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Piotr Kropotkin

El espíritu de rebelión
y otros escritos
Los textos El espíritu de la rebelión, El Estado y su papel
histórico han sido traducidos al castellano expresamente
para la presente obra recopilatoria por Ediciones
Marginales. La Comuna de París, Expropiación y A los jóvenes
han sido tomados de La Biblioteca Anarquista Antycopyright.

El libro ha sido impreso en papel reciclado y encuadernado a mano.


Este libro puede ser copiado libre y tranquilamente.
Índice

  5 El espíritu de rebelión


 25 El Estado y su papel histórico

 77 Expropiación

 89 La Comuna de París

105 A los jóvenes


El espíritu de rebelión

I
En la vida de las sociedades, hay épocas en que la Revolución llega
a ser una necesidad imperiosa, en que ésta se impone de una ma-
nera absoluta. Las nuevas ideas germinan por todas partes, buscan-
do salir a la luz y encontrar su aplicación en la vida, pero chocan
continuamente con la inercia de aquellos interesados en mantener
el antiguo régimen y ahogar estas ideas en la atmósfera sofocante
de los antiguos prejuicios y tradiciones. Las ideas heredadas sobre
la constitución de los Estados, sobre las leyes del equilibrio social,
sobre las relaciones políticas y económicas de los ciudadanos entre
sí, se enfrentan a la crítica severa que las debilita cada día, en cada
ocasión, tanto en el salón como en el cabaret, en las obras de filoso-
fía como en la conversación cotidiana. Las instituciones políticas,
económicas y sociales decaen; el edificio ha llegado a ser inhabita-
ble e impide el desarrollo de los brotes que crecen entre sus muros
agrietados.
La necesidad de una vida nueva se hace sentir. El código de mo-
ralidad establecido, que rige a la mayor parte de los hombres en
su vida cotidiana, no parece ser suficiente. Se percibe que tal cosa,
considerada anteriormente la más justa, no era más que una irri-
tante injusticia: la moralidad de ayer es vista hoy como una inmo-
ralidad indignante. El conflicto entre las ideas nuevas y las viejas
tradiciones estalla en todas las clases sociales. El hijo entra en lu-
cha con su padre, encontrando indignante lo que este consideró
natural durante toda su vida; la hija se rebela contra los principios
que su madre le transmitió como fruto de una larga experiencia. La
conciencia popular se subleva cada día contra los escándalos que
se producen en el seno de la clase privilegiada y ociosa, contra los
crímenes que se cometen en nombre del derecho del más fuerte,
para mantener sus privilegios. Aquellos que quieren el triunfo de
la justicia, que quieren poner en práctica las ideas nuevas, se ven

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Piotr Kropotkin

forzados a reconocer que la realización de sus ideas generosas, hu-


manitarias, regeneradoras, no puede tener lugar en la sociedad tal
como está constituida: comprenden la necesidad de una tormenta
revolucionaria que barra todo este moho, que dé aliento a los co-
razones entumecidos y aporte a la humanidad el sacrificio, la ab-
negación, el heroísmo, sin los cuales una sociedad se envilece, se
degrada, se descompone.
La máquina gubernamental, encargada de mantener el orden
existente, funciona todavía bien. Pero, con cada giro de sus ruedas
destartaladas, tropieza y se detiene. Su funcionamiento se vuelve
cada vez más difícil, y el descontento excitado por sus defectos es
creciente. Cada día le surgen nuevas exigencias. “¡Reforma aquí,
reforma allá!” se grita por todos lados. “Guerra, finanzas, impues-
tos, tribunales, policía, todo para reorganizar, retocar, construir
so-bre nuevas bases”, dicen los reformadores. Y sin embargo,
comprende que es imposible arreglar una sola parte, ya que
forma parte de un todo; y todo debe arreglarse a la vez; ¿y como
hacerlo cuando la sociedad está dividida en dos bandos abier-
tamente hostiles? Satisfacer a los descontentos sería crear nuevos
descontentos.
Incapaces de lanzarse a la vía de las reformas, ya que esto sería
impulsar la Revolución, y al mismo tiempo, demasiado impotentes
para entregarse tranquilamente a la reacción, los gobiernos se apli-
can en aprobar “semi–medidas” que no satisfacen a nadie y no ha-
cen más que suscitar nuevos descontentos. Las mediocridades que
se encargan en estas épocas transitorias de llevar la barca guberna-
mental, no aspiran más que a una sola cosa: enriquecerse, en previ-
sión de la próxima derrota. Atacados por todos lados, se defienden
desmañadamente, van a la deriva, haciendo tontería tras tontería,
y logrando pronto cortar la última cuerda de salvación, ahogan el
prestigio gubernamental en el ridículo de su incompetencia.
En estas épocas, la Revolución se impone y llega a ser una nece-
sidad social; la situación es una situación revolucionaria.
Cuando estudiamos en nuestros mejores historiadores la géne-
sis y el desarrollo de los grandes sucesos revolucionarios nos en-

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El espíritu de rebelión

contramos normalmente bajo este título: “Las causas de la Revolu-


ción”, un cuadro conmovedor de la situación en la víspera de los
acontecimientos. La miseria del pueblo, la inseguridad general, las
medidas vejatorias del gobierno, los odiosos escándalos que mues-
tran los grandes vicios de la sociedad, las ideas nuevas buscando
hacerse sitio y chocando contra la incapacidad de los secuaces del
antiguo régimen; nada falta. Contemplando este cuadro, se llega a
la convicción de que la Revolución era en efecto inevitable, que no
había otra salida que la vía de los actos insurreccionales.
Tomemos como ejemplo la situación que precede a 1789, tal
como nos la muestran los historiadores. Casi podemos oír al cam-
pesino lamentarse del impuesto de la sal, de los impuestos feudales,
y ver en su corazón un odio implacable al señor, al fraile, al acapa-
rador, al intendente. Nos parece ver a los burgueses lamentarse de
haber perdido sus libertades municipales y abrumar al rey con el
peso de sus maldiciones. Escuchamos al pueblo reprobar a la reina,
sublevarse ante lo que hacen los ministros, y decirse a cada instante
que los impuestos son intolerables y desorbitantes, que las cose-
chas son malas y el invierno demasiado riguroso, que los abogados
de las ciudades consumen la cosecha de los campesinos, que los
guardias rurales juegan a ser reyezuelos, que el correo mismo está
mal organizado y los empleados son demasiado perezosos. En po-
cas palabras, nada funciona, todos protestan. “¡Esto no puede durar,
esto acabará mal!” se oye por todas partes.
Pero, de estos razonamientos favorables a la insurrección, a la re-
belión propiamente dicha, hay todo un abismo, que es el que separa
en la mayor parte de la humanidad el razonamiento de la acción, el
pensamiento de la voluntad, de la necesidad de actuar.¿Cómo pues
este abismo puede ser franqueado?¿Cómo los hombres que toda-
vía ayer mismo se lamentaban mansamente de su suerte, fumando
sus pipas, y que, un momento después saludaban humildemente al
mismo guardia rural, al mismo gendarme del que hace un momento
hablaban mal, ¿cómo unos días más tarde, estos mismo hombres
cogieron sus guadañas y sus garrotes y fueron a atacar al señor en
su castillo, hasta ayer tan terrible? ¿Por qué arte de encantamiento,

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Piotr Kropotkin

estos hombres que eran tratados con razón de cobardes por sus
mujeres se transforman de pronto en héroes que marchan bajo las
balas y la metralla a la conquista de sus derechos? ¿Cómo estas
palabras, tantas veces pronunciadas antaño y que se perdían en el
aire como el sonido de las campanas, son por fin transformadas en
actos?
La respuesta es fácil.
Es la acción, la acción continuada, renovada sin cesar de las mi-
norías la que obra esta transformación. El coraje, la abnegación, el
espíritu de sacrificio son tan contagiosos como la poltronería, la
sumisión y el pánico.
¿Qué formas tomará la agitación?
Pues bien, tomará las formas más variadas, que le serán dictadas
por las circunstancias, los medios, los temperamentos. Unas veces
sombría, otras alegre, pero siempre valiente, unas veces colectiva,
otras veces puramente individual, la agitación no descuida ninguno
de los medios que tiene a mano, ninguna circunstancia de la vida
pública, para mantener siempre el espíritu alerta, para propagar
el descontento, para excitar el odio contra los explotadores, ridi-
culizar a los gobernantes, demostrar su debilidad, y sobre todo y
siempre, para despertar la audacia y el espíritu de rebelión,
predicando con el ejemplo.

II
Cuando en un país se produce una situación revolucionaria, sin que
el espíritu de rebelión esté todavía lo suficientemente despierto en
las masas para traducirse en manifestaciones tumultuosas en las
calles, o en motines y levantamientos, es por su acción que las mi-
norías consiguen despertar ese sentimiento de independencia y ese
soplo de audacia sin los cuales ninguna revolución podrá realizarse.
Hombres de buen corazón que no se contentan solo con pala-
bras, y que buscan llevarlas a la práctica, personas íntegras para las
que la acción y la idea son la misma cosa, para quienes la prisión, el

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El espíritu de rebelión

exilio o la muerte son preferibles a una vida en desacuerdo con sus


principios; hombres intrépidos que saben que es necesario arries-
gar para salir triunfante, que son los valientes centinelas que enta-
blan el combate, por delante de las masas, siendo un estímulo para
levantar resueltamente la bandera de la insurrección y marchar,
con las armas en la mano, a la conquista de sus derechos.
En medio de las quejas, de las charlas, de las discusiones teóricas,
un acto de rebelión, individual o colectivo, se produce, aglutinando
las aspiraciones dominantes. Es posible que en un primer momento
la masa sea indiferente aunque admire el coraje del individuo o del
grupo iniciador; es posible que la masa prefiera antes seguir a los
sabios, a los prudentes, que se apresuran en tachar este acto de “lo-
cura” y en decir que “los locos, los cabezas calientes nos van a com-
prometer a todos”. Estos sabios lo tienen tan bien calculado, que
su partido1, prosiguiendo lentamente su obra, conseguirá en cien
años, doscientos años, trescientos años conquistar el mundo ente-
ro. Pero he aquí que lo imprevisto entra en juego; lo imprevisto, en
realidad, es lo que no ha sido previsto por ellos, por los sabios y los
prudentes. Cualquiera que conozca un poco la historia y tenga un
cerebro un poco ordenado, sabrá perfectamente que una propagan-
da teórica de la Revolución se traduce necesariamente en actos an-
tes de que los teóricos hayan decidido que el momento de actuar ha
llegado; sin embargo, los sabios teóricos se enfadan con los locos,
los excomulgan y anatemizan. Pero los locos encuentran simpatías,
las masas populares aplauden secretamente su audacia y encuen-
tran imitadores. A medida que los mejores de entre ellos llenan las
cárceles y los penales, otros llegan para continuar su obra; los actos
de protesta ilegal, de rebelión y de venganza se multiplican.
La indiferencia es en adelante imposible. Aquellos que, al princi-
pio, no se preocupaban de lo que querían los “locos” se ven forzados
a prestarles atención, a discutir sus ideas, a tomar partido a favor
o en contra. Pero los hechos que se imponen a la atención general,
las nuevas ideas se meten en los cerebros y conquistan seguidores.
Una acción hace a menudo más propaganda que miles de folletos.
Pero sobre todo, se despierta el espíritu de revuelta y empieza

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Piotr Kropotkin

a germinar la audacia. El antiguo régimen, armado con policías,


magistrados, gendarmes y soldados parecía invencible, así como los
viejos muros de la Bastilla parecían también inexpugnables ante los
ojos del pueblo desarmado, reunido bajo sus altas murallas guar-
necidas de cañones prestos a abrir fuego. Pero pronto se vio que el
régimen establecido no tenía la fuerza que se le suponía. Algunos
actos de valentía bastaron para trastornar durante unos días la má-
quina gubernamental, para sacudir al coloso; esta revuelta puso en
desorden toda una provincia, y la tropa, siempre tan imponente,
reculó ante un puñado de campesinos armados con piedras y palos;
el pueblo se dio cuenta de que el monstruo no era tan temible como
parecía, y comenzó a entrever que bastarían algunos esfuerzos
enérgicos para derribarlo. La esperanza creció en sus corazones, y
recordemos que si la exasperación impulsa a menudo las revueltas,
es siempre la esperanza de vencer lo que hace las revoluciones.
El gobierno resiste y reprime con furia. Pero si, en otro tiempo la
represión acababa con la energía de los oprimidos, ahora en los mo-
mentos de efervescencia, produce el efecto contrario. La represión
provoca nuevos actos de rebelión, individual y colectiva; mueve
las rebeliones al heroísmo, y poco a poco estos actos se asientan,
se ge-neralizan, se desarrollan. El partido revolucionario se
refuerza con elementos que hasta entonces le eran hostiles, o se
encenagaban en la indiferencia. La descomposición alcanza al
gobierno, a las clases dirigentes, a los privilegiados: los unos
empujan a la resistencia a ultranza, los otros se pronuncian por
las concesiones, y otros aún se ven dispuestos a renunciar por el
momento a sus privilegios para apaciguar el espíritu de rebelión,
libres de aplicar la represión más tarde. La cohesión del gobierno
y de los privilegiados se rompe.
Las clases dirigentes todavía pueden intentar recurrir a una re-
acción furiosa. Pero ya no es el momento; la lucha se agudiza, y la
Revolución que se anuncia será más sangrienta. Por otro lado las
pequeñas concesiones de parte de las clases dirigentes, puesto que
llegan demasiado tarde, puesto que son arrancadas por la lucha,
no hacen más que despertar el espíritu revolucionario. El pueblo,
que en otro momento se contentaría con estas concesiones, se da
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El espíritu de rebelión

cuenta de que el enemigo flaquea: prevé la victoria, siente crecer su


audacia y los mismos hombres que antiguamente, aplastados por
la miseria, se contentaban con suspirar en su escondrijo, levantan
ahora la cabeza y marchan fieramente a la conquista de un futuro
mejor.
Finalmente, la Revolución estalla, tanto más violenta cuanto
más encarnizada ha sido la lucha precedente.
La dirección que tomará la Revolución depende de toda la suma
de circunstancias que han determinado la llegada del cataclismo.
Pero puede ser prevista de antemano según la fuerza de acción re-
volucionaria desplegada en el periodo preparatorio por los partidos
más adelantados.
Tal partido habrá elaborado mejor las teorías que preconiza y el
programa que es necesario realizar, y lo habrá propagado mejor por
la palabra y por la pluma. Pero no habrá afirmado quizá suficien-
temente sus aspiraciones para el gran día, en la calle, por los actos
que serán la realización de su pensamiento; ha tenido la potencia
teórica, pero no tiene la potencia de acción; o quizá no ha actuado
contra quienes son sus principales enemigos, no ha golpeado a las
instituciones que aspira a demoler; no ha contribuido a despertar el
espíritu de rebelión, o ha descuidado dirigirlo contra quien inten-
tará reaccionar a la Revolución. Pues bien, este partido es poco co-
nocido; sus afirmaciones no han sido afirmadas continuadamente,
día a día, por los actos cuya resonancia alcanzaría hasta las cabañas
más aisladas, no están suficientemente mezclados en la masa del
pueblo; no han pasado por el crisol de la calle y no han encontrado
su enunciado más simple, que se resume en una sola palabra, llegar
a ser popular. Los más activos escritores del partido son conocidos
por sus lectores como pensadores de mérito, pero no tienen ni la
reputación ni las capacidades del hombre acción; y el día en que las
masas bajen a la calle, seguirán muchos de los consejos de aquellos
que tengan, quizá, las ideas teóricas menos nítidas y las aspiracio-
nes de menos alcance, pero que sean más conocidos, ya que les han
visto actuar.
El partido que haga más acciones de agitación revolucionaria,

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Piotr Kropotkin

que manifieste más vida y valentía, será el más escuchado el día


en que sea necesario actuar, en que haya que marchar delante para
hacer la Revolución. Aquellos que no tengan la valentía de afirmar-
se con sus acciones revolucionarias en el periodo de preparación,
aquellos que no tengan una fuerza impulsora lo bastante pujante
como para inspirar a los individuos y a los grupos el sentimiento
de abnegación, el anhelo irresistible de poner sus ideas en práctica
(si este anhelo existe, será traducido en acciones mucho antes de
que la muchedumbre entera baje a las calles), aquellos que no han
logrado darse a conocer y cuyas aspiraciones sean menos palpa-
bles y comprensibles, ese partido no tendrá más que una pequeña
oportunidad de realizar una pequeña parte de su programa. Será
desbordado por los partidos de acción.
He aquí lo que nos enseña la historia de los periodos que pre-
cedieron las grandes revoluciones. La burguesía revolucionaria lo
ha comprendido perfectamente y no ha descuidado ningún medio
de agitación para despertar el espíritu de rebelión cuando buscaba
derribar el régimen monárquico; el campesino francés del siglo pa-
sado lo comprendía bastante instintivamente cuando se agitó para
abolir los derechos feudales, y la Internacional, al menos una parte
de la Asociación, actuó de acuerdo con estos mismos principios
cuando buscaba despertar el espíritu de rebelión en el seno de los
trabajadores de las ciudades, y dirigirlo contra el enemigo natural
del asalariado, el acaparador de los instrumentos de trabajo y de las
materias primas.

III
Un estudio está por hacer, interesante en alto grado, atrayente,
y sobre todo instructivo, un estudio sobre los diferentes medios de
agitación a los cuales los revolucionarios han recurrido en las
dife-rentes épocas, para acelerar la eclosión de la revolución, para
dar a las masas la conciencia de los acontecimientos que se
avecinan, para señalar mejor al pueblo sus principales enemigos,
para despertar la audacia y el espíritu de rebelión.
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El espíritu de rebelión

Todos nosotros sabemos muy bien porqué tal revolución es


necesaria, pero no es más que por instinto y a tientas que
llegamos a adivinar cómo germinan las revoluciones.

El estado mayor prusiano ha publicado recientemente un traba-


jo para uso del ejército, sobre el arte de vencer las insurrecciones
populares, y enseña en este escrito cómo el ejército debe actuar
para dispersar las fuerzas populares. Se quiere ir sobre seguro y de-
gollar al pueblo según todas las reglas del arte. Pues bien, el estudio
del que hablamos sería una respuesta a esta publicación y a muchas
otras que traten el mismo tema, aunque claro está, con menos cinis-
mo. Este estudio mostraría como se desorganiza un gobierno, como
se levanta la moral del pueblo, hundido, deprimido por la miseria y
la opresión que ha sufrido.
Hasta el presente, semejante estudio no ha sido realizado. Los
historiadores nos han narrado bien las grandes etapas por las cua-
les la humanidad ha marchado hacia su emancipación, pero han
prestado poca atención a los períodos que precedieron a las revolu-
ciones. Absorbidos por los grandes dramas que trataron de relatar,
han echado un vistazo demasiado rápido sobre el prólogo, pero es
este prólogo lo que sobre todo nos interesa.
Y sin embargo, ¡qué cuadro más conmovedor, más sublime y
más bello el de los esfuerzos realizados por los precursores de las
revoluciones! ¡Qué serie incesante de esfuerzos por parte de los
campesinos y los hombres de acción de la burguesía antes de 1789;
qué lucha perseverante por parte de los republicanos, después de la
restauración de los Borbones en 1815, hasta su caída en 1830; qué
actividad por parte de las sociedades secretas durante el reinado del
gran burgués Luis–Felipe! ¡Qué cuadro desgarrador el de las cons-
piraciones realizadas por los Italianos para sacudirse el yugo de los
Austrias, de sus tentativas heroicas, de los padecimientos inenarra-
bles de sus mártires! ¡Qué tragedia lúgubre y grandiosa la que narra
todas las peripecias del trabajo secreto emprendido por la juventud
rusa contra el gobierno y el régimen propietario y capitalista, desde
1880 hasta nuestros días!

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Piotr Kropotkin

ué nobles figuras surgirían ante el socialista moderno con la


lectura de estos dramas; qué sacrificio y abnegación sublimes y,
al mismo tiempo, qué enseñanza revolucionaria no tanto teórica
como práctica rica en ejemplos a seguir.
No es este el lugar para emprender semejante estudio. El folle-
to no se presta a un trabajo de historia. Debemos pues limitarnos
a escoger algunos ejemplos a fin de mostrar cómo se lo tomaron
nuestros padres para hacer la agitación revolucionaria y que
conclusiones pueden ser extraídas del estudio en cuestión.
Echaremos un vistazo a estos periodos que precedieron a 1789
y, dejando de lado el análisis de las circunstancias que han creado
hacia el fin del siglo pasado una situación revolucionaria, nos li-
mitaremos a recoger algunos métodos de agitación empleados por
nuestros padres.
Dos grandes hechos se desprendieron como resultado de la Re-
volución de 1788–1793. De una parte, la abolición de la autocracia
real y el advenimiento de la burguesía al poder; de otra parte, la
abolición definitiva de la servidumbre y los impuestos feudales en
los campos. Los dos están íntimamente ligados entre sí, y, el uno sin
el otro no habría podido tener lugar. Las dos corrientes se encuen-
tran ya en la agitación que precedió a la Revolución: la agitación
contra la realeza en el seno de la burguesía y la agitación contra los
derechos de los señores en el seno de los campesinos.
Echemos un vistazo sobre los dos.
El periódico, en esta época, no tenía la importancia que ha ad-
quirido hoy, y es el folleto, el panfleto, el libelo de tres o cuatro
páginas los que lo sustituían. En consecuencia, el libelo, el panfleto,
el folleto proliferan. El folleto lleva a la gran masa las ideas de los
precursores, filósofos y economistas de la Revolución; el panfleto y
el libelo hacen la agitación, atacando directamente al enemigo. No
se pierden en teorías: atacan mediante lo odioso y lo ridículo.
Miles de libelos relatan los vicios de la corte, la miseria de sus
decorados tramposos, poniendo al descubierto todos sus vicios, su
disipación, su perversidad, su estupidez. Los amores reales, los es-
cándalos de la corte, los gastos locos, el Pacto del hambre, esa alian-

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El espíritu de rebelión

za de los poderosos con los acaparadores de trigo para enriquecerse


matando de hambre al pueblo, he ahí el objeto de estos libelos. Los
libelos están siempre en la brecha y no descuidan ninguna circuns-
tancia de la vida pública para golpear al enemigo. Siempre que se
habla de cualquier hecho, el panfleto y el libelo están ahí para tra-
tarlo sin embarazo, a su manera. Y se prestan más que el periódico a
este género de agitación. El periódico es una empresa, y tiene buen
cuidado de no irse a pique; su caída molesta a menudo a todo un
partido. El panfleto y el libelo no comprometen más que a su autor
o al impresor, y aún así, ¡ponte a buscar al uno o al otro!...
Es evidente que los autores de estos libelos y panfletos comien-
zan, sobre todo, emancipándose de la censura; porque en esta épo-
ca, si no se hubiera inventado este bonito instrumento de jesuitis-
mo contemporáneo llamado “proceso de difamación”, que aniquila
toda libertad de prensa, existía para meter en prisión a los autores
e impresores “la lettre de cachet”2, brutal, es verdad, pero franca
en todo caso. Por esto los autores empiezan por emanciparse del
censor e imprimen sus libelos, sea en Amsterdam, sea no importa
donde, “a cien leguas de la Bastilla, bajo el árbol de la Libertad”.
Asimismo no se contienen de golpear, de vilipendiar al rey, la reina
y sus amantes, a los grandes de la corte, a los aristócratas. Con la
prensa clandestina, la policía se esforzaba en vano para investigar a
los libreros, arrestar a los propagadores y los desconocidos autores
escapaban a las persecuciones y continuaban su obra.
La canción, que es demasiado ligera para ser impresa, pero que
rueda por Francia y se transmite de memoria, ha sido siempre uno
de los medios de propaganda más eficaces. La canción caía sobre
las autoridades establecidas, ridiculizaba las cabezas coronadas y
hacía llegar hasta el hogar el desprecio a la realeza, el odio contra
el clero y la aristocracia, y la esperanza de ver llegar pronto el día
de la Revolución.
Pero es sobre todo en el cartel donde los agitadores tienen
un gran recurso. El cartel habla mejor y realiza más agitación que
un panfleto o un folleto. También los carteles, impresos o escritos
a mano aparecen cada vez que se produce un hecho que interesa
al público.
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Piotr Kropotkin

Arrancado hoy, se repone mañana, haciendo rabiar a los


gobiernos y sus esbirros. “¡Hemos fallado a vuestros abuelos, no-
sotros no os fallaremos!” lee hoy el rey en una hoja colgada en
los muros de su palacio. Mañana es la reina la que llora de rabia
leyendo como cuelgan de las paredes los sucios detalles de su vida
vergonzosa. Es así como se preparaba ya este odio, consagrado más
tarde por el pueblo, a la mujer que habría exterminado fríamente
París para seguir siendo reina y autócrata. Los cortesanos se propo-
nen festejar el nacimiento de un delfín, los carteles amenazan con
prender fuego en las cuatro esquinas de la ciudad, y sembrando así
el terror, preparan los espíritus para cualquier cosa extraordinaria.
O bien, anuncian que el día de las celebraciones “el rey y la reina
serán conducidos con una fuerte escolta a la Plaza de Grève, des-
pués irán al Hotel de la ciudad a confesar sus crímenes y subirán
al cadalso para ser quemados vivos.” El rey convoca entonces a la
Asamblea de Notables, inmediatamente los carteles anuncian que
“la nueva tropa de comediantes, reclutada por el señor de Calonne
(primer ministro), comenzará las representaciones el 29 de este mes
y ofrecerá un ballet alegórico titulado El Tonel de las Danaides. O
bien, volviéndose más y más amenazante, el cartel llega hasta el
palco de la reina anunciándole que los tiranos serán ejecutados.
Pero los carteles resultan útiles sobre todo contra los acaparado-
res del trigo, contra los arrendadores, contra los intendentes. Cada
vez que hay una efervescencia popular, los carteles anuncian la San
Bartolomé para los intendentes y los arrendadores. Tal mercader
de trigo, tal fabricante, tal intendente es detestados por el pueblo
y los carteles los condenan a muerte “en nombre del Consejo del
pueblo, etc., y más tarde, cuando se presenta la ocasión de hacer
una revuelta, el furor popular irá dirigido contra los explotadores
cuyos nombres han sido tan a menudo pronunciados.
Si se pudieran juntar los innumerables carteles que se pusieron
durante los diez, quince años que precedieron a la Revolución, se
comprendería que papel inmenso ha jugado este género de agita-
ción para preparar la sacudida revolucionaria. Jovial y burlón al
principio, más y más amenazador a medida que se aproxima el des-

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El espíritu de rebelión

enlace, siempre presto a responder a cada suceso político y a las


disposiciones del espíritu de las masas; excita la cólera, el despre-
cio, nombra a los verdaderos enemigos del pueblo, despierta en el
seno de los campesinos, de los obreros y de la burguesía el odio
contra sus explotadores; anuncia la proximidad del día de la libera-
ción y de la venganza.
Colgar o descuartizar en efigie, era una costumbre habitual en
el siglo pasado. También era uno de los medios de agitación más
populares. Cada vez que se producía la efervescencia de los espíri-
tus, se formaban tumultos que llevaban un muñeco representando
al enemigo del momento, y colgaban, quemaban o descuartizaban
este muñeco. “¡Chiquilladas!” dirán los ancianos que se creen tan
razonables. Pues bien, la horca de Réveillon durante las elecciones
de 1789, la de Foulon y de Berthier, que cambiaron completamente
el carácter de la Revolución que se anunciaba, no fueron más que la
ejecución real de lo que había sido preparado tiempo atrás, con la
ejecución de los muñecos de paja.
He aquí algunos ejemplos sobre mil.
El pueblo de París no amaba a Maupéou, uno de los ministros
más queridos por Luis XVI. Pues bien, se reúne un día; la muche-
dumbre grita: “¡Decreto del Parlamento que condene al señor Mau-
péou, canciller de Francia, a ser quemado vivo y las cenizas lan-
zadas al viento!” Después de lo cual, en efecto, la muchedumbre
marcha hacia la estatua de Enrique IV con un muñeco del canciller,
revestido de todas sus insignias, y el muñeco es quemado entre las
aclamaciones de la muchedumbre. Otro día, se cuelga de un farol
el muñeco del abad Terray con traje eclesiástico y guantes blancos.
¡Que buena propaganda con estos muñecos! Y una propaganda
mucho más eficaz que la propaganda abstracta que no se dirige más
que a un pequeño número de convencidos.
Lo esencial era que el pueblo se habituara a bajar a la calle, a
manifestar sus opiniones en la plaza pública, que se habituara a de-
safiar a la policía, al ejército, a la caballería. Esta es la razón por la
que los revolucionarios de la época no descuidaron ningún medio
para atraer a la muchedumbre a las calles.

