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Experiencias imposibles de la

belleza absoluta
El filósofo coreano Byung-Chul Han es, en más de un sentido, un autor
contemporáneo. Eso, por sí solo, no explica el hecho de que sus libros se
hayan convertido en best- sellers en varios países europeos, comenzando
por Alemania, su lugar de residencia. Ser contemporáneo consistiría en
vivir con cierta tensión incluso el tiempo propio y es, en este aspecto,
opuesto a “moderno”.
Esta tensión es evidente tanto en su último libro, La salvación de lo bello ,
como en el resto de los publicados por Herder desde La sociedad del
cansancio (2012). Sus temas son aquellos que cualquiera puede escuchar en
el café o en el viaje de vuelta a casa: la vida que no da tregua; el sexo tan
omnipresente en la Red como esquivo en la cotidianeidad; la falta de
tiempo para el ocio y los afectos o, peor aún, la captura de todo aquello que
pertenece a la parte más íntima de nuestro ser, incluidos los sueños y los
deseos, por parte de los mecanismos de poder propios de la “sociedad
positiva”.
Pero quizá lo definitorio sean, en un gesto típicamente barthesiano, aquellas
manifestaciones culturales donde rastrea las transformaciones de la
sociedad. Así como Roland Barthes leía claves de su época tanto en el
nuevo modelo de Citröen como en el sistema de la moda e, incluso, en las
luchas de catch , en La salvación de lo bello Han explora qué tienen en
común las esculturas de Jeff Koons –uno de los artistas del momento,
actualmente expuesto en el Malba–, el nuevo modelo de smartphone con
diseño curvo y la depilación brasileña. Lo que comparten estos fenómenos,
según el autor, es su capacidad de amoldarse, de ocultar la herida que
supone tanto el encuentro con una obra de arte como el roce con un cuerpo.
La “estética de lo pulido”, que para Han es la predominante en nuestra
época, se esfuerza por evitar cualquier negatividad que exija una distancia
contemplativa, que implique poner en movimiento el sentido del juicio
estético y, en última instancia, verse sacudido por el encuentro con el objeto
artístico. El Balloon Dog –una de las esculturas espejadas de Koons– le
sirve a Han para ilustrar cómo funciona esta sacralización contemporánea
de lo pulido y lo terso. “Como sucede con el smartphone , en presencia de
las superficies bruñidas y abrillantadas, uno no se encuentra con el otro,
sino sólo consigo mismo”, dice Han para señalar la desaparición, al mismo
tiempo, de toda alteridad e interioridad. Por eso, dice, “hoy resulta
imposible la experiencia de lo bello. Donde se impone abriéndose paso el
agrado, el ‘me gusta’, se paraliza la experiencia”.
Es claro que Han no propone aquello que hoy es considerado bello como
refugio o salvación. Tal cosa no sería posible porque, para él, hasta la
erótica entra, por sobreexposición, en el campo de lo desacralizado. “En el
primer plano del rostro se difumina por completo el trasfondo. Conduce a
una pérdida del mundo (…) la selfie es, exactamente, ese rostro vacío e
inexpresivo. La adicción a la selfie remite al vacío interior del yo”, dice
Han.
En El ideal de lo bello lo pone en otros términos, obligando a pensar bajo
otra óptica las “conquistas” de los años 60 y 70: “La sexualización del
cuerpo no sigue unívocamente a la lógica de la emancipación del cuerpo,
pues acompaña a una comercialización del cuerpo. La industria de la
belleza explota el cuerpo sexualizado haciéndolo consumible”. Pero este
cuerpo en crisis “no sólo se desintegra en partes corporales pornográficas,
sino también en series de datos digitales”, dice Han en una crítica directa al
cada vez más popular movimiento conocido como Quantified Self , una
tendencia a cuantificar nuestros datos corporales.
En cualquier caso, lo que define a lo bello no reside, para Han, en el objeto
mismo, tampoco en el sujeto, sino en la relación entre uno y otro. Y, para
que esta relación pueda tener lugar, su marco nunca puede ser la sociedad
de consumo, en la medida en que ésta no permite demorarse en el objeto,
contemplarlo ayudado por el propio recuerdo, como Proust a su magdalena.

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