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El espíritu de rebelión
y otros escritos
Los textos El espíritu de la rebelión, El Estado y su papel
histórico han sido traducidos al castellano expresamente
para la presente obra recopilatoria por Ediciones
Marginales. La Comuna de París, Expropiación y A los jóvenes
han sido tomados de La Biblioteca Anarquista Antycopyright.
77 Expropiación
I
En la vida de las sociedades, hay épocas en que la Revolución llega
a ser una necesidad imperiosa, en que ésta se impone de una ma-
nera absoluta. Las nuevas ideas germinan por todas partes, buscan-
do salir a la luz y encontrar su aplicación en la vida, pero chocan
continuamente con la inercia de aquellos interesados en mantener
el antiguo régimen y ahogar estas ideas en la atmósfera sofocante
de los antiguos prejuicios y tradiciones. Las ideas heredadas sobre
la constitución de los Estados, sobre las leyes del equilibrio social,
sobre las relaciones políticas y económicas de los ciudadanos entre
sí, se enfrentan a la crítica severa que las debilita cada día, en cada
ocasión, tanto en el salón como en el cabaret, en las obras de filoso-
fía como en la conversación cotidiana. Las instituciones políticas,
económicas y sociales decaen; el edificio ha llegado a ser inhabita-
ble e impide el desarrollo de los brotes que crecen entre sus muros
agrietados.
La necesidad de una vida nueva se hace sentir. El código de mo-
ralidad establecido, que rige a la mayor parte de los hombres en
su vida cotidiana, no parece ser suficiente. Se percibe que tal cosa,
considerada anteriormente la más justa, no era más que una irri-
tante injusticia: la moralidad de ayer es vista hoy como una inmo-
ralidad indignante. El conflicto entre las ideas nuevas y las viejas
tradiciones estalla en todas las clases sociales. El hijo entra en lu-
cha con su padre, encontrando indignante lo que este consideró
natural durante toda su vida; la hija se rebela contra los principios
que su madre le transmitió como fruto de una larga experiencia. La
conciencia popular se subleva cada día contra los escándalos que
se producen en el seno de la clase privilegiada y ociosa, contra los
crímenes que se cometen en nombre del derecho del más fuerte,
para mantener sus privilegios. Aquellos que quieren el triunfo de
la justicia, que quieren poner en práctica las ideas nuevas, se ven
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estos hombres que eran tratados con razón de cobardes por sus
mujeres se transforman de pronto en héroes que marchan bajo las
balas y la metralla a la conquista de sus derechos? ¿Cómo estas
palabras, tantas veces pronunciadas antaño y que se perdían en el
aire como el sonido de las campanas, son por fin transformadas en
actos?
La respuesta es fácil.
Es la acción, la acción continuada, renovada sin cesar de las mi-
norías la que obra esta transformación. El coraje, la abnegación, el
espíritu de sacrificio son tan contagiosos como la poltronería, la
sumisión y el pánico.
¿Qué formas tomará la agitación?
Pues bien, tomará las formas más variadas, que le serán dictadas
por las circunstancias, los medios, los temperamentos. Unas veces
sombría, otras alegre, pero siempre valiente, unas veces colectiva,
otras veces puramente individual, la agitación no descuida ninguno
de los medios que tiene a mano, ninguna circunstancia de la vida
pública, para mantener siempre el espíritu alerta, para propagar
el descontento, para excitar el odio contra los explotadores, ridi-
culizar a los gobernantes, demostrar su debilidad, y sobre todo y
siempre, para despertar la audacia y el espíritu de rebelión,
predicando con el ejemplo.
II
Cuando en un país se produce una situación revolucionaria, sin que
el espíritu de rebelión esté todavía lo suficientemente despierto en
las masas para traducirse en manifestaciones tumultuosas en las
calles, o en motines y levantamientos, es por su acción que las mi-
norías consiguen despertar ese sentimiento de independencia y ese
soplo de audacia sin los cuales ninguna revolución podrá realizarse.
Hombres de buen corazón que no se contentan solo con pala-
bras, y que buscan llevarlas a la práctica, personas íntegras para las
que la acción y la idea son la misma cosa, para quienes la prisión, el
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III
Un estudio está por hacer, interesante en alto grado, atrayente,
y sobre todo instructivo, un estudio sobre los diferentes medios de
agitación a los cuales los revolucionarios han recurrido en las
dife-rentes épocas, para acelerar la eclosión de la revolución, para
dar a las masas la conciencia de los acontecimientos que se
avecinan, para señalar mejor al pueblo sus principales enemigos,
para despertar la audacia y el espíritu de rebelión.
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Notas
1. Kropotkin usa partido como conjunto de individuos con un
fin común.
2. En un sentido general, se trata de una especie de carta cerrada
(por oposición a la carta patente, es decir, abierta), cerrada por el
sello del secreto. A partir del siglo xviii, la lettre de cachet pasa a
ser una orden que privaba de libertad, que requería encarcelamien-
to, expulsión o destierro de alguien. La carta tiene origen en la jus-
ticia retenida por el rey: cortocircuita el sistema judicial ordinario.
En efecto, las personas que reciben estas cartas no son juzgadas,
sino que van directamente a una prisión estatal (Bastilla, fortaleza
de Vincennes) o manicomio.
3. El lecho de justicia era en Francia durante el Antiguo Régimen
una sesión extraordinaria del Parlamento de París, presidida por el
rey para el registro obligatorio de los edictos reales. Fue llamado
así porque en vez de sentarse en el trono, el rey se tumbaba en una
improvisada “cama” adornada con cuatro cojines.
4. Una jacquerie es un término empleado en la historia de Fran-
cia para referirse a las revueltas de campesinos que tuvieron lugar
en Francia durante la Edad Media, el Antiguo Régimen y durante la
Revolución francesa.
5. Libros terriers: libros en los que los nobles inscribían ante no-
tario las servidumbres, obligaciones, deudas e impuestos a los que
estaba sometidos los campesinos de sus señoríos. Como estos li-
bros legitimaban el régimen feudal, al destruirlos los campesinos
materializaban un deseo expresado en los Cuadernos de quejas: la
supresión de los privilegios de la nobleza.
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El Estado y su papel histórico
I
Tomando como tema de este estudio el Estado y su papel
histórico, creo responder a una necesidad actual: la de examinar
en profundi-dad el concepto mismo del Estado y estudiar su
esencia, su papel en el pasado y el papel que representará en el
futuro.
Es precisamente respecto a la cuestión del Estado que los socia-
listas están divididos. Dos corrientes se pueden distinguir entre
no-sotros que responden a las diferencias de temperamentos así
como a los diversos modos de pensar, pero sobre todo, al alcance
que tendrá la próxima revolución.