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Piotr Kropotkin

Cada circunstancia de la vida pública en París y en las provin-


cias era utilizada de esta manera. La opinión pública ha obtenido
del rey la destitución de un ministro detestado, y ya están aquí las
celebraciones sin fin. Para llamar la atención del mundo, se en-
cienden petardos, se lanzan cohetes “en tal cantidad que en ciertos
lugares se camina sobre cartón”. Y si hace falta dinero, se detiene a
los viandantes y se les pide “cortésmente pero con firmeza”, lo que
sea “para divertir al pueblo”. Después, cuando la masa está bien
compacta, los oradores toman la palabra para explicar y comentar
los acontecimientos, y las asambleas se reúnen al aire libre. Y si la
caballería o la tropa llega para dispersar a la muchedumbre, duda
en emplear la violencia contra los hombres y mujeres pacíficos,
mientras los cohetes estallan ante los caballos y los infantes en me-
dio de las aclamaciones y risas del público, que calman la fogosidad
de los soldados.
En las ciudades, algunas veces se ve en las calles a los desholli-
nadores, parodiando el lecho de justicia del rey3; y todos estallan
en carcajadas viendo al hombre con la cara tiznada representando
al rey o su mujer. Los acróbatas, los juglares reúnen en la plaza a
miles de espectadores para lanzar, en forma de poemas humorís-
ticos, sus flechas dirigidas a los poderosos y los ricos. Se forma
una aglomeración de gente, los propósitos se vuelven más y más
amenazadores, y entonces, ¡atención al aristócrata cuyo coche haga
aparición en la escena!: seguramente será maltratado por la muche-
dumbre.
Que el espíritu trabaje únicamente en esta vía, que los hombres
inteligentes encontrarán oportunidades para provocar manifesta-
ciones, compuestas primero de hombres riendo, pero después dis-
puestos a actuar en un momento de efervescencia.
Todo está en marcha ya: por una parte, la situación revolucio-
naria, el descontento general, y por otra parte, los carteles, los pan-
fletos, las canciones, las ejecuciones en efigie; todo eso enardecía
a la población y pronto las manifestaciones se volvían más y más
amenazadoras. Hoy, es el arzobispo de París el que es asaltado en
una esquina; mañana, es un duque o un conde que ha estado a pun-

· 18 ·
El espíritu de rebelión

to de ser arrojado al agua; otro día, la muchedumbre se ha divertido


abucheando a su paso a los miembros del gobierno, etc.; los actos
de rebelión varían hasta el infinito, hasta el día en que bastará una
chispa para que la manifestación se transforme en revuelta, y la
revuelta en Revolución.
“Es la escoria del pueblo, son los desalmados, los holgazanes los
que se sublevan”, dicen hoy nuestros pedantes historiadores. Pues
bien, sí, en efecto, no es entre la gente acomodada donde los revo-
lucionarios buscan a sus aliados. Pero mientras que así se limitan
a criticar en los salones, es en las tabernas de mala fama donde
podemos buscar a los camaradas, armados con garrotes, para abu-
chear a Monseñor el arzobispo de París, lo cual desagradará a los
prohombres, demasiado delicados para comprometerse en seme-
jantes empresas.
Si la acción se hubiera limitado a atacar a los hombres e institu-
ciones del gobierno, ¿la gran Revolución hubiera sido lo que fue en
realidad, es decir, un levantamiento general de las masas populares,
campesinos y obreros, contra las clases privilegiadas?¿Hubiera du-
rado la Revolución cuatro años?¿hubiera removido a Francia hasta
las entrañas?¿hubiera encontrado ese aliento invencible que le dio
la fuerza para resistir a los “reyes conjurados”?
¡Ciertamente que no! Que los historiadores cuenten como quie-
ran las glorias de los “señores de Tiers”, de la Constituyente o de
la Convención, nosotros sabemos la verdad. Nosotros sabemos que
la Revolución no hubiera logrado más que una microscópica limi-
tación constitucional del poder real, sin tocar el régimen feudal, si
la Francia campesina no se hubiera sublevado y hubiera mantenido
durante cuatro años la anarquía y la acción revolucionaria espontá-
nea de los grupos e individuos, emancipados de toda tutela guber-
namental. Sabemos que el campesino habría continuado siendo la
bestia de carga del señor, si la jacquerie4 no hubiera causado estra-
gos desde 1788 hasta 1793, hasta la época en que la Convención fue
forzada a consagrar por la ley, lo que los campesinos querían cum-
plir en hechos: la abolición sin vuelta atrás de todos los privilegios
feudales y la restitución a las Comunas de los bienes que les habían

· 19 ·
Piotr Kropotkin

sido robados por los ricos bajo el antiguo régimen. En lo que se


refiere a las Asambleas, si los descamisados y los sans–culottes no
hubieran puesto en la balanza parlamentaria el peso de sus garrotes
y de sus picas, el resultado hubiera sido una engañifa.
Pero no es gracias a la agitación dirigida contra los ministros, ni
a los carteles puestos en París contra la reina, que el levantamiento
en los pequeños pueblos pudo ser preparado. Este levantamiento
fue ciertamente el resultado de la situación general del país, pero
tuvo lugar también por la agitación realizada en el seno del pueblo
y dirigida contra sus enemigos inmediatos: el señor, el sagrado pro-
pietario, el acaparador de trigo, el gran burgués.
Este género de agitación es bastante menos conocido que el pre-
cedente. La historia de Francia ya esta escrita, la de los pueblos
todavía no ha sido comenzada seriamente: y sin embargo, esta es la
agitación que realizó la Jacquerie, sin la cual la Revolución hubiera
sido imposible.
El panfleto, el libelo apenas llegó a los pueblos: el campesino en
esta época no leía demasiado. La propaganda se hacía mediante la
imagen impresa, a menudo pintarrajeada a mano, simple y com-
prensible. Algunas palabras trazadas por allí, y toda una novela se
forjaba con estas estampas populares concernientes al rey, la reina,
el conde de Artopis, Madame de Lamballe, el pacto del hambre, los
señores “vampiros chupando la sangre del pueblo”; esto recorría
los pueblos y preparaba los espíritus. En los pueblos era un cartel
hecho a mano, colgado de un árbol, lo que excitaba a la rebelión,
prometiendo la llegada de tiempos mejores y narrando las revuel-
tas que habían estallado en otras provincias, en la otra punta de
Francia.
Con el nombre de los “Jacques” se constituyeron grupos secretos
en los pueblos, fuera para prender fuego al granero del señor, para
destruir sus cosechas o su caza o fuera para ejecutarlo; y, cuan-
tas veces no se encontró en el castillo un cadáver atravesado por
un cuchillo, portando esta inscripción: ¡De parte de los Jacques! Un
pesado coche de lujo bajaba una cuesta escarpada, llevando al se-
ñor a sus dominios. Pero dos viandantes, ayudados de un postillón,

· 20 ·
El espíritu de rebelión

le agarrotaban y le echaban rodando al fondo del barranco; en su


bolsillo se encontraba un papel que decía: ¡De parte de los Jacques!
O bien, un día en un cruce de caminos, se veía una horca con esta
inscripción: ¡Si el señor osa recaudar los impuestos, será colgado en
esta horca. Cualquiera que ose pagarlos sufrirá la misma suerte! y el
campesino no pagó más, a no ser que fuera forzado por los gendar-
mes, dichoso en el fondo de haber encontrado un pretexto para no
hacerlo más. Sentía que había una fuerza oculta que le apoyaba, se
habituaba a la idea de no pagar, de rebelarse contra el señor, y pron-
to, en efecto, no pagaba más y conseguía que el señor amenazado,
renunciara a todos los impuestos.
Continuamente se veían en los pueblos carteles anunciando que
en adelante no se pagarán más impuestos, que hay que quemar los
palacios y los “libros terriers”5, que el Consejo del Pueblo acaba de
lanzar un decreto en este sentido, etc., etc. “¡Por el pan! ¡No más
impuestos ni tasas!” he aquí la consigna que se hacía correr por los
campos! Consignas comprensibles para todos, yendo directamente
al corazón de la madre cuyos hijos no habían comido en tres días,
directo al cerebro del campesino acosado por la gendarmería, para
librarle de pagar los impuestos. “¡Abajo el acaparador!” y sus alma-
cenes eran forzados, sus caravanas de trigo prendidas y la revuelta
se desencadenaba en la provincia. “¡Abajo las concesiones!” y las
barreras eran quemadas, los empleados molidos a palos, y las ciu-
dades, faltando el dinero, se rebelaban contra el poder central que
lo requería. ¡Al fuego los registros de impuestos, los libros de cuen-
tas, los archivos municipales!” y el papeleo ardía en julio de 1789, el
poder se desorganizaba, los señores huían, y la Revolución extendía
más su radio de acción.
Todo lo que se jugaba en el gran escenario de París no era más
que un reflejo de lo que pasaba en las provincias, de la Revolución
que, durante cuatro años, resonó en cada ciudad, en cada aldea, y
en la cual el pueblo se interesó menos de las intrigas de la corte que
de sus enemigos más próximos: los explotadores, las sanguijuelas
del lugar.
Resumamos. La Revolución de 1788–1793, que nos ofrece la des-

· 21 ·
Piotr Kropotkin

organización del Estado POR la Revolución popular (evidentemente


económica, como toda Revolución verdaderamente popular), nos
sirve así de preciosa enseñanza.
Bastante antes de 1789, Francia presentaba ya una situación re-
volucionaria. Pero el espíritu de rebelión no había todavía madu-
rado lo suficiente para que la Revolución estallase. Es pues hacia
el desarrollo de este espíritu de insubordinación, de audacia, de
odio contra el orden social donde se dirigieron los esfuerzos de los
revolucionarios. Mientras los revolucionarios de la burguesía diri-
gían sus ataques contra el gobierno, los revolucionarios populares,
aquellos de los que la historia no ha conservado sus nombres, los
hombres del pueblo, preparaban su levantamiento, su Revolución,
mediante actos de rebelión dirigidos contra los señores, los agentes
del fisco y los explotadores de toda índole.
En 1788, mientras la proximidad de la Revolución se anuncia-
ba por las serias revueltas de las masas populares, la realeza y la
burguesía buscaron controlarla con algunas concesiones; ¿pero se
podía apaciguar la marea popular por los Estados Generales, con el
simulacro de concesiones jesuíticas del 4 de agosto, o con los actos
miserables de la Legislativa? Se apaciguaba así una revuelta políti-
ca, pero con tan poco no había razón para apaciguar una rebelión
popular. Y la marea seguía creciendo y atacando a la propiedad, al
mismo tiempo se desorganizaba al Estado. Todo gobierno se volvía
absolutamente imposible, y la rebelión popular, dirigida contra los
señores y los ricos en general, acabó, como se sabe, al cabo de cua-
tro años, barriendo la realeza y el absolutismo.
Este camino, es el camino de todas las grandes Revoluciones.
Este será el desarrollo y el camino de la próxima Revolución, si debe
ser, como nosotros creemos, no un simple cambio de gobierno, sino
una verdadera Revolución popular, un cataclismo que transformará
de arriba abajo el régimen de propiedad.

· 22 ·
El espíritu de rebelión

Notas
1. Kropotkin usa partido como conjunto de individuos con un
fin común.
2. En un sentido general, se trata de una especie de carta cerrada
(por oposición a la carta patente, es decir, abierta), cerrada por el
sello del secreto. A partir del siglo xviii, la lettre de cachet pasa a
ser una orden que privaba de libertad, que requería encarcelamien-
to, expulsión o destierro de alguien. La carta tiene origen en la jus-
ticia retenida por el rey: cortocircuita el sistema judicial ordinario.
En efecto, las personas que reciben estas cartas no son juzgadas,
sino que van directamente a una prisión estatal (Bastilla, fortaleza
de Vincennes) o manicomio.
3. El lecho de justicia era en Francia durante el Antiguo Régimen
una sesión extraordinaria del Parlamento de París, presidida por el
rey para el registro obligatorio de los edictos reales. Fue llamado
así porque en vez de sentarse en el trono, el rey se tumbaba en una
improvisada “cama” adornada con cuatro cojines.
4. Una jacquerie es un término empleado en la historia de Fran-
cia para referirse a las revueltas de campesinos que tuvieron lugar
en Francia durante la Edad Media, el Antiguo Régimen y durante la
Revolución francesa.
5. Libros terriers: libros en los que los nobles inscribían ante no-
tario las servidumbres, obligaciones, deudas e impuestos a los que
estaba sometidos los campesinos de sus señoríos. Como estos li-
bros legitimaban el régimen feudal, al destruirlos los campesinos
materializaban un deseo expresado en los Cuadernos de quejas: la
supresión de los privilegios de la nobleza.

· 23 ·
El Estado y su papel histórico
I
Tomando como tema de este estudio el Estado y su papel
histórico, creo responder a una necesidad actual: la de examinar
en profundi-dad el concepto mismo del Estado y estudiar su
esencia, su papel en el pasado y el papel que representará en el
futuro.
Es precisamente respecto a la cuestión del Estado que los socia-
listas están divididos. Dos corrientes se pueden distinguir entre
no-sotros que responden a las diferencias de temperamentos así
como a los diversos modos de pensar, pero sobre todo, al alcance
que tendrá la próxima revolución.
Por una parte están los que esperan conseguir la revolución so-
cial por medio del Estado, manteniendo e incluso extendiendo mu-
chos de sus poderes para ser usados en beneficio de la revolución.
Por otra parte están aquellos que, como nosotros, ven en el Estado
no solamente en su forma actual, sino en su misma esencia y bajo
todas las formas en que puede aparecer, un obstáculo para la revo-
lución social, el mayor estorbo para el nacimiento de una sociedad
basada en la igualdad y en la libertad. Los segundos trabajan para
abolir el Estado y no para reformarlo.
Está claro que la división es profunda. Dos corrientes divergen-
tes se manifiestan en todo el pensamiento filosófico, la literatura y
la acción de nuestra época. Y si las visiones que se imponen son tan
oscuras como lo son en la actualidad, no hay duda de que cuando
–esperamos que pronto– las ideas comunistas tengan aplicación
práctica en la vida diaria de las comunidades, será sobre la cuestión
del Estado que se librarán las más obstinadas luchas.
Habiendo hecho tan a menudo la crítica del Estado, es necesario
investigar la razón de su aparición, profundizar en su papel en el
pasado y compararlo con las instituciones que ha reemplazado.
Primero, entendámonos sobre lo que queremos significar con el
nombre de “Estado”.

· 25 ·
Piotr Kropotkin

Existe, por supuesto, la escuela alemana que se complace en


confundir Estado con Sociedad. Esta confusión se halla también en-
tre los mejores pensadores alemanes y muchos franceses, quienes
no pueden concebir la Sociedad sin la concentración del Estado; y
esta es la razón por la que a los anarquistas se les reprocha general-
mente que “quieren destruir la sociedad” y que “predican el retorno
a “la guerra perpetua de todos contra todos”.
Sin embargo razonar de este modo significa ignorar por com-
pleto los progresos realizados en el dominio de la historia durante
lo últimos treinta años; es ignorar que el Hombre ha vivido en So-
ciedades durante miles de años antes de que se oyera nada sobre el
Estado; es olvidar que el Estado, en lo que concierne a Europa, es de
origen reciente, pues apenas data del siglo xvi; es desconocer, en
fin, que los periodos más gloriosos de la historia de la humanidad
fueron aquellos en que las libertades civiles y la vida comunal no
habían sido aún destruidas por el Estado, y en que un gran número
de personas vivían en comunas y en federaciones libres.
El Estado no es más que una de las formas que asumió la socie-
dad en el curso de la historia. ¿Por qué no hacemos distinción entre
lo que es permanente y lo que es accidental?
Por otro lado, se ha confundido asimismo al Estado con el Go-
bierno. Ya que no puede haber Estado sin Gobierno, se ha dicho al-
gunas veces que lo que hay que lograr es la abolición del Gobierno
y no la del Estado.
Me parece, no obstante, que Estado y Gobierno son dos nocio-
nes de orden diferente. La idea de Estado implica algo muy con-
trario a la idea de gobierno. Comprende, no tan sólo la existencia
de un poder colocado por encima de la sociedad, sino también una
concentración territorial así como la concentración de muchas fun-
ciones de la vida de las sociedades en las manos de unos pocos. Im-
plica nuevas relaciones entre los miembros de la sociedad que no
existían antes de la formación del Estado. Un completo mecanismo
de legislación y policía se desarrolló para someter a unas clase a la
dominación de otras.
Esta distinción, que tal vez a primera vista no es tan obvia, apa-

· 26 ·
El Estado y su papel histórico

rece sobre todo cuando uno estudia los orígenes del Estado.
En efecto, para comprender bien qué es el Estado sólo hay un
medio: estudiarlo en su desarrollo histórico. Y esto es lo que voy a
intentar.
El imperio romano fue un Estado en el verdadero sentido de la
palabra. Hasta nuestros días permanece como el ideal para el legis-
lador. Sus órganos cubrían un vasto dominio con una estrecha red.
Todo gravitaba hacia Roma: la vida económica y militar, las rique-
zas, la educación, incluso la religión. De Roma venían las leyes, los
magistrados, las legiones para defender el territorio, los prefectos
y los dioses. Toda la vida del Imperio se remontaba al Senado, más
tarde al César, el omnipotente, el omnisciente dios del imperio.
Cada provincia, cada distrito, tenía su Capitolio en miniatura, su
pequeña porción de soberanía romana para gobernar cada aspecto
de su vida diaria. Una sola ley, la ley impuesta por Roma, dominaba
este imperio, que no representaba de ningún modo una confedera-
ción de ciudadanos; era un simple rebaño de súbditos.
Incluso hoy, el legislador y el autoritario admiran la unidad de
aquel imperio, el espíritu unitario de sus leyes y, nos dicen, la belle-
za y armonía de aquella organización.
Pero la desintegración interior, acelerada por la invasión bárba-
ra; la extinción de la vida local, incapaz de resistir por más tiempo
los ataques del exterior por un lado y la gangrena que se extendía
desde el centro por otro lado; la dominación de los ricos que se ha-
bían apropiado la tierra y la miseria de aquellos que la cultivaban,
todas estas causas llevaron a aquel imperio al caos, y sobre sus
ruinas se desarrolló una nueva civilización que ahora es la nuestra.
Así que, si dejamos a un lado las civilizaciones antiguas, y con-
centramos nuestra atención en los orígenes y desarrollos de esta
joven civilización bárbara, hasta los tiempos que, a su vez, dieron
nacimiento a nuestros Estados modernos, seremos capaces de atra-
par la esencia del Estado mejor que si nos lanzáramos al estudio
del Imperio Romano o de Alejandro de Macedonia, o de las
monarquías despóticas de Oriente.
Usando, por ejemplo, a estos poderosos demoledores bárbaros

· 27 ·
Piotr Kropotkin

del Imperio Romano como punto de partida, podremos seguir la


evolución de nuestra civilización, desde sus orígenes hasta su fase
Estatal.

II
La mayor parte de los filósofos del siglo pasado se formaron una idea
muy elemental sobre el origen de las sociedades.
Según ellos, al principio la Humanidad vivía en pequeñas familias
aisladas, y la guerra perpetua entre ellas era su estado normal. Pero,
un día se dieron cuenta de los desventajas de estas luchas sin fin y
los hombres decidieron constituirse en sociedad. Un contrato social
se estableció entre estas familias y se sometieron voluntariamente a
una autoridad, la cual –¿es necesario decirlo?– se convirtió en punto
de partida y en iniciador de todo progreso. ¿Hay necesidad de aña-
dir, puesto que ya os lo habrán enseñado en la escuela, que nuestros
actuales gobernantes han permanecido en su noble papel como la sal
de la tierra, los pacificadores y los civilizadores de la raza humana?
Concebida en una época en la cual no se sabía gran cosa de los
orígenes del Hombre, esta idea predominó en el siglo pasado, y en
manos de los Enciclopedistas y de Rousseau, la idea del “contrato
social” se convirtió en un arma para combatir los derechos divinos
de los reyes. No obstante, a pesar de los servicios que haya podido
prestar en el pasado, esta teoría debe ser reconocida como falsa.
El hecho es que todos los animales, a excepción de algunos car-
nívoros y aves de presa, viven en sociedad. En la lucha por la vida,
las especies sociables tienen ventaja sobre las demás. En cada cla-
sificación animal ocupan el peldaño más elevado de la escala y no
puede caber la menor duda de que los primeros seres con atributos
humanos vivían ya en sociedad.
El hombre no ha creado la sociedad. La sociedad es anterior al
hombre.
Actualmente se sabe también –la antropología lo ha demostrado
convincentemente– que el punto de partida de la humanidad no fue

· 28 ·
El Estado y su papel histórico

la familia, sino el clan, la tribu. La familia patriarcal tal como la co-


nocemos, o tal como nos la pintan las tradiciones Hebraicas, hizo su
aparición más tarde. El hombre vivió miles de años en la fase de tribu
o de clan –llamémosla tribu primitiva o, si quereis, tribu salvaje– y
durante este tiempo el hombre ya desarrolló toda una serie de insti-
tuciones, de usos, de costumbres muy anteriores a las instituciones
de la familia patriarcal.
En estas tribus no existía la familia aislada, como tampoco exis-
te entre otros mamíferos sociables. Cualquier división dentro de la
tribu era generalmente entre generaciones; y desde una época re-
mota, que se pierde en el amanecer de la raza humana, se habían ido
imponiendo limitaciones para impedir las relaciones sexuales entre
aquellos de diferente generación, mientras que estaban permitidas
entre los de una misma generación. Se pueden encontrar aún hue-
llas de este periodo en ciertas tribus contemporáneas así como en el
lenguaje, costumbres y supersticiones de los pueblos con una cultura
más avanzada.
La caza y la recolección era realizado por toda la tribu en
común, y una vez aplacada su hambre, se entregaba con pasión a
sus danzas tribales. Actualmente se encuentran aún tribus, muy
cercanas a esta fase primitiva, viviendo en la periferia de los
grandes continentes, o cerca de regiones montañosas, en los
lugares menos accesibles del globo.
La acumulación de la propiedad privada no podía tener lugar en
ellas, puesto que toda posesión personal de un miembro de la tribu,
era destruida o quemada allí donde su cuerpo era enterrado. Esto se
hace aún en Inglaterra, por los gitanos, y los ritos funerarios de los
pueblos “civilizados” aún guardan estas costumbres: así los chinos
queman modelos de papel de las posesiones personales del muerto, y
en los funerales de un lider militar su caballo, su espada y sus conde-
coraciones lo acompañan a su tumba. El significado de la institución
se ha perdido, pero la forma sobrevive.
Lejos de expresar desprecio por la vida humana, estos pueblos
primitivos odiaban el asesinato y la sangre. Derramar sangre era
considerado algo muy grave, hasta el punto de que cada gota de san-

· 29 ·
Piotr Kropotkin

gre vertida, no solamente de sangre humana, sino incluso de algunos


animales, exigía que el agresor perdiera una cantidad equivalente de
su propia sangre.
Además el asesinato en el seno de la tribu es algo absolutamente
desconocido; por ejemplo, entre los Inuits o Esquimales –estos su-
pervivientes de la Edad de Piedra que habitan las regiones árticaso
entre los Aleutianos, donde se sabe que no ha habido un solo asesina-
to dentro de la tribu durante cincuenta, sesenta o más años.
Pero cuando se encontraban tribus de origen, color y lengua di-
ferentes en el curso de sus migraciones, se sucedía a menudo la gue-
rra. Es verdad que ya entonces los hombres procuraban hacer más
pacíficos estos encuentros. La tradición, como han demostrado muy
bien Maine, Post, y E. Nys, formaba ya los gérmenes de lo que más
tarde se convirtió en Derecho Internacional. Por ejemplo, no se po-
día asaltar una aldea sin antes avisar a sus habitantes. Nadie osaba
matar en el sendero que frecuentaban las mujeres para ir a la fuente.
Y a menudo para pactar la paz, era necesario pagar el equivalente de
hombres muertos en ambos bandos.
Sin embargo, todas estas precauciones y muchas otras no eran
suficiente: la solidaridad no se extendía más allá de los confines del
clan o tribu; las disputas entre pueblos de diferentes clanes y tribus a
menudo acababan en violencia e incluso asesinato.
Desde entonces una ley general empezó a desarrollarse en las tri-
bus y clanes. Los vuestros han herido o matado a uno de los nuestros;
por tanto tenemos derecho a matar a uno de los vuestros o infligir
una herida semejante a la que ha recibido el nuestro, y no importaba
quien, pues la tribu siempre era la responsable de los actos individua-
les de sus miembros.
Los bien conocidos versículos de la Biblia: “sangre por sangre, ojo
por ojo, diente por diente, herida por herida, muerte por muerte”,
–¡pero no más!, como ha hecho observar muy bien Koenigswater–
tienen aquí su origen. Era su modo de concebir la Justicia, y
nosotros no podemos enorgullecernos mucho, puesto que el
principio de “vida por vida” que prevalece en nuestros códigos no
es más que una de estas supervivencias.

· 30 ·
El Estado y su papel histórico

Está claro que toda una serie de instituciones (y muchas más que
no mencionaré), asi como un completo código de moral tribal, fue ya
elaborado durante esta fase primitiva. Y para mantener este núcleo
de costumbres sociales, bastó el uso, la costumbre y la tradición. Nin-
guna necesidad tuvieron de la autoridad para imponerlo.
No hay duda de que las sociedades primitivas tenían líderes tem-
porales. El hechicero, el hacedor de lluvia, –el sabio de aquella épo-
ca– procuraba aprovecharse de lo que conocía sobre la naturaleza
para dominar a sus semejantes. De forma similar aquel que mejor
sabia retener en su memoria los proverbios y los cantos en los cuales
se incorporaba la tradición llegaba a ser influyente. En aquella épo-
ca estos “instruidos” procuraban asegurar su dominio transmitiendo
sus conocimientos únicamente a unos pocos elegidos, a los iniciados.
Todas las religiones, y hasta las artes y oficios, han empezado con los
“misterios” e investigaciones recientes demuestran el importante rol
que las sociedades secretas de iniciados jugaron para mantener algu-
nas prácticas tradicionales en los clanes primnitivos. Los gérmenes
de la autoridad están presentes aquí.
El valiente, el arrojado, y, sobre todo, el prudente, se convertían
de este modo en líderes temporales en los conflictos con las tribus
vecinas, o durante las migraciones. Pero no hubo alianza entre el
portador de la “ley” (el que conocía la tradición y las decisiones pa-
sadas), el jefe militar y el hechicero y el Estado no formaba parte de
estas tribus, como no lo es en una sociedad de abejas y hormigas, o
entre los patagones y los esquimales contemporáneos.
Esta fase, no obstante, duró miles de años, y los bárbaros que in-
vadieron el Imperio romano pasaron por ella y justo acababan de
salir de ella.
En los primeros siglos de nuestra era se produjeron inmensas mi-
graciones entre las tribus y las confederaciones de tribus que habi-
taban el Asia central y boreal. Oleadas de pequeñas tribus, empuja-
das por pueblos más o menos civilizados, provenientes de las altas
mesetas de Asia, –obligados quizá por la rápida desecación de estas
mesetas– inundaron Europa, empujándose unos a otros y siendo asi-
milados en su marcha hacia occidente.

· 31 ·
Piotr Kropotkin

Durante estas migraciones, en que tantas tribus de origen diverso


fueron asimiladas, la tribu primitiva que aún existía entre muchos de
los salvajes habitantes de Europa no podía evitar la desintegración.
La tribu estaba basada en la comunidad de origen, en el culto a los
antepasados comunes, pero, ¿qué comunidad de origen podían invo-
car en adelante estas aglomeraciones que surgían de la confusión de
las emigraciones, de los empujes, de las guerras entre tribus, durante
las cuales ya se pudo ver la emergencia de la familia patriarcal, el nú-
cleo formado por la posesión de algunas de las mujeres conquistadas
o robadas a las tribus vencidas?
Los lazos antiguos habían quedado rotos y para evitar su destruc-
ción (lo que, en efecto ocurrió con alguna tribu desaparecida para la
historia) debían forjarse nuevos lazos de unión. Y estos lazos fueron
establecidos mediante la posesión comunal de la tierra, en el territo-
rio en el cual cada aglomeración acabó asentándose.
La posesión en común de un determinado territorio –de este valle
o de aquella colina– se convirtió en la base de una nueva relación.
Los dioses ancestrales habían perdido toda su significación; así los
dioses locales de tal valle, río o bosque, dieron la consagración re-
ligiosa a las nuevas aglomeraciones, sustituyendo a los dioses de la
tribu primitiva. Más tarde, el cristianismo, acomodándose a las su-
pervivencias paganas, hizo de ellos santos locales.
A partir de aquí, la comuna aldeana, compuesta en parte o en-
teramente por familias individuales –unidos, no obstante, por la po-
sesión en común de la tierra– se convirtió, en el lazo de unión en los
siglos venideros.
Este lazo sobrevive aún en inmensos territorios de Europa orien-
tal, de Asia, y de África. Los bárbaros –escandinavos, germanos, es-
lavos, etc.– que destruyeron el Imperio romano, vivían bajo esta or-
ganización. Y estudiando los códigos bárbaros del pasado, así como
las confederaciones de comunas aldeanas que existen hoy entre los
Kábilas, los Mongoles, los Hindúes, los Africanos, etc., que aún exis-
ten, ha sido posible reconstruir enteramente esta forma de sociedad
que fue el punto de partida de nuestra actual civilización.
Echemos un vistazo sobre esta institución.

· 32 ·
El Estado y su papel histórico

III
La comuna aldeana se componía, y se compone aún, de familias
individuales. Pero todas las familias de una misma aldea poseían la
tierra en común, la consideraban como su patrimonio común y la
repartían según el número de individuos de cada familia, o según
sus necesidades y sus fuerzas. Centenares de millones de hombres
viven aún bajo este régimen en Europa oriental, India, Java, etc.
Es el mismo sistema que han establecido los campesinos rusos, en
nuestros días, cuando el Estado les dejó la libertad de ir a ocupar
el inmenso territorio de Siberia y ocuparlo en la forma que ellos
quisieran.
Hoy el cultivo de la tierra en una comuna aldeana es realizado
por cada casa individual independientemente. Como toda la tie-
rra cultivable es compartida entre las familias, cada una cultiva su
campo como mejor puede. Pero originalmente, la tierra era traba-
jada en común, y esta costumbre todavía es habitual en muchos
lugares. Respecto a los desmontes, la tala de los bosques, la cons-
trucción de puentes, la elevación de fortines y torres que sirvieran
de refugio en caso de invasión, todo esto se hacía en común, como
en común lo hacen aún centenares de millones de campesinos allí
donde la comuna aldeana ha resistido a la intromisión del Estado.
Pero el consumo, sirviéndome de una expresión moderna, se efec-
tuaba ya por familias, teniendo cada una su ganado, su huerta y sus
provisiones, introduciendo así los medios de atesorar y transmitir
los bienes acumulados por herencia.
En todos estos asuntos la comuna aldeana era soberana. La cos-
tumbre local era ley, y la asamblea plenaria de todos los cabeza de
familia, hombres y mujeres, era el juez, el único juez, en materia
civil y criminal. Cuando uno de los habitantes albergaba una que-
ja contra otro, plantaba su cuchillo en tierra en el lugar donde la
comuna tenía por costumbre reunirse, la comuna tenía que “dictar
sentencia” según la costumbre local, después que el hecho había
sido establecido por los jurados de ambas partes en litigio.
Me faltaría espacio para hacer recuento de todos los aspectos in-

· 33 ·
Piotr Kropotkin

teresantes de esta fase. Remito a la lectura de Apoyo Mutuo. Bastará


mencionar que todas las instituciones en que se amparó más tarde
el Estado en beneficio de las minorías, todas las nociones de dere-
cho que encontramos (mutiladas en beneficio de las minorías) en
nuestros códigos, y todas las formas de procedimiento judicial que
ofrecen garantías al individuo, tuvieron sus orígenes en la comuna
aldeana. Así, pues, cuando creemos haber hecho un gran avance
introduciendo, por ejemplo, el jurado, no hacemos más que volver a
las instituciones de los llamados bárbaros, después de haberlo mo-
dificado en provecho de las clases dominantes. El derecho romano
no hizo otra cosa que corromper el derecho consuetudinario.
El sentimiento de unidad nacional se desarrollaba al mismo
tiempo que las grandes federaciones libres de comunas aldeanas.
La comuna aldeana, basada en la posesión en común, y muy a
menudo en el cultivo en común de la tierra, siendo soberana como
juez y legislador del derecho consuetudinario, satisfacía la mayor
parte de las necesidades del ser social.
Pero no todas sus necesidades; muchas otras quedaban sin sa-
tisfacer. De todos modos en el espíritu de la época no estaba el
llamar a un gobierno en el momento en que había una necesidad; al
contrario, los individuos tomaban la iniciativa, para unirse, aliarse,
federarse, crear una forma de entendimiento, grande o pequeña,
numerosa o restringida, que respondiera a la nueva necesidad. Y la
sociedad de entonces se encontraba literalmente llena de herman-
dades juramentadas, de guildas para el apoyo mutuo, de “conjura-
ciones” dentro y fuera de la aldea, y en la federación.
Actualmente podemos observar esta fase y este espíritu en ac-
ción en algunas federaciones bárbaras que permanecen ajenas a los
Estados modernos copiados del modelo romano o más bien bizan-
tino.
Un ejemplo entre muchos son los Kábilas que han mantenido
sus comunas aldeanas con las características que he mencionado:
tierra en común, tribunales comunales, etc. Pero los hombres sien-
ten la necesidad de acción más allá de los confines de su aldea. Unos
recorren el mundo buscando aventuras como comerciantes. Otros

· 34 ·
El Estado y su papel histórico

se dedican a un oficio –o arte– cualquiera. Y estos comerciantes y


artesanos, se unen en “fraternidades” aunque pertenezcan a pue-
blos, tribus o confederaciones diferentes. Esta unión es necesaria
para ayudarse mutuamente en los viajes a tierras lejanas o para
transmitirse los misterios del oficio, asi que se unen en hermandad
y la practican de una manera que produce una profunda impresión
en los Europeos; es una hermandad real y no sólo palabras vacías.
Y a cualquiera le puede ocurrir una desgracia. Acaso mañana el
hombre más tranquilo y gentil se vea obligado a exceder los límites
establecidos de su decoro o sociabilidad, tal vez recurra a los golpes
e inflinja heridas, y entonces será necesario pagar una compensa-
ción al ofendido o herido, o le será necesario defenderse ante la
asamblea del pueblo y reconstruir los hechos según el testimonio
de seis, diez o doce “hermanos juramentados”. Hay razones de so-
bra para entrar en una fraternidad.
Además los hombres tienen la necesidad de mezclarse en políti-
cas, quizás de intrigar, o de propagar determinada opinión moral o
costumbre. Y finalmente, es necesario salvaguardar la paz exterior,
establecer y solidificar alianzas con otras tribus, constituir federa-
ciones con gentes lejanas, propagar elementos de la ley intertri-
bal... Y para todo esto, para poder satisfacer todas estas necesidades
de naturaleza emotiva o intelectual, los Kábilas, los Mongoles, los
Malayos, no apelan a un gobierno, puesto que no lo tienen. Siendo
hombres que siguen la ley de la costumbre y la iniciativa indivi-
dual, no están pervertidos para actuar con la fuerza corruptora del
gobierno y la Iglesia. Se unen entre sí espontáneamente, consti-
tuyen hermandades juramentadas, sociedades políticas o religio-
sas, uniones de oficio –guildas, como fueron llamadas en la Edad
Media, o cofs, como son llamados aún hoy por los Kábilas. Y estos
cofs traspasan las murallas de la aldea, se extienden por el desierto
y las ciudades extranjeras; y la hermandad es practicada en estas
asociaciones. Negarse a ayudar a un miembro de una cof –incluso
arriesgándose a perder sus posesiones y su vida– es considerado un
acto de traición a la “hermandad”.
Lo que hoy encontramos entre los Kábilas, Mongoles, Malayos,

