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Memoria, oralidad y escritura.

Sobre literatura oral y literatura escrita1

Pedro C. Cerrillo
CEPLI. Universidad de Castilla La Mancha

Resumen:
Las manifestaciones literarias populares son más numerosas que las cultas. En la primera parte de
este trabajo, “Literatura culta y literatura popular”, el autor explica las razones por las que
estudiamos y conocemos más y mejor la literatura escrita –la culta– que la oral –la popular–. En la
segunda parte, “De la oralidad a la escritura”, se aborda la influencia de la imprenta en la literatura
de transmisión oral, lo que favoreció el paso de una cultura que tenía sus raíces en la oralidad a otra
que se sustentaba en la palabra escrita, y se plantea, desde consideraciones filológicas y críticas, el
sentido que pueda tener el tratamiento como textos escritos de materiales de transmisión oral. En la
última parte, “Literatura y memoria”, se refiere a los peligros de guardar en la memoria de una
colectividad versiones deformadas de obras literarias, cuya fijación escrita no se ha realizado con
rigor, y reflexiona sobre la pérdida de obras literarias de transmisión oral que han sido una parte
importante del imaginario de muchas sociedades, constituyendo el patrimonio inmaterial –folclórico
y etnológico– que caracteriza una parte de la cultura de esas sociedades.

Durante mucho tiempo los pueblos sin escritura


han atesorado la memoria de lo que han vivido,
la memoria de lo que les ha ocurrido o la
memoria de lo que les han contado... (Martín
Gaite 1999: 45)

Los que fuimos niños en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo aún recordamos que
formó parte importante de nuestra infancia la literatura popular: desde las nanas hasta los cuentos
1
Publicado en gallego: “ Memoria, oralidade e escritura. Sobre literatura oral e literatura escrita”, en Boletín Galego de
Literatura, 44, 2, 2011, pp. 7 a 29. ISSN: 0214-9117.
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maravillosos, pasando por las canciones de corro y comba, las retahílas para echar suertes, los
trabalenguas, las adivinanzas, las oraciones, e incluso los romances. Hoy, esto ya no exactamente
igual, incluso a nosotros nos parece que eso sucedió hace ya muchísimos años.
Rodríguez Almodóvar (1990: 54) ha afirmado que es “un drama haber vivido hasta ayer
mismo tantas infancias participando activamente de la literatura popular y que hoy no seamos
capaces de re-aprender (quizá, más bien, aprender de otras maneras)” lo que fue sin duda uno de los
modelos pedagógicos más sencillos y más eficaces que se han conocido. Todavía en estos primeros
años del siglo XXI seguimos siendo eslabones de una cadena de comunicación que está en peligro
de desaparición. Como tales eslabones, hemos recibido un legado de nuestros antepasados que tiene
su sustento en la voz ancestral de la memoria.