Por una parte están los que esperan conseguir la revolución so-
cial por medio del Estado, manteniendo e incluso extendiendo mu-
chos de sus poderes para ser usados en beneficio de la revolución.
Por otra parte están aquellos que, como nosotros, ven en el Estado
no solamente en su forma actual, sino en su misma esencia y bajo
todas las formas en que puede aparecer, un obstáculo para la revo-
lución social, el mayor estorbo para el nacimiento de una sociedad
basada en la igualdad y en la libertad. Los segundos trabajan para
abolir el Estado y no para reformarlo.
Está claro que la división es profunda. Dos corrientes divergen-
tes se manifiestan en todo el pensamiento filosófico, la literatura y
la acción de nuestra época. Y si las visiones que se imponen son tan
oscuras como lo son en la actualidad, no hay duda de que cuando
–esperamos que pronto– las ideas comunistas tengan aplicación
práctica en la vida diaria de las comunidades, será sobre la cuestión
del Estado que se librarán las más obstinadas luchas.
Habiendo hecho tan a menudo la crítica del Estado, es necesario
investigar la razón de su aparición, profundizar en su papel en el
pasado y compararlo con las instituciones que ha reemplazado.
Primero, entendámonos sobre lo que queremos significar con el
nombre de “Estado”.
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El Estado y su papel histórico
rece sobre todo cuando uno estudia los orígenes del Estado.
En efecto, para comprender bien qué es el Estado sólo hay un
medio: estudiarlo en su desarrollo histórico. Y esto es lo que voy a
intentar.
El imperio romano fue un Estado en el verdadero sentido de la
palabra. Hasta nuestros días permanece como el ideal para el legis-
lador. Sus órganos cubrían un vasto dominio con una estrecha red.
Todo gravitaba hacia Roma: la vida económica y militar, las rique-
zas, la educación, incluso la religión. De Roma venían las leyes, los
magistrados, las legiones para defender el territorio, los prefectos
y los dioses. Toda la vida del Imperio se remontaba al Senado, más
tarde al César, el omnipotente, el omnisciente dios del imperio.
Cada provincia, cada distrito, tenía su Capitolio en miniatura, su
pequeña porción de soberanía romana para gobernar cada aspecto
de su vida diaria. Una sola ley, la ley impuesta por Roma, dominaba
este imperio, que no representaba de ningún modo una confedera-
ción de ciudadanos; era un simple rebaño de súbditos.
Incluso hoy, el legislador y el autoritario admiran la unidad de
aquel imperio, el espíritu unitario de sus leyes y, nos dicen, la belle-
za y armonía de aquella organización.
Pero la desintegración interior, acelerada por la invasión bárba-
ra; la extinción de la vida local, incapaz de resistir por más tiempo
los ataques del exterior por un lado y la gangrena que se extendía
desde el centro por otro lado; la dominación de los ricos que se ha-
bían apropiado la tierra y la miseria de aquellos que la cultivaban,
todas estas causas llevaron a aquel imperio al caos, y sobre sus
ruinas se desarrolló una nueva civilización que ahora es la nuestra.
Así que, si dejamos a un lado las civilizaciones antiguas, y con-
centramos nuestra atención en los orígenes y desarrollos de esta
joven civilización bárbara, hasta los tiempos que, a su vez, dieron
nacimiento a nuestros Estados modernos, seremos capaces de atra-
par la esencia del Estado mejor que si nos lanzáramos al estudio
del Imperio Romano o de Alejandro de Macedonia, o de las
monarquías despóticas de Oriente.
Usando, por ejemplo, a estos poderosos demoledores bárbaros
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II
La mayor parte de los filósofos del siglo pasado se formaron una idea
muy elemental sobre el origen de las sociedades.
Según ellos, al principio la Humanidad vivía en pequeñas familias
aisladas, y la guerra perpetua entre ellas era su estado normal. Pero,
un día se dieron cuenta de los desventajas de estas luchas sin fin y
los hombres decidieron constituirse en sociedad. Un contrato social
se estableció entre estas familias y se sometieron voluntariamente a
una autoridad, la cual –¿es necesario decirlo?– se convirtió en punto
de partida y en iniciador de todo progreso. ¿Hay necesidad de aña-
dir, puesto que ya os lo habrán enseñado en la escuela, que nuestros
actuales gobernantes han permanecido en su noble papel como la sal
de la tierra, los pacificadores y los civilizadores de la raza humana?
Concebida en una época en la cual no se sabía gran cosa de los
orígenes del Hombre, esta idea predominó en el siglo pasado, y en
manos de los Enciclopedistas y de Rousseau, la idea del “contrato
social” se convirtió en un arma para combatir los derechos divinos
de los reyes. No obstante, a pesar de los servicios que haya podido
prestar en el pasado, esta teoría debe ser reconocida como falsa.
El hecho es que todos los animales, a excepción de algunos car-
nívoros y aves de presa, viven en sociedad. En la lucha por la vida,
las especies sociables tienen ventaja sobre las demás. En cada cla-
sificación animal ocupan el peldaño más elevado de la escala y no
puede caber la menor duda de que los primeros seres con atributos
humanos vivían ya en sociedad.
El hombre no ha creado la sociedad. La sociedad es anterior al
hombre.
Actualmente se sabe también –la antropología lo ha demostrado
convincentemente– que el punto de partida de la humanidad no fue
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El Estado y su papel histórico
Está claro que toda una serie de instituciones (y muchas más que
no mencionaré), asi como un completo código de moral tribal, fue ya
elaborado durante esta fase primitiva. Y para mantener este núcleo
de costumbres sociales, bastó el uso, la costumbre y la tradición. Nin-
guna necesidad tuvieron de la autoridad para imponerlo.
No hay duda de que las sociedades primitivas tenían líderes tem-
porales. El hechicero, el hacedor de lluvia, –el sabio de aquella épo-
ca– procuraba aprovecharse de lo que conocía sobre la naturaleza
para dominar a sus semejantes. De forma similar aquel que mejor
sabia retener en su memoria los proverbios y los cantos en los cuales
se incorporaba la tradición llegaba a ser influyente. En aquella épo-
ca estos “instruidos” procuraban asegurar su dominio transmitiendo
sus conocimientos únicamente a unos pocos elegidos, a los iniciados.
Todas las religiones, y hasta las artes y oficios, han empezado con los
“misterios” e investigaciones recientes demuestran el importante rol
que las sociedades secretas de iniciados jugaron para mantener algu-
nas prácticas tradicionales en los clanes primnitivos. Los gérmenes
de la autoridad están presentes aquí.