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Piotr Kropotkin

etc., constituía la esencia de la vida de los bárbaros en Europa desde


el siglo v al xii, e incluso hasta el siglo xv. Con el nombre de guil-
das, hermandades, etc., asociaciones para la defensa mutua, para
vengar las ofensas sufridas por un miembro de la unión y expresar
solidaridad, para reemplazar la venganza del “ojo por ojo” por la
compensación, seguida de la aceptación del agresor en la herman-
dad; para el ejercicio de los oficios, para la ayuda en caso de enfer-
medad, para la defensa del territorio; para impedir las pretensiones
de la naciente autoridad; para el comercio, para la práctica de la
“buena vecindad”; para la propaganda, en fin, para todo lo que los
Europeos, educados por la Roma de los Césares y de los Papas, es-
peran actualmente del Estado. Es muy dudoso que en aquella época
hubiera un solo hombre, libre o siervo, salvo los que eran puestos
fuera de la ley por sus mismas hermandades, que no perteneciera a
una hermandad o alguna guilda, además de a su comuna.
Las Sagas Escandinavas cantan las excelencias de aquellas her-
mandades; el sacrificio de los hermanos juramentados es el tema de
los más bellos poemas. Por supuesto, la Iglesia y los reyes nacien-
tes, representantes del derecho Bizantino (o Romano) que reapa-
rece, lanzaban contra ellas todas sus excomuniones y sus reglas y
regulaciones, pero afortunadamente quedaron como letra muerta.
La historia entera de aquella época pierde su significado y se
hace absolutamente incomprensible, si no se tienen en considera-
ción estas hermandades, estas uniones de hermanos y hermanas,
que surgen por todas partes respondiendo a las múltiples necesida-
des de la vida económica y personal del pueblo.
Para apreciar el inmenso progreso conseguido por esta doble
institución de comunas aldeanas y hermandades libres –ajenas a
cualquier influencia Católica Romana o Estatal– tomemos como
ejemplo Europa tal como era en la época de las invasiones bárba-
ras, y comparemoslo con lo que surgió en el siglo x y xi. El bosque
es conquistado y colonizado; las aldeas cubren la región y están
rodeadas por campos y cercados y protegidas por pequeños fuertes
enlazados por caminos que atravesaban los bosques y marjales.
En estas aldeas se encuentran las semillas de las artes industria-

· 36 ·
El Estado y su papel histórico

les y se descubre una completa red de instituciones para mantener


la paz interna y externa. En el caso de asesinato o agresiones, los al-
deanos ya no buscan como en la tribu al agresor o incluso a alguno
de sus parientes, para eliminarlo o infligirle una herida equivalente.
Más bien, son los señores bandidos quienes aún se adhieren a este
principio (de aquí sus guerras sin fin), mientras que entre los aldea-
nos la compensación, fijada por árbitros, se convirtió en la norma,
después de lo cual la paz es restablecida y el agresor es a menudo,
si no siempre, adoptado por la familia que ha sido perjudicada por
esta agresión.
El arbitraje en estas disputas llegó a ser una institución profun-
damente asentada por el uso diario –a pesar de los obispos y los
reyezuelos nacientes quienes deseaban que toda disputa fuera pre-
sentada ante ellos, o sus agentes, para beneficiarse del fred (multa).
Finalmente cientos de aldeas estaban unidas en poderosas fe-
deraciones, con juramentos de paz, veían su territorio como una
herencia común y estaban unidas para la protección mutua. Estas
fueron las semillas de las naciones Europeas. Y en nuestros días
podemos estudiar estas federaciones en funcionamiento entre las
tribus Mongolas y Malayas.
Sin embargo, negras nubes se acumulan en el horizonte. Se esta-
blecen otras uniones –de minorías dominantes– que intentan, len-
tamente, convertir a estos hombres en siervos, en súbditos. Roma
está muerta, pero su tradición renace, y la Iglesia Cristiana, fre-
cuentada por las visiones de las teocracias orientales, dio su pode-
roso apoyo a los nuevos poderes que buscaban establecerse.
Lejos de ser la bestia sanguinaria que muchos le atribuyen para
justificar la necesidad de dominarla, el Hombre siempre ha amado
la paz y la tranquilidad. Más pendenciero ocasional que feroz, pre-
fiere su ganado, su tierra y su cabaña a la profesión de las armas.
Y he aquí por qué apenas las grandes migraciones de los bárbaros
fueron disminuyendo, las hordas y las tribus se fortalecieron en
sus respectivos territorios, y vemos confiada la defensa del terri-
torio contra las nuevas oleadas de migrantes a alguien que cuenta
con una pequeña banda de aventureros –guerreros endurecidos o

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Piotr Kropotkin

bandidos– mientras la gran mayoría cuida de su ganado o cultiva la


tierra. Y este defensor pronto empieza a acumular riquezas; regala
caballos y hierro al miserable agricultor que no tiene ni caballo ni
arado, y lo reduce a la servidumbre. Así empiezan a establecerse las
bases del poder militar.
Y al mismo tiempo, poco a poco, la tradición que hace la ley va
siendo olvidada por la mayoría .En cada aldea sólo algún viejo
recuerda los versos y canciones que contienen los “preceptos” en
que se basa la ley consuetudinaria y los recita en los grandes días de
fiesta de la comuna. Y poco a poco, algunas familias convierten en
su especialidad, transmitida de padres a hijos, recordar estos cantos
y versos, preservando la pureza de la ley. Los aldeanos acuden a
ellos para resolver las disputas complicadas, especialmente cuando
dos confederaciones se niegan a aceptar las decisiones arbitrales
tomadas en su seno.
La autoridad del rey o del príncipe germina ya en estas familias,
y cuanto más estudio las instituciones de aquella época, más claro
veo que la ley consuetudinaria, hizo mucho más para crear esta au-
toridad que el poder de la espada. El hombre se ha dejado esclavizar
más por su deseo de “castigar” al agresor según la ley, que por la
conquista militar directa.
Y gradualmente la primera “concentración de poderes”, la pri-
mera seguridad mutua para la dominación –por el juez y el lider
militar– surgió contra la comuna aldeana. Un solo hombre asume
estas dos funciones, se rodea de hombres armados para ejecutar las
decisiones judiciales, se fortifica en su torre, acumula para su fa-
milia las riquezas de la época –pan, ganado, hierro– y poco a poco
impone su dominio a los campesinos de los alrededores.
El sabio de la época, es decir, el hechicero o el sacerdote, no tar-
daron en prestarle apoyo y en compartir su poder. De aquí emana
la autoridad temporal de los obispos en los siglos ix, x y xi.
Excedería de los límites de este escrito tratar a fondo este tema,
plagado de buenas enseñanzas, y contar cómo los hombres libres
gradualmente se convirtieron en siervos, forzados a trabajar para
el amo, temporal o clerical; para explicar de qué modo se constitu-

· 38 ·
El Estado y su papel histórico

yó la autoridad en las aldeas y municipios; cómo los campesinos


se coaligaron, se rebelaron, lucharon para combatir esta creciente
dominación; cómo perecieron en estos ataques contra los fuertes
muros del castillo y contra los hombres cubiertos de hierro que los
defendían.
Bastará decir que en el siglo x y xi, parecía que Europa entera
marchaba por completo hacia la constitución de estos reinos bárba-
ros, similares a los que se encuentran hoy en el corazón de África,
o a las teocracias que conocemos en la historia de Oriente. Esto
no pudo efectuarse en un día; pero las semillas de estos pequeños
reinos y de estas pequeñas teocracias estaban ya allí y se fueron
fortaleciendo.
Afortunadamente el espíritu “bárbaro” –Escandinavo, Celta,
Germano, Eslavo– que durante siete u ocho siglos había incitado a
los hombres a buscar la satisfacción de sus necesidades por medio
de la iniciativa individual y el libre acuerdo de las hermandades y
guildas, persistió en las aldeas y municipios. Los bárbaros se de-
jaban esclavizar, trabajaban para el amo, pero su espíritu de libre
acción y de libre acuerdo no se había corrompido aún. A pesar de
todo, sus hermandades subsistían, y las cruzadas no hicieron sino
despertarlas y desarrollarlas en Occidente.
Y así la revolución de las comunidades urbanas, resultado de la
unión de la comuna aldeana y la hermandad juramentada de los
artesanos y mercaderes, estalló en el siglo xi y xii, con un efecto
sorprendente en Europa. Esto había empezado ya en las comunida-
des de Italia en el siglo x.
Esta revolución que muchos historiadores prefieren ignorar, o
subestimar, salvó a Europa del desastre que la amenazaba, dete-
niendo el desarrollo de los reinos teocráticos y despóticos en los
que hubiera acabado por sucumbir nuestra civilización después de
algunos siglos de brillante desarrollo, como sucumbieron las civili-
zaciones de Mesopotamia, Asiria y Babilonia. Esto abrió el
camino a una nueva forma de vida: la de las ciudades libres.

· 39 ·
Piotr Kropotkin

IV
Es fácil comprender por qué los historiadores modernos, educa-
dos en el espíritu Romano y empeñados en asociar todas las insti-
tuciones con Roma, encuentran difícil comprender el movimiento
comunalista de los siglos xi y xii. Este movimiento, con su afirma-
ción viril del individuo, que logró crear una sociedad mediante la
libre federación de los hombres, de los aldeas, de los pueblos, fue
la completa negación del espíritu unitario y centralizador Romano
mediante el cual se pretende explicar la historia en nuestras univer-
sidades. Dicho movimiento no está ligado a ninguna personalidad
histórica ni a ninguna institución central.
Este es un desarrollo natural, perteneciente, como la tribu y la
comuna aldeana, a una determinada fase de la evolución humana
y no a ninguna nación o región en particular. Esta es la razón por
la que la ciencia académica no puede ser sensible a su espíritu y el
porque los Agustín Thierrys y los Sismondis, que comprendieron el
espíritu de aquella época, no tuvieron seguidores en Francia, mien-
tras Luchaire es el único que ha retomado la tradición de los gran-
des historiadores de los periodos Merovingio y Comunalista. Esto
explica también por que, en Inglaterra y Alemania, la investigación
de este periodo así como la apreciación de sus fuerzas motivadoras,
es de origen reciente.
La comuna de la Edad Media, la ciudad libre, tiene su origen, por
una parte, en la comuna aldeana, y por otra, en las mil hermanda-
des y guildas que surgieron en este periodo independientemente
de la unión territorial. Como una federación de estas dos clases de
uniones, fue capaz de defenderse bajo la protección de sus recintos
fortificados y sus torres.
En muchas regiones fue un desarrollo pacífico. En otras –esto
se aplica en general a Europa Occidental– fue el resultado de una
revolución. Tan pronto como los habitantes de un municipio en
particular se sintieron lo suficientemente protegidos por sus mu-
rallas, formaron una “conjuración”, prestándose mutuamente jura-
mento para solucionar todos los asuntos pendientes concernientes

· 40 ·
El Estado y su papel histórico

a calumnias, violencia o heridas, y se comprometieron a no recurrir


a ningún juez para las disputas futuras que no fueran los síndicos
que ellos mismos nombraran. En toda guilda de arte o de buena
vecindad, en toda hermandad juramentada, esto fue una práctica
normal durante mucho tiempo. Ésta había sido la costumbre anta-
ño en cada comuna aldeana, antes de que el obispo o el
reyezuelo llegara a introducirse y después impusiera su juez.
Ahora, las aldeas y parroquias que componen el municipio, así
como las guildas y hermandades que se habían desarrollado en su
seno, se consideraban como una sola amitas, nombraban sus jueces
y juraban la unión permanente entre todos estos grupos.
Una Carta era pronto redactada y aceptada. En caso de necesi-
dad se mandaba copiar las Cartas de alguna pequeña comunidad
vecina (se conocen centenares de estas Cartas) y la comunidad que-
daba constituida. Al obispo o al príncipe, que hasta entonces había
sido el juez en la comunidad, y a menudo más o menos el amo, no le
quedaba otro recurso que aceptar el fait accompli (hecho consuma-
do) o combatir con la fuerza de las armas la nueva conjuración. A
menudo el rey –es decir, el príncipe que había querido ponerse so-
bre otros príncipes y cuyas arcas estaban siempre vacías, concedía
las Cartas a cambio de dinero. De este modo renunciaba a imponer
su juez a la comunidad, mientras ganaba prestigio a los ojos de
otros señores feudales. Pero esta no fue la regla general; centenares
de comunidades permanecieron activas sin otra autoridad que su
buena voluntad, sus murallas y sus lanzas.
En el curso de cien años, este movimiento se extendió de una
manera sorprendentemente armoniosa por toda Europa, –y por
imitación, seguramente– cubriendo Escocia, Francia, los Países Ba-
jos, Escandinavia, Alemania, Italia, Polonia y Rusia. Y cuando hoy
comparamos las Cartas y la organización interior de estas comuni-
dades quedamos sorprendidos de la coincidencia entre estas Cartas
y de la organización que creció al amparo de estos “contratos so-
ciales”.¡Qué elocuente lección para los Romanistas y los Hegelianos
para quienes la servidumbre ante la ley es el único medio de lograr
la conformidad de las instituciones!

· 41 ·
Piotr Kropotkin

Desde el Atlántico hasta la mitad del curso del Volga y desde


Noruega a Sicilia, Europa fue cubriendose con estas comunidades.
Algunas llegaron a convertirse en ciudades populosas como Flo-
rencia, Venecia, Amiens, Nuremberg o Novgorod, otras permane-
cieron siendo combativas aldeas de un centenar o de poco más de
una veintena de familias, pero, fueron tratadas como iguales por
sus más prósperas hermanas.
Como organismos llenos de vida, estas comunidades se desarro-
llaron de diferentes maneras. La posición geográfica, la naturaleza
del comercio exterior y la resistencia a lo ajeno que había que ven-
cer, dieron a cada comunidad su propia historia. Pero para todas
ellas el principio fue siempre el mismo. La misma amistad (amitas)
de la comuna aldeana y de las guildas asociadas se podía encontrar
en Pskow en Rusia y Brujas en Holanda, una aldea de trescientos
habitantes en Escocia o en la próspera Venecia con sus islas, una
aldea en el Norte de Francia o una en Polonia, o incluso en la Bella
Florencia. En todas ellas la misma amitas, la misma amistad de las
comunas aldeanas y las guildas. Su constitución y sus rasgos gene-
rales es siempre la misma.
Generalmente, los muros de la ciudad crecían conforme la po-
blación aumentaba y fueron flanqueados por torres que crecían
más y más, cada una de ellas levantada por tal o cual distrito, o guil-
da, y en consecuencia manifestaron características individuales –la
ciudad estaba dividida en cuatro, cinco o seis secciones o sectores
que radiaban desde la ciudadela o la catedral hacia las murallas–.
Cada uno de estos sectores estaba habitado generalmente por un
“arte” u oficio mientras que los nuevos oficios –las “artes jóvenes”–
ocupaban los suburbios, que pronto eran rodeados por un nuevo
muro fortificado.
La calle o la parroquia representaban la unidad territorial, equi-
valente a la antigua comuna aldeana. Cada calle o parroquia tenía
su asamblea popular, su forum, su tribunal popular, su sacerdote,
su milicia, su estandarte, y a menudo su sello, símbolo de su sobe-
ranía. A menudo federada con otras calles, mantenía no obstante,
su independencia.

· 42 ·
El Estado y su papel histórico

La unidad profesional, que a menudo era más o menos identifi-


cada con el distrito o con el sector, era la guida, la unión de oficios.
Esta conservaba aún sus santos, su asamblea, su forum y sus jueces.
Tenía sus fondos, sus tierras en propiedad, su milicia y su estan-
darte. Tenía asimismo su sello, simbolo de su soberanía. En caso de
guerra, su milicia marchaba, si se consideraba oportuno, junto a
otras guildas y plantaba su propio estandarte al lado del estandarte
principal (carrosse) de la ciudad.
Así, la ciudad es la unión de los distritos, calles, parroquias y
guildas, y tiene su asamblea plenaria en el gran forum, su gran
campanario, sus jueces electos y su estandarte para reunir las mi-
licias de las guildas y los distritos. Trata en calidad de soberana
con las demás ciudades, se federa con las que desea, pacta alianzas
nacionales o fuera de su territorio nacional. Así los Cinco puertos
ingleses alrededor de Dover estaban federados con puertos Fran-
ceses y Holandeses del otro lado del Canal; la Novgorod rusa era
aliada de la Hansa Germano–Escandinava, y así muchas otras. En
sus relaciones exteriores cada ciudad poseía todos los atributos del
Estado moderno. Y desde esta época se constituyó lo que más tarde
se conocería como Derecho Internacional por medio de contratos
libres, sujetos a la sanción de la opinión pública de todas las ciuda-
des, y que en adelante fue más a menudo violado, que respetado,
por los Estados.
¡En cuántas ocasiones una ciudad en particular, incapaz de “en-
contrar la sentencia” en un caso particularmente complicado, envió
a alguien a “encontrar la sentencia” en una ciudad vecina!¡Y cuán
a menudo el espíritu imperante de la época –arbitraje, antes que
la autoridad del juez– se demostró con dos comunas tomando por
árbitro a una tercera!
De igual modo ocurría con las uniones de oficio. Sus relaciones
comerciales se extendían más allá de la ciudad, y sus acuerdos se
hacían sin tener en cuenta su nacionalidad. Y cuando en nuestra
ignorancia hablamos con orgullo de nuestros congresos internacio-
nales de trabajadores, olvidamos que en el siglo xv ya se celebra-
ban congresos internacionales de oficios e incluso de aprendices.

· 43 ·
Piotr Kropotkin

Por último, la ciudad se defendía a sí misma contra los agreso-


res, y dirigía por sí misma las feroces guerras contra los señores
feudales cercanos, nombrando cada año uno o dos jefes militares
para sus milicias; o bien aceptaba un “defensor militar” –un prínci-
pe o un duque que era elegido por un año y despedido a voluntad.
Para el mantenimiento de sus soldados, se les podían dar los reci-
bos de las multas judiciales; pero tenían prohibido interferir en los
asuntos de la ciudad.
O si la ciudad era demasiado débil para emanciparse de sus ve-
cinos, los buitres feudales, conservaba un más o menos permanen-
te defensor militar, obispo, o príncipe de una determinada familia
–Golfo o Gibelino en Italia, de la familia de Rurik en Rusia, o los Ol-
gerds en Lituania– pero era una celosa vigilante para prevenir que
la autoridad del obispo o el príncipe traspasase los límites de los
hombres acampados en el castillo. Hasta tenían prohibido entrar
sin permiso en la ciudad. Hasta el día de hoy el Rey de Inglaterra
no puede entrar en la ciudad de Londres sin el permiso del Alcalde.
La vida económica de las ciudades en la Edad Media merecería
ser contada con detalle. Remito al lector interesado a lo que he es-
crito sobre el tema en Apoyo Mutuo. Bastará aquí observar que el
comercio interior lo efectuaban siempre las guildas, nunca los ar-
tesanos individualmente y que los precios se establecían de mutuo
acuerdo. Asimismo, al principio de esta época el comercio exterior
era tratado exclusivamente por la ciudad. Fue sólo más tarde que
comenzó el monopolio de la Guilda de los Comerciantes, y más
tarde aún, de los comerciantes aislados. Además nadie trabajaba los
domingos ni la tarde de los sábados (día de baño). El abastecimiento
de los principales bienes de consumo lo realizaba siempre la ciudad
y esta costumbre se conservó en algunas ciudades de Suiza hasta
la mitad del siglo xix. En suma, una cantidad inmensa y variada
de documentación nos muestra que la humanidad no conoció un
periodo de bienestar asegurado para todos como el que existió en
las ciudades de la Edad Media. La presente pobreza, la inseguridad
y la explotación del trabajo eran entonces desconocidos.

· 44 ·
El Estado y su papel histórico

V
Con estos elementos –libertad, organización de lo simple a lo
complejo, la producción y el intercambio realizados por las
guildas, el comercio con el extranjero controlado por la ciudad y
no por los individuos, así como la compra de provisiones por la
ciudad para venderlos a los ciudadanos a bajo precio– con estos
elementos, las ciudades de la Edad Media se convirtieron durante
los dos primeros siglos de su existencia libre en centros de
bienestar para todos los habitantes, centros de riqueza y cultura,
como no hemos visto ya desde entonces.
Consúltense los documentos que hacen posible comparar las
tarifas de remuneración del trabajo y el coste de las provisiones
–Rogers lo ha hecho en lo que concierne a Inglaterra y un gran
número de escritores alemanes en lo que concierne a Alemania– y
se verá que el trabajo del artesano e incluso el del simple jornalero,
eran remunerados en aquella época con una tarifa que no ha sido
alcanzada en nuestros días, ni siquiera entre los obreros mejor cua-
lificados. Pueden dar testimonio de ello los libros de cuentas de la
Universidad de Oxford (que cubren siete siglos empezando en el
XII) y de algunas regiones Inglesas así como los de un gran número
de ciudades Alemanas y Suizas.
Si se considera, por otro lado, el acabado artístico y la cantidad
de trabajo decorativo que el artesano de esta época ponía tanto
en las bellas obras de arte que producía, como en los más simples
utensilios domésticos –una barandilla, un candelero, una pieza de
cerámica–, se verá que en su trabajo no conocía la prisa, la pre-
cipitación, el exceso de trabajo de nuestra época; que podía forjar,
esculpir, tejer, o bordar a su placer, como en nuestros días solo pue-
den hacer un reducido número de artistas.
Finalmente, si se examina la lista de donativos a las iglesias y
a las casas comunales de la parroquia, la guilda o la ciudad, sea
en obras de arte –paneles decorativos, esculturas, hierro forjado o
piezas fundidas de metal– o sea en dinero, se verá el grado de bien-
estar conseguido en estas ciudades; se concebirá el espíritu de in-

· 45 ·
Piotr Kropotkin

vestigación e inventiva que en ellas reinaba y el aliento de libertad


que inspiraba sus obras, el sentimiento de solidaridad fraternal que
crecía en aquellas guildas, donde los hombres de un mismo oficio
estaban unidos, no solamente por razones comerciales y técnicas,
sino por lazos de sociabilidad y hermandad. ¿No fue en efecto la
ley de la guilda que dos hermanos debían velar a la cabecera de un
hermano enfermo –costumbre que ciertamente exigía un espíritu
de sacrificio en aquellas épocas de enfermedades contagiosas y de
plagas– y acompañarle hasta la tumba y cuidar de la viuda y de sus
hijos?
La miseria, la incertidumbre del mañana y la desesperación de
la pobreza que caracterizan a nuestras ciudades modernas, eran ab-
solutamente desconocidas en aquellos “oasis libres surgidos en el
siglo xii en medio de la jungla feudal”.
En aquellas ciudades, amparadas por sus libertades conquista-
das, inspiradas por el espíritu de libre acuerdo y de libre iniciativa,
toda una nueva civilización se desarrolló y floreció de manera in-
comparable hasta nuestros días.
Toda la industria moderna proviene de aquellas ciudades. En
tres siglos, las industrias y las artes alcanzaron tal grado de per-
fección que nuestro siglo no ha sido capaz de superarlas, excepto
en la velocidad de producción, pero raramente en calidad y mucho
más raramente en cuanto a la belleza intrínseca del producto. To-
das las artes que en vano hoy tratamos de resucitar, –la belleza en
Rafael, el vigor y la audacia de Miguel Ángel, la ciencia y el arte de
Leonardo da Vinci, la poesía y el lenguaje de Dante, sin olvidar la
arquitectura a la que debemos las catedrales de Lyón, Reims, Colo-
nia, Pisa, Florencia– como bien dijo Victor Hugo “le peuple en fut le
maçon” (fue construido por el pueblo). Los tesoros de delicada be-
lleza de Florencia y Venecia, los ayuntamientos de Bremen y Praga,
las torres de Nuremberg y Pisa, y así ad infinitum, todo esto fue el
producto de aquella época.
¿Queréis medir los progresos de aquella civilización de un solo
vistazo? Pues comparad la catedral de San Marcos en Venecia con
el arco rústico de los Normandos, las pinturas de Rafael con los

· 46 ·
El Estado y su papel histórico

bordados de los Tapices de Bayeuse, los instrumentos de precisión


y físicos con los relojes de arena de Nuremberg, el rico lenguaje
de Dante con el latín inculto del siglo x. ¡Un nuevo mundo creció
entre una y otra época!
Con la excepción hecha de aquel otro glorioso periodo, también
de ciudades libres, de la antigua Grecia, nunca la humanidad dio un
paso semejante, un paso de gigante. Nunca, en el espacio de dos o
tres siglos, el Hombre experimentó unos cambios tan profundos, ni
extendió tanto su poder sobre las fuerzas de la Naturaleza.
¿Pensáis acaso, en la civilización y el progreso de nuestro siglo
de los que no cesamos de alabarnos? Pero si en cada una de sus
manifestaciones se revela hija directa de la civilización desarrolla-
da en las comunas libres. Todos los grandes descubrimientos que
ha hecho la ciencia moderna, –el compás, el reloj, la imprenta, los
descubrimientos marítimos, la pólvora, las leyes de la gravitación,
la presión atmósferica de la cual la máquina de vapor fue su desa-
rrollo, los rudimentos de la química, el método científico esbozado
ya por Roger Bacon y usado en las universidades Italianas –¿dónde
se originó todo esto si no en las ciudades libres, en la civilización
que se desarrolló al amparo de las libertades comunales?
Puede que se diga que olvido los conflictos internos, las luchas
domésticas, que llenan la historia de estas comunas, los disturbios
en las calles, las guerras implacables sostenidas contra los señores,
las insurrecciones de las “artes jóvenes” contra las “artes antiguas”,
la sangre derramada en estas batallas y las represalias que les si-
guieron.
No, en efecto no olvido nada de esto. Pero como Leo y Botta –los
dos historiadores de la Italia medieval– y como Sismondi, Ferrari,
Gino Capponi y muchos otros, veo que estas luchas fueron la ver-
dadera garantía de la vida libre en la ciudad libre. Veo en ellas una
renovación, un nuevo ímpetu hacia el progreso después de cada
una de estas luchas. Después de haber relatado en detalle estas lu-
chas y conflictos, y habiendo medido los grandes progresos conse-
guidos mientras la sangre se derramaba en las calles, el bienestar
asegurado a todos los habitantes, y la civilización renovada, Leo y

· 47 ·
Piotr Kropotkin

Botta sacaban en conclusión este justo pensamiento que recuerdo


frecuentemente y que me gustaría ver grabado en las mentes de
todo revolucionario moderno: “Una comuna, decían, no representa
la imagen de un todo moral, no se muestra universal en su manera
de ser, como el mismo espíritu humano, sino cuando ha admitido el
conflicto y la oposición.”
Sí, el conflicto, libremente debatido, sin que una fuerza exterior,
el Estado, venga a arrojar su inmenso peso en la balanza en favor
de una de las fuerzas que están en lucha.
Como estos dos escritores, yo creo que a menudo “se ha hecho
más daño imponiendo la paz, puesto que de este modo se han alia-
do juntas cosas contrarias queriendo crear un orden político gene-
ral, sacrificando las individualidades y los pequeños organismos,
para absorberlos en un vasto cuerpo sin color y sin vida”.
Esta es la razón por la que las comunas –mientras no buscaron
convertirse en Estados e imponer a su alrededor la sumisión “en un
vasto cuerpo sin color y sin vida”– crecían y ganaban nueva vida
después de cada lucha y florecían con el choque de las armas en sus
calles, mientras que dos siglos más tarde, esta misma civilización se
colapsaba con las guerras engendradas por los Estados.
En la comuna, la lucha era por la conquista y la defensa de la
libertad individual, por el principio federativo, por el derecho de
unirse y actuar; mientras que las guerras de los Estados tenían
como objetivo la destrucción de estas libertades, la sumisión del
individuo, la aniquilación del libre contrato, y la unión de los hom-
bres en una esclavitud universal ante el rey, el juez, el sacerdote y
el Estado.
Aquí radica toda la diferencia. Hay luchas y conflictos destructi-
vos y hay otros que empujan a la humanidad hacia adelante.

VI
Durante el siglo xvi, los bárbaros modernos vinieron a destruir
toda la civilización de las ciudades medievales. Estos bárbaros no

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El Estado y su papel histórico

las aniquilaron por completo, pero detuvieron su progreso durante


dos o tres siglos, lanzándolo en una nueva dirección, en la que la
humanidad esta luchando en este momento sin vía de escape.
Estos bárbaros sometieron al individuo y le privaron de todas
sus libertades, esperando que olvidara todas las uniones basadas
en la libre iniciativa y la libre discusión. Su objetivo fue igualar a la
sociedad entera en la sumisión al amo. Quedaron destruidos todos
los lazos entre los hombres al declarar que únicamente el Estado y
la Iglesia debían ser, de allí en adelante, el lazo de unión entre los
individuos; que solamente la Iglesia y el Estado tenía la misión de
velar por los intereses industriales, comerciales, jurídicos, artísticos
y emocionales para lo cual, los hombres del siglo xii acostumbra-
ban a unirse directamente.
¿Y quiénes son estos bárbaros? Es el Estado: la Triple alianza,
finalmente constituida, del jefe militar, el juez Romano y el sacer-
dote, los tres constituyendo una asociación para la dominación,
unidos los tres en un único poder que gobernara en nombre de los
intereses de la sociedad, para aplastar a esta misma sociedad.
Uno naturalmente se pregunta, ¿cómo fueron estos nuevos
bárbaros capaces de vencer a las comunas antaño tan poderosas?
¿Dón-de encontraron la fuerza para esta conquista?
En primer lugar esta fuerza la encontraron en la aldea. Así como
las comunas de la Antigua Grecia fueron incapaces de abolir la es-
clavitud, y por esta razón perecieron, así las comunas de la Edad
Media fallaron en emancipar al campesino de su servidumbre al
mismo tiempo que emancipaban al ciudadano.
Es verdad que en todas partes, en los momentos de su emancipa-
ción, el ciudadano –artesano y labrador al mismo tiempo– intentó
unirse al campesino para ayudarle a sacudirse el yugo. Durante dos
siglos, los ciudadanos de Italia, España y Alemania sostuvieron una
guerra encarnizada contra los señores feudales. Hubo gestas de he-
roísmo y de perseverancia por parte de los burgueses en esta gue-
rra a los castillos. Se desangraron para hacerse amos de los castillos
del feudalismo y para derribar el bosque feudal que los rodeaba.
Pero sólo lo lograron parcialmente. Tras la fatigosa guerra, final-

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Piotr Kropotkin

mente firmaron la paz sobre las cabezas del campesino. Para com-
prar la paz, los entregaron al señor, fuera del territorio conquistado
por la comuna. En Italia y Alemania acabaron aceptando al señor
feudal como a un burgués, a condición de que residiera en la comu-
na. En otras partes los burgueses compartieron con el señor feudal
su dominio sobre el campesino. Y el señor se vengó del “pueblo
bajo” de las ciudades, al que odiaba y despreciaba, ensangrentando
sus calles con las luchas, y las represalias entre las familias nobles,
quienes no llevaron sus diferencias ante los síndicos y los jueces
comunales, sino que los resolvieron con la espada, en la calle, lle-
vando a una parte de los ciudadanos contra la otra.
El señor desmoralizó a la comuna con sus favores, sus intrigas,
su forma de vida señorial y su educación recibida en la Corte del
obispo o del rey. La indujo a compartir sus ambiciones, y el burgués
acabó imitando al señor y se convirtió a su vez en señor, enrique-
ciéndose con el comercio o con el trabajo de los siervos de las aldeas.
Después de lo cual el campesino ayudó a los reyes, a los empe-
radores, a los zares y a los papas cuando éstos se pusieron a recons-
truir sus reinos para dominar a las ciudades. Y donde los campesinos
no marcharon bajo sus órdenes, tampoco se les opusieron.
Es en la campiña, en un castillo fortificado, en medio de las co-
munidades rurales donde la monarquía empezó a establecerse. En
el siglo xii esta monarquía sólo existía de nombre, y en la actuali-
dad sabemos perfectamente lo que debemos opinar de los pícaros,
líderes de pequeñas bandas de bandidos que se adornaban con este
nombre; un nombre que en cualquier caso –como Agustín Thierry
ha observado tan bien– no significaba demasiado en aquella época,
cuando había un “rey de las redes” (entre los pescadores) o un “rey
de los mendigos”.
Lentamente, un barón con una situación más favorable en la re-
gión, y más poderoso o más astuto que los demás, lograba ponerse
por encima de sus colegas. La Iglesia no tardaba en prestarle apoyo.
Y por la fuerza, la astucia, el dinero, y en caso de necesidad por
medio de la espada o el veneno, uno de estos barones feudales iba
creciendo en poder a costa de los otros. Pero la autoridad real nunca

· 50 ·
El Estado y su papel histórico

logró constituirse en ninguna de las ciudades libres, que tenían su


ruidoso forum, su Roca Tarpeya o su río para los tiranos; solo lo
logró en los pueblos que se habían formado en los campos.
Después de haber intentado en vano constituir su autoridad en
Reims, o en Lyon, fue en París –aglomeración de aldeas y burgos
rodeados de ricas campiñas, que hasta entonces no había conocido
la vida de las ciudades libres– fue en Westminster, a las puertas de
la populosa Londres; fue en el Kremlin, construido en el seno de ri-
cas aldeas en las riveras del Moskva, después de haber fracasado en
Suzdal y en Vladimir –pero nunca en Novgorod, Pskov, Nuremberg,
Lyon o en Florencia– donde se consolidó la autoridad real.
Los campesinos de los alrededores suministraban a las nacien-
tes monarquías alimento, caballos y hombres; el comercio –real, no
comunal– aumentaba sus riquezas. La Iglesia les prestó todas sus
atenciones, les protegió, fue en su ayuda con su dinero, invistió para
ellos su santo local y sus milagros. Rodeó de veneración a Nues-
tra Señora de París, o a la Imagen de la Virgen Iberia en Moscú. Y
mientras la civilización de las ciudades libres, emancipadas de los
obispos, continuaban con su impulso juvenil, la Iglesia trabajaba
para reconstruir su autoridad mediante la naciente monarquía, ro-
deando con sus atenciones, su incienso y su dinero a la estirpe real
que había escogido finalmente, para poder restablecer su autoridad
eclesiástica. En París, Moscú, Madrid y Praga, se verá a la Iglesia
inclinada sobre la cuna de la realeza, con la antorcha encendida en
la mano y el verdugo a su lado.
Resistente y tenaz, fortalecida por su educación estatista, apo-
yándose en el hombre de fuerte voluntad o astucia, versada en la
intriga y en el derecho Romano y Bizantino, puedes ver su despia-
dada marcha hacia su ideal: el absoluto rey Judaico, que no obstan-
te obedece al gran sacerdote, simple brazo seglar a las ordenes del
poder eclesiástico.
En el siglo xvi, este lento trabajo de los dos conspiradores está
ya en pleno apogeo. Un rey domina ya a los demás barones riva-
les, y este poder pronto será dirigido contra las ciudades libres para
aplastarlas.

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Piotr Kropotkin

Por otra parte, las ciudades del siglo xvi no eran ya lo que ha-
bían sido en los siglos xii, xiii y xiv.
Nacidas de la revolución libertadora, no tuvieron, sin embargo,
el coraje o la fuerza para extender sus ideas de igualdad ni a las
campiñas vecinas, ni a aquellos que vinieron más tarde a estable-
cerse en sus recintos, santuarios de libertad, donde crearon las artes
industriales.
En todas las ciudades encontramos una distinción entre las fa-
milias que hicieron la revolución del siglo xii y aquellos que se
establecieron más adelante en la ciudad. La vieja “guilda de los co-
merciantes” no quería aceptar a los recién llegados y se negaba a
absorber las “artes jóvenes”. Y de simple intendente de la ciudad
en los viejos tiempos, cuando se encargaba del comercio para la
ciudad entera, se convierte en intermediaria que se enriquece con
el comercio extranjero. Importó la ostentación oriental, se convir-
tió en prestamista de la ciudad, y más tarde se alió con el señor de
la ciudad y el sacerdote contra las antiguas normas; o en lugar de
eso buscó apoyo en el rey naciente para mantener su derecho
a enriquecerse y su monopolio comercial. Cuando el comercio se
convirtió en privado, significó el fin de la ciudad libre.
Además, las guildas de los antiguos oficios, que al principio
formaban parte de la ciudad y de su gobierno no querian ya
reconocer los mismos derechos a las jóvenes guildas, establecidas
más tarde por los oficios nuevos. Estas tienen que conquistar sus
derechos por una revolución, y es lo que hicieron. Pero mientras
que en algunas ciudades esta revolución fue el punto de partida
para la renovación de todos los aspectos de la vida y de todas las
artes (esto se ve claramente en Florencia), en otras ciudades
terminó con la victoria del popolo grasso sobre el popolo basso, con
una represión aplastante, con deportaciones en masa y
ejecuciones, especialmente cuando los señores y los sacerdotes.
¡Y interfirieron.no es necesario añadir que el rey usó como
pretexto la defen-sa de las clases bajas para aplastar a las clases
opulentas, para subyugar a ambos una vez se hubo convertido en
el amo de la ciudad!
Y entonces, las ciudades tenían que morir, ya que las ideas de los
· 52 ·
El Estado y su papel histórico

hombres habían cambiado. La enseñanza del derecho canónico y


Romano había modificado la manera de pensar de la gente.
El europeo del siglo xii era esencialmente federalista. Hombre
de libre iniciativa, de libre entendimiento, de asociaciones libre-
mente consentidas, veía en sí mismo el punto de partida de toda
la sociedad. No buscaba la seguridad de la obediencia, ni pedía un
salvador de la sociedad. La idea de la disciplina Cristiana y Romana
le era desconocida.
Pero bajo la influencia de la Iglesia Cristiana, siempre enamora-
da de la autoridad, siempre celosa de imponer su dominio sobre las
almas, y especialmente sobre el trabajo de los fieles; y por otra par-
te, bajo la influencia del derecho Romano, que ya desde el siglo xii
tenía presencia en las cortes de los señores poderosos, los reyes y
los papas, y que pronto se convirtió en estudio favorito en las uni-
versidades, bajo la influencia de ambas doctrinas, que se armonizan
perfectamente, por más que fueran originalmente enemigas impla-
cables, los espíritus se pervirtieron a medida que el árido sacerdote
y el legislador triunfaban.
El hombre se enamora de la autoridad. Y si estalla una revolu-
ción de los oficios bajos en una comuna, ésta llama a un salvador,
se entrega a un dictador, a un César municipal, y le confiere plenos
poderes para exterminar al partido rebelde. Y el dictador se apro-
vecha, usando todos los refinamientos de crueldad sugeridos por
la iglesia, o sigue el ejemplo importado de los despóticos reinos de
Oriente.
Sin duda tendrá el apoyo de la Iglesia. ¿Acaso ésta no ha
soñado siempre con el rey bíblico que se arrodilla ante el
sacerdote y es su instrumento dócil? ¿Acaso no ha odiado siempre
con todas sus fuerzas las ideas racionalistas que imperaban en las
ciudades libres en el primer Renacimiento, en el siglo xii? ¿No
lanza sus maldicio-nes contra las ideas “paganas” que condujeron
al hombre a la na-turaleza bajo la influencia de la redescubierta
civilización Griega? ¿Y más tarde aún, no hizo a los príncipes
reprimir esas ideas que, en nombre del Cristianismo primitivo
sublevaron a los hombres contra el papa, el sacerdote y el culto en
general? El fuego, la rue-
· 53 ·
Piotr Kropotkin

da y la horca –estas armas tan queridas por la Iglesia en todos los


tiempos– se usaron para aplastar a los herejes. Y fuese cual fuese
el instrumento: papa, rey o dictador, el fuego, la rueda o la horca se
usaron contra sus enemigos.
Y a la sombra de esta doble doctrina, del jurista Romano y del sa-
cerdote, el espíritu federalista que había creado la comuna libre, el
espíritu de iniciativa y de libre asociación iba muriendo para dejar
paso al espíritu de disciplina, y a la organización autoritaria pirami-
dal. Ambos, el rico y el pobre reclamaban un salvador.
Y cuando el salvador apareció, cuando el rey, enriquecido lejos
del tumulto del forum, en alguna ciudad creada por él, apoyado por
la desmedida riqueza de la iglesia y escoltado por los nobles y por
sus campesinos, llamó a las puertas de la ciudad, prometiendo a las
“clases bajas” protección real contra los ricos, y a estos ricos obe-
dientes su protección contra los pobres en rebelión, las ciudades,
ya minadas por el cáncer de la autoridad, carecieron del poder para
resistirle.
Las grandes invasiones de Europa por oleadas de pueblos pro-
venientes del Este, favorecieron a la monarquía incipiente en este
trabajo de concentración de poderes.
Los mongoles habían conquistado y devastado la Europa orien-
tal en el siglo xiii, y pronto se fundó un imperio en Moscú, bajo la
protección de los khans Tártaros y de la Iglesia Cristiana Rusa. Los
turcos se habían impuesto en Europa y llegaron hasta Viena, devas-
tando todo a su paso. Como resultado se constituyeron poderosos
Estados en Polonia, Bohemia, Hungría y en el centro de Europa
para resistir a las dos invasiones. Mientras, en el otro extremo, la
guerra de exterminio contra los Moros en España permitió que otro
imperio poderoso se constituyera en Castilla y Aragón, apoyado
por la Iglesia Romana y la Inquisición con la espada y la hoguera.
Estas invasiones y estas guerras condujeron inevitablemente a
Europa a entrar en una nueva fase: la de los Estados militares.
Despues de que las mismas comunas se convirtieran en pe-
queños Estados, era inevitable que estos fueran engullidos por los
grandes.

· 54 ·
El Estado y su papel histórico

VII
La victoria del Estado sobre las comunas de la Edad Media y las
instituciones federalistas de aquella época, no fue inmediata. Hubo
un periodo en que este resultado estuvo en duda.
Un inmenso movimiento popular, religioso en su forma y ex-
presiones, pero eminentemente igualitario y comunista en sus as-
piraciones, emergió en las ciudades y en los campos de la Europa
central.
Ya en el siglo xiv (en 1385 en Francia y en 1381 en Inglaterra) se
produjeron dos movimientos similares. Las dos poderosas subleva-
ciones de la Jacquerie y de Wat Tyler habían sacudido la sociedad
hasta sus cimientos. Ambas habían sido dirigidas principalmente
contra la nobleza, y aunque ambas fueron derrotadas, rompieron el
poder feudal. La sublevación de los campesinos en Inglaterra puso
fin a la servidumbre y la Jacquerie en Francia refrenó el desarrollo
de la servidumbre en su desarrollo de tal forma que esta institución
quedó en estado vegetativo, y no alcanzó jamás el desarrollo que
adquirió más tarde en Alemania y en el Este de Europa.
En el siglo xvi, se produjo un movimiento similar en el centro
de Europa. Con el nombre de Husitas se sublevaron en Bohemia,
y de Anabaptistas en Alemania, Suiza y los Países Bajos. Esto fue,
además de una rebelión contra los señores, una rebelión completa
contra el Estado y la Iglesia, contra el derecho Romano y canónico
en nombre del Cristianismo primitivo.
Por mucho tiempo desfigurado por los historiadores estatistas
y eclesiásticos, este movimiento empieza ahora a ser comprendido.
La libertad absoluta del individuo, que solo debía obedecer los
llamados de su conciencia, y el comunismo eran las señas de este
levantamiento. Y fue más tarde, cuando el Estado y la Iglesia logra-
ron exterminar a sus más ardientes defensores y dirigir la revuelta
hacia sus propios fines, que este movimiento se redujo en impor-
tancia y privado de su carácter revolucionario, se convirtió en la
Reforma Luterana.
Con Lutero el movimiento dio la bienvenida a los príncipes;

· 55 ·
Piotr Kropotkin

pero había comenzado siendo anarquismo comunista, predicado y


puesto en práctica en algunos lugares. Y si miramos más allá de
la fraseología religiosa que fue un tributo de aquellos tiempos, se
encuentra en este movimiento la verdadera esencia de la corriente
de ideas que nosotros representamos hoy: negación de todas las
leyes del Estado o supuestamente divinas; la conciencia individual
como única ley; la comuna dueña absoluta de sus destinos, recu-
perando de los señores todas las tierras comunales y negándose a
pagar cualquier tributo en género o en dinero al Estado; en otras
palabras, el comunismo y la igualdad puestos en práctica. Por esto
cuando se preguntó a Denck, uno de los filósofos del movimiento
Anabaptista, si reconocía la autoridad de la Biblia, respondió que,
la única regla de conducta que cada individuo encuentra por sí mis-
mo en la Biblia, era obligatoria para él. Y sin embargo, estas vagas
fórmulas –derivadas de la jerga eclesiástica– esta autoridad “del
libro” al cual se piden tan fácilmente argumentos en pro y en contra
del comunismo, en pro y en contra de la autoridad, y tan indecisas
cuando se trata de afirmar claramente la libertad, ¿no contiene esta
tendecia religiosa el germen de la derrota cierta de la sublevación?
Nacido en las ciudades, este movimiento pronto se extendió al
campo. Los campesinos se negaban a obedecer a quien fuese, y cla-
vando un zapato viejo en la punta de una pica a modo de bandera,
recuperaban la tierra de los señores, rompían los lazos de servi-
dumbre, echaban al sacerdote y al juez, y se constituían en comu-
nas libres. Y fue solo con la hoguera, la rueda o la horca, con la
masacre de cien mil campesinos en pocos años, que el poder real o
imperial, aliado al poder de la Iglesia papal o Reformada –Lutero
animó a la matanza de campesinos con más virulencia que el papa–
puso fin a estas sublevaciones que por un momento amenazaron la
consolidación de los Estados nacientes.
La Reforma Luterana, hija del Anabaptismo popular, fue apo-
yada por el Estado, masacró al pueblo y aplastó el movimiento del
cual tomó fuerza en sus orígenes. Luego, los restos de esta ola po-
pular encontraron refugio en las comunidades de los “Hermanos
Moravios”, quienes, a su vez, fueron destruidos un siglo más tarde

· 56 ·
El Estado y su papel histórico

por la Iglesia y el Estado. Los que no fueron exterminados busca-


ron refugio, unos en el sudeste de Rusia (la comunidad Mennonita
emigrada de Canada), otros en Groenlandia, donde han conseguido
vivir desde entonces en comunidades, negando todo servicio al Es-
tado.
Desde entonces el Estado se aseguró su existencia. El legislador,
el sacerdote y el señor de la guerra, en alianza con los tronos, pu-
dieron continuar su obra de aniquilación.
¡Cuántas mentiras han acumulado, en beneficio del Estado, los
historiadores Estatistas en este periodo!
En efecto, ¿acaso no nos han enseñado, por ejemplo en la escue-
la, que el Estado nos hizo el gran servicio de crear sobre las ruinas
de la sociedad feudal, estas unidades nacionales antes imposibles
por las rivalidades entre ciudades? Habiendo aprendido esto en la
escuela, muchos de nosotros lo hemos creido verdadero ya adultos.
Y sin embargo, hoy sabemos que a pesar de todas las rivalidades,
las ciudades medievales trabajaron durante cuatro siglos para cons-
tituir estas uniones, mediante federación, libremente consentida, y,
lo que es más, lo lograron.
La unión Lombarda, por ejemplo, comprendía las ciudades del
Norte de Italia y tenía su tesoro federal en Milán. Otras federacio-
nes, como la unión Toscana, la unión Rhenana (que comprendía
sesenta ciudades), las federaciones de Westfalia, de Bohemia, de
Servia, de Polonia y de las ciudades rusas, cubrían toda Europa.
Al mismo tiempo, la unión comercial del Hansa englobaba ciuda-
des escandinavas, alemanas, polacas y rusas en todo el Báltico. Allí
estaban ya todos los elementos, así como el hecho mismo, de las
grandes agrupaciones libremente constituidas.
¿Queréis la prueba viviente de estas agrupaciones? ¡La tenéis en
Suiza! Allí la unión se afirmaba primeramente entre las comunas
aldeanas (los viejos cantones), del mismo modo que se constituía en
Francia, en la misma época, en Lyon. Y como en Suiza la separación
entre ciudad y aldea no era tan grande como en las regiones
donde las ciudades estaban comprometidas en el comercio a gran
escala, las ciudades apoyaron la insurrección de los campesinos
del siglo xvi
· 57 ·
Piotr Kropotkin

y así la unión incluyó ciudades y aldeas para constituir una federa-


ción que continúa hasta nuestros días.
Pero el Estado, por su misma naturaleza, no puede tolerar la fe-
deración libre: ello representa lo que más horroriza a los juristas:
“un Estado dentro del Estado”. El Estado no puede reconocer una
unión libremente consentida funcionando en su seno; sólo recono-
ce súbditos. El Estado y su hermana la Iglesia se arrogan el derecho
de servir como lazo de unión entre los hombres.
Por consiguiente, el Estado debe, forzosamente, aniquilar las
ciudades basadas en la unión directa entre los ciudadanos. Debe
abolir todas las uniones dentro de la ciudad, y destruir toda la
unión directa entre ciudades. Debe sustituir el principio federativo
por el principio de sumisión y disciplina. Es la sustancia del Estado,
sin este principio deja de ser Estado.
El siglo xvi –siglo de guerras encarnizadas– puede ser definido
por esta lucha del Estado naciente contra las ciudades libres y sus
federaciones. Las ciudades se ven asediadas, asaltadas, y saqueadas,
y sus habitantes diezmados o expulsados.
El Estado finalmente salió victorioso. Y estas son las consecuen-
cias:
En el siglo xvi Europa estaba cubierta de ricas ciudades cuyos
artesanos, constructores, tejedores y grabadores producían mara-
villosas obras de arte; sus universidades establecían las bases de la
moderna ciencia empírica, sus caravanas recorrían los continentes,
sus barcos surcaban los mares y los ríos.
De todo esto, ¿qué es lo que quedó dos siglos más tarde? Ciuda-
des de 50.000 a 100.000 y que (como en el caso de Florencia) tenían
una mayor proporción de escuelas y, en los hospitales comunales,
más camas en relación a la población que en las ciudades más fa-
vorecidas de hoy, se convirtieron en ciudades putrefactas. Sus po-
blaciones fueron diezmadas o deportadas, el Estado y la Iglesia se
apoderaron de sus riquezas. La industria iba muriendo bajo la rigu-
rosa tutela de los empleados del Estado; el comercio murió. Incluso
las carreteras que hasta ahora unían estas ciudades se volvieron
infranqueables en el siglo xvii.

· 58 ·
El Estado y su papel histórico

Estado es sinónimo de guerra. Y las guerras devastaron Europa


y acabaron destruyendo las ciudades que el Estado no pudo des-
truir directamente.
Con las ciudades aplastadas, ¿ganaron al menos algo las aldeas
con esta concentración del poder del Estado? ¡Por supuesto que no!
Basta con leer lo que nos dicen los historiadores sobre la vida de los
campos en Escocia, en Toscana o en Alemania durante el siglo xvi,
y comparar estas descripciones con las de la miseria de Inglaterra
alrededor del 1648, en Francia bajo el reinado de Luis XIV –el “Rey
Sol”– en Alemania, en Italia, en todas partes, después de cien años
de dominio Estatista.
Los historiadores son unánimes al declarar que la extrema po-
breza se extendía por todas partes. En aquellos lugares donde fue
abolida la servidumbre, se reconstituyó nuevamente bajo mil nue-
vas formas; y allí donde aún no había sido totalmente destruida,
emergió bajo la égida de la antigua esclavitud. En Rusia fue el Es-
tado naciente de los Romanovs el que introdujo la servidumbre y
pronto le dio las características de la esclavitud.
¿Pero acaso podía salir otra cosa de la miseria Estatal, cuando
su primera preocupación, fue destruir la comuna aldeana, destruir
todos los lazos que existían entre los campesinos, y luego poner sus
tierras a merced del saqueo de los ricos, y someter toda individua-
lidad al funcionario, al sacerdote o al señor?

VIII
El papel del Estado naciente en el siglo xvi y xvii en relación a
los centros urbanos fue destruir la independencia de las ciudades;
saquear las guildas ricas de los comerciantes y artesanos; concen-
trar en sus manos el comercio exterior de las ciudades y arruinarlo;
apoderarse de toda la administración interna de las guildas y some-
ter el comercio interior, así como la fabricación de todas las cosas
hasta en sus menores detalles a una hueste de funcionarios, y matar
de este modo la industria y las artes; adueñarse de las milicias loca-

· 59 ·
Piotr Kropotkin

les y de toda la administración municipal, aplastando a los débiles


en provecho de los fuertes por medio de los impuestos, y arruinar
los campos con las guerras.
Obviamente la misma táctica se empleó con las aldeas y los cam-
pesinos. Una vez el Estado se sintió con fuerza para ello, se apre-
suró a destruir la comuna aldeana, a arruinar a los campesinos que
cayeron en sus manos y a saquear las tierras comunales.
Los historiadores y economistas a sueldo del Estado nos han
enseñado, por supuesto, que la comuna aldeana era una forma anti-
cuada de posesión de la tierra –que se oponía al progreso de la agri-
cultura– y que tenía que desaparecer bajo “la acción de las fuerzas
económicas naturales”. Los políticos y los economistas burgueses
aún siguen diciéndolo; y hasta hay revolucionarios y socialistas,
que pretenden ser socialistas cientificos, aún repiten esta fórmula
aprendida en la escuela.
Nunca se afirmó mentira tan odiosa como ésta en nombre de la
ciencia. Una calculada mentira, puesto que la historia abunda en
documentos que prueban al que quiera conocerlo –y por lo que
concierne a Francia basta consultar a Dalloz– que en primer lugar
el Estado privó a la comuna aldeana de todas sus facultades: su
independencia, sus poderes jurídico y legislativo; y que luego sus
tierras fueron simplemente robadas por los ricos con la conniven-
cia del Estado, o bien directamente confiscadas por el Estado.
En Francia el saqueo empezó en el siglo xvi, y siguió su curso a
buen ritmo durante el siglo xvii. Desde 1659 el Estado tomó bajo
su tutela a las comunas, y basta consultar el edicto de 1667 de Luis
xiv, para apreciar a que escala se realizó este saqueo de los bienes
comunales en aquella época. “Cada uno ha hecho lo mejor para sus
propios intereses... se ha repartido... para esquilmar a las comunas
se han valido de deudas ficticias,” decía en este edicto el Rey Sol... y
dos años más tarde confiscó en provecho propio todas las comunas.
Esto es lo que llaman “muerte natural” en un lenguaje que pretende
ser científico.
Se calcula que durante el siguiente siglo, la mitad de las tierras
comunales fueron simplemente tomadas por la nobleza y el clero

· 60 ·
El Estado y su papel histórico

bajo la égida del Estado. Y a pesar de ello la comuna continuó su


existencia hasta 1787. La asamblea del pueblo se reunía debajo del
olmo, alquilaba las tierras y distribuía los impuestos –evidencia do-
cumental puede encontrarse en el libro de Babeau “La aldea bajo el
antiguo régimen”. Turgot encontró en la provincia en que actuaba
de intendente que las asambleas populares eran “demasiado tumul-
tuosas” y durante su administración las abolió para sustituirlas
por asambleas dirigidas por las “peces gordos” del pueblo. Y en la
vís-pera de la Revolución de 1787, el Estado generalizó esta
medida. El mir fue abolido y los asuntos de las comunas cayeron
en las manos de unos pocos síndicos, elegidos por los más ricos
burgueses y cam-pesinos.
La Asamblea Constituyente se apresuró a confirmar esta ley en
diciembre de 1789, y la burguesía tomó el lugar de los señores para
despojar a las comunas de las pocas tierras comunales que les que-
daban. Y se necesitó una Jacquerie tras otra en 1793 para confirmar
lo que los campesinos sublevados acababan de conseguir en el Este
de Francia. Es decir, que la Asamblea Constituyente devolviera las
tierras comunales a los campesinos, como así se hizo cuando ya
había sido conseguido por la acción revolucionaria. Es el destino de
todas las leyes revolucionarias; solamente entran en vigor cuando
ya son un hecho consumado.
Pero aunque reconoció el derecho de las comunas a las tierras
que les habían quitado desde 1669, la ley añadió un poco de su ve-
neno burgués. Su intención era que las tierras comunales fueran re-
partidas a partes iguales solo entre los “ciudadanos” –es decir entre
la burguesía aldeana. De un plumazo desposeía a los “habitantes” y
a la masa de campesinos empobrecidos, que más necesidad tenían
de estas tierras. Después de lo cual, afortunadamente, hubo nuevas
Jacqueríes y en Julio de 1793 la convención autorizó la distribución
de las tierras entre todos los habitantes, cosa que solo se cumplió
en ciertos lugares, y sirvió de pretexto para un nuevo saqueo de
tierras comunales.
¿Acaso estas medidas no bastaron para provocar lo que aquellos
caballeros llaman “la muerte natural” de la comuna? Pero aún así

· 61 ·
Piotr Kropotkin

la comuna siguió viva. Así que el 24 de Agosto de 1794, la reacción


se hizo fuerte, y dio el golpe de gracia. El Estado confiscó todas las
tierras comunales y las usó como fondo de garantía de la Deuda
Nacional, sacándolas a subasta y entregandolas a sus criaturas, los
Termidorianos.
Esta ley fue felizmente derogada el 2 Prairial, del año V, después
de tres años lanzándose a por los despojos. Pero del mismo plumazo
las comunas fueron abolidas y reemplazadas por consejos canto-
nales, a fin de que el Estado pudiera repartirlas más fácilmente con
sus partidarios. Esto duró hasta 1801, cuando las comunas aldeanas
fueron reintroducidas; ¡pero entonces el Gobierno se encargó de
designar él mismo a los alcaldes y síndicos en cada una de las
36.000 comunas! Y este absurdo duró hasta la Revolución de Julio
de 1830, fecha en que se puso en vigor la ley de 1789. Y mientras
tanto, las tierras comunales fueron otra vez confiscadas por el
Estado en 1813 y saqueadas durante tres años. Lo que quedó de
ellas no se devolvió a las comunas hasta el año 1816.
¿Créeis que con esto acabó todo? ¡De ningún modo! Cada nue-
vo régimen vio en las tierras comunales un medio de recompensar
a sus seguidores. Así desde 1830, en tres diferentes ocasiones –la
primera en 1837 y la última bajo Napoleón III– fueron promulgadas
leyes para forzar a los campesinos a repartir lo que les quedaba de
bosques y pastos comunales, y por tres veces el Estado se vió obliga-
do a anular estas leyes en vista de la resistencia de los campesinos.
A pesar de ello, Napoleón III supo aprovechar esta situación para
quedarse algunas propiedades para poder regalarlas a algunos de
sus partidarios.
He aquí los hechos. Y he aquí lo que esos caballeros llaman en
lenguaje “científico” la muerte natural de la posesión comunal “bajo
la influencia de las leyes económicas”. Uno podría igualmente lla-
mar muerte natural a la masacre de cien mil soldados en la batalla.
Ahora bien, lo que sucedió en Francia sucedió también en Bélgi-
ca, en Inglaterra, en Alemania y en Austria. Y en todas partes de
Europa, excepto en los países Eslavos.
Las épocas de explosiones de pillaje en las comunas están conec-

· 62 ·
El Estado y su papel histórico

tadas en toda Europa. Sólo los métodos varían. Así en Inglaterra,


no se atrevieron a proceder por medio de medidas generales, y pre-
firieron llevar al Parlamento miles de Leyes para cada caso espe-
cial. Así el Parlamento sancionó la confiscación –así lo hace hasta
nuestros días– y dio al hacendado el derecho a mantener las tierras
comunales que previamente había cercado. Y aunque la naturaleza
había respetado hasta ahora los estrechos surcos que dividían tem-
poralmente los campos comunales entre las familias de las aldeas
de Inglaterra, y en los escritos de alguien llamado Marshal tenemos
descripciones precisas de esta forma de posesión a principios del
siglo xix, y aunque la economía comunal ha sobrevivido en algu-
nas comunas hasta el presente, aún así no han faltado sabios (como
Seebohm, digno émulo de Fustel de Coulanges) que sostuvieran y
enseñaran que la comuna nunca existió en Inglaterra, sino en forma
de servidumbre.
En Bélgica, en Alemania, en Italia y en España encontramos los
mismos métodos. En una u otra forma, el saqueo individual de las
tierras que una vez fueron comunales, fue casi totalmente comple-
tado en el Oeste de Europa en 1850. De sus tierras comunales los
campesinos únicamente retuvieron unos pocos restos.
Este es el modo en que la alianza mutua entre el señor, el sacer-
dote, el soldado y el juez, que llamamos “Estado”, actuó con los cam-
pesinos, a fin de despojarles de su última garantía contra la miseria
y la esclavitud económica.
Pero mientras el Estado organizaba y sancionaba este
saqueo, ¿podía respetar a la institución de la comuna como órgano
de la vida local? Evidentemente, no. Admitir que algunos
ciudadanos podían constituir una federación que sustituyera
algunas funciones del Estado hubiera sido una contradicción de
sus propios principios. El Estado pide a sus súbditos la sumisión
directa, personal, sin intermediarios; quiere la igualdad en la
esclavitud; no puede admitir el Estado dentro del Estado.
Así tan pronto como el Estado empezó a constituirse en el si-
glo xvi, intento destruir todos los lazos de unión entre los ciuda-
danos, tanto de los pueblos como de las ciudades. Donde toleró,

· 63 ·
Piotr Kropotkin

con el nombre de instituciones municipales, algunos vestigios de


autonomía –nunca de independencia– fue sólo por razones fiscales,
para reducir correspondientemente el presupuesto central; o bien,
para dar a los “peces gordos” de la provincia una oportunidad de ha-
cerse ricos a expensas del pueblo, como sucedió en Inglaterra hasta
hace unos años y hasta hoy en sus instituciones y costumbres.
Esto es comprensible. Los asuntos locales son materia de ley con-
suetudinaria, mientras que la centralización de los poderes es ma-
teria de derecho Romano. Los dos no pueden subsistir juntos, y el
segundo debía destruir a la primera.
Es por esta razón que bajo el régimen Francés en Argelia cuan-
do un djemmah kábila –una comuna aldeana– quiere pleitear por
sus tierras, cada habitante de la comuna debe presentar separada-
mente una instancia a los tribunales, los cuales juzgan cincuenta o
doscientos casos aislados antes que aceptar la queja colectiva de la
djemmah. El código Jacobino desarrollado en el Código de Napo-
león reconoce a duras penas el derecho consuetudinario, prefiriendo
el derecho Romano, o mejor dicho, el derecho Bizantino.
Y es por esta razón, que de nuevo en Francia, cuando el viento
derriba un árbol en una carretera nacional, o cuando un campesino
no quiere hacer por sí mismo la reparación de un camino comunal
y prefiere pagar dos o tres francos al picapedrero para hacerlo, de
doce a quince empleados de los Ministerios de Interior y de Finan-
zas tienen que implicarse y más de cincuenta documentos pasan de
mano en mano entre estos austeros funcionarios, antes de que el
árbol pueda ser vendido o antes de que el campesino reciba el
permiso para entregar dos o tres francos a la caja de la comuna.
Aquellos que tengan dudas de la veracidad de esta afirmación
encontrarán estos cincuenta documentos, debidamente enumerados
por M. Tricoche, en el Journal des Economistes (Abril 1893).
Este fue el rumbo bajo la Tercera República, por lo que no estoy
hablando de los procedimientos bárbaros del “antiguo régimen” que
se conformaba con cinco o seis documentos. Pero los sabios dirán
que en los tiempos bárbaros, el control que el Estado desempeñaba
era una ficción.

· 64 ·
El Estado y su papel histórico

¡Si fuera solo papeleo! Pero significa también más de 20.000 fun-
cionarios y otro billón para el presupuesto. ¡Una bagatela para los
amantes del “orden” !
Pero en el fondo hay algo mucho peor. Es el principio que lo
destruye todo.
Los campesinos de una aldea tienen muchos intereses comunes;
intereses de hogar, de vecindad, de relaciones constantes. Inevi-
tablemente tienen que unirse para mil cosas diferentes. ¡Pero el
Estado no quiere esto, no puede consentir que se unan! Después
de todo el Estado les da la escuela, el cura, el gendarme y el juez
–esto debería ser suficiente. ¡Y si surgen otros intereses pueden ser
tratados por medio de los canales habituales del Estado y la Iglesia!
Así hasta 1883, los aldeanos de Francia tenían estrictamente
prohibido unirse, agremiarse, aunque sólo fuera para comprar jun-
tos fertilizantes químicos o para regar sus campos. No fue hasta
1883–1886 que la República garantizó este derecho a los campe-
sinos, votando la ley de uniones de oficios que sin embargo fue
aprobada con muchas precauciones y condiciones.
Y nosotros, embrutecidos por la educación Estatal, nos alegra-
mos de los progresos recientemente realizados por los sindicatos
agrícolas, sin sonrojarnos ante la idea de que este derecho que fue
negado a los campesinos hasta ahora, fue disfrutado por todo hom-
bre –libre o siervo– en la Edad Media. Como esclavos que somos,
vemos en estos progresos una “conquista de la democracia”. ¡Este
es el nivel de embrutecimiento que hemos alcanzado gracias a un
sistema educativo deformado y viciado por el Estado y a nuestros
prejuicios Estatistas!

IX
“Si en la ciudad o la aldea tienes intereses comunes, consulta al Es-
tado o a la Iglesia para tratarlos, pero unirse para ocuparse de estos
intereses esta prohibido.” Esta es la fórmula que resuena por toda
Europa desde el siglo xvi.