Literatura culta y literatura popular


La lengua española, como otras lenguas europeas que tienen su origen en el latín, se
manifestó literariamente antes por vía oral que por vía escrita. Aunque algunos de los géneros
literarios de transmisión oral murieron cuando finalizaron las circunstancias históricas que habían
provocado su aparición y a las que los textos que de ellos conocemos daban respuesta (los cantares
de gesta, por ejemplo), otros han pervivido durante cientos de años, los cuentos maravillosos o los
romances, propiciando, en el caso de los segundos, la aparición de nuevas composiciones que, en
ocasiones, tienen su origen en ellos (algunas canciones infantiles de corro, rueda, filas o comba, es
decir manifestaciones del variado Cancionero Popular Infantil).
De sobra es sabido que las manifestaciones literarias pueden transmitirse oralmente y por
escrito. En el primero de los casos, la vía de transmisión es popular; en el segundo, culta. Pero no es
tan sabido que las manifestaciones literarias populares son más numerosas que las cultas y que estas
–en no pocas ocasiones– se basan en aquellas: en nuestra propia historia de la literatura, hay
momentos (la Edad de Oro, por ejemplo) en que abundan los casos de grandes autores que hacen uso
de ese caudal folclórico que está vivo, circulando de boca en boca, incluyendo determinadas
canciones en alguna de sus obras y aportando –de ese modo–una fijación escrita que, probablemente,
no existiera con anterioridad.
Al respecto, dice Rodríguez Almodóvar (1990: 54) que “los más eminentes mitólogos,
antropólogos y semiólogos de este siglo –y del pasado– han tenido a bien recordarnos de vez en
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cuando que la abundante deuda de la literatura culta para con la literatura folclórica (`etnoliteratura´)
es algo más que un accidente en la civilización occidental.”
Sin embargo, ¿por qué conocemos más y mejor la literatura escrita –la culta– que la oral –la
popular–?
La primera y más lógica razón es la que se deriva del hecho mismo de su transmisión: la
oralidad ha conllevado frecuentes pérdidas, sobre todo en aquellos momentos en que la colectividad
ha abandonado el interés por determinadas composiciones, bien porque perdieron actualidad, bien
porque fueron sustituidas por otras nuevas. La transmisión oral hace que estas obras estén
permanentemente expuestas a cambios, pérdidas o añadidos de elementos: sobras abiertas que tienen
que adaptarse al contexto de la colectividad que las transmite, lo que dificulta su fijación y su
estudio. Pero hay, sin duda, más razones.
En segundo lugar, habría que decir que las historias de las literaturas, habitualmente, se han
realizado de acuerdo a criterios cultos, sin profundizar, salvo contadas excepciones, en las
manifestaciones literarias populares ni en la tradición literaria oral. En este sentido, Dámaso Alonso
(1950: 14), con un elevado punto de ironía, dijo hace ya muchos años:
Gracias a las llamadas historias de la Literatura –necrópolis, a veces bellísimas– vamos sabiendo bastante de
todos los cuñados de las primas de los grandes escritores. De lo único que no sabemos nada, nada, es de la obra
literaria, porque no es saber nada de ella conocer la fecha de su impresión, la historia de sus mutilaciones y
cuántos ejemplares pasaron a América (...) Ni es nada conocer la historia de los modelos que han pesado sobre
la obra literaria, ni la huella de imitaciones que de ella proceden. Todo eso son exterioridades, muy
interesantes, sí, para la historia de la Cultura, pero que no tienen que ver con la razón interna de una obra de
arte, con el sistema de leyes por el que se rige, y con lo que le ha dado su insobornable cohesión de organismo,
y de organismo único. En una palabra: no sabemos nada de esa misteriosa unicidad de la obra de arte (...)
En tercer lugar, histórica y educacionalmente, se ha considerado que lo escrito tenía un
carácter ennoblecedor que no tenía lo oral. Se trata de un fenómeno que también es fácilmente
perceptible en los estudios lingüísticos, aunque cada vez menos, que han tendido a basarse en textos
escritos, despreciando lo oral.
En cuarto lugar, la crítica y la filología no han estudiado esas manifestaciones hasta hace
apenas un siglo: en España, con los trabajos de M enéndez Pelayo se consiguió romper con una
vieja idea que asociaba poesía popular a épica, dejando la poesía lírica para la tradición culta, en
exclusiva: “Una serie de casualidades fueron descubriendo ante los ojos asombrados de
M enéndez Pelayo la poesía de tipo tradicional, y con ella un tesoro de emociones fresquísimas,
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virginales... ¡M enéndez Pelayo acababa de comprender que sí, que existe la lírica popular!”
(Alonso y Blecua 1978: XXI).
Aunque la poesía lírica popular había tenido realizaciones más que notables en la Edad
M edia y se había proyectado con bastante fuerza en los siglos XVI y XVII, no será hasta el siglo
XIX cuando se acepte como tal, teniendo mucho que ver en ello los trabajos de investigación del
folclore llevados a cabo por muchos románticos europeos, que –además– contribuyeron a fijar por