El valiente, el arrojado, y, sobre todo, el prudente, se convertían
de este modo en líderes temporales en los conflictos con las tribus
vecinas, o durante las migraciones. Pero no hubo alianza entre el
portador de la “ley” (el que conocía la tradición y las decisiones pa-
sadas), el jefe militar y el hechicero y el Estado no formaba parte de
estas tribus, como no lo es en una sociedad de abejas y hormigas, o
entre los patagones y los esquimales contemporáneos.
Esta fase, no obstante, duró miles de años, y los bárbaros que in-
vadieron el Imperio romano pasaron por ella y justo acababan de
salir de ella.
En los primeros siglos de nuestra era se produjeron inmensas mi-
graciones entre las tribus y las confederaciones de tribus que habi-
taban el Asia central y boreal. Oleadas de pequeñas tribus, empuja-
das por pueblos más o menos civilizados, provenientes de las altas
mesetas de Asia, –obligados quizá por la rápida desecación de estas
mesetas– inundaron Europa, empujándose unos a otros y siendo asi-
milados en su marcha hacia occidente.
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III
La comuna aldeana se componía, y se compone aún, de familias
individuales. Pero todas las familias de una misma aldea poseían la
tierra en común, la consideraban como su patrimonio común y la
repartían según el número de individuos de cada familia, o según
sus necesidades y sus fuerzas. Centenares de millones de hombres
viven aún bajo este régimen en Europa oriental, India, Java, etc.
Es el mismo sistema que han establecido los campesinos rusos, en
nuestros días, cuando el Estado les dejó la libertad de ir a ocupar
el inmenso territorio de Siberia y ocuparlo en la forma que ellos
quisieran.
Hoy el cultivo de la tierra en una comuna aldeana es realizado
por cada casa individual independientemente. Como toda la tie-
rra cultivable es compartida entre las familias, cada una cultiva su
campo como mejor puede. Pero originalmente, la tierra era traba-
jada en común, y esta costumbre todavía es habitual en muchos
lugares. Respecto a los desmontes, la tala de los bosques, la cons-
trucción de puentes, la elevación de fortines y torres que sirvieran
de refugio en caso de invasión, todo esto se hacía en común, como
en común lo hacen aún centenares de millones de campesinos allí
donde la comuna aldeana ha resistido a la intromisión del Estado.
Pero el consumo, sirviéndome de una expresión moderna, se efec-
tuaba ya por familias, teniendo cada una su ganado, su huerta y sus
provisiones, introduciendo así los medios de atesorar y transmitir
los bienes acumulados por herencia.
En todos estos asuntos la comuna aldeana era soberana. La cos-
tumbre local era ley, y la asamblea plenaria de todos los cabeza de
familia, hombres y mujeres, era el juez, el único juez, en materia
civil y criminal. Cuando uno de los habitantes albergaba una que-
ja contra otro, plantaba su cuchillo en tierra en el lugar donde la
comuna tenía por costumbre reunirse, la comuna tenía que “dictar
sentencia” según la costumbre local, después que el hecho había
sido establecido por los jurados de ambas partes en litigio.
Me faltaría espacio para hacer recuento de todos los aspectos in-
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IV
Es fácil comprender por qué los historiadores modernos, educa-
dos en el espíritu Romano y empeñados en asociar todas las insti-
tuciones con Roma, encuentran difícil comprender el movimiento
comunalista de los siglos xi y xii. Este movimiento, con su afirma-
ción viril del individuo, que logró crear una sociedad mediante la
libre federación de los hombres, de los aldeas, de los pueblos, fue
la completa negación del espíritu unitario y centralizador Romano
mediante el cual se pretende explicar la historia en nuestras univer-
sidades. Dicho movimiento no está ligado a ninguna personalidad
histórica ni a ninguna institución central.
Este es un desarrollo natural, perteneciente, como la tribu y la
comuna aldeana, a una determinada fase de la evolución humana
y no a ninguna nación o región en particular. Esta es la razón por
la que la ciencia académica no puede ser sensible a su espíritu y el
porque los Agustín Thierrys y los Sismondis, que comprendieron el
espíritu de aquella época, no tuvieron seguidores en Francia, mien-
tras Luchaire es el único que ha retomado la tradición de los gran-
des historiadores de los periodos Merovingio y Comunalista. Esto
explica también por que, en Inglaterra y Alemania, la investigación
de este periodo así como la apreciación de sus fuerzas motivadoras,
es de origen reciente.
La comuna de la Edad Media, la ciudad libre, tiene su origen, por
una parte, en la comuna aldeana, y por otra, en las mil hermanda-
des y guildas que surgieron en este periodo independientemente
de la unión territorial. Como una federación de estas dos clases de
uniones, fue capaz de defenderse bajo la protección de sus recintos
fortificados y sus torres.
En muchas regiones fue un desarrollo pacífico. En otras –esto
se aplica en general a Europa Occidental– fue el resultado de una
revolución. Tan pronto como los habitantes de un municipio en
particular se sintieron lo suficientemente protegidos por sus mu-
rallas, formaron una “conjuración”, prestándose mutuamente jura-
mento para solucionar todos los asuntos pendientes concernientes
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V
Con estos elementos –libertad, organización de lo simple a lo
complejo, la producción y el intercambio realizados por las
guildas, el comercio con el extranjero controlado por la ciudad y
no por los individuos, así como la compra de provisiones por la
ciudad para venderlos a los ciudadanos a bajo precio– con estos
elementos, las ciudades de la Edad Media se convirtieron durante
los dos primeros siglos de su existencia libre en centros de
bienestar para todos los habitantes, centros de riqueza y cultura,
como no hemos visto ya desde entonces.
Consúltense los documentos que hacen posible comparar las
tarifas de remuneración del trabajo y el coste de las provisiones
–Rogers lo ha hecho en lo que concierne a Inglaterra y un gran
número de escritores alemanes en lo que concierne a Alemania– y
se verá que el trabajo del artesano e incluso el del simple jornalero,
eran remunerados en aquella época con una tarifa que no ha sido
alcanzada en nuestros días, ni siquiera entre los obreros mejor cua-
lificados. Pueden dar testimonio de ello los libros de cuentas de la
Universidad de Oxford (que cubren siete siglos empezando en el
XII) y de algunas regiones Inglesas así como los de un gran número
de ciudades Alemanas y Suizas.
Si se considera, por otro lado, el acabado artístico y la cantidad
de trabajo decorativo que el artesano de esta época ponía tanto
en las bellas obras de arte que producía, como en los más simples
utensilios domésticos –una barandilla, un candelero, una pieza de
cerámica–, se verá que en su trabajo no conocía la prisa, la pre-
cipitación, el exceso de trabajo de nuestra época; que podía forjar,
esculpir, tejer, o bordar a su placer, como en nuestros días solo pue-
den hacer un reducido número de artistas.
