo lo que dijo Ferdinand sobre eso de
necesitar un cierre. Yara y yo celebramos nuestro segundo aniversario de
boda el mes pasado. Me hice un tatuaje para compadecerme, y luego me
emborraché. ¿Dónde está mi esposa? Ese es el trabajo de Ed ahora.
Necesitaba un investigador privado y él es mi hombre.
Le digo a Ed que necesito encontrar a alguien y él me dice que el
trabajo internacional no es barato. Le aseguro que puedo pagarlo. Cuando
cuelgo el teléfono, sé que he cruzado una línea, no hay vuelta atrás. Cuando
te propones a buscar a alguien, no te detienes hasta que lo haces. Y luego
tienes que lidiar con lo que encuentras.
Ed me envía fotos. Grandes 8x10. También envía los archivos a mi
correo electrónico. No van a mi correo no deseado. Reviso los correos no
deseados antes de abrir los archivos. Nada.
En las fotos, veo a Yara detrás de una barra. No es de extrañar, tenía
un título de maestría y aun así se negó a trabajar más que como barman.
La veo caminando por la calle con bolsas de plástico, con la barbilla
apoyada en el pecho. La veo sonreír mientras se sienta en una mesa exterior
con otra mujer. Ed etiqueta cada foto con lo que está haciendo. El sujeto
femenino come en The White Knight a las once cien horas. Está
acompañada por otra mujer. Se van juntas caminando hacia el oeste en…
No me gusta que la llame sujeto femenino. Es Yara.
Reviso mis correos no deseados por su correo electrónico.
Sé dónde está, ahora solo es cuestión de ir. Mi tatuaje se infecta.
Considero en removerlo. Es mal yuyu cuando el tatuaje que te hiciste para
compadecer tu segundo aniversario con tu mujer fugitiva se infecta.
Cuando sana, hay un punto en el medio donde desapareció la tinta. Es
perfecto de una manera espeluznante, así que lo conservo. Cuando reviso
mi correo electrónico, froto el lugar vacío en el medio de mi tatuaje. No
era algo que sabía que hacía hasta que Brick lo señaló. Brick puede ser
muy observador cuando no hay mujeres cerca.
—Amigo, ¿por qué haces eso? Es lo mismo todos los días.
Me encogí de hombros, pero eso me hizo pensar. Había una historia
de un hombre cuya esposa murió. Fue al cementerio todos los días, le llevó
las mismas flores, usó la misma corbata. Se sentó al lado de su tumba y le
contó a su esposa muerta sobre lo que había desayunado, cómo la vecina
había levantado la mano en señal de saludo mientras pasaba. Esa era la
forma en que se afligía por al amor de su vida, con un ritual y consistencia.
Era como tenía el control después de que sucediera lo incontrolable. La
muerte. Yo tocando el espacio en blanco de mi tatuaje, buscando su correo
electrónico en mi basura. Estaba perdido para siempre en mi dolor.
Odio estar en casa, casa siendo el hogar de mi familia, donde mis
padres tienen un carrito de golf verde lima que conducen alrededor de la
propiedad orgullosamente con el número 12. Mi hermana tiene juguetes
para que jueguen sus hijos cuando los trae los fines de semana. La casa
siempre huele a vinagre de sidra de manzana, que a su vez huele a pies
sucios. Mi madre se ha convertido en una consumidora de vinagre de sidra
de manzana.
—Mata las bacterias malas en tu intestino —me dice.
Para ilustrar esto, palmea mis tripas justo donde vive la bacteria
mala, y luego señala la suya. Tomo un trago de eso para apaciguarla y me
dan arcadas. Nadie habla de Yara, esa es la regla. Continuamos como si
nunca sucedió. A veces puedo decir que mi madre quiere hablar de eso,
preguntar si he escuchado algo, pero en cambio contiene las preguntas en
sus ojos. Por primera vez en mi vida, estoy agradecido de que seamos el
tipo de familia que evita hablar sobre las cosas.
Es el sonido de los hijos de mi hermana montando sus triciclos a lo
largo de la acera frente a la casa lo que más me molesta. Siempre me
levanto y pongo una almohada sobre mi cabeza para matar el sonido de las
ruedas de plástico sobre el asfalto caliente. El roce de ellas, la risa. Lo odio.
Me recuerda una felicidad que probablemente nunca conoceré: una familia
propia, pequeños humanos llamándome papá o papi, una mujer con la que
quiero tenerlos. Cuando le di un beso de despedida a mi madre después del
fin de semana y volví a la ciudad, me sentí aliviado. ¿Quién soy? No el
hombre al que le gustaba salir con su familia. No el hombre que estaba
sediento de música. Me voy a dormir en mi propio apartamento; el
zumbido de los motores adormeciéndome y es el mejor sueño que he tenido
en días. La próxima semana será mejor. La próxima semana intentaré con
más ganas seguir con mi vida. La próxima semana tocamos en un festival
en Seattle.
Reviso mis correos no deseados por su correo electrónico.
28
COLMILLOS
Ella tenía colmillos. Figurativos, pero además sus incisivos eran
afilados cosa que la hacían parecer un vampiro.
La primera vez que la vi pensé en los libros que todas las chicas
estaban leyendo cuando estuve en la secundaria, aquellos del hermoso
vampiro que se enamora de una chica mortal. Yo era el chico mortal y esta
chica, divina, me hizo sentir insuficiente y aburrido. Después me dijo que
la hice sentir de la misma manera, y tal vez así es como debía ser: dos
personas asombradas entre sí, que se sienten afortunadas de estar el uno
con el otro. Volví a verla una vez más, sediento por su atención. No estaba
exactamente hambriento por atención, pero últimamente la suya era la
única atención que quería. Quizás la primera vez fue una casualidad, una
mala racha para mi masculinidad. Pero cuando volví, sentí lo mismo, si no
más fuerte. Coqueteé con ella y ella me respondió, pero no con la sutil
flexibilidad con la que la mayoría de las mujeres flirteaban.
—¡Hola, chico astilla! —diría ella porque sabía que me molestaba—
. ¿Vas a escribir una canción sobre eso?
Lanzaba indirectas, muy bien apuntadas que me hacían reír. Si fuera
un hombre diferente, tendría el ego magullado. Acepté sus bromas y las
moldeé para mí. Ella era algo que sabía que existía pero que nunca había
conocido: el Monstruo del Lago Ness, Pie Grande, el duende al final del
arcoíris. Terribles analogías, lo sé.
Yara.
Y entonces me lo dijo, después de un montón de insistencia.
Su nombre era música.
Me iría del bar y pensaría en su cabello. No en sus tetas ni su culo;
su cabello. ¿Qué mierda era esa?
Le conté a mi mejor amigo, Ferdinand, sobre su cabello y me llamó
un marica.
Una pequeña marica es lo que era.
—¿Quieres pasar los dedos por él? —me preguntó—. ¿Meter tu
rostro en él y ver qué tan bueno huele?
Así era.
—Jódete —le dije, pero él solo había reído.
—Prefiero tener los dedos y la cara en otro lado, pero como quieras.
La invité a mi presentación. Una, dos, tres veces. Nunca antes tuve
que suplicarle a una mujer que viniera a una de mis presentaciones. Y para
empeorar las cosas, nunca fue. Cada espectáculo subiría al escenario y la
buscaba, su cabello rubio; incluso si estaba atado, podría verlo. Y luego
bajaría del escenario decepcionado. Ella no funcionaba de la misma
manera que otras mujeres. Otras mujeres tenían botones, perillas; nada
estaba etiquetado. Yara tenía solo un interruptor y bien estaba Encendido
o Apagado, más nada. Quería hablar su idioma. Quería ser su idioma. Esta
era una obsesión y la recibí con agrado. Un buen cambio a no sentir nada
o sentirse decepcionado.
Tocamos en El Cocodrilo el último sábado del mes. Había
invitado a Yara otra vez, pero para entonces esperaba que no fuera. Por lo
general, nos sentábamos en la sala verde bebiendo hasta que llegara el
momento de que fuera nuestro turno de tocar. Pero, en esa noche en
particular, no podía quedarme quieto.
—Dale un poco de eso a David —le dijo Ferdinand a Brick, que
estaba fumando un porro.
Los descarté.
—Hombre, es como si estuvieras drogado con algo.
Ferdinand me conocía muy bien, pero no quería hablar de
eso. Yara había sido diferente conmigo las últimas veces que fui al Jane,
no tan habladora y amistosa. Le di una calada para apaciguarlos unos
minutos antes de que comenzara el espectáculo.
—¿A quién estás buscando? —preguntó Ferdinand a medida que
caminábamos hacia el escenario. Ferdinand sabía a quién estaba buscando
pero a él le gustaba atormentarme con eso.
—Yara —dije, sin pensarlo.
—¿Aquella con la que has estado obsesionando? Colega…
—No la has visto. No sabes nada. En realidad, no quiero que la veas.
—Tomé mi Charvel e ignoré la forma en que me estaba mirando.
Ferdinand era el bajista, pero conseguía más culos que yo. Como el rostro
de la banda, los cantantes principales recibían mayor cantidad de
traseros; sus nombres eran los más clamados y recordados. Medía un metro
noventa y era tan ancho como un toro, las mujeres pensaban que Ferdinand
era una combinación de misterio y peligro. En realidad, era un hombre de
pocas palabras que tenía un gatito como protector de pantalla en su
MacBook. No le gustaba hablar a menos que se tratara de música o de su
madre, y lloraba cuando sangraba por la nariz, pero bueno, la ilusión era
parte de la diversión. Funcionaba bien para su vida social.
—¿Quién es esa? —preguntó Ferdinand.
Apuntó su barbilla hacia la barra mientras ajustaba la clavija E de
su Fender. Levanté los ojos, intenté ver más allá de las luces brillantes que
relucían en el escenario. Un destello de cabello platinado, pero podía ser
cualquiera. Chicas con ese color de cabello eran como una moneda de diez
centavos. Su cabello era tan largo que acariciaba sus caderas, unas caderas
que se pavoneaban cuando ella caminaba.
—Una rubia —dije—. No la correcta.
—Hay muchas rubias que puedes elegir aquí —dijo Ferdinand—.
Un buffet completo de rubias.
Le enseñé mi dedo medio y levanté mi guitarra. Un buffet. Seguro.
En eso se había convertido. Podías escoger izquierda o derecha, y
conseguir dos ligues en una noche. Si no te gustaba una, había otra. Ibas
alrededor, y más jodidas groupies, chicas en Tinder que decían que querían
pasar una buena noche pero en realidad estaban buscando un
marido. Podías follar todo el camino a lo largo del Noroeste Pacífico si eras
medio apuesto y llevabas una guitarra. Era tan insatisfactorio. Una
experiencia estéril tras otra experiencia estéril.
Tiempo de empezar. Brick estaba en la batería.
—Uno… dos… tres…
Era ella. Me di cuenta de eso a la mitad de nuestra primera
canción. Energizado, me moví por el escenario con nuevo
vigor. Ferdinand levantó las cejas, inclinando la cabeza ligeramente hacia
ella como si preguntara: ¿Es ella? Yo asentí. Él frunció los labios,
empinando su bajo y cerrando los ojos. Esta era su parte favorita de la
canción. ¿Cuál sería la de Yara? Canté, y toqué para impresionar. No
quería asustarla y por esa razón no hice contacto visual hasta que tocamos
tres canciones. Ella estaba aquí, había venido. Estaba interesada. No solo
iba a ser mi musa, iba a hacerla mi esposa.
Mucho bien que me hizo. Maldita sea, muchísimo bien.
29
MENDIGOS
Cuento los días que ella se ha ido. Los cuento hasta que se vuelve
doloroso saber que de hecho hay un número importante entrometido entre
nosotros, un número que solo creció. Solo crecería. Días, luego meses,
luego años. Te dicen que mejora, pero no es así. Hago una lista de cosas
que quiero olvidar porque duele mantenerlas a la vanguardia de mi mente.
Esa vez que maldijo a mi hermano cuando él me dijo que
consiguiera un trabajo real.
Esa vez que estábamos tocando en un show y la vi en la multitud
con los ojos cerrados y las manos levantadas como si estuviera
alabándonos.
Esa vez que estaba tan enojada conmigo que arrojó una barra de
pan en mi cabeza y me dijo que me ahogase con ella.
Esa vez que lamió las lágrimas de mi cara y dijo que estaba
deseando algo salado.
Esa vez que me sentí mal por mí y le dije que era un pésimo artista
y me dijo que escribiera una canción sobre eso.
Esa vez que llenó la botella de vodka con vinagre y cuando comencé
a toser y ahogarme me dijo que tenía que dejar de beber tanto.
Esa vez que me convenció para dejarla depilar mis bolas y me dijo
que no me dolería en absoluto.
Esa vez que dibujó tetas en mi cara con un Sharpie mientras yo
estaba durmiendo y luego tuve que tocar un show más tarde esa noche.
Esa vez que me cantó cuando ya no cantaba y fue tan malo y tan
bueno al mismo tiempo.
Esa vez que nos casamos.
Esa vez que se fue.
¿Cuándo se pone mejor? ¿Alguien puede darme un marco de
tiempo?
Si alguien no te quiere, lo único respetable por hacer es dejarlos
ir. La verdad, completamente honesta, no te estoy mintiendo. Es eso o una
orden de restricción. He visto a esos tipos que no lo dejaron ir. Sus chicas
se irían en paz y ellos perderían la cordura. Hombre, esos cabrones me
recordaban a los mendigos; con sus hombros encorvados, ojos llorosos
como si acabaran de golpearse un dedo. Hombre, ¿cómo te permites llegar
a ese punto? Eso es patético. Lo que más me molestaba de esos tipos era la
clase de chicas por las que estaban de duelo. Chicas superficiales, chicas
de portada, chicas con lápiz labial excesivo, ninguna de ellas ni siquiera un
poco similar a Yara. Juzgaba tanto a esos tipos y supongo que no debí
haberlo hecho. Todos tenemos a alguien por quien sentir duelo, incluso si
es no Yara.
Hice una nueva lista de cosas que quería olvidar.
La forma en que preparaba mis comidas cuando era un zombi y me
las llevaba, colocaba el tenedor entre mis dedos, y me decía con su voz
suave que coma.
Sus dedos fríos cuando acariciaban las líneas en mi cara.
Cómo nunca se quejó de los meses cuando desaparecí, nunca los
mencionó después.
La forma en que me atacaría, acusándome de engañarla.
Esas chicas, aquellas que no eran Yara, su habla era inconstante, sus
voces altas y gangosas. Nunca hacían una pregunta real, solo la
insinuaban. Sonaban baratas, como esas grabadoras de plástico que te
enseñan a tocar en la escuela secundaria. Había tenido esas chicas, las
escuché hablar, y decir mi nombre, y preguntarme sinsentidos. La voz de
Yara era profunda… elegante. Su acento era real y su tono relajante. Añadí
algo que quería olvidar a la lista de preguntas de Yara.
¿Por qué follarte a una chica y engañarla si no tienes intención de
tener una relación con ella?
¿Por qué te quejas que no puedes escribir una canción cuando no
has intentado escribir una canción?
¿Por qué dejas que tu hermano te hable así?
¿Por qué quieres casarte conmigo de todos modos?
Después de que una relación terminaba y pasabas por la pena inicial,
era hora de la humillación (o negociación como lo llamaban los
psiquiatras). Humillarse era un rito de paso. Es cuando te ves tan patético
que nadie te querría de todos modos, pero estabas lo suficientemente triste
como para intentarlo. No sabía en dónde estaba Yara para arrastrarme o lo
hubiera hecho. Mierda, habría ido los nueve metros de humillación,
mendingando. Me salté esa etapa y fui directamente a la etapa del imbécil.
Esa es la mejor. Tienes la oportunidad de beber un montón de mierda, y ni
siquiera te importa lo que estás bebiendo. Hay una gran cantidad de “Qué
se joda esa perra”. Y, “estoy mejor sin ella”. Cuando te cansabas de las
resacas, y tu verga ya no se pone dura, dejas de beber y te medicas con
nuevas cosas divertidas: amigos, gimnasio, arroz integral y pechugas de
pollo perfectamente racionadas, y ligues al azar con chicas que conoces en
el gimnasio.
Un duelo sin peleas, un duelo sin disculpas, un duelo sin cierre. El
sofocante y espeso duelo se envuelve fuertemente alrededor de una
mujer. Y con tanto duelo reprimido que tienes por una mujer, estás
metiendo tu polla en otra. Es enfermizo.
Orgullo, tuve demasiado. Maldita sea, si realmente quisiera, podría
haberla encontrado. Ahora lo sé. Debí haber rogado y humillado, gatear
hacia ella sobre mis manos y rodillas para que así ella pudiera ver el efecto
que tenía sobre mí. Tal vez podría haberla traído de vuelta.
La lapicera estaba allí ese día, puesta en mi mesita de noche. No la
reconocía, ¿de dónde venía? Era una pluma de turista, algo que comprarías
en el mercado: un horizonte de Seattle detrás de una cúpula de plástico
diminuta. Había motas de purpurina en el agua. La tomé, la observé
mientras nevaba sobre Seattle. Y entonces, así como así, las palabras
aparecieron en mi cabeza.
¿Vas a escribir una canción sobre eso?
Por qué sí, así era. Llamé “Mendigo” a la canción. Era la segunda
canción que escribía sobre Yara y me llevó veinte minutos conseguirlo.
Tenía su ritmo: suave, suave, duro, duro. Cuando terminé, sentí…
menos. Solo menos, como si hubiera transferido parte de mi dolor a un
libro de composición en lugar de dejarlo reposar en mi pecho. Esto era lo
que Yara me había dicho que pasaría si mi corazón se rompía. Odiaba la
canción por eso; odiaba cada canción sobre ella, y todas eran sobre
ella. Odiaba a la chica que nos hizo famoso. Me odiaba a mí mismo por
amar a la chica que me hizo un mendigo. Amargado, muy amargado como
cortezas de naranjas.
Ella me había hecho esto a propósito, me había lastimado con
intención. Cambié por ella, pero ella no había cambiado por mí. Esa era la
diferencia. Ella solo me dejó.
Reviso mis correos no deseados por su correo electrónico.
30
BUSCANDO
Tengo un sueño en el que Yara está encerrada en un armario
llamando mi nombre. Cuando despierto estoy cubierto de sudor y mi
corazón late con fuerza. Miro mi teléfono. Son las cinco en punto de la
mañana. Saco las cuentas en mi cabeza mientras balanceo mis piernas por
un lado de la cama. Dos años este mes, ese es el tiempo que ha pasado
desde que ella se fue. Me ducho, me preparo una taza de café, pero no
puedo quitarme el sueño de la cabeza. Podía verla tan claramente, su largo
cabello trenzado por su espalda, sus ojos con delineador rojo. Me esfuerzo
por no mirar fotos viejas porque cada vez que lo hago, siento que vuelvo
al primer día, el primer día después de que ella me dejó, pero no puedo
detener los sueños. Me devuelven su rostro en detalle. Mis amigos me
dicen que necesito un cierre. Antes de que el residuo del sueño se haya
disipado, reservo un boleto de ida a Londres.
Es ahora o nunca, me digo a mí mismo. Empaco una pequeña bolsa
y me voy sin avisarle a nadie.
—¿Negocios o placer? —pregunta la mujer en el asiento contiguo.
Se abrocha el cinturón de seguridad y luego me mira expectante. No
tengo plan para pasar el vuelo hablando con un extraño.
—Negocios —digo.
—¿Qué tipo de negocio?
—Voy a buscar a mi esposa. —Y luego apoyo mi cabeza contra la
ventana, la almohada apoyada contra el vidrio, y duermo.
Me quedo en un hotel del que una vez me habló, en el Strand. Ella
trabajó allí durante unos meses antes de que decidiera aventurarse en
América. ¿Cuáles son las grandes diferencias entre Londres y Seattle? El
clima es el mismo. Al poner un pie delante del otro y dirigir mi cuerpo por
las calles, estoy empapado por la lluvia de la misma manera que me
sucedería en casa. No camino con la cabeza baja como todos los demás
porque los estoy mirando a la cara, a las personas que llevan sombrillas (en
realidad no hacemos eso en Seattle, llevar sombrillas). Estoy buscando a
Yara, quien ya no trabaja en el mismo lugar que Ed Berry me informó. El
agua de la lluvia gotea por mi cara, en mi boca porque no voy a inclinar la
cabeza contra la lluvia.
Estoy buscando a Yara. Estoy buscando a Yara…
Pienso en llamar a Ed, pero ya estoy aquí. Puedo encontrarla. Eso
es lo que me digo mientras camino a través de las calles. Incluso antes de
conocerla parecía que estaba buscando a Yara. Sabía que ella luchaba para
aceptar el amor. Y yo era demasiado joven para comprender las
consecuencias. Pensé que todo saldría bien mi vida, que los errores se
corregirían y que eventualmente ella estaría bien. Así no es
como funciona. Ahora lo sé.
Todos los bares aquí tienen nombres de cosas con un artículo al
principio: El Puerco Espín, El Imperial, La Sopladora de Vidrio, La Ostra
y La Alegría. Miro dentro de sus ventanas, estudiando los cantineros. Estoy
buscando a Yara.
Está en todas partes y en ninguna parte. La veo en la gente. Se
americanizó para encajar, pero ahora veo que ella es Londres. ¿Cómo
puede una persona ser como una ciudad? Su actitud en cuanto a la vida es
húmeda, pero sigue adelante con una vieja elegancia. No se queja de lo que
le sucedió o por qué. Es la humedad en la que vive, es parte de lo que ella
es y está bien con eso. He visto a tantos otros preguntarse, y llorar, y rabiar
contra los porqués de su vida. Yara no pierde el tiempo en eso. Tiene un
lugar en el que estar y solo va. Creció con adjetivos. Es interesante y vieja
como los edificios góticos que bordean la calle. Si entras en muchos de
ellos, son modernos y jóvenes, eso también es como Yara.
Amo Londres.
Por la tarde, estoy cansado de caminar y mirar, mirar y
caminar. Encuentro un lugar para sentarme y comer llamado El Mostrador
en el Delaunay. Hay un patrón azul y blanco en el piso que no puedo dejar
de mirar. Me siento frente a unos abuelos que han traído a sus pequeños
nietos a almorzar. Todos estamos en una cabina junto a la ventana. El niño
y la niña parecen gemelos.
—¿Puedo ver tu encantadora sonrisa? Muéstrame tu encantadora
sonrisa —dice el abuelo mientras sostiene una cámara en alto.
—¿El Señor y la Señora Malhumorados necesitan ir al baño? —
pregunta la abuela—. Me avisan, ¿de acuerdo? Tal vez un poco más tarde
entonces.
Estoy fascinado por la forma en que hablan el uno al otro, la
atención y el tono.
No hablamos a nuestros hijos de esa manera en Estados Unidos. No
usamos tantos adjetivos con ellos. Pienso en los compositores que amo,
todos de aquí, este lugar de autobuses rojos gigantes y agujas
góticas. Steve Mac; Camille Purcell; Paul Epworth; Goddard, Worth y
Lennon. Sus abuelos deben haberlos llevados a comer y les dijeron que les
mostraran sus encantadoras sonrisas, y les ofrecieron bocados de sus rollos
de tocino…
—Entonces, ¿quieres un pequeño mordisco? Es crujiente por
dentro, pero el pan es muy suave y cálido… ¡lo juro! ¡Mira cuántas formas
arremolinadas y diseños hay en esta mesa! Son tan elegantes, ¿verdad, mis
encantos? Elegantes y perfectamente encantadores…
Ahora entiendo más a Yara al escuchar a su gente. Cuanto más
camino, y escucho y me quedo, más de ella tiene sentido para mí. Los
tigres no tienen sentido en un zoológico: se ajustan al zoológico, pero no
le hacen tener sentido. Pido un té como ella solía beberlo, y algo llamado
gachas de avena y plátano. La chica que me los trae pregunta si quiero miel
para mis gachas.
—Sí, por favor —le digo.
Yara solía ponerle miel a sus hojuelas de avena, lo recuerdo. Estoy
haciendo esto para sentirme cerca de ella. Quizás entonces pueda
encontrarla.
Las gachas son deliciosas. ¿Cómo alguna vez comió hojuelas de
avena cuando estaba acostumbrada a comer esto? Es cremoso y
decadente. Dejo miel por todos lados: mis manos, la mesa y mi
ropa. También quiero escribir una canción sobre eso: siguiendo a tu chica
a Londres y dejando miel en todos lados. Ella me hace escribir canciones
sin saberlo.
El quinto día que estoy allí recibo una llamada de mi madre. Mi
padre tuvo un ataque al corazón. Corro hacia mi hotel y arrojo todo en mi
equipaje. Todo es borroso después de eso: el viaje en taxi al aeropuerto, el
vuelo hasta mi casa en el cual el wifi no funciona, el café caliente se
derrama en mis pantalones. Mi prima está ahí para recogerme. Su rostro
luce severo. No pienso en Yara de nuevo hasta después del
funeral. Entonces me siento más desesperado. La gente muere. No somos
permanentes. Tenemos que apurarnos si queremos las cosas.
31
EL PASADO VUELVE
Tocamos en Bumbershoot en septiembre, seis meses después de la
muerte de mi padre. Es un festival muy aclamado de arte y música en
nuestro estado natal, algo que hemos soñado durante años. Subimos al
escenario y solo puedo describir la experiencia como uno de los momentos
más surrealistas de nuestras vidas. Hace solo unos años teníamos los ojos
iluminados y esperanzados, de pie en la audiencia y soñando con el día en
que estaríamos en el escenario. Y ahora aquí estamos. El clima es gentil,
el sol golpeando a Seattle en su entera majestad. Alzo la vista y observo
las pequeñas nubes que salpican el cielo. Hoy no habrá lluvia. Mi madre y
hermana también están en la multitud, vistiendo viseras rojas a
juego. Saltan de arriba abajo y saludan cuando me ven mirarlas. Están
usando sus camisas Pixies y sé que se dirigen a la reunión post presentación
después de esto. Es desde el escenario que veo otra cara familiar. Recuerdo
una pelea, gritos, Yara lanzando una barra de pan en mi cabeza y
diciéndome que me ahogue con ella. Ahora suena cómico, pero no lo fue
en el momento. La ira rugió como un tornado, destrozando lo que habíamos
estado construyendo juntos. Ella dijo cosas esa noche que preferiría no
recordar, cosas horribles sobre mí y la banda… mi familia. Era un recuerdo
doloroso, una puerta de entrada al final. Capto la mirada de Petra y ella
sonríe a medida que se balancea con la música que ya hemos comenzado a
tocar. Su cabello es de un color amarillo ceniciento y está vestida en un
vestido blanco puro. Puedo ver su contorno debajo de la tela, los círculos
oscuros de sus pezones. Quiere que la reconozca; usó ese vestido para así
tener más posibilidades de hacerlo. Las mujeres usan sus cuerpos como
armas.
Después del espectáculo, Petra me espera al fondo del
escenario. Hay mucha gente allí llamando mi nombre, pero ella está en
silencio, con las manos juntas frente a su cuerpo como si ya supiera que
me detendré. Si no pudiera ver sus malditos pezones, diría que se veía
santa. Me paro frente a ella incluso aunque la seguridad me tiene por las
bolas. Un tipo fornido con un chaleco de cuero dice:
—Tenemos que seguir moviéndonos.
—Hola, Dave. —Ella se coloca el cabello detrás de la oreja y me
mira con timidez.
Es tan íntimo, la forma en que ella me llama Dave. Desencadena
algo, tal vez mi profunda soledad, y es por eso que levanto la barrera y
espero a que ella se agache para unírseme. Ella se despide de sus amigos
como si este fuera el plan desde el principio y une su brazo con el mío.
No hablamos hasta que estamos en el tráiler que compartimos con
otras dos bandas. Dado que están tocando lo tenemos para nosotros solos
por unas horas. Los muchachos sacan cervezas de la nevera y limpian la
parte posterior de sus cuellos con lujosas toallas blancas, mientras que
Petra y yo avanzamos a la pequeña habitación trasera donde hay una cama
matrimonial. Me siento en el borde y ella se sienta a mi lado.
—No estoy tratando de acostarme contigo —le digo. Aunque
decirlo en voz alta hace que parezca que lo hago.
Ella sonríe con esa sonrisa de labios cerrados que domina y se
encoge de hombros como si pudiera darle igual lo que pase. Se me ocurre
un pensamiento del que me avergüenzo de inmediato: ¿Y si debí haber
estado con Petra todo el tiempo y Yara era el error? Bueno,
claramente Yara fue un error, pero siempre había culpado a Petra por las
peleas iniciales en nuestra relación. Totalmente injusto tal vez, pero eso es
lo que Yara puso en mi cabeza: Petra estaba allí para causar problemas,
Petra estaba esperando que termináramos. Petra había estado callada en
esos días, detrás de la banda presentación tras presentación, apareciendo
con tanta frecuencia que se convirtió en una de nuestra comitiva por
defecto. Entonces había sucedido la cosa con Yara. Ella apareció por un
tiempo después de eso, pero una noche después de haber bebido
demasiado, le había ordenado que se fuera del maldito apartamento. De
acuerdo con Brick, en un insulto ebrio, le dije que era culpa de ella que
Yara y yo hubiéramos roto. Pienso en eso ahora mientras sorbo agua de
una botella y la observo estudiarme con cautela. ¿Está buscando venganza?
—Lo siento —le digo—. Por lo que dije. Estaba sufriendo y quería
arruinar todo.
—Eso fue hace mucho tiempo. —Se encoge de hombros. Y luego
dice—: Ella tenía esta manera de volverte loco. Era como si disfrutara
torturarte.
La miro fijamente. Tal vez era cierto, pero nadie lo había dicho
antes en voz alta. No quiero hablar sobre Yara. Debe verlo en mi cara
porque se levanta y agarra mis manos, poniéndome de pie.
—Salgamos de aquí —dice—. Te compraré la cena.
Solo dudo por un momento. No he estado con una mujer en un
año. Eso fue después del año inicial cuando me acosté con cualquiera que
fue como un juego. Me gusta sostener su mano, pero más que eso, me gusta
la forma en que me mira.
Es el primer día que no verifico mi correo no deseado por el correo
electrónico de Yara.
32
CONOCIENDO A LA GENTE
La emoción en torno a una boda era contagiosa. Todos quieren saber
los detalles. Muchas felicitaciones, palmadas en la espalda y consejos
injustificados. Aunque disfrutaba de la felicidad de todo eso, mi futura
esposa lucía más marchita cada día.
—¿Qué pasa, Yara? —pregunté—. ¿No quieres hacer esto?
Ella pareció sorprendida por mi pregunta.
—No, no —me aseguró—. No soy esta persona… que planea una
boda, ¿sabes?
Lo sabía y me gustaba eso de ella.
—Me encargaré de todos los arreglos —prometí, besándola en la
frente—. Será pequeña. Minúscula. Solo amigos cercanos y un puñado de
mi familia. ¿Hay alguien a quien quieras invitar de tu casa? —Ella estaba
sacudiendo la cabeza antes de que terminara la pregunta.
—Una vez fui dama de honor, justo después de la escuela, me
refiero a la universidad —dijo—. Una chica con la que había ido a la
secundaria, bonita y popular en ese entonces. Su nombre era Angie. Estaba
fuera de mi liga en la secundaria, y yo estaba fuera de la suya cuando me
mudé a Londres. No me di cuenta que éramos amigas hasta que me pidió
que llevara un vestido de talle alto color menta y sostenga un puñado de
flores silvestres.
—¿Nunca pasaban el rato? —pregunté.
—No. Y estaba a punto de rechazarla. Me sentí incómoda por ser su
dama de honor cuando ni siquiera éramos verdaderas amigas, y luego me
dijo que siempre me había admirado, y aunque el resto de ellos les
importaban las cosas estúpidas yo hacía lo mío. En realidad, creo que sus
verdaderos amigos se habían alejado y la abandonaron de alguna
manera. Verían su matrimonio temprano como algo que podría ser
viral. De todos modos, lo hice. Fui su dama de honor. Recuerdo sentir
pánico por ella mientras caminaba por el pasillo, incluso aunque ella no lo
sintió por sí misma. ¿Cómo sabía que todo estaría bien, que él cuidaría de
ella, que ella permanecería fiel a sí misma? Ahora sé que no lo sabía, que
el amor era un acto de fe, y que el amor era solo una palabra hasta que
alguien le diera una definición.
Asentí lentamente, no queriendo que ella dejara de hablar. Era tan
raro que compartiera cosas de su pasado como esto.
—No sé si John, el hombre con el que se casó, la satisfizo de la
manera que ella estaba esperando, si fue un buen esposo y padre. Nunca
hablamos de nuevo después de su boda. Pero a veces tengo estos agudos
momentos de realización cuando me doy cuenta que esta es mi boda, y que
voy a casarme. Pienso en Angie y me pregunto cuánto puedo confiar en
todo esto.
Aunque no podía relacionarme con su idea, hice todo lo posible por
entenderla. Vengo de personas casadas, duras e inquebrantables católicos
dedicados a la familia. Era lo que hacías, y era lo que siempre había
querido.
—¿Te preocupa que te decepcione de alguna manera? —le
pregunté.
Ella sonrió.
—No, me preocupa decepcionarte de alguna manera —respondió
ella—. Que no seré suficiente.
La tomé en mis brazos y la abracé tan fuerte.
—Imposible, Yara —dije—. No tienes que ser suficiente para mí o
para cualquiera. Te amo como eres. No quiero que te sientas presionada a
ser algo por mí. Eso resta la tranquilidad del amor real.
Ella me miró duramente, como si hubiera dicho algo escandaloso.
—Ese no es el trato que hicimos, ¿verdad? —preguntó entonces.
—¿Trato? ¿Qué trato? —El ferry atracó y puse el auto en marcha
para seguir la fila de autos bajando del barco.
—En el que salgo contigo para inspirarte —dijo en voz baja—. Ser
tu musa.
Había olvidado eso. ¿Hace cuánto tiempo que había
pasado? ¿Cuánto había pasado desde entonces?
La miré y ella estaba mirando por la ventana, su puño apretado
contra su boca.
—Yara, nunca hablé en serio con respecto a ese trato —
dije. Extendí la mano y le apreté la rodilla—. Solo estaba siguiéndote la
corriente para llegar a ti. Si recuerdas, estaba hablando de matrimonio
antes de saber tu nombre.
—Oh, recuerdo —dijo.
Estaba preocupado. No me gustaba cuando me excluía. Decidí
cambiar de tema, lejos de las bodas, y mi familia, y su ansiedad sobre
ambos.
—Deberíamos irnos por unos días —dije—. Ir a un lugar para
relajarnos y simplemente estar juntos.
Su mano cayó a su regazo y se volvió para mirarme.
—¿En serio? —preguntó—. ¿Dónde?
—Algún lugar donde solo estemos tú y yo.
Ella asintió.
—Sí. Me gustaría eso.
Estábamos caminando por la puerta de entrada de nuestro
apartamento cuando mi teléfono zumbó en mi bolsillo. Un mensaje.
No reconocí el número.
Hola, espero que no te importe, Brick me dio tu número. Es Petra.
Miré a Yara, que caminaba hacia el baño. Yara no le gustaba Petra,
había dejado eso perfectamente claro. A pesar de mi buen juicio
escribí: ¡Hola! Está bien. ¿Cómo estás?
La burbuja pareció indicarme que estaba escribiendo, pero luego
escuché que se abría la puerta del baño y metí mi teléfono en mi bolsillo
trasero.
No sé por qué lo hice. ¿Por qué no lo dije a Yara en ese mismo
momento que Petra me había escrito? Una estúpida elección.
—¿Qué pasa? —preguntó Yara cuando vio mi cara.
—Nada —dije—. Solo estoy cansado.
Ella asintió como si comprendiera, y se me ocurrió que debía haber
sido un día muy largo para ella. Avancé detrás de ella y masajeé sus
hombros a medida que se quedaba ahí de pie en su lugar favorito mirando
fuera de la ventana que daba a Elliott Bay.
—Quítate la ropa y vete a la cama —le dije—. Te daré un masaje
entero.
—¿Con tu lengua o tus manos? —preguntó.
—Ambos.
Ella me arqueó sus cejas y luego caminó hacia la habitación.
Antes de seguirla saqué mi teléfono. Después de todo, Petra no
había enviado un mensaje en respuesta. Debe haber cambiado de opinión
sobre lo que iba a decir. Eliminé su mensaje y puse mi teléfono en el
cargador antes de seguir a Yara al dormitorio.
33
LA BODA
Hubo severas tormentas el día de nuestra boda. Nos casamos en
febrero en una pequeña capilla en Vancouver. La iglesia tenía un
campanario que prometieron que tocarían una vez que
estuviéramos casados. Esperábamos la lluvia, pero nada como la lluvia
torrencial que recibimos.
—Relájense —dijo el fotógrafo—. Lluvia en el día de su boda es
buena suerte.
Entonces me relajé. Necesitábamos toda la suerte que pudiéramos
tener. Las calles estaban abarrotadas de charcos y nuestro puñado de
invitados tuvo que jugar a la rayuela para llegar a la iglesia. Mi madre entró
al lugar donde me estaba preparando diez minutos antes de que comenzara
la boda. Besó una de mis mejillas y palmeó la otra.
—Nunca te había visto tan feliz —dijo—. Eso me alienta hasta el
alma.
—¿Sam está aquí? —pregunté.
Ella asintió.
—Tu hermano no se perdería tu boda, muchacho. —Sonrió—. Sé
que son cabezas huecas, pero él todavía te ama.
Me encogí de hombros como si no importara pero lo hacía. La
relación que tenía con mi hermano no era mi elección. Siempre me odió,
incluso cuando era niño, y con los años su resentimiento se había
profundizado. Cuando ella se fue escribí a Yara.
Aún quieres hacer esto, ¿verdad?
¡¿POR QUÉ?! Escribió en respuesta de inmediato. ¿Acaso
Ferdinand dijo que estaba pensando en fugarme?
Me reí mientras miraba mi teléfono. Lo había hecho.
Incluso con toda su inquietud acerca de la boda, nunca dudé que no
apareciera. Ferdinand preguntó cuál era el riesgo a que se fugara, y lo
rechacé a pesar de que sabía que hablaba en serio.
Estaré allí, Lisey. Te amo profundamente.
Cuando Yara entró en la iglesia, sus hombros y rostro estaban
brillando con gotas de lluvia. Se veía etérea… reluciente en la tenue
iluminación de la capilla. Mi corazón latía salvajemente en mi pecho y
sonreía tanto que me dolían las mejillas. Ella me miró fijamente a medida
que caminaba por el pasillo, sus ojos clavados en mi cara, sosteniendo un
pequeño ramo de flores blancas. No me devolvía la sonrisa, su rostro era
neutral. Parecía que estaba intentando ser valiente, pero no lo vi en ese
momento, eso fue algo de lo que me di cuenta después.
Al tomar nuestros votos, fuimos interrumpidos por el retumbar del
trueno. Tuve que pausar dos veces solo para que ella pudiera
escucharme. Y cuando Yara dijo “acepto”, las luces parpadearon y todo el
mundo jadeó sin aliento. Qué premonición. La única vez que fue ella otra
vez en toda esa noche entera fue cuando estuvimos solos por unos
pocos minutos en el baño mientras sostenía su vestido para que pudiera
orinar. Ella soltó una risita y se tapó la cara mientras la molestaba por no
poder valerse por su cuenta. Nos besamos contra el lavabo a medida que
ella se lavaba las manos. Y luego más tarde cuando caminamos mano a
mano de regreso a nuestro hotel en lugar de detener un taxi, dejamos que
la lluvia empape nuestra ropa de bodas de modo que cuando finalmente
llegamos al vestíbulo dejamos charcos por todo el piso.
Reservé una suite en el décimo piso; el viaje en ascensor fue largo
e insoportablemente frío. Cuando alcanzamos la puerta, la detuve para así
poder cargarla adentro. Ella hizo un espectáculo al poner sus ojos en blanco
y actuando irritada, pero sabía que le gustaba.
—Eso fue divertido —dijo Yara, una vez que estuvimos dentro de
la habitación.
—¿La boda? —pregunté, solo medio serio.
—La lluvia —respondió simplemente, dándose la vuelta para que
así pudiera abrir su vestido.
Tuve una idea.
—¿Puedes irte a parar allí… junto a la ventana? —Me quité la
chaqueta del traje y la arrojé sobre una silla.
Ella entrecerró los ojos, pero sorprendentemente hizo lo que le pedí,
caminando rígidamente para pararse frente a la pared de vidrio. Detrás de
ella estaba la ciudad, las luces de colores y centelleantes. Tomé una foto
de ella de pie allí, su máscara corriéndose, y su vestido blanco pegado a su
cuerpo. Podía ver sus pezones y el rosa de sus muslos donde el material se
adhería a su piel. Los largos rizos de su cabello estaban pegados a su cuello.
Se veía más hermosa como nunca la hubiera visto en ese momento, y tuve
que mirar hacia otro lado para que no viera la emoción en mi cara.
—Yara Lisey —dije, bajando mi teléfono.
Cuando sonrió sus labios se fruncieron como si intentara reprimir la
risa.
—Suena bien —comentó—. Como la mujer de un músico. —Ella
movió las cejas y se puso las manos en las caderas—. Ayúdame a quitarme
esta cosa, ¿quieres?
Se volvió de espaldas a mí otra vez y bajé la cremallera del vestido,
lamiendo riachuelos de agua por su cuello y espalda. Se estremeció y no
estaba seguro si era por el frío o por mí. Cuando se dio la vuelta había un
fuego hambriento en sus ojos, así que le di un gran beso a medida que ella
desabrochaba los botones de mi camisa.
Más tarde nos acostamos en la cama, esperando el servicio de
habitaciones y tocándonos entre sí casi con timidez, como nunca antes lo
habíamos hecho.
—Ahora eres un marido —dijo—. ¿Es raro?
—No, ni siquiera un poco. Sabía que iba a serlo tan pronto como te
vi, Inglesa.
—No me has llamado Inglesa en semanas —dijo—. Lo echaba de
menos.
Pensé en eso, tratando de recordar por qué.
—Creo que hemos estado ocupado.
—¿Ocupados? —preguntó y frunció el ceño—. ¿Demasiado
ocupados para los apodos?
—Demasiado ocupados para el afecto. ¿No es eso jodido? Durante
las semanas antes de una boda desaparece toda la delicadeza en
una relación. —No habíamos peleado mucho, pero había habido días de
rígido silencio cuando ninguno de los dos elegimos hablar con el otro.
Ella rio.
—Bueno, ya terminó, gracias a Dios. Podemos volver a vivir.
—Yara Lisey —dije.
Y entonces sonó el timbre con nuestra comida y me puse de pie para
ponerme mi bata. Estaba feliz, tan feliz; la forma en que te sientes cuando
te das cuenta que de los mil millones de personas en el planeta has
encontrado la indicada para ti.
No se quedó el tiempo suficiente para cambiar su nombre.
34
EL CASO
En aquel entonces Yara se preocupaba más por Petra que por
mí. Pensé que su fijación se detendría después de que estuviéramos
casados. Pero creo que Petra es en última instancia la razón por la que se
fue. O tal vez solo necesito una razón para entender por qué se fue y esa es
la única que tengo.
—¿Piensas que es bonita? —preguntaba.
Lo hacía.
—Sí.
—¿Crees que ella siente algo por ti?
Lo hacía.
—Sí.
—¿Crees que ella te entiende mejor que yo?
No lo hacía.
—No. ¿Por qué me preguntas estas cosas, Inglesa?
—Porque sé que dices la verdad.
Ella tenía razón. Era difícil para mí, no decir la verdad y ella solía
usar eso en mi contra. A veces se sentía como si estuviera construyendo un
caso con mi verdad. Empecé a ser un tipo de omisión, para evadir la
búsqueda de Yara de la verdad. Me dije que estaba protegiendo nuestra
relación. Durante las primeras seis semanas después de que estuvimos
casados estaba feliz. Yara también parecía feliz. Empezó a hornear, cosa
que nunca antes le había visto hacer. Cuando le pregunté por eso, ella se
sonrojó y dijo que hornear era lo que se suponía que hacías cuando te
casabas.
—Creo que eso era lo que pasaba en la década de los cincuenta. —
Me reí.
Yara agitó una espátula hacia mí.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora en esta época?
Me detuve detrás de ella y besé su cuello.
—Follamos —dije—. Es la nueva forma de hornear.
Echó los brazos alrededor de mi cuello, todavía con la
espátula. Sentí masa del pastel cayendo sobre mi cuello a medida que me
besaba.
—Bien —dijo cuando se apartó—. No me gusta hornear, es tan
jodidamente aburrido.
Vi a Petra unas pocas semanas después de que Yara y yo nos
casáramos. Estaba en la casa de Ferdinand con un par de otras personas
viendo un partido de los Seahawks. Yara estaba trabajando el turno de
noche en el restaurante. Había olvidado el mensaje hasta que ella apareció,
y entonces me sentí culpable. Lo había eliminado de modo que mi esposa
no lo viera; o más bien para que no tuviera una razón para enojarse
conmigo.
Estaba sentado en el sofá de Ferdinand entre Brick y un tipo con el
que Ferdinand creció llamado Erick. Cuando Erick fue a la cocina para
buscar otra cerveza, Petra tomó su lugar junto a mí.
—Hola —dijo.
—Hola.
—Lamento el mensaje —dijo ella, agachando la cabeza—. Estaba
ebria.
—Escribir mensajes estando ebrio nunca es bueno —le dije. Estaba
intentando hacer las cosas ligeras, pero ella asintió con aire sombrío y
mirando hacia sus manos.
—Lo sé. Uno de mis amigos me quitó el teléfono antes de que
pudiera enviarte otro. —Se echó a reír entonces y sonreí con rigidez
deseando que el juego volviera a continuar y me diera una excusa para
poner fin a la conversación—. La verdad es que tenía que decir esto en
persona. —Se aclaró la garganta y miró a su alrededor con
nerviosismo. También lo hice. Los chicos estaban todos en la cocina con
su cerveza esperando los comerciales—. Yo… eh… bueno, estoy
enamorada de ti, David —dijo—. Sé que estás casado, y sé que esto debe
ser incómodo, pero tenía que decírtelo.
La miré fijamente. ¿Por qué esto se sentía como un montaje?
—¿Por qué tenías que decírmelo? —pregunté.
Petra pareció herida. Abrió y cerró la boca y luego miró por encima
del hombro para ver dónde estaba todo el mundo.
—Creí que debías saberlo —tartamudeó.
—Estoy enamorado de Yara. Estoy casado con Yara. ¿Por qué
necesitaría saber eso? —Parecía como si quisiera llorar. Suavicé mi tono—
. Petra, estoy con Yara.
Se puso de pie bruscamente y asintió.
—Ya veo —dijo—. Solo pensé…
—Pensaste mal —dije con firmeza.
Se fue antes de que pudiera decir nada más. Ferdinand se acercó tan
pronto como ella se fue.
—Hombre, ¿qué fue eso?
—Nada —dije—. Escucha, me tengo que ir. Creo que voy a pasar
por El Jane para ver a Yara.
Él asintió aún mirando hacia la puerta.
Necesitaba tocarla. Ver su cara. Ella había tenido razón sobre Petra,
a pesar de que nunca la hubiera acusado directamente, había actuado
sospechosa con ella desde que se conocieron. Intuición femenina,
mi madre siempre lo decía, nunca se equivocaba.
Cuando entré en El Jane no tuve la acogida que esperaba. Yara me
vio justo de inmediato, pero en lugar de saludarme, se dio la vuelta y
avanzó a la cocina. Agarré el único taburete de la barra disponible,
diciéndome que estaba ocupada y no lo había hecho con mala intención.
Esperé a que regresara, mi inquietud escalando por minutos. Cuando por
fin salió de vuelta, estaba llevando una bandeja de comida y no me
miraba. Esto no era propio de ella. Sin importar donde estábamos, siempre
captábamos nuestras miradas. Siempre la encontraba desde el escenario
cuando ella estaba en uno de nuestros espectáculos.
—Yara —dije cuando regresó alrededor de la barra. Ella agarró un
vaso y me miró mientras servía una cerveza.
—¿Viste el Instagram? —preguntó.
—No.
—Bueno, yo sí.
Abrí la aplicación y allí estaba, la primera imagen que apareció fue
una foto grupal que Brick había publicado hace treinta minutos, justo
después que me fui. No me había dado cuenta que alguien había tomado
una foto. Petra estaba sentada a mi lado en el sofá y ella debe haber dicho
algo justo en ese momento porque estábamos mirándonos entre sí. Me pasé
la mano por la cara y miré a Yara, que estaba apoyada sobre la barra
hablando con un cliente. Ella señaló algo en el menú y luego volvió la
cabeza para mirarme. Pude ver el dolor en sus ojos. Intenté ver la foto
como ella la veía: Petra en pantalones cortos muy cortos, inclinándose
hacia mí en lo que parecía una conversación íntima, con un hombro
descubierto cuando su camisa se deslizó hacia abajo. Mi boca estaba
ligeramente abierta, como si acabara de decirle algo. Parecía que
estábamos pasándola en grande en lugar de la incómoda situación que era
en realidad.
Me quedé hasta que el juego terminó y el bar cerró. Yara aún no se
había acercado y no la culpaba del todo.
La comprensión llega con el conocimiento. El conocimiento llega
con el tiempo. Me digo que con el tiempo, Petra va a hacer por mí lo que
Yara hizo. Llenará el vacío, me consumirá con sus peculiaridades, y el
amor prevalecerá sobre las dudas.
No lo hace. Pero esa es mi culpa, no la de Petra. No es cierto lo que
dicen, que solo puedes dar tu corazón una vez. Esa es la filosofía de los
jóvenes. El viejo sabe mejor, sabe que no es tu corazón lo que entregas,
sino la mente. Mierda… maldición… la mente es algo muy
poderoso. Controla el corazón, pero la mayoría de la gente no sabe eso.
Tengo que encontrarla.
PARTE TRES
EL CORREO ELECTRÓNICO
Querida Yara,
La banda estará en Londres el 12 de noviembre. ¿Quieres que
nos veamos?
David

Muy informal. Tan indiferente. Uno pensaría que solo éramos


conocidos, que una vez tomamos un par de cervezas juntos en lugar de
tatuarnos el amor en nuestra piel y recitarnos los votos matrimoniales. Leo
el correo electrónico de nuevo y analizo la mierda que escribió. ¿Cómo no
puedo hacerlo? Cuento las palabras: dieciséis. La puntuación: cuatro. Su
nombre, mi nombre. Solían ir juntos. Un giro despreocupado y casual en
la frase: quieres que nos veamos. Al final, solo hay tanto psicoanálisis que
puedes hacer con un correo electrónico de dieciséis palabras. Sigo con mi
vida, sintiéndome bastante patética. Pero no antes de devolverle el correo
electrónico. Y está bien, claro, no sigo con mi vida. Estoy atascada. ¿Qué
implica seguir adelante con la vida? ¿Olvidar? ¿Perdonar? ¿Ser feliz?
Además, sé de qué quiere hablar. Sé por qué viene. Quiere el divorcio.

Hola David,
Sí, suena muy bien. Avísame en dónde y cuándo sería.
Yara

Mi correo electrónico tiene tres palabras menos.


Soy tan mezquina.
¿Por qué ahora? Ya han pasado tres años. Ha conocido a
alguien. Puedo sentirlo.
35
SANDÍA
Un año antes del maldito correo electrónico.

Es viernes por la noche. Me puse mi único vestido y un par de


medias rasgadas, y me dirijo a casa de Posey para su reunión mensual.
—Te ves bien —me dijo—. Nada como la moda grunge de Seattle
que has estado usando.
El clima se está poniendo más caliente, la gente está usando un
menor número de capas y más sonrisas a medida que caminan por la
ciudad. Es cómico de ver, todo el mundo clamando por el sol. Parecemos
niños mirando a la cara de nuestros padres, con nuestras sonrisas tenues,
los ojos vidriosos y la presencia del invierno todavía en las pálidas
mejillas. He conocido a Posey desde la escuela primaria. Una vez le dio
una patada en el trasero a un niño cuando me dijo que era fea. Justo allí en
el patio de recreo. Fue suspendida de la escuela por una semana, pero eso
no le había importado. Incluso cuando su madre le quitó su Game Boy,
había insistido en que se lo merecía.
Todavía recuerdo la conmoción y alegría que había sentido viendo
como se desarrollaba todo. Alguien estaba dando la cara por mí.
—¿¡Ahora quién es feo!? —le gritó, de pie sobre él, mirando
fijamente hacia su cara ensangrentada.
Incluso entonces Posey había usado ropa andrógena. Recuerdo la
camisa negra manga larga y los jean negros colgando sin fuerzas en su
delgada figura, una niña guerrera emo con sangre en sus nudillos. Está loca
pero es de esas personas que aprecias. Después de graduarnos fui a la
universidad para tomar aburridas clases de mierdas de negocios y luego
cambié mi especialidad a gestión de atención, mientras que Posey obtuvo
un título en historia del arte y ahora dirigía una galería en el centro de
Londres. Su vida es hermosa, un reflejo de todo lo que es. Mi vida es
también un reflejo de todo lo que soy, y eso es bastante embarazoso.
Me detengo en una floristería a una cuadra de su apartamento y
escojo un ramo para llevar conmigo: Calas Marsala y lirios mezclados con
jacintos púrpuras; ella estaría más impresionada con sus nombres que las
flores en sí. Posey vive en un apartamento justo frente al río, a solo diez
minutos a pie de mi lugar, el cual es significativamente menos elegante.
Sus fiestas son siempre las mejores. Consigue el mejor licor de marca y
reproduce solo música de los ochenta, lo cual está bien para mí. Bailar
ebria a los ochenta es vida. Pero, más que eso, se esfuerza por invitar a
hombres guapos como incentivo para que sus amigas asistan. Estaría bien
con solo la cara bebida, pero supongo que el paisaje es un buen
complemento.
Cuando llego, la fiesta está en plena marcha. Un hombre que he no
visto antes está bailando con Sharon, la más puta de todas mis amigas.
Tiene su pierna apoyada en la cadera del chico y balancea un lazo invisible
por encima de su cabeza mientras se mece en su contra. Él le sigue el juego,
mordiéndose el labio y mirando hacia sus tetas rebotando. Ni siquiera son
buenas tetas, son solo tetas. Cuando él me ve, deja de bailar y se pasa la
mano por el cabello como si hubiera olvidado dónde está. Sharon no se da
cuenta, ella se gira y frota su trasero contra él, azotando su cabello de lado
a lado. Nos miramos el uno al otro por un momento, la música de Dirty
Dancing sonando de fondo y siento como si debiera estar cargando una
sandía. Rompo el contacto visual y me abro paso a través de ellos para
encontrar a Posey. Está en la cocina sacando una bandeja del horno, con
un cigarrillo pegado entre sus labios.
—¿Quién es el chico bailando con Sharon? —pregunto.
—Mierda —dice. El movimiento de sus labios dejando caer la
ceniza desde la punta del cigarrillo y en la bandeja que está
sosteniendo. Algo está humeando—. Jodí los aperitivos de nuevo. Oh, ese
es Ethan —continúa, cerrando el horno con el pie—, un pendejo del
trabajo. Se encarga de los libros de la galería. Es atractivo, pero un poco
imbécil, si sabes lo que quiero decir. —Sé lo que quiere decir. Y luego
añade—: He oído que tiene un enorme Moby.
Moby Dick es mi libro favorito. Ella sabe que me molesta cuando
hace referencias de penes alrededor de él.
Lo ignoro porque todas las demás chicas no lo hacen. No estoy para
alimentar el fanatismo. Con el tiempo, hacia el final de la noche, cuando
estoy a punto de irme, él se acerca pareciendo ebrio y sosteniendo una
cerveza. Me mira con expectación. Echo un vistazo por encima del
hombro, pero no hay nadie más allí. Soy yo a quien ha ido a buscar.
—¿No te has dado cuenta?
—¿Cuenta de qué? —pregunto. Me sorprende que esté separado de
su club de fans. Miro a su alrededor para ver si hay algunas chicas detrás
de él.
—He estado follándote con los ojos toda la noche. Pensé que era
obvio.
—Hmmm —digo, dejando mi bebida y buscando mi barra de labios
en mi bolso—. Te he visto follándote con los ojos a ti mismo en casi todos
los espejos y superficies reflectantes que pasas. Debo haberme perdido esa
parte. Gracias por informarme, por cierto.
Suelto la barra de labios en mi bolso y miro hacia otro lado,
aburrida. Él es muy atractivo. Es casi difícil no mirarlo.
—Tu nombre es Yara Phillips, naciste en Manchester, fuiste a la
escuela en Londres, y viajaste por todo los Estados Unidos solo por
diversión. Tus amigos dicen que eres una puta de ciudad, y también una
odia hombres, pero que si te lo pedía amablemente podrías decir que sí.
—¿Pedirme qué amablemente? —pregunto, levantando las cejas. Y
mis amigos eran unos jodidos traidores. Podían irse a la mierda, todos
ellos.
—No he decidido —dice—. Cena… bebidas… un buen polvo.
Está ebrio. Decido no ser demasiado dura con él. Y, además, se
tomó el tiempo para recolectar un poco de información sobre mí. No es un
completo narcisista, ¿verdad?
Observo a Ethan con cautela, el indicio de una barba en el mentón,
los ojos profundos, el corte de cabello demasiado genial-para-la-
escuela. Esta danza chico/chica es agotadora. Se siente igual cada vez:
flirteo, sexo, citas, decepción, ruptura. Estoy hecha de vidrio no acero
inoxidable.
—Entonces, deja que decida por ti —digo. Y sin decir nada más,
paso frente a Ethan mientras se queda observándome tristemente. Tengo
que despedirme de Posey antes de irme, así que me abro paso más allá de
una pareja besándose y tengo que pasar por encima de un tipo ebrio
encorvado contra la pared. Ethan me sigue hasta la sala donde Posey está
sentada en el sofá medio tumbada sobre su novia. Su cabello rubio blanco
está peinado hacia atrás en una coleta baja y sus ojos parecen somnolientos
ya sea del licor o el porro que se fumó más temprano. Me inclino y la beso
en la frente, prometiéndole llamarla la próxima semana para organizar una
cita para almorzar. Todo el tiempo Ethan permanece torpemente detrás de
mí.
—Entonces, ¿te vas a llevar a este a casa? —dice Posey, apuntando
su barbilla hacia él.
Echo un vistazo por encima del hombro antes de sacudir la cabeza.
—No —le digo—. No me aprovecho de los hombres ebrios.
Posey se ríe y estira su mano hacia mí. La tomo y ella me aprieta los
dedos.
—No siempre es imbécil —dice—. Es bastante amable si miras muy
profundo. Muy, muy, muy profundo.
Todos nos reímos, aunque Ethan maldice coloridamente hacia ella
hasta que ella le muestra el dedo medio y le dice que se vaya de su puta
casa. Y entonces estamos saliendo del apartamento juntos, bajamos las
escaleras, y seguimos más allá de las puertas con su pintura de color blanco
brillante y los números de oro relucientes. Para el momento en que abro
las puertas del edificio, la canción de Londres me saluda: autos,
música, risas yendo a la deriva fuera de un pub, los sonidos de la gente a
medida que aman, coquetean y juegan. Ethan agarra mi mano y no lo
aparto. Supongo que ya se lo he puesto bastante difícil.
—Me gustaría que me acompañases a casa —dice—. Solo para estar
seguros.
Pongo los ojos en blanco.
—¿Dónde vives?
—Cerca de Paddington Basin —responde—. Junto a Selfridges.
—Tienes que estar bromeando. No voy a caminar todo ese
camino. Te llamaré un Uber. —Saco mi teléfono, pero está muerto.
—Mierda, ¿tienes el tuyo?
Sacude la cabeza.
Maldito mentiroso, pienso.
—Mi batería murió hace horas.
Me doy cuenta que ya no está arrastrando las palabras. El pendejo
estaba fingiendo.
—Entonces, simplemente puedo ir a la tuya —dice alegremente—.
No me molesta en absoluto.
Ahora estamos caminando por las calles. Empezó a llover. Le
disparo una mirada furibunda. Una parte de mí quiere la compañía, pero
preferiría ser la que lo sugiera.
—¿Así es como haces que las mujeres se acuesten contigo? Porque
es patético. No adopto perros callejeros, no soy la maldita perrera
municipal.
Él ríe.
—En realidad, no. Nunca tengo que esforzarme tanto. Estoy
intentando una nueva táctica en la que en cierto modo ruego y actúo como
un perdedor y espero que sientas lástima por mí.
—Claro —digo—. Por desgracia, eso no va a funcionar conmigo.
Tal vez deberías reconsiderar tu plan.
—Tus amigos dijeron que nada funcionaría. —Se encoge de
hombros—. Estiman que todavía estás colgada de ese tal David.
Retrocedo ante el sonido de su nombre. Es como si alguien me
hubiera disparado con una pistola eléctrica. ¡Cómo se atreven a hablarle
de David! Dios, necesito nuevos amigos desesperadamente.
—¿Quién es David? —pregunto.
—Exactamente —responde.
Abro la puerta de mi edificio. Es hora de seguir adelante, Yara, me
digo.
36
SEXO EN LA CLARABOYA
Vivo en un edificio de color blanquecino con diez plantas y suelos
de color café expreso desgastados. El lugar es viejo, pero los suelos son
nuevos, hecho para parecer viejos. Me encantan esos suelos, la forma en
que tratan de ser algo que no son. Los apartamentos son de a cuatro por
planta, a excepción de la tercera planta, que solo tiene dos unidades. Ahí
es donde yo estoy, en el espacio del ático que se ha convertido en dos
pequeños apartamentos tipo estudios y divididos por una pared delgada de
yeso. Mi lado tiene la claraboya; mi vecina, Bidi, tiene un techo inclinado
y un asiento de ventana con una función de estanterías. Estoy celosa de su
rincón en la ventana, y por lo que sé ella se la vive demasiado ocupada
follando con el tipo del 5M para usarlo. He estado en su lugar una vez para
devolver la aspiradora que me había prestado y vi cinco variedades de
pipas de agua en los estantes que estaban destinados para los
libros. Compré mi propia aspiradora después de eso. No aceptaré
préstamos de alguien que profana las estanterías. La habitación venía con
una cama individual y una cómoda que está tan desgastada y astillada que
ni siquiera estoy segura de qué color había sido originalmente. Empapelé
los cajones y empaqué lo poco que tenía. Uno pensaría que alguien que
viajó a América durante el tiempo que lo hice tendría… más. Sin embargo,
no es así. Me liberaba de las cosas como una serpiente se deshace de su
piel. Cuando me iba no llevaba nada conmigo, más que un poco de ropa.
Ethan me besa a medida que la lluvia cae suavemente contra la
claraboya en mi sala de estar; la única cosa buena acerca de mi pequeño
apartamento triste es esa pequeña porción de cielo alegre. Una parte de
luz. Me desnuda poco a poco, lo cual me tranquiliza; sus largos dedos
recorren los botones de mi vestido, sacando las pequeñas cuencas de sus
agujeros asignados. Él no dice cosas estúpidas de lo caliente que es mi
cuerpo, cosa que agradezco. Tal vez no piensa que mi cuerpo es caliente,
no me importa. Ahora estamos aquí y en el camino a la gloria
orgásmica. Necesito tiempo para aclimatarme a este nuevo hombre que
está tocando mi piel y respirando agitadamente en mi cuello. Sé que una
vez que esté dentro de mí habré tomado un paso lejos de David y hacia mi
futuro. Es para mejor. O por lo menos eso es lo que me digo.
Respiro su aroma. Un nuevo olor. Tal vez he echado de menos esto:
los primeros olores, los toques y besos. Es tan diferente con cada
hombre. Ethan no es en absoluto lo que yo pensaba, en realidad es bastante
gentil. Me imagino que es todo un espectáculo con él, el sexo, y el flirteo,
y las otras cosas. Empieza con toda una bravuconería como una película
de acción de Hollywood y luego se instala en una de romance una vez que
estás impresionada. Es una gran táctica y un gran alivio. Los chicos malos
son solo divertidos cuando están amenazando con romper tu corazón. No
hay ni un vello en su pecho, solo es lisa piel blanca y músculos
magros. Intento no recordar el vello oscuro por el que me gustaba correr
mis dedos. Otro hombre, otra vida. No había sabido que me gustaba el
vello en el pecho de un hombre hasta que vi el de David. Ethan va a hacer
el amor conmigo, puedo decirlo por sus movimientos. No habrá ninguna
follada salvaje esta noche. ¿Esta noche? Creo que tal vez es por la
mañana. Desliza su lengua por mi clavícula. Es el tipo de hombre que
quiere mirarte fijamente a los ojos mientras hurga dentro de ti. Un puto
romántico literal. Y en diez años, cuando alguien pregunte cómo nos
conocimos, él les dirá que intentó ser el indiferente, pero estaba enamorado
de mí desde el primer instante. Así era cómo comenzaban las cosas bellas,
les aseguro yo, al final de otra cosa.
Ethan me lleva hacia el baño y tengo que redirigirlo a la habitación,
los dos riendo. Abro la puerta de una patada. Y antes de empujarme sobre
la cama enciende la radio. Casi me hace reír, excepto que estoy atrapada
en el momento, el potencial que hay en las canciones de amor y hacer el
amor. Quiero creer de nuevo, sentir. Los anuncios van desde: un
concesionario de autos, y luego un servicio de citas. Me quita el sujetador
mientras una mujer con una voz de fumadora habla sobre el marido que
conoció en internet.
Su boca está en mí cuando un jingle acerca de pollos Nando
suena; primero sobre un pecho y luego el otro. La ironía es un poco
graciosa. Arqueo mi espalda porque se siente tan bien ser tocada después
de un largo tiempo. ¿Por qué incluso dejé de hacer esto? Me frota a través
de mi ropa interior y de repente las arranca de un tirón. Levanto mis
caderas para ayudarlo y él las lanza en algún lugar por encima del
hombro. Por último una canción empieza. No la he oído antes, pero tiene
un buen ritmo. Una especie de ra ta ta ta que hace que tu corazón se
acelere.
Me relajo a medida que Ethan se acomoda entre mis piernas y me
hundo en torno a él. Me gusta esta parte. Me pierdo en ella, mis ojos
poniéndose en blanco, mis manos agarrando su cabello demasiado-genial-
para-la-escuela. La canción se reproduce, pero estoy demasiado perdida
para escucharla. Su lengua sigue el ritmo de la música. Y luego se arrastra
por mi cuerpo hasta que su peso está sobre mí. Y es el momento en que
Ethan está empujándose dentro de mí, cuando estoy gimiendo en su boca,
que la canción me llega. Reconozco la voz, y escucho la letra mientras un
hombre extraño se mueve en mi cuerpo.
Ateos que se arrodillan y rezan, canta la voz. Pidiendo cualquier
cosa. Los no creyentes mordidos hasta el núcleo. Pásenles la palabra,
denles cuerda. Cuando estás muriendo te aferras. Yara, Yara, la diosa de
la incredulidad. Te adoro entre tus piernas. Rezo a tu falacia, rezo a tu
invierno. Tú matas todo lo demás.
Ethan en un principio piensa que estoy teniendo un
orgasmo. Acelera, empujando dentro de mí más duro, mientras que muerde
mi cuello y hombro. Convulsiono contra él, mi dolor tan profundo que
tiemblo. A miles de kilómetros de distancia, David se ha metido en la cama
conmigo, se metió en medio de Ethan y yo y me dio un puñetazo en el
estómago. Siento que se libera en mi interior y me pregunto aturdidamente
si se puso un condón. Estar ebrio era malo. Estar ebrio era
irresponsable. Estar ebrio era un posible embarazo o enfermedades de
transmisión sexual con un extraño.
Estúpida, estúpida, Yara, pienso. Y entonces, David sigue con su
segundo verso, acusándome de cosas horribles.
Todos somos ateos que se arrodillan y rezan, me hiciste creer y
después borraste el día. Falacia, Yara, un ídolo fundido. Una diosa de
carne y hueso, no una diosa en absoluto. Una chica que te llama, solo
para matarte. Yara, Yara, la diosa de la incredulidad.
Ethan está mirando hacia mis ojos llorosos y conmocionados, y noto
que los suyos se ven de un azul desgastado. Como un viejo jean de
mezclilla. ¿Habíamos hecho el amor? ¿Habíamos follado? ¿Estaba
embarazada y plagada de enfermedades de transmisión sexual? Él sale de
mí y doy un suspiro de alivio cuando diviso el condón. Quiero llorar de
alivio.
Yara, Yara, la diosa de la incredulidad.
Me acurruco de lado, demasiado abrumada para incluso taparme
con la sábana. Sin embargo, él lo hace por mí antes de subir a la cama y
acomodar su cuerpo contra el mío. No le digo que se vaya a la mierda de
una jodida vez. No quiero estar sola, temo lo que haré si lo estoy. Lo
hice. Hice lo que me había propuesto hacer. Quería romper el corazón de
un hombre por su arte. Rasgar su sistema de creencias a pequeños
fragmentos de modo que tuviera que reconstruirlo. Y eso era lo que pasaba
con un artista despreciado, ¿verdad? Su nuevo medio eras tú. Solo hay que
preguntarle a Bukowski, pregunta a Plath, pregunta a Taylor Swift, cuya
sangre era utilizada como tinta. David iba a odiarme por el resto de su
vida. Sin embargo, iba a hacer una música hermosa. Ya lo había hecho.
—Yara —dice Ethan en voz baja.
Finjo estar dormida.
37
BRONTE
Un bar. Los fundamentos: reponer, verter, limpiar, verter un poco
más, tener a los camareros tamborileando sus dedos en la barra que acabas
de limpiar mientras te lanzan miradas asesinas.
—Lo necesito ahora —dicen—. ¿Puedes darte prisa? Jodí la orden.
Tú escuchas, asientes, viertes. Sonríes y frunces el ceño, y cortas
cítricos hasta que tus dedos pican. Remojas las boquillas, limpias los
bastidores rápidos, cuenta tu caja registradora. Las monedas van ting,
ting, ting, a medida que caen de tu mano y van a los separadores de
plástico. Te quejas con un camarero por arruinar tu recuento de licor
con sus excesivamente generosos tragos, ignoras al gerente que siempre te
mira las tetas a menos que te esté entregando tu cheque de pago. Eres
mucho más agradable con la anfitriona para que así lleve a las mejores
personas en tu sección.
Escuchas de pasada conversaciones que no son de tu incumbencia.
Solía estar en ese tipo de cosas.
Su marido se lo dio luego de dejarla.
Estoy obsesionado con ese programa. ¿Lo has visto?
He estado intentando deshacerme de ti durante años.
Pasa la sal, perra salada.
Él la adora jodidamente, la muy vaca.
Una teta se ve como un melón, una teta se parece a un aguacate.
Por la noche todavía los escucho hablando, trozos de la
conversación pasando por mis sueños. Considero otra ocupación, pero la
vida en los bares es la única vida que conozco, y me gusta bastante. Me
ofrecieron un trabajo en Bronte, justo al lado de Trafalgar Square y el
Strand. Trabajé con uno de los administradores antes de partir a los Estados
Unidos, y me dijo que si tuviera que alguna vez volver a estas partes una
vez más lo buscara. Es una configuración ventilada, con ventanas de piso
a techo, decorada con el tipo de paleta de colores que la abuela de Posey
se habría puesto en su cara: melocotones y dorados. Me imagino que la
mayoría de los escritores de la antigüedad se habría mantenido al margen
del lugar, pero aquellos no escritores se sentían encantados de venir aquí
y disfrutar de un cóctel llamado Billy Bones o Sargento Pepper.
Mantengo un perfil bajo, pero con el tiempo mis amigos escuchan
que estoy de vuelta y se pasan por bebidas. Algunos de ellos vienen de dos
en dos; algunos vienen solos. Gente con la que fui a la escuela, trabajé, o
intenté olvidar. Todos hacen las mismas preguntas: ¿Cómo era Nueva
York? ¿Me follé a alguien famoso? Seattle es igual que Londres,
¿verdad? No, pienso. Seattle tiene a David. Londres es insuficiente.
Escucho su canción, mi canción, en la radio todo el tiempo. Quiero
apagarlo, pero creo que merezco el castigo. Escucho cada vez, las palabras,
su dolor, su rabia, y dejo que el sufrimiento se acumule en la boca de mi
estómago. Si escucho con demasiada atención, comienzo a recordar la
forma en que sus labios se sentían: el suave confort, la humedad de ellos.
A la mierda esta vida, pienso.
—Me encanta esta canción. —Siempre hay alguien que dice eso.
Mi nombre está en la canción, pero nadie se da cuenta. Nadie más
que Posey, que bromea un día cuando estamos almorzando en Camden
Town:
—¿Te follaste al tipo que escribió esta canción? ¿Mientras estabas
al otro lado del charco?
La miro y ella se sienta erguida en su asiento, completamente
enderezada, sus ojos abriéndose mucho más.
—No puedes simplemente follarte a las celebridades y no decirme,
Yara —dice ella.
—No era una celebridad. No entonces. No era más que un chico que
entró en el bar y coqueteó conmigo.
—Y ¿qué hiciste para merecer una canción así?
Tomé un bocado de mi hamburguesa y me quedé mirando el suelo.
—Mira, no quiero hablar de eso —le digo—. Ya es bastante malo
tener que escuchar la maldita canción adonde quiera que vaya.
—Estoy muy impresionada —dice Posey—. Siempre supe que eras
una musa, pero estás en una canción que está en el top diez. Es toda una
mierda épica.
—¡Posey!
—Bien, bien. Cuando estés lista, ¿de acuerdo?
—¿Cómo van las cosas entre Samantha y tú? —pregunto, tratando
de cambiar el tema.
Ella me pone los ojos en blanco.
—¿Cuántas novias he tenido en los últimos cinco años?
—Demasiadas para contar.
Apunta el tenedor hacia mí.
—Exactamente.
—Entonces, ¿qué es lo que estás diciendo? ¿Vas a romper con ella?
Las visualizo la noche en que estuve en su casa para la
fiesta. Habían parecido realmente estar bien entre sí: cariñosas,
cómodas. Pero, tal vez había estado demasiado ebria para ver la verdad. ¿Y
Posey no era siempre cariñosa? Era solo lo suyo. Incluso si no eras de los
que abrazan y ella te obligaba a uno, de repente hacías la excepción.
—No lo sé. Por ahora estamos bien.
Quiero preguntar más, aclarar lo que quiere decir, pero no creo que
ella lo sepa todavía.
—Ethan habla mucho de ti.
La conversación cambia de nuevo, de vuelta a mí. No me gusta este
ritual de intercambio de información. Cuando eres barman puedes
escuchar las mierdas de todo el mundo sin tener que estar involucrado
personalmente. Esa es la manera en que me gusta. ¿No podemos solo
quedarnos sentadas en silencio y disfrutar de nuestra compañía mutua de
esa manera? Drena lo que le queda de su cerveza, deja la botella sobre la
mesa estruendosamente, y me mira expectante. Parpadeo hacia ella, sin
saber qué decir. La mañana después de haber pasado la noche con él, le
había dicho que tenía una cita con el dentista y tenía que irme. Él se había
vestido, y también yo, luego lo acompañé por las escaleras, esperando
hasta que estuviera girando la esquina, antes de volver a mi piso.
Ha llamado un par de veces desde entonces, también me escribió.
Pero, he sido firme en cuanto a mi rechazo. No estoy de ninguna manera o
forma dispuesta a salir con alguien. No sé si alguna vez lo he estado. La
mayoría de la gente sigue con su vida buscando la experiencia de una alma
gemela difícil de alcanzar. Estoy intentando con todas mis fuerzas para
evitarlo. ¿Eso me hace aún más jodida o prudente? ¿Quién sabe, a quién le
importa?
—Él no es mi tipo —le digo, mirando alrededor por la camarera. Si
Posey va a seguir lanzando preguntas durante el resto de la comida necesito
mucho más vino.
—Entonces, ¿este chico David Lisey es… era…?
Me está poniendo un cebo. Le disparo una mirada asesina y me
agacho más en mi asiento.
—No tengo un tipo. Esa es la pura verdad. Creo en las conexiones,
y sí, he tenido una con él.
Posey tiene una mirada soñadora. Si no lo conocías bien, te daba la
impresión de que estaba muy aburrida con lo que estuvieras
diciendo. Cuando fumaba porros sus párpados se cerraban aún más bajo, y
se veía como si estuviera burlándose de ti. Pero, ante la mención de David,
sus ojos se abren por completo, como si alguien acabara de lanzar agua en
su cara.
—¿Te lo follaste?
Ese es mi desencadenante. Me veo perdida debajo de él mientras se
mueve por encima de mí. Su piel suave bajo mis dedos, caliente y
húmeda. Él no se contiene como otros hombres, no intenta ser cuidadoso
con sus reacciones. Cada vez que empuja en mí, gime, su rostro reluciendo
sus expresiones que van desde el dolor, al alivio, a la sorpresa. Me sentí
como la música todo el tiempo. Yo era un instrumento y él estaba
disfrutando de la forma en que sonaba.
—Sí —le digo a Posey.
Ella sonríe. Me toma un minuto estar de vuelta en este asqueroso
pub, con sus ventanas de nuevo cubiertas con una capa de suciedad.
Todavía lo puedo saborear en mis labios, oler su piel.
—¿Cuándo huiste?
Me encojo de hombros.
—Siempre tuve pensado hacerlo. Así que, solo lo hice.
—¿Ha intentado encontrarte? —Se termina lo que queda de su
cerveza, lamiéndose los labios y mirándome con expectación.
—En realidad, no hay manera. No tengo Facebook, cambié mi
número cuando volví a casa. Sabe muy poco de mí.
—Pero, te escribió esa canción —dice ella—. Lo está intentando a
su manera.
Me aparto.
—Está enfadado conmigo. Es por eso que escribió la canción.
—Está enfadado porque te fuiste. No está enojado por lo que eres.
—Aunque, esa soy yo, ¿cierto? Siempre me voy.
La boca de Posey se presiona en una línea apretada.
—Deja de tratar de convencer al mundo que estás más dañada que
cualquier otra persona, Yara.
Las palabras salen de inmediato, una negación eléctrica.
—No es cierto —le digo. Pero, tal vez esa es exactamente la cosa
narcisista que estaba tratando de hacer.
—Le rompiste el corazón al hombre porque pensaste que tu amor
era tan importante que lo dañaría más allá del reconocimiento. ¿Y de todos
modos, qué es un verdadero artista, Yara? ¿Lo que dices que es?
Ni siquiera sé cómo llegó a esa conclusión. Supongo que uno solo
tiene que escuchar la letra de la canción. Podía estar enfadada con él por
exponerme de esa manera, pero la verdad es que me lo merezco.
—No entiendo por qué estás siendo así. Preguntaste y te lo dije. No
es justo que estés atacándome por eso.
Posey toma mi cara como si estuviera buscándome debajo de mi
piel. No me gusta cuando las personas tocan mi cara, pero cuando Posey
lo hace, no me aparto. Hay demasiados años, demasiada familiaridad. Su
dedo está en mi frente, presionando.
—Te complicas demasiado aquí. Quieres ser una poeta y no lo
eres. Para el momento en que te des cuenta que no estás condenada, tu vida
habrá terminado y nunca habrás tomado ningún riesgo.
—Hoy pagas la cuenta —le digo, agarrando mi bolso cuando deja
caer la mano—. No voy a pagar por ser torturada.
38
ROTACIÓN LENTA
Siempre me he dicho que era solo cuestión de tiempo antes de que
me encontrara. Estudio mi cara en el espejo a medida que me pongo el
maquillaje. ¿Me veo como lo hice la última vez que él me vio? Mi cabello
está más corto y supongo que mi cara está más demacrada. Posey afirma
que me veo vacía. Pero él viene por el divorcio, me recuerdo, no una
reunión. Aunque tuvimos algo real, y seguramente quiere gritarme un
poco, decirme el ser humano sin valor que soy, decirme sobre todo el dolor
que causé.
Supongo que hay una posibilidad de que ya no sea tan importante
para él nunca más. En su mayor parte, los hombres son mejores en seguir
adelante que las mujeres. Cuando las personas vienen buscándote quieren
una de tres cosas: el cierre, la venganza, o dinero. Estoy segura que David
tiene más dinero del que siquiera pensó alguna vez, por lo que puedo al
menos quedarme muy quieta y ser un buen objetivo mientras se encarga de
los otros dos. Por lo menos está viniendo por mi firma.
Yara, Yara, la diosa de la incredulidad…
Me encuentro con Ethan para cenar. Hemos estado viéndonos
durante unos seis meses, y a parte del correo electrónico de David, mis
sentimientos por él han sido ininterrumpidos. Cuando lo veo mi estómago
siempre hace esta cosa oscilante que otras chicas les gustan llamar
mariposas. Para mí se siente más como el aleteo resolutivo de la muerte en
mi vientre. Se suponía que no iba a enamorarme de nuevo, y aunque no
estoy segura de estar allí todavía, estoy acercándome. Posey me asegura
que no estamos destinados a enamorarnos solo una vez.
—Puedes hacerlo una y otra vez —dice ella.
Sin embargo, ella ha roto con Samantha, o como se llame, y creo
que está tratando de ser esperanzadora para sí misma. Al final, Samantha
no era lo suficientemente ambiciosa… o tal vez no era lo suficientemente
interesante. No puedo recordar. Posey siempre encuentra algo mal en
ellas. Yo siempre encuentro algo mal en mí.
—Hola, nena. —Ethan se destaca cuando se acerca a la mesa, el
metro ochenta y dos de él.
Me fijo en la forma en que la tela de su camisa se extiende a través
de sus hombros. Los brazos musculosos que tiene por ir al gimnasio cuatro
días a la semana. No puedo ir a ningún lugar cuatro días a la semana, no
soy tan disciplinada. Él se inclina y me besa en la boca. No es un beso
cualquiera, su lengua se desliza entre mis labios y él gime un poco cuando
lo beso de vuelta.
Justo en ese momento, la canción de David comienza a sonar al otro
lado del restaurante. Me libero de los labios de Ethan y tengo la necesidad
de limpiarme la boca con la servilleta. Limpiar a Ethan porque David me
está mirando. ¿Es la canción de David o mi canción? Me sigue a todas
partes, jodiendo todo, las tiendas, el trabajo, caminando por la puta
calle. Tamborileo mis dedos sobre la mesa y busco la camarera. Necesito
una bebida, una muy muy fuerte copa grande. Ethan canta junto a la
melodía a medida que estudia su menú, y como siempre, me tenso,
esperando que se dé cuenta que la canción es acerca de mí.
—Así que, estaba pensando —dice.
—Nunca es bueno cuando lo haces demasiado —interrumpo.
Él me da una mueca, la clase que un padre severo hace al amenazar
a su descendencia astuta.
—Estaba pensando —comienza de nuevo—, que es el momento
para casarse.
Me paro. Mi silla chirriando al otro lado del piso de concreto y las
personas vuelven la cabeza para mirar. Ethan se ríe, cada uno de sus
brillantes dientes blancos están desplegados mientras echa hacia atrás la
cabeza y se sostiene su estómago.
—Solo estoy bromeando, Yara —dice.
Me vuelvo a sentar, pero deslizo mi silla lejos de la mesa unos
cuantos centímetros. Perdió mi confianza con la palabra “M”.
—Estaba pensando que es hora de irse a vivir juntos.
—Oh, Dios mío —le digo, agarrando mi corazón—. ¿Por qué harías
eso?
—Porque ahora irse a vivir juntos no se siente tan aterrador. Acabas
de escapar de la temida palabra “M”.
—Inteligente —le digo. Y hablo en serio. Vivir juntos no suena ni
la mitad de malo como podría hacerlo si no hubiera sacado a relucir el
matrimonio en primer lugar.
—¿Por qué? —le pregunto.
—¿Por qué quiero vivir contigo?
—Sí —respondo.
—¿Es un test de elección múltiple o un ensayo?
—Un ensayo —le digo.
Se aclara la garganta.
—De acuerdo. Quiero mudarme contigo porque te amo. Sobre todo
odio a la vida, excepto cuando estoy contigo, claro está. Era una rata de
alcantarilla sarnosa antes de ti, un ser deplorable. Ahora me siento como
un adolescente. Aquí arriba —golpea ligeramente su sien—, y aquí abajo.
—Se lleva su mano al pantalón. —Me rio—. En serio, Yara. Solo quiero
estar contigo todo el tiempo. Estoy comprometido. Quiero compartir algo
más que una cena de vez en cuando y el paseo los domingos por el parque
contigo. Quiero tener un puto árbol de Navidad y el jamón de Pascua
contigo.
—Está bien —digo—. Un sobresaliente por ese excelente ensayo.
Se levanta para besarme, y se diría por la expresión en su cara
que había dicho que sí a una propuesta de matrimonio.
—¿Dónde vamos a vivir?
—Encontraremos un lugar nuevo —dice—. Donde no me haya
follado a decenas de zorras.
Me ahogo con mi agua y él tiene que ponerse de pie y golpearme en
la espalda, una cosa completamente sin sentido que hace la gente para
sentirse útiles cuando alguien se está ahogando.
—Bueno, cuando lo pones de esa manera…
—Con la esperanza de que aceptaras, ya he estado buscando pisos
para alquilar. Hay uno muy cerca de aquí. Puedo llamar al agente y ver si
podemos echarle un vistazo antes de que alguien no los arrebate.
—Me estás jodiendo. Pero qué diligente.
Sin embargo, él ya sabe que me tiene. La idea de dejar mi pequeño
apartamento asqueroso es emocionante. Pensar en empezar algo sólido con
un hombre al que quiero y respeto se siente como seguir adelante. Eso hace
que el pasado sea una broma si puedes de alguna forma comportarte en el
presente. Como si en realidad no importa que dejara atrás a un hombre y
un matrimonio, o que nunca me la arreglé para permanecer en una relación
por más de un año. Irse a vivir con Ethan me hará fiable.
—Llámala —le digo—. Estoy emocionada.
—Me encanta cuando estás emocionada —dice—. Eres como una
niña.
No sé si eso es una buena cosa, pero le sonrío por encima de mi copa
de vino mientras él saca su teléfono y escribe a la agente.
Después de la cena tomamos el tren a Embankment y caminamos la
corta distancia hasta la majestuosa piedra caliza. The Eye está iluminado
de un neón color rosa y me pregunto si seremos capaces de verlo desde el
apartamento.
—Siempre pensé que era un hotel —digo a Ethan.
La agente está esperándonos fuera, mirando a los lados y
comprobando su reloj como si ya estuviéramos llegando tarde. Él le da un
pequeño saludo para hacerle saber que somos nosotros quienes vamos a
reunirnos con ella.
—Una rigorista —le susurro a Ethan—. Vamos a molestarla.
Él me guiña el ojo con complicidad y avanzamos para hacer la
respectiva ronda de estrechadas de manos y presentación. Su nombre es
Lucinda, o Lucretia, o algo por el estilo. Ella echa un vistazo a mi bolso y
mis zapatos, por lo general un signo revelador de la riqueza de una mujer
y estatus en el mundo. Estoy llevando un bolso Gucci de segunda que
Posey me dio. Me parece que paso la prueba cuando ella lo mira con
admiración y nos introduce en el edificio.
—Este se va vender muy rápido —comenta, caminando hacia los
ascensores—. Al estar tan céntrico y todo eso. Está a solo una corta
distancia del metro y hay algunos buenos restaurantes y tiendas cercanas.
Me fijo en los candelabros, los paneles de madera pesada, y el
uniforme pulcro de los porteros.
—Me temo que también hay un bastante largo proceso de solicitud
—dice ella—. Solo la crema de la cosecha está permitida aquí. —Mira
hacia atrás en nosotros para ver si tenemos miedo.
Asiento solemnemente. Cuando su espalda se gira hago una mueca
a Ethan.
Nos bajamos en el séptimo piso y ella nos conduce por un pasillo
alfombrado y amplio, deteniéndose en el 37G. Teclea en un teclado y hay
un chasquido cuando se abre la puerta.
—La entrada es con teclado —dice sobre su hombro como si
fuéramos demasiado tontos para darnos cuenta.
El espacio es de 1.200 pies cuadrados perfectos. Suspiramos y
alabamos a medida que caminamos a través de las habitaciones pequeñas y
llegamos a una parada en la cocina. Tres ventanas idénticas se enfrentan al
Eye, el Támesis se extiende ante nosotros, brillando como magia
negra. Doy un vistazo a Ethan. Él me da una mirada.
—¿Podemos costearlo? —pregunto en voz baja, haciendo un
recuento del dinero y las cuentas en mi cabeza.
Él sonríe como si esa es la pregunta más tonta en el mundo.
—Sí, Yara. ¿Quieres este? —pregunta.
—Muchísimo, pero ¿no deberíamos mirar algunos otros? Parece tan
precipitado saltar al primero que vemos. —Echo un vistazo a la agente que
está fingiendo investigar un armario mientras escucha a escondidas.
—Eso no suena para nada a ti —dice—. Eres una persona de las que
lo ve y lo quiere. Por lo general, te has decidido en cuestión de pocos
minutos.
Tiene razón, por supuesto. Supe desde el momento en que entré que
no habría necesidad de buscar más.
—Supongo que estoy tratando de ser responsable —le digo—. No
tan precipitada.
—No. No cambies. La forma en que eres tan segura sobre todo
también me hace seguro.
—Entonces, de acuerdo —digo, mirando a Lucinda—. Nos lo
quedamos.
Ella asiente.
—Entonces, ¿cómo se conocieron? —pregunta a medida que saca
una aplicación desde la carpeta que está sosteniendo.
—Estaba trabajando en la esquina —dije—. Tenía una peluca
marrón ese día y él me recogió en su convertible y me llevó a un hotel para
follarme. Solo nos llevamos bien, ¿sabes? Estamos juntos desde entonces.
Los ojos de Ethan están completamente abiertos, sus manos metidas
en los bolsillos. No sé si quiere reír o castigarme, pero me sigue el juego,
asintiendo.
Lucinda ve de uno al otro, con su pastosa cara tensa. Es la perra más
tonta del mundo si no ha visto Pretty Woman.
—Gracias —dice Ethan, rompiendo el silencio. Él saca la
aplicación de sus dedos. Me encojo de hombros y me acerco a la ventana
para ver The Eye en su rotación lenta.
Es hora de dejar de esperar, ¿verdad? Estar lista. Para que la vida
comience. Ni siquiera estoy segura de lo que estaba esperando. Muy pronto
voy a ver a David, y entonces podré darle una despedida adecuada y seguir
adelante con mi vida.
Él se merece eso y también yo. He cometido errores en mi juventud,
pero es hora de seguir adelante.
39
EL APARTAMENTO
Ethan y yo tomamos el apartamento. O llenamos una solicitud y la
entregamos con nuestras veinte mil libras, esperanzados y positivos. Él es
positivo porque quiere el apartamento. Soy positiva porque quiero querer
el apartamento.
Cuando Posey cuestiona mi entusiasmo mediocre pierdo el control
con ella.
—¡Oh Dios mío! Quiero el apartamento, quiero el jodido
apartamento, ¿de acuerdo?
—Pero, ¿quieres el apartamento solo o con Ethan? —me pregunta.
Tengo que pensarlo por un minuto.
—Eres diabólica —le digo—. Y te odio.
—Está bien ser tú, Yara —dice—. Las personas que te quieren
trabajarán con tus deficiencias, no contra ellas.
—¿Qué significa eso? —pregunto.
—Si estás en una relación con Ethan, deberías sentirte lo
suficientemente cómoda diciéndole que estás asustada.
—Si le digo que estoy asustada, él se asustará —respondo.
—Entonces no es lo suficientemente fuerte para ti, ¿verdad?
Le doy una mirada asesina cuando cambia de tema a otra
cosa. Harrods. Está hablando de Harrods. Posey tiene dos extremos. Es
demasiado profunda o demasiado superficial. No hay un área gris, ni nada
medio. Es agotador estar con ella, porque o terminas escuchando alguna
mierda estúpida que no te importa o usa su psicología inversa y termina
haciéndote llorar.
¿Quién está realmente preparado para hacer frente a la realidad de
otra persona? Es por eso que tenemos tanto miedo de mostrarnos como
somos, la vulnerabilidad de ser dejado una vez que se descubre nuestra
verdad. Además, no hay manera de que saliera conmigo. Si yo fuera
hombre saldría con otro hombre. Los hombres lloran menos que las
mujeres.
Ethan y yo estamos en un café una tarde almorzando cuando me
dice que la agente ha dejado un mensaje de voz en su
teléfono. Presionamos nuestras caras muy juntas para que así podamos
escuchar al mismo tiempo, y él sostiene el teléfono entre nosotros. Ella nos
informa con su voz repipi que tenemos el apartamento.
—Felicidades —dice—. Va a ser un lugar encantador para que
ustedes puedan comenzar su… eh… vida juntos.
—Suena bastante sorprendida —le digo a Ethan, alejándome para
mirarlo.
Él sonríe y me hace callar mientras ella recita la dirección a donde
debemos dejar nuestro cheque de depósito. Me rio tan pronto como baja su
teléfono.
—Cree que soy una prostituta —digo—. ¡Odia que lo conseguimos!
—Ex prostituta, mi amor. Renunciaste a ese estilo de vida para estar
conmigo. No puedo creer que lo conseguimos. Es el destino, ¿verdad?
—Absolutamente —le digo.
Busco mi copa de vino, ya imaginando donde voy a poner mi
tocadiscos y mi pequeña colección de plantas en maceta. Ethan está tan
feliz que ordena una botella de champán para celebrar. Sostengo mi copa
y sonrío, sonrío, sonrío.
Estoy en piloto automático; hay cosas por hacer, así que las
hago. Me entrego a la noticia y llevo a casa una brazada de cajas para
comenzar a empacar. Ethan me envía fotografías de mesas y estanterías
que encuentra en línea. Me gusta en blanco y a él le gusta la madera, así
que nos decidimos por algo medio y compra una gris. Estoy eufórica, tan
metida en esta mierda. Imagino las mañanas en la espaciosa cocina,
preparando el desayuno con una vista del centro de Londres ante mí. Casi
puedo oler el suministro de café alrededor de mi vida perfecta. El café
hirviendo me trae de vuelta un recuerdo reprimido durante mucho tiempo
y lo aparto de inmediato. ¡Vete, recuerdo! ¡Tengo un hermoso y céntrico
apartamento!
Tarareo a medida que cierro las cajas con cinta y envuelvo mis cosas
en periódico. No tengo mucho, principalmente libros y unos pocos discos
que traje conmigo de los Estados Unidos. Uno pensaría que ellos me
recuerdan a David, pero no, simplemente me recuerdan a mí. Nuestra fecha
de mudanza no es dentro de cuatro semanas, pero tengo que reducir mis
pertenencias, decidir lo que vendrá conmigo a mi nueva y doméstica vida
en pareja. No es un matrimonio, pero es bastante cerca, la unión de
pertenencias y vidas, la determinación de fusionar la existencia con otro
ser humano.
No sé si es porque estoy a punto de comprometerme en cierta gran
manera, mucho más grande de lo que he estado en mucho tiempo, pero
encuentro el rostro de David en mi mente. Su sonrisa, sus ojos, y su risa,
que siempre parecían estar dirigidas a mí. Me había gustado que David se
riera de mí. Él me encontraba divertida sin esfuerzo alguno. Hago lo que
una mujer en mi posición no debería hacer, pero a menudo lo hace de todos
modos, hago comparaciones entre Ethan y David.
Son muy diferentes, pero también muy similares. Las bromas
juguetonas y autocríticas de Ethan me recuerdan a David. Sin embargo,
Ethan es un hombre de negocios. Era un mujeriego por elección, siempre
buscando aquellas con las que quería acostarse, o en mi caso, estar en una
relación. Las mujeres simplemente caían enamoradas de David sin que él
tuviera que pedir nada, y lidiaba con ello con buen humor. Casi lo
aburría. Él estaba comprometido con la música, y había estado
comprometido conmigo. Tal vez ese era el mayor elogio que jamás
había recibido. Ethan tiene costumbres más establecidas, un hombre
contractual que le gusta tener todo en orden. David era un artista, no había
orden alguno. Quiero a Ethan, pero de una manera diferente a la que había
amado a David. Tal vez es porque soy una persona diferente de la que era
hace tres años. A medida que envejeces, tu propensión al amor cambia y
evoluciona con tu personalidad. Ganas ya sea en el egoísmo o el
desinterés. Lo que sí sé es que no le di a David lo que podría tener… no
era capaz. Y ahora, nunca sabremos lo que podríamos haber tenido juntos.
Es por eso que estoy decidida a que las cosas funcionen con
Ethan. No voy a jugar. No voy a huir. Seré buena para él. Y además, nunca
antes me he sentido de esta forma. Ethan no es mejor o peor que los
hombres con los que he salido antes. Se encuentra en algún lugar en el
medio, cosa que amortigua todas mis necesidades y me da cierta seguridad
de que me he liberado de todos mis problemas paternales. ¿Con quién
comparaba a los hombres antes de David? Siempre ha habido un hombre
con el que he estado en cada ciudad, y sin embargo, ninguno de ellos ha
valido la pena un cariñoso recuerdo.
Compruebo el calendario para la cita. Mi encuentro con David es en
dos semanas. Siento un lejano latido pesado en mi corazón cuando pienso
en ello, pero lo aparto y me concentro en el aquí y ahora. Mi vida es buena.
Tengo un novio cariñoso y un buffet de posibilidades ahí afuera delante de
mí. No voy a llegar a mi reunión con David como una chica solitaria, con
las manos vacías y llena de remordimiento. Estoy progresando. No, estoy
siguiendo adelante.
40
ME ALCÉ
Acumulo errores. Nunca hay una gran cosa. Una gran cosa podría
suceder y seguiría más allá de ella como si nada. Pero esos pequeños
errores, Dios mío, los colecciono. Ahora puedo mirar atrás y ver lo
acaparadora que había sido en mi relación con David. Lo que teníamos era
casi demasiado bueno y tenía que sabotearlo antes de que se saboteara a sí
mismo. Al menos tenía el control de esa manera. Incluso cuando empaco
mis cosas preparándome para empezar una vida con un hombre nuevo, e
incluso a medida que me preparo mentalmente para ver al hombre que dejé
atrás, reproduzco esos últimos meses en Seattle una y otra vez.
En las semanas previas a nuestra boda, me alcé contra David. Él
nunca tuvo oportunidad y esa es la verdad. Me alcé como una ola y él era
un barco, y solo seguí coleccionando errores y erigiéndome más alto. Es
nadar o hundirse cuando se está en ese barco, y no sé si él cayó al fondo
del mar o demostró sus habilidades de nadador porque no me quedé para
verlo. Él me convenció, la mayoría de los días: racionalizado, seguro,
amoroso. Hizo todo de la manera correcta, pero mi ola estaba creciendo.
Me presenté para la boda, me doy crédito por eso incluso si todos
los demás no lo hacen. Me puse mi vestido con la mancha de sangre en el
dobladillo, y sostuve mis flores y caminé por el pasillo en una pequeña
iglesia pintoresca. David se veía tan hermoso que hizo que la vista me
doliera. Llevaba un traje con chaleco de terciopelo azul sobre una camisa
blanca. Sus zapatos eran de piel de serpiente negros. Iridiscente cuando los
mirabas de cerca. No sentí la inquietud hasta después de casarnos. ¿No es
eso algo? Con los anillos de forma segura en nuestros dedos, el contrato
firmado, fuimos al hotel después de la pequeña fiesta y solo nos miramos
el uno al otro.
A David le gustaba decir “mi esposa”. Lo decía cada vez que
podía. Sin embargo, lo sentía como una acusación. ¿Cómo iba a ser una
esposa? ¿Cómo iba a lidiar no solo con una Petra, sino miles de Petra? No
tenía la fuerza. Y luego, alrededor de cuatro semanas en nuestra vida
matrimonial, empecé a preguntarme si él estaba listo para el compromiso.
Cuando se diera cuenta de quién era, ¿no recurriría a otra mujer en busca
de consuelo? Captaba las miradas que Petra le daba, y me preguntaba si
me casé con él para ser la dueña de las miradas que él devolvía.
—¿Por qué hablaste con ella después del espectáculo? Yo debería
ser la primera a la que hables, soy tu esposa.
—Posaste para una foto con un grupo de chicas y les permitiste
presionarse demasiado cerca…
—Cuando te dije que estaba triste, me abrazaste en lugar de discutir
el problema.
—Fuiste a tomar una cerveza con los chicos cuando quería que
vuelvas a casa.
—Me hiciste el amor con los ojos cerrados, ¿en quién estabas
pensando?
—No te importa si llego al orgasmo, solo te preocupas por ti mismo.
—Desearías que me pareciera más a tu madre, dulce y
reconfortante.
—Amas a tu arte más que a mí.
Un aluvión. Me alcé más y más alto. Si él no me miraba de la
manera correcta después de una presentación, me dolía. Si me miraba
demasiado, me sentía ahogada. Acompaña a tus fans. No estés con tus
fans. No me amas lo suficiente. Me amas demasiado. Me alcé.
Sabía que el problema era yo, y sin embargo no podía controlar mis
sentimientos. David me volvía loca, o mi amor por él lo hacía. Y entonces
vi la foto de Petra y David en la casa de Ferdinand, sentados tan cerca el
uno del otro que parecía que sus rodillas se tocaban. David fue al bar
después, con la culpabilidad escrita por toda su cara. Intentó explicarse,
pero no pudo subir por las paredes que había erigido. Ni siquiera
había sabido que estaban siendo construidas. Eso no es del todo justo,
ahora lo sé. Se necesitaron dos semanas más. Durante el cual me volví
completamente loca. Fue un error, enamorarme de él, permanecer con él
cuando sabía que tenía que irme y volver a casa.
Dejé una nota escrita en mi propia mano. Todo lo que pude
encontrar fue una pluma con tinta roja. Estaba en el cajón de la cocina y el
extremo estaba mordido. No quería que mi carta para él se viera enojada
o agresiva, no me sentía de ninguna de esas formas. Sin embargo, solo
había una pluma roja. Así que la escribí lo más suavemente que pude
aunque solo fuera para sofocar la tinta roja.
No soy quien crees que soy, le dije. No puedo ser lo que necesitas
que sea. Tengo que irme. Perdóname.
Era una carta muy débil para dejar. Se merecía palabras, una
pelea, el cierre. Sin embargo, tenía miedo de que me convenciera a
quedarme. Y aunque me quedara por un tiempo, era inevitable que con el
tiempo me fuera. Era demasiado insegura para permitir que David me
ame. No confiaba en él, a pesar de lo que había dicho. Lo que estaba
sintiendo no se iría jamás. Las palabras pueden calmar temporalmente una
discordia en la psicología. No esperaba que renunciara a su música por mí,
así como tampoco esperaba renunciar a mis inseguridades por él. Por lo
tanto, me decidí por irme y dejarlo en paz. Y mientras me alejaba, lo dije
una y otra y otra vez…
Perdóname, perdóname, perdóname, perdóname, perdóname,
perdóname, perdóname.
41
LA TERRIBLE REUNIÓN
El restaurante donde he quedado con David no es lo que me había
imaginado. ¿Por qué había imaginado algo pintoresco y romántico? Un
edificio de ladrillo con un enrejado de rosas, suelos de madera y asientos
de felpa color ciruela. Así es como se supone que van las reuniones,
¿verdad? La forma en que se hacían en las películas. Sin embargo, esta no
es realmente una reunión. Estoy tratando de idealizarlo para ayudarme a
superarla, una especie de muleta. También es un día más cálido de lo que
esperaba, y puedo sentir una línea de sudor rodar por mi espalda mientras
camino hacia las puertas delanteras. Cuando entro, lo primero que noto es
el diseño minimalista. Me estremezco. Los crudos blancos, los artefactos
de iluminación modernos, y mesas y sillas en forma de caja. No hay nada
cálido aquí, y se me ocurre que David eligió este lugar específicamente
como mi sala de interrogatorios. Una mujer elegante, de mediana edad me
recibe con un menú en la mano. Su largo y esbelto cuerpo de gacela, está
cubierto con un kimono negro.
—Bienvenida —dice ella.
—Hola. Voy a reunirme…
—Con David —termina por mí.
—Sí. ¿Cómo lo sa…?
—Por aquí —continúa.
Se da la vuelta antes de que pueda responder y entiendo que espera
que la siga. Mi estómago se anuda a medida que avanzamos por el comedor
casi vacío. No puedo ver más allá de sus hombros, aunque sospecho que
David está allí, observándola mientras se acerca. ¿Está igualmente tan
nervioso? ¿Enojado? En cualquier momento voy a verlo y voy a ser capaz
de leerlo en su cara. Siempre podía leer todo en su cara. Mi corazón está
latiendo tan violentamente que duele.
Cuando ella se hace a un lado para mostrarme la mesa, David no
está allí. Fijo la mirada en los asientos vacíos y siento una aguda
decepción.
—Llamó por adelantado —dice la anfitriona—. Estará aquí en
breve.
Me deja allí con mi menú inmenso, y me siento una niña en mi
soledad. Cruzo las piernas, las descruzo. Enderezo mi cabello, me pregunto
si hay lápiz labial en los dientes o si mi rímel formó grumos en mis
pestañas, estúpidos pensamientos superficiales. Elegí llevar algo informal:
un par de jeans oscuros y una holgada camiseta debajo de la chaqueta de
cuero. ¿Cuál es el punto de no ser uno mismo y dar a la gente una impresión
equivocada? Vengo como soy. Tomo un sorbo de mi agua hasta que
derramo parte de ella sobre mí, entonces estoy frotando mi camisa blanca
frenéticamente con la servilleta, maldiciendo mi torpeza.
Cuando él entra en el restaurante, el ambiente cambia. Lo siento
antes de verlo. Dejo la servilleta y me siento erguida, alerta. Y entonces él
está ahí, moviéndose como el agua hacia mí. Todo se queda en silencio en
mi cabeza. Tengo ganas de llorar, y luego estoy poniéndome de pie para
abrazarlo. Tengo que ponerme de puntillas para envolver mis brazos
alrededor de su cuello. No nos soltamos en seguida. La ira, el
resentimiento, la extrema necesidad de respuestas, queda en espera por…
uno… dos… tres… cuatro… cinco… seis… siete… ocho segundos. Puedo
sentir su calor y el olor de la tela de su camisa, y a través de ella, la sal de
su piel. Su cuerpo se curva alrededor de mí, con las manos pesadas en mi
espalda mientras me sostiene contra sí. Estoy tan sola en ese momento, tan
consciente del hecho de que nunca he sanado o seguido adelante. Cuando
él retrocede y ya no nos estamos tocando, me siento increíblemente triste.
—Hola —dice David suavemente.
Estudio sus ojos para saber lo que siente, pero se ha
resguardado. ¿Quién tiene paredes ahora?
—Hola.
Me hace un gesto para que me siente. Lo hago, sin apartar los ojos
de él. Se ve diferente. Supongo que eso sucede después que las personas
están separadas por un periodo de tiempo largo. Se vuelven más como sí
mismos mientras te aferras a lo que solían ser.
Su cabello está más corto, al estilo más alborotado; las líneas de
expresión alrededor de sus ojos son más pronunciadas. Lleva una gran
cantidad de dinero expuesto: una almidonada camisa azul claro con el
cuello abierto, unos jeans estrechos que enfatizan la longitud de sus
piernas, y una chaqueta de color camello. Tampoco me ha mirado ni una
vez desde que se sentó, lo cual se podría ver como algo bastante extraño, o
bastante revelador.
—Voy a tener que pedir vino para esto. Una botella. Así que tú elije,
¿uno tinto o blanco?
—Tinto —digo, en voz baja.
Mis dedos encuentran la envoltura de la pajita de mi agua y la
sostengo entre mi puño como apoyo.
—Bien.
Él se pone a estudiar la carta de vinos mientras yo me siento con
solemnidad, con las manos cruzadas sobre el regazo. Cuando nuestra
camarera viene a recoger nuestro pedido, David responde sin
consultarme. Otra forma en la que ha cambiado, pienso. No diría que
menos considerado sino más bien diría que es más seguro de sí
mismo. Cuando estamos solos otra vez, me mira finalmente. Hay muchas
cosas notables en David: su buena apariencia, por ejemplo, su voz
profunda, el andar al estilo John Wayne, pero lo más pronunciado acerca
de él es la expresión que es incapaz de ocultar en sus ojos. Le duele
mirarme, y de repente me siento tan avergonzada. Vergüenza por ser quien
soy, por ser quien fui con él. Me siento sucia debajo de sus muy claros,
muy honestos ojos.
—¿Cómo has estado? —pregunta. En realidad no quiere saber. Solo
necesita aligerar las preguntas.
—He estado bien —digo, con cautela—. Te has hecho todo un
nombre por ti mismo. Es maravilloso.
Sus labios se tensan en una línea recta y asiente, un amago de
sonrisa.
—¿Por qué? ¿Por qué te fuiste, Yara?
—No imaginé que sería de esta forma —le digo. La envoltura de mi
pajita está destrozada, así que retuerzo y desenrosco la servilleta en mi
regazo. Mis manos no pueden estar inmóviles cuando estoy alterada.
—¿Cómo crees que sería esto? —pregunta. Uno de sus codos está
descansando sobre la mesa. Su postura es impertinente, casual, como si no
le importa estar aquí, pero debe importarle. Está corriendo un pulgar por
sus labios a medida que me mira fijamente—. ¿Nos encontramos aquí,
tomamos un par de copas, charlamos de cómo están nuestras vidas ahora,
y luego nos abrazamos cuando nos separamos y decimos “vamos a hacer
esto otra vez en algún momento”?
—Yo-yo no sé, David. Vine porque me pediste que lo haga y pensé
que te debía eso.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que te fuiste?
Desde que te fuiste. No: desde la última vez que nos vimos. No se
equivoca al decirlo de esa manera, pero la frase todavía duele.
—Años… tres años…
—Tres años, dos meses, cinco días —dice.
No respondo. ¿Cómo puedo? Siento como si estuviera tratando de
demostrar que a él le importa más.
—Golpéame —digo—. Di lo que quieras si te hace sentir mejor. —
Me apoyo contra el asiento. Me lo merezco.
—No es por eso que te pedí venir aquí —dice.
—¿Por qué lo hiciste?
—Estoy enamorado.
Siento como si estuviera en una bola de nieve y alguien me ha
sacudido alrededor. Por supuesto que ha estado amando a otras chicas,
follando con otras chicas, pero escucharlo es diferente.
—Me quiero casar con ella, pero no puedo porque todavía estoy
casado contigo.
Nuestro vino llega. Con una perfecta y terrible
sincronización. Estamos encerrados en una mirada fría mientras lo abren y
sirven. David acepta un pequeño sorbo de probada y asiente a la camarera,
sin apartar los ojos de mí. Ella, a su vez, me sirve una copa y desaparece
discretamente. Él drena su copa y se sirve otra más. Yo deseo algo más
fuerte a medida que me paso la lengua por mis labios.
—¿Quién es?
Él ya está negando con la cabeza.
—No te voy a decir eso. Te fuiste.
Siento una ira feroz surgiendo en mi interior que probablemente no
tengo derecho a sentir. Pero vine, me encontré con él, y ahora también
quiero respuestas.
—Me vas a decir, porque quieres que firme los papeles. Es por eso
que estás aquí.
Me considera por un momento y luego dice:
—Dime por qué te fuiste, Yara. —Antes de que pueda contestar
o incluso procesar sus palabras, les cambia la redacción—. Dime por qué
me dejaste.
Es más doloroso cuando lo dice de esa manera. Es también la
verdad. No solo dejé Seattle, o los Estados Unidos, lo dejé… a una persona,
al ser humano que clamaba amar.
Imagino que la expresión de mi cara es horrible porque David se ve
casi arrepentido de preguntar.
No he tomado una respiración profunda desde que lo vi, así que
primero hago eso, y luego digo:
—Siempre dije que me iría, ¿recuerdas? Sabía que serías mejor si
yo no estaba.
—¿Mejor cómo?
Niego con la cabeza. Me tiemblan las manos.
—Mejor. Solo mejor.
—¿Un hombre mejor, un ser humano mejor, o cómo era que
decías… un artista mejor?
Es entonces cuando sé que es ella, esa perra de cabello ceniciento
con sus ojos embriagados de amor. Ella es la única a la que jamás había
dicho eso además de David.
—Petra —digo.
David no lo confirma ni niega. Se ve firme, su rostro
inexpresivo. Ha ensayado esto, me doy cuenta. No solo marchas a una
conversación como ésta sin tener en cuenta todos los posibles resultados.
—¿Estaba pasando antes de irme? —pregunto.
Él se ve momentáneamente desconcertado.
—Por supuesto que no. Ella es… hemos estado juntos durante casi
un año ahora. Fue a un espectáculo…
Ya me ha dicho más de lo que tenía planeado.
—Está bien —digo—. Así que estás aquí por un divorcio.
—No, Yara —dice—. No lo digas así. Como si de repente eres la
víctima. Solo estoy dándote lo que has querido desde el principio.
—Lo que tú quieres —le corrijo.
Se reclina en su silla. El tallo de su copa de vino se alza entre dos
de sus dedos. Temo que vaya a caer y derramarse por toda su camisa.
—Los dos sabemos que eso no es verdad. —Su voz es baja, enojada.
—Entonces, ¿por qué no me encontraste? Antes de ahora.
No dice nada. Nos estamos mirando fijamente de nuevo. Nuestra
camarera vuelve a aparecer. Ella quiere saber si hemos visto el menú. No
puedo mirarla por miedo a reventar en lágrimas.
—Ambos vamos a pedir las costillas —responde él—. Término
medio.
Es lo que yo habría elegido para mí. Lo sabe, pero aun así era
innecesario pedir por mí. Me está mostrando que todavía sabe todas esas
pequeñas cosas de mí, como el hecho de que así es como me gusta mi
carne cocinada. Lo que está haciendo funciona, porque siento otra punzada
de soledad profunda.
—Entonces, nunca estuviste enamorada de mí. Solo querías jugar a
ser Dios con mis emociones —dice, al final.
Puedo ver los músculos de su mandíbula tensándose. No puede
jugar a este juego conmigo. Los dos sacamos a relucir muchas cosas esa
noche en Seattle. Se intercambiaron palabras. Ahora está actuando como
si no tuviera parte de ello.
—Así es como empezó. Lo sabes, David. Era un juego, pero luego,
de repente, estaba muy enamorada de ti. Completamente. Llegó a ser
demasiado. No sabía qué hacer con eso.
Él asiente lentamente.
—¿Por qué no hablaste conmigo de cómo te sentías? Pudiste
haberme dicho y yo habría entendido.
—¿Lo habrías hecho? —Es la primera vez que de hecho pienso en
eso. David estaba tan seguro de todo en ese entonces que rara vez
comprobaba para asegurarse que yo también estaba segura.
—Bueno, funcionó, ¿no? Un álbum de platino. Supongo que
debería agradecerte por eso.
—No —le digo—. Siempre fuiste digno de un álbum de platino…
—No del todo. No de acuerdo contigo que tuviste que romperme el
corazón por el bien del arte. No era digno de nada a menos que estuviera
tan jodido como tú.
Mis ojos se llenan de lágrimas que me juré que no volvería a llorar.
—Tienes razón —respondo—. Me fui porque soy una jodida
cobarde y traté de fingir que estaba haciéndote un favor.
Él se queda en silencio a medida que considera lo que he dicho,
luego se mete la mano en el bolsillo de atrás y saca su billetera, lanzando
un billete de cien libras sobre la mesa y poniéndose de pie.
—Estaremos en contacto —dice.
Después de que se ha ido me quedo a beber el resto del vino, pero
dejo la comida intacta.
42
RETROCEDIENDO
Durante días después de que vi a David en el restaurante no puedo
hacer nada más que llorar y pasear por mi apartamento tocando las cajas
que estaban completamente cerradas con cinta y apiladas cerca de las
puertas de cada habitación. Me siento inquieta, inestable. No le he dicho a
Ethan que todavía estoy casada con David, y sé que es una conversación
que ya deberíamos haber tenido. Sigo esperando que David se aparezca en
mi puerta con los papeles que quiere que firme. Envío las llamadas de
Ethan al correo de voz hasta que deja mensajes diciendo que está
preocupado por mí. Le escribo, le digo que estoy ocupada y lo llamaré
pronto. No quiero que oiga mi voz. Él sabría de inmediato que algo está
mal y no estoy preparada para decirle que he visto a David. Invento más
excusas: dolor de garganta, cansancio, empacando; pero finalmente
después de una semana, aparece en mi puerta con una expresión de
profunda preocupación.
—David. Entonces, ¿lo has visto? —pregunta una vez que me hago
a un lado para dejarlo pasar.
—¿Cómo lo sabes? —pregunto.
Ethan se ve perturbado por un segundo, como si hubiera confirmado
su peor miedo.
—Su banda está aquí, hay carteles por toda la ciudad. Están
hablando de eso en la radio y en el trabajo.
Me aparto para que no pueda ver mi cara y pongo el agua a
hervir. David solía burlarse de mí, decía que los británicos pensaban que
podían resolver todo con una taza de té. Y podemos.
—Sí, lo vi. —Me muevo hacia el cartucho de azúcar y cierro los
ojos con fuerza, deseando que Ethan se vaya. No funciona de esa
manera, Yara. Tienes que lidiar con las cosas, de frente.
—¿Te lo follaste?
Me giro, disgustada.
—¿Estás jodiendo conmigo? ¿Eso es lo primero que preguntas?
—Es importante —dice con firmeza—. Quiero saber en dónde está
tu corazón.
—Bueno, no es en mi coño —espeto de vuelta.
Ethan se ve inmediatamente arrepentido, pero es demasiado tarde.
—Escucha, Yara, dame un respiro. Tu ex novio también estrella de
rock está en la ciudad, ese que escribió una canción para ti que suena por
toda la radio, ¿y se supone que no debería estar preocupado?
Sabía más de lo que le daba crédito.
—No. No me lo follé. Y escribió esa canción para humillarme. No
es exactamente una canción de amor, Ethan.
—Es una maldita canción de amor. Quiere recuperarte, por eso
escribió la maldita cosa.
Me rio. No puedo evitarlo. Nunca pensé en “Atheists Who Kneel
and Pray”, como una canción de amor. Supongo que era una canción sobre
el amor.
—Créeme, no me quiere de vuelta.
—¿Por qué no? ¿Cómo puedes saber eso?
—Porque lo dejé seis semanas después de nuestra boda,
Ethan. Nunca hablé con él de nuevo.
Ethan me mira fijamente, con la boca ligeramente abierta.
—No se lo he dicho a nadie hasta ahora —añado suavemente.
—¿Te casaste con él? Pensé que no creías en el matrimonio.
—Sí, también lo creía. Es por eso que hui.
—No sé lo que más me molesta, que le hicieras eso a alguien, o que
nunca me dijiste que hiciste eso a alguien.
La tetera empieza a silbar y oculto las lágrimas dándole la espalda
para apagar la estufa.
—Escucha, sucedió, y es la verdad. Lamento todo eso, pero soy la
que tiene que vivir con las cosas que he hecho, tú no.
Se ve como si lo hubiera abofeteado en la cara.
—¿Así es cómo lo ves? ¿Como si no influyera en nada?
La imagen de pedalear hacia atrás en una bici destella a través de mi
mente. Puedo retroceder pero estoy cansada. No quiero defenderme para
hacer que Ethan se sienta mejor. No quiero hablar más de esto.
—Piensa lo que quieras —respondo—. Pero si incluso me estás
cuestionando, no deberíamos estar juntos.
Ethan se va y entonces soy solo yo. Me pregunto si alguna vez va a
ser diferente. No pienso en mi madre a menudo, pero cuando lo hago, su
memoria siempre está acompañada por sentimientos de soledad. Me
dejaba sola en nuestro pequeño apartamento cuando se iba a
trabajar. Trabajaba de noche en la recepción de un hotel. No estoy segura
qué edad tenía cuando empezó a dejarme sola, pero recuerdo sentirme
pequeña, diminuta. No podía llegar al armario con las galletas. Tenía que
arrastrar una silla a la cocina y subir a la encimera.
¿Qué hubiera pasado si hubiera resbalado y caído? Mi madre habría
llegado a casa frente a una muy pequeña niña muerta. Nadie habría ido
siquiera a mi funeral, porque no había nadie más que
conociéramos. Mi madre era de un pequeño pueblo en el norte de
Inglaterra. Cuando se quedó embarazada de mí dejó el pueblo. Por lo que
sé, regresó y ahora vive allí, pero no he hablado con ella en años. Cuando
le pregunté una vez si tenía abuelos me había dicho—: No importa. —Y
eso era válido, supongo, porque técnicamente tampoco tengo madre, y no
importa. La gente vive sin las cosas y avanzan igual.
Mi madre me dio un regalo. Funcionó en mi contra, no a mi favor.
Siempre estaba irritada cada vez que yo estaba alrededor. Cuando niña
trataba de mantenerme fuera de su camino lo más posible porque no le
gustaba que estuviera haciéndole preguntas. Cuando ella estaba en casa la
miraba intensamente, ansiosa por agradarle, siempre queriendo ganarme
una media sonrisa o cualquier tipo de reconocimiento. Si ella estaba
leyendo y yo dejaba caer algo en la cocina, su cabeza se alzaba de golpe y
me observaba furibunda. Me sentía como un fracaso en ese entonces, como
si le hubiera fallado de la manera más profunda. Nunca me golpeó, y rara
vez me gritó. Era su silencio lo que era tan angustiante. Como adulta, me
siento completamente atormentada por la culpa cuando siento que he
molestado a alguien. Así es cómo funcionó en mi contra. Si entro en un
café y tomo asiento junto a la ventana, me siento culpable por ser egoísta,
por tomar la mejor mesa del lugar cuando alguien más podría tenerla. Si
compro un nuevo par de zapatos y luego veo a alguien sin zapatos, quiero
despojarme de los míos y caminar descalza por el resto del día. ¿Por qué
debería tener algo cuando alguien más no tiene lo que tengo? Me pregunto
si esto afecta la forma en que pensaba en David, porque siempre supe que
tenía a alguien que era mucho mejor que nadie más. Cuando Petra mostró
interés por él perdí la cabeza. Petra lo necesitaba más; ellos eran más
parecidos que nosotros dos. Podía sobrevivir sola, pero Petra necesitaría
sanar y David podía hacer el patético recorrido de la recuperación con su
fe interminable. En una forma enfermiza pensé que estaba haciéndoles un
favor a todos.
Estaba mal. Estaba tan equivocada. Merezco amor, pero me va a
tomar mucho tiempo para aprender eso.
43
EL MEJOR ACENTO AMERICANO
Es la hora del almuerzo en Bronte. La barra frontal está a reventar y
no he tenido un momento de descanso desde que mi turno empezó. El
zumbido de las exprimidoras y el olor de la fruta fresca son tan fuerte en el
aire que se me hace agua la boca. Nos hacen usar estos chalecos con lazos.
Hace un calor insoportable. Ha pasado una semana desde que me encontré
con David, cuatro días desde la última vez que hablé con Ethan. Me siento
muy mal por mí misma, un poco rechazada, y en realidad muy sola. Ayer
compré un libro de bolsillo en la tienda de la esquina y vagué con él debajo
de mi brazo, con la intención de encontrar un banco en el que pudiera leer
mientras tomaba el sol. Había un montón de bancos, un montón de sol,
pero no dejaba de pensar que habría una mejor opción si caminaba un poco
más lejos. Antes de darme cuenta, había caminado seis kilómetros y el sol
estaba descendiendo en el cielo. Perdí mi oportunidad y nunca encontré un
banco lo suficientemente bueno. Oye, chica, oye, eres una idiota. Es bueno
saber estas cosas acerca de ti mismo de modo que no vas por ahí culpando
a otros por tus cagadas.
Compré una botella de vino de camino a casa y me bebí toda la cosa
sentada en la ventana de mi sala de estar mirando el tráfico. Cuando me
miré en el espejo esta mañana, mis dientes estaban manchados y mi piel
tan enfermiza que había estado asustada. ¿Qué me estaba
haciendo? Tomando botellas de vino para lidiar con mi agitación
interna. He estado de vuelta en casa por tres años y no he sentido la
necesidad de irme otra vez. Tal vez mis días errantes terminaron, o tal vez
encontré lo que había estado buscando y luego lo perdí. De cualquier
manera, finalmente se siente como si me he asentado en el lugar correcto,
el lugar dónde empecé. Excepto que ahora me cuestiono todo. El impulso
ha aparecido. Estoy pensando en huir de nuevo, de empacar mis cosas, e ir
a un lugar nuevo. Pero, ¿cuántas veces puede una persona comenzar otra
vez?
—Pensé que odiabas los turnos de almuerzo.
Estoy tan absorta en mis pensamientos que casi dejo caer el puñado
de limones que estoy sosteniendo. Los aferro contra mi pecho y alzo la
vista alarmada. David está sentado en el taburete directamente frente a mí
junto a uno de los clientes habituales, una señora mayor que llamamos
Penny. Su piel luce oscura como si hubiera estado expuesto al sol durante
la última semana y está llevando una camisa blanca con cuello en V y jeans
azules rasgados. Tan simple y sin embargo, se ve como una estrella de
rock. Pienso en mi piel cetrina por la botella de vino y entro en pánico.
—Me he acostumbrado —digo, intentando ocultar el temblor en mi
voz—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Estudio la barra delante de él en busca de los papeles, pero solo están
sus manos, entrelazadas encima de la barra. Dejo mis limones y me llevo
una mano a mi cabello. No me había tomado la molestia de hacer nada con
él esta mañana, simplemente lo eché en un nudo desordenado en la parte
superior de mi cabeza. Mi lazo se siente como si me estuviera
estrangulando. Esto es ridículo; mi fijación en la manera en que me
veo. Incluso, ¿qué importa? El hombre está aquí para divorciarse de mí, no
para pedirme una cita.
David se aclara la garganta.
—Me di cuenta que fui un poco pendejo contigo la otra noche. Te
lancé toda una bomba nuclear y eso fue bastante maquiavélico, ¿cierto?
Me rio antes de que él haya terminado.
—Amigo, definitivamente has estado practicando —digo en mi
mejor acento americano.
Él sonríe a medida que se mece en su taburete de la barra de lado a
lado. Por un momento me transporto a Seattle, donde él solía mecerse de
esa forma en un taburete diferente y coquetear conmigo. Me parecía
entrañable la forma en que tenía el entusiasmo de un niño pequeño, pero
parecía un hombre. Nos sonreímos el uno al otro, pero entonces mi corazón
comienza a doler y no sé qué hacer con mis manos o cara. Me doy la vuelta,
preparando un jugo para un cliente: guayaba, litchi, menta y naranja. La
gente atraviesa las puertas, con desagradables sombreros en sus cabezas,
lentes de sol cuyos cristales son de color rosa, verde y plata. Los veo para
así no ver a David, que me distrae y me hace olvidar lo que lleva el jugo
que preparo.
—¿Por qué estás aquí… se supone que deberías estar de gira? —
digo cuando estoy terminando. Lo que realmente quiero preguntar
es: ¿Por qué estás aquí específicamente? Y ¿cómo me has encontrado?
—Esta era nuestra última parada —dice en voz baja—. Decidí
quedarme, ¿tal vez pedir una Hendrick y tónica?
Y divorciarte de mí, quiero añadir. El concierto fue hace
semanas. Me pregunto cuánto tiempo ha estado alrededor, ¿qué está
esperando? Penny se ha dado cuenta de nuestro intercambio y gira su
taburete hacia él. Ella es entrometida, escucha todos los chismes del bar y
luego me los transmite. Sonrío inquieta hacia ella. Una situación ya
incómoda y luego añadimos a Penny en la mezcla. Dios, ya era un día
interminable. Todo el mundo sabría para el final del día que mi marido
vino a divorciarse de mí.
—¿Necesitas un poco más de jugo y ginebra, Penny? —pregunto.
Ella empuja su vaso hacia mí, sin quitar sus ojos de David en ningún
momento.
—¿Te conozco? —escucho que le pregunta.
Alguien me hace señas desde el otro extremo de la barra y dejo a
David y Penny solos.
—No olvides mi puta bebida —grita Penny detrás de mí con su voz
cantarina.
—También la mía —repite David.
Lo observo mientras preparo su bebida, solo pequeñas miradas para
demostrarme que está realmente allí, pero él me atrapa cada vez y sonríe a
su vez. No son sonrisas de divorcio, cosa que me confunde aún más. Son
solo… genuinas. No tengo ninguna razón para desconfiar de él, sin
embargo, aun así lo hago.
Tú eres la única en la que no se puede confiar, me recuerdo. Este
hombre solo dice lo que siente. Tú dices mentiras acerca de lo que estás
sintiendo y luego huyes.
—De alguna manera se siente como en los viejos tiempos —digo
cuando deslizo el vaso hacia él. A su derecha, Penny asiente.
—Los viejos tiempos, ¿eh? Sabes, la primera vez que te vi en ese
bar fue como si alguien me hubiera enchufado a una toma corriente. Todo
en mi cabeza se iluminó. Podría haber escrito diez canciones, responder a
la pregunta sin fin sobre el significado del amor, y haberte pedido que te
cases conmigo ahí mismo.
—De hecho me pediste que me case contigo ahí mismo —señalo.
—Ves.
—Y has escrito canciones aparentemente haciendo de mí el blanco
de la broma. Así que dime, David Lisey, ¿cuál es el significado del
amor? Ilumíname.
Por un momento creo que no me va a responder. Él baja la vista
hacia su bebida pensativamente y cuando levanta la mirada, sus ojos son
tan suaves, sinceros.
—En realidad, he pensado mucho sobre eso. Es cuando no puedes
sacar a alguien de tu vida. Se arrastran dentro de ti y solo viven allí durante
el resto de tu vida.
Cuando lo dice, siento como si una sacudida eléctrica pasa a través
de mí. Hay familiaridad, pero no he pensado en ello con tanto
ahínco. Como si hubiera estado esperando a que alguien me diga lo que
estoy sintiendo.
—Como un parásito —digo—. Drenándote de… bueno, todo. Eso
no es agradable.
—¿Quién dice que el amor es agradable?
Tiene razón, por supuesto. Es por eso que la gente crea arte, porque
el amor se arrastra dentro de ellos y necesitan una manera de sacarlo.
—Supongo que no lo es. Es más que nada doloroso.
—Ustedes dos me están dando dolor de cabeza —dice Penny. Lleva
sus grandes lentes de sol oscuras puestas y no puedo ver sus ojos, pero su
boca cae en un ceño fruncido.
—Tal vez entonces no deberías espiar, Penny —sugiero.
Me saca la lengua. Muy madura. Me gusta imaginar cómo era
Penny cuando tenía mi edad. Todavía queda parte de su lado salvaje en sus
ojos.
—Dinos en qué estamos equivocados, Pen —dice David.
Ella se vuelve hacia él y sonríe, y puedo ver que está totalmente
prendada. ¿Quién no lo está una vez que conoce a David? Tuve que ver a
chicas más jóvenes, más bonitas y más firmes que yo lazándose a sus
brazos de forma diaria.
—Ustedes los jóvenes tratan al amor como si fuera un accesorio, no
una cuestión de vida o muerte. Se entretienen con él, se enamoran con la
idea de él. Hacen todas sus canciones y libros sobre el tema, pero no saben
cómo vivirlo. El amor no es parte de algo más. Es la única cosa.
Sus palabras atrapan a David con la guardia baja. Él parece como si
hubiera recibido una bofetada.
Yo apoyo mis codos en la barra y lo miro fijamente.
—¿Estás escribiendo una canción? —pregunto. Conozco esa
expresión que está haciendo, y no puedo evitar la sonrisa formándose en
mis labios.
—Silencio —dice, sin dejar de mirar a Penny—. Dime más —le
pide—. Eres mi nueva musa.
—¿Quién era antes?
Me señala con el dedo.
Penny me mira y levanta las cejas.
—Carne fresca. Nada de lo que tengo es así de firme.
Me rio, pero siento que no debería. Nada de esta situación es
divertida, en realidad es muy incómoda, mi marido, de quien hui,
apareciendo en mi trabajo.
—No te preocupes, Penny, rompí su corazón. Es todo tuyo. Él
terminó conmigo.
—¿Lo hice?
Lo observo, demasiado incómoda para saber qué hacer. Quiero
preguntarle en dónde ha escondido los papeles del divorcio, pero Penny se
vuelve para mirarme, su bebida acunada en su huesuda y arrugada
mano. Tiene un anillo en cada dedo y lleva puesto barniz de uñas de color
rosa fuerte. Ese es el asunto con Penny: tiene miles de arrugas y manchas
por la edad, su voz es áspera y seca, y huele a Chanel junto a bolas de
naftalina, pero hay algo devastadoramente elegante en ella.
—El muchacho americano vino todo el camino hasta aquí para…
—Su banda tocó un espectáculo aquí —digo, interrumpiéndola—.
Es por eso que está aquí.
Penny mira a David muy en serio y le pregunta:
—¿Por qué estás aquí?
David no mira a Penny cuando le responde. Me mira a mí.
—Estoy aquí por Yara —dice—. Vine a encontrarla.
44
49
En algún momento durante mi turno, le hago saber a Ben, mi
compañero barman, que tengo que correr al baño.
—Rápido —dice—. Ese jodido grupo de la firma de abogados acaba
de llegar. Sabes cómo les encantan las bebidas mezcladas.
Le doy un guiño y me apresuro a rodear la esquina, mirando una vez
más a David antes de irme. Él está en una profunda conversación con
Penny y no puedo evitar sonreír. La mayoría de la gente descarta a Penny
por ser tan excéntrica y rara, pero no David. Él ama lo excéntrico y
raro. Cuando llego a los aseos, tengo que esperar en línea. Me lavo las
manos y me apresuro a regresar, lista para que Ben me dé un sermón por
tomarme tanto tiempo. Cuando rodeo la esquina Ben está bien, riendo con
un cliente, y David no está por ningún lado.
—¿Qué pasó con el chico que estaba sentado allí? —pregunto a
Ben.
Él está extrayendo el jugo de un pomelo y no me mira.
—Pagó su cuenta y se fue a toda prisa —responde.
—Oh —digo casualmente—. ¿Dijo algo antes de irse?
Intento mantener mi voz indiferente, pero hay una urgencia dentro
de mí. Quiero correr hacia la calle y llamar su nombre. No puede solo venir
de esa manera y luego irse sin despedirse. Tengo que saber lo que quiere
hacer. No puede permanecer en suspenso de esta forma.
—No. Solo me dio veinte libras y se fue.
No sé si me siento aún más confundida o decepcionada, pero ¿qué
había esperado? Tal vez solo necesitaba ver cómo se sentía por última
vez. Supongo que incluso podría haber estado caminando por ahí cuando
me vio en el interior del bar, Trafalgar era un lugar popular para los turistas
por aquí. Pero él había dicho: “Estoy aquí por Yara”, como si ese hubiera
sido su plan desde el principio.
Cuando regreso para comprobar a Penny, me entrega un trozo de
papel. Hay una extraña expresión en su rostro, habitualmente
impasible. Doy un suspiro de alivio. Me ha escrito algo, pienso. Una nota,
o un número de teléfono tal vez. Desdoblo la pequeña tira de papel y
parpadeo hacia él, confundida. Dos números están escritos en el interior
con tinta roja y nada más.
