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El debate de los impuestos.

Esta vez ha sido el Gobierno quien ha lanzado un debate importante sobre la subida de
impuestos, para el que no estaba preparado más allá de algunos escorzos. Con ello ha sumido al
país en la incertidumbre y, de nuevo, en una supuesta confrontación de principios, aunque como
todo está en estudio y revisión, igual acabamos en que la montaña pare un ratón.

Antes de que se presenten los Presupuestos, que son las matemáticas de la política donde no
caben los eslóganes, quiero contribuir, otra vez, a ese debate, intentando huir del arbitrismo tan
nuestro de pensar que con un retoque de la base aquí, una subidita del marginal allá y una
deducción acullá, ¡voila! El milagro acontece.

Los impuestos cristalizan las diferentes ideas existentes sobre la justicia social y la naturaleza de
los vínculos que nos unen. El acuerdo mínimo está en la Constitución que dice que todos los
españoles (incluso esos que parecen preferir entregar su sangre por la patria antes que su dinero)
tienen el derecho y el deber de contribuir a las cargas generales del Estado, en función de su
capacidad de pago. Es decir, tenemos la obligación constitucional no solo de pagar impuestos, sino
de una cierta manera. Por tanto, quienes piensan que el mejor impuesto es el que no existe (no
digamos, el que no se paga), atentan contra esa Constitución que dicen defender tanto.
Es claro que dentro de ella existe amplio margen para practicar distintas políticas tributarias, pero
teniendo claro tres cosas: son el fundamento de los derechos (libertad); hacerlo de manera
progresiva, lo que afecta al peso relativo entre impuestos directos e indirectos, es solidario
(igualdad) y exigir impuestos obligatorios, en democracia, fortalece la cohesión nacional
(fraternidad). No es cierto, pues, que solo el gasto público deba concentrar las políticas
redistributivas.

El impacto de los impuestos sobre la conducta y las decisiones de los ciudadanos y empresas es
objeto de amplia discusión entre los expertos, sin que un consenso basado en evidencias empíricas
concluyentes haya sido posible hasta la fecha. Mi impresión, no obstante, es que para que una
medida tributaria tenga impacto modificando alguna conducta o decisión tomada, debe ser de gran
magnitud y persistencia.
Resulta difícil defender que alguien se haya comprado una vivienda, o haya efectuado determinada
inversión o contratación, gracias a la existencia de una ayuda fiscal. Antes bien, se toma la decisión
por otras razones y luego, intentamos optimizarla aprovechando el catálogo disponible de
beneficios tributarios. Así, se abarata el coste de ciertas decisiones, pero difícilmente podremos
inducirla. Si esto es así, buena parte del debate tributario se agota en piruetas académicas (como
la curva de Laffer) y la mayor parte de los gastos fiscales que en forma de deducciones y
desgravaciones se aplican, no resisten el menor análisis de utilidad real.

Con todo, el debate menos frecuente y más interesante es, sin duda, el de la legitimidad. El Estado
extrae recursos a los ciudadanos de manera obligatoria para atender necesidades sociales. En
democracia, para poder hacerlo de manera legítima tiene que atender a tres principios: que todos
paguen, que lo hagan en función de sus posibilidades y que se demuestre que esos recursos se
gastan bien, en políticas conocidas y eficaces que consiguen los fines previstos y anunciados. Y
aquí es donde venimos fallando como país desde hace mucho tiempo.

En primer lugar porque no todos pagan. No me atrevo a cuantificar el volumen actual de fraude
fiscal en España, pero no es una cifra menor que, en todo caso, genera una gran injusticia entre
unos ciudadanos y otros. En segundo lugar, no todos pagan lo que debieran. Y, en la mayoría de
los casos, de forma legal. Cuando la Vicepresidenta económica declara que en España, los ricos
no pagan IRPF, no habla de fraude. Se está refiriendo a una optimización o elusión fiscal permitida
por la normativa pero que tiene como efecto que los impuestos directos se hayan convertido cada
vez más en impuesto sobre las nóminas, más que sobre la renta. Si a ello unimos que los ingresos
ganados con el esfuerzo, con el trabajo, están peor tratados que los provenientes del capital o el
patrimonio, se genera una segunda gran injusticia contra aquellos cuya parte principal de la renta
anual, proviene del trabajo personal.
Por último, el hecho de que no exista en nuestro país una cultura de evaluación del gasto público
desde el punto de vista de la eficacia del mismo (a pesar de que se creo la Agencia de Evaluación),
permite incrementar presupuesto tras presupuesto, partidas de gasto público cuantiosas cuya
utilidad social es discutida y cuya pertinencia a la hora de resolver los problemas que dicen atender,
es discutible. Aún hoy resulta imposible saber cuantas personas están cobrando las ayudas de la
Ley de la Dependencia y cuantas más tienen derecho a hacerlo y el próximo debate presupuestario
versará sobre “cuánto” se gasta el Estado, pero no sobre si lo gasta bien, cumpliendo objetivos, de
manera eficaz.
Reducir el fraude, reequilibrar la tributación de todas las rentas sea cual sea su origen e incrementar
la transparencia y evaluación del gasto público deberán formar parte de las decisiones del Gobierno
si quiere reforzar la legitimidad de nuestro sistema tributario fortaleciendo su equidad, en vez de
mediante el asunto de subir o bajar impuestos, o todo lo contrario.

Y luego, claro, está el tema del momento, de la coyuntura económica. Honestamente, no se si con
la perspectiva de un 2010 todavía en recesión y con el paro creciendo, es el mejor año para detraer
del circuito nacional de dinero, 15.000 millones de euros que no van a salir de unos bolsillos
privados para financiar nuevas políticas públicas anticrisis sino que parece que van a reducir el
déficit público es decir, a esterilizarse. Eso sería ir contra el G-20 cuando propugna mantener
todavía el impulso presupuestario anticíclico y no eliminarlo de manera prematura. Pero ese es otro
debate, que deberá ser abordado en otro momento.

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