escrito unos textos que, al estar vivos mucho tiempo antes de la invención de la imprenta, formaban
parte de la gran tradición de la literatura oral. Pese a todo, y por su parte, M argit Frenk (1984: 54 y
55) concreta aún más las fechas del inicio de esos estudios, acercándolos en el tiempo:
El verdadero interés por la antigua lírica folclórica nació en 1916. En ese año comenzó a trabajar Henríquez
Ureña en su gran libro sobre La versificación irregular en la poesía castellana (1920), cuyo principal objeto de
estudio es precisamente esa poesía (...) Y en 1919 pronunció Menéndez Pidal su fundamental conferencia
sobre "La primitiva poesía lírica española", que abrió una brecha definitiva hacia esa apasionante realidad.
La oralidad, como vía de transmisión de este tipo de composiciones, determina algunos de
los rasgos más propios de las mismas. Quizá el más importante, sobre todo por su complejidad –pero
también por la naturalidad con que se produce y porque de él proceden casi todos los demás– sea el
que se refiere al rápido trasvase de creaciones de origen individual al conjunto de la colectividad. Lo
explica muy bien M enéndez Pidal (1973: 204) al afirmar que: “(...) En esta poesía ocurre el
fenómeno decisivo de su incorporación íntegra de la creación individual a la memoria común y de
una continuada refundición en boca del pueblo.” Y es que la obra literaria popular es extrapersonal y
su vida es meramente potencial hasta que alguien, por medio de la voz, toma la decisión de recrearla.
Pero ese carácter extrapersonal no implica que la obra sea una creación colectiva; es individual en su
origen, aunque no la identifiquemos con un autor concreto. La aceptación de esa obra sí será
colectiva, y eso es lo que le da su carácter popular y tradicional y la posibilidad de transmitirse en
diferentes variantes. A menudo, en la literatura oral, los transmisores son recreadores
trascendentales, porque, como bien señala Aurelio González (2005: 222): “son poseedores de
acervos amplios por el dominio que tienen del lenguaje tradicional y, por lo mismo, realmente
hacedores, es decir, `poetas´ de la tradición oral, capaces de conservar el texto y remodelarlo
poéticamente en el momento en que lo integran en su memoria.”
Este hecho es el que, precisamente, acerca estas composiciones al folklore. Ya decía Antonio
M achado en su Juan de Mairena (1973: 153) que “el folclore era el saber vivo en el alma del
pueblo” y que su estudio no era el estudio de elementos muertos de la lengua o de las costumbres de
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un pueblo, sino que “el folclore es cultura viva y creadora de un pueblo de quien había mucho que
aprender. Abarca todo lo que sabe, lo que cree, lo que siente, lo que hace el pueblo (...)”
La tradicionalidad de la literatura popular, la vida tradicional de estas manifestaciones
literarias, tiene su expresión habitual en las variantes. Pese a que, con frecuencia, son muchas, muy
distintas entre sí y en continuo proceso de renovación, la creación de que, en cada caso, se trate,
siempre es reconocible. ¿Cuántas versiones existirán de los cuentos de Cenicienta o de
Blancanieves, o de la canción "Al corro de la patata..."? En el primero de los casos, incluso en varios
continentes y en decenas de lenguas distintas; en el segundo, por toda España y buena parte de la
América de habla hispana. Y, sin embargo, sea cual sea la versión, es reconocida por casi todos. Sin
duda, porque existe un hecho determinante en todo su largo y complejo proceso de transmisión y
variación: la estructura y el ritmo básicos de la obra tienden a mantenerse; de ahí, que sean
perfectamente identificables todas las versiones de un mismo texto. Y es que, aunque la creación
originaria ha sido individual, en su proceso de transmisión –que, recordemos, es oral– han
intervenido muchas gentes, añadiendo, cambiando o quitando elementos y matices. Es, pues, un
material colectivo, una obra literaria abierta, en donde la oralidad no sólo se basa en las palabras que
se dicen, ni siquiera en el significado de esas palabras unidas en oraciones; la base es también la
estructura, por un lado, y el ritmo, la entonación y la expresividad de quien la transmite, por otro.
La voluntat d’art es el que determina que un relat oral, una cançó, un diàleg esdevinguin literaris. Hi ha una
poètica de l´oralitat feta de recursos literaris orals; l´entonació, els silencis, la mímica, la gestualitat, les
repeticions, els jocs de paraules, els ritmes interns de les frases…, una certa teatralitat. (Janer Manila 2008: 21).
Tradicional y popular, al mismo tiempo; sin autor conocido, con la anonimia como símbolo
máximo de lo que es propiedad colectiva y herencia común. Las variantes que, en ocasiones, vienen
provocadas por el concreto lugar en que la composición se interpreta, determinan un sentimiento del
patrimonio colectivo más restringido. Es decir, las manifestaciones folclóricas son localizables
geográficamente, al tiempo que portadoras de algunos elementos, expresiones o matices de su
mismo carácter regional; no obstante, esta evidencia no tiene por qué negar la difusión y
trascendencia universales de la manifestación folclórica de que se trate, en cada caso.