Finalmente, si se examina la lista de donativos a las iglesias y
a las casas comunales de la parroquia, la guilda o la ciudad, sea
en obras de arte –paneles decorativos, esculturas, hierro forjado o
piezas fundidas de metal– o sea en dinero, se verá el grado de bien-
estar conseguido en estas ciudades; se concebirá el espíritu de in-
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VI
Durante el siglo xvi, los bárbaros modernos vinieron a destruir
toda la civilización de las ciudades medievales. Estos bárbaros no
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mente firmaron la paz sobre las cabezas del campesino. Para com-
prar la paz, los entregaron al señor, fuera del territorio conquistado
por la comuna. En Italia y Alemania acabaron aceptando al señor
feudal como a un burgués, a condición de que residiera en la comu-
na. En otras partes los burgueses compartieron con el señor feudal
su dominio sobre el campesino. Y el señor se vengó del “pueblo
bajo” de las ciudades, al que odiaba y despreciaba, ensangrentando
sus calles con las luchas, y las represalias entre las familias nobles,
quienes no llevaron sus diferencias ante los síndicos y los jueces
comunales, sino que los resolvieron con la espada, en la calle, lle-
vando a una parte de los ciudadanos contra la otra.
El señor desmoralizó a la comuna con sus favores, sus intrigas,
su forma de vida señorial y su educación recibida en la Corte del
obispo o del rey. La indujo a compartir sus ambiciones, y el burgués
acabó imitando al señor y se convirtió a su vez en señor, enrique-
ciéndose con el comercio o con el trabajo de los siervos de las aldeas.
Después de lo cual el campesino ayudó a los reyes, a los empe-
radores, a los zares y a los papas cuando éstos se pusieron a recons-
truir sus reinos para dominar a las ciudades. Y donde los campesinos
no marcharon bajo sus órdenes, tampoco se les opusieron.
Es en la campiña, en un castillo fortificado, en medio de las co-
munidades rurales donde la monarquía empezó a establecerse. En
el siglo xii esta monarquía sólo existía de nombre, y en la actuali-
dad sabemos perfectamente lo que debemos opinar de los pícaros,
líderes de pequeñas bandas de bandidos que se adornaban con este
nombre; un nombre que en cualquier caso –como Agustín Thierry
ha observado tan bien– no significaba demasiado en aquella época,
cuando había un “rey de las redes” (entre los pescadores) o un “rey
de los mendigos”.
Lentamente, un barón con una situación más favorable en la re-
gión, y más poderoso o más astuto que los demás, lograba ponerse
por encima de sus colegas. La Iglesia no tardaba en prestarle apoyo.
Y por la fuerza, la astucia, el dinero, y en caso de necesidad por
medio de la espada o el veneno, uno de estos barones feudales iba
creciendo en poder a costa de los otros. Pero la autoridad real nunca
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Por otra parte, las ciudades del siglo xvi no eran ya lo que ha-
bían sido en los siglos xii, xiii y xiv.
Nacidas de la revolución libertadora, no tuvieron, sin embargo,
el coraje o la fuerza para extender sus ideas de igualdad ni a las
campiñas vecinas, ni a aquellos que vinieron más tarde a estable-
cerse en sus recintos, santuarios de libertad, donde crearon las artes
industriales.
En todas las ciudades encontramos una distinción entre las fa-
milias que hicieron la revolución del siglo xii y aquellos que se
establecieron más adelante en la ciudad. La vieja “guilda de los co-
merciantes” no quería aceptar a los recién llegados y se negaba a
absorber las “artes jóvenes”. Y de simple intendente de la ciudad
en los viejos tiempos, cuando se encargaba del comercio para la
ciudad entera, se convierte en intermediaria que se enriquece con
el comercio extranjero. Importó la ostentación oriental, se convir-
tió en prestamista de la ciudad, y más tarde se alió con el señor de
la ciudad y el sacerdote contra las antiguas normas; o en lugar de
eso buscó apoyo en el rey naciente para mantener su derecho
a enriquecerse y su monopolio comercial. Cuando el comercio se
convirtió en privado, significó el fin de la ciudad libre.
Además, las guildas de los antiguos oficios, que al principio
formaban parte de la ciudad y de su gobierno no querian ya
reconocer los mismos derechos a las jóvenes guildas, establecidas
más tarde por los oficios nuevos. Estas tienen que conquistar sus
derechos por una revolución, y es lo que hicieron. Pero mientras
que en algunas ciudades esta revolución fue el punto de partida
para la renovación de todos los aspectos de la vida y de todas las
artes (esto se ve claramente en Florencia), en otras ciudades
terminó con la victoria del popolo grasso sobre el popolo basso, con
una represión aplastante, con deportaciones en masa y
ejecuciones, especialmente cuando los señores y los sacerdotes.
¡Y interfirieron.no es necesario añadir que el rey usó como
pretexto la defen-sa de las clases bajas para aplastar a las clases
opulentas, para subyugar a ambos una vez se hubo convertido en
el amo de la ciudad!
Y entonces, las ciudades tenían que morir, ya que las ideas de los
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La victoria del Estado sobre las comunas de la Edad Media y las
instituciones federalistas de aquella época, no fue inmediata. Hubo
un periodo en que este resultado estuvo en duda.
Un inmenso movimiento popular, religioso en su forma y ex-
presiones, pero eminentemente igualitario y comunista en sus as-
piraciones, emergió en las ciudades y en los campos de la Europa
central.
Ya en el siglo xiv (en 1385 en Francia y en 1381 en Inglaterra) se
produjeron dos movimientos similares. Las dos poderosas subleva-
ciones de la Jacquerie y de Wat Tyler habían sacudido la sociedad
hasta sus cimientos. Ambas habían sido dirigidas principalmente
contra la nobleza, y aunque ambas fueron derrotadas, rompieron el
poder feudal. La sublevación de los campesinos en Inglaterra puso
fin a la servidumbre y la Jacquerie en Francia refrenó el desarrollo
de la servidumbre en su desarrollo de tal forma que esta institución
quedó en estado vegetativo, y no alcanzó jamás el desarrollo que
adquirió más tarde en Alemania y en el Este de Europa.
En el siglo xvi, se produjo un movimiento similar en el centro
de Europa. Con el nombre de Husitas se sublevaron en Bohemia,
y de Anabaptistas en Alemania, Suiza y los Países Bajos. Esto fue,
además de una rebelión contra los señores, una rebelión completa
contra el Estado y la Iglesia, contra el derecho Romano y canónico
en nombre del Cristianismo primitivo.