· 65 ·
Piotr Kropotkin

Ya a finales del siglo xiv un edicto de Eduardo III, Rey de In-


glaterra, esteblecía que “toda alianza, connivencia, reuniones y
juramentos solemnes realizados entre carpinteros y albañiles, son
nulos y vacíos”. Pero fue solo después de la derrota de las aldeas y
de las sublevaciones populares, a las que ya me he referido, que el
Estado se atrevió a interferir con todas las instituciones –guildas,
hermandades, etc.– que unían a los artesanos, para desbandarlas y
destruirlas. Esta es la razón por la que tan claramente en Inglaterra,
ya que la vasta documentación disponible permite seguir este mo-
vimiento paso a paso, el Estado tomó posesión de todas las guildas
y hermandades, acosándolas, acabando con sus conjuraciones, sus
síndicos, a los que reemplazaron por sus funcionarios y sus tribu-
nales; y al principio del siglo xvi bajo el reinado de Enrique VIII, el
Estado simplemente confiscó todo lo que las guildas poseían sin
molestarse con formalidades de procedimiento. El heredero del rey
protestante completó su tarea.
Es el robo a plena luz del día, sin disculpas, como tan bien lo
puso en práctica Thorold Rogers. ¡Y de nuevo, este robo que los así
llamados economistas científicos describen como la muerte “natu-
ral” de las guildas bajo la influencia de las “leyes económicas!”
En efecto, ¿podía el Estado tolerar la guilda, la corporación de
oficios, con su tribunal, su milicia, su tesoro, su organización jura-
mentada? ¡Era el “Estado dentro del Estado”! El Estado verdadero
tenía que destruirlo y es lo que hizo: en Inglaterra, en Francia, en
Alemania, Bohemia y Rusia. Y seguramente no hay razón para sor-
prenderse de que una vez las guildas fueron privadas de todo lo que
hasta ahora habían sido sus vidas, fueran puestas bajo las órdenes
de los funcionarios reales y se convirtieran en engranajes en la ma-
quinaria de la administración, y que en el siglo xviii fueran un
estorbo, un obstáculo al desarrollo industrial, a despecho del hecho
de que durante cuatro siglos habían representado la vida misma. El
Estado las había destruido.
Pero el Estado no estaba satisfecho con poner un palo en las
ruedas de la vida de las hermandades juramentadas de oficios que
lo molestaban colocandose entre él y sus súbditos. No estaba satis-

· 66 ·
El Estado y su papel histórico

fecho con confiscar sus fondos y sus propiedades. El Estado tenía


que tomar sus funciones además de sus posesiones.
En una ciudad de la Edad Media, cuando había un conflicto de
intereses en una actividad o dondequiera que dos guildas estaban
en desacuerdo, sólo se recurría a la ciudad. Estaban obligados a
llegar a un acuerdo, a alguna clase de compromiso, ya que estaban
vinculados con la ciudad. Y nunca abandonaban su defensa, fuera
por arbitraje, o si se veían obligados, remitiendo la disputa a otra
ciudad. Pero luego, el Estado fue el único juez. Todos los conflic-
tos locales incluyendo las insignificantes disputas en ciudades pe-
queñas con solo unos pocos cientos de habitantes, se acumulan en
forma de documentos en las oficinas del rey o del parlamento. El
parlamento Inglés estaba literalmente inundado por miles de riñas
locales menores. Como resultado, se necesitaron miles de funciona-
rios en la capital –muchos de ellos corruptibles– para leer, clasifi-
car, y formarse una opinión sobre estos litigios: por ejemplo, sobre
como herrar a un caballo, blanquear ropa, salar arenques, hacer un
tonel y así ad infinitum.
Pero esto no fue todo. Siguiendo su curso, el Estado tomo con-
trol del comercio exterior, viéndolo como una fuente de beneficio.
Antiguamente, cuando había discrepancias entre dos ciudades so-
bre el valor de los tejidos que habían sido exportados, o sobre la
calidad de la lana, éstas debían presentar las objeciones una contra
la otra. Si el desacuerdo se volvía interminable, muy a menudo po-
dían invitar a otra ciudad a arbitrar. Alternativamente, un congreso
de guildas de tejedores o toneleros podía ser llamado para decidir
a nivel internacional la calidad y valor de los tejidos y la capacidad
de los toneles.
Por lo tanto, fue el Estado en Londres o en París el que intentó
tratar estas disputas. Mediante sus funcionarios controlaba la ca-
pacidad de los toneles, definía la calidad de los tejidos, permitiendo
variaciones en el número de hilos y en el espesor de la urdimbre, y
con sus ordenanzas se inmiscuía en los detalles de toda industria.
Podemos adivinar con qué resultados. Bajo tal control la indus-
tria en el siglo xviii fue muriendo.

· 67 ·
Piotr Kropotkin

¿Qué fue, en efecto del arte de Benvenuto Cellini bajo la tutela


del Estado? ¡Desapareció! ¿Y la arquitectura de las guildas de alba-
ñiles y carpinteros cuyos trabajos aún nos producen admiración?
Solo observemos los horribles monumentos del periodo estatista y
en seguida llegaremos a la conclusión de que la arquitectura había
muerto, hasta el punto de que aún no se ha recuperado de los golpes
que recibió de manos del Estado.
¿Qué ocurrió con los tejidos de Brujas y de Holanda? ¿Dónde
están esos herreros, tan hábiles trabajando el hierro y que, en toda
aldea europea importante, sabían como trabajar este ingrato me-
tal para transformarlo en los más exquisitos objetos decorativos?
¿Dónde están aquellos torneros, aquellos relojeros, aquellos cor-
tadores que hicieron de Nuremberg una de las glorias de la Edad
Media en cuanto a instrumentos de precisión? Que decir de James
Watt quien dos siglos atrás gastó treinta años en vano, buscando un
trabajador que pudiera producir un más o menos cilindro circular
para su máquina de vapor. En consecuencia su máquina permane-
ció como proyecto durante treinta años porque no había artesanos
capaces de construirlo.
Tal fue el papel del Estado en el campo industrial. Todo lo que
fue capaz de hacer fue apretar los tornillos de los trabajadores, des-
poblar los campos, llevar la miseria a las ciudades, llevar a millones
de seres humanos al hambre e imponer la servidumbre industrial.
Y esto es lo que queda de las viejas guildas, unos organismos que
han sido machacados y agobiados con impuestos, piezas inútiles de
la máquina administrativa, que los economistas científicos en su ig-
norancia confunden con las guildas de la Edad Media. Aquellas que
la Gran Revolución Francesa eliminó como dañinas para la industria
no eran las guildas, ni siquiera uniones de oficio, eran las inútiles y
dañinas piezas de la maquinaria del Estado.
Pero lo que la Revolución no pudo apenas eliminar fue el poder
del Estado sobre la industria, sobre la servidumbre de la fábrica.
¿Recordais la discusión que tuvo lugar en la Convención –en la
terrible Convención– a propósito de la huelga? Para complacer a
los huelguistas la Convención replicó: “El Estado tiene el deber de

· 68 ·
El Estado y su papel histórico

vigilar los intereses de todos los ciudadanos. Haciendo huelga, estás


formando una coalición, estás creando un Estado dentro del Estado.”
Esta respuesta permite discernir la naturaleza burguesa de la Re-
volución. Pero, ¿no tiene esto, en efecto, un significado mucho más
profundo? ¿no resume esto la actitud del Estado, que encontró su
completa y lógica expresión considerando a la sociedad como un
todo según el Jacobinismo de 1793? “¿Tienes algo de que quejarte?
¡Dirige tus quejas al Estado! El Estado tiene únicamente la misión de
atender las protestas de sus súbditos. ¿Una coalición para defende-
ros vosotros mismos? ¡Nunca!” Fue en este sentido que la República
se llamó a sí misma una e indivisible.
¿No piensa el moderno socialista Jacobino de la misma forma?
¿No expresó la Convención el contenido del pensamiento Jacobino
con su típica lógica fría?
En esta respuesta de la Convención se resumía la posición de
todos los Estados en lo que concierne a todas las coaliciones y socie-
dades privadas, sin importar su propósito.
Con respecto a la huelga, es un hecho que en Rusia es aún con-
siderada un crimen de alta traición. También en Alemania, donde
Wilhelm dijo a los mineros: “Apelad a mí; pero si intentais actuar
por vuestra cuenta, probaréis las espadas de mis soldados”.
Tal es también casi siempre el caso en Francia. E incluso en In-
glaterra, después de haber luchado durante un siglo por medio de
sociedades secretas, mediante el cuchillo para los traidores y para
los amos, con pólvora para destruir las máquinas (como en 1860), los
trabajadores empezaron a conseguir el derecho a la huelga, y pronto
lo conseguirán por completo si no caen en las trampas puestas por
el Estado, buscando imponer el arbitraje obligatorio a cambio de la
jornada de ocho horas.
¡Más de un siglo de implacables luchas! ¡Y qué miseria! Cuántos
trabajadores murieron en prisión, fueron exiliados a Australia, fusi-
lados o colgados, para recuperar los derechos que –dejadme recor-
darlo una vez más– todo hombre libre o siervo disfrutó libremente
hasta que el Estado puso su pesada mano en las sociedades.
Pero entonces, ¿sólo el trabajador fue tratado de esta manera?

· 69 ·
Piotr Kropotkin

Recordemos simplemente las luchas que la burguesía emprendió


contra el Estado para ganar el derecho a constituirse en socieda-
des comerciales, un derecho que el Estado sólo empezó a conceder
cuando descubrió una manera conveniente de crear monopolios en
beneficio de sus partidarios y para llenar sus arcas. ¡Pensemos en
la lucha por el derecho a hablar, pensar o escribir de forma dife-
rente a la que el Estado decreta mediante la Academia, la Universi-
dad y la Iglesia! ¡O en las luchas emprendidas para poder enseñar a
los niños a leer, un derecho que el Estado posee pero no usa!¡Por no
mencionar aquellas que serán emprendidas para atreverse a escoger
juez y leyes –algo que fue de uso común en otros tiempos– ni las lu-
chas que serán necesarias antes de ser capaces de hacer una hoguera
con el libro de los castigos infames, inventados por el espíritu de la
inquisición y de los imperios despóticos de Oriente, conocido con el
nombre de Código Penal!
O qué decir del sistema tributario –una institución originada con
el Estado– esa formidable arma usada por el Estado, en Europa así
como en las jóvenes sociedades de las dos Américas, para mantener
a las masas bajo su bota, para favorecer a sus servidores, para
arrui-nar a la mayoría en beneficio de los gobernantes y para
mantener las viejas divisiones y castas.
O las guerras sin las cuales los Estados no podrían constituirse ni
mantenerse; guerras que llegan a ser desastrosas, e inevitables en el
momento en que uno admite que una región en particular –simple-
mente porque es parte de un Estado– tiene intereses opuestos a sus
vecinos que son parte de otro Estado. Pensemos en las guerras pa-
sadas emprendidas para conquistar el derecho a respirar libremente,
las guerras por mercados, las guerras para crear imperios coloniales.
Y en Francia desafortunadamente sabemos demasiado bien que toda
guerra, victoriosa o no, es seguida de esclavitud.
Y finalmente lo que es incluso peor que lo que ha sido enumera-
do, es el hecho de que la educación que recibimos del Estado, en la
escuela y después, ha pervertido tanto nuestros cerebros que acaba-
mos perdiendo la mera noción de libertad, y disfrazándola de servi-
dumbre.

· 70 ·
El Estado y su papel histórico

Es triste ver que aquellos que creen ser revolucionarios desatan


su odio al anarquismo, solo porque su visión de la libertad no va
más allá de sus pequeños y estrechos conceptos de libertad apren-
didos en la escuela del Estado. Pero este espectáculo es una rea-
lidad. El hecho es que el espíritu de servidumbre voluntaria fue
siempre hábilmente cultivado en las mentes de los jóvenes, y aún
lo es, para perpetuar el dominio del individuo al Estado.
La filosofia libertaria es reprimida por la pseudo–filosofía ro-
mana y católica del Estado. La Historia está corrompida desde su
primera página, mintiendo cuando habla de las monarquías Mero-
vingia y Carolingia, hasta la última página donde glorifica el Jaco-
binismo y evita reconocer el papel del pueblo en crear las institu-
ciones. Las ciencias naturales están pervertidas para ponerlas al
servicio del doble ídolo: Iglesia–Estado. La psicología está falsifi-
cada para justificar la triple alianza del soldado, el sacerdote y el
juez. Finalmente, la moralidad, después de haber predicado durante
siglos la obediencia a la Iglesia, o al libro, alcanza su emancipación
hoy sólo para predicar la servidumbre al Estado: “No hay obliga-
ciones morales directas hacia tu vecino, ni ningún sentimiento de
solidaridad; todas tus obligaciones son para con el Estado”, nos di-
cen, nos enseñan, en este nuevo culto de la vieja divinidad romana
y cesariana. “El vecino, el camarada, el compañero, olvídalos. Sólo
los tratarás mediante los intermediarios de algún órgano u otro de
tu Estado.”
Y la glorificación del Estado y de su disciplina es propagada tan
exitosamente mediante la universidad, la Iglesia, la prensa y los
partidos políticos, que incluso los revolucionarios temen no mirar
este fetiche directamente a los ojos.
El radical moderno es un centralista, estatista y fanático Jacobi-
no. Y el socialista cae en el mismo error. Los Florentinos al final del
siglo xv no supieron hacer nada mejor que invocar la dictadura del
Estado para salvarse de los Patricios, y así los socialistas invocan
a los mismos Dioses, la dictadura del Estado, para salvarse de los
horrores del régimen económico creado por este mismo Estado.

· 71 ·
Piotr Kropotkin

X
Si se avanza más profundamente en estas diferentes categorias
de fenómenos que he mencionado en este corto esbozo,
entenderemos porque –viendo el Estado a lo largo de la historia,
y en la actualidad y convencidos de que una institución social no
puede prestarse a todos los objetivos deseados y como todo
órgano, se desarrolla de acuerdo a su función, en una dirección
definida y no en todas las posibles direcciones– uno entenderá,
digo, porque la conclusión a la que llegamos es que hay que
abolir el Estado.
Vemos esta Institución, desarrollada en la historia de las socie-
dades humanas para prevenir la asociación directa entre los hom-
bres, para arruinar el desarrollo de la iniciativa local e individual,
para aplastar las libertades existentes, para prevenir su nuevo flo-
recimiento –todo esto para someter a las masas a la voluntad de
las minorías.
Y sabemos que una institución que tiene tan largo pasado no
puede prestarse a una función opuesta a aquella para la que fue
desarrollada en el curso de la historia.
A este firme argumento, para alguien que ha meditado en la
historia, ¿qué réplica recibimos? Se nos responde con un argu-
mento bastante infantil:
“El Estado existe y representa una poderosa organización. ¿Por
qué no lo usamos en lugar de destruirlo? Éste opera para fines
malvados, pero la razón es que está en manos de los explotadores.
Si fuera tomado por el pueblo, ¿por qué no iba a poder ser usa-
do para mejores fines, para el bien del pueblo?”
Siempre el mismo sueño, como el del Marqués de Posa en el
drama de Schiller buscando hacer un instrumento de emancipa-
ción fuera del absolutismo; o el sueño del gentil Abad Pierre en
Roma de Zola buscando hacer de la Iglesia una palanca para el
socialismo
¡Qué triste tener que responder a tales argumentos! Pero aque-
llos que argumentan de esta manera no tienen una idea del ver-
dadero papel histórico del Estado, o ven la revolución social de

· 72 ·
El Estado y su papel histórico

forma tan superficial que deja de tener nada en común con sus
aspiraciones socialistas.
Tomemos el ejemplo concreto de Francia.
La gente inteligente habrá notado el hecho remarcable de que
la Tercera República, a pesar de su forma republicana de gobierno,
ha permanecido monárquica en esencia. Tenemos que criticar que
no se haya republicanizado Francia. Lo poco que ha sido hecho en
los últimos 25 años para democratizar las actitudes sociales o para
extender un poco la educación, ha sido hecho en todas partes, en
todas las monarquías europeas, bajo la presión de los tiempos que
estamos viviendo. Luego ¿de dónde ha venido esta extraña anoma-
lía de una república que permanece siendo monarquía?
Proviene del hecho de que Francia continúa siendo un Estado, y
exactamente lo ha sido desde hace treinta años. Los portadores del
poder han cambiado de nombre pero todo ese enorme andamiaje
ministerial, toda esa organización centralizada de trabajadores de
cuello blanco, toda esa imitación de la Roma de los Césares que se
ha desarrollado en Francia, toda esa enorme organización para ase-
gurar y extender la explotación de las masas en favor de unos pocos
grupos privilegiados, que es la esencia de la institución del Estado,
todo eso ha permanecido. Y aquellas ruedas burocráticas continúan
funcionando como en el pasado para intercambiar cincuenta docu-
mentos cuando el viento ha hecho caer un árbol en la carretera o
para transferir los millones deducidos de la nación para llenar las
arcas de los privilegiados. La estampa oficial en los documentos ha
cambiado, pero el Estado, su espíritu, sus órganos, su centraliza-
ción territorial, su centralización de funciones, su favoritismo, y su
papel como creador de monopolios continúa igual. Como un
pulpo sigue extendiendo sus tentáculos sobre el país.
Los republicanos –y estoy hablando de los republicanos since-
ros– han abrigado la ilusión de que se podría “utilizar la organiza-
ción del Estado” para realizar un cambio en una dirección Repu-
blicana, y estos son los resultados. Cuando fue necesario romper
la vieja organización, destruir el Estado y reconstruir una nueva
organización desde los verdaderos fundamentos de la sociedad

· 73 ·
Piotr Kropotkin

–la comuna aldeana, el federalismo, agrupaciones desde lo simple


hacia lo complejo, libre asociación del trabajo– ellos pensaron en
usar la “organización ya existente”. Y, no habiendo comprendido
esto, que uno no puede hacer que una institución histórica vaya en
la dirección deseada –esto es, en la dirección opuesta a la que ha
tomado durante siglos– fueron tragados por esta institución.
¡Y esto ocurrió aún cuando en este caso no era una cuestión de
cambiar por completo las relaciones económicas de la sociedad! El
objetivo era meramente reformar solo algunos aspectos de las rela-
ciones políticas entre los hombres.
¡Y después de tan completo fracaso, y a la luz de tan profundo
experimento, todavía hay quienes insisten en decirnos que la con-
quista de los poderes del Estado por el pueblo, bastará para realizar
la revolución social!, que la vieja máquina, la vieja organización,
lentamente desarrollada en el curso de la historia para aplastar la
libertad, para aplastar al individuo, para establecer la opresión so-
bre bases legales, para crear monopolios, para conducir las mentes
extraviadas acostumbrándolas a la servidumbre, se prestará per-
fectamente a sus nuevas funciones: ¡es decir, que llegará a ser el
instrumento, la estructura para que germine una nueva vida, para
establecer la libertad y la igualdad económicas, la destrucción de
los monopolios, el despertar de la sociedad hacia la realización de
un futuro de libertad y igualdad!
¡Qué triste y trágico error!
Para dar completo alcance al socialismo se impone reconstruirlo
desde la base de una sociedad dominada por el estrecho individua-
lismo del tendero. Esto es, no como algunas veces se ha dicho por
aquellos mimados entre algodones metafísicos, solo una cuestión
de dar al trabajador “el producto total de su trabajo; es una cuestión
de rehacer completamente todas las relaciones, desde aquellas que
existen hoy entre los individuos y el obrero o su jefe de estación a
aquellas entre oficios, aldeas, ciudades y países. En cada calle, en
cada aldea, en cada grupo de hombres reunidos alrededor de una
fábrica, el espíritu creativo, constructivo y de organización debe
despertar para reconstruir la vida en la fábrica, en la aldea, en la

· 74 ·
El Estado y su papel histórico

tienda, en la producción y en la distribución de recursos. Todas las


relaciones entre individuos y grandes centros de población tienen
que ser creadas de nuevo, desde el mismo momento en que se altere
la organización comercial o administrativa.
¡Y esperan que este inmenso trabajo, requiriendo la libre ex-
presión del genio popular, sea realizado mediante la estructura del
Estado y la organización piramidal que es la esencia del Estado!
Esperan que el Estado cuya raison d’etre es el aplastamiento del in-
dividuo, el odio a la iniciativa llegue a ser la palanca para la realiza-
ción de esta inmensa transformación. Quieren dirigir la renovación
de la sociedad por medio de decretos y mayorías electorales... ¡Qué
ridículo!
En toda la historia de nuestra civilización, dos tradiciones, dos
tendencias opuestas se han enfrentado: la Romana y la Popular; la
imperial y la federalista; la autoritaria y la libertaria. Y esto es así,
una vez más, en la víspera de la revolución social
Entre estas dos corrientes, siempre manifestándose, siempre en-
frentadas –la tendencia popular y la de los sedientos de poder polí-
tico y religioso– nosotros hemos hecho nuestra elección.
Nosotros buscamos recapturar el espíritu que condujo a la gente
en el siglo xii a organizarse en base a la libre asociación y la ini-
ciativa individual así como la libre federación de los grupos inte-
resados. Y estamos lo bastante preparados como para dejar a otros
agarrrarse a la tradición imperial, romana y canónica.
La historia no tiene un desarrollo natural ininterrumpido. Una
y otra vez el desarrollo se detiene en un territorio en particular
sólo para emerger en otro lugar. Egipto, el Cercano Oriente, el li-
toral Mediterráneo y Europa Central han sido por turnos centros
de desarrollo histórico. Pero cada vez el patrón ha sido el mismo:
comenzando con la fase de la tribu primitiva seguida de la comuna
aldeana; luego la ciudad libre, para morir finalmente con la llegada
del Estado.
En Egipto, la civilización comienza con la tribu primitiva. Luego
avanza hacia la comuna aldeana y más adelante al período de las
ciudades libres;más adelante aún al Estado, y después de un perío-

· 75 ·
Piotr Kropotkin

do de prosperidad, se dirigió a su muerte.


El desarrollo empieza de nuevo en Siria, en Persia y en Palestina.
Y sigue el mismo patrón: tribu, comuna aldeana, ciudad libre, el
todopoderoso Estado y... ¡la muerte!
Una nueva civilización viene a la vida en Grecia. Siempre con la
tribu. Lentamente alcanza el nivel de la comuna aldeana y luego de
las ciudades republicanas. En estas ciudades alcanza su cenit. Pero
el Oriente transmitió su aliento venenoso, sus tradiciones de despo-
tismo. Las guerras y las conquistas crearon el Imperio de Alejandro
de Macedonia. El Estado se afirmó a sí mismo, creció, destruyó toda
cultura y... al final, la muerte.
Roma, en su turno, comenzó de nuevo el camino de la civiliza-
ción. Una vez más su origen fue la tribu primitiva, luego la comuna
aldeana seguida de la ciudad. En esta fase Roma alcanzó la máxima
altura de su civilización. Pero luego vino el Estado y el Imperio y
luego... ¡la muerte!
Sobre las ruinas del Imperio Romano, las tribus Céltica, Germa-
na, Eslava y Escandinava una vez más retomaron los inicios de la
civilización. Lentamente la tribu primitiva desarrolló sus institucio-
nes y empezó a construir la comuna aldeana. Permaneció en esta
fase hasta el siglo xii, momento en que la ciudad republicana apa-
reció, y esto trajo el florecimiento del espíritu humano, prueba de lo
cual son las obras maestras de arquitectura, el grandioso desarrollo
de las artes, los descubrimientos que significaron los fundamentos
de las ciencias naturales... Pero entonces el Estado emerge,,, ¿La
muerte? Si: ¡muerte, o renovación!
O el Estado, aplastando la vida individual y local, tomando el
control de todos los campos de la actividad humana, trayendo con
ello sus guerras y luchas domésticas por el poder, sus revoluciones
de palacio con las que solo reemplaza a un tirano por otro, con el
inevitable fin de este desarrollo, que es ...¡la muerte!
O la destrucción de los Estados, y la nueva vida comenzando se-
gún los principios de la iniciativa de los individuos y de los grupos
y la libre asociación.
¡La elección es tuya!

· 76 ·
Expropiación

I
Se dice de Rothschild que, viendo su fortuna amenazada por la re-
volución de 1849, se le ocurrió la siguiente estratagema: “Estoy dis-
puesto a admitir”, dijo, “que mi fortuna ha sido acumulada a expen-
sas de otros, pero si fuera dividida entre los millones de europeos
mañana mismo, la parte que le pertenecería a cada uno sería solo
de cinco chelines”.
Habiendo dado publicidad a su promesa, nuestro millonario
procedió a pasear tranquilamente, como tenía costumbre, por las
calles de Frankfurt. Tres o cuatro transeúntes le demandaron sus
cinco chelines, que él desembolsó con una sonrisa sardónica. Su
estratagema tuvo éxito y la familia del millonario permanece aún
en posesión de sus riquezas.
Los cerebros astutos de las clases medias razonan de esta misma
manera cuando dicen: “Ah, expropiación, yo sé lo que significa. Tú
tomas todos los abrigos y los pones en un montón, y cada uno es
libre de mirar por sí mismo y pelear por el mejor.”
Pero tales burlas son irrelevantes, así como poco serias. Lo que
queremos no es una redistribución de abrigos. Tampoco queremos
repartir la riqueza de los Rothschilds. Lo que queremos es organi-
zar las cosas para que todo ser humano nacido en este mundo tenga
asegurada la oportunidad de aprender alguna ocupación provecho-
sa y pueda llegar a ser hábil con ella; después será libre de trabajar
sin amos ni propietarios, y sin entregar a los arrendadores o capi-
talistas la parte del león de lo que produce. En cuanto a la riqueza
celebrada por los Rothschilds o los Vanderbilts, nos servirá para
organizar nuestro sistema de producción comunal.
El día en que el trabajador pueda cultivar la tierra sin pagar la
mitad de lo que produce, el día en que las máquinas necesarias para
preparar la tierra y tener buenas cosechas estén a libre disposición
de los agricultores, el día en que el obrero de la fábrica produzca

· 77 ·
Piotr Kropotkin

para la comunidad y no para el monopolista, ese día veremos a los


trabajadores bien vestidos y alimentados; y no habrán más Roths-
childs ni otros explotadores. Nadie tendrá que vender su fuerza de
trabajo por un salario que sólo representa una fracción de lo que
produce.
“Muy bien,” dicen nuestros críticos, pero vendrán los Roths-
childs. ¿Cómo harás para prevenir que una persona amase millones
en China y luego se instale entre vosotros? ¿Cómo evitarás que se
rodee de siervos y esclavos asalariados y los explote y se enriquez-
ca a su costa?”
“No puedes llevar la revolución a todas partes del mundo al mis-
mo tiempo. Pues bien. ¿Vas a establecer aduanas en tus fronteras,
para vigilar todo lo que entre en tu país, y confiscar el dinero que
traigan? La policía anarquista disparando a los viajeros, ¡eso si que
sería un buen espectáculo!”
Pero en la raíz de este argumento hay un gran error. Aquellos
que lo proponen nunca se paran a examinar de donde proviene la
fortuna del rico. Basta pensarlo un poco para ver que estas fortunas
tienen su inicio en la miseria de los pobres. Cuando no haya indi-
gentes no habrá ricos para explotarlos.
Echemos una ojeada a la Edad Media, al momento en que las
grandes fortunas empezaron a aparecer.
Un barón feudal toma posesión de un fértil valle. Pero mientras
este fértil valle esté vacío de gente nuestro barón no se hará rico.
Su tierra no le da nada, igual le valdría tener una propiedad en
la luna. Ahora bien, ¿qué hace nuestro barón para enriquecerse?
¡Busca campesinos!
Pero si cada campesino o granjero tuviera un trozo de tierra,
libre de alquiler y tasas, si tuviera además las herramientas nece-
sarias para su trabajo, ¿quién querría arar las tierras del barón?
Cada uno se ocuparía de las suyas. Pero hay familias enteras des-
amparadas y arruinadas por las guerras, sequías o enfermedades.
No tienen ningún caballo ni arado. (El hierro era muy caro en la
Edad Media, y un caballo de tiro todavía más).
Todas estas criaturas desamparadas intentan mejorar su con-

· 78 ·
Expropiación

dición. Un día ven en la carretera, en los límites de la hacienda de


nuestro barón un tablón de anuncios que indica, con ciertos signos
adaptados a su comprensión, que el trabajador que quiera instalar-
se en su hacienda recibirá las herramientas y materiales para cons-
truir su casita y sembrar sus campos, y una porción de tierra de
renta libre durante cierto número de años. El número de años está
representado por unas cuantas cruces en el cartel, y el campesino
entiende el significado de estas cruces.
Así, estos pobres miserables se juntan en las tierras del barón,
haciendo carreteras, drenando pantanos, construyendo aldeas. A
los nueve años, éste empieza a cobrarles impuestos. Cinco años
después exige un alquiler. Luego lo dobla. El campesino acepta es-
tas nuevas condiciones porque no puede encontrar otras mejores;
y poco a poco, con la ayuda de leyes hechas por los opresores, la
pobreza de los campesinos llega a ser la fuente de la riqueza del
propietario. Y no solo sufren la rapiña del Señor del Castillo. Un
ejército entero de usureros se lanza sobre las aldeas, aumentando
en número conforme la miseria de los campesinos aumenta. Así es
como ocurrió en la Edad Media, ¿y no ocurre hoy lo mismo? Si las
tierras estuvieran libres para que el campesino pudiera cultivarlas
como quisiera, ¿pagaría 50 a algún señor para que le vendiera un
pedazo? ¿Se cargaría a sí mismo con un arriendo que absorbe una
tercera parte de lo que produce? ¿Consentiría –con el sistema de
aparcería– en dar la mitad de su cosecha al terrateniente?
Pero como no tiene nada, acepta estas condiciones, ya que
a duras penas puede sobrevivir, y cultiva la tierra enriqueciendo
al propietario.
Así que en el siglo xix, como en la Edad Media, la pobreza del
campesino es la fuente de la riqueza del propietario de la tierra.

II
El propietario debe sus riquezas a la pobreza de los campesinos, y
la riqueza de los capitalistas tiene la misma fuente.

· 79 ·
Piotr Kropotkin

Tomemos el caso de un ciudadano de clase mdia que, de una


manera u otra, se encuentra en posesión de 20000. Este ciudadano
podría, por supuesto, gastar su dinero a un ritmo de 2000 al año,
una mera bagatela en estos días de fantásticos e insensatos lujos.
Pero no le quedaría nada al cabo de diez años. Así que, siendo una
“persona práctica” prefiere mantener su fortuna intacta, y ganar
por sí mismo una pequeña renta anual.
Esto es muy fácil en nuestra sociedad, por la sencilla razón de
que los pueblos y aldeas están llenos de trabajadores que no tienen
los recursos para vivir durante un mes, ni siquiera durante una
quincena. Así que nuestro respetable ciudadano abre una fábrica:
los bancos se apresuran a prestarle otros 20000, especialmente si
tiene una reputación de “hombre de negocios”; y con esta cuantiosa
suma puede disponer del trabajo de quinientas manos.
Si todos los hombres y mujeres en el campo tuvieran su ración
de pan diaria y sus necesidades diarias satisfechas, ¿quién traba-
jaría para nuestros capitalistas, o estaría deseando manufacturar
para ellos por un salario de media corona al día, mercancías que se
venden en el mercado por una corona o incluso más?
Desafortunadamente –lo sabemos muy bien– los pobres aloja-
mientos en nuestros pueblos y en las aldeas vecinas están llenos de
pobres miserables, cuyos niños claman por pan. Así antes de que
la fábrica esté abierta, los trabajadores se apresuran a ofrecerse.
Cuando se necesitan cien, mil asedian sus puertas y si nuestro ca-
pitalista no es un estúpido, ganará limpiamente 40 al año por cada
operario empleado.
Así, conseguirá una pequeña fortuna, y si escoge un negocio
lucrativo, y tiene “talento para los negocios”, incrementará sus in-
gresos doblando el número de hombres explotados.
Nuestro ciudadano se convierte así en un personaje importante
y puede ofrecer banquetes a otros personajes importantes, a los
magnates locales, y a los dignatarios cívicos, legales y políticos.
Con su dinero “llamará al dinero”, en seguida podrá escoger pues-
tos para sus hijos, y más adelante quizás recibir algo provechoso
del gobierno –un contrato para el ejército o para la policía–. Su oro

· 80 ·
Expropiación

engendra oro; hasta que al fin una guerra, o incluso un rumor de


guerra, o una especulación en la Bolsa de Valores le proporcionan
grandes oportunidades.
Nueve de cada diez de las grandes fortunas creadas en los Esta-
dos Unidos son (como Henry George ha mostrado en su “Proble-
mas Sociales”) el resultado de esta bellaquería a gran escala, con la
ayuda del Estado. En Europa nueve de diez de las fortunas creadas
en nuestras monarquías y repúblicas tienen el mismo origen. No
hay más de dos formas de convertirse en millonario.
Este es el secreto de la riqueza; encontrar hambrientos e indi-
gentes, pagarles dos chelines, hacerles producir diez chelines por
día, amasar así una fortuna, y luego incrementarla con un golpe de
suerte, con la ayuda del Estado.
¿Necesitamos hablar de las pequeñas fortunas atribuidas por los
economistas a la previsión y la frugalidad, cuando sabemos que el
mero ahorro por sí mismo no aporta nada, mientras los peniques
conseguidos no sean usados para explotar a los hambrientos?
Tomemos a un zapatero cualquiera. Garanticemos que su tra-
bajo está bien pagado, que tiene mucha clientela, y que, a fuerza
de estricta frugalidad se las arregla para conseguir de dieciocho
peniques a 2 chelines por día, quizás al mes.
Supongamos que nuestro zapatero nunca está enfermo, que no
se priva de la mitad de su alimento, a pesar de su pasión por la
economía; que no está casado y no tiene hijos; que no muere de
cansancio; supongamos todo esto.
Pues bien, a los cincuenta años no habrá arañado más de 800; y
no tendrá bastante para vivir durante su vejez, cuando ya no pueda
trabajar. Seguramente, así no es como se hacen las grandes fortu-
nas. Pero supongamos que nuestro zapatero, tan pronto como con-
sigue unos pocos peniques, como es ahorrativo lo lleva a las cajas
de ahorros y estas lo prestan a los capitalistas quienes enseguida
emplearán mano de obra, es decir, explotarán a los pobres. Luego
nuestro zapatero toma un aprendiz, el hijo de algún pobre diablo
que se sentirá afortunado si en cinco años su hijo ha aprendido el
oficio y es capaz de ganarse la vida.

· 81 ·
Piotr Kropotkin

Mientras tanto si a nuestro zapatero le funciona bien el nego-


cio, pronto podrá tomar un segundo y luego un tercer aprendiz. Al
poco tomará dos o tres pobres jornaleros, agradecidos de recibir
dos chelines por un trabajo valorado en cinco chelines, y si nuestro
zapatero “tiene suerte”, es decir, si es lo suficientemente astuto, sus
jornaleros y aprendices le aportarán cerca de 1 libra por día, del
producto de su trabajo. Más adelante podrá ampliar su negocio.
Poco a poco se irá haciendo rico, y dejará de sufrir para satisfacer
las necesidades de la vida. Y podrá dejar una pequeña fortuna a su
hijo.
Esto es lo que la gente llama “ser ahorrativo y tener hábitos
moderados y frugales.” En el fondo no se trata más que de llevar a
la miseria a los pobres.
El comercio parece una excepción a esta regla. “Un hombre así”,
nos dice, “compra té en China, lo lleva a Francia y recibe un benefi-
cio del treinta por ciento de su inversión inicial. Y no ha explotado
a nadie.”
Sin embargo, el caso es similar. Si nuestro mercader hubiera
transportado sus fardos cargados a la espalda, ¡bien! En la tempra-
na Edad Media, así es como el comercio exterior era llevado a cabo,
y por esto no se alcanzaban sumas de dinero tan vertiginosas como
en nuestros días. El mercader medieval ganaba, después de un largo
y peligroso viaje, unas pocas monedas de oro. Pero era menos el
amor al dinero y más la sed de viajes y aventuras lo que inspiraba
estas empresas.
En nuestros días el método es más simple. Un mercader que tie-
ne algún capital no necesita moverse de su escritorio para hacerse
rico. Sólo telegrafía a un agente para que compre cien toneladas
de té y fleta un barco que transporte su carga. Ni siquiera toma los
riesgos del viaje porque su té y su barco están asegurados, y si ha
gastado cuatrocientas libras recibirá más de quinientas: es decir, si
no ha intentado especular con alguna nueva mercancía, en cuyo
caso tiene la posibilidad de doblar su fortuna o perderla completa-
mente.
Ahora, ¿cómo podrá encontrar hombres deseando cruzar el

· 82 ·
Expropiación

mar, viajar a China y volver, soportar privaciones y trabajo servil,


y arriesgar sus vidas por una miserable pitanza?¿Cómo podrá en-
contrar trabajadores portuarios deseando cargar y descargar sus
barcos por salarios miserables?¿Cómo? Pues porque estos hombres
están necesitados y hambrientos. Basta ir a los puertos, visitar las
tabernas en los muelles para ver a los hombres que vienen a ven-
derse atestando los muelles desde el amanecer, esperando que se
les permita trabajar en los barcos. Mira a esos marineros, felices de
ser contratados para un largo viaje, después de semanas o meses
de espera. Todas sus vidas han bajado al mar en barcos, navegando
hasta el día en que perezcan entre las olas.
Entra en las cabañas y mira a los niños harapientos, malvivien-
do hasta el retorno de sus padres, y tendrás la respuesta a esta
pregunta. Los ejemplos se multiplican, observa donde quieras el
origen de todas las fortunas, grandes o pequeñas, sea mediante el
comercio, las finanzas, la fabricación o la tierra. En todas partes
encontrarás que la fuente de la riqueza es la pobreza de los pobres.
Una sociedad Anarquista no necesita temer la llegada de un Roths-
child cualquiera que quisiera asentarse en su seno si cada miembro
de la comunidad sabe que después de unas pocas horas de trabajo
productivo tendrá derecho a todos los placeres que la civilización
procura, y las más profundas fuentes de goce que las artes de la
ciencia ofrecen a quienes las buscan, y no venderá su fuerza de
trabajo por un salario miserable. Nadie trabajaría voluntariamente
para el enriquecimiento de nuestro Rothschild. Sus guineas de oro
solo serán piezas de metal –útiles para variados propósitos, pero
incapaces de generar más–.
Respondiendo a la anterior objeción tendremos en el momento
indicado el alcance de la Expropiación. Debe extenderse a todos los
que, sean financieros, propietarios o arrendadores, se apropian del
producto del trabajo de otros. Nuestra fórmula es simple y com-
prensible.
No queremos robar a nadie su abrigo, pero si deseamos dar a
todos los trabajadores todas aquellas cosas cuya carencia hace que
sean presas fáciles de los explotadores, y haremos todo lo posible

· 83 ·
Piotr Kropotkin

para que a nadie le falte nada, para que ni un solo hombre sea forza-
do a vender su fuerza de trabajo para obtener una mera subsisten-
cia para sí mismo y sus hijos. Esto es lo que queremos decir cuando
hablamos de expropiación; que será nuestro deber durante la revo-
lución, cuya llegada esperamos, no de aquí a doscientos años, pero
pronto, muy pronto.

III
Las ideas del Anarquismo en general y de la Expropiación en par-
ticular, encuentran mucha más simpatía entre hombres de carác-
ter independiente, y entre aquellos para quienes la ociosidad no
es el ideal supremo. “¡Quieto”, nos advierten a menudo nuestros
amigos, “ten cuidado no vayas demasiado lejos! La Humanidad no
puede ser cambiada en un día, así que no tengas demasiada prisa
con tus ideas de Expropiación. Encontramos el impulso revolucio-
nario detenido a mitad de camino, agotándose en medidas incom-
pletas, que no contentarán a nadie, y que mientras tanto producen
una tremenda agitación en la sociedad, deteniendo sus actividades
habituales, no tendrían poder sobre sus propias vidas, y solamente
propagarían el descontento e inevitablemente prepararán el cami-
no para el triunfo de la reacción.
Hay, en efecto, en un Estado moderno relaciones establecidas
que son prácticamente imposibles de modificar si se las ataca solo
en detalle. Hay ruedas dentro de ruedas en nuestra organización
económica –la maquinaria es tan compleja e interdependiente que
ninguna parte puede ser modificada sin perturbar la totalidad–.
Esto se verá claro tan pronto como hagamos un intento de expro-
piación.
Supongamos que en cierto país una forma limitada de Expro-
piación es llevada a cabo; por ejemplo, como recientemente sugirió
Henry George, sólo la propiedad de los grandes terratenientes sea
confiscada, mientras las fábricas se dejan intocadas; o que en cierta
ciudad, la propiedad de las viviendas es tomada por la comunidad,

· 84 ·
Expropiación

pero las mercancías son dejadas en manos privadas; o que en algún


centro industrial, las fábricas son colectivizadas, pero no se inter-
fiere con la propiedad de la tierra.
El mismo resultado tendríamos en cada caso –un terrible colapso
del sistema industrial, sin los medios para reorganizarlo por nuevas
vías–. La industria y el comercio llegarían a un punto muerto, sin
que los primeros principios de justicia hubieron sido alcanzados, y
la sociedad se encontraría impotente para construir un conjunto
armonioso.
Si la agricultura se liberara de los grandes propietarios, mientras
la industria sigue siendo esclava de los capitalistas, el comercian-
te y el banquero, nada podría ser realizado. El granjero sufre hoy
no sólo por tener que pagar la renta al propietario; es oprimido
por todos lados por las condiciones existentes. Es explotado por el
comerciante, que le hace pagar media corona por una azada que,
valorándola por el trabajo realizado con ella, no valdría más de seis
peniques. Es abrumado con impuestos por el Estado, el cual no po-
dría hacerlo sin su formidable jerarquía de funcionarios, y necesita
mantener un costoso ejército, porque los comerciantes de todas las
naciones están combatiendo perpetuamente por los mercados, y
cualquier día una pequeña riña sobre la explotación de alguna zona
de Asia o África puede acabar en guerra.
Además, de nuevo el granjero y el agricultor sufren por la despo-
blación de los campos: los jóvenes se ven atraídos hacia las grandes
fábricas por el cebo de los altos salarios pagados por los fabricantes
de artículos de lujo, o por las atracciones de una vida más excitante.
La protección artificial de la industria, la explotación industrial de
los países extranjeros, el predominio del agiotaje, la dificultad de
mejorar la tierra y la maquinaria de producción –todas estas causas
trabajan juntas contra la agricultura, la cual es agobiada no sólo por
las rentas, sino también por la complejidad de las condiciones de-
sarrolladas en una sociedad basada en la explotación. Así, aunque
la expropiación de la tierra fuera realizada, y no se pagaran rentas,
la agricultura, disfrutaría de –aunque en ningún momento puede
darse por garantizado– una prosperidad momentánea, pero pronto

· 85 ·
Piotr Kropotkin

retrocedería al cenagal en que se encuentra hoy. Todo tendría que


empezar una y otra vez, con dificultades incrementadas.
Lo mismo puede decirse de la industria. Tomemos el caso opues-
to; traspasemos las fábricas a aquellos que trabajan en ellas, pero
dejemos a los trabajadores esclavizados al granjero y al terratenien-
te. Acabemos con los fabricantes, pero dejemos al propietario de
la tierra su tierra, al banquero su dinero, al comerciante su Bolsa,
mantengamos todavía a los peores holgazanes que viven de las fa-
tigas de los trabajadores, a los mil y un intermediarios, al Esta-
do con sus innumerables funcionarios, y la industria se estancará.
No encontrando compradores entre la masa del pueblo, tan pobre
como siempre, no teniendo materias primas, incapaz de exportar
productos, y desconcertada por el estancamiento del comercio, la
industria solo se debatiría débilmente, y miles de trabajadores se
verían lanzados a las calles. Esta muchedumbre hambrienta estaría
deseando someterse al primer capitalista que quisiera explotarlos,
incluso consentirían en volver a la vieja esclavitud.
O, finalmente, supongamos que expulsamos a los propietarios
de la tierra, y entregamos las fábricas a los trabajadores sin inter-
ferir con el enjambre de intermediarios que drenan el producto de
nuestros fabricantes y especulan con el maíz, la harina, la carne
y los comestibles en nuestros grandes centros comerciales. Pues
bien, si el intercambio se detiene y los productos cesan de circular,
si Londres se queda sin pan, y Yorkshire no encuentra compradores
para sus tejidos, una terrible contrarrevolución barrerá los pueblos
y aldeas con balas y obuses; habrán proscripciones, pánico, hui-
das, quizás masacres judiciales de la Guillotina, como en Francia en
1815, 1848 y 1871.
Todo es interdependiente en una sociedad civilizada; es impo-
sible reformar cualquier cosa sin alterar la totalidad. En nuestros
días, cuando golpeamos la propiedad privada, bajo cualquiera de
sus formas, territorial o industrial, estamos obligados a atacar todas
sus manifestaciones. Sólo así podrá tener éxito la Revolución.
Además no podemos limitarnos a una expropiación parcial. Una
vez el principio del “Derecho Divino de Propiedad” es sacudido,

· 86 ·
Expropiación

ninguna teorización evitará su derribo, aquí por los esclavos de la


tierra, allá por los esclavos de la máquina.
Si una ciudad grande, como París por ejemplo, se limitara a to-
mar posesión de las viviendas o las fábricas, todavía se vería
obligada a denegar el derecho de los banqueros a gravar a la
Comuna una tasa de 2.000.000 en forma de intereses por antiguos
préstamos. La gran ciudad estaría obligada a ponerse en contacto
con los distritos rurales, y su influencia inevitablemente urgiría a
los campesinos a liberarse de los propietarios. Sería necesario
colectivizar los ferrocarriles para que los ciudadanos pudieran
tener comida y tra-bajo, y finalmente, para prevenir la perdida de
suministros, y para protegerse contra las argucias de los
especuladores de maíz, como aquella de la que la comuna de 1793
fue víctima; pondría en las manos de los ciudadanos el trabajo del
aprovisionamiento de sus almacenes con sus mercancías, y el
reparto de los productos.
Sin embargo, algunos Socialistas buscan aún establecer una
distinción. “Por supuesto”, dicen, “la tierra, las minas, las fábricas
deben ser expropiadas; estos son los instrumentos de producción
y esto es lo que podríamos considerar de propiedad pública. Pero
los artículos de consumo, comida, ropas y viviendas deben seguir
siendo de propiedad privada”.
El sentido común tiene la mejor respuesta a esta sutil distinción.
No somos salvajes que puedan vivir en los bosques, sin otro refugio
que las ramas. El hombre civilizado necesita un techo y una chime-
nea, un dormitorio y una cama. Es verdad que la cama, la habitación
y la casa del no–productor son también parte de la parafernalia de
los ociosos. Pero para el trabajador una habitación apropiadamente
cálida e iluminada, es también un instrumento de producción como
la herramienta o la máquina. Es el lugar donde los nervios y tendo-
nes recuperan fuerzas para el trabajo del día siguiente. El descanso
del trabajador es la reparación diaria de la máquina.
El mismo argumento se aplica incluso de forma más obvia a la
comida. Los así llamados economistas de los que hablamos difí-
cilmente podrían negar que el carbón quemado en la máquina es
indispensable para el productor. Tanta sofistería es digna de la me-
· 87 ·
Piotr Kropotkin

tafísica escolástica. Los banquetes de los ricos son cosa de lujo, pero
la comida del trabajador es una parte de la producción, como el fuel
para la máquina de vapor.
Lo mismo ocurre con la ropa: si los economistas que establecen
la distinción entre artículos de producción y consumo vistieran a la
moda de Nueva Guinea, entenderíamos su objeción. Pero los hom-
bres que no escribirían ni una palabra sin una camisa puesta no
están en posición de trazar una linea tan dura y rápida entre su ca-
misa y su pluma. Y si bien los delicados vestidos de las damas deben
ciertamente ser clasificados como objetos de lujo, hay sin embargo
cierta cantidad de lino, algodón y lana que es una necesidad vital
para el productor. La camisa y zapatos con que va al trabajo, la go-
rra y la chaqueta que se quita cuando acaba su jornada de trabajo,
son tan necesarios como el martillo al yunque.
En todo caso, nos guste o no, esto es lo que el pueblo entiende
por una revolución. Tan pronto como hayan acabado con el Gobier-
no, buscarán primero asegurarse viviendas decentes y suficiente
comida y ropas –libres de rentas y tasas–.
Y el pueblo estará en lo cierto. Los métodos del pueblo estarán
más en concordancia con la ciencia que los de los economistas que
trazan tales distinciones entre los instrumentos de producción y los
artículos de consumo. El pueblo entiende que este es sólo el punto
en que la Revolución empieza; y colocarán los fundamentos de la
ciencia económica digna de tal nombre, una ciencia que podría ser
llamada: “El Estudio de las Necesidades de la Humanidad, y los Me-
dios Económicos para satisfacerlas”.

· 88 ·
La Comuna de París

I
El 18 de marzo de 1871, el pueblo de París se sublevó contra un
poder detestado y despreciado por todos y declaró la ciudad de Pa-
rís independiente, libre, dueña de sí misma.
Este derribo del poder central se hizo incluso sin la puesta en es-
cena ordinaria de una revolución: ese día no hubo disparos de fusil,
ni charcos de sangre vertida tras las barricadas. Los gobernantes
se eclipsaron ante el pueblo armado, que se echó a la calle: la tropa
evacuó la ciudad, los funcionarios se apresuraron a huir hacia Ver-
salles llevándose todo lo que pudieron llevarse. El gobierno se eva-
poró, como una charca de agua pútrida con el soplo de un viento
de primavera, y en el xix, París, sin haber vertido apenas una gota
de la sangre de sus hijos, se encontró libre de la contaminación que
apestaba la gran ciudad.
Y, sin embargo, la revolución que acababa de realizarse de este
modo abría una nueva era en la serie de revoluciones, por las que
los pueblos marchan de la esclavitud a la libertad. Bajo el nombre
de Comuna de París, nació una idea nueva, llamada a convertirse
en el punto de partida de las revoluciones futuras.
Como ocurre siempre con la grandes ideas, no fue el produc-
to de la concepción de un filósofo, de un individuo: nació en el
espíritu colectivo, salió del corazón de un pueblo entero; pero al
principio fue vaga y muchos entre los mismos que la realizaron y
que dieron la vida por ella, no la imaginaron entonces tal como la
concebimos hoy en día; no se dieron cuenta de la revolución que
inauguraban, de la fecundidad del nuevo principio que intentaban
poner en práctica. Fue sólo en su aplicación práctica, cuando se
empezó a entrever su importancia futura; fue sólo en el trabajo del
pensamiento que ocurrió más tarde, cuando este nuevo principio
se precisó más y más, se determinó y apareció con toda su lucidez,
toda su belleza, su justicia y la importancia de sus resultados.

· 89 ·
Piotr Kropotkin

Desde que el socialismo tomó nuevo impulso en los cinco o seis


años que precedieron a la Comuna, una cuestión sobre todo preocu-
paba a los teóricos de la próxima revolución social. Era la cuestión
de saber cual sería el modo de agrupación política de las sociedades
más favorable a esta gran revolución económica que el desarrollo
actual de la industra impone a nuestra generación y que debe ser la
abolición de la propiedad individual y la puesta en común de todo
el capital acumulado por las generaciones precedentes.
La Asociación Internacional de Trabajadores dio esta respuesta.
La agrupación, dijo, no debe limitarse a una sola nación: debe ex-
tenderse por encima de las fronteras artificiales. Inmediatamente
esta gran idea penetró el corazón de los pueblos, se apoderó de los
espíritus. Perseguida después por la liga de todas las reacciones,
ha sobrevivido sin embargo y, cuando los obstáculos puestos a su
desarrollo sean destruidos a la voz de los pueblos insurgentes, re-
nacerá más fuerte que nunca.
Pero quedaba por saber cuáles iban aser las partes integrantes
de esta vasta Asociación. Entonces dos grandes corrientes de ideas
se enfrentaron para responder esta pregunta: el Estado popular, de
una parte, de la otra, la anarquía.
Según los socialistas alemanes, el Estado debería tomar posesión
de todas las riquezas acumuladas y darlas a las asociaciones obre-
ras, organizar la producción y el intercambio, velar por la vida y el
funcionamiento de la sociedad.
A esto, la mayor parte de los socialistas de raza latina, a partir de
su experiencia, respondían que semejante Estado, aún admitiendo
que pudiera existir, sería la peor de las tiranías y oponían a este
ideal, tomado del pasado, un nuevo ideal: la anarquía. Es decir, la
completa abolición de los Estados y la organización de lo simple
a lo compuesto por la libre federación de las fuerzas populares, de
los productores y los consumidores.
Pronto se admitió, incluso por algunos “estatistas”, los menos
imbuidos de prejuicios gubernamentalistas, que ciertamente la
anarquía representa una organización con mucho superior a la
apuntada por el Estado popular, pero, dicen, el ideal anarquista está

· 90 ·
La Comuna de París

tan lejos de nosotros que no hace falta preocuparnos por él de mo-


mento. Por otra parte, falta a la anarquía una fórmula concreta y
simple a la vez para precisar su punto de partida, para dar cuerpo a
sus ideas, para demostrar que éstas se apoyan en una tendencia con
existencia real en el pueblo. La federación de las corporaciones de
oficio y de grupos de consumidores por encima de la fronteras y
al margen de los Estados actuales parece algo todavía muy vago y
es fácil ver al mismo tiempo que no puede comprender toda la
diversidad de las manifestaciones humanas. Hacía falta encontrar
una fórmula más neta, más aprehensible, con sus elementos
primarios en la realidad de las cosas.
Si se hubiera tratado simplemente de elaborar una teoría, ha-
bríamos dicho: «¡Qué importan las teorías!» Pero, en tanto que una
idea nueva no encuentra su enunciado neto, preciso y derivado de
las cosas existentes, no se apodera de los espíritus, no los inspira
hasta el punto de lanzarlos en una lucha decisiva. El pueblo no se
lanza a lo desconocido sin apoyarse en una idea cierta y netamente
formulada que le sirva, por así decirlo, de trampolín en su punto de
partida.
Fue la vida misma quien se encargó de mostrar este punto de
partida.
Durante cinco meses, París, aislado por el sitio, había vivido su
propia vida y había aprendido a conocer los inmensos recursos eco-
nómicos, intelectuales y morales de que disponía; había entrevis-
to y comprendido su fuerza de iniciativa. Al mismo tiempo, había
visto que la banda de bribones que se había hecho con el poder no
sabían organizar nada, ni la defensa de Francia ni el desarrollo del
interior. Había visto a este gobierno central ponerse en contra de
todo aquello que la inteligencia de una gran ciudad podía dar a luz.
Había comprendido más que eso: la impotencia de un gobierno,
sea el que sea, para detener los grandes desastres, para facilitar la
evolución a punto de ocurrir. Sufrió durante el sitio una miseria
horrorosa, la miseria de los trabajadores y de los defensores de la
ciudad, al lado el lujo insolente de los zánganos y había visto fra-
casar, gracias al poder central, todas sus tentativas de poner fin a

· 91 ·
Piotr Kropotkin

este régimen escandaloso. Cada vez que el pueblo quería tomar un


impulso libre, el gobierno acudía a engrosar las cadenas, a fijar su
bola, y la idea nació con toda naturalidad: ¡París debía constituir-
se en comuna independiente, pudiendo realizar entre sus muros lo
que le dictara el pensamiento del pueblo!
Esta palabra: la comuna, se escapó entonces de todas las gar-
gantas.
La Comuna de 1871 no podía ser más que un primer esbozo.
Nacida al final de una guerra, rodeada por dos ejércitos dispuestos
a darse la mano para aplastar al pueblo, no osó lanzarse completa-
mente a la vía de la revolución económica, no se declaró francamen-
te socialista, no procedió ni a la expropiación de los capitales ni a
la organización del trabajo, ni siquiera al censo general de todos los
recursos de la ciudad. Tampoco rompió con la tradición del Estado,
del gobierno representativo, y no intentó realizar en la Comuna esa
organización de lo simple a lo complejo que inauguró proclaman-
do la independencia y la libre federación de las Comunas. Pero es
seguro que, si la Comuna de París hubiese vivido algunos meses
más, habría sido empujada inevitablemente, por la fuerza de las
cosas, hacia estas dos revoluciones. No olvidemos que la burguesía
ha precisado de cuatro años de período revolucionario para llegar
de la monarquía moderada a la república burguesa y no nos asom-
braremos de ver que el pueblo de París no haya franqueado de un
solo salto el espacio que separa la comuna anarquista del gobierno
de los granujas. Y sabremos también que la próxima revolución, en
Francia y ciertamente también en España, será comunalista, reto-
mará la obra de la Comuna de París allí donde la han detenido los
asesinatos de los versalleses.
La Comuna sucumbió y la burguesía se vengó –sabemos como–
del miedo que el pueblo le hizo sentir al sacudir el yugo de sus go-
bernantes. Demostró que realmente hay dos clases en la sociedad
moderna: de una parte, el hombre que trabaja, que da al burgués
más de la mitad de lo que produce y que, sin embargo, consiente
con excesiva facilidad los crímenes de sus amos; por otra parte,
el ocioso, el glotón, animado con los instintos de la bestia salvaje,

· 92 ·
La Comuna de París

odiando a su esclavo, dispuesto a descuartizarlo como una pieza de


caza.
Después de encerrar al pueblo de París y de taponar todas las
salidas, lanzaron a los soldados, embrutecidos por el cuartel y el
vino, diciéndoles en plena Asamblea: «¡Matad a esos lobos, a esas
lobas y a esos lobeznos!» Y al pueblo le dijeron:

Hagas lo que hagas, perecerás. Si te cogemos con las armas en la


mano, ¡la muerte!; si depones las armas, la muerte; si golpeas, la
muerte. Si suplicas, ¡la muerte! Hacia donde gires los ojos: a la de-
recha, a la izquierda, hacia adelante, hacia atrás, hacia arriba, hacia
abajo, ¡la muerte! Tú no sólo estás fuera de la ley, sino fuera de la
humanidad. Ni la edad, ni el sexo te salvarán, ni a ti ni a los tuyos.
Vas a morir, pero antes conocerás la agonía de tu mujer, de tu her-
mana, de tu madre, de tus hijas, de tus hijos, ¡incluso en la cuna! Se
irá, bajo tu mirada, a tomar al herido de la ambulancia para despe-
dazarlo a golpe de bayoneta, para aplastarlo a golpe de culata. Se lo
tomará, vivo aún, por su pierna rota o por su brazo ensangrentado
y se lo arrojará al río como a un paquete de basura que grita y sufre.
¡La muerte! ¡La muerte! ¡La muerte!

Y luego, tras la orgía desenfrenada sobre los montones de cadá-


veres, tras el exterminio masivo, la venganza mezquina y, sin em-
bargo atroz, que todavía perdura: el gato de siete colas, los grilletes,
los raspadores, los latigazos y la porra de los funcionarios de prisio-
nes, los insultos, el hambre, todos los refinamientos de la crueldad.
¿Olvidará el pueblo estas elevadas obras?
«Derribada, mas no vencida», la Comuna renace hoy. No se tra-
ta sólo de un sueño de vencidos que acarician en su imaginación
un bello espejismo de esperanza; ¡no! “La Comuna” se convierte
hoy en el objetivo preciso y visible de la revolución que crece ya
junto a nosotros. La idea penetra las masas, les da una bandera y
contamos firmemente con la presente generación para realizar la
revolución social en la Comuna, para poner fin a la innoble ex-
plotación burguesa, liberar a los pueblos de la tutela del Estado,

· 93 ·
Piotr Kropotkin

inaugurar en la evolución de la especie humana una nueva era de


libertad, de igualdad, de solidaridad.

II
Diez años nos separan ya del día, en que el pueblo de París, de-
rrocando el gobierno de los traidores que se hicieron con el poder
a la caída del Imperio, se constituyó en Comuna y proclamó su
independencia absoluta. Y, sin embargo, es todavía hacia esa fecha
del 18 de marzo de 1871, hacia donde se dirigen nuestras miradas,
es a ella, donde están ligados nuestros mejores recuerdos; es el
aniversario de esa jornada memorable lo que el proletariado de
dos mundos se propone festejar solemnemente, y, mañana por la
tarde, centenares de miles de corazones obreros latirán al unísono,
hermanándose a través de fronteras y océanos, en Europa, en los
Estados Unidos, en América del Sur, al recuerdo de la revuelta del
proletariado parisino.
Porque la idea, por la que el proletariado francés vertió su san-
gre en París y por la que ha sufrido las plagas de Nueva Caledonia,
es una de esas ideas que, por sí mismas, contienen toda una revo-
lución, una idea amplia que puede acoger bajo los pliegues de su
bandera todas las tendencias revolucionarias de los pueblos que
marchan hacia su liberación.
Ciertamente, si nos limitamos a observar sólo los logros reales
y tangibles alcanzados por la Comuna de París, deberemos decir
que esta idea no fue suficientemente amplia, que sólo abarcó una
parte mínima del programa revolucionario. Pero, si observamos,
por el contrario, el espíritu que inspiró a las masas del pueblo, en
el movimiento del 18 de marzo, las tendencias que intentaron salir
a la luz y que no tuvieron tiempo para pasar al campo de la reali-
dad, porque, antes de florecer, fueron asfixiadas bajo montones de
cadáveres, entonces comprederemos toda la importancia del movi-
miento y las simpatías que inspira en el seno de las clases obreras
de los dos mundos. La Comuna entusiasma los corazones, no por

· 94 ·
La Comuna de París

lo que hizo, sino por lo que promete hacer un día.


¿De dónde viene esa fuerza irresistible que atrae hacia el movi-
miento de 1871 las simpatías de todas las masas oprimidas? ¿Qué
idea representa la Comuna de París? Y, ¿por qué esa idea es tan
atractiva para los proletarios de todos los países, de toda naciona-
lidad?
La respuesta es fácil. La revolución de 1871 fue un movimien-
to eminentemente popular. Hecho por el pueblo mismo, nacido
espontáneamente en el seno de las masas, es en la gran masa po-
pular, donde encontró sus defensores, sus héroes, sus mártires y
sobre todo ese carácter “canalla” que la burguesía no le perdonará
jamás. Y, al mismo tiempo, la idea generatriz de esa revolución,
vaga, es verdad; inconsciente, quizá, pero, no obstante, bien enun-
ciada a través de todos sus actos, es la idea de la revolución social
que intenta establecer al fin, después de tantos siglos de lucha, la
verdadera libertad y la verdadera igualdad para todos.
Fue la revolución de la “canalla” yendo a la conquista de sus
derechos.
Se ha intentado, es cierto, se intenta aún, desnaturalizar el ver-
dadero sentido de esta revolución y presentarla como una simple
tentativa de reconquistar la independencia de París y de constituir
un pequeño Estado dentro de Francia. Pero nada de esto es cierto.
París no buscaba aislarse de Francia, como no buscaba conquistar-
la por las armas; no pretendía encerrarse entre sus muros, como
un benedictino en su claustro; no se inspiró en un espíritu estre-
cho de sacristía. Si reclamó su independencia, si quiso impedir la
intrusión en sus asuntos de todo poder central, fue porque veía en
esa independencia una medio para elaborar tranquilamente las ba-
ses de la organización futura y de realizar en su seno la revolución
social, una revolución que habría transformado completamente el
régimen de producción y de intercambio, basándolo en la justicia,
que habría modificado completamente las relaciones humanas, ba-
sándolas en la igualdad, y que habría rehecho la moral de nuestra
sociedad, basándola en los principios de la equidad y de la solida-
ridad.

· 95 ·
Piotr Kropotkin

La independencia comunal no era, pues, para el pueblo de París


más que el medio y la revolución social era el fin.
Este fin se habría alcanzado, ciertamente, si la revolución del 18
de marzo hubiese podido seguir su curso libremente, si el pueblo de
París no hubiese sido despedazado, sableado, ametrallado, destripa-
do por los asesinos de Versalles. Encontrar una idea neta, precisa,
comprensible para todo el mundo y que resumiera en pocas pala-
bras lo que había que hacer para realizar la revolución, ésa fue, en
efecto, la preocupación del pueblo de París desde los primeros días
de su independencia. Pero una gran idea no germina en un día, por
muy rápida que sea la elaboración y la propagación de las ideas
en los períodos revolucionarios. Necesita siempre un cierto tiempo
para desarrollarse, para penetrar en las masas y para traducirse en
actos, y este tiempo le faltó a la Comuna de París.
Tanto más le faltó, cuanto que, hace diez años, las ideas mis-
mas del socialismo moderno pasaban por un período transitorio.
La Comuna nació, por decirlo así, entre dos etapas de desarrollo del
socialismo moderno. En 1871, el comunismo autoritario, guberna-
mental y más o menos religioso de 1848 ya no tenía gancho para los
espíritus prácticos y libertarios de nuestra época. ¿Dónde encon-
trar hoy un parisino que consienta en encerrarse en un falanste-
rio? Por otra parte, el colectivismo, que quiere atar al mismo carro
el trabajo asalariado y la propiedad colectiva, era incomprensible,
poco atractivo, erizado de dificultades en su aplicación práctica. Y
el comunismo libre, el comunismo anarquista, apenas nacía, apenas
osaba afrontar los ataques de los adoradores del gubernamentalis-
mo.
La indecisión reinaba en los espíritus y los mismos socialistas no
se sentían capaces de lanzarse a la demolición de la propiedad pri-
vada al no tener ante ellos un objetivo bien determinado. Entonces
uno se dejaba engañar por este razonamiento que los embaucado-
res repiten desde hace siglos:
«Asegurémonos primero la victoria, después ya se verá lo que
puede hacerse».
¡Asegurarse primero la victoria! ¡Como si hubiese manera de

· 96 ·
La Comuna de París

constituirse en comuna libre sin tocar la propiedad! ¡Como si hu-


biese manera de vencer a los enemigos, sin que la gran masa del
pueblo esté interesada directamente en el triunfo de la revolución,
viendo llegar el bienestar material, intelectual y moral para todos!
¡Se buscaba consolidar primero la Comuna dejando para más tarde
la revolución social, mientras que la única manera de proceder era
consolidar la Comuna por medio de la revolución social!
Ocurrió lo mismo con el principio gubernamental. Proclamando
la Comuna libre, el pueblo de París proclamó un principio esencial-
mente anarquista; pero, como en esa época la idea anarquista había
penetrado poco en los espíritus, se detuvo a medio camino y, en el
seno de la Comuna, todavía se pronunció por el viejo principio au-
toritario dándose un Consejo de la Comuna copiado de los consejos
municipales.
Si, efectivamente, admitimos que un gobierno central es absolu-
tamente inútil para regir las relaciones de las comunas entre ellas,
¿por qué deberíamos admitir su necesidad para regir las relaciones
mutuas de los grupos que constituyen la Comuna? Y, si confiamos
a la libre iniciativa de las comunas la tarea de entenderse entre
ellas para las empresas que conciernen a varias ciudades al mismo
tiempo, ¿por qué rehusar esta misma iniciativa a los grupos de que
se compone una comuna? Un gobierno en la Comuna no tiene más
razón de ser que un gobierno por encima de la Comuna.
Pero, en 1871, el pueblo de París, que ha derribado tantos gobier-
nos, sólo estaba en su primer ensayo de rebelión contra el sistema
gubernamental en sí mismo: se dejó llevar, pues, por el fetichismo
gubernamentalista y se dotó de un gobierno. Se conocen las conse-
cuencias. Envió a sus más abnegados hijos al Hôtel–de–Ville. Allí,
inmovilizados en medio del papeleo, forzados a gobernar cuando
sus instintos les mandaban estar y marchar con el pueblo; forzados
a discutir, cuando se precisaba actuar, y perdiendo la inspiración
que procede del contacto continuo con las masas, se vieron reduci-
dos a la impotencia. Paralizados por su alejamiento del foco de las
revoluciones, el pueblo, paralizaron a su vez la iniciativa popular.
Nacida durante un período de transición, en que las ideas de so-

· 97 ·
Piotr Kropotkin

cialismo y de autoridad sufrían una profunda modificación; nacida


al final de una guerra, en un foco aislado, bajo los cañones de los
prusianos, la Comuna de París debía sucumbir.
Pero, por su carácter eminentemente popular, comenzó una era
nueva en la serie de las revoluciones y, por sus ideas, fue la precur-
sora de la gran revolución social. Las masacres inauditas, cobardes
y feroces con las que la burguesía celebró su caída, la venganza in-
noble que los verdugos han ejercido durante nueve años en sus pri-
sioneros, estas orgías de caníbales han abierto un abismo entre la
burguesía y el proletariado que jamás será rellenado. En la próxima
revolución, el pueblo sabrá qué debe hacer; sabrá lo que le espera si
no logra una victoria decisiva y actuará en consecuencia.
En efecto, ahora sabemos que el día en que Francia se llena-
rá de comunas insurgentes, el pueblo no deberá volver a darse un
gobierno y esperar de ese gobierno la iniciativa de medidas revo-
lucionarias. Después de haber barrido los parásitos que lo roen, se
apoderará de toda la riqueza social para ponerla en común, según
los principios del comunismo anarquista. Y, cuando hayan abolido
completamente la propiedad, el gobierno y el Estado, se constitui-
rá libremente según las necesidades que le serán dictadas por la
vida misma. Rompiendo sus cadenas y derribando sus ídolos, la
humanidad avanzará entonces hacia un futuro mejor, sin conocer
ya ni amos ni esclavos, no guardando veneración más que por los
nobles mártires que han pagado con su sangre y sus sufrimientos
estos primeros intentos de emancipación que nos han iluminado en
nuestra marcha hacia la conquista de la libertad.

III
Las celebraciones y reuniones públicas organizadas el 18 de mar-
zo en todas las ciudades donde hay grupos socialistas constituidos
merecen toda nuestra atención, no sólo como una manifestación
del ejército de los proletarios, sino más aún como expresión de los
sentimientos que animan a los socialistas de los dos mundos. Uno

· 98 ·
La Comuna de París

“se cuenta” así mejor que por todos los boletines imaginables y uno
formula sus aspiraciones en total libertad, sin dejarse influenciar
por consideraciones de táctica electoral.
En efecto, los proletarios reunidos ese día en los mítines ya no
se limitan a elogiar el heroísmo del proletariado parisiense, ni a
clamar venganza contra las masacres de mayo. Reafirmándose en
el recuerdo de la lucha heroica de París, van más lejos. Discuten
las enseñanzas que hay que extraer de la Comuna de 1871 para
la próxima revolución; se preguntan cuáles fueron los errores de
la Comuna y ello no por criticar a los hombres, sino para hacer
resaltar como los prejuicios sobre la propiedad y la autoridad que
reinaban en ese momento impidieron a la idea revolucionaria flo-
recer, desarrollarse e iluminar el mundo entero con sus luces vivi-
ficadoras.
La enseñanza de 1871 ha aprovechado al proletariado del mundo
entero y, rompiendo con los viejos prejuicios, los proletarios han
dicho clara y simplemente como entienden su revolución.
A partir de ahora es seguro que la próxima sublevación de las
comunas ya no será simplemente un movimiento comunalista. Los
que aún piensan que hay que establecer la comuna independiente
y después, en esa comuna, ensayar reformas económicas, han sido
sobrepasados por el desarrollo del espíritu popular. Es por actos re-
volucionarios socialistas, aboliendo la propiedad individual, como
las comunas de la próxima revolución afirmarán y constituirán su
independencia.
El día en que, como consecuencia del desarrollo de la situación
revolucionaria, los gobiernos sean barridos por el pueblo y la des-
organización arrojada a los campos de la burguesía, que no se man-
tienen más que por la protección del Estado, ese día –y no está
lejos– el pueblo insurgente no esperará a que un gobierno cual-
quiera decrete en su sabiduría inaudita unas reformas económicas.
Él mismo abolirá la propiedad individual por medio de la expropia-
ción violenta, tomando posesión, en nombre del pueblo entero, de
toda la riqueza social acumulada por el trabajo de las generaciones
precedentes. No se limitará a expropiar a los detentadores del ca-

· 99 ·
Piotr Kropotkin

pital social por un decreto que sería letra muerta: tomará posesión
de él sobre la marcha y establecerá sus derechos utilizándolo sin
demora. Se organizará él mismo en el taller para hacerlo funcionar;
cambiará su cuchitril por un alojamiento saludable en la casa de un
burgués; se organizará para utilizar inmediatamente toda la riqueza
acumuladada en las ciudades; tomará posesión de la misma como
si esta riqueza nunca le hubiese sido robada por la burguesía. Una
vez desposeído el barón industrial que extrae su botín del obrero,
la producción continuará, desembarazándose de las trabas que la
dificultan, aboliendo las especulaciones que la matan y los enredos
que la desorganizan y, tranformándose conforme a las necesidades
del momento bajo el impulso que le proporcionará el trabajo libre.
«Jamás volverá a cultivarse en Francia como en 1783, después de
que la tierra fuese arrebatada de manos de los señores», escribió
Michelet. Jamás se ha trabajado como se trabajará el día en que el
trabajo sea libre, en que cada progreso del trabajador sea una fuen-
te de bienestar para toda la Comuna.
Respecto a la riqueza social, se ha intentado establecer una dis-
tinción y se ha llegado incluso a dividir al partido socialista a pro-
pósito de esta distinción. La escuela que hoy en día se llama colec-
tivista, substituyendo el colectivismo de la antigua Internacional
(que no era sino el comunismo antiautoritario) por una especie de
colectivismo doctrinario, ha intentado distinguir entre el capital
que sirve a la producción y la riqueza que sirve a las necesidades
de la vida. La máquina, la fábrica, la materia prima, las vías de co-
municación y el suelo de una parte, las viviendas, los productos
manufacturados, los vestidos, los artículos, de otra. Los unos se
convierten en propiedad colectiva, los otros están destinados, se-
gún los doctos representantes de esta escuela, a permanecer pro-
piedad individual.
Se ha intentado establecer esta distinción. Pero el buen sentido
popular ha dado cuenta de ella rápidamente. Errónea en teoría, ha
sucumbido ante la práctica de la vida. Los trabajadores han com-
prendido que la casa que nos refugia, el carbón y el gas que quema-
mos, los alimentos que quema la máquina humana para mantener

· 100 ·
La Comuna de París

la vida, los vestidos con que el hombre se cubre para preservar su


existencia, el libro que lee para instruirse, incluso el adorno que se
procura son partes integrantes de su existencia, tan necesarias para
el éxito de la producción y para el desarrollo progresivo de la hu-
manidad como las máquinas, las manufacturas, las materias primas
y los otros agentes de la producción. Han comprendido que man-
tener la propiedad individual para estas riquezas sería mantener la
desigualdad, la opresión, la explotación, paralizar por adelantado
los resultados de la expropiación parcial. Pasando sobre las alam-
bradas puestas en su camino por el colectivismo de los teóricos,
marchan directamente a la forma más simple y más práctica del
comunismo antiautoritario.
En efecto, en sus reuniones los proletarios revolucionarios afir-
man claramente su derecho a toda la riqueza social y la necesidad
de abolir la propiedad individual tanto sobre los medios de con-
sumo como sobre los de producción. «El día de la revolución, nos
apoderaremos de toda la riqueza, de todos los valores acumulados
en las ciudades y los pondremos en común» dicen los portavoces
de la masa obrera y los oyentes lo confirman asintiendo unánime-
mente.

«Que cada cual coja del montón lo que necesite y estemos segu-
ros de que en los graneros de nuestras ciudades habrá alimentos
suficientes para alimentar a todo el mundo hasta el día en que la
producción libre emprenderá su nueva marcha. En los almacenes
de nuestras ciudades, hay suficientes vestidos para vestir a todo el
mundo, acumulados allí, sin encontrar salida, al lado de la miseria
general. Hay incluso suficientes objetos de lujo para que todo el
mundo elija a su gusto».

He aquí como, a juzgar por lo que dice en las reuniones, la masa


proletaria afronta la revolución: introducción inmediata del comu-
nismo anarquista y libre organización de la producción. Son dos
puntos fijados y, a este respecto, las comunas de la revolución que
ruge a nuestras puertas no repetirán los errores de sus predece-

· 101 ·
Piotr Kropotkin

soras que, vertiendo generosamente su sangre, han despejado el


camino para el futuro.
Un tal acuerdo no se ha establecido todavía, sin estar no obs-
tante lejos de establecerse, sobre otro punto, no menos importante:
sobre la cuestión del gobierno.
Es sabido que, respecto a esta cuestión, se enfrentan dos escue-
las. «Es necesario» –dicen los unos– «constituir el mismo día de
la revolución un gobierno que se apodere del poder. Este gobierno,
fuerte, poderoso y resuelto, hará la revolución decretando aquí y
allá y obligando a obedecer sus decretos.»
«¡Triste ilusión!», dicen los otros. «Todo gobierno central, en-
cargándose de gobernar una nación, estando formado necesaria-
mente por elementos dispares y siendo conservador, por su esencia
gubernamental, no será más que un obstáculo para la revolución.
No hará más que frenar la revolución en las comunas dispuestas a
avanzar, sin ser capaz de aportar aliento revolucionario a las comu-
nas atrasadas. Igualmente en el seno de una comuna insurgente. O
bien el gobierno comunal no hará más que sancionar los hechos
consumados, y entonces será un elemento inútil y peligroso, o bien
querrá ponerse a su cabeza: reglamentará lo que debe ser elaborado
libremente por el pueblo mismo para que resulte viable, aplicará
teorías donde es preciso que toda la sociedad elabore nuevas for-
mas de vida comunitaria, con esa fuerza creativa que surge en el
organismo social cuando rompe las cadenas y ve abrirse ante sí
nuevos y amplios horizontes. Los hombres en el poder generarán
este impulso, sin producir nada ellos mismos, si permanecen en el
seno del pueblo para elaborar con él la nueva organización, en lu-
gar de encerrarse en las cancillerías y agotarse en debates ociosos.
Será un estorbo y un peligro, impotente para el bien, formidable
para el mal, así pues, no tiene razón de ser».
Por muy natural y justo que sea este razonamiento, se enfrenta
aún, no obstante, a los prejuicios seculares acumulados, acredita-
dos por aquellos que tienen interés en mantener la religión del go-
bierno junto a la religión de la propiedad y la religión divina.
Este prejuicio, el último de la serie: Dios, Propiedad, Gobierno,

· 102 ·
La Comuna de París

existe aún y es un peligro para la próxima revolución. Pero pue-


de constatarse que ya se está socavando. «Haremos nosotros mis-
mos nuestros asuntos, sin esperar las órdenes de ningún gobierno
y pasaremos por encima de aquellos que vengan a imponérsenos
sea bajo la forma de sacerdote, de propietario o de gobernante»,
dicen ya los proletarios. Hay que esperar, pues, que, si el partido
anarquista sigue combatiendo vigorosamente la religión del guber-
namentalismo y si no se desvía él mismo de su camino dejándose
enredar en las luchas por el poder en los años que nos quedan aún
hasta la revolución, el prejuicio gubernamental será
suficientemente socavado como para ya no sea capaz de llevar a
las masas proletarias por un camino falso.
Hay, sin embargo, una laguna lamentable en las reuniones po-
pulares que debemos señalar. Ésta es que nada, o casi nada, se ha
hecho por el campo. Todo gira en torno a las ciudades. El cam-
po parece no existir para los trabajadores de la ciudad. Incluso los
oradores que hablan del carácter de la próxima revolución evitan
mencionar el campo y el suelo. No conocen al campesino ni sus
deseos y no se atreven a hablar en su nombre. ¿Es preciso insistir
mucho en el peligro que resulta de esto? La emancipación del pro-
letariado no será posible mientras el movimiento revolucionario
no abarque las aldeas. Las comunas insurgentes no lograrán man-
tenerse siquiera un año, si la insurrección no se propaga al mismo
tiempo por la campiña. Cuando los impuestos, la hipoteca, la
renta será abolidos, cuando las instituciones que los recaudan será
disueltas, es seguro que el campo comprenderá las ventajas de
esta revolución. Pero, en cualquier caso, sería imprudente contar
con la difusión de las ideas revolucionarias en el campo sin
preparar previamente las ideas. Es preciso saber desde ahora ya
que es lo que quiere el campesino, como se entiende la revolución
en las aldeas, como se piensa resolver la cuestión tan espinosa de
la propiedad agraria. Es preciso decirle al campesino qué es lo que
se propone hacer el proletario del campo y de su aliado, que no
debe temer de aquél medidas perjudiciales para el agricultor. Es
preciso que, por su parte, el obrero de las ciudades se acostumbre
a respetar al campesino y a marchar de común acuerdo con él.
· 103 ·
Piotr Kropotkin

Pero, para esto, los trabajadores deben imponerse el deber de


extender la propaganda en las aldeas. Es importante que en cada
ciudad haya una pequeña organización especial, una rama de la
Liga Agraria, para la propaganda entre los campesinos. Es preciso
que este tipo de propaganda sea considerado como un deber, con el
mismo rango que la propaganda en los centros industriales.
Los inicios serán difíciles, pero recordemos que de ello depende
el éxito de la revolución. Ésta no será victoriosa hasta el día en que
el trabajador de las fábricas y el cultivador de los campos marchen
juntos a la conquista de la igualdad para todos, llevando la felicidad
tanto a la cabaña como a los edificios de las grandes aglomeracio-
nes industriales.

· 104 ·
A los jóvenes

I
A éstos me dirijo, que los viejos –los viejos de corazón y de espíritu,
entiéndase bien– no se molesten en leer lo que no ha de afectarles
en nada.
Supongo que tenéis dieciocho o veinte años, habéis terminado
vuestro estudio o aprendizaje y entráis en el gran mundo; supongo
también que vuestra inteligencia se ha purgado de las imbecilidades
con que han pretendido atrofiarla y obscurecerla vuestros maestros,
y que hacéis oídos de mercader a los continuos sofismas de los parti-
darios del obscurantismo; en una palabra, que no sois de esos desdi-
chados engendros de una sociedad decadente que sólo procuran por
la buena forma de sus pantalones, lucir su figura de monos sabios en
los paseos, sin haber gustado en la vida más que la copa de la dicha,
obtenida a cualquier precio… Todo al contrario de esto, os juzgo de
entendimiento recto, y sobre todo, dotados de gran corazón.
La primera duda que surge en vuestra imaginación es ésta: “¿Qué
voy a ser?”. Esta pregunta os la habéis hecho cuantas veces la razón
os ha permitido discernir.
Verdaderamente que cuando se está en esa temprana edad en que
todo son sueños de color de rosa no se piensa en hacer mal alguno.
Después de haberse estudiado una ciencia o un arte –a expensas de
la sociedad, nótese bien– nadie piensa en utilizar los conocimientos
adquiridos como instrumento de explotación y en beneficio exclu-
sivo, y muy depravado por el vicio debiera estar en verdad el que
siquiera una vez no haya soñado en ayudar a los que gimen en la
miseria del cuerpo y la miseria de la inteligencia. Habéis tenido uno
de esos sueños, ¿no es verdad? Pues estudiemos el modo de
convertirlo en realidad.
No sé la posición social que ha presidido a vuestro nacimiento;
quizá favorecidos por la suerte habéis podido adquirir conocimien-
tos científicos, y sois médicos, abogados, literatos, etc.…; si es así a

· 105 ·
Piotr Kropotkin

vuestra vista ábrense vastísimos horizontes y se os ofrece un por-


venir sonriente, quizá dichoso. O, por el contrario, malditos de la
suerte sois hijos de un pobre trabajador, y no habéis tenido otros
conocimientos que la escuela del dolor, de las privaciones y de los
sufrimientos…
Establezcamos el primer caso; habéis cursado medicina; sois,
pues, un facultativo. Un día un hombre de mano callosa, cubierta
con una blusa, viene a buscaros para que asistáis a una enferma,
conduciéndoos a casa de la paciente por una interminable serie de
callejuelas, cuyas casas trascienden a pobreza.
Llegáis, y os es forzoso casi encaramaros por una estrecha esca-
lera, cuyo ambiente está cargado de hidrógeno, por las emanaciones
que despide la torcida de un farol cuyo aceite se ha agotado.
Después de salvar dos, cuatro o treinta escalones, penetráis en la
habitación de la pobre enferma. Como vuestra alma está aún pura, el
corazón os late con más violencia de la acostumbrada al
contemplar a aquella infeliz, tirada sobre un mal jergón, y... a
aquellas cuatro o cinco criaturas, lívidas, tiritando de frío,
acurrucadas al lado de su pobre madre, a fin de recoger el calor de
la fiebre, ya que allí huelga todo abrigo. Los infelices niños, a
quienes la desgracia ha hecho suspicaces, os contemplan asustados
y se arriman más y más a su madre, sin apartar sus grandes ojos
espantados de vuestra persona.
El marido ha trabajado durante su vida doce y trece horas diarias,
pero ahora está de más hace tres meses; esto no es raro, se repite
periódicamente. Antes no se notaba tanto su falta de trabajo, pues
cuando esto acontecía su mujer se iba a lavar –¡quién sabe si habrá
lavado lo vuestro!– para ganar una peseta al día. Pero ahora, postra-
da en el lecho del dolor hace dos meses, le es imposible, y la miseria
más espantosa cierne sus negras alas en aquel hogar.
¿Qué aconsejaréis a aquella enferma, doctor? Desde luego ha-
bréis comprendido que allí reina la agonía general por falta de
alimentación; prescribiréis carne, aire puro, ejercicio en el campo,
una alcoba seca y bien ventilada. ¡Esto sería irónico! Si hubiera
podido la enferma proporcionarse todo esto, no hubiera esperado
vuestro consejo.
· 106 ·
A los jóvenes

Esto no es todo. Si vuestro exterior revela franqueza y bondad,


os referirán historias tanto o más tristes; la mujer de la otra habita-
ción, cuya tos desgarra el corazón, es una planchadora; en el tramo
de abajo todos los niños tienen fiebre; la lavandera que ocupa el
piso alto no llegará a la próxima primavera, ¡ah! ¡y en la casa de al
lado, en la otra, la situación es peor!…
¿Qué pensáis de todos estos enfermos? Seguramente les reco-
mendaríais cambio de aire, un trabajo menos prolongado, una ali-
mentación sana y nutritiva; pero no podéis y abandonáis aquellas
catacumbas del dolor con el corazón lacerado.
Al siguiente día, y cuando aún no habéis desechado la preocu-
pación de la víspera, un compañero os dice que ha venido un laca-
yo en carruaje para que fuerais a visitar al propietario de una casa,
donde había enferma una señora extenuada a fuerza del
insomnio, cuya vida está consagrada a visitas, afeites, bailes y a
disputar con su estúpido marido.
Vuestro compañero le ha prescrito hábitos más moderados, co-
mida poco estimulante, paseos al aire libre, tranquilidad de espí-
ritu y ejercicios gimnásticos en su alcoba, a fin de substituir un
trabajo útil: una muere porque ha carecido de alimento y descanso
durante su vida, y la otra sufre porque nunca ha sabido lo que es
trabajar.
Si sois uno de esos repugnantes seres que ante un espectáculo
triste y miserable se consuelan con dirigir una mirada de
compasión y beberse una copa de coñac, os iréis acostumbrado
gradualmente a esos contrastes y no pensaréis sino en elevaros a
la altura se los satisfechos para evitar tener que rozaros en lo
sucesivo con los desgraciados.
Pero si al contrario, sois hombre; si el sentimiento se traduce en
voluntad y la parte animal no se ha superpuesto a la inteligencia,
volveréis a vuestra casa diciéndoos: –Esto es infame–; esto no pue-
de continuar así por más tiempo. Es menester evitar las enferme-
dades y no curarlas. ¡Abajo las drogas! Aire, buena alimentación y
un trabajo más racional; por ahí debe comenzarse; de otro modo,
la profesión de médico sólo es un engaño y una farsa.

· 107 ·
Piotr Kropotkin

En ese mismo instante comprenderéis el anarquismo y sentiréis


estímulos por conocerlo todo; y si el altruismo no es una palabra
vacía de sentido, si aplicáis al estudio de la cuestión social las rígi-
das inducciones del filósofo naturalista, vendréis a nuestras filas y
seréis un nuevo soldado de la Revolución social.
Quizá se os ocurra: ¡Al diablo las cuestiones prácticas! Como el
filósofo y el astrónomo, consagrémonos a las especulaciones cien-
tíficas. Esto seguramente puede producir un goce individual, una
abstracción de la sociedad y sus males. Pero siendo así, yo pregun-
to: ¿en qué se diferencia el filósofo dedicado a pasar la vida todo
lo agradablemente posible, del borracho que sólo busca en la
bebida la inmediata satisfacción de un placer? Indudablemente el
filósofo ha tenido mejor acierto en cuanto a la elección del goce,
que es más duradero que el del borracho; pero esta es la unica
diferencia; uno y otro tienen la misma mirada egoísta y personal.
Pero sino deseáis hacer vida semejante, y sí, por el contrario,
trabajar en bien de la Humanidad entonces saltará en vuestro
cerebro una formidable objeción, y por poco aficionado a la
crítica que seáis, comprenderéis perfectamente que en esta
sociedad la ciencia no es otra cosa que un apéndice de lujo que
no sirve sino para hacer más agradable la vida de los menos,
permaneciendo inacce-sible a los más.
Ahora bien; hace más de un siglo que la ciencia ha establecido
sobre bases sólidas, razonadas nociones cosmogónicas encuanto
al origen del Universo. ¿Cuántos las conocéis? Algunos millares
solamente desperdigados entre centenares de millares sumidos
aún en supersticiones dignas de los salvajes y, por consiguiente,
dispuestos a servir de lastre a los impostores religiosos.
O bien lanzad una ojeada sobre lo que ha hecho la ciencia para
elaborar las bases de la higiene física y moral; ella os dice cómo
debemos vivir para conservar la salud del cuerpo y mantener en
buen estado las numerosas masas de nuestras poblaciones. Pero
todo esto es letra muerta, porque la ciencia sólo existe para un
puñado de privilegiados, y porque las desigualdades que dividen a
la sociedad en dos clases –explotados y detentadores del capital–

· 108 ·
A los jóvenes

hacen que las enseñanzas racionales de la existencia sean la más


amarga de las ironías para la inmensa mayoría.
Aun podría citar más ejemplos, pero no lo juzgo imprescindi-
ble, puesto que la cuestión no es amontonar verdades y descubri-
mientos científicos, sino extender hasta lo infinito los ya adquiri-
dos, hasta que hayan penetrado en la generalidad de los cerebros.
Conviene ordenar de tal suerte las cosas, que la masa del género
humano pueda comprenderlas y aplicarlas: que la ciencia deje de
ser un lujo; todo al contrario, que sea la base de la vida de todos.
Lo exige la justicia.
De este modo no ocurriría, por ejemplo, lo que pasa hoy con
la teoría del origen mecánico del calor, que enunciada el siglo pa-
sado por Hir y Clausius, ha permanecido durante más de ochenta
años enterrada en los anales académicos, hasta que la desenterra-
ron los conocimientos de la física, extendidos lo suficiente para
formar una parte del público capaz de comprenderla, ha sido ne-
cesarias tres generaciones para que las ideas de Erasmo y
Darwin sobre la variabilidad de las especies fuesen acogidas y
admitidas por los filósofos académicos, obligados por la opinión
pública. El filósofo, así como el artista y el poeta, es siempre
producto de la sociedad en que enseña y se mueve.
Si os persuadís de estas verdades, comprenderéis que es de
todo punto imprescindible cambiar radicalmente un tal estado de
cosas que condena al filósofo a llenarse de conocimientos cien-
tíficos y al resto del género humano a permanecer en la misma
ignorancia que hace diez siglos; esto es, en el estado de esclavi-
tud y de máquina incapaz de asimilarse las verdades
establecidas. Desde el momento en que os hayáis persuadido de
estas profundas verdades iréis poco a poco odiando la
inclinación a la ciencia pura y trabajaréis por buscar el medio de
efectuar esa transformación social; y si inauguráis vuestras
investigaciones con la misma im-parcialidad que os ha guiado en
los estudios científicos, abrazaréis sin remedio la causa del
socialismo.
Haréis, en una palabra, tabla rasa de todos los sofismas y en-
grosaréis nuestras filas, cansados de procurar placeres a esa mi-
· 109 ·
Piotr Kropotkin

noría que de tantos placeres disfruta, y pondréis todo vuestro


valer al servicio de los oprimidos.
Estad seguro que entonces el sentimiento del deber cumplido
y la perfecta relación entre vuestras ideas y acciones os mostra-
rán una existencia nueva que os es desconocida; y cuando un día,
día que indudablemente se aproxima –con permiso de vuestros
profesores– se haya realizado el fin que os proponíais, las nuevas
fuerzas del trabajo científico colectivo, con la poderosa ayuda de
ejércitos de trabajadores que vendrán a prestarle sus concurso, ha-
rán que la ciencia dé un paso hacia delante, comparado con el cual
el lento progreso del presente, parecerá un simple juego de niños.
Entonces gozaréis de la ciencia y este goce será para todos.

II
Abordemos otro punto. Suponemos que habéis terminado vuestra
carrera de Derecho y, por consiguiente, os halláis abocado a
desempeñar un puesto en el foro, halagado por las más bellas
ilusiones respecto a vuestro porvenir –os hago justicia de que
comprendéis lo que el altruismo significa–. Quizás entonces
digáis: ¿Hay nada más noble que dedicar la vida a una lucha
vigorosa contra toda injusti-cia, aplicar sus facultades al triunfo
de la ley, que es la expresión de la justicia suprema?
Perfectamente: como todavía no tendréis experiencia propia os
veis obligado a recurrir a las crónicas judiciales, donde encontraréis
hechos que os ilustren.
Aquí tenemos, por ejemplo, a un rico propietario que pide la
expul-sión de un colono que no ha podido pagar, por efecto de
cualquier circunstancia fortuita, la renta convenida. Desde el
punto de vista legal, no hay escape, si el pobre labrador no paga,
sea cual sea la causa que lo imposibilite, debe ser expulsado de la
finca: en este punto la ley es inexorable.
Si os conformáis con la exterioridad de los hechos pediréis la ex-
pulsión creyendo que así cumplís con vuestro deber; sí, por el con-

· 110 ·
A los jóvenes

trario, profundizáis en el asunto, encontraréis muchas veces que el


propietario ha derrochado siempre su renta, en tanto que el colono
ha trabajado cotidianamente; que el propietario no ha hecho nada
para mejorar sus tierras, y sin embargo, el valor de éstas, merced a
los esfuerzos de aquel colono a quien arrojan de la tierra que ha
regado con su sudor, ha triplicado en cincuenta años,
contribuyendo también a ello el mayor precio adquirido por la
construcción de un ferrocarril, o una carretera, o la desecación de
una laguna, o la roturación y cultivo de terrenos antes baldíos,
obra todo no del propietario, sino de aquel miserable colono
que se ha arruinado por haber tenido que tratar con los usureros,
que le han sacrificado hasta lo último, agotando implacablemente
todos sus recursos.
La ley, sin embargo, siempre a favor de la propiedad, es con-
cluyente: sea de ello lo que quiera, el derecho favorece al propie-
tario y desconoce el del colono; pero si vuestro sentimiento de jus-
ticia natural no ha sido aún suplantado por las ficciones legales,
¿qué haréis? ¿Sostenéis que el colono debe ser arrojado a la calle,
en consonancia a lo estatuido por la ley, o sostendréis que lo justo
es que el propietario pague al colono el total aumento del valor de
sus tierras, puesto que es debido muy principalmente al trabajo y
desvelos de éste? Esto no está escrito en ningún Código, pero es lo
que la equidad demanda. ¿Qué partido tomaréis: el de la ley contra
la justicia o el de la justicia contra la ley? Y cuando se hayan decla-
rado en huelga los trabajadores sin prevenirlo con quince días de
anticipación, ¿a qué lado os inclinaréis? ¿En favor del patrón que,
aprovechándose de una prolongada crisis, ha conseguido ganancias
fabulosas, o contra la ley y en defensa de los trabajadores que du-
rante todo ese tiempo sólo han percibido un pequeño jornal y visto
morir de hambre a sus mujeres e hijos? ¿Defenderéis esa ficción que
consiste en afirmar la libertad de las transacciones, o mantendréis
la equidad que estatuye que un contrato celebrado entre el que ha
comido bien y el que no ha probado bocado, esto es, entre el fuerte
y el débil, es un contrato leonino?
Pongamos otro ejemplo: un hombre que vaga alrededor de una
carnicería robó un pedazo de carne; la gente corrió tras él gritando:
· 111 ·
Piotr Kropotkin

¡al ladrón! Se le detuvo e interrogó, averiguándose que era un artesa-


no sin trabajo, que hacía cuatro días que no había comido ni él ni
su familia. Se Pide al carnicero que lo deje en libertad; pero éste
era partidario (como los demás) del cumplimiento de la justicia, y
el hambriento fue sentenciado a seis meses de prisión. ¿No se os
sublevará la conciencia contra una ley y una sociedad que
pronuncia todos los días semejantes infames juicios?
¿Pediréis la aplicación de la ley contra el hombre que, privado
de educación y maltratado desde su infancia, sin haber oído nunca
palabra de afecto y de cariño, termine su fatal carrera asesinando,
azuzado por el hambre, a un vecino para robarle una peseta? ¿Pedi-
réis su muerte, o lo que es peor, que vaya veinte años a presidio
cuando os consta que es más bien que criminal, loco, y que su
crimen es obra de la sociedad entera? ¿Pediréis que vayan a
presidio esos infelices tejedores que en un momento de
desesperación prendieron fuego a la fábrica donde han consumido
su existencia y dejado su sudor o que fusilen al insurrecto que
enarboló en la barricada la bandera del porvenir? No,
seguramente.
Si en vez de repetir lo que se os ha enseñado razonáis ; si ana-
lizáis la ley y apartáis de ella esas nebulosas ficciones con que se la
ha envuelto a fin de ocultar su verdadero origen, que es el derecho
del más fuerte, y su fondo que ha sido siempre la consagración de
todas las tiranías que pesan sobre el género humano a través de su
larga y sangrienta historia; cuando hayáis comprendido esto, sen-
tiréis un profundo desprecio por la ley y sentiréis aversión sin tasa
contra esa monstruosidad que os coloca diariamente en oposición
con la conciencia.
Y como esa lucha no puede ser eterna, o tendréis que subordina-
ros a ser un miserable, o romperéis con la abominable tradición y
vendréis a nuestro lado a trabajar por la completa destrucción de
esta injusticia económica, social y política; entonces seréis socialis-
tas revolucionarios.
Y a ti, joven ingeniero, que has soñado con mejorar la suerte de
los trabajadores aplicando la ciencia a la industria, ¡qué tristes
desengaños te esperan! Has dedicado tu juventud, energía y
entendimiento a la formación de un proyecto de ferrocarril que
· 112 ·
A los jóvenes

bordeando montañas y salvando precipicios una dos pueblos


separados por la naturaleza. Una vez comenzada la obra veréis
masas de obreros diezmados por la privaciones y las
enfermedades y a otros que vuelven a sus casas con algunas
monedas y la semilla de la consunción; y cuando esta obra de
progreso se haya terminado, lejos de servir para que los obreros
puedan comunicar entre sí, los veréis excluidos de gozar y
disfrutar de su trabajo, sirviendo en cambio para que la utilice la
burguesía para dar paso a sus ejércitos.
Habéis dedicado la flor de vuestra juventud a perfeccionar un
invento que facilite la producción, y después de muchos ensayos y
largas vigilias conseguís sacar a flote vuestro pensamiento, lo ponéis
en práctica, y sus resultados sobrepujan vuestros cálculos. Las con-
secuencias primeras de vuestro adelanto las sufrirán los trabajado-
res. Diez, cien, mil o más serán despedidos de los talleres y reducidos
a la miseria: mientras que dos o tres burgueses, con la aplicación
de la máquina o máquinas de vuestra invención, se enriquecerán
con vuestro invento y beberán a la salud del medio que les facilita
una mayor ganancia a costa del incruento martirio del hambre de
multitud de familias. No habíais previsto esto allá en vuestros in-
somnios, ¿verdad? ¡No hubiérais creído nunca que lo que juzgabais
adelanto, progreso, beneficio, se trocara por leyes arbitrarias y
despóticas de este infame desorden social, en llanto, desdicha y mi-
seria de infinidad de seres! Pues esto es lo que, hoy por hoy, resulta:
y sin embargo, nosotros, amantes del progreso, aunque sus
víctimas propiciatorias, caemos bendiciéndole, ¡tanto amamos la
ciencia!, y maldiciendo a sus detentadores.
Esto no es paradójico: estudiados los recientes adelantos indus-
triales, resulta que la costurera, por ejemplo, no ha ganado nada con
la invención de la máquina de coser; que, a pesar de las perforadoras
de diamante, el obrero muere de anquilostoma en los túneles; que
los albañiles, los braceros todos carecen de trabajo no obstante
los ascensores Giffard. Si discutís, pues, los problemas sociales con
esa independencia de criterio que os ha guiado en los problemas
técnicos, deduciréis necesariamente la conclusión de que, bajo el

· 113 ·
Piotr Kropotkin

dominio de la propiedad privada y del abominable régimen del sala-


rio, todo invento, lejos de aumentar el bienestar del obrero, hace
más pesada su cadena, más degradante el trabajo; y disminuye el
tiempo de ocupación, prolonga la crisis y sólo viene a añadir como-
didades a la clase de los satisfechos.
Ahora bien: cuando os hayáis penetrado de esta gran verdad,
¿qué haréis? ¿Acallaréis con sofismas los gritos de vuestra concien-
cia procurando adquirir de cualquier modo los goces y placeres que
disfrutan los explotadores u obedeceréis los impulsos del corazón
que os dice: “No, no es ésta la época de las invenciones; trabajemos
primero por transformar el modo de ser de la producción, y
cuando esto se haya efectuado, todo adelanto industrial, será, no
en beneficio de una clase, sino del género humano”?
No temáis por la ciencia; ésta, como la libertad, no puede pe-
recer; y no perecerá seguramente en manos de los trabajadores:
cuando esas masas, hoy sumidas en la ignorancia, despierten a la luz
de la inteligencia, desarrollada por medio del estudio y del trabajo, la
mecánica tomará vuelos desconocidos; llegará sin duda alguna a lo
que, ni en hipótesis, puede hoy entreverse.
¿Y qué decir en cuanto al maestro de escuela, ese pedagogo
harapien-to y muerto de hambre de nuestros días? No me refiero
ciertamente al ser rutinario que toma su profesión como una
pesada carga, sino al que, rodeado de un grupo de niños se siente
solicitado por la at-mósfera infantil que le rodea y trata de
inocular en aquellos cere-bros, apenas formados, las ideas de
humanidad que él mismo acaricio cuando era joven. Sufriréis
cuando el discípulo que por fuerza os empeñáis en que aprenda el
latín, no da pie con bola, no se asimila el idioma de Lacio; pero
observad en cambio la belleza de su corazón y cómo se entusiasma
al recitar la historia de Guillermo Tell y con qué pasión ha leído
los versos de Schiller:
Jamás temblé ante el hombre libre, y sí al romper las cadenas del
esclavo…

Procurad desarrollar aquellos gérmenes de libertad, aquel odio con-

· 114 ·
A los jóvenes

tra los tiranos, y esto contrabalanceará el perpetuo sermón domés-


tico que trata de anular tan bellas cualidades, supeditándolas a ese
necio respeto al cura, al rey, al juez, a todo el arbitrario sistema
inventado por el autoritarismo para refrenar los impulsos de la li-
bertad, las sacudidas de la inteligencia hacia la investigación.
Nuestra misión es sembrar el bien, difundir la luz y, por medio
de la instrucción, libre de todos los prejuicios de la rutina, crear
corazones que odien la tiranía y desde la infancia maldigan a to-
dos los verdugos y a todos los explotadores. La enseñanza no es ese
pesado repetir transmitido de una en otra generación, sin examen,
sin variación, con la monotonía del péndulo; esa es la instrucción
burguesa que, cual pesada mole, comienza a perturbar las facultades
mentales del niño a fin de cercenar en su cerebro todas las nobles
emulaciones por lo grande, lo humanitario, lo bello.
La burguesía ha desnaturalizado de tal suerte las fuentes prime-
ras donde se desarrollan las facultades del ser, que ha logrado con-
vertir lo que debía ser templo de la verdad –la escuela– en presidio,
y al que debía ser primer magistrado –el maestro– en carcelero.
Hay que romper sin vacilaciones ese lecho de Procusto; hay que
caminar adelante: o con la burguesía, que os paga malamente vues-
tros servicios y os relega enteramente o intoxicar los cerebros infan-
tiles con los venenos de la autoridad, la religión y la propiedad, o al
campo anarquista a trabajar con los revolucionarios para educar a la
juventud en el verdadero camino de la emancipación del hombre, en
las sanas doctrinas de la equidad, de la solidaridad y de la libertad.
Y, por último, vosotros, jóvenes artistas, escultores, pintores, poe-
tas, músicos, ¿no veis que el sagrado fuego que inspiró a vuestros
predecesores ha desaparecido hoy día, que el arte es vulgar,
supeditado a los perversos gustos de una burguesía adocenada, y
que por tanto impera la medianía? Y no puede ser de otro modo: la
inspiración de descubrir un nuevo mundo y bañarse en las fuentes
de la naturaleza que creó las obras maestras del Renacimiento, se
ha agotado en nuestros tiempos. El ideal revolucionario no le ha
dado calor hasta ahora, y a falta de este ideal, el único racional y ver-
dadero, las artes han supuesto un bastardo realismo que consiste en

· 115 ·
Piotr Kropotkin

fotografiar, trabajosamente la gota de rocío en la hoja de la planta,


imitar los músculos de la para de un cornúpeto o describir en prosa
o verso el aire asfixiante del salón de una meretriz de alto rango.
Pero si esto es así, me preguntaréis: ¿Qué es lo que debemos
hacer?
La contestación es muy sencilla; si el fuego sacro que decís po-
seer es únicamente un fuego fatuo, entonces continuaréis como has-
ta aquí, y todo vuestro gusto artístico, vuestra inspiración, degene-
rará rápidamente en decorar tiendas, proveer de libretos de operetas
de tercera clase y hacer cuentos para las veladas de Nochebuena;
muchos vais descendiendo por esta pendiente con gran rapidez….
Pero si vuestro corazón late verdaderamente al unísono con el de
la humanidad; si como verdadero poeta os ocupáis de las realidades
de la vida, ¡ah! entonces, contemplando ese mar de tristezas, frente a
frente de gentes que perecen de hambre; a la vista de esos cadáveres
amontonados en las minas y esa aglomeración de cuerpos mutilados
en las barricadas; viendo esas interminables cuerdas de deportados
que van a enterrarse en las perpetuas nieves de la Siberia o en los
pantanos tropicales; ante esta desesperada lucha sostenida entre los
gritos de dolor de los vencidos y las orgías de los vencedores, entre
el egoísmo contra la cobardía, y entre la noble resolución y la des-
preciable astucia, no podéis permanecer neutral y vendréis a coloca-
ros al lado del oprimido, porque sabéis que lo hermoso, lo sublime,
el espíritu mismo de la vida están al lado de aquellos que luchan por
la luz, por la humanidad.
Yo os oigo interrumpirme de nuevo. Si la ciencia abstracta es un
lujo y la práctica de la medicina una farsa; si la ley excluye la justi-
cia, y las invenciones mecánicas no son sino instrumento de robo;
si la escuela, en oposición a los deseos del verdadero maestro, ha de
ser anulada y el arte sin la idea revolucionaria sólo puede degenerar,
¿qué me queda a mí que hacer? Os lo diré: un trabajo vasto e impor-
tantísimo, en el cual estarán vuestras acciones en completa armonía
con vuestra conciencia; una empresa capaz de elevar los caracteres
más nobles y generosos.
¿Qué trabajo? Voy a decíroslo: o capituláis con vuestra concien-

· 116 ·
A los jóvenes

cia y decís al fin: “perezca la humanidad con tal de que yo pueda


gozar por completo de muchos placeres, toda vez que la gente es
bastante necia para permitírmelo”, o una vez más se os presentará
la inevitable alternativa de tomar parte con los revolucionarios y
trabajar con ellos para la completa transformación de la sociedad.
Tal es la irrefragable consecuencia del análisis que acabamos de
hacer: esta es la lógica conclusión a que todo hombre inteligente
ha de llegar sin remedio, con tal de que razone con lealtad sobre
lo que pasa a su alrededor, descartando los sofismas que su
educación privilegiada y el interés de los que le rodean han
deslizado
Llegado a en su esta oído.conclusión, la pregunta ¿qué ha de
hacerse? se presenta naturalmente; la contestación es fácil: dejad
el medio en que estáis colocados y en el cual es moda decir que el
pueblo no es más que un puñado de brutos; venid a mezclaros con
ese pueblo y la contestación surgirá por si sola.
Veréis que en todas partes, Inglaterra, Francia, Alemania, Italia,
Rusia, Estados Unidos, allí donde hay una clase privilegiada y otra
oprimida, existe un gran movimiento en el seno de la clase traba-
jadora, cuyo objeto es romper para siempre la esclavitud impuesta
por el feudalismo capitalista, y echar los cimientos de una
sociedad establecida sobre la base de la justicia y la igualdad. Ya
no es suficiente al hombre del pueblo manifestar sus dolores en
uno de esos cantos cuya melodía os traspasa el corazón, como los
que cantaban los siervos del siglos xviii y cantan todavía los
aldeanos esclavos; ahora trabaja con sus compañeros por su
emancipación, con conocimiento de que lo hace y contra todos los
obstáculos que encuentra en su camino. Su pensamiento está
constantemente en ejercicio, considerando qué es lo que debería
hacer a fin de que la vida, en lugar de ser una carga para las tres
cuartas partes de la humanidad, pueda ser una verdadera
satisfacción para todos; se ocupa de los más arduos problemas de
sociología y procura resol-verlos con su buen sentido, su espíritu
de observación y mucha ex-periencia; con objeto de ponerse de
acuerdo con otros tan miserables como él, trata de formar grupos,
organizar; forma sociedades sos-tenidas con dificultad por
pequeñas suscripciones; procura hacer
· 117 ·
Piotr Kropotkin

pactos con sus compañeros del otro lado de la frontera y prepara


el día en que las guerras internacionales sean imposibles de un
modo más eficaz que el usado por los fríos filántropos que ahora
nos aburren con sus tonterías sobre la paz universal. A fin de
conocer lo que hacen sus hermanos y para tener con ellos
conexión más íntima y elaborar sus ideas, sostiene ¡pero a costa
de cuántos sacrificios y cuántos incesantes esfuerzos! su prensa
trabajadora.
Al fin, cuando la hora llega, se levanta, y enrojeciendo el pavi-
mento de las barricadas con su sangre se lanza a conquistar esas
libertades que los poderosos y satisfechos sabrán después cómo co-
rromper y cómo volver contra él de nuevo.
¡Qué interminable serie de esfuerzos! ¡Qué lucha tan incesante!
¡Qué trabajo vuelto continuamente a empezar, unas veces para llenar
los huecos ocasionados por las deserciones, resultado del cansancio,
corrupción y persecuciones; otras para reunir las quebrantadas fuer-
zas diseminadas por los fusilamientos y las matanzas a sangre fría;
otras, en fin, para reanudar los estudios bruscamente interrumpidos
por el burgués en grande escala!
Los periódicos son publicados por hombres que se han visto
obligados a privarse del sueño y del alimento, a fin de poder
arrancar a la sociedad los conocimientos más precisos; la agitación
se sostiene con céntimos deducidos de la cantidad necesaria para
adquirir lo absolutamente indispensable para la vida, y todo esto
bajo la constante amenaza de ver a su familia reducida a la más
espantosa miseria tan pronto como el patrón sepa que su
trabajador, su esclavo, está tocado de socialismo.
Esto es lo que veréis si os mezcláis con el pueblo. Y en esta
lucha incesante, cuántas veces no se ha preguntado inútilmente
el trabajador, a la par que camina bajo el peso de su yugo: “¿Dón-
de, pues, está esa gente joven a quien se ha enseñado a nuestra
costa, esos jóvenes a quienes alimentamos y vestimos mientras
estudiaban? ¿Dónde están aquellos para quienes hemos edificado,
con nuestros hombros agobiados bajo el peso de nuestras cargas y
nuestros estómagos vacíos, esos colegios, esas salas de conferencia
y esos museos? ¿Dónde están los hombres para cuyo beneficio

· 118 ·
A los jóvenes

nosotros, con nuestros rostros pálidos y demacrados hemos im-


preso esos hermosos libros, muchos de los cuales ni aun podemos
leer? ¿Dónde están esos profesores que pretenden poseer la ciencia
y para quienes la misma humanidad no vale tanto como un in-
secto raro? ¿Dónde los que siempre están hablando en favor de la
libertad y nunca tratan de conquistarla, viéndola constantemente
pisoteada bajo sus pies?
¿Dónde esos escritores, poetas y esos pintores? ¿Dónde, por últi-
mo, está toda esa falange de hipócritas que habla del pueblo con lá-
grimas en los ojos, pero que jamás por ningún concepto se encuentra
entre nosotros ayudándonos en nuestro trabajo?”
¿Dónde están en verdad?
Unos se entregan al descanso con la más cobarde indiferencia;
otros, la mayoría, desprecian a la sucia multitud y están dispuestos
a lanzarse sobre ella si se atreve a tocar uno solo de sus privilegios.
Es verdad que de cuando en cuando viene a nosotros algún joven
que sueña con tambores y barricadas y busca impresiones fuertes;
pero que deserta de la causa del pueblo en cuanto percibe que el ca-
mino de la barricada es largo, el trabajo pesado y las coronas de lau-
rel que han de ganarse en esta campaña están cubiertas de espinas.
Generalmente estos ambiciosos especuladores del trabajo, quienes,
no habiendo podido hacer nada en este sentido, tratan de sorprender
a la gente por este medio, y que serán poco después los primeros en
denunciarla cuando el pueblo desee aplicar los principios que ellos
mismos habían profesado, están tal vez hasta dispuestos a volver
sus armas contra la vil multitudsi se atreve a moverse antes que
ellos hayan dado la señal. Agregad a esto, los bajos instintos, el
desprecio total y las viles calumnias de parte de la gran mayoría y
sabréis lo que el pueblo puede esperar hoy de la mayor parte de los
jóvenes de las clases privilegiadas en concepto de ayuda para la
revolución social.
Pero aún preguntáis, ¿qué haremos? Cuando todo está por
hacer, cuando un ejército entero de gente joven encontraría bas-
tante en ocupar todo el vigor de su viril energía y toda la fuerza de
su inteligencia y talento para ayudar al pueblo en la vasta empre-

· 119 ·
Piotr Kropotkin

sa que ha acometido, ¿preguntáis qué haréis? Escuchad: vosotros,


amantes de la ciencia pura, si estáis compenetrados de los princi-
pios del socialismo, si habéis comprendido el verdadero significado
de la revolución que hoy llama a nuestras puertas ¿no veis que toda
ciencia debe ser reconstituida a fin de ponerla en armonía con los
nuevos principios, que os corresponde realizar en este terreno una
revolución mucho más grande que la que tuvo lugar en todos los
ramos de la ciencia durante el siglo xviii? ¿No observáis que la
historia, que hoy no es más que un cuento de viejas sobre grandes
reyes, grandes hombres de Estado y grandes Parlamentos, que la
historia misma tiene que volverse a escribir desde el punto de vista
del trabajo hecho por las masas en la larga evolución del género
humano? ¿Que la economía social que hoy es puramente la satis-
facción del robo por el capital tiene que reconstituirse de nuevo, lo
mismo en sus principios fundamentales que en sus aplicaciones?
¿Que la antropología, la sociología y la ética deben ser
completamente refundadas, y que las mismas ciencias naturales,
miradas desde otro punto de vista, deben sufrir una profunda
modificación, lo mis-mo en lo que refiere a la concepción de los
fenómenos naturales que respecto al modo de exposición?
Siendo, pues, así, poneos a trabajar; colocad vuestra capacidad
al servicio de la buena causa: ayudadnos especialmente con vues-
tra clara lógica a combatir las preocupaciones y a establecer con
vuestra síntesis los cimientos de una organización mejor; más aún:
enseñadnos a usar en nuestros argumentos diarios el valor de vues-
tras verdaderas investigaciones científicas, y mostradnos como hi-
cieron nuestros predecesores, de qué modo los hombres se atreven
a sacrificar hasta la vida misma por el triunfo de la verdad.
Vosotros, los doctores, que habéis aprendido el socialismo por
una amarga experiencia, no os canséis nunca de decirnos hoy y
mañana, en todo tiempo y lugar, que la humanidad misma mar-
cha rápidamente a su degeneración si permanece en su condición
actual; que todos vuestros medicamentos contra las enfermedades
han de ser impotentes forzosamente mientras la mayoría del
género humano vegete en condiciones absolutamente contrarias

· 120 ·
A los jóvenes

a aquellas que la ciencia os dice son necesarias a la salud; que


con las enfermedades lo que se debe desarraigar, y qué es lo que
debe hacerse para conseguirlo.
Venid con vuestro escalpelo y disecad para nosotros con mano
firme esta vuestra sociedad que rápidamente marcha a la putrefac-
ción, y decidnos lo que podría y debería ser una existencia racional;
insistid, como verdadero cirujano, en que un miembro gangrenado
debe amputarse cuando puede contagiar el cuerpo entero.
Vosotros, que habéis trabajado por la aplicación de la ciencia a la
industria, venid y decidnos francamente cuál ha sido el resultado de
vuestros descubrimientos; convenced a aquellos que no se atreven a
marchar resueltamente hacia el porvenir y hacedles ver cuantas nue-
vas invenciones lleva en su seno el conocimiento adquirido hasta el
día: qué podría hacer la industria bajo mejores condicione y cuánto
podría el hombre producir fácilmente si trabajase con el fin de favo-
recer su propia producción.
Vosotros, poetas, pintores, escritores, músicos; si comprendéis
vuestra verdadera misión y el exacto interés del arte mismo, venid a
nosotros; poned vuestra pluma, vuestro lápiz, vuestro cincel y vues-
tras ideas al servicio de la revolución; presentad con vuestro elo-
cuente estilo y con vuestros expresivos cuadros la lucha heroica
del pueblo contra los opresores; encended el corazón de nuestra
juventud con ese glorioso entusiasmo revolucionario que inflamó
el pecho de nuestros antecesores; decid a las mujeres qué carrera
tan gloriosa es la del marido que dedica su vida a la gran causa de la
emancipación social.
Mostrad al pueblo qué triste es su vida actual, y hacedle tocar con
la mano la causa de su desgracia. Decidnos qué racional sería la vida
si no se encontrasen a cada paso las locuras e ignominias de nuestro
presente orden social.
Finalmente, todos los que poseéis saber, talento, capacidad, in-
dustria, si tenéis un átomo de simpatía en vuestro corazón, venid y
poned vuestros conocimientos a disposición de aquellos que más lo
necesitan. Y tened presente si venís, que no lo hacéis como amos,
sino como compañeros de penas; que no venís a gobernar, sino a

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Piotr Kropotkin

fortaleceros en una nueva vida que se eleva constantemente hacia


la conquista del porvenir; que más que enseñar, venís a recoger
las aspiraciones de la mayoria; a adivinarlas, a darles forma y a
trabajar constantemente con todo el fuego de la juventud y el
juicio de la edad madura para hacerlas posible en el momento
actual; entonces y sólo entonces, seguiréis una conducta
verdaderamente noble y racional, viendo así que cada esfuerzo
vuestro en este sentido produce frutos en abundancia; y una vez
establecida esta sublime armonía entre vuestras acciones y lo que
os dicta vuestra conciencia, obtendréis facultades que nunca
soñasteis pudieran dormir latentes en vosotros mismos.
Luchad incesantemente por el triunfo de la verdad, justicia e
igualdad entre los hombres, cuya gratitud ganaréis. ¿Qué carrera
más noble que esta puede desear la juventud de todos los países?
Tiempo he necesitado para mostraros a vosotros que pertenecéis
a las clases acomodadas, que, en vista del dilema que os presenta
la vida, os veréis obligados, siendo honrados y sinceros, a venir a
trabajar con los anarquistas y defender con ellos la causa de la revo-
lución social. ¡Qué claro y sencillo es todo esto! Pero cuando uno
se dirige a aquellos que no han sufrido los efectos del medio en
que vive la burguesía, ¡cuántos sofismas hay que combatir! ¡cuán-
tas preocupaciones que vencer! ¡cuántas objeciones interesadas que
desechar!

III
Hoy es fácil ser breve al dirigirse a vosotros jóvenes del pue-blo;
la fuerza misma de las cosas os impele a ser anarquistas, por poco
que penséis y razonéis.
Salir de las filas del pueblo y no dedicarse, a ser posible, al triun-
fo de la revolución, es desconocer vuestro verdadero interés y aban-
donar vuestra causa y vuestra verdadera misión histórica.
¿Recordáis la época en que de niños aún fuisteis una tarde de
invierno a jugar en vuestra oscura callejuela? El frío os
penetraba a
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A los jóvenes

través de vuestros ligeros vestidos y el fango hacía lo mismo por


los agujeros de vuestros viejos zapatos; aun entonces, cuando
visteis a esos rollizos niños, ricamente vestidos, pasar a cierta
distancia y miraros con desprecio, comprendisteis bien claramente
que esos muñecos, vestidos de punta en blanco, no eran iguales a
vosotros ni en inteligencia, ni en energía; pero más tarde, cuando
os visteis obligados a encerraros en una sucia fábrica desde las cinco
a las seis de la mañana, para permanecer doce horas al lado de una
máquina, y convertidos en otra obligados a seguir día tras día sus
movimientos incesantes o monótonos, pudisteis comprender que
mientras tanto los otros iban tranquilamente a aprender en her-
mosas academias, escuelas y universidades; y ahora esas mismas
criaturas, menos inteligentes, pero más instruidas, han venido a ser
vuestros amos, y gozan de todos los placeres, de los beneficios de la
civilización. Y a vosotros ¿qué suerte os espera?
Volvéis a una habitación pequeña, oscura y húmeda, en la que
se encuentran reunidos en un espacio bastante pequeño cinco o
seis seres humanos, y en la que vuestra madre, cansada de la vida,
envejecida más por los trabajos y fatigas que por los años, os ofrece
pan duro y un poco de agua sucia llamada por ironía café; y para
distraer vuestra imaginación tenéis siempre presente la siguiente
pregunta: “¿Cómo se podrá pagar mañana al panadero y al casero
al día siguiente?” ¡Cómo! ¿Habéis de arrastrar la misma desgra-
ciada existencia que arrastraron vuestros padres durante treinta o
cuarenta años? ¿Habéis de trabajar toda la vida para proporcionar
a otros todos los placeres del bienestar, de la ilustración y del arte
y guardar para vosotros únicamente la constante ansiedad respec-
to a encontrar mañana un pedazo de pan que llevaros a la boca?
¿Abandonaréis para siempre todo lo que hace la vida agradable,
para dedicaros a proporcionar comodidades sin fin a un puñado
de holgazanes? ¿Os aniquilaréis trabajando para recibir en cambio
menos de lo indispensable y ser víctimas de la miseria cuando so-
breviene una de esas crisis que por desgracia son tan frecuentes?
¿Es esta la clase de vida a que aspiráis? ¿Os daréis tal vez por ven-
cidos? No viendo modo alguno de salir de vuestra situación, tal vez

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Piotr Kropotkin

os digáis: “Generaciones enteras han sufrido la misma suerte, y yo,


que en nada puedo variar lo existente, debo someterme también;
si-gamos, pues, trabajando, y prócuremos vivir lo mejor posible”.
Perfectamente; en tal situación, a iluminar vuestro entendi-
miento será poco menos que imposible. Pero llega un día en que se
presenta una crisis de esas que no son ya fenómenos pasajeros, como
antes sucedía sino que destruye toda una industria que aniquila a
familias enteras; lucháis como los demás, contra la calamidad; pero
pronto veis cómo vuestra mujer, vuestros hijos sucumben poco a
poco a causa de las privaciones, y desaparecen a causa de la falta
de alimentos, de cuidados y de asistencia médica y van a concluir
sus días en un asilo de pobres mientras que la vida del rico se pasa
alegre y gozosa en las grandes ciudades, brillando la luz del sol y
permaneciendo completamente extraño e indiferente a los gritos de
angustia de aquellos que perecen.
Entonces comprenderéis cuán repugnante es esta sociedad; re-
flexionaréis sobre las causas de estas crisis, y el examen llegará
hasta el fondo mismo de esta abominación que pone a millones
de seres humanos a merced de la brutal ambición de un puñado de
explotadores; entonces comprenderéis que los anarquistas tienen
razón al decir que nuestra sociedad actual puede y debe ser reor-
ganizada de pies a cabeza.
Mas pasando de las crisis generales a vuestro caso particular,
su-ponemos que un día, cuando vuestro patrón trate por medio de
una nueva reducción del jornal de sacaros algunos céntimos con
el fin de aumentar aún más su fortuna, protestáis; a lo que os
contesta-rá con altanería: –“Id a comer hierba, si no queréis
trabajar por el precio que os ofrezco”–. Entonces comprenderéis
que vuestro patrón no sólo trata de esquilaros como a un animal
inferior; que no contento con teneros sujeto en sus garras por
medio del sistema del salario, trata además de haceros un esclavo
en todos concep-tos. Entonces os rebajaréis ante él abandonando
toda idea de dignidad humana y concluyendo por sufrir todas las
humillaciones posibles, o la sangre se os subirá a la cabeza; os
detendréis en la odisea pen-diente en que vais resbalando, y
encontrándoos despedido y en la calle sin trabajo, comprenderéis
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A los jóvenes

cuánta razón tienen los anarquis-tas cuando dicen: “¡Rebelaos,


levantaos contra esa tiranía económica, porque ella es causa de
toda esclavitud!”. Entonces vendréis y ocuparéis vuestro puesto
en las filas de los revolucionarios, y trabajaréis con ellos por la
completa destrucción de toda esclavitud económica, social y
política.
Otro día oiréis referir la historia de aquella encantadora mu-
chacha cuyo carácter alegre, francas maneras y animada conver-
sación tanto habíais admirado. Después de haber luchado durante
años contra la miseria, abandonó su pueblo natal por la capital;
bien sabía que allí la lucha por la existencia debía ser difícil, pero
esperaba al menos poder buscarse la vida honradamente. Pues
bien; ya sabéis cuál ha sido su suerte: galanteada por el hijo de un
tendero, se dejó engañar por sus dulces palabras, se entregó a él
con toda la pasión de la juventud, y se vio después abandonada
con una criatura en los brazos; siempre valerosa, nunca cesó de
luchar, pero se destruyó en esta desigual lucha contra el ham-
bre y el frío, yendo a concluir sus días en uno de esos hospitales
cuyo nombre nadie recuerda… ¿Qué haréis? Una vez más se os
presentan dos caminos que seguir: o tratáis de desechar tan des-
agradable recuerdo con la siguiente estúpida frase: “Ella no fue la
primera ni será la última”, y tal vez hallándoos alguna noche en
la taberna con otros ultrajéis la memoria de la infeliz muchacha
con algún cuento repugnante; o, por el contrario, el recuerdo del
pasado os llegará al corazón; trataréis de encontrar al infame se-
ductor para escupirle al rostro, y reflexionando sobre las causas
de estos males que ocurren diariamente, comprenderéis que nun-
ca cesarán en tanto que la sociedad esté dividida en dos campos:
en el uno los desgraciados y en el otro los perezosos, las fieras
con dulces palabras e inclinaciones bestiales. Comprenderéis que
es ya tiempo sobrado de concluir con esta diferencia y vendréis a
colocaros entre los revolucionarios.
Y vosotras, mujeres del pueblo, ¿habéis oído sin conmoveros
la triste relación de esta historia? Mientras que acariciáis la linda
cabeza de esa criatura que duerme en vuestros brazos, ¿no habéis

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Piotr Kropotkin

pensado nunca en la suerte que le espera si no se cambian las


presentes condiciones de la sociedad?
¿No reflexionáis sobre el porvenir reservado a vuestras herma-
nas y a vuestros hijos? ¿Queréis que éstos también vegeten como
vegetaron vuestros padres, sin más ocupación que la de buscar el
pan de cada día ni otro placer que el de la taberna? ¿Deseáis que
vuestro marido y vuestros hijos estén siempre a merced del pri-
mer advenedizo que haya heredado de sus padres un capital con
que poder explotarlos? ¿Os avendréis a que sigan siendo siempre
esclavos de un amo y materia dispuesta para servir de abono a los
prados de los ricos explotadores? ¡No, nunca!
Bien sé que se os ha encendido la sangre al oír que vuestro ma-
rido, después de haber entrado en una huelga lleno de entusiasmo
y de determinación, ha concluido por aceptar con el sombrero en la
mano las condiciones dictadas por el orgulloso burgués en un tono
altamente despreciativo. Sé que habéis admirado a esas mujeres es-
pañolas que en un alzamiento popular han presentado el pecho a las
bayonetas de los soldados en las primeras filas de la insurrección.
Estoy seguro que mencionáis con reverencia el nombre de la mujer
que atravesó con una bala el pecho de aquel rufián que se atrevió a
ultrajar a un prisionero anarquista en su calabozo; y estoy persua-
dido de que vuestro corazón late con más violencia cuando leéis
como se reunían bajo una lluvia de balas las mujeres de París, para
animar a los hombres y estimularlos a ejecutar actos de heroísmo.
Repito que sobre todo esto no abrigo ningún género de duda, y
por esto estoy convencido de que también concluiréis por reuniros
aquellos que trabajan por la conquista del porvenir.
Cada uno de vosotros, pues, jóvenes honrados, hombres y muje-
res, trabajadores del campo y de las fábricas, artesanos y soldados,
comprenderéis cuáles son vuestros derechos y os vendréis con no-
sotros, a fin de trabajar con vuestros hermanos en la preparación
de esa revolución que, barriendo todo vestigio de esclavitud,
destruyendo ligaduras y cadenas y rompiendo con viejas y
gastadas tradiciones, abra a todo el género humano un nuevo y
ancho campo de feliz existencia, estableciendo al fin la verdadera
libertad, igualdad y fraternidad en la sociedad humana.
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A los jóvenes

Que no se diga de nosotros, siendo un grupo relativamente


insignificante, que somos demasiado débiles para conseguir el
magnífico fin a que inspiramos: contad y ved cuántos somos los
que sufrimos esta injusticia.
Nosotros, los trabajadores del campo, que trabajamos para otros
y mascamos la paja, mientras que nuestros amos se comen el trigo;
nosotros solos somos millones de hombres; somos tan numerosos,
que formamos la masa del pueblo.
Nosotros, los obreros de las fábricas, que tejemos terciopelos y
sedas para cubrirnos de harapos, también somos una gran multi-
tud, y cuando el ruido de la fábrica nos deja un momento de repo-
so, invadimos las calles y plazas como el mar en las grandes mareas
de verano.
¡Ay! todos juntos, los que sufrimos y somos diariamente insul-
tados, formamos tal multitud, que ningún hombre puede contar;
somos el Océano que lo abraza e invade todo.
Nos basta querer para que se haga la justicia y todos los tiranos
de la tierra muerdan el polvo.
Nos basta querer para que la revolución social acabe con todas
las infamias y todos los privilegios.

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