De la oralidad a la escritura
No todas las culturas necesitan libros en la misma medida. De hecho, muchas se las han arreglado muy bien sin
ellos debido a que tenían una rica tradición narrativa oral. Sin embargo… la tradición oral se ha desmoronado, y
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en algunas sociedades este fenómeno ha sucedido con tanta rapidez que no da tiempo a que sea reemplazada por
libros, por relatos escritos. (Gaarder 2006: 27).
Frente a esa opinión de Jostein Gaarder, Alberto M anguel (2006: 2), justificando la
necesidad de poner por escrito hazañas e historias antiguas, recuerda las palabras iniciales del Tirant
lo Blanc de Joanot M artorell: “nuestra memoria olvida fácilmente no sólo los actos ocurridos hace
mucho tiempo, sino también los recientes de nuestro tiempo”.
La invención de la imprenta y, sobre todo, su rápida extensión por casi toda Europa,
favorecieron el paso de una cultura que tenía sus raíces en la oralidad a otra que se sustentaba en la
palabra escrita. De todos modos, el cambio no fue tan radical como pudiera pensarse: todavía en los
primeros momentos de implantación del invento de Gutenberg en los que se imprimían cada vez
más libros y se extendía la costumbre de la lectura individual y callada, “siguieron oyéndose textos
públicamente” (Prieto 2008: 11), y seguían existiendo oficios como el de escribano y materiales
como el pergamino, que se escribía con pluma. Además, el público lector que accede a la lectura tras
ese gran cambio cultural no es mucho; los lectores siguen siendo personas de estamentos sociales
altos, aunque hay excepciones entre gentes de los estamentos más bajos (recordemos al Licenciado
Vidriera, que era hijo de un labrador pobre, o a los cabreros del Quijote, que sabían leer y escribir).
En España, con la llegada de la imprenta, pero sobre todo una vez que se extiende a
principios del siglo XVI, se va a producir un hecho de gran importancia: muchos romances que
vivían en la oralidad se imprimieron en los llamados “pliegos sueltos”, que vendían buhoneros
ciegos y que se solían leer públicamente en voz alta. Estos pliegos se hicieron muy populares en toda
la Península Ibérica, también en Francia y en Inglaterra a partir de mediados del siglo XVI, por su
simplicidad editorial y su asequible precio, de modo que esas composiciones podían ser leídas por
gentes de diversa adscripción social y distinto poder económico. La imprenta salvó muchos
romances tradicionales de su posible pérdida, pero lo hizo por un interés comercial, imponiendo
unos criterios muy concretos, según los cuales las colecciones o antologías no respondían a los
gustos del público de “a pie”, sino a los de una minoría ilustrada. (Vid. M endoza Díaz-Maroto 1989:
53-57).
El hecho comentado, aun siendo cierto (algunos romances de indudable trascendencia para el
Cancionero Infantil por estar en el origen de algunas canciones, los del "Conde Niño" o "Delgadina",
los hemos conocido en versiones manuscritas y no como resultado de la gran tarea de fijación que se
llevó a cabo en el siglo XVI), hay que asumirlo como un hecho histórico que es: la imprenta, desde
fines del siglo XV, ofreció la posibilidad de fijar unos textos, con algunas de sus posibles variantes,
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que vivían libremente en la tradición oral, pero que con su fijación escrita entran de lleno en el
campo de la Literatura, debiendo ser estudiados y tratados como textos literarios que son, con todas
sus peculiaridades lingüísticas y estilísticas. Lo que sucede es que el hecho, en sí mismo, vulnera las
reglas del juego: Diego Catalán (1975: 186) –así como otros especialistas– ha llegado a decir que es
una traición porque desvirtúa su esencia, es decir su propia tradición colectiva que le permite una
continua reelaboración; pero dice, también, que es una "traición necesaria y urgente", sin duda
porque no olvida las presiones a que se ve sometida esta tradición, fruto de los tremendos cambios