Por mucho tiempo desfigurado por los historiadores estatistas
y eclesiásticos, este movimiento empieza ahora a ser comprendido.
La libertad absoluta del individuo, que solo debía obedecer los
llamados de su conciencia, y el comunismo eran las señas de este
levantamiento. Y fue más tarde, cuando el Estado y la Iglesia logra-
ron exterminar a sus más ardientes defensores y dirigir la revuelta
hacia sus propios fines, que este movimiento se redujo en impor-
tancia y privado de su carácter revolucionario, se convirtió en la
Reforma Luterana.
Con Lutero el movimiento dio la bienvenida a los príncipes;
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VIII
El papel del Estado naciente en el siglo xvi y xvii en relación a
los centros urbanos fue destruir la independencia de las ciudades;
saquear las guildas ricas de los comerciantes y artesanos; concen-
trar en sus manos el comercio exterior de las ciudades y arruinarlo;
apoderarse de toda la administración interna de las guildas y some-
ter el comercio interior, así como la fabricación de todas las cosas
hasta en sus menores detalles a una hueste de funcionarios, y matar
de este modo la industria y las artes; adueñarse de las milicias loca-
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¡Si fuera solo papeleo! Pero significa también más de 20.000 fun-
cionarios y otro billón para el presupuesto. ¡Una bagatela para los
amantes del “orden” !
Pero en el fondo hay algo mucho peor. Es el principio que lo
destruye todo.
Los campesinos de una aldea tienen muchos intereses comunes;
intereses de hogar, de vecindad, de relaciones constantes. Inevi-
tablemente tienen que unirse para mil cosas diferentes. ¡Pero el
Estado no quiere esto, no puede consentir que se unan! Después
de todo el Estado les da la escuela, el cura, el gendarme y el juez
–esto debería ser suficiente. ¡Y si surgen otros intereses pueden ser
tratados por medio de los canales habituales del Estado y la Iglesia!
Así hasta 1883, los aldeanos de Francia tenían estrictamente
prohibido unirse, agremiarse, aunque sólo fuera para comprar jun-
tos fertilizantes químicos o para regar sus campos. No fue hasta
1883–1886 que la República garantizó este derecho a los campe-
sinos, votando la ley de uniones de oficios que sin embargo fue
aprobada con muchas precauciones y condiciones.
Y nosotros, embrutecidos por la educación Estatal, nos alegra-
mos de los progresos recientemente realizados por los sindicatos
agrícolas, sin sonrojarnos ante la idea de que este derecho que fue
negado a los campesinos hasta ahora, fue disfrutado por todo hom-
bre –libre o siervo– en la Edad Media. Como esclavos que somos,
vemos en estos progresos una “conquista de la democracia”. ¡Este
es el nivel de embrutecimiento que hemos alcanzado gracias a un
sistema educativo deformado y viciado por el Estado y a nuestros
prejuicios Estatistas!
IX
“Si en la ciudad o la aldea tienes intereses comunes, consulta al Es-
tado o a la Iglesia para tratarlos, pero unirse para ocuparse de estos
intereses esta prohibido.” Esta es la fórmula que resuena por toda
Europa desde el siglo xvi.
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Piotr Kropotkin
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El Estado y su papel histórico
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El Estado y su papel histórico
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El Estado y su papel histórico
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Piotr Kropotkin
X
Si se avanza más profundamente en estas diferentes categorias
de fenómenos que he mencionado en este corto esbozo,
entenderemos porque –viendo el Estado a lo largo de la historia,
y en la actualidad y convencidos de que una institución social no
puede prestarse a todos los objetivos deseados y como todo
órgano, se desarrolla de acuerdo a su función, en una dirección
definida y no en todas las posibles direcciones– uno entenderá,
digo, porque la conclusión a la que llegamos es que hay que
abolir el Estado.
Vemos esta Institución, desarrollada en la historia de las socie-
dades humanas para prevenir la asociación directa entre los hom-
bres, para arruinar el desarrollo de la iniciativa local e individual,
para aplastar las libertades existentes, para prevenir su nuevo flo-
recimiento –todo esto para someter a las masas a la voluntad de
las minorías.
Y sabemos que una institución que tiene tan largo pasado no
puede prestarse a una función opuesta a aquella para la que fue
desarrollada en el curso de la historia.
A este firme argumento, para alguien que ha meditado en la
historia, ¿qué réplica recibimos? Se nos responde con un argu-
mento bastante infantil:
“El Estado existe y representa una poderosa organización. ¿Por
qué no lo usamos en lugar de destruirlo? Éste opera para fines
malvados, pero la razón es que está en manos de los explotadores.
Si fuera tomado por el pueblo, ¿por qué no iba a poder ser usa-
do para mejores fines, para el bien del pueblo?”
Siempre el mismo sueño, como el del Marqués de Posa en el
drama de Schiller buscando hacer un instrumento de emancipa-
ción fuera del absolutismo; o el sueño del gentil Abad Pierre en
Roma de Zola buscando hacer de la Iglesia una palanca para el
socialismo
¡Qué triste tener que responder a tales argumentos! Pero aque-
llos que argumentan de esta manera no tienen una idea del ver-
dadero papel histórico del Estado, o ven la revolución social de
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El Estado y su papel histórico
forma tan superficial que deja de tener nada en común con sus
aspiraciones socialistas.
Tomemos el ejemplo concreto de Francia.
La gente inteligente habrá notado el hecho remarcable de que
la Tercera República, a pesar de su forma republicana de gobierno,
ha permanecido monárquica en esencia. Tenemos que criticar que
no se haya republicanizado Francia. Lo poco que ha sido hecho en
los últimos 25 años para democratizar las actitudes sociales o para
extender un poco la educación, ha sido hecho en todas partes, en
todas las monarquías europeas, bajo la presión de los tiempos que
estamos viviendo. Luego ¿de dónde ha venido esta extraña anoma-
lía de una república que permanece siendo monarquía?
Proviene del hecho de que Francia continúa siendo un Estado, y
exactamente lo ha sido desde hace treinta años. Los portadores del
poder han cambiado de nombre pero todo ese enorme andamiaje
ministerial, toda esa organización centralizada de trabajadores de
cuello blanco, toda esa imitación de la Roma de los Césares que se
ha desarrollado en Francia, toda esa enorme organización para ase-
gurar y extender la explotación de las masas en favor de unos pocos
grupos privilegiados, que es la esencia de la institución del Estado,
todo eso ha permanecido. Y aquellas ruedas burocráticas continúan
funcionando como en el pasado para intercambiar cincuenta docu-
mentos cuando el viento ha hecho caer un árbol en la carretera o
para transferir los millones deducidos de la nación para llenar las
arcas de los privilegiados. La estampa oficial en los documentos ha
cambiado, pero el Estado, su espíritu, sus órganos, su centraliza-
ción territorial, su centralización de funciones, su favoritismo, y su
papel como creador de monopolios continúa igual. Como un
pulpo sigue extendiendo sus tentáculos sobre el país.
