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CRÍMENES CONTRA LA CULTURA

En las ciudades de la ex Yugoslavia, la destrucción del patrimonio ha eliminado los


signos de una identidad común mientras en el campo daba cuerpo a un pasado primitivo
mitificado.
En 1991, recién terminada la Guerra Fría, los habitantes de Europa occidental vieron
con horror en sus televisores el diluvio de explosivos que caía sobre el apacible pueblo
de Vukovar, a orillas del Danubio, y columnas de humo que serpenteaban sobre Dubrovnik,
“joya del Adriático” y sitio destacado de la Lista del Patrimonio Mundial. Entre 1991 y
1999, los países de la ex Yugoslavia han sido escenario de una guerra cruenta. Si los
comentaristas moderados aludían a una campaña de “limpieza étnica”, otros no dudaban
en hablar lisa y llanamente de “genocidio”. Por su responsabilidad como autores de crí-
menes de lesa humanidad, generales y políticos son procesados actualmente por el Tribunal
Penal Internacional para la ex Yugoslavia.
Otras expresiones surgidas en aquel momento fueron: “urbicidio”, para describir el
bombardeo de ciudades como Mostar y Sarajevo, y “limpieza cultural” o “genocidio cultural”
para referirse al triste destino de las mezquitas, iglesias, museos, archivos, o bibliotecas.
Inevitablemente, tales términos formaban parte de una guerra de propaganda,
pero con suma frecuencia reflejaban también la nueva situación de Croacia, de Bosnia y
Herzegovina y, en tiempos más recientes, del Kosovo.
La destrucción deliberada del patrimonio cultural en tiempos de guerra no es una
novedad. A lo largo de la historia se ha traducido unas veces en el pillaje de obras valiosas
con fines de lucro, y otras se ha practicado en nombre del sacrosanto derecho a aniquilar al
enemigo. Durante la Primera Guerra Mundial, numerosos templos y centros históricos de
ciudades fueron reducidos a ruinas sin ser objetivo militar. Y, durante la Segunda Guerra,
vastos centros urbanos alemanes desaparecieron bajo los bombardeos de las fuerzas aéreas
del Commonwealth. En el caso de pueblo judío al genocidio físico perpetrado por los nazis
se sumó un genocidio cultural –la destix, los ejércitos de los Habsburgo y los administradores
católicos de Croacia transformaron unas pocas mezquitas en iglesias y demolieron las
demás. Durante la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas fascistas del grupo Ustachá destruyeron
de forma masiva los templos ortodoxos serbios en Croacia y en partes de Bosnia y
Herzegovina. Las ruinas existentes en Eslavonia Oriental y en Krajina, dos zonas de Croacia
predominantemente serbias, son prueba tangible de lo ocurrido entonces.
Pero los últimos acontecimientos tienen características muy distintas. Ya no se trata
de potencias extranjeras que invaden un territorio barriendo todo lo que encuentran a su
paso. Estamos ante sociedades antiguas, hasta cierto punto integradas, que entran en un
proceso de dislocación. Los habitantes serbios de la Krajina croata no eran unos recién
llegados a la región en 1991. Croatas, musulmanes y serbios convivían en Bosnia y
Herzegovina desde el siglo XVI. Y, ya en el siglo XX, los matrimonios mixtos en ciudades
y pueblos fueron un factor importante en la constitución del tejido social. En el campo,
donde la población se estableció a menudo en función de su procedencia étnica, la situación
es diferente. En consecuencia, cuando durante la guerra, musulmanes, croatas, serbios
o albaneses del Kosovo fueron expulsados de las aldeas campesinas y sus mezquitas e
iglesias minadas o quemadas, era al “otro”, al “forastero”, a quien se desalojaba de la
región. El sueño abiertamente reconocido por los nacionalistas (y el sueño secreto e
inconfesable de los aldeanos) se hacía así realidad: por fin estamos en paz, solos entre
nuestro propio pueblo. Se creó así el mito de la pureza del mundo rural.
En las ciudades y pueblos de Bosnia y Herzegovina la destrucción tuvo otro significado.
Era frecuente oír en Sarajevo y Mostar que las sinagogas, las iglesias cristianas y
las mezquitas se encontraban a 100 metros unas de otras, aunque no siempre fuera cierto.
Lo religioso era un elemento fundamental en ciudades que albergaban obras muy
representativas del patrimonio sagrado otomano. La integración se logró gracias al apego
compartido por ciertos lugares y a la convivencia en un espacio común. La coexistencia
de las tradiciones religiosas brindó al pueblo un sentido de propiedad conjunta del
patrimonio sagrado. Serbios, musulmanes y croatas se sentían orgullosos también de sus
edificios civiles, como la Biblioteca de Sarajevo.

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