que se han producido en las sociedades contemporáneas más avanzadas, y de los que son un buen
ejemplo las continuas agresiones de los medios de comunicación.
Diversas consideraciones filológicas, incluso críticas, nos llevan a plantear la duda del
sentido que pudiera tener el tratamiento como textos escritos de materiales de transmisión y
pervivencia orales. El paso de un texto de la oralidad a la escritura supone, además, un cambio de
sentido: el destinatario del mismo accederá a él no por el oído, sino por la vista. Cuando los
textos vivían en la oralidad, la poesía era un acto colectivo al que podían acceder muchas gentes
de manera simultánea; cuando la oralidad es sustituida por la escritura, el acto es individual y a él
acceden sólo quienes han aprendido a leer.
La cultura de la oralidad ha cambiado radicalmente en sus formas de comunicación; es muy
difícil escuchar hoy, en calles, campos y plazas, de viva voz, de boca a oído, manifestaciones que, en
otros tiempos, eran habituales: aguinaldos, leyendas, canciones de siega o de bodas, romances,
incluso villancicos. En cualquier caso, son textos que pervivirán como textos literarios, más allá de
su primitiva vida oral, puesto que se han recogido, transcrito y fijado literariamente; lo que sucede es
que, a diferencia de lo que ha pasado con los cuentos (que se han recogido, fijado y versionado en
diferentes momentos: recordemos a Perrault, a los Grimm, a Andersen, a Fernán Caballero o a
Afanásiev), los textos poéticos han mantenido su vida en la oralidad, es decir lo que ha pervivido son
sus variantes orales, pese a que en algunas ocasiones (no tantas como los cuentos) hayan sido
recogidas y fijadas por escrito, con un sentido claro de conservación, sobre todo en los últimos años
en que se vislumbraba un real peligro de desaparición.
El paso de la oralidad a la escritura de un mensaje, incluso cuando es una mera lectura de
palabras del vocabulario cotidiano, puede provocar en el lector el descubrimiento de nuevos
significados o la primera percepción de la magia que tienen muchas de esas palabras. Luis Landero
se refiere a ello en Entre líneas: el cuento o la vida (2001: 146), cuando el adolescente-protagonista
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descubrió que cualquier palabra podía ser mágica: “Leía por ejemplos `voy soñando caminos de la
tarde´, y esas palabras tan humildes, tan al uso, `caminos´, `tarde´, eran de pronto nuevas y
poderosas, tanto o más que las del cuento del genio y del tesoro.”
Lo mismo sucede, en ocasiones, con textos del Cancionero Popular Infantil, cuando se pasa
de la identificación automática de una canción con el juego a que acompaña (casi siempre una
canción escenificada de comba, de filas o de corro), a la emoción que transmite la historia contenida
en esa canción, y que, en ocasiones, tiene su origen en un antiguo romance de difusión general.
Hasta que se produce ese paso a la escritura, a los niños lo que el romance dice les importa poco,
incluso apenas lo entienden, de ahí su tendencia a abreviar, sin llegar a usar el romance original
completo: el acortamiento se suele producir por el final, como si llegara un momento en que les
cansara seguir el desarrollo narrativo de la composición. En el siguiente ejemplo, el romancillo de
“Las tres cautivas” (Pelegrín 1996: 330-331), podemos comprobarlo; las niñas lo solían interpretar
como canción de comba, pero sólo en sus primeros veinte versos:
A la verde verde,
a la verde oliva,
dónde cautivaron
a mis tres cautivas.
5 El malvado moro
que las cautivó
a la reina mora
se las entregó.
–¿Qué nombre daremos
10 a las tres cautivas?
–La mayor Constanza,
la menor Lucía
y a la más pequeña,
llaman Rosalía.
15 –¿Qué oficio daremos
a las tres cautivas?
–Constanza amasaba,
Lucía cernía,
la más pequeña
20 agua les traía.
Un día fue a por agua
a la fuente fría,
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encontró a un buen viejo