Los republicanos –y estoy hablando de los republicanos since-
ros– han abrigado la ilusión de que se podría “utilizar la organiza-
ción del Estado” para realizar un cambio en una dirección Repu-
blicana, y estos son los resultados. Cuando fue necesario romper
la vieja organización, destruir el Estado y reconstruir una nueva
organización desde los verdaderos fundamentos de la sociedad
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El Estado y su papel histórico
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Expropiación
I
Se dice de Rothschild que, viendo su fortuna amenazada por la re-
volución de 1849, se le ocurrió la siguiente estratagema: “Estoy dis-
puesto a admitir”, dijo, “que mi fortuna ha sido acumulada a expen-
sas de otros, pero si fuera dividida entre los millones de europeos
mañana mismo, la parte que le pertenecería a cada uno sería solo
de cinco chelines”.
Habiendo dado publicidad a su promesa, nuestro millonario
procedió a pasear tranquilamente, como tenía costumbre, por las
calles de Frankfurt. Tres o cuatro transeúntes le demandaron sus
cinco chelines, que él desembolsó con una sonrisa sardónica. Su
estratagema tuvo éxito y la familia del millonario permanece aún
en posesión de sus riquezas.
Los cerebros astutos de las clases medias razonan de esta misma
manera cuando dicen: “Ah, expropiación, yo sé lo que significa. Tú
tomas todos los abrigos y los pones en un montón, y cada uno es
libre de mirar por sí mismo y pelear por el mejor.”
Pero tales burlas son irrelevantes, así como poco serias. Lo que
queremos no es una redistribución de abrigos. Tampoco queremos
repartir la riqueza de los Rothschilds. Lo que queremos es organi-
zar las cosas para que todo ser humano nacido en este mundo tenga
asegurada la oportunidad de aprender alguna ocupación provecho-
sa y pueda llegar a ser hábil con ella; después será libre de trabajar
sin amos ni propietarios, y sin entregar a los arrendadores o capi-
talistas la parte del león de lo que produce. En cuanto a la riqueza
celebrada por los Rothschilds o los Vanderbilts, nos servirá para
organizar nuestro sistema de producción comunal.
El día en que el trabajador pueda cultivar la tierra sin pagar la
mitad de lo que produce, el día en que las máquinas necesarias para
preparar la tierra y tener buenas cosechas estén a libre disposición
de los agricultores, el día en que el obrero de la fábrica produzca
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Piotr Kropotkin
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Expropiación
II
El propietario debe sus riquezas a la pobreza de los campesinos, y
la riqueza de los capitalistas tiene la misma fuente.
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Expropiación
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Expropiación
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Piotr Kropotkin
para que a nadie le falte nada, para que ni un solo hombre sea forza-
do a vender su fuerza de trabajo para obtener una mera subsisten-
cia para sí mismo y sus hijos. Esto es lo que queremos decir cuando
hablamos de expropiación; que será nuestro deber durante la revo-
lución, cuya llegada esperamos, no de aquí a doscientos años, pero
pronto, muy pronto.
III
Las ideas del Anarquismo en general y de la Expropiación en par-
ticular, encuentran mucha más simpatía entre hombres de carác-
ter independiente, y entre aquellos para quienes la ociosidad no
es el ideal supremo. “¡Quieto”, nos advierten a menudo nuestros
amigos, “ten cuidado no vayas demasiado lejos! La Humanidad no
puede ser cambiada en un día, así que no tengas demasiada prisa
con tus ideas de Expropiación. Encontramos el impulso revolucio-
nario detenido a mitad de camino, agotándose en medidas incom-
pletas, que no contentarán a nadie, y que mientras tanto producen
una tremenda agitación en la sociedad, deteniendo sus actividades
habituales, no tendrían poder sobre sus propias vidas, y solamente
propagarían el descontento e inevitablemente prepararán el cami-
no para el triunfo de la reacción.
Hay, en efecto, en un Estado moderno relaciones establecidas
que son prácticamente imposibles de modificar si se las ataca solo
en detalle. Hay ruedas dentro de ruedas en nuestra organización
económica –la maquinaria es tan compleja e interdependiente que
ninguna parte puede ser modificada sin perturbar la totalidad–.
Esto se verá claro tan pronto como hagamos un intento de expro-
piación.
Supongamos que en cierto país una forma limitada de Expro-
piación es llevada a cabo; por ejemplo, como recientemente sugirió
Henry George, sólo la propiedad de los grandes terratenientes sea
confiscada, mientras las fábricas se dejan intocadas; o que en cierta
ciudad, la propiedad de las viviendas es tomada por la comunidad,
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Expropiación
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Piotr Kropotkin
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Expropiación
tafísica escolástica. Los banquetes de los ricos son cosa de lujo, pero
la comida del trabajador es una parte de la producción, como el fuel
para la máquina de vapor.
Lo mismo ocurre con la ropa: si los economistas que establecen
la distinción entre artículos de producción y consumo vistieran a la
moda de Nueva Guinea, entenderíamos su objeción. Pero los hom-
bres que no escribirían ni una palabra sin una camisa puesta no
están en posición de trazar una linea tan dura y rápida entre su ca-
misa y su pluma. Y si bien los delicados vestidos de las damas deben
ciertamente ser clasificados como objetos de lujo, hay sin embargo
cierta cantidad de lino, algodón y lana que es una necesidad vital
para el productor. La camisa y zapatos con que va al trabajo, la go-
rra y la chaqueta que se quita cuando acaba su jornada de trabajo,
son tan necesarios como el martillo al yunque.
En todo caso, nos guste o no, esto es lo que el pueblo entiende
por una revolución. Tan pronto como hayan acabado con el Gobier-
no, buscarán primero asegurarse viviendas decentes y suficiente
comida y ropas –libres de rentas y tasas–.
Y el pueblo estará en lo cierto. Los métodos del pueblo estarán
más en concordancia con la ciencia que los de los economistas que
trazan tales distinciones entre los instrumentos de producción y los
artículos de consumo. El pueblo entiende que este es sólo el punto
en que la Revolución empieza; y colocarán los fundamentos de la
ciencia económica digna de tal nombre, una ciencia que podría ser
llamada: “El Estudio de las Necesidades de la Humanidad, y los Me-
dios Económicos para satisfacerlas”.
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La Comuna de París
I
El 18 de marzo de 1871, el pueblo de París se sublevó contra un
poder detestado y despreciado por todos y declaró la ciudad de Pa-
rís independiente, libre, dueña de sí misma.
Este derribo del poder central se hizo incluso sin la puesta en es-
cena ordinaria de una revolución: ese día no hubo disparos de fusil,
ni charcos de sangre vertida tras las barricadas. Los gobernantes
se eclipsaron ante el pueblo armado, que se echó a la calle: la tropa
evacuó la ciudad, los funcionarios se apresuraron a huir hacia Ver-
salles llevándose todo lo que pudieron llevarse. El gobierno se eva-
poró, como una charca de agua pútrida con el soplo de un viento
de primavera, y en el xix, París, sin haber vertido apenas una gota
de la sangre de sus hijos, se encontró libre de la contaminación que
apestaba la gran ciudad.
Y, sin embargo, la revolución que acababa de realizarse de este
modo abría una nueva era en la serie de revoluciones, por las que
los pueblos marchan de la esclavitud a la libertad. Bajo el nombre
de Comuna de París, nació una idea nueva, llamada a convertirse
en el punto de partida de las revoluciones futuras.
Como ocurre siempre con la grandes ideas, no fue el produc-
to de la concepción de un filósofo, de un individuo: nació en el
espíritu colectivo, salió del corazón de un pueblo entero; pero al
principio fue vaga y muchos entre los mismos que la realizaron y
que dieron la vida por ella, no la imaginaron entonces tal como la
concebimos hoy en día; no se dieron cuenta de la revolución que
inauguraban, de la fecundidad del nuevo principio que intentaban
poner en práctica. Fue sólo en su aplicación práctica, cuando se
empezó a entrever su importancia futura; fue sólo en el trabajo del
pensamiento que ocurrió más tarde, cuando este nuevo principio
se precisó más y más, se determinó y apareció con toda su lucidez,
toda su belleza, su justicia y la importancia de sus resultados.
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Piotr Kropotkin
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La Comuna de París
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La Comuna de París
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Piotr Kropotkin
II
Diez años nos separan ya del día, en que el pueblo de París, de-
rrocando el gobierno de los traidores que se hicieron con el poder
a la caída del Imperio, se constituyó en Comuna y proclamó su
independencia absoluta. Y, sin embargo, es todavía hacia esa fecha
del 18 de marzo de 1871, hacia donde se dirigen nuestras miradas,
es a ella, donde están ligados nuestros mejores recuerdos; es el
aniversario de esa jornada memorable lo que el proletariado de
dos mundos se propone festejar solemnemente, y, mañana por la
tarde, centenares de miles de corazones obreros latirán al unísono,
hermanándose a través de fronteras y océanos, en Europa, en los
Estados Unidos, en América del Sur, al recuerdo de la revuelta del
proletariado parisino.
Porque la idea, por la que el proletariado francés vertió su san-
gre en París y por la que ha sufrido las plagas de Nueva Caledonia,
es una de esas ideas que, por sí mismas, contienen toda una revo-
lución, una idea amplia que puede acoger bajo los pliegues de su
bandera todas las tendencias revolucionarias de los pueblos que
marchan hacia su liberación.
Ciertamente, si nos limitamos a observar sólo los logros reales
y tangibles alcanzados por la Comuna de París, deberemos decir
que esta idea no fue suficientemente amplia, que sólo abarcó una
parte mínima del programa revolucionario. Pero, si observamos,
por el contrario, el espíritu que inspiró a las masas del pueblo, en
el movimiento del 18 de marzo, las tendencias que intentaron salir
a la luz y que no tuvieron tiempo para pasar al campo de la reali-
dad, porque, antes de florecer, fueron asfixiadas bajo montones de
cadáveres, entonces comprederemos toda la importancia del movi-
miento y las simpatías que inspira en el seno de las clases obreras
de los dos mundos. La Comuna entusiasma los corazones, no por
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La Comuna de París
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Piotr Kropotkin
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La Comuna de París
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Piotr Kropotkin
III
Las celebraciones y reuniones públicas organizadas el 18 de mar-
zo en todas las ciudades donde hay grupos socialistas constituidos
merecen toda nuestra atención, no sólo como una manifestación
del ejército de los proletarios, sino más aún como expresión de los
sentimientos que animan a los socialistas de los dos mundos. Uno
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La Comuna de París
“se cuenta” así mejor que por todos los boletines imaginables y uno
formula sus aspiraciones en total libertad, sin dejarse influenciar
por consideraciones de táctica electoral.
En efecto, los proletarios reunidos ese día en los mítines ya no
se limitan a elogiar el heroísmo del proletariado parisiense, ni a
clamar venganza contra las masacres de mayo. Reafirmándose en
el recuerdo de la lucha heroica de París, van más lejos. Discuten
las enseñanzas que hay que extraer de la Comuna de 1871 para
la próxima revolución; se preguntan cuáles fueron los errores de
la Comuna y ello no por criticar a los hombres, sino para hacer
resaltar como los prejuicios sobre la propiedad y la autoridad que
reinaban en ese momento impidieron a la idea revolucionaria flo-
recer, desarrollarse e iluminar el mundo entero con sus luces vivi-
ficadoras.
La enseñanza de 1871 ha aprovechado al proletariado del mundo
entero y, rompiendo con los viejos prejuicios, los proletarios han
dicho clara y simplemente como entienden su revolución.
A partir de ahora es seguro que la próxima sublevación de las
comunas ya no será simplemente un movimiento comunalista. Los
que aún piensan que hay que establecer la comuna independiente
y después, en esa comuna, ensayar reformas económicas, han sido
sobrepasados por el desarrollo del espíritu popular. Es por actos re-
volucionarios socialistas, aboliendo la propiedad individual, como
las comunas de la próxima revolución afirmarán y constituirán su
independencia.
El día en que, como consecuencia del desarrollo de la situación
revolucionaria, los gobiernos sean barridos por el pueblo y la des-
organización arrojada a los campos de la burguesía, que no se man-
tienen más que por la protección del Estado, ese día –y no está
lejos– el pueblo insurgente no esperará a que un gobierno cual-
quiera decrete en su sabiduría inaudita unas reformas económicas.
Él mismo abolirá la propiedad individual por medio de la expropia-
ción violenta, tomando posesión, en nombre del pueblo entero, de
toda la riqueza social acumulada por el trabajo de las generaciones
precedentes. No se limitará a expropiar a los detentadores del ca-
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Piotr Kropotkin
pital social por un decreto que sería letra muerta: tomará posesión
de él sobre la marcha y establecerá sus derechos utilizándolo sin
demora. Se organizará él mismo en el taller para hacerlo funcionar;
cambiará su cuchitril por un alojamiento saludable en la casa de un
burgués; se organizará para utilizar inmediatamente toda la riqueza
acumuladada en las ciudades; tomará posesión de la misma como
si esta riqueza nunca le hubiese sido robada por la burguesía. Una
vez desposeído el barón industrial que extrae su botín del obrero,
la producción continuará, desembarazándose de las trabas que la
dificultan, aboliendo las especulaciones que la matan y los enredos
que la desorganizan y, tranformándose conforme a las necesidades
del momento bajo el impulso que le proporcionará el trabajo libre.
«Jamás volverá a cultivarse en Francia como en 1783, después de
que la tierra fuese arrebatada de manos de los señores», escribió
Michelet. Jamás se ha trabajado como se trabajará el día en que el
trabajo sea libre, en que cada progreso del trabajador sea una fuen-
te de bienestar para toda la Comuna.
Respecto a la riqueza social, se ha intentado establecer una dis-
tinción y se ha llegado incluso a dividir al partido socialista a pro-
pósito de esta distinción. La escuela que hoy en día se llama colec-
tivista, substituyendo el colectivismo de la antigua Internacional
(que no era sino el comunismo antiautoritario) por una especie de
colectivismo doctrinario, ha intentado distinguir entre el capital
que sirve a la producción y la riqueza que sirve a las necesidades
de la vida. La máquina, la fábrica, la materia prima, las vías de co-
municación y el suelo de una parte, las viviendas, los productos
manufacturados, los vestidos, los artículos, de otra. Los unos se
convierten en propiedad colectiva, los otros están destinados, se-
gún los doctos representantes de esta escuela, a permanecer pro-
piedad individual.
Se ha intentado establecer esta distinción. Pero el buen sentido
popular ha dado cuenta de ella rápidamente. Errónea en teoría, ha
sucumbido ante la práctica de la vida. Los trabajadores han com-
prendido que la casa que nos refugia, el carbón y el gas que quema-
mos, los alimentos que quema la máquina humana para mantener
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La Comuna de París
«Que cada cual coja del montón lo que necesite y estemos segu-
ros de que en los graneros de nuestras ciudades habrá alimentos
suficientes para alimentar a todo el mundo hasta el día en que la
producción libre emprenderá su nueva marcha. En los almacenes
de nuestras ciudades, hay suficientes vestidos para vestir a todo el
mundo, acumulados allí, sin encontrar salida, al lado de la miseria
general. Hay incluso suficientes objetos de lujo para que todo el
mundo elija a su gusto».
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La Comuna de París
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A los jóvenes
I
A éstos me dirijo, que los viejos –los viejos de corazón y de espíritu,
entiéndase bien– no se molesten en leer lo que no ha de afectarles
en nada.
Supongo que tenéis dieciocho o veinte años, habéis terminado
vuestro estudio o aprendizaje y entráis en el gran mundo; supongo
también que vuestra inteligencia se ha purgado de las imbecilidades
con que han pretendido atrofiarla y obscurecerla vuestros maestros,
y que hacéis oídos de mercader a los continuos sofismas de los parti-
darios del obscurantismo; en una palabra, que no sois de esos desdi-
chados engendros de una sociedad decadente que sólo procuran por
la buena forma de sus pantalones, lucir su figura de monos sabios en
los paseos, sin haber gustado en la vida más que la copa de la dicha,
obtenida a cualquier precio… Todo al contrario de esto, os juzgo de
entendimiento recto, y sobre todo, dotados de gran corazón.
La primera duda que surge en vuestra imaginación es ésta: “¿Qué
voy a ser?”. Esta pregunta os la habéis hecho cuantas veces la razón
os ha permitido discernir.
Verdaderamente que cuando se está en esa temprana edad en que
todo son sueños de color de rosa no se piensa en hacer mal alguno.
Después de haberse estudiado una ciencia o un arte –a expensas de
la sociedad, nótese bien– nadie piensa en utilizar los conocimientos
adquiridos como instrumento de explotación y en beneficio exclu-
sivo, y muy depravado por el vicio debiera estar en verdad el que
siquiera una vez no haya soñado en ayudar a los que gimen en la
miseria del cuerpo y la miseria de la inteligencia. Habéis tenido uno
de esos sueños, ¿no es verdad? Pues estudiemos el modo de
convertirlo en realidad.
No sé la posición social que ha presidido a vuestro nacimiento;
quizá favorecidos por la suerte habéis podido adquirir conocimien-
tos científicos, y sois médicos, abogados, literatos, etc.…; si es así a
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Piotr Kropotkin
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Piotr Kropotkin
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A los jóvenes
II
Abordemos otro punto. Suponemos que habéis terminado vuestra
carrera de Derecho y, por consiguiente, os halláis abocado a
desempeñar un puesto en el foro, halagado por las más bellas
ilusiones respecto a vuestro porvenir –os hago justicia de que
comprendéis lo que el altruismo significa–. Quizás entonces
digáis: ¿Hay nada más noble que dedicar la vida a una lucha
vigorosa contra toda injusti-cia, aplicar sus facultades al triunfo
de la ley, que es la expresión de la justicia suprema?
Perfectamente: como todavía no tendréis experiencia propia os
veis obligado a recurrir a las crónicas judiciales, donde encontraréis
hechos que os ilustren.
Aquí tenemos, por ejemplo, a un rico propietario que pide la
expul-sión de un colono que no ha podido pagar, por efecto de
cualquier circunstancia fortuita, la renta convenida. Desde el
punto de vista legal, no hay escape, si el pobre labrador no paga,
sea cual sea la causa que lo imposibilite, debe ser expulsado de la
finca: en este punto la ley es inexorable.
Si os conformáis con la exterioridad de los hechos pediréis la ex-
pulsión creyendo que así cumplís con vuestro deber; sí, por el con-
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A los jóvenes
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Piotr Kropotkin
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A los jóvenes
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A los jóvenes
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A los jóvenes
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Piotr Kropotkin
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A los jóvenes
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Piotr Kropotkin
III
Hoy es fácil ser breve al dirigirse a vosotros jóvenes del pue-blo;
la fuerza misma de las cosas os impele a ser anarquistas, por poco
que penséis y razonéis.
Salir de las filas del pueblo y no dedicarse, a ser posible, al triun-
fo de la revolución, es desconocer vuestro verdadero interés y aban-
donar vuestra causa y vuestra verdadera misión histórica.
¿Recordáis la época en que de niños aún fuisteis una tarde de
invierno a jugar en vuestra oscura callejuela? El frío os
penetraba a
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A los jóvenes
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