—¿Dijo lo que esto significa? —le pregunto, levantándolo en el
aire.
Ella se encoge de hombros. Él había escrito 49. Reconozco su letra
de inmediato, garabateada y sesgada. ¿49? ¿Era un número de
habitación? ¿Una fecha? ¿Debería desencadenar un recuerdo de algo de
nuestro pasado? Niego con la cabeza, las lágrimas acumulándose en mis
ojos. Me giro antes de que Penny me pueda ver y meto el trozo de papel en
el bolsillo de mi camisa.
Esa noche tomo un taxi a casa. No puedo soportar la idea de estar
de pie en el subterráneo aplastada contra todas esas personas cuando me
siento como si estuviera a punto de llorar. El trozo de papel que David dejó
con Penny se encuentra abierto en mi regazo, el número 49 mirándome
como una acusación. No recuerdo. Si él está intentando desencadenar algo
de nuestro pasado, lo he olvidado. Busco en internet el significado del
número. Todos los 49 en San Francisco, una estación de esquí en
Washington, el episodio 49 de DC comic, donde Batichica hace una
aparición. Nada de eso significa nada para mí. Cuando el taxista se inclina
hacia atrás para decirme que hemos llegado, estoy totalmente confundida
y ya pensando en comprar otra botella de vino para ayudarme a superar
la noche. Le entrego su dinero y camino una cuadra a la tienda de la
esquina. Podría enviar un correo electrónico a David, preguntarle
qué significa su nota, pero soy demasiado orgullosa. Obviamente, pensó
que significaría algo para mí. David era el atento en nuestra relación. Él
sabía el vino que me gustaba beber, y sabía mi color favorito. Cuando llegó
el momento de elegir un sabor para el pastel de bodas y nuestra luna de
miel, lo hizo sin duda alguna, porque me conocía.
Elijo una botella de vino blanco esta vez. El vino blanco me
desinhibe. He sido conocida por despojarme de todas mis ropas y tratar de
correr al aire libre desnuda después de beber demasiado vino blanco, pero
estoy desesperada por sentir algo, incluso si ese algo me hace portarme
mal. Me llevo mi botella hasta mi piso y busco en los armarios por algo
para comer. No he ido de compras por comida desde antes de que Ethan y
yo viéramos el apartamento. Todo lo demás ha quedado empacado para la
mudanza. Estoy demasiado deprimida para salir, así que le escribo a Posey
y le pido que venga y traiga comida. Espero que ella me insulte, me diga
que me vaya al infierno, como hace normalmente, pero en cambio escribe
de vuelta: Voy para allá. ¿Quieres curry?
Le envío un pulgar en alto y termino mi botella. Para el momento
en que Posey llega, con dos bolsas de papel acunadas en sus brazos, estoy
completamente ebria y cantando Britney Spears alrededor del año 2001 a
todo pulmón.
—Dios —dice—. Ya ni siquiera sé quién eres. Siempre has sido una
chica más de Mandy Moore.
Me lanzo a una versión estridente de “Candy” mientras deshago las
bolsas que dejó sobre la encimera.
—Entonces, ¿por qué estás borracha a las seis de la tarde? —
pregunta. Su voz es ligera y burlona, pero sé que quiere que responda su
pregunta con sinceridad.
—David —contesto, abriendo el envase de plástico con arroz—.
Fue al restaurante.
No se ve sorprendida.
—Por supuesto que sí —dice—. ¿Y qué dijo? ¿Necesita que seas de
nuevo una musa para él?
Me detengo a media cucharada de curry para mirarla.
—No sé por qué vino —respondo—. Se fue mientras estaba en el
baño sin despedirse.
—Imagínate. —Ella lame la cuchara hasta dejarla limpia y yo le doy
una mueca de disgusto—. Los artistas son así de dramáticos.
De mala gana, le cuento sobre el pedazo de papel que dejó con el
número 49 escrito en él. Supuse que se burlaría de mí por no recordar lo
que eso significaba, pero se ve pensativa en su lugar.
—Entonces, ¿no es una fecha de aniversario?
Niego con la cabeza.
—No. Y he descartado los números de apartamento, autobuses,
bromas internas y canciones.
—Tal vez entonces es eso. Está escribiendo una canción nueva y te
está dando una advertencia por adelantado.
Niego con la cabeza.
—No creo que sea eso. Hay algo que no veo.
—Bueno, ¿por qué no simplemente le mandas un correo electrónico
al chico y le preguntas?
—Supongo que, me siento estúpida. Siento que se supone que debo
saber.
Posey niega con la cabeza.
—Tu incapacidad para comunicarte va a joder tu vida para siempre,
¿lo sabes verdad? ¿Y dónde está ese novio pendejo tuyo? ¿También lo
abandonaste?
—Ethan averiguó que me encontré con David y no quiere hablar
conmigo.
Posey cierra los ojos como si mi drama estuviera abrumándola.
—Supongo que tampoco lo has contactado para hablar de todo esto.
—¡Él es el que está molesto conmigo!
—¡Oh, Dios mío, Yara! Eres toda una narcisista. Te encontraste con
otro hombre, uno al que solías amar, y no le dijiste a Ethan al
respecto. ¿Cómo esperas que se sienta? Así no es como funciona una
pareja. No voy a decirte qué hacer, pero ahora parece ser el momento
oportuno para pedirle disculpas si quieres salvar esa relación.
—Esa es la cosa. No sé si quiero. Tal vez simplemente está
siguiendo su curso.
Posey me mira estupefacta. Deja su cuchara a un lado y solo se
sienta allí mirándome.
—Está bien —digo—. Soy una narcisista y una cobarde. Pero, en
realidad no hay una cura y no siempre estoy segura de qué hacer. De todos
modos, ¿podemos tener en cuenta que hay una buena probabilidad de que
vaya a arruinar las cosas con Ethan, así que quizás es mejor si ahora solo
me alejo?
—¿Te estás comportando de esta manera porque David está de
vuelta en la imagen?
—No. Y no está de vuelta en la imagen. Solo me ha recordado lo
horrible que soy.
Ella tamborilea sus dedos sobre la encimera mientras considera mis
palabras.
—Sin embargo, no todo tiene que estar enfocado en lo horrible que
ya eres. Eso es lo que te hace una narcisista. Incluso en medio de herir a
otras personas te estás enfocando en ti misma.
—Tienes razón —admito—. ¿Qué debo hacer?
—Deja de sobreanalizarte, antes que nada. Ya pasas bastante
tiempo pensando en ti, e incluso después de pensar demasiado
obsesivamente todo lo que haces, de alguna manera, todo el mundo termina
siendo el agresor.
—¿Piensas que es por eso que fracasan todas mis relaciones?
—Ves, lo estás haciendo otra vez.
Me siento más derecha.
—Bueno. Lo siento. Voy a practicar en no pensar en mí
misma. Voy a llamar a Ethan y disculparme por mi falta de consideración.
—Bien —dice Posey—. El primer paso era admitir que eres una
narcisista. Ahora tienes que cambiar la forma en que piensas las cosas.
—Sí —le digo, decidida—. Y no se me permite pensar en mí misma,
¿verdad?
—Bueno, piensa más en cómo tu comportamiento afecta a otros,
¿sabes? No estés tan centrada en tus sentimientos que al parecer es todo lo
que ves.
Para cuando Posey se va soy una mujer nueva. Ni siquiera voy a
mirarme en el espejo. Llamo a Ethan y cuando él no responde, le envío un
correo electrónico rogando su perdón.
Él me envía un correo en respuesta y dice que podemos reunirnos
para el almuerzo la semana siguiente. Hacemos arreglos y me tambaleo a
la cama todavía medio ebria.
45
PLAZA LEICESTER
Al día siguiente salgo del trabajo, y en lugar de tomar el subterráneo,
me decido a caminar para despejar mi cabeza. Por lo general, cuando llega
el momento de despejar mi cabeza, empaco mis cosas y me mudo a una
ciudad nueva… un continente nuevo. Las ciudades nuevas dan perspectiva
nueva. Dejas todo lo viejo atrás, las cosas que quedaron corroídas con los
recuerdos, y empiezas de nuevo. Los comienzos nuevos son
ilimitados. ¿No te gustan tus amigos? Encuentras otros nuevos a once mil
kilómetros de distancia. Es fácil cuando eres barman solo empacar e irte.
Se necesitan barman, y si eres bueno es incluso mejor. Las cosas no son
tan malas si te mantienes en movimiento.
Me había dicho que iba a dejar de huir. Me había acostumbrado a
esto y no me gustaba el poder que tenía sobre mí. Una vez leí un libro
cuando vivía en Seattle, el autor era local y es por eso que lo escogí. En su
mayoría era una basura, los personajes me volvían loca, excepto que había
una sola línea que tocó una fibra sensible en mi interior: Vive al desnudo
y lucha jodidamente. Decido hacer eso aquí en Londres. Es mi hogar y
me voy a quedar.
Hay un camarero en el trabajo que llamamos Howie, a pesar de que
su nombre es Stephen. Lo llamamos así porque se parece a Howie Mandel
y es igual de temeroso a los gérmenes que el original Howie Mandel. Veo
a Howie en el lado opuesto de la calle. Él me saluda y yo finjo no darme
cuenta. Me saluda con más ganas, de modo que giro la cabeza hacia la
izquierda. Para evitar una conversación que no quiero tener, cambio de
opinión bruscamente en cuanto a cruzar la calle y pasear en la dirección
opuesta. No tengo ni idea de adónde voy excepto que tengo que seguir
caminando.
Me detengo en la Plaza Leicester y me siento en la pared para fumar
un cigarrillo. Una pequeña pared de ladrillo para los turistas cansados. Un
músico está tocando una guitarra y cantando “Stand by Me” cuando un
camión de Orion emite un pitido incesantemente cerca. Entre los versos
toca el kazoo. Se parece a un Michael Bublé descuidado y él también lo
sabe. Las mujeres turistas de mediana edad se ríen como colegialas a
medida que se detienen a observarlo. Un billete de veinte libras cae en el
estuche de su guitarra y luego se escabulle. Él me recuerda a David en
los primeros días. No sé cómo se verá David en el escenario hoy en día. He
evitado mirar para no causarme una herida. Me imagino que su presencia
ha mejorado, al igual que su sonido.
No puedo dejar de fumar. No he fumado desde que me mudé de
vuelta, pero dejé el trabajo y fui directo a comprar vodka y
cigarrillos. Siento como si me estuviera deshaciendo. Me imagino como
un carrete de hilo rodando por la calle. Ruedo hasta que un autobús me
aplasta. Es una idea preciosa. Estoy siendo dramática, lo sé. Soplo lo que
me queda de humo por la nariz como una chica francesa y me levanto para
irme. El imitador de Michael Bublé me sonríe. Le digo que se vaya a la
mierda con mis ojos. Odio a los músicos. No tienen límites entre sus letras
y la vida real. Creen que todo se supone que es lo suficientemente
bueno para ser cantado. Tal vez por eso dejé a David como lo hice. No
quería ser su cosa brillante temporal.
No quiero ir a casa. No sé por qué. Me meto en el subterráneo y
avanzo todo el camino al sur de Harrow y de regreso.
No puedo soportarlo. Desearía que él simplemente me hubiera
entregado el papel y desaparezca de nuevo. Que se case con esa maldita
puta y acabe conmigo para siempre. Eso no es cierto. Estoy sufriendo y no
sé cómo lidiarlo. Eso apesta.
Me llevo mi vodka a casa y me emborracho en el suelo entre las
cajas. Ni siquiera me gusta el vodka, pero estaba en oferta y me gustan las
ofertas de la misma manera como las drogas a los drogadictos. No necesito
o me gusta la mitad de las cosas que compro. Cuando me despierto estoy
en mi cama y no tengo ningún recuerdo de cómo llegué allí.
Inmediatamente pienso que Ethan se pasó en algún momento de la noche
y me puso en la cama. Salgo corriendo de mi habitación a pesar del
fuerte dolor en mi cabeza y la sensación de malestar consigo en mi
estómago, pero Ethan no está en ninguna parte. Me vuelvo a meter en la
cama. Mi teléfono está muerto, pero incluso después de haberse cargado
veo que nadie ha enviado mensajes de texto o llamado. Me lo merezco. Soy
horrible. Soy el tipo de persona que aleja a los demás.
Fijo la mirada en el hormigón rosa de la barra y espero. David no
vuelve, no después de una semana o dos. Ni siquiera después de mi
almuerzo con Ethan, quien es frío pero me escucha por completo. Pienso
que algo terrible ha sucedido a David. Busco en Google su nombre
esperando ver titulares como: Vocalista Muere en Accidente Terrible. Sin
embargo, no hay tal titular. Sin embargo, hay decenas de artículos sobre
él. Decido guardarlos para leer más adelante. En primer lugar, tengo que
averiguar si está vivo. Me toma un tiempo, pero encuentro un artículo en
línea reciente, un tabloide que ha fotografiado a David en Nueva York.
David estaba en Nueva York, no Londres, a punto de entregar los
papeles del divorcio. Tal vez nunca los tuvo, pienso. Tal vez es ahí donde
está ahora: elaborándolos. Supongo que hay una gran cantidad de
complicaciones implicadas. Ahora tiene un montón de dinero. No quiero
nada de él, pero sus abogados no saben eso. Están intentando encontrar un
resquicio, evitándole tener que darme nada. En la foto está con Petra. La
foto se ve granulosa, pero puedo ver que ella está usando un abrigo de color
azul claro sobre un vestido negro que va a media pierna. Están caminando
tomados del brazo y la cabeza de ella está hacia abajo, pero conozco su
perfil, sus labios. Pasé bastante tiempo pensando en la forma en que eran
tan recatados y elegantes, por qué tenían que ser tan perfectos. Su abrigo
está sacudiéndose a su alrededor como si estuvieran caminando rápido, tal
vez intentando escapar de los paparazzi. Apuesto a que la zorra Petra le
encanta eso, tener a los paparazzi siguiéndola a todas partes y tomando
fotos. David se ve exactamente igual que la última vez que lo vi. Lleva una
camisa blanca con cuello en V y un gorro gris que cubre su cabello.
Se ve como un hermoso hípster grasiento. Hay un tatuaje que no
había notado cuando vino a verme, en su antebrazo. Me hace sentir
enferma mirarlos juntos; ella tan hermosa y con aspecto de muñeca, él tan
atractivo.
A él no le importa una mierda, eso es lo mejor de él.
—Hola David —digo a la foto—. Tienes un gusto terrible con las
mujeres.
Petra me sonríe. Dejo mi teléfono boca abajo bruscamente sobre la
encimera y me alejo.
46
LA MISMA YARA DE SIEMPRE
Ethan y yo tenemos muchas conversaciones en las siguientes
semanas, tiempo durante el cual parece perdonarme. Me dice que la oferta
a vivir con él todavía está abierta con dos condiciones: Tengo que olvidar
a David, y quiere que me divorcie. Puedo hacer una de esas cosas, y no
puedo una de esas cosas. El día antes de que supuestamente me mude a
vivir con Ethan, compro un billete de tren y viajo a Francia en su lugar. El
divorcio es sencillo, cualquiera puede divorciarse; olvidarlo es casi
imposible. Los corazones son cosas rebeldes, incontrolables, no puedes
simplemente instruirlos. Supongo que quemará mis cosas cuando lleguen
con los de la mudanza, pero de todas formas no hay nada a lo que esté
apegada. Ni siquiera Ethan. Esa es la cruda y dura verdad. Es triste lo
increíblemente imbécil que soy, pero lo soy. Pensé que después de David
podía ser más abierta al amor, pero está resultando que lo perdí con él.
Tengo una amiga en París. Bueno, amiga es decir mucho.
Compartimos habitación en la universidad y apenas hablamos durante el
primer año, pero luego decidimos que nos agradábamos entre sí lo
suficiente como para hacerlo otra vez el siguiente año. Una vez me dijo que
si alguna vez terminaba en Francia podía quedarme en su lugar por un
tiempo. Nunca he estado en Francia. Mi determinación era por los Estados
Unidos, de modo que, cuando bajo del tren en la estación Gare Du Nord,
mis ojos se abren por completo así como mi boca. Tengo la sensación de
haber llegado a un lugar familiar. Las torres de edificios, viejos e
imponentes. Son mucho más snobs que los edificios disparejos de
Londres. Gran parte de Londres quedó destruida durante la guerra,
reconstruida de una manera diferente. Los edificios parisinos no
fanfarronean, son demasiado góticos para que les importe. Quiero ser
como ellos. Camino con la cabeza echada hacia atrás para así poder ver
todo lo más cercano al cielo. Choco con la gente, ellos me insultan en
francés, pero me importa una mierda; ahora soy un edificio parisino. París
va a cambiar mi vida. Me detengo por un bocado en una cafetería y
compruebo mis correos electrónicos. Hay uno de Posey.
¿Dónde diablos estás?, escribe. Ethan es un maldito desastre. Eres
una verdadera imbécil, ¿lo sabes?
Lo soy. Lo sé. Nunca dejo que se interponga en mi camino.
No quería hacer daño a Ethan. Simplemente entré en pánico al
último minuto, como siempre. Le envío un correo a Posey diciéndole que
estoy bien, sin mencionar nada acerca de Ethan o dónde estoy. De todos
modos, no es asunto suyo, solo quiere una razón para destrozarme. Escribo
una carta a Ethan, escrita a mano sobre las páginas de un cuaderno que
compré en la estación. Tenía la intención de escribirla en el tren, pero me
pasé todo el viaje llorando y mirando por la ventana. Le digo que pensé
que había cambiado, que estaba lista para permanecer en un solo lugar, con
un solo hombre y madurar con alguien. Le digo que soy una cobarde y una
tonta, y que merece más que alguien roto huyendo siempre. Le digo que
mi vida habría sido mejor con él, en nuestro pequeño apartamento, pero
que en mi corazón en realidad no pensé que mereciera ese tipo de vida, así
que seguía huyendo de eso. No es una excusa, le digo. Simplemente es lo
que es. Le pido su perdón y firmo la carta con un Yara, no con amor, ni
sinceramente, solo Yara. Eso es todo lo que soy, ¿verdad? Yara, sin
amor. Decido que soy una sociópata.
Llego al pequeño apartamento de Celine a última hora de la
tarde. Ella está en el trabajo, pero me ha dejado la llave con un
vecino. Llamo a la puerta y pregunto por Pierre. Pierre es un hombre
mayor, que en silencio me da una llave y cierra la puerta en mi cara. Celine
me advirtió que los franceses no son inicialmente cálidos, que te hacen
sudar para lograrlo. Respeto eso. De cualquier forma no tenía ganas de
hablar con nadie. Me enamoro de su apartamento tan pronto como entro.
Ha decorado todo en solo blanco y negro. No hay otro color, lo busco. Doy
la bienvenida a esta existencia monocromática.
Mi primera tarea es encontrar trabajo. Así que saco mi ordenador y
busco puestos de trabajo. Ya no quiero ser barman. Hay una familia
buscando una niñera de habla inglesa para su hijo. Quieren que él aprenda
el idioma. No tengo ninguna experiencia con el cuidado de los niños, pero
igual así les envío mi currículum, y les digo que he pasado dos años en
Estados Unidos y puedo hablar con un acento sureño igual de bien. Es una
broma, pero la mujer, la madre, me escribe un correo electrónico enseguida
y pregunta si podemos reunirnos el siguiente lunes. Su nombre es Celeste.
Me la imagino siendo alta y rubia, y… bueno… celestial. Su hijo es
Lucifer, pienso. No pueden encontrar a nadie más para cuidar de él de
modo que están desesperados. Entonces me pregunto si el simple y
monocromático apartamento de Celine me hace sentir estos extremos del
bien y el mal, el cielo y el infierno. Me dirijo a la segunda opción en mi
mente, siempre.
Celine llega a casa alrededor de las nueve de la noche. He oído esto
siendo normal para los franceses que trabajan largas horas, luego sentarse
en los cafés y beber vino hasta que tengan que trabajar de nuevo. Ella se
ve diferente a como era en la universidad, lo cual no es sorprendente, sin
embargo, aun así estoy sorprendida. En la universidad era como un
ratoncillo, llevaba beige, que se camuflaba con su piel de color
beige. Ahora su cabello está corto hasta su mentón y liso, y usa maquillaje
y ropa elegante. La abrazo, cosa que tampoco hicimos nunca en la
universidad.
—Es tan maravilloso verte —dice en su perfecto acento inglés—.
¿Estás cómoda? ¿Puedo traerte algo?
Necesito muchas cosas: una personalidad nueva tal vez, una gran
cantidad de perspectiva, una máquina del tiempo, una madre… pero niego
con la cabeza y acepto el vino que me ofrece.
—Como vino por cena —dice—. Comerás por tu cuenta, ¿verdad?
—Sí.
Ya me encanta estar aquí.
47
LA TAZA DE LA GITANA
En una mañana soleada cuatro meses después de mudarme a París,
justo estoy dejando un café que frecuento todos los jueves por la
mañana. Tengo una bolsa de croissants y un café negro en la mano, y mi
plan es llevármelos al parque antes de tener que trabajar. Unos pocos
momentos robados de paz y naturaleza antes de que un niño de cuatro
años me use como un parque infantil humano. Los jueves Henry tiene sus
lecciones de español y matemáticas con un profesor particular estirado que
siempre parece que ha estado husmeando queso agrio. Creo que es
demasiado joven para eso, pero su madre está criando a un primer ministro,
como ella me dice. Lejos de mí está ponerle freno a la joven ambición.
Solo he cruzado la puerta de la cafetería y salido a la acera cuando
levanto la vista y ahí está. Una ráfaga corre a través de mí y me detengo
abruptamente. Veo su cara por todas partes hoy en día. La semana
pasada me bajé del tren y él estaba allí mismo, en la parte posterior de un
banco, sonriéndome. Hay carteles de él por toda la ciudad y en los
escaparates de las tiendas. Pero en este momento, él está ahí de pie en la
acera mirándome. Veo que alguien más, una mujer, vuelve la cabeza para
mirarlo al pasar. Algo cruza su rostro y ella empuja a su amiga. Ambas
sacuden la cabeza como si no pudiera ser posible que sea
el David Lisey. Él es todavía solo David, mi David. El David de Petra, me
corrijo. Hago a un lado al amor como si fuera una manta en medio del
verano. Irritante, asfixiante.
Digo su nombre cuando alguien choca con mi espalda. Me tambaleo
hacia delante. Por un momento creo que David va a dar un paso adelante
para atraparme, pero él se detiene a sí mismo. De todos modos estoy bien,
solo un pequeño empujón. Está usando un gorro; que hace algo a mi
corazón.
—Hola, Yara.
Creo que eso es lo que siempre dice que cuando aparece de esta
forma. Hola, Yara. Solo otro día topándome contigo.
—¿Qué haces aquí? —Miro a mi alrededor como si estuviera
esperando a alguien más. Tal vez Petra. ¿Qué haría si viera a Petra? Esa
rastrera zorra asquerosa. Golpearía su maldita cara en la acera.
—Sabes por qué estoy aquí —dice en voz baja.
Asiento. El asunto del divorcio. Sí. Solemne, pero necesario.
—¿Trajiste el papeleo? —pregunto, tratando de mantener la voz
firme.
—No.
Lo miro, confundida. ¿Qué mierda?
Nos quedamos así durante unos minutos, simplemente
observándonos y estando confundidos. Creo que está jugando conmigo,
solo apareciendo de esta manera cada pocos meses sin explicación
alguna. La gente camina a nuestro alrededor, pero ninguno de los dos se
mueve.
—¿Te gustaría tomar una copa? —pregunta al final.
—Son las nueve de la mañana. —Y luego añado—: Tengo que
trabajar.
—Más tarde —dice—. Cuando hayas terminado. —La sombra de la
barba en su mandíbula luce oscura. No se ha afeitado en por lo menos
una semana. Se ve como la primera vez que lo vi, cuando sacó la astilla de
mi dedo.
—De acuerdo.
—¿Dónde? —pregunta.
—Conozco un lugar. —Recito una dirección y sé que él lo
recordará. Él es así. Solo tienes que decir algo una vez.
—¿Petra está aquí? —pregunto.
Sacude la cabeza.
—Está… en Los Ángeles.
¿Qué fue eso en su cara? ¿Arrepentimiento? Ya no lo conozco lo
suficientemente bien. Tiene expresiones nuevas. ¿Me pregunto si Petra
sabe que todavía estamos casados? Si él ha estado intentando resolver esto
furtivamente sin su conocimiento.
—¿Ella sabe sobre…?
—Sí —dice rápidamente.
—Bien —digo, aliviada—. Bien. Tengo que ir a trabajar —le digo.
No se mueve mientras camino por delante de él. Sus ojos lucen
suaves a medida que me observan y luego se desliza sus lentes de sol en su
lugar. Me giro justo cuando lo paso y él también se vuelve. Estamos a solo
centímetros de distancia y puedo verme reflejada en el azul/verde de sus
lentes. Parezco asustada, una línea profunda está grabada entre mis cejas.
Y estoy asustada en cuanto a por qué vino hasta aquí cuando solo podría
haber enviado los papeles por correo. Hay mejores maneras de divorciarse
de alguien en lugar de aparecer cada pocos meses de la nada. Y ¿cómo hace
para encontrarme? Esa es la puta pregunta del momento, ¿verdad? Voy a
tener que recordar preguntarle, ¿no?
—David —digo en voz baja, mientras cruzo la calle—. David está
aquí, en París.
Ha pasado un largo tiempo desde que me permití decir su nombre
libremente sin el dolor adjunto.
Unas pocas cuadras por la calle hay una gitana de pie con su espalda
contra una pared. Está sosteniendo a un bebé contra su pecho y sus uñas
lucen negras como si hubiera estado cavando en la tierra. Me mira
fijamente con sus ojos entrecerrados cuando paso junto a ella. El bebé no
tiene más que unas pocas semanas de nacido y se queja de esa manera
aguda en que lo hace los recién nacidos. Celine me ha dicho que no les de
dinero, pero no puedo evitarlo. Saco un par de euros desde el fondo de mi
bolso y me acerco hasta ella. No aparta sus ojos de mi cara a medida que
los suelto en la taza de café de papel a sus pies. Estoy arrodillándome frente
a ella, tratando de ignorar el olor del incienso y el olor corporal cuando veo
que ella tiene escrito unos números en la taza, garabateado en lápiz azul.
Fijo la mirada en los números, una sensación de hormigueo deslizándose
por toda mi espalda como una mano invisible. 49. ¿Por qué este número
tenía que aparecer de nuevo en el mismo día que David lo hizo? ¿Es una
señal? Una extraña coincidencia. Señalo el número y pregunto:
—¿Qu'est-ce que cela signifie?
¿Qué significa eso?
Ella me da una mirada extraña y me doy cuenta que probablemente
debí haber preguntado: ¿Qué significa esto?
—¿Este número significa algo para usted? —pregunta en un acento
extraño.
Me pongo de pie de modo que estamos a nivel de nuestros ojos. El
bebé ha dejado de llorar. Está pegado a su pecho y hace ruidos a medida
que come.
—Sí —le digo. No estoy segura de cuánto decirle.
—Entonces lo escribí para ti —dice y asiente—, esta mañana.
Me quedo mirando la taza e intento no llorar. ¿Acaso el universo
estaba tratando de enviarme un mensaje? ¿Dios? No creo en Dios. David
solía decirme que no creer en Dios era un mecanismo de defensa contra el
sufrimiento humano. Es más fácil decir que no existe nada que decir que
algo existe y Él solo nos deja sufrir.
¿Me pregunto si esta mujer, quien se ha reducido a pedir dinero con
su bebé aferrado en sus brazos, cree en Dios? No sé cómo preguntarle, así
que me quedo mirándola a los ojos y trato de entender. El bebé se queda
dormido en su pecho; la suave piel de su mejilla tiene una línea de leche
que corrió fuera de su boca.
Intento no mirar hacia su pezón fruncido, pero está allí mismo a
plena vista.
—Me tengo que ir —digo, como si a ella le importa. Doy la vuelta
y me alejo.
—Este número —llama detrás de mí—, ten cuidado con él. —Me
pregunto si su advertencia sería diferente si no le hubiera dado cuatro de
mis euros. ¿Me habría dicho que el número no significaba nada? ¿Me
habría maldecido con él? Tal vez ya estoy maldita.
Ya estoy alejándome. Levanto una mano para indicar que la oí. Lo
haría, tendría mucho cuidado. Pero ese número es como una mancha de
grasa. Se alza de vez en cuando para molestarme.
48
CON LAS MANOS VACÍAS
Después del trabajo corro a casa para cambiarme de ropa. No fue
hasta que daba de comer su almuerzo a Henry que me di cuenta que había
estado usando mi uniforme cuando vi a David, una camisa polo blanca y
pantalones de algodón color canela. ¿Qué era lo que dijo David una vez
acerca de las personas que usan camisas polos y pantalones de
algodón? Sonrío ante el recuerdo. Los llamaba la gente de spa.
—Los pobres sirven a los ricos en camisas polos y pantalones de
algodón.
Henry me pide más frutas, y a medida que corto el melón, me rio de
la ironía. Él había tenido un trabajo una vez, me había dicho, en un club de
campo el verano en que cumplió dieciséis años, recogiendo pelotas de golf
en el campo de prácticas.
—¿Qué crees que hicieron que vistiera, Yara? —había dicho.
Me reí cuando describió lo alto que le tocó llevar los
pantalones. Cómo las ancianas, las esposas, hicieron comentarios sobre su
trasero. También estoy haciendo justo lo que él dijo: sirviendo a la clase
alta, criando a su hijo mientras están fuera haciéndose ricos.
Henry me pregunta por qué parezco que tengo ganas de llorar
cuando me voy.
—Solo te echaré tanto de menos cuando me haya ido —le digo.
Él pone su manita pegajosa sobre la mía y dice:
—Je t’adore.
Me sorbo las lágrimas en el tren y todo el camino a casa. Cuidar a
niños es más tranquilo que ser barman. Por ejemplo, beben leche para
consolarse a sí mismos, no licor. Y cuando están molestos contigo, ellos
también gritan y te llaman nombres, pero lo superan más rápido, y nunca
guardan rencor por más tiempo que el que les lleva secarse sus lágrimas.
Rebuscando entre mis cosas, no encuentro nada que vestir. No había
traído mucho conmigo durante mi último éxodo. Solo unos cuantos jeans
y unas camisetas de verano. Celine me dijo una vez que podía buscar en su
armario. Siempre había querido una hermana, me dijo. Imagino que por
eso todavía no me ha desalojado de su pequeño apartamento, aunque estoy
empezando a sentirme ansiosa por mi propio espacio. Dijo que su
apartamento estaba encantado y le creo. Cosas que hemos arrojado siempre
terminan apareciendo de nuevo en los armarios o gabinetes.
—¿No arrojaste esto anoche? —me había preguntado, sosteniendo
una envase plástico de mantequilla. Yo asentí. Ella lo había encontrado en
su armario de zapatos—. ¿Qué clase de fantasma colecciona envases
de mantequilla? —Había fruncido el ceño, pisando el pedal del cubo de
basura. No lo sabía. Ya estoy embrujada por los vivos.
Entro en su habitación. Hace frío, las ventanas están abiertas, y sus
cortinas de gasa endebles aleteando por la brisa. Las cierro de forma rápida
y abro su armario, sonriendo con soltura. Todo en blanco y negro. Nunca
la he visto usar color. Elijo una camisa negra y una chaqueta a juego con
mis pantalones negros, y le escribo una pequeña nota diciéndole lo que he
tomado prestado. No me siento como yo misma cuando salgo a la calle. He
estado viviendo en colores caqui y blanco, con una trenza floja colgando
por la espalda. Esta noche me veo elegante y francesa en mis pantalones
negros y chaqueta a medida. Mi cabello cuelga en ondas sueltas por mi
espalda y hasta me he puesto rímel y lápiz labial. Solía pensar que amar a
alguien te dividía en dos: la persona que eras cuando estabas sola, y la
persona que eras como parte de un equipo. Le oculté cosas a David
pensando que no me querría como era, y como resultado, siempre me sentí
atrapada en mi propia piel, sin nunca ser capaz plenamente de ser yo
misma. Ahora soy yo misma, y no me importa quién lo ve. El paseo a la
cafetería es de quince minutos. Ya estoy diez minutos tarde.
Cuando entro en el café, lo diviso de inmediato. Me está esperando
en una pequeña mesa, un dicho francés está pintado en la pared sobre su
cabeza: Au fait. Que significa estar al corriente de las cosas familiares. Qué
apropiado, pienso a medida que avanzo hacia él. Cuando llego a la mesa,
se levanta como un caballero educado y me da una sonrisa con los labios
apretados. Es todo negocios y yo soy toda nervios. Los dos nos esforzamos
por observarnos a escondidas; bajo la apariencia de bajar la mirada
humildemente y los rápidos vistazos nos estudiamos el uno al otro. Su piel
luce de color caramelo. Solo los ricos lucen bronceados, pienso. El resto
de nosotros trabajamos demasiado como para estar debajo del sol. Los dos
nos hundimos en nuestros asientos, aliviados de que el saludo ha
terminado, esa es la parte difícil, la torpeza de decir hola.
—¿Los trajiste? —pregunto.
Mis manos están plegadas sobre la mesa para evitar que tiemblen.
Aunque si mirabas muy de cerca, verías el temblor.
—¿Traer qué?
—Los papeles. ¿No estás aquí para hacerme firmar los papeles? Y
de todos modos, ¿cómo me encontraste?
—Contraté a un detective privado —responde—. Está bastante
acostumbrado a encontrarte a estas alturas.
Hago una mueca.
—Así es como sabías que estaría en el café —le digo, asintiendo—
. ¿Por qué no solo escribir un correo electrónico y preguntar?
—¿Responderías?
Tamborileo mis dedos sobre la mesa una y otra vez, luego los doblo
bruscamente de nuevo.
—No, supongo que no.
Él levanta las cejas en respuesta.
Estoy tan ansiosa de que me diga algo. Algo de su vida, o incluso
sobre Petra. Si comparte incluso un pequeño detalle quiere decir que le
importa, que soy digna de saber cosas. Casi me rio de mí
misma. Decepcioné a David por completo. No tengo derecho a preguntar
nada de su vida. Estoy emocionalmente sin hogar, sedienta por su atención.
—¿Por qué estás aquí? —me pregunta.
Hace un gesto hacia fuera y necesito un momento para entender que
se refiere a París, no a este restaurante particular.
De todos modos miro alrededor, hacia los pequeños platos blancos
en las mesas, y luego afuera hacia dos mujeres con cigarrillos entre sus
dedos. Son muy flacas, y desprovistas de maquillaje. En París, las
mujeres aceptan sus caras desnudas y les gusta de esa manera. Estoy
aprendiendo, pero me encanta el maquillaje.
—La misma razón por la que siempre estoy en todas partes —le
digo.
—¿Tenías un novio con el que ibas a vivir… Evan…?
—Ethan. —Me encojo de hombros—. ¿Por qué no me cuentas algo
de ti ya que pareces saber tanto de mí? —pregunto.
Quiero uno de esos cigarrillos que sostienen las flacas chicas sin
maquillaje. David me ofrece su agua como si supiera que estoy luchando
internamente. La tomo con gratitud y sorbo un poco.
—¿De mí? —dice, sorprendido—. ¿Qué quieres saber de mí?
Me emociono con la oferta a pesar de que no es realmente una
oferta. Solo parece haber una pregunta lo suficientemente importante por
hacerse. Una que me pregunto casi todos los días.
—¿Eres feliz? —Supongo que su respuesta va a responder a todas
mis otras preguntas.
—¿Qué significa ser feliz? —pregunta a su vez.
Una pregunta para responder una pregunta. Es bueno en eso.
Una camarera aparece con una botella de Borgoña y dos copas. Es
una de las chicas flacas que vi fumar afuera. No lleva sujetador. Le doy un
vistazo a David para comprobar si se ha dado cuenta, pero sus ojos están
puestos en mí. Tengo un recuerdo fugaz de nuestra última reunión en
Londres y la forma en que se había arruinado tan rápido.
—Cada vez que pides una botella de vino peleamos —le digo.
Él me da una mirada molesta mientras llena mi copa.
—Peleamos porque tenemos cosas por las que pelear, no tiene nada
que ver con el vino.
Me encojo de hombros como si no me importa, pero sí me
importa. Soy supersticiosa sobre algunas cosas.
—¿Vas a casarte con Petra? —Se siente como un alivio sacar las
palabras, pero también se siente agotador después de que las digo. Él me
mira como si mi pregunta es absurda.
—¿Vas a responder a alguna de mis preguntas? —pregunto, irritada.
David termina su copa de vino. Luego, alcanza mi copa intacta y la
acerca hacia él.
—¿Dónde están los papeles? —pregunto—. Esta es la tercera vez
que me has encontrado para entregarme los papeles del divorcio, y sin
embargo, de alguna manera, desapareces con ellos todo el tiempo. —
Golpeo mi puño sobre la mesa y las copas oscilan. David me mira, no del
todo alterado por mi demostración, y de repente lo sé—. Oh, Dios mío —
le digo. Señalo un dedo hacia él, solo apunto en su dirección—. Estás
haciendo esto para torturarme.
Me pongo de pie. Me siento como una tonta. Él ahora no me está
mirando; está mirando hacia mi copa de vino, lo que confirma mi
teoría. Actúo por impulso, lanzándome hacia él, alcanzando su costado
izquierdo y buscando a tientas hacia abajo. Busco los papeles que ya sé que
no están allí. El muy bastardo vino con las manos vacías… otra vez. Estoy
tan atrapada en lo que estoy haciendo que cuando levanto la vista me doy
cuenta que él está a centímetros de mi cara, simplemente mirándome. Sus
manos están en el aire, con las palmas hacia arriba como si estuviera
ofreciéndome su rendición. Nos miramos el uno al otro.
—¿También vas a buscar por el resto de mi cuerpo? —pregunta, con
soltura.
No está sonriendo y yo tampoco. Estamos tan cerca que puedo oler
el vino en su aliento, ver que sus ojos están demasiados inyectados en
sangre para indicar que acaba de empezar a beber cuando llegué. Está
borracho, ha estado bebiendo. Me pregunto con qué frecuencia se pasa el
día de esta forma, o si solo soy yo quien lo impulsa. Me enderezo, mirando
directamente a sus ojos miserables, entonces, me doy la vuelta y me
voy. Lo oigo llamar mi nombre pero no me detengo. Camino y camino
hasta que no sé dónde estoy, y me doy cuenta que estoy llorando, las
lágrimas cayendo por mi barbilla y en la camisa de seda de Celine,
mezclándose con el rímel. Dejé su chaqueta en el restaurante, lo que me
hace llorar aún más fuerte. Soy un fracaso. Me lo merezco, sea cual sea la
tortura con la que vino a castigarme, merezco cada segundo de ello.
49
LA BAÑERA
Él viene al apartamento de Celine más tarde esa noche. Escucho el
golpe en la puerta, pero no me muevo. Cuando ella abre la puerta habla en
francés. Escucho la respuesta de David en inglés. Le pide hablar con Yara.
Mi cara está medio sumergida en el agua de la bañera. Soplo algunas
burbujas con mi nariz. Celine llama a la puerta del baño un momento
después, con voz insegura.
—Yara —dice—. Tu David está aquí.
Pongo los ojos en blanco y espero que él escuche eso. Si alguien ha
sido tu dueño una vez, ¿puedes alguna vez ser libre?
—Estoy en la bañera —contesto.
—Dice que necesita hablar contigo con urgencia. —Su voz está
aumentando. No le gusta estar en medio del conflicto.
—Está bien —digo, lentamente—. Es bienvenido a venir aquí si
quiere hablar conmigo, pero me acabo de meter y él no va a arruinar mi
baño como ya ha arruinado mi día —lo grito de modo que él pueda oírme.
Un minuto más tarde el pequeño pomo de latón gira y David entra.
Mantiene sus ojos bajos a medida que cierra la puerta detrás de él y se
sienta en la tapa del inodoro. Mantiene la vista fija en el toallero. En él
una toalla blanca cuelga perfectamente derecha, luciendo un monograma
negro con una C. Celine tiene la adicción de marcar sus cosas.
—Es un baño de burbujas —le digo—. Puedes mirarme.
Se gira y entonces sus ojos se estrechan.
Mentí.
Me encojo de hombros.
—¿Qué es lo que quieres? —Mis palabras salen cortantes. Doblo
una rodilla, sacándola del agua, y él mira hacia otro lado, de vuelta a la
toalla.
—Lo he olvidado —responde—. Vine aquí por algo, pero ahora se
me ha olvidado por qué.
Yo sonrío.
—El divorcio —le digo—. Viniste porque quieres el divorcio.
—¿Lo quiero?
Alcanzo el vaso de ginebra que llevé aquí conmigo y tomo un sorbo.
—Sí, para que así puedas casarte con la puta de los tatuajes. —
Intento no sonar amargada cuando lo digo.
Él me mira de nuevo, pero esta vez me he dado la vuelta. Estoy
corriendo el agua entre mis dedos.
—No la llames así —dice.
Es débil, su defensa de la puta. Tomo nota.
—La llamaré como maldita sea quiera. Es la puta con la que mi
marido ha estado acostándose. —Lo digo lenta y deliberadamente. Dejo
que asimile las palabras.
Él se ríe y lo miro por encima de mi hombro. Es un sonido
agradable. Todas estas pequeñas reuniones que hemos tenido y nunca
había reído hasta ahora. Me está mirando de nuevo.
—¿Desde cuándo soy tu marido? —pregunta.
Arqueo mi espalda de modo que puede ver mis tetas.
—Desde que dijiste “en las buenas y en las malas”. Estas son las
malas.
—¿Estás segura?
—Estoy segura —repito.
Me pongo de pie y trato de alcanzar la toalla que está puesta en el
lavabo junto a él. Dejo que el agua corra por mi cuerpo mientras él intenta
no mirar.
—Estamos casados —le digo—. Puedes mirar. —Estoy siendo
cruel, pero no me importa. La crueldad y la verdad son la misma cosa.
Él retorna la mirada lentamente, como si hubiera una correa de
sujeción en la parte posterior de su cuello y tiene que tirar en contra de
ella. Sus largas pestañas aletean despacio y sus labios se abren. Ha pasado
un par de años desde que me ha visto sin nada encima. Hay unos cuantos
cambios, no muchos.
—¿Y con cuántos hombres se ha acostado mi esposa desde que ha
estado casada?
Esta vez me rio.
—Solo somos un par de infieles, ¿verdad?
Salgo de la bañera y me paro sobre la alfombra, empezando a
envolverme en la toalla. David me observa, pero no hay deseo en su
rostro. Solo tristeza.
Puedo escuchar a Celine moviéndose alrededor de la cocina. Está
tratando de escuchar lo que está pasando, preocupándose de que vayamos
a ensuciar sus toallas blancas. Envuelvo la toalla alrededor de mí y paso
alrededor de él para abrir la puerta, dejando que el vapor salga. Él se pone
de pie para seguirme.
—Espera aquí —le digo, y él se vuelve a sentar.
Mis cosas están todavía en mi maleta después de todo este
tiempo. La saco de debajo del sofá y saco la ropa interior y mi ropa. Me
visto en la sala de estar, donde Celine me mira con los ojos completamente
abiertos, como diciéndome “qué mierda está pasando”, y luego regreso a
buscarlo.
—Vuelvo en un momento —le digo a ella—. Tengo que arreglar las
cosas con mi marido infiel.
Su frente se frunce aún más.
Después de eso, David y yo caminamos sin rumbo, por esta y otra
calle. Los edificios se ciernen sobre nosotros a medida que la gente se
mueve más allá de sus ventanas, alimentando a sus familias y dando cierre
al día por el resto de la noche. Como siempre, desearía saber lo que están
haciendo, lo que están diciéndose entre sí. ¿Hay una manera correcta e
incorrecta de ser humano?
David camina cerca de mí, pero no nos tocamos. Quiero que él
extienda la mano y agarre la mía como solía hacer antes. Lo quiero tanto.
Cuando un par de chicos borrachos deambulan por la calle estrecha, él se
interpone entre ellos y yo, una barrera humana. Se me hace un nudo en la
garganta al recordar lo que se siente estar protegida. Nunca me sentí como
si necesitara protección, era solo el hecho de que alguien quisiera hacerlo.
Durante mucho tiempo, solo se escucha el paso consistente de dos personas
que no saben cómo empezar, entonces hago las preguntas que he estado
esperando preguntar.
—¿Petra y tú tenían algo cuando estábamos juntos?
—No. Nunca. Fue a un espectáculo alrededor de un año después de
que te fuiste y entonces…
—Follaron.
—Conectamos —me corrige.
—Muy bien, de acuerdo —digo, lamiendo mis labios—. Cuéntame
de ella.
Se detiene bruscamente y mira alrededor. Una ligera brisa levanta
su cabello.
—Voy a necesitar una bebida para hacer eso. O muchas.
Señalo a un café al otro lado de la calle.
—Bebamos entonces.
Mira hacia mi dedo, mi brazo, mi cara, luego se vuelve para estudiar
el bar que estoy apuntando como si estuviera en trance.
—¿En ese lugar? —pregunta.
Me encojo de hombros.
—Es tan bueno como cualquier otro.
Es una mentira, por supuesto. Cualquiera puede ver que es un sitio
terrible. Las ventanas están cubiertas de mugre y la multitud de pie afuera
tiene aspecto de mafiosos. Él asiente como si no le importa, y me
siento decepcionada. Quería que estuviera disgustado, tal vez que se
niegue a poner un pie en el lugar, así me daría una razón para que no me
guste, para que piense que es un verdadero idiota presumido. Lo sigo
cruzando la calle y por la puerta. Las personas de pie afuera ni siquiera nos
miran. El interior huele a lejía y cerveza, un día en el piscina. Arrugo la
nariz mientras David nos lleva a una cabina. Los bancos son de un cuero
color rojo oscuro, rotos en algunos lugares. Me deslizo sobre las grietas, y
para mi sorpresa, David se desliza a mi lado.
—¿Qué estás haciendo? —pregunto.
—Escudándote.
—¿De qué? —Ya sé de qué pero quiero oírselo decir.
—La esclavitud sexual, el acoso, la mafia…
Me rio y él me sonríe, esta vez una sonrisa genuina que alcanza sus
ojos.
Nuestros hombros se tocan, así como nuestros muslos. Apoyo los
codos sobre la mesa cuando la camarera viene a tomar nuestra orden de
bebidas. Cerveza para los dos. Sostenemos los vasos entre nuestras palmas
y observamos hacia los asientos vacíos frente a nosotros.
—Lo de Petra es complicado. Ella me ama y me ha dado una gran
cantidad de espacio para ser yo mismo.
—¿Y quién eres?
—Supongo que en realidad ya no sé muy bien. Estoy medio
envuelto en el dolor, medio envuelto en la música. Ella entiende eso en
gran parte.
—Pero te ama… se queda. —Mi voz se rompe, pero solo estoy
diciendo lo obvio, la verdad.
—Sí —dice—. Sabe que estoy aquí, pero no quería que viniera.
Asiento.
—Tampoco habría querido que lo hagas. —Tomamos un sorbo de
nuestras cervezas para matar la torpeza.
—¿Por qué viniste? —pregunto.
—Quería verte.
—Y ya lo has hecho. Me vistes en Inglaterra, y me vistes en
Francia. ¿Por qué necesitas seguir viéndome? ¡Dame los malditos papeles
y déjame firmarlos!
—No he tomado una decisión —dice.
—¿Sobre qué, David? ¿Qué?
Se ve sobresaltado. Veo a la camarera asomada de detrás de una
pared y luego retirándose rápidamente. Bajo mi voz, pero sigo estando
enojada.
—¿Pensaste en venir hasta aquí y odiarme? ¿Pensaste que te
sentirías aliviado que me fuera y así podrías pretender que todo era lo
mejor? ¿O pensaste que echarías un buen vistazo y sabrías que ya no
estás enamorado de mí? Así que dime, David. ¿Sientes esas cosas, o es
todavía para mí a quien escribes tus canciones?
Esta vez él se queda en silencio.
—Vine porque te amo —responde—. Aún te amo, después de todos
estos años.
50
EL OCÉANO
—¿Cómo puedes amarme todavía después de lo que hice? —le
pregunto.
Su barbilla se sumerge hasta su pecho y parece estar en una
profunda reflexión, después de haberme confesado eso.
—Nunca te amé por lo que hiciste o dejaste de hacer —dice—. Eso
no es lo que es el amor.
No sé muy bien lo que quiere decir y no se explica aún más. Me
tiemblan las manos alrededor de mi cerveza, que se ha calentado a la
temperatura ambiente, pero me parece que no puedo dejarla ir. Es un día
triste cuando la cerveza se convierte en tu ancla.
—Nunca fui en busca del amor —continúa—. No sabía lo que me
estaba perdiendo. Tuve mujeres a las que creí amar, con las que pasé
tiempo, con las que hice el amor. Se sintió bien hasta que llegaste
tú. Entonces, esos encuentros ya no se sintieron bien. Es como vivir en un
lago toda tu vida y luego ser llevado al océano.
Me quedo mirándolo, no muy segura de cómo procesar lo que está
diciendo. Es un cumplido, sin duda, viniendo del marido que abandoné seis
semanas después de nuestra boda.
—Pero entonces el océano te hizo naufragar —digo. Es un artista y
yo soy una dosis de realidad.
—Toda esa belleza y poder se volvieron contra mí —coincide.
Se siente mejor hablar en metáfora, más fácil. Es como decir la
verdad sin de hecho decir la verdad. Solo podrías hablar con un artista de
esta manera. Nadie más podría conseguirlo.
—¿Ahora odias el océano?
Sacude la cabeza.
—Simplemente ya no creo en él. No es algo que es maravilloso
y hermoso como pensé que era. Es peligroso. No voy a entrar más allá de
mis rodillas.
—Tal vez es mejor solo mirar el océano —sugiero—. Tal vez
ninguno de los dos debería entrar.
Entonces, se vuelve a mirarme.
—Pero no puedo dejar de pensar en el océano. Lo tengo grabado en
mi cabeza. El rugido que hace, tanto pacífico como enojado. La forma en
que su estado de ánimo cambia cada día. La forma en que lava
algunas cosas y arrastra algunas cosas a tus pies. Te da y te quita. Limpia
y mata. Es una furia, pero también la más hermosa cosa que he visto
nunca. Ya no puedo mirar a un lago de la misma manera otra vez. Los
lagos son superficiales, los lagos son predecibles, los lagos se secan.
Me muerdo el labio y giro la cabeza para mirar por la ventana. Mi
corazón está acelerado de la forma en que los corazones corren cuando
tienen miedo. Quiero preguntarle si la puta de Petra es un lago o un océano,
pero no tengo las bolas para hacerlo.
—Entonces, ¿qué vas a hacer? —Estoy preguntando por el divorcio,
su matrimonio con Petra, los papeles que no parece capaz de mostrarme,
pero eso no es lo que David Lisey escucha. Es el tipo de persona con
audición selectiva. Eso es lo que lo hace un buen compositor,
supongo. Escucha las cosas que quiere oír y luego hace toda una belleza
con ellas.
—Voy a escribir una canción —dice.
Eso me enoja. Estoy en el lado equivocado de la cabina. No puedo
moverme más allá de él. No puedo pasar por encima de su regazo. Estoy
atrapada. Me doy cuenta que se sentó junto a mí de esta manera a propósito,
para mantenerme aquí cuando intentara huir. Está aprendiendo.
—Es por eso que sigues encontrándome —le digo—. Porque soy tu
maldita musa. —Empujo mi peso contra él para que sepa que quiero
salir. Estoy rabiosa; me arden los ojos con lágrimas justas—. Tal vez no
deberías casarte con una chica que no te inspira de la misma forma. —
Estoy buscando algo mezquino por decir, algo para hacer que le duela, y
lo encuentro.
—No lo hice —dice con sencillez—. Me casé contigo.
—Sí, y ahora estás aquí pidiéndome el divorcio.
—Nunca he pedido el divorcio —responde.
Mi boca cae abierta para disparar más palabras. La cierro para
pensar. ¿Había sido la única en suponer eso? ¿Alguna vez él había dicho
la palabra divorcio?
—Me dijiste que estás comprometido con Petra —digo.
Su expresión cae. Me pregunto por la repentina oscuridad.
—Así es.
—¡Ugh! —Hago un ruido. Sueno como una mujer dando a luz. Dejo
caer mi cabeza entre mis manos y deseo a Dios que no me hubiera sentado
en este lado de la cabina. Atrapada como una idiota, atrapada como una
tonta. Y en este sórdido bar donde nadie me ayudaría incluso si gritara. Sin
embargo, no estoy atrapada, ¿verdad? Levanto la vista, de repente
esperanzada. Siempre he sido la que está en el poder solo porque me
importaba menos, o seamos honestos, pretendía que era así.
—Muévete, David —fuerzo esas dos palabras en voz dura y
estable—. Ya terminé aquí.
—No, no es así —dice—. Y tampoco yo.
—Oh, por favor —lo digo tan duro como me proponía—. Mi madre
vive en algún lugar de Inglaterra. Ella me repudió durante la mitad de mi
vida y no ha hecho ni un movimiento para encontrarme en más de ocho
años. Eso es un asunto sin terminar. Yo soy solo una chica que se casó por
impulso. Fue un duro golpe a tu orgullo que me fuera, no a tu corazón. —
Empujo contra él de modo que se deslice unos escasos centímetros en la
dirección correcta—. Te follaste a la chica que me hizo sentir inseguridad
en nuestra relación. —Empujo de nuevo contra él—. Puede que siempre
huya, puede que sea una cobarde, pero soy una persona honesta con lo que
sea que soy. No pretendí fingir contigo. Sabías exactamente lo que estabas
recibiendo conmigo. —Él ahora está en el borde de la cabina. Un empujón
más y seré libre—. Estás con Petra para herirme. Ni siquiera lo niegues.
Empujo hacia él con todo mi cuerpo y entonces él está de pie y yo
también. Voy hacia la puerta, tropezando al pasar algunos hombres
equilibrando sus bebidas como profesionales. ¿Qué diablos es este
lugar? Choco contra alguien, derribándole su bebida en su camisa. Es un
tipo grueso, su cuello como el de un toro. Cuando su vodka se derrama, lo
hace en cámara lenta y aterriza en su muy cara corbata de seda. Nunca he
visto a un hombre con las muñecas tan gruesas, en serio.
—Perra —dice la palabra como si lo dijera seguido. Es la clase de
hombre que llama a las mujeres perra como si fuera su nombre.
—Dilo otra vez —le digo—. Y voy a cortarte tu puta lengua.
Lo digo en inglés, pero él me entiende. Sus ojos se convierten en dos
esferas divertidas y duras. Lo digo en serio. Si me llama perra de nuevo
voy a arañarlo hasta que me muera. No me importa absolutamente nada lo
que la gente mala puede hacerme. Me importa lo que la gente buena puede
hacerme. David se interpone. No sé de dónde salió, o cómo es que se movió
tan rápido, pero está ahí entre Hércules y yo, diciéndole que estoy ebria.
Hércules me mira por encima del hombro de David como si
estuviera evaluando si debe o no creer la historia. No parezco bebida. No
estoy balanceándome o aletargada y no quiero fingir estarlo. Le regreso
su mirada, sin vacilar ni por un segundo. No le tengo miedo y quiero que
él lo sepa.
—Saca a esa perra de aquí —le dice a David.
Y entonces salgo disparada como una piedra de una honda. Me
lanzo a él, apuntando a su cara. David me agarra antes de que mis manos
puedan hacer contacto, y he quedado arañando el aire. Los hombres
alrededor empiezan a reírse. Solo soy una chica frustrada, echada a un lado
por hombres más fuertes que yo. Tan pronto como su agarre afloja,
me muevo tan rápido como un pájaro. Tengo una promesa que
entregar. Alcanzo a Hércules y le doy un puñetazo en la nariz. Tengo tanta
ira invertida en ese golpe que su cabeza carnosa sale disparada hacia atrás
y la sangre sale rociada en el aire. Lo siguiente que sé es que David está
siendo golpeado. Justo en la mandíbula por protegerme. Veo los puños
lloviendo sobre él a medida que intenta mantener el equilibrio. Él también
golpea, primero a Hércules, y luego a un espectador. Mi cuerpo se tensa de
preocupación. Van a matarlo, estos son las clases de hombres que golpean
a matar. Mi teléfono está en mi bolsillo. Lo saco y marco a la policía.
¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?
Mi mano está latiendo a partir del golpe con la nariz de
Hércules. Hay sangre en mis nudillos y mi ropa. Alguien me agarra del
cabello y me da un tirón hacia atrás justo cuando veo a David cayendo
sobre sus rodillas y luego de costado. Grito, pero mi grito queda ahogado
por el ruido de todos los demás. Alguien más me está sosteniendo por
detrás. Los pateo hasta que me liberan y entonces corro hasta David,
arrojando mi cuerpo sobre el suyo. Por unos pocos minutos resisto los
golpes. Patadas en mi espalda y piernas. Mi abdomen está aplastado contra
su cuerpo, de modo que lastiman lo que pueden. Y luego está el sonido de
las sirenas de la policía y la dispersión de los hombres. Somos llevados al
hospital por separado. Con David hay un sentido de urgencia. Consigo
echar un vistazo a su rostro cuando lo llevan a la ambulancia y no puedo
distinguir sus rasgos en medio de la sangre.
¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?
51
DE INTERÉS PERIODÍSTICO
David tiene una conmoción cerebral, una fractura de nariz, una
costilla rota, y una hinchazón severa en la cara. Los medios de
comunicación lanzan la historia al día siguiente en que todo se va al
infierno y la calle frente al hospital se convierte en el tipo de lugar donde
los paparazzi y los reporteros parten el pan juntos. Celine y yo nos
sentamos lado a lado en su sofá, nuestras rodillas encogidas hasta el pecho,
y vemos las noticias en silencio. Mis costillas están doloridas, y tengo
un dolor de cabeza rabioso, pero no es nada en comparación con las
lesiones que David sufrió al protegerme. Cuando las noticias terminan,
abrimos nuestras computadoras y leemos lo que dicen en línea. Hay
sospechosos. La policía está en el proceso de interrogar a las personas en
cuanto a su paradero. Una fuente informa que cuando la prometida de
David Lisey, Petra Dilator, entró en su habitación del hospital, se echó a
llorar e insistió en que el hombre en la cama no era él. Todavía puedo ver
su cara ensangrentada en mi mente. Sufrí contusiones en mi cuerpo que en
su mayoría se pueden ocultar con las ropas. Aquellas en mi mente son más
graves. Mi dureza insistiendo en que todos tenemos demonios que
necesitan ser conquistados, no puede dormir, no puede comer. Reproduzco
lo que sucedió una y otra vez en mi mente, odiándome con tanta fuerza que
no puedo ni mirarme en el espejo.
Tres días más tarde, estoy tan preocupada que Celine me dice que
vaya al hospital a verlo.
—No me dejarán entrar —le digo—. Ese lugar es un circo
mediático.
Ella tipea circo mediático en su teléfono y asiente cuando lee la
definición.
—Aun así, eres su esposa —me dice—. Van a tener que dejarte
entrar.
Me pongo de pie tan pronto como las palabras salen de su
boca. Tiene razón. Soy su esposa. Tengo tanto derecho a estar allí como
Petra, tal vez incluso más si puedo justificar las cosas bien en mi
mente. Marcho a la puerta, agarrando mi bolso. Voy a escribirle a David
para advertirle que voy a verlo, pero no tengo su número de teléfono. Qué
esposa de mierda que soy.
Cuando llego al hospital, tengo que abrirme paso entre la multitud
de personas reunida afuera. Unos cuantos periodistas me miran con
curiosidad, pero los ignoro y paso las puertas.
—Con propósito —me dijo Celine antes de salir—. Haz que parezca
que tienes un propósito. No vaciles…
—Pero ¿y si él no quiere verme? —pregunté.
Ella puso los ojos en blanco y me echó.
Pero, estaba allí, la preocupación al rechazo. Que él me aleje de su
lado. Es curioso que soy la que lo ha estado alejando durante años, sin
embargo aquí estoy absolutamente preocupada porque eso me pase a
mí. Somos tan hipócritas, nosotros los seres humanos. Firmo en el
escritorio de entrada y presento mi identificación a una chica que no puede
tener más de diecinueve años. Su cabello está alzado en un moño, y cuando
le digo que estoy aquí para verlo, parpadea rápidamente.
—No está en la lista —me dice en francés.
No se fija en mí, ve a la pantalla del ordenador delante de
ella. Quiero mirar alrededor y ver quién está en la lista.
—Llame a su habitación —digo—. Soy su esposa.
Se ve insegura, pero levanta el teléfono. Habla en francés
rápidamente de modo que no puedo seguirlo. Desearía haber traído a
Celine para ayudar con este tipo de cosas. Cuando cuelga sostiene un dedo
en alto.
Tranquila, nos entendemos el uno al otro, la ayuda está en camino.
Mi boca se abre para hablar, pero la cierro rápidamente. A veces,
solo tienes que esperar. Paso unos cuantos minutos ahí de pie incómoda y
entonces un hombre de aspecto oficial en traje se acerca y se detiene junto
a la chica. Están discutiendo sobre mí, me doy cuenta. Levanto la
barbilla. Cuando él habla, su acento es americano, pero hay algo más
también, como si tal vez pasara un tiempo en todas partes como yo lo hice
y captó un poco de esto y aquello.
—Estoy aquí para acompañarla al vestíbulo —dice.
No es lo que estaba esperando. Pensé que me iban a pedir que saque
la licencia de matrimonio, o tal vez que llamen a la habitación de David
para obtener la autorización. En su lugar, me están sacando de una jodida
vez de aquí.
—¿Por orden de quién? —pregunto—. ¿David o Petra?
—El doctor del señor Lisey y su prometida han discutido el asunto
y han tomado una decisión por su bienestar. Ambos están de acuerdo en
que él necesita descansar en este momento.
Asiento. Por supuesto. Una oleada de incertidumbre me golpea. Fue
un error de mi parte venir aquí. No tenía derecho. Sonrío a la recepcionista
que está mirando hacia el suelo, y al guardaespaldas que parece que está
listo para taclearme al piso, y salgo. No puedo culpar a Petra. Hace una vez
había sido la que estuvo intentando mantenerla fuera de su campo de
visión. Pensé que si él la veía demasiado se daría cuenta que yo no era
suficiente.
Afuera, los observo por un tiempo, para decidir cuál me gusta más.
Cuatro mujeres y tres hombres. Dos de las mujeres se ven como el tipo de
perras ejecutivas que están dispuestas a pisotear al débil bajo sus pies solo
para tener una mejor toma. Las descarto de inmediato. El tipo más viejo
con el cabello canoso queda fuera porque sigue mirando su reflejo en un
espejo pequeño que guarda en su bolsillo. Eso deja a dos mujeres y
dos hombres. Elijo a la mujer con aspecto tímido. En los cinco minutos que
he estado observando, ella ha derramado su café sobre la falda y tropezó
con sus propios pies lo que resultó en un raspón en su tobillo. Ni siquiera
ha hecho nada al respecto, simplemente dejar que gotee en su zapato. Los
otros reporteros rieron cuando la vieron tropezar. La naturaleza humana
típica pero aun así molesta. Está teniendo un día de mierda, más o menos
como yo. Quizás incluso una vida de mierda. Se merece un descanso.
Me desabrocho la blusa a medida que avanzo, solo para quitar la
parte tediosa fuera del camino. Me gusta hacer las cosas rápidamente, a
menos que sea el sexo, entonces me gusta tomarme mi tiempo. La historia
circulando en las noticias era que David Lisey había estado con una mujer
sin revelarse cuando fue atacado. Cuando llego a ella, me quito mi camisa
y me detengo de pie delante de ella en nada más que mi sujetador negro.
Mira a su alrededor alarmada, pero luego su cara se transforma en otra
cosa. Me vuelvo para que pueda ver los moretones en mi espalda; que ya
han empezado a amarillear.
—Mi nombre es Yara —digo—. Soy la mujer con la que David
Lisey estaba en el bar. —Hago una pausa mientras me observa, sus ojos
cada vez más abiertos a medida que decide si me cree o no. Sonrío con
amargura—. También soy su esposa.
En diez minutos, la reportera, cuyo nombre es Lunya Louse, me
tiene maquillándome y colocando el micrófono, de pie delante de una
cámara pesada, que se equilibra en el hombro de un hombre. Ella ha
comido atún para el almuerzo. Puedo olerlo en su aliento. Lunya me dice
que me relaje así que lo hago, sacudiendo los hombros liberando la tensión.
También me entrega un tubo de lápiz labial y me dice que me ponga un
poco.
—La cámara te resta brillo —dice ella.
Soy consciente de que Lunya no es tan indefensa como se ve. La
barra de labios de color rojo es un buen toque para una esposa
distanciada. Añade ese drama extra de “dónde ha estado puteando todos
estos años”. Tengo que mostrarle una foto de David y yo el día de nuestra
boda. Ella sostiene mi teléfono entre sus gruesos dedos cortos y se centra
en la foto durante un minuto antes de devolvérmelo.
—Hasta que podamos verificar el registro de matrimonio, voy a
tener que decir que afirmas ser su esposa.
Asiento. Está bien para mí.
En la imagen, que después de todos estos años todavía he guardado
en mi teléfono, David tiene su brazo alrededor de mi cintura, sonriendo
hacia la cámara. Su sonrisa es tan genuina que es contagiosa. Veo las
esquinas de la boca de Lunya girar hacia arriba y no sé si está sonriendo
porque le acaba de caer una historia jugosa o porque David se ve tan feliz.
Supongo que podría ser una combinación de ambos.
Mi lado de la foto es una historia diferente. Estoy sosteniendo un
lado de mi vestido, sonriendo con los labios cerrados, con un enorme ramo
de rosas rojas detrás de nosotros. Casi se puede ver el miedo en mis ojos.
La imagen en sí trae consigo una gran cantidad de dolor. No la veo a
menudo, pero con cada nuevo teléfono celular que he tenido a través de los
años, siempre me aseguro de que esté ahí.
Lunya me está informando del proceso, su inglés perfectamente
acentuado. Me va a hacer tres preguntas en francés, y voy a contestarlas en
inglés. Doblarán las imágenes más tarde. Los otros reporteros se han dado
cuenta y están acercándose, sus ojos estrechándose en anticipación. Se
detienen y consultan entre sí mientras Lunya los ignora. Va a arrasar con
esta historia. Es una grande. Un músico querido y conocido tiene una
esposa distanciada que nadie conoce, eso es oro para los medios de
comunicación. Por extraño que parezca mi corazón no está corriendo,
estoy reconfortada por el hecho de que no estoy mintiendo. Esta es mi
historia que contar, mi verdad. Estoy retransmitiéndola tal y como sucedió.
Soy la esposa legal de David Lisey y pronto todo el mundo lo sabrá.
52
A LA MIERDA
Hacer un plan, ver que se vaya a la mierda, era algo que mi madre
solía decir después de su tercera cerveza. Estaría aletargada para entonces,
sus labios curvilíneos en un arco enfadado con su lápiz de labios coral que
llevaba todos los días. Probablemente era algo terrible inculcarle a un niño
este tipo de pesimismo, pero mi madre pensaba que las advertencias y la
sabiduría iban mano a mano. Tuve algún tipo de aviso por lo menos. No
esperaba que el mundo se abriera ante mí. Estaba dispuesta a hacer un plan
y ver que todo se vaya a la mierda. A menudo pienso en esos niños,
aquellos que tenían dos padres y tres comidas caseras al día. ¿Cómo era
para ellos cuando las cosas se iban a la mierda? ¿Estaban
esperándolo? ¿Dolía más porque era tan extraño? Con una madre tan
crudamente honesta, la vida no puede cegarte.
Mi plan se va a la mierda más rápido de lo esperado. Como
resultado, la venganza es mejor tomarla después de mucha planificación y
consideración. El impulso a raíz de la ira es aún más complicado con el
tipo de problemas que una persona cuerda y privada desearía evitar.
Después de la entrevista corta pero eficiente de Lunya Louse, soy
introducida en una Range Rover negra usando lápiz labial rojo y siendo
conducida al apartamento de Celine. El conductor, un hombre al que
Lunya conoce como Gerard, no hablaba ni rábano de inglés, y tuve que
escribirle la dirección en mi teléfono y sostenerlo hacia él con el fin de
llegar a casa. En nuestra confusión sobre el lenguaje y los teléfonos, no
vimos la furgoneta blanca yendo detrás de nosotros, aunque estoy
asumiendo que Lunya sí lo hizo. De todos modos, ¿qué le
importa? Tiene su historia y pueden perseguir a su fuente todo lo que
quieran.
Un latido desagradable ha comenzado detrás de mis ojos, un dolor
de cabeza reemplazando todos los demás dolores de cabeza. Abro la
imagen de David y yo el día de nuestra boda y la miro fijamente hasta que
mi apetito por los recuerdos se ha saciado. ¿Qué he hecho? No estoy
segura, pero es demasiado tarde para cambiar nada ahora. Salgo del Range
Rover después de agradecer a Gerard y me dirijo a las escaleras,
preguntándome cómo voy a explicar todo esto a Celine. Ella me dijo que
fuera, para hablar con David, no para arruinar su vida. Me quedo mirando
a mis pies, avergonzada. ¿Qué es lo que pasa conmigo que me envía una y
otra y otra vez sobre el borde? No puedo culpar a mi madre, a mi padre o
mi soledad. Son trucos baratos. Claro, llevo alrededor la amargura
promedio, pero eso no me detiene, no estoy ahogándome en ello. Exponer
a David de esta forma frente al mundo fue causado por otra cosa.
Celine me saluda cuando paso la puerta. Caigo en sus brazos, como
una muñeca de trapo. Me arrulla cuando me pongo a llorar y me sienta en
el sofá antes de traerme un plato de aceitunas y queso. Picoteo la comida
mientras que ella vierte dos porciones generosas de vino y las trae de vuelta
en sus pequeñas manos blancas. Todo se ve demasiado grande para las
pequeñas manos de Celine.
—Yara —comienza—. Dime lo que ha ocurrido.
Lo que ha ocurrido.
Quiero repetir su frase pero ella se pone nerviosa cuando lo hago.
—Pon las noticias —le digo.
—Oh, no —dice—. ¿Qué ha…?
Niego con la cabeza indicando que no quiero decir más. La historia
sale en las noticias de las seis. Celine y yo hemos bebido más de la botella
y estamos recostadas sobre el sofá como un par de chicas universitarias.
Me estremezco cuando veo mi cara aparecer en la pantalla, el cabello rubio
y los labios pintados de rojo. Parezco una puta, no una esposa.
—Oh, Yara —dice ella. Oh, de hecho.
Mi compañera de piso escucha absorta como Lunya Louse me
pregunta sobre mi matrimonio con el cantante/compositor David Lisey.
—Yara Phillips, quien afirma que estuvieron juntos en un bar en la
calle Bézout la noche en que David Lisey fue atacado, también afirma ser
su esposa distanciada…
Celine me mira y luego a la televisión.
—Por supuesto que sabes cómo causar un gran revuelo —
comenta—. Te envié al hospital para hablar con David, no a todo el país.
—Ondea las manos hacia la ventana—. Al mundo —se corrige.
—Sí, bueno, no me dejaron verlo y me dejé llevar un poco por el
momento.
Levanta las cejas, pero no dice más.
El teléfono comienza a sonar y nos miramos entre sí.
—¿Lo contestamos? —pregunto.
Celine se pone de pie y camina hacia el teléfono de la casa en la
pared. Responde con su general forma alegre y la escucho hablar en un
francés rápido antes de colgar. Regresa con una nueva botella de vino.
—Alguien acaba de llamarte puta —dice—. En francés. Suena
mucho mejor llamar a alguien puta en francés.
—Más elegante —concuerdo—. ¿Crees que fue el lápiz de labios?
Celine se vuelve a sentar, y sus ojos lucen brillantes y enojados.
—Creo que es la envidia.
Petra ahora está en la pantalla, imágenes de ella pasan fugazmente
de modo que cambio para que así podamos tener todos los ángulos de su
belleza.
Petra entrando en un restaurante en el centro de Los Ángeles de la
mano de David, Petra almorzando con la madre de David, Petra sentada en
el regazo de David en una entrega de premios. El público está curioso por
ella, la aman: la más nueva prometida querida de América tranquila y
alentadora. Ha dejado crecer su cabello, y agregó algunos tatuajes. Lleva
la ropa adecuada y el maquillaje adecuado, parece devastadoramente
elegante. Celos, una palabra tan complicada. No quiero ser ella, no quiero
parecerme a ella, pero quiero que sea fácil amar a David, como lo es para
ella. ¿Qué es exactamente lo que estoy admitiéndome?
David era mío. Podría haberme dejado. Podría haber anulado el
matrimonio. Nunca me dio los papeles del divorcio. Oh, Dios mío. No
había estado tratando de atormentarme; había venido a buscarme. Una,
dos, tres veces. Comienzo a balancearme en el sofá, con la cabeza
enterrada entre las rodillas. Celine acaricia sin palabras mi espalda. Ella
sabía… ¿quién más sabía… Posey? ¿Ann…? ¿Era la única que no?
—Celine —digo, sentándome erguida—. Eres la persona más
pacífica que he conocido. Pacífica —reitero—. Así como en llena de paz.
Celine desestima mi comentario.
—Estás ebria, Yara.
—No, no, déjame terminar —insisto. Estoy sosteniendo un solo
dedo en alto. Me meto mi mano detrás de mi espalda, avergonzada. Puedo
saborear el vino en mi lengua, cubriendo el interior de mi boca. Estoy ebria,
pero es ahí cuando se es más honesto—. Tú y tu estilo monocromático —
digo—. Vine aquí para pensar. Oh, Dios. Vine hasta ti por paz.
Suena tan estúpido, pero es cierto. Cuando fui a casa a Inglaterra
después de Seattle, Posey fue mi voz de la razón. Estuvo dispuesta a
decirme cuándo estaba siendo estúpida, inmadura, narcisista. Tenía a
estos amigos repartidos por el planeta y cada uno de ellos traía algo tan
único a mi vida.
—Me tengo que ir —le digo—. He tenido tiempo para pensar y
ahora tengo que irme.
—¿A dónde? —Los labios y dientes de Celine están teñidos del
vino.
Agarro su cara entre mis manos.
—A Londres. —Tengo que volver.
53
IOU
Hice algo malo y ahora tengo que esperar y ver si él me
perdonará. El gato y el ratón, el gato y el ratón. Hago lo que es responsable
y en lugar de simplemente huir como lo hago normalmente, paso previo
aviso con mis dos semanas de anticipación a la familia de Henry.
Henry llora cuando salgo de trabajar al día siguiente.
—Todavía no, amorcito —le digo—. ¡Dos semanas más!
Él asiente, las lágrimas corriendo por su rostro.
—¡Mamá encontrará a alguien aún más divertido que yo! —Disparo
a su madre una mirada de advertencia y ella se encoge de hombros,
sabiendo que su Henry quedará atrapado con alguien ni siquiera un poco
divertido—. Puedo entrevistarlos —ofrezco antes de irme—. No se lo
quiero confiar a cualquiera.
La madre de Henry se compromete a poner un anuncio en la mañana
y me siento mejor en cuanto a eso. Al menos puedo encontrarle alguien
que vaya a jugar con él; de lo contrario, el pobre chico no tendrá nunca una
infancia.
En mi camino al apartamento de Celine reviso las noticias en mi
teléfono. David ha dejado París y regresó a los Estados Unidos con
Petra. Hay una foto de él, con un brazo en cabestrillo y su cara todavía
magullada mientras camina por el aeropuerto con ella de su brazo sano. No
puedo leer su rostro porque su cabeza está baja. Sin embargo, todavía tiene
que hacer una declaración acerca de su esposa distanciada, a pesar de que
el fuerte apoyo que Petra le está mostrando es lo que realmente está en los
titulares. La quieren más, si eso es incluso posible, por estar con su hombre.
Miro la foto de ella, su cabello colgando suelto, sus largas piernas
esbeltas. Así que, David optó por no ponerse en contacto conmigo y se fue
a casa en su lugar. Sé que esta vez no estará entregando por sí mismo los
fantasmales papeles del divorcio. Vendrán de la oficina de un abogado de
lujo en Nueva York o en algún lugar como ese. ¿Cuántas casas tiene
ahora? ¿Dónde estarán? ¿Petra habrá comprado los muebles y eligió la
decoración? ¿Cocinan y se ríen juntos? ¿Hacen el amor sobre M&M
derramados en el suelo? ¿Cantará Michael Bolton con ella? Me duele el
corazón. No me había detenido a pensar en su vida juntos hasta ahora. No
había querido reemplazarme en ellos con ella. Pero allí estaba, su romance
por todos mis pensamientos.
Pienso en la forma en que me besaba, se apartaba, sonreía un poco,
y luego me besaba un poco más. Pienso en la forma en que siempre me
estaba tocando, sintiendo, sin importar dónde estábamos. Pienso en la
forma en que siempre sabía lo que estaba pensando y me delataba en eso.
Ahora todo lo que veo es Petra; cada segundo de David pertenece
a Petra. La odio, y lo odio, y me odio a mí misma.
Al final de mis dos semanas, beso en despedida a Henry y lloro todo
el camino a la estación del tren. Esto no sucede cuando eres barman. No
conectas de este modo. Sus pequeñas manos regordetas no querían dejarme
ir, se habían aferrado a las mías hasta que su madre tuvo que tirar de él y
llevarlo por un helado. Le encontré una buena niñera, una mujer amable
que nunca tuvo hijos propios y le encantó oírlo reír. Serían amigos por
mucho tiempo.
Celine estaba en el trabajo cuando me fui para el tren, nos
despedimos la noche anterior, pero le dejé una larga carta que había escrito
en la cama después de que ella se fuera a dormir. Ella me había recibido en
mi peor momento y nunca iba a olvidarlo. Ahora era mi familia. Así se lo
dije, junto con muchas otras cosas que nunca antes había dicho a un amigo.
Al día siguiente, tomé el tren de vuelta a Londres sin saber
realmente por qué o lo que voy a hacer. Solo sé que tengo que
volver. Fe. Estoy teniendo fe. En qué, no lo sé.
Me quedo en la casa de Posey cuando vuelvo a Londres. Ella estará
de vacaciones en Isla Mauricio con su familia durante la semana y dejó la
llave con un vecino. Toda la transición me recuerda a cuando llegué
a Francia hace tan solo unos meses atrás al apartamento de Celine. Mi vida
es un ciclo de saludos/despedidas y se está empezando a sentir vacío. Su
apartamento se siente vacío y desprovisto de vida sin ella. Vago de sala en
sala, estudiando las cosas que he visto mil veces antes, hasta que consigo
el valor de dejarlo. Tengo miedo de enfrentarme a Londres, tan tonto como
suena. También tengo miedo de encontrarme con Ethan o alguien que
conozca.
Me pongo un gorrito sobre mi cabello y salgo a la calle, sin saber
qué camino tomar. Llevo un vestido, algo nuevo para mí, pero creo que los
vestidos son lo que soy ahora. No quiero vestir rudo nunca más,
yo soy ruda. Mis fieles botas de Nueva York me empujan hacia adelante a
través de los turistas y niños en edad escolar, más allá del Tower Bridge y
luego a través de él. Camino y camino por las calles de la ciudad que amo
tanto, entretejiendo de un lado a otro hasta que ya no sé muy bien cuánto
tiempo he estado caminando. Me da hambre en algún momento y saco mi
teléfono para encontrar un restaurante. La aplicación en mi teléfono dice
que hay doce restaurantes en mi vecindad. Me desplazo para examinar sus
estrellas de puntuaciones hasta que algo me llama la
atención. Guau. Tengo ganas de reír. Alguien robó nuestra idea. Un
restaurante llamado IOU está a solo unas cuadras de distancia. Decido ir a
comprobarlo. Cuando llego hay una línea de espera en la puerta. Pregunto
si me puedo sentar en la barra y la anfitriona me hace adelantar. Empujo a
través de una docena de personas abarrotando la entrada y me dirijo a la
barra, que está a la izquierda. Es una buena distribución. Las cabinas son
de color crema y las mesas son doradas. Hay macetas gigantes de peonías
de color rosa pálido en todas partes. El ambiente es sutil y
femenino. Sutil. Me detengo en seco y miro alrededor con recelo. No. Eso
sería una locura. Me rio para mis adentros hasta que veo la pared a la
izquierda de la barra; moteado de color rosa del mismo color de las
peonías, hay un letrero de neón que ocupa la mayor parte de la pared.
Regresa a mí. Vuelve. Ven.
Me giro hacia la barra y me deslizo en un asiento. El barman es alto
y delgado. Tiene tatuajes por todos sus antebrazos de la misma manera en
ambos brazos, rosas silvestres y calaveras.
—Un gin tonic —digo—. Por favor.
Él asiente y se pone a preparar mi bebida a pesar de que tiene
respaldo.
—Oye, ¿quién es dueño de este lugar? —pregunto.
—El cantante principal de esa banda —su acento es cockney—,
Lazarus Come Forth. Es por eso que todas estas personas están aquí,
estamos ocupados cada noche.
Me entrega mi bebida y me la tomo de un trago.
—Guau, chica, eso no es tequila —dice.
Dejo mi vaso sobre la encimera.
—Otro —le digo. Y luego me giro a mirar hacia la pared de neón.
Regresa a mí. Vuelve. Ven.
—¿Cuánto tiempo ha estado aquí este lugar? —Mis ojos ya están
humedeciéndose de la rapidez con que me tomé mi bebida.
Sostengo el dorso de mi mano contra mi boca, sin apartar los ojos
de la pared.
—Seis meses.
Seis meses, seis meses, seis meses. Justo lo pasé por alto cuando me
fui a París.
—También hay uno en Seattle —añade—. Y Miami, Nueva York,
Nueva Orleans, Chicago y Los Ángeles.
Todos los lugares en los que he vivido. Me siento mareada. Me
tomo mi segunda bebida y luego dejo veinte libras en la barra y salgo.
Regresa a mí. Vuelve. Ven.
Llamo a Posey tan pronto como regreso al apartamento.
—Yara —dice tan pronto como contesta—. Bueno, bueno, bueno.
La hija pródiga regresa.
—Tengo que irme de nuevo —suelto sin pensarlo.
Ella se queda en silencio.
—Posey… ¿estás ahí?
—Sí… sí —balbucea. Le oigo decir algo a alguien de su lado de la
línea y luego de vuelta—. Yara, ¿David te contactó?
—No desde la cosa de las noticias, no. ¿Por qué?
—Yara, vino a verme. Después de que te fuiste.
Dejo caer el teléfono en la cama y tengo que luchar para recuperarlo
de las sábanas arrugadas.
—¿De qué carajo estás hablando, Posey?
Suspira.
—¿Encontraste el restaurante?
—Sí —respondo—. ¿Pero qué tiene eso que ver contigo viéndolo?
—Nada —dice, rápidamente—. Hizo un Tour de Amigos, Yara.
—¿Qué significa eso? —espeto.
—Mira, esto es entre tú y David, pero él volvió después de que te
fuiste. Quería conocerte. Las partes que no conocía. Tu vida en Londres,
supongo.
—¿Por qué no me lo dijiste? —Mi tono es enojado.
Entro en la cocina con el teléfono aún presionado contra mi oído y
saco una botella de Burley del mueble bar.
—Jódete, Yara —dice Posey—. Desapareces cada pocos años y no
tengo noticias de ti. No llamas y no contestas los correos electrónicos. No
sabía que te casaste con el hombre, gracias por decírmelo, por cierto.
Mi enojo se disipa. Tiene razón. Es mi culpa. He estado haciendo
esto a todo el mundo en mi vida por años. Posey era la única que me
perdonaba constantemente y me aceptaba por quién era.
—Lo siento, Posey —le digo—. Tienes razón. Lo siento mucho.
La escucho cambiar el teléfono al otro oído.
—Vas a Seattle, ¿verdad?
—Sí —respondo—. Tengo que ir a buscarlo.
—¿Necesitas que vaya? —pregunta.
Y sé que lo haría si se lo pidiera. Se subiría a un avión y recorrería
todo el camino a Seattle conmigo.
—No, tú eres mi vida en Londres. —Me rio—. No estoy lista para
cruzar los mundos.
—Está bien —dice—. Escríbeme cuando llegues allí, ¿de acuerdo?
—Sí.
Cuando cuelgo voy directamente a la computadora para reservar un
vuelo. Tengo mis ahorros, pero no me llevarán lejos. Si esto no funciona,
puedo quedarme varada en Estados Unidos sin visa de trabajo y sin dinero
para regresar. Reservo un billete de ida y cierro los ojos.
Por favor, Dios, en quien no creo. No permitas que sea demasiado
tarde.
Escribo un correo electrónico a Ann, mi vieja amiga y vecina. Le
digo que voy a estar en la ciudad y pregunto si me puedo quedar con
ella. Sé que dirá que sí. Ann es una anciana de sesenta años de edad,
agorafóbica. Nunca sale de su apartamento desde hace años. Se alegrará de
la compañía, y es mi última parada amiga. Posey me encarriló. Celine
aclaró mi mente y me trajo paz. Ahora necesito la sabiduría de Ann. Ella
sabrá qué hacer a continuación.
54
FERDINAND
Duermo en el lugar de Ann, justo el tiempo suficiente para
conquistar el jet lag, y luego me tambaleo a la ducha. Ann me hace huevos
revueltos y tostadas, y nos sentamos en su pequeña mesa para comer
mientras le cuento todo.
—La novia fugitiva —dice, sacudiendo la cabeza—. Entonces,
¿cuál es el plan para hoy?
—Voy a ver si puedo rastrearlo —le digo.
Miro por encima del hombro y por la ventana y mi estómago hace
un pequeño vuelco. Me gusta estar aquí. Lo he extrañado.
—Bien, ese es un buen plan. —Me guiña el ojo y se levanta para
limpiar nuestros platos.
David no vive en su antiguo apartamento detrás del Pike Place
Market. Un hombre abre la puerta y me dice que lo alquila.
—Envío mis cheques a una agencia —comenta—. No sé nada
acerca de un tal David Lisey.
Después voy al Cocodrilo.
—Hombre, si tuviera un dólar por cada vez que una chica se
presentó aquí y me preguntó por David Lisey —dice el camarero. Él está
usando un sombrero de los 49ers. ¿Eso quiere decir algo o solo cuenta
como atuendo deportivo? Limpia círculos en la barra y niega con la cabeza
hacia mí—. No, ya no viene por aquí nunca más, no ahora que está entre
los grandes.
Le doy las gracias y me voy. Estoy pensando en ir a la casa de su
madre, pero tengo demasiado miedo. Debe odiarme tanto como él lo hace.
—No sé cómo ponerme en contacto con él, Ann —digo cuando
estoy de vuelta en su lugar—. Ahora es una celebridad, no es que su
información sea pública.
Ann desestima mi comentario como si fuera la cosa más tonta que
jamás haya escuchado.
—Tiene un mejor amigo, ¿verdad?
—Sí —respondo—. También está en la maldita banda.
—¿No tienes todavía su número de teléfono? —pregunta.
Pienso en ello por un momento. No lo tengo, pero sí sé dónde solía
vivir su madre.
—Eres un genio, Ann —digo, besándola en la frente antes de correr
hacia la puerta.
Cuando llamo a la puerta de la madre de Ferdinand, una señora
regordeta contesta con un delantal con pasteles de manzana por todas
partes.
—Hola, ¿señora Alehe?
—Sí —dice, mirando alrededor—. No eres periodista, ¿verdad?
—No —contesto—. Soy una vieja amiga de su hijo. Me preguntaba
si podría darle esto a su Ferdinand. Dígale que Yara vino.
—Yara —repite, con recelo.
Yo sonrío.
—Sí, Yara Phillips. Él sabrá quién soy.
—¿Te dejó embarazada? —pregunta.
Intento no reírme.
—No, señora Alehe. En serio soy solo una amiga.
Me fijo en su crucifijo mientras le entrego el papel y luego regreso
a la acera donde me espera mi Uber. Sé que lo va a llamar de inmediato,
solo para asegurarse que no llevo a su nieto ilegítimo.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, mi teléfono suena. El número
dice Privado.
—¿Yara? —Reconozco su voz profunda de inmediato.
—Sí —contesto—. Soy yo.
—¿Dónde estás?
—Estoy en Seattle. Podemos encontrarnos en alguna parte… ¿esta
noche tal vez?
Hay una larga pausa en su extremo.
—Sí, seguro. ¿Dónde?
Le digo que nos encontremos en la cervecería cerca de la casa de
David. Y después colgamos. Un paso más cerca.
Me encuentro con Ferdinand en la taberna a la que todos solíamos
ir cerca del antiguo lugar de David. Llego treinta minutos tarde cuando el
Uber se detiene en la puerta, el tráfico típico de Seattle. Ferdinand está
fuera, fumando contra la pared. Tiene la capucha de su chaqueta levantada
alrededor de su cara y me pregunto si eso impide que la gente lo
reconozca. Sus vidas han cambiado mucho desde la última vez que estuve
aquí. Tiene tatuajes en los dedos que no estaban allí antes, y está usando
unos anillos de plata pesados en casi todos sus dedos.
—Hola —digo. Me siento tan torpe que meto mis dos manos en los
bolsillos traseros.
—Hola —responde—. ¿Quieres una cerveza?
Asiento, y él arroja su cigarrillo en el suelo antes de dar la vuelta y
entrar en la taberna. Ordena una cerveza rubia para sí y una Stella para mí.
—¿Todavía te gusta esa mierda? —dice, dándose la vuelta para
comprobar.
Asiento. Llevamos nuestras cervezas a una mesa cerca de la
máquina de pretzel y nos sentamos.
—Entonces —dice.
—Felicitaciones. Por todo —le digo—. Realmente lo hicieron
posible.
Él asiente lentamente, con los ojos clavados en mí. Ferdinand es
absolutamente aterrador. Intento recordarme que este era el tipo que tenía
un protector de pantalla con gatitos en su ordenador.
—Sí, supongo que debería estar agradeciéndote —dice.
Me estremezco. Bueno, entonces iba a ser así.
—Lo habrían logrado de uno u otro modo. David es un compositor
talentoso.
Apura su cerveza y luego me mira.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres, Yara? ¿Por qué estás de vuelta,
o siquiera tengo que preguntar eso?
—Tengo que encontrarlo. Intenté escribirle correos electrónicos,
pero cambió de correo, supongo.
—Sí, después de ese pequeño truco que hiciste en París no lo culpo.
Mi expresión se reorganiza. Podía sentir que esto ocurriría.
—O culpa a Petra —digo, levantando las cejas.
La comisura de su boca se levanta en lo que percibo era una
sonrisa. Guau. Hice que Ferdinand me dé una media sonrisa.
—Necesito un cigarrillo —dice.
Me pongo de pie para salir a la calle con él. El tráfico es abundante,
hora punta. Aplasto su última colilla de cigarrillo con mi bota, mientras
espero por él para continuar. Con el tiempo no puedo aguantar más.
—Ferdinand, dime dónde está.
Pongo las dos manos en mis caderas como si pudiera intimidar a un
chico con casi dos metros y la contextura de un toro. Él sopla el humo por
su boca y por un momento su rostro se pierde detrás de la nube.
—Tu madre te nombró Ferdinand por el toro, ¿verdad?
Sus cejas saltan ante el repentino cambio de tema, pero se me acaba
de ocurrir que debe ser así y sentí la necesidad de preguntar.
—Sí —responde.
—¿Porque eras enorme o un bebé prematuro?
—Un bebé prematuro —responde, con el ceño fruncido.
Asiento.
—Qué predicción. —Entonces dejo caer las manos a los costados
dejando que mis hombros se desplomen. Así es cómo me siento en
realidad: desplomada, alicaída.
—Lo siento, nunca antes llegué a conocerte —le digo—. Tenía…
tengo problemas. —Me apoyo en la pared exterior del viejo edificio de
David y miro hacia el cielo. Está a punto de llover, me voy a empapar.
Ferdinand se apoya junto a mí, suspirando profundamente.
—Nunca me gustaste —comenta.
Lo miro entonces.
—Sabías que le iba a hacer daño.
—Sí —responde—. David ve lo mejor, ve la verdad en las
personas. Y tenías esa mirada de pánico en tus ojos todo el tiempo que
estabas con él.
Asiento. Eso era cierto.
—Lo amo mucho —le digo—. Simplemente no era muy buena en
el amor en aquel entonces.
—¿Por qué no?
Miro a la calle, una pareja está atravesándola a unos pocos pies de
distancia, y me recuerdan a David y a mí de vuelta en aquel entonces.
—No tenía quién me enseñara hasta que David apareció y luego me
asusté por completo. Cuando estás un poco jodido, las cosas buenas son
alarmantes, dan miedo.
—¿Ahora estás bien? —Me mira y me resisto a la tentación de mirar
hacia otro lado.
—No —contesto—. Pero lo estoy logrando. Sé lo que tengo que
hacer.
—Encontrar a David —dice.
—Es parte de todo, sí. Todavía estamos casados, por el amor de
Dios. Algo tiene que hacerse de una manera u otra.
Me observa largo y duro.
—Está bien —dice finalmente—. Te voy a dar su dirección. Pero
tienes que prometerme algo.
Asiento con vigor.
—No más juegos —dice.
Cruzo mi corazón. Ferdinand sacude la cabeza mientras me escribe
la dirección de David.
—No puedo creer que esté haciendo esto —murmura.
—Gracias, Ferdinand —digo a medida que me pongo de pie—.
Gracias, gracias, gracias.
Comienzo a correr hacia la calle Uno, pero él llama detrás de mí:
—¡Yara! Esa dirección es para una casa flotante. —Levanto mi
mano para mostrarle que lo he oído y sigo corriendo.
Corro al apartamento de Ann y abro la puerta de golpe. Ella está
sentada junto a la ventana mirando el tráfico como lo hace todos los días
en este momento.
—Ann, la tengo. Tengo su dirección. Ahora ayúdame a decidir qué
ponerme.
Se vuelve hacia mí, con una pequeña sonrisa en sus labios.
—¿Cómo sabes que va a estar allí? —pregunta.
Me detengo en mi camino al baño y frunzo el ceño. Supongo que no
lo sé. Voy a esperar fuera si tengo que hacerlo.
—¿Y si esa desvergonzada se aparece con él, esa tal Peeta?
—Petra —la corrijo, rebuscando en mi maleta—. No lo sé. Voy a
tener que cruzar ese puente cuando llegue a él.
—Habrá una pelea —decide Ann—. Una pelea de gatas.
—Claro que sí. —Me encojo de hombros, sacando un vestido que
traje para la ocasión—. Vamos a ver si es capaz de arañar.
Ann aplaude y luego vuelve a su lugar. Le echo un vistazo. Ha
estado en este apartamento durante trece años, me lo contó cuando nos
conocimos por primera vez y me invitó a tomar el té. Trece años sin salir
de este pequeño lugar. Cierro la puerta del baño y me quito la cinta de mi
cabello, dejando que mi cabello caiga libre. Tengo una sola oportunidad. Y
voy a utilizar todas mis armas.
55
LA CASA FLOTANTE
Cuando el Uber se detiene en la casa flotante de David, estoy
temblando.
—Maldita sea —digo mientras salgo del auto.
Él solía decir que quería comprar algún día una casa flotante, pero
la gente dice cosas como esas todo el tiempo. Yo le digo a la gente que
quiero vivir en una casa del árbol, maldita sea, eso no quiere decir que voy
a vivir en una casa del árbol. Hay docenas de ellas, sus patios delanteros
siendo un largo muelle estrecho, y sus patios traseros el extenso azul
verdoso del lago Union.
Miro a la dirección en mi teléfono, la que Ferdinand me envió en
mensaje y rastreo una casa flotante de color gris y ventanas blancas. No es
muy grande o extravagante. Unas buganvillas de color rosa trepan
alrededor de la puerta de entrada en un arco impresionante. La propia
puerta es de color amarillo brillante con una nota musical como una
aldaba. Doy un paso hacia delante, fuera del muelle y a la pasarela. Junto
a la alfombra de bienvenida se encuentran dos pares de chanclas una al
lado de la otra: una de hombre, una de mujer. Me pone enferma verlas,
saber que ninguna de ellas es mía.
—Petra —digo, en voz baja.
Esa maldita perra asquerosa y sus estúpidas chanclas. Nunca pensé
en ella en mi carrera para llegar hasta aquí, que de hecho estuviera viviendo
con él, a pesar de que tiene sentido, ¿verdad? Respiro profundamente y
sigo adelante para llamar a la puerta. Golpeo duro, tres veces, y luego
retrocedo, preparándome para lo que sea que esté a punto de suceder.
Veo a alguien moverse a través de las ventanas rectangulares que
enmarcan la puerta, un destello blanco. Reúno todo mi coraje cuando
escucho el cerrojo deslizarse. Su cabello platinado, sus labios lavanda.
—Petra —digo.
Ella se ve sobresaltada. Por supuesto, se supone que estoy en
Francia. Agarra la puerta con una mano y me mira fijamente.
—¿Dónde está mi marido?
—Jódete, Yara.
Está a punto de cerrar la puerta en mi cara, pero meto mi pie en la
brecha de modo que no pueda cerrarla. Se ve nerviosa cuando intento mirar
más allá de ella en la casa. La mayoría de las luces están apagadas, pero
puedo escuchar el sonido de una televisión. Si David estuviera aquí
seguramente habría abierto la puerta.
—¿Dónde está?
—Si no te vas, llamaré a la policía —responde.
Me rio.
—¿Qué vas a decirles? ¿Que la esposa de David está acosando a su
puta?
El rojo no es un buen color para Petra, choca con su maquillaje. Veo
que su cara se vuelve de un feo color remolacha y el pánico se eleva en sus
ojos.
—Estás loca —dice—. No le das el divorcio y ahora lo estás
acechando.
—Nunca me pidió el divorcio, Petra.
Ella parpadea, insegura. Puedo ver la incertidumbre en su cara.
—Lo dejaste —dice.
—Sí, lo hice.
—Nunca lo mereciste —añade.
Empujo la puerta y golpea contra su pecho. Ella sale empujada hacia
atrás unos cuantos centímetros y luego abre la puerta por completo, su boca
fruncida y enojada.
Me rio. Quería contrariarla y funciona porque da un paso hacia mí.
—Puede que no lo merezca, pero él me eligió. Siempre supe lo que
estabas tramando —le digo—. Todas tus preguntas e insultos
solapados. ¿Crees que es tuyo? Pero qué chica tan tonta. Lo siento por ti,
porque nunca lo has tenido. Ni siquiera sabes lo que es tenerlo.
Su rostro se ruboriza y entonces me abofetea. Mi cabeza sale
disparada bruscamente hacia atrás, mi mejilla ardiendo. No tomo
represalias porque le he hecho daño. Es lo que quería y durará mucho más
que el escozor de su bofetada.
—Adiós, Petra. Empaca tus mierdas y vete de una puta vez de la
casa de mi marido.
Y entonces me alejo. El viento se ha alzado y mi vestido azota en
mis tobillos. Levanto los brazos por encima de mi cabeza a medida que
camino y dejo que el viento de Seattle envuelva mi piel. Hace frío y estoy
viva. Finalmente, estoy viva.
Sé que ella me tiene miedo. Puedo sentir su miedo en mi
espalda. Solo lo tenía, porque yo no lo reclamaba. Camino hasta que ella
no me puede ver y luego me agacho y lloro con tanta fuerza que me duele
el estómago.
Lo dejé. La persona que tiene tanto miedo de ser dejado. Lo lastimé
de la misma forma en que otros me habían lastimado. ¿En qué me convertía
eso? No sabía lo que iba a decir o hacer cuando me viera, y si yo fuera
David nunca me aceptaría de vuelta. Nunca. Rompí su confianza.
No llamo a un Uber. Camino, y sé lo que tengo que hacer. No sé
dónde está. Pero, hizo posible que pudiera encontrarlo. Me dio un IOU.
56
NO ME MIENTAS
Hay una ferretería en la Cuarta Avenida. Me paro a mirar en la
ventana, concediéndome un minuto para decidir si esto es lo que realmente
quiero hacer. Los siguientes veinte minutos pasan rápidamente. Pulso el
botón de llamada en la pared y uno de los chicos que trabaja allí viene a
abrir un caso para mí. Hago mi selección sin hablar. Si hablo voy a llorar,
y si lloro no voy a dejar de llorar. Así son las cosas, hasta ahora.
Ni siquiera era gradual, el cambio en mí. Llegó de repente,
claridad… madurez. Madura, Yara, me dije. Y así lo hice. Dejé las cosas
infantiles y maduré.
Lo sigo al registro y él me pregunta si hay algo más que
necesite. Niego con la cabeza y saco los dólares de mi cartera, verdes y
crujientes. Son ajenos a mí de nuevo, todos esos rostros masculinos. He
estado ausente mucho tiempo.
Cuando salgo llevo mi bolsa por las calles tan empinadas que mis
muslos arden, paso a hombres y mujeres que tienen letreros de cartón
pidiendo ayuda, más allá de Westlake Center, y a través del 405. Siento la
niebla a medida que las nubes se abren y la lluvia cae suavemente sobre mi
cabeza. Es una suave caricia, un recordatorio de dónde estoy, y por esa
razón no pido un auto. Necesito pensar, quemar toda esta emoción. Él hizo
grandes cosas, y yo he hecho grandes cosas, pero sin duda esta es la más
importante, el cambio.
Volé por todo el mundo para mostrarle a David que no lo he
superado. Que nunca lo haré. Tuve que apagar mi orgullo y el temor para
hacer esto. Y lo que él hizo con este gran acto ya no hace ninguna
diferencia. Esto era por mí en primer lugar, y luego por él, después por
nosotros. Merezco amor. Tal vez no de este hombre a quien había
abandonado y herido tan profundamente, pero sí de alguien. Es una
cuestión de estar dispuesto a aceptar el amor.
Sigo las indicaciones para llegar a Capitol Hill. Un edificio de
ladrillo blanco con tres letras de color rosa por encima de su puerta: IOU.
La gente espera fuera ansiosos por ser llamados, algunos de ellos
amontonados debajo de sombrillas, algunos de ellos no. Se ven
hambrientos. Paso por delante de ellos y entro en el restaurante, temblando
por el cambio de temperatura. El olor a ajo y mantequilla flota más allá de
mí cuando una camarera pasa sosteniendo un plato sobre su cabeza para
evitar una colisión. El restaurante es muy parecido al de Londres; la
misma estructura, mismas cabinas, el mismo código de vestimenta para los
camareros y anfitriones. La única diferencia es el horizonte de Seattle
pintado en la pared principal del comedor. Me dirijo directamente a la
barra, sacudiendo la lata de pintura en aerosol mientras camino. El sonido
de la pelota del aerosol se sincroniza con mis pasos, un instrumento poco
probable que suena junto con “Where did you sleep last night” de Nirvana.
Ahí está la pared: Regresa a mí. Vuelve. Ven. Kurt canta: “My girl, my
girl, don’t liiie to me…”
Le quito la tapa y la lanzo en el suelo. Lo sacudo y lo sacudo. La
pelota dentro del aerosol rebota contra la lata. Mi corazón late fuerte y
rápido.
Llego a la pared, bajo el anuncio de neón. Hay suficiente espacio
para mi mensaje.
Volví. Encuéntrame.
La charla en la barra disminuye, atenúa. Por encima de la música
escucho a alguien decir:
—Oh, Dios mío, ¿qué está haciendo?
Me acerco a la barra cuando he terminado. El barman luce en
pánico, mirando a su alrededor en busca del gerente. Dejo mi lata de
pintura en aerosol sobre la encimera.
—¿Están contratando? —pregunto. Le sonrío a medida que él se
queda viendo con la boca abierta de mí a la pared—. Entonces, ¿supongo
que eso es un no?
Nadie intenta detenerme y camino cantando: “In the pines, in the
pines, where the sun don’t ever shine. I would shiver the whole night
through…”
Solo me lleva la longitud de una canción para entregar mi mensaje.
57
ROSA CAMUFLAJE
David
—¿David…?
Sacudo la cabeza, cierro mis ojos con fuerza, y luego los abro. Había
estado soñando cuando el teléfono me despertó. Me froto los ojos y miro
el reloj: 10:00 pm. Debo haberme quedado dormido viendo
Californication. Silencio el televisor.
—Sí —contesto.
—David, lamento molestarte, pero hubo un incidente esta noche en
el restaurante…
La voz… reconozco su voz. ¿Cuál era su nombre? Dan… Mark…
¡Greg! Eso es, Greg, el gerente del IOU Seattle. Alcanzo el vaso más
cercano y tomo un sorbo, esperando que sea agua. Vodka. Me estremezco,
pero no dejo de beber. Falta la mitad de la botella, no es de extrañar que
perdiera el conocimiento.
—¿Qué pasa? —digo. ¿Qué mierda pasa con las luces brillantes en
este lugar? Me tambaleo hasta el interruptor de la luz y las apago.
—Una chica entró, no era un cliente, por lo que sé. Una de mis
camareras dijo que la vieron pasar desde fuera. Ella… eh… ella destrozó
una pared en la barra.
—¿Qué? —Apoyo el vaso de vodka en mi pecho. Me duele la
cabeza. Una resaca.
—No estaba allí —dice rápidamente—. Tenía una lata de pintura en
aerosol…
Dios.
—Está bien… —Me gustaría que simplemente lo escupiera
todo. Miro alrededor buscando mi botella de Tylenol. La habitación
está echa un desastre. Derribo algunas cosas de la mesa estrecha y lo
encuentro debajo de una pila de ropa.
—Rayó… pintó la pared de la barra. Bajo la señal…
—¿Qué escribió? —Arranco la tapa con los dientes y vierto las
últimas tres pastillas en mi boca. Greg vacila. Puedo oírlo mover algunas
cosas en su extremo y deseo que simplemente escupa la mierda que quiere
decirme de modo que pueda volver a dormir. Me tumbo en la cama,
arrojando una almohada sobre mi cara.
—Volví. Encuéntrame…
Me incorporo de golpe, la almohada rodando por el suelo.
—¿Qué?
—Volví. Encuéntrame —repite.
Ya estoy de pie, buscando mis pantalones en el montón de ropa en
el suelo.
—No lo toques. Voy en camino.
Cuando llego es pasada la medianoche y la mayoría del personal se
ha ido por la noche.
—Tenemos que permanecer abiertos hasta las dos —le digo a Greg
a medida que entro—. No somos la maldita Cenicienta.
Avanzo a través del comedor principal y en dirección al bar con él
detrás de mí. Lo primero que veo es la lata de pintura en aerosol, que está
puesta sobre la barra donde supongo que ella la dejó. La recojo para leer la
etiqueta: Rosa Camuflaje. Entonces miro a la pared.
No tiene una carrera en el arte del grafiti, eso es seguro. Las palabras
están inclinadas como si lo hubiera hecho a la carrera. Volví es más grande
que el Encuéntrame.
—Coordinó los colores —digo.
Greg se precipita hacia delante.
—¿Qué? Quería llamarte primero. Antes de la policía.
—No hay necesidad de llamar a la policía —digo, sin apartar los
ojos de la pared.
—Tenemos cámaras de seguridad —dice—. Podemos…
—Muéstrame —lo interrumpo.
Me guía a través de la cocina y hacia una pequeña oficina en la parte
trasera del edificio. Me siento en la única silla y giro de un lado a otro
mientras se desplaza a través del ordenador. Ella estuvo aquí. Aquí. En este
edificio.
—Ahí —dice, finalmente.
Me quedo mirando la imagen en la pantalla del ordenador; es
granulada, carente de color. Observo con mis ojos estrechados cuando una
mujer camina por el restaurante, agitando una lata de pintura en aerosol a
medida que lo hace. Su paso es seguro… determinado, pero aun así, puede
ver el atractivo balanceo de sus caderas. Ella no duda antes de arrojar la
tapa sobre el suelo y destrozar mi bar. Me rio, y Greg me mira como si
hubiera perdido la razón.
—Señor… —dice.
—No me llames así. ¿Alguien vio adónde fue después de salir?
—No. Estábamos… en estado de shock. Tenía que estar drogada o
algo así.
Me rio de nuevo.
—Está bien —digo, poniéndome de pie—. Está bien.
—¿Está bien qué, señ… David?
—Déjalo así —digo—. Tal cual.
—Pero…
—Déjalo —digo, con firmeza—. Es exactamente como debe ser.
Cuando salgo del restaurante, mi dolor de cabeza ha desaparecido y
me siento encendido. Yara no espera antes de actuar, y por esta razón, sé
que debe haber acabado de llegar a Seattle. ¿Cuánto tiempo? ¿Un día…
dos días? ¿Dónde estará alojándose? Su correo electrónico, el que usé
antes, ya no funciona. Intenté enviarle un correo electrónico después del
truco que armó en París, y luego me di cuenta que debe haber eliminado la
cuenta por los reporteros. Tengo algo que hacer mañana por la
noche. Tengo que estar en una parte. Una vez que termine con eso puedo
encontrarla.
58
CASI
Soy consciente que quizás esté enojado conmigo. El restaurante
estaba allí mucho antes del truco que armé en París. Existe la posibilidad
de que lo que hice cambió la forma en que él se sentía. Si alguien me
hiciera eso yo…
Regresa a mí. Vuelve. Ven.
Intento no pensar en David estando enojado. Eso estaba fuera de
lugar, ¿verdad? Vine hasta aquí para hacer una declaración, para traer
algún tipo de cierre a mi vida de modo que pueda pasar al siguiente
capítulo. Puedo volver a la casa flotante y esperar allí hasta que lo vea, pero
tengo miedo del rechazo potencial.
Estoy postrada en el piso de la sala de Ann cuando recibo un
mensaje de Posey.
Tiene un concierto benéfico mañana en Portland.
Me incorporo bruscamente.
¿Cómo lo sabes? Le escribo en respuesta.
El internet es una cosa maravillosa, Yara. Deberías aprender a
usarlo.
—¿Ann…? —llamo en voz alta—. Tengo que ir a Portland.
Ann sale de la habitación donde ha estado viendo uno de sus
programas.
—¿Por David? —pregunta.
—Sí. ¿Qué dice mi horóscopo?
Es una broma entre Ann y yo. Ella inventa horóscopos para mí. Los
horóscopos de Ann en su mayoría dicen cosas como: Eres independiente y
desapegada emocionalmente. ¡Deja entrar al amor en tu vida cuando llegue
llamando!
Ann frunce el ceño.
—Una oportunidad vendrá a hacer grandes cambios. Haz el
viaje. No tienes licencia de conducir, así que se ingeniosa.
—Mierda —comento—. ¿Tienes licencia de conducir? —Me siento
de repente—. Vamos, Ann, no puedo alquilar un auto sin una licencia de
conducir.
—¿Siquiera sabes conducir? —pregunta, apoyando las manos en
sus caderas.
—Sí. Bueno… eh… ha pasado un par de años eso seguro. Y nunca
he conducido en el lado izquierdo de un automóvil. Debería ser pan
comido, ¿verdad?
Ella niega con la cabeza.
—Toma un taxi.
—¿Hasta Portland, Ann? No seas tonta. Eso va a costarme una
fortuna.
—Toma el tren —dice—. ¿No haces ese tipo de cosas en
Londres? Vi La Chica del Tren.
—Cierto —digo, dirigiéndome a la computadora—. Soy una
maldita idiota.
—Sí —dice Ann, observándome desde la puerta.
Estoy mirando los horarios de trenes en la computadora de Ann,
mordiéndome las uñas a la rápida cuando mi teléfono suena. Me parece un
poco alarmante cuando suena mi teléfono. Muy pocas personas tienen mi
número, sobre todo porque lo cambio tan a menudo. Espero que sea Posey
o Celine ya que estoy con Ann, pero cuando miro a la pantalla es un
número que no reconozco. Contesto a pesar de mi mejor juicio.
—¿Yara Phillips?
—Sí —contesto.
La voz en el otro extremo del teléfono suena hueca como si
estuviera llamando desde lejos. Presiono el teléfono más cerca de mi oído
para poder escucharla mejor y tapo mi otro oído, a pesar de que no hay
mucho ruido en el apartamento.
—¿Quién es? —pregunto. Su acento es de los míos.
—Estoy llamando desde el Hospital Regional de Manchester… —
Mi cabeza se sacude hacia atrás involuntariamente. Nunca son buenas
noticias cuando un hospital te llama, nunca, nunca, nunca.
—Su madre, Grace Phillips, fue trasladada esta mañana. Tuvo un
derrame cerebral masivo…
¿Mi madre…?
—¿Cómo supieron…? —Niego con la cabeza. No es el momento
para eso—. ¿Está bien?
—Me temo que no —responde—. Una amiga la encontró; por
desgracia, no sabemos cuánto tiempo estuvo así. Está en estado crítico. La
hemos estabilizado, pero… podría querer venir para despedirse.
—Muy bien, de acuerdo —digo. Cuelgo y siento escalofríos por
todas partes. Me siento.
—¿Por qué estás temblando? —pregunta Ann.
Cierra la ventana y arroja una manta sobre mis hombros. Estoy
temblando de la conmoción, pero no le digo a Ann. El único que sabe
acerca de mi relación con mi madre es David.
—Toma —le digo a Ann, y le entrego la manta—. Nuestros planes
se han visto frustrados. Mi horóscopo se equivocó esta vez. —Ella me
observa con tristeza mientras voy a recuperar mi pasaporte de mi bolso.
—Pero, acabas de llegar —dice.
—Lo sé, pero tengo que irme. Es complicado.
—¿No lo es todo? —Ann suspira.
—Totalmente.
En lugar de reservar un billete de tren a Portland, me reservo un
boleto de avión. Hay cosas que no están destinadas a ser. Tal vez tengo que
captar la pista que el universo me está enviando. Vine a encontrar a David
para el cierre, y en su lugar, mi madre me encontró. Así que, tengo que ir.
Abrazo a Ann en despedida y tomo el skyrail al aeropuerto.
Mi madre tiene el cabello castaño, rubio en las raíces. Sus manos
son las de una jardinera, bronceada del sol, con suciedad negra debajo de
sus uñas. Cuando me siento a su lado, sosteniendo su mano, froto mi
pulgar de ida y vuelta sobre su piel como David solía hacer para
consolarme. No sé si ella me puede oír, pero le digo dónde he estado y lo
que he hecho en los últimos años. Le hablo de la canción de David. Le digo
que la perdono. Le cuento lo que he aprendido. Muere cuarenta y nueve
horas después de mi llegada, a las 7:49 de la tarde. No lloro cuando se
llevan su cuerpo, ni cuando la enfermera amable pone su brazo alrededor
de mis hombros. Lloro cuando veo a David salir de un taxi justo cuando
estoy dejando el hospital para volver a mi hotel. No tengo que preguntar
por qué está aquí. Sé que vino por mí. Cuando camina hacia mí, apenas
puedo sostenerme de lo fuerte que estoy llorando.
Me agarra antes de golpear el suelo y me sostiene.
Dos días más tarde, hemos recogido las cosas de mi madre en el
hospital: la ropa y joyas que llevaba cuando la encontraron, y las llaves de
su casa, que una enfermera me dice que su vecina dejó.
Le cuento que ella murió cuarenta y nueve horas después de llegar
allí y él levanta las cejas. Estamos sentados en la mesa uno frente al otro
en una pequeña cafetería. Ninguno de los dos ha comido mucho en días
y decidimos compartir un sándwich.
—Todavía lo tengo —le digo, sacando el pedazo de papel de mi
bolso. Lo deslizo sobre la mesa y él lo recoge.
Empieza a reírse.
—¿Qué, David? ¿Qué significa eso?
—La señora en el bar —dice—. Ella me dijo que escribiera algo al
azar en el papel y lo dejara.
—¿Qué? —pregunto, conmocionada—. ¿Penny?
Él asiente.
—Dijo que si le das un objeto al azar a una persona que está
buscando algo, crearán su propio significado a su alrededor, y ese
significado reflejaría el deseo más profundo de su corazón. Es una manera
de que la persona encuentre su camino de regreso a ti. Incluso aunque le
lleve toda la vida. No había manera de que pudiera haber dicho alguna cosa
para que te dieras cuenta que era yo a quien has estado buscando toda
tu vida. Tenías que averiguarlo por tu cuenta.
—Déjame ver si lo entiendo —comienzo, con el ceño fruncido—.
¿Penny te dijo que me dejes algo al azar, algo que no tenía absolutamente
ningún significado, para atormentarme?
Él asiente.
—¿Por qué el número cuarenta y nueve? Podrías haberme dejado
un palillo o… un cordón de zapatos.
David niega con la cabeza. Su cabello está bajo un gorro a pesar del
calor que hace. Lleva sombreros para disfrazarse, aunque es difícil pasarlo
desapercibido. Incluso mientras estamos sentados en nuestras pequeña
mesa de la esquina la gente se gira para mirar.
—Fue lo primero que se me vino a la cabeza —admite.
—En serio me atormentó —digo con asombro—. Permanecí
despierta en las noches girando las posibilidades una y otra vez en mi
cabeza. Un trozo de papel con el número 49 escrito en él. Esa Penny es una
maldita genio.
—Siempre los excéntricos son los que tienen más sabiduría —me
dice.
Enrollo un trozo de servilleta entre los dedos.
—No sé cómo es que mi madre tenía mi número de teléfono —le
digo—. Lo cambio tan a menudo…
—Yo se lo di.
—¿Cómo lo tienes?
Toma un sorbo de su café y me estudia por encima del borde.
—Posey.
Asiento.
—Nunca lo usó…
—Creo que lo habría hecho con el tiempo. Estaba reuniendo el
coraje. Cuando se lo di, se lo escribí en una libreta que tenía en la nevera
de modo que estuviera allí mismo, tu nombre y número. —Asiento. Todo
esto era tan difícil de hablar.
Hay algo que quiero preguntarle y que he estado posponiendo.
—¿Petra te dijo que fui a tu casa flotante?
—Sí —responde. Espero a que diga más, pero solo se me queda
mirando. Bien, le seguiré el juego.
—Um, ¿dónde está ahora?
Se reclina en su silla y pone sus manos detrás de la cabeza a medida
que mira fijamente el techo.
—Todavía está allí. Terminamos las cosas poco después de regresar
de París. Se quedará allí hasta que su nuevo lugar esté listo. Me mudé al
Four Seasons.
—Tiene bonita vista —le digo—. ¿Terminaron las cosas por lo que
hice?
Se reposiciona de manera que sus codos están descansando sobre la
mesa y se inclina hacia mí.
—¿Estás hablando de aquella vez que saliste en televisión en vivo
y anunciaste al mundo que era tuyo? Sí, eso causó algunos problemas entre
nosotros. Especialmente cuando lo vi y ella me sorprendió sonriendo.
Apoyo una mano sobre mi cara, sacudiendo la cabeza.
—Eso es simplemente horrible. Estaba siendo vengativa, actuando
por impulso, como siempre.
—Bueno, lo disfruté —admite—. He esperado durante años por
alguna señal de que me amabas, y allí estaba. Directo y en grande, ¿cierto,
Inglesa?
Su risa me cautiva. Me retuerzo en mi asiento cuando las pequeñas
mariposas cliché vuelan alrededor de mi vientre.
—Yara, soy solo un hombre, ¿sabes? Perdí la esperanza y Petra…
—Está bien —digo rápidamente—. Vamos a preocuparnos por hoy,
no por el ayer o el mañana. Dejaremos el mañana para preocuparse por sí
mismo, ¿de acuerdo?
—Sí —sonríe.
Comemos nuestro bocadillo en silencio y luego dice:
—Hay algo que tengo que decirte que es ajeno a nosotros.
Dejo mi taza de café y lo miro con recelo.
—Cuando estaba buscándote, busqué tu nombre en Google. Así es
como encontré a tu madre. Vine hasta aquí para verla, pero sabía menos
sobre ti que yo.
Aprieto los labios entre sí. Posey ya me lo había dicho, pero seguía
siendo inquietante escucharlo de él.
David había hablado con ella antes de que muriera y yo no lo hice.
—Pero, ¿cómo es que buscándome por internet te condujo a mi
madre? —le pregunto.
—¿Alguna vez te has buscado en Google, Yara?
Niego con la cabeza. Él sonríe.
—Creo que no.
Tengo las manos en puños sobre la mesa, los nudillos
blancos. Estira un dedo y toca cada uno de mis nudillos con la punta de su
dedo hasta que dejo de apretarlos y relajo mis manos.
—Encontré un sitio web —me dice, mirándome a los ojos. Duda por
un momento—. El sitio web estaba llamado Querida Yara.
Parpadeo hacia él, confundida.
—Había cartas, escritas para ti. Decenas de ellas. Los mensajes se
remontan a tres años. Fueron escritas por tu madre.
Hay cosas cliché que uno puede decir en momentos como estos,
cosas que nunca se me ocurrirían alguna vez decir en voz alta, pero en este
momento las siento por completo.
—Estaba intentado encontrarte. Como último recurso, comenzó un
sitio web y te escribió cartas en él.
Espera a que yo diga algo, pero no tengo nada. Fijo la mirada en mis
manos, mi mente en blanco.
—Yara, tu madre estaba tratando de encontrarte. Pensé que querrías
saberlo.
—¿Cómo era? —pregunto.
—Su voz era suave… contrita. Cuando habló de ti, lloró…
—¿Qué quería de mí? —No puedo mirarlo. Miro hacia mi café en
su lugar.
—Perdón. Conocerte.
Sacudo la cabeza. Estoy temblando.
—Inglesa… —dice, en voz baja… suplicante. Llega a mí y me toca
la mejilla con solo sus dedos, corriéndolos hacia mis labios y luego la
barbilla, sus dedos bronceados contra mi piel pálida.
—Le dije que la perdono —comento—. Antes de morir.
—Eso es bueno. No perdonas porque se lo merecen. La mayoría de
las veces no es así. Perdonas para mantener tu corazón blando. Para
avanzar sin amargura. El perdón es para ti.
—¿Qué demonios? —pregunto—. ¿Por qué me arden mis ojos? —
Niego con la cabeza y David se ríe de mí.
—Las lágrimas hacen eso —dice—. El agua salada en tus ojos,
¿sabes? —Algo en su rostro cambia. Conozco esa mirada.
—Oh, Dios mío —le digo—. Estás escribiendo una canción sobre
esto.
—Mierda —dice—. Sí…
—Agua salada en tus ojos —mascullo mientras observo su
rostro. Por un momento me olvido de mi madre y la presión en mi corazón,
y trato de estar en su cabeza, escuchando la canción que está escribiendo.
Sus ojos están cerrados. Me estiro y alcanzo su mano.
—David —lo llamo—. Dime algunas de las palabras…
Sus ojos se abren de repente y me arrepiento de mi solicitud. Sus
suaves ojos están en llamas. Es una combinación que prefiero no mirar
directamente.
—Ella no lo dejará pasar —dice en voz baja—. Ha estado aquí
antes. Doblada, agotada, ahogándose en agua salada. Alguien la agarra
antes de que se haya ido. Todo lo que quiere es el perdón, lo único que
quiere es perdonar. Ella se ha ido. En el agua salada. Está en sus
ojos. Murió sola sin ti a su lado. Alguien la agarró. Se ha ido.
Suelto su mano.
—Me tengo que ir —le digo.
No lo miro. No quiero que sepa que estoy al borde de las
lágrimas. No intenta detenerme. Sabe lo que necesito y en este momento
es la soledad. Camino de vuelta al hotel, parando en una licorería por una
botella de vino. Vago por el vestíbulo hasta que encuentro un pequeño
centro comercial cerca de las máquinas expendedoras. Hay cinco
computadoras instaladas en cubículos grises tapizados; dos de ellos están
ocupados por hombres vestidos con auriculares en serio grandes. Elijo el
más alejado de los cubículos lejos de ellos y me siento en la silla de
respaldo rígido.
Escribo mi nombre en la barra de búsqueda como dijo David, y
espero. Ya no me quedan uñas para morder, mis dedos están hinchados y
sensibles. El sitio es el tercero en la lista. Hago clic en él y presiono
mis dedos contra mis ojos. ¿Realmente quiero hacer esto? No, pero tengo
curiosidad y lo necesito más de lo que quiero. Si alguien quería disculparse,
lo más justo sería oírlo. Desenrosco la tapa de mi botella de vino y tomo
un trago.

Querida Yara,
Vivo en una pequeña casa en Manchester. Odiarías el color:
beige. Pero el frente de la puerta es de color azul brillante, un cobalto.
Se ve como una casa, un hogar como el que nunca te proporcioné. Hay
más que Frosted Flakes en la despensa, y hay cuadros en las paredes.
No soy muy buena con el arte, pero tengo cosas colgadas que creo
que te gustarían. Hay un árbol de jacaranda en el frente, y pienso en
ti cada vez que lo veo. Mantengo mis cortinas abiertas, incluso por la
noche cuando la gente puede ver hacia mi sala de estar, de modo que
siempre pueda estar a la vista. Ese árbol eres tú. Suena tan
estúpido, ¿verdad? No importa. Ese árbol eres tú, Yara. Mi hija
perdida. ¿Si recuerdas lo mucho que amabas los jacarandas? ¿Cómo
siempre querías correr a través de las flores cuando caían a la calle?
Todo ese púrpura.
Trabajo para una escuela primaria católica. Soy secretaria del
director. Veo todas esas pequeñas caras todos los días y pienso en tu
pequeña carita, en todo ese cabello rubio platinado. Me verías como si
no fuera una madre terrible, como si esperaras que velara por ti.
Nunca lo hice. Y me duele terriblemente. Qué puedo decir, Yara,
excepto que fui una mujer egoísta, depravada y no sabía cómo ser una
madre para ti. Tuve otro bebé. Tenías cerca de siete años de edad y no
sabía si entenderías lo que estaba ocurriendo. Era un niño. Una pareja
de Irlanda lo adoptó. Lo sostuve una vez antes de que se lo llevaran, y
recuerdo pensar en lo mucho que se parecía a ti. Solo que él tenía el
cabello negro, Yara. Tanto cabello. Me encontró hace un año, apareció
en mi puerta con un puñado de margaritas. Su nombre es Ewen y vive
en Londres. A menudo me pregunto si los dos se han cruzado en la
calle. Claro, eso si todavía vives en Londres. Contraté a alguien para
encontrarte, sin suerte. No sé dónde estás, pero puedo sentirte. Estaba
equivocada, mi amor. No espero que me perdones, pero rezo porque
lo hagas.
Rezo para que un día vengas a buscarme de modo que pueda
mirarte a los ojos y pedirte que me perdones.
Tu madre,
Grace

Cierro la ventana de internet y apago el monitor. Puedo ver mi


reflejo en la pantalla oscura. Mis labios y dientes están teñidos de púrpura
por el vino. Mi corazón está manchado por el dolor. Si me amas, ¿por qué
me dejaste? Es la pregunta que me desgarra aunque ya sé la
respuesta. Supongo que es una canción triste con la que muchas mujeres
podrían relacionarse. No era la primera mujer en la historia en tener una
niñez solitaria, y desde luego mi infancia no fue de lo peor. Ella no me dejó
físicamente, me dejó emocionalmente. Hice lo contrario a David, huyendo
a través del mar para escapar de lo que él me hacía sentir. En el caso de mi
madre y yo, todo se reducía a nuestras inseguridades. A que no podíamos
ser suficiente. Y en lugar de quedarnos a luchar, nos acobardábamos,
derrotadas.
Tengo que perdonarla de modo que pueda perdonarme. A veces las
personas simplemente se atascan y necesitan a un David Lisey para salir
de su estancamiento. Mi madre nunca tuvo a un David Lisey; tantas
muchas mujeres no lo tienen. Y eso es lo más triste de todo. Saco mi
teléfono y marco su número.
—David —le digo cuando contesta—. ¿Vendrás? Te necesito.
—Voy en camino —responde.
Él me conduce a la casa de mi madre. Sé cuál es antes de que él
estacione el auto contra el bordillo, tal y como ella la describió. Nos
sentamos afuera en el auto durante mucho tiempo; yo con mis brazos
envueltos alrededor de mis rodillas, mirando la pequeña casa individual
con el árbol de jacaranda exterior. Las jardineras en sus ventanas están
llenas a rebosar de flores. Heredé su amor por las plantas, pero no su
habilidad con ellas.
—¿Terminaste de mirar por hoy? —pregunta David.
Miro el reloj. Veinte minutos han pasado desde que llegamos aquí.
—Sí —le digo.
Él me conduce de vuelta a mi hotel.
—¿Cómo supiste que solo quería mirar? —pregunto más tarde
cuando estamos acostados en la cama. Mi cabeza está sobre su pecho y él
me ha estado sosteniendo de esta forma durante la última hora sin mover
un músculo.
—Lo sé.
—Sí, pero…
—Lo sé —dice, con firmeza—. Y estoy harto de no que sepas que
lo sé.
—Bien —respondo—. Sé que lo sabes.
—No lo sabes.
Levanto la cabeza para mirarlo. Está con el ceño fruncido. Supongo
que tenemos mucho que decirnos el uno al otro.
—Está bien —digo—, vamos a hablar de las cosas.
—Ahora no es el momento. Vamos a tener esta conversación
cuando hayas terminado con tu duelo —responde.
Me incorporo.
—Hemos estado de duelo por años. Ahora es el momento.
—No. Crees que puedes manejar esto ahora mismo, siempre crees
que puedes manejar todo. ¿Y luego sabes lo que pasa? Mañana por la
mañana me despierto y te habrás ido. Para servir caipiriñas en una playa en
Brasil.
Se pone de pie y camina hacia el baño, cerrando la puerta detrás de
sí.
—¿Podemos al menos tener relaciones sexuales? —llamo hacia él.
David abre la puerta.
—No. —Y luego la cierra de nuevo.
Vuelvo a caer sobre las almohadas, sonriendo.
Durante la siguiente semana hacemos lo mismo todos los
días. Desayunamos en la habitación del hotel y luego David me conduce a
casa de mi madre en la que nos sentamos fuera durante exactamente veinte
minutos antes de que pida irnos. Pasamos el resto del día
caminando. Hablamos muy poco, y sé que él me está dando espacio para
mis pensamientos. En la mañana del octavo día decido que ya es
jodidamente suficiente. Quiero tener una conversación.
—Te he causado tanto daño, por años —comienzo—. Por favor,
perdóname por irme. No sé cómo ser lo que necesitas y tengo miedo que
no me dejes intentarlo.
—Estoy aquí, Yara. No necesito nada de ti —dice David—. Tu
misma pusiste esas expectativas sobre ti. Te he amado durante cinco años
y de esos cinco años hemos tenido tal vez seis meses de felicidad
ininterrumpida. El resto he sido yo amándote a distancia. Puedo y seguiré
haciéndolo si no me das más opción. Me he comprometido a amarte. Solo
soy un hombre simple que se enamoró de una mujer compleja.
Me rio, no puedo evitarlo.
—No eres ni siquiera un poco simple —digo.
—Cuando se trata del amor lo soy.
Me reclino en mi silla, presionando los talones de mis manos en mis
ojos.
—¿Cómo? —pregunto, enderezándome—. Dime cómo y tal vez
también pueda serlo.
—No puedes —responde—. Durante años he querido lo que mis
padres y hermanos tenían. El cónyuge, la casa, la estabilidad, los niños y
los neumáticos de plástico rodando sobre el asfalto. El amor puro,
¿sabes? Pero el amor me ha hecho inestable durante cinco años. He escrito
mi mejor música en este estado inestable.
Los dos nos reímos a pesar de que no es gracioso.
—No siempre conseguimos lo que pensamos que queremos. En
realidad, muy pocas veces sucede. —Él sonríe.
Eso era cierto. Eso era tan cierto.
—Te tengo. Y eres lo opuesto a la estabilidad, ¿cierto?
—Sí —concuerdo.
No sé a dónde va con esto. Estoy nerviosa.
—Si no puedo tenerte, entonces, no quiero a nadie más, nena —
canta y me rio—. No quiero un divorcio —continúa—. Y no hay nadie más
para mí. He tenido muchos años para pensar en esto, Yara. Para hacer
frente a todo esto.
Él sonríe con aire ausente y se pasa la mano por la cara. Está
cansado. He hecho que se sienta tan cansado. Quiero ser la paz en su vida,
no el conflicto.
—No puedo prometer la perfección, David, pero no voy a ser como
era, y no voy a hacer lo que hice. No voy a huir otra vez.
—Y hasta la vejez y las canas seré quien soy, seré quien te
sostenga. Siempre te he amado y te sustentaré; te sostendré y te rescataré
—dice.
Envuelvo mis brazos alrededor de su cuello y él se inclina hacia
abajo hasta que nuestras narices se tocan.
—Soy tu tipo, Inglesa —dice, besando la comisura de mis labios y
luego mis labios de lleno. Su beso se prolonga durante demasiado tiempo
y lo golpeo en el pecho suavemente con el puño.
—Oh, Dios mío, David. ¡Ahora no es el momento para escribir una
maldita canción!
Se ríe contra mi boca y luego los dos estamos riendo,
sosteniéndonos entre sí de modo que no caigamos.
Más tarde ese día, abro la puerta del auto, avanzo por la estrecha
acera, y deslizo la llave en la cerradura de la casa de mi madre. Ahí es
donde me detengo, mis manos congeladas en el pomo de la puerta,
entrando en pánico. No sé cuánto tiempo estoy allí, pero de repente David
está detrás de mí. Se detiene tan cerca que mi espalda se presiona contra su
pecho. Me apoyo en él, mis ojos completamente abiertos y
desenfocados. El azul de la puerta se difumina frente a mí. David se estira
alrededor de mi hombro y pone su mano sobre la mía donde descansa en
el picaporte. Lo giro y finalmente entro.

FIN
Tarryn Fisher
Soy una villana de la vida real, de verdad. Bebo cantidades enfermas
de café. La mayoría del tiempo, mi cabello huele a café. Nací en Sudáfrica,
y viví allí durante la mayor parte de mi infancia. Me mudé a Seattle solo
por la lluvia. Roma es mi lugar favorito en el mundo hasta el momento,
París viene en un cercano segundo lugar. Leo y escribo más de lo que
duermo.
Cuando tenía once años, escribí una novela entera sobre huérfanos
fugitivos, utilizando solo tinta púrpura. Soy adicta a Florence and the
Machine y viajaré a ver sus conciertos. Me encantan las películas de terror
y las jirafas. Me paso demasiado tiempo en Facebook. ¿Nos vemos ahí?
Me gustaría escribir una novela que a todas las personas les gustara,
pero ni siquiera JK Rowling podría hacer eso. En cambio, trato de escribir
historias que mueven las emociones de las personas. Creo que la tristeza
es la emoción más poderosa, y si se une con pesar, los dos se convierten en
una fuerza dominante. Me encantan los villanos. Tres de mis favoritas son
la madre Gothel, Gaston y la Reina Malvada ya que todos sufren de un
caso bastante malo de vanidad (como yo). Me gusta hacer este tipo de
personalidades el centro de mis historias.
Me encanta la lluvia, la Coca-Cola, Starbucks y el sarcasmo. Odio
los malos adjetivos y la palabra “caliente”. Si lees mi libro, te quiero. Si no
te gusta mi libro, aun así te quiero, pero por favor no seas malvado, porque
soy medio ruda, medio llorona.

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