que de ella bebía.
25 Qué hace aquí, buen viejo,
en la fuente fría?
–Estoy aguardando
a mis tres cautivas.
–Usted es mi padre
30 y yo soy su hija,
voy a darles parte
a mis hermanitas.
Constanza lloraba,
Lucía gemía,
35 la más pequeña
así les decía:
–No llores, Constanza,
no gimas, Lucía,
que hoy he visto a padre
40 en la fuente fría.
Enterado el moro
que las cautivó,
a su pobre padre
se las entregó.
Al respecto, Ana Pelegrín (1996: 242) afirma, con indudable acierto y mayor precisión, que
esta tendencia a la “fragmentación” es un procedimiento recreador característico del romancero
infantil: “La fragmentación obra por condensación, despojando al texto de secuencias narrativas (...)
Los romances guardan los motivos y tienden a la fragmentación lírica.”
Un ejemplo muy significativo de esa tendencia de que habla Pelegrín sería el de “Hilo de
oro” (vid. Cerrillo 2004: 182-186), texto que trata de un tema recurrente en el Romancero, el de la
elección amorosa, y que pervive como canción escenificada infantil tanto en España como en
Latinoamérica, en diferentes versiones que afectan, incluso, a su verso inicial: “A la cinta, cinta de
oro”, “Anillito de oro”, “Piso oro, piso plata”, “Cordoncito de oro”, “De Francia vengo, señores”,
“De Francia vengo, señora”. Rodríguez M arín (1932: 55) afirma que el romance ya era conocido en
el siglo XVI y que en el XVII se representaba como juego; M argit Frenk (1987: 1031-1032) recoge
una versión de la que dice que su fuente es un baile anónimo, Baile curioso de Pedro de Brea
(1616); en la acotación previa al baile se dice: “Salen los músicos con sus guitarras y algunas damas
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con ellos, divídanse en dos corros y siéntanse diciendo (…)” (Cotarelo 1911: 479b); y en el
desarrollo del propio baile, podemos leer versos de fácil identificación en cualquiera de las versiones
que se conservan vivas:
Si una de estas doncellas
que tenéis alrededor
queréis por mujer darme,
mi suerte alabo yo (…)
Yo me voy muy enojado
a los palacios del rey,
que la hija del rey moro
no me la dan por mujer. (Cotarelo, 1911:480b).
Por su parte, Ana Pelegrín (1996: 272-273) dice que en el siglo XVII lo mencionaron
también Lope de Vega y Tirso de Molina, lo que pudiera entenderse como un claro indicio de que
era conocido popularmente ya entonces. De todos modos, será en el siglo XIX cuando empiecen a
aparecer las primeras versiones fijadas por escrito; veamos la que se guarda en el Archivo del
Seminario M enéndez Pidal (Pelegrín 1996: 274), recogida en 1929 en Alcolea del Río (Sevilla) por
Eduardo M artínez Torner:
–De Francia vengo, señora
traigo un hijo portugués
me han dicho en el camino
que lindas hijas tenéis.
5 –Que las tenga o no las tenga
yo las sabré mantener
con un pan que Dios me ha dado
otro que lo ganaré.
–A Francia vuelvo señora
10 a los palacios del rey
que las hijas del rey moro
no me las dejaron ver.
–Vuelva, vuelva caballero
no sea tan descortés,
15 de las tres hijas que tengo
tome la que gusté usté.
–Esta tomo por esposa
esta tomo por mujer
que ha parecido una rosa
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20 me ha parecido un clavel.
–Lo que tengo que rogarle
es que me la trate bien.
–Bien tratadita estará
y bien comida también,
25 sentada en silla de plata
bordando encajes al rey
azotitos con correas
cuando sea menester
y una perita en la boca
30 a las horas de comer.
Es una versión de treinta versos en los que se establece un diálogo entre un caballero y la
madre de las hijas del rey moro; el caballero, que, de oídas, tiene muy buenas referencias, pretende a
una de las hijas. Tras una primera negativa de la madre (probablemente se trata de una convención
propia de la primera petición) y ante la decisión del caballero de no insistir (en forma de reacción
airada, quizá también convencional), la madre reconsidera su respuesta y le dice que elija entre las
tres hijas: el caballero elige y, a partir de ese momento, el diálogo trata del cuidado que le dispensará
a la muchacha. La descripción del juego es la siguiente:
Colócanse varias niñas en hilera, sentadas en el suelo, cada una entre las piernas de la anterior, a la que vuelve,
naturalmente, la espalda; la última de la fila hace el papel de madre, y las demás son sus hijas. Así colocadas,
llega un niño o niña, que hace de embajador [caballero], entre el cual y la madre se entabla el diálogo
siguiente… (Rodríguez Marín 1932: 56).
En su práctica como canción escenificada infantil, es un juego dialogado, repetitivo, de
elección y, por tanto, de eliminación, por el que las niñas intervinientes que van asumiendo,
sucesivamente, el papel de hija elegida por el caballero, van siendo eliminadas. En el Cancionero
Infantil son frecuentes las canciones escenificadas que conllevan una elección: “La jardinera”, “La
viudita del Conde Laurel”, “Arroz con leche”, “Al olivo subí”, “Estaba una pastora”, “La
carbonerita”, etc. Esa característica, junto a la tendencia a la fragmentación antes comentada, es la
que provoca la existencia de versiones más breves. Veamos dos versiones abreviadas de “Hilo de
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oro”: la primera se recogió en la localidad albacetense de El Cubillo , y consta de sólo veinte versos:
Piso oro, piso plata,
piso puntas de alfiler,
que en el camino me han dicho
que buenas hijas tie usté.
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5 –Si las tengo o no las tengo


no las tengo para dar,
que del pan que yo comiese
ellas también comerán.
–Ya me voy muy enfadado
10 a los palacios del rey
a contarle a mi señora
lo que me ha ocurrido hoy.
–Vuelva, vuelva, caballero,
no vayas tan descortés.
15 De las tres hijas que tengo
escoge la más mujer.
–Esta escojo por bonita,
por bonita y por mujer;
me ha parecido una rosa
20 acabada de coger.
La segunda, aún más corta (solo catorce versos), es de Villarrubia de los Ojos (Ciudad Real)
y la fijó Arturo Medina (1987: 97) con el título de “La hoja verde”:
–A la hoja, la hoja verde,
a la hoja del verde laurel,
que me ha dicho mi madre
cuántas hijas tiene usted.
5 –A la hija del rey moro
no la quiero yo ni ver.
Ni es por guapa, ni es por fea,
ni es por punta de alfiler.
–A esta no la quiero
10 por fea y por pelona.
A esta me la llevaré
por guapa y por hermosa.
Parece una rosa,
parece un clavel.
Junto a la ya comentada tendencia a la fragmentación de la composición original, otra
singularidad llamativa del proceso de apropiación de ciertas composiciones por parte de los niños es
una cierta contaminación con elementos extraños a la historia original, aunque no es algo ajeno al
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conjunto de la literatura oral, que puede llegar a provocar ciertas deformaciones expresivas y
algunos sinsentidos. Veámoslo en la misma canción que estamos comentando:
Los dos primeros versos de la versión de Torner dicen:
De Francia vengo, señora,
traigo un hijo portugués (…)
En otra versión, citada por Pelegrín (1998: 199-200), se dice:
De Francia vengo, señores,
de por hilo portugués (…)
Parecería más lógico que fuera “hilo” y no “hijo”: tiene sentido “hilo portugués”, ya que era
un hilo muy valorado y reconocido en el siglo XVII. Pero la deformación es más llamativa en otros
casos, en los que llegan a aparecer expresiones sin un significado lógico, como en esta versión de El
Ballestero (Albacete), recopilada en 1983 por Concepción Vázquez:
De Francia vengo, señores,
un poquito por su bien (…) (Fraile 1993: 51).
También es una versión notablemente contaminada la que recogen Raquel Calvo y Raquel
Pérez (2003: 88), sobre todo en las explicaciones que el caballero da para elegir a una de las hijas y
no a las otras (versos 17 a 23), que es, además, la parte en que se abandona el octosílabo, mantenido
hasta ese momento regularmente:
A la cinta, cinta de oro,
a la hoja de laurel,
en el camino me han dicho:
–¡Qué buenas hijas tié usted!
5 –Que las tenga o no las tenga,
¡qué se le importará a usted!
–Yo me voy muy enojado
a los palacios del rey
a contárselo a la reina
10 y a la infanta doña Inés,
que las hijas del rey moro
no me las quieren vender
ni por oro, ni por plata,
ni por punta de alfiler,
15 ni por dinero que valga
la corona de Isabel.
–Esta no la quiero
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porque es pelona,
a esta me la llevo
20 por linda y hermosa;
parece una rosa,
parece un clavel
acabado de nacer.
–Lo que le encargo, caballero,
25 que me la cuide usted bien.
–Bien cuidadita estará,
sentadita en silla de oro
bordando paños al rey,
con la manzana en la boca
30 a la hora de comer.
En otras ocasiones, a la contaminación se suma una fragmentación excesiva, que más parece
consecuencia de un fallo de memoria del informante que el resultado del propio devenir de la
canción en su uso como canción escenificada infantil; sería el caso de la versión recogida en Puebla
(M éxico), en 1904, y fijada con el título “Ángel de oro” por el folclorista Vicente T. M endoza
(1980: 125), que finaliza con la elección de la hija, desapareciendo de la composición el diálogo
final sobre los cuidados que el caballero dispensará a la chica:
Ángel de oro,
arenita de un marqués,
que de Francia he venido
por un niño portugués.
5 Que me ha dicho una señora
que lindas hijas tenéis.
–Que las tenga o no las tenga
o las deje de tener.
Esta me la llevo
10 por linda y hermosa,
parece una rosa
acabada de nacer.
Esta no la quiero
por fea y pelona,
15 parece una mona
acabada de nacer.
Esta me la llevo
15

parece un clavel,
parece una chaquira
20 acabada de nacer.
Dice Ana Pelegrín (1996: 276) que en “Hilo de oro”: “La progresiva fragmentación ha
dejado el romance en un ritual mínimo de escoger novia, prescindiendo, con lógica prescindencia,
tanto de halagos excesivos `en silla de oro sentada´, como de las amenazas de mal trato.”
En cualquier caso, la memoria nos proporciona identidad cuando pasamos el texto de la
oralidad a la escritura, aunque también es cierto que ese texto pierde así, al menos en buena parte, su
esencia tradicional, que es consecuencia de su transmisión oral, es decir, de una vida expuesta a
cambios, pérdidas o añadidos de elementos. Lo podemos comprobar en el siguiente cuadro:

ORALIDAD ES CRITURA

El texto sólo como El texto para


JUEGO DESENTRAÑARLO
COMPRENDERLO

De todos modos, el paso de la oralidad a la escritura ha tenido ciertas resistencias en algunos


momentos. Cuenta Ana Pelegrín en su magnífico libro La aventura de oír (1982: 16) una anécdota
muy significativa protagonizada por una niña de Zamora a la que su profesora había exigido la
memorización del “Romance del Conde Olinos” que, en versión de M enéndez Pidal, venía en su
libro de texto. Cuando se le requirió el recitado, al pie de la letra, la niña comenzó con “M adrugaba
el Conde Olinos / mañanita de San Juan...”, pero de pronto y entre vacilaciones, se apartó de la
versión incluida en su libro y, con mayor seguridad y aplomo, continuó diciendo otra versión –
diferente– que ella había escuchado con anterioridad de boca de su abuela. Efectivamente, a la niña
le “sonaba” ese romance y enseguida lo asoció al que su abuela le había enseñado, que era el mismo,
pero con algunas diferencias. El romance había vuelto así a su origen, al caudal oral de la lírica
popular: la niña había descubierto y, al mismo tiempo, había provocado que todos descubrieran,
también su profesora, el proceso de la tradicionalidad. Y es que “la introducción y la difusión de la
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escritura en una sociedad corresponde a un cambio mental, económico e institucional producido en


esa sociedad. Así, entre la oralidad y la escritura, se oponen globalmente, según la perspectiva
macluhaniana, dos tipos de civilización.” (Zumthor 1985: 4-5).

Literatura y memoria
2
En su Diccionario de la Lengua Española, la Real Academia Española de la Lengua define
la memoria como “la potencia del alma por medio de la cual se retiene y recuerda el pasado”,
aunque en la undécima entrada de la palabra se dice que es “libro, cuaderno o papel en que se apunta
una cosa para tenerla presente; como para escribir una historia”, es decir se relaciona directamente la
memoria con la escritura. La memoria, en sí misma, es un relato, pues contiene una versión y una
interpretación de lo que le ha sucedido a una persona; de algún modo, la memoria es literatura o,
cuando menos, una fuente de literatura. Pero la memoria es caprichosa y arbitraria, aunque una vez
que se fija también es contumaz, lo que puede generar algunos problemas que sólo con la
desmemoria pueden contrarrestarse; de hecho, a veces, la literatura nace de la desmemoria.
Hasta nosotros ha llegado un caudal de materiales literarios folclóricos que está vivo porque
el hombre ha considerado, durante muchísimo tiempo, que merecía la pena que lo estuviera: han
sido los propios hombres quienes lo han conservado en sus memorias, contando o cantando esos
materiales a otros, y otros a otros, manteniendo la esencia de su tradicionalidad: agregando, quitando
o cambiando detalles o elementos, debido a causas diversas: pérdidas de interés, cambios en las
costumbres, peculiaridades geográficas o creencias arraigadas.
Luis Díaz Viana (2005: 185) se refiere a la vieja oposición entre escritura y oralidad como
formas distintas de recordar, es decir como distintos tipos de memoria, lo que le lleva a considerar
que: “parecería que hay diferentes tipos de memoria o que caben diferentes formas de recordar
dentro de lo que solemos identificar como memoria.”
Pero conviene que situemos en el lugar exacto el asunto del que hablamos, la dualidad
(¿oposición?) oralidad/escritura, que podemos identificar con la dualidad literatura oral/literatura
escrita. Una gran diferencia entre literatura oral y literatura escrita, que es necesario considerar en
cualquier análisis que se haga, es la diferente interacción que se produce entre emisor (entendiendo
como tal no sólo al creador, sino también al transmisor) y destinatario de la obra, ya que en la
literatura oral ambos están presentes en el acto de la comunicación literaria, teniendo el destinatario
una importante participación en el proceso de perpetuación de la obra (cambiando, añadiendo o
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suprimiendo elementos), mientras que en la literatura escrita no; en este caso, la interacción puede
ser muy diferente según sea el momento y el espacio en que el destinatario se enfrenta a la lectura de
la obra. Esta circunstancia es extensible a obras que, sin haber tenido un origen oral, su proceso de
transmisión ha sido, cuando menos, doble (escrito y oral): en el caso de la Literatura Infantil es algo
muy llamativo, pues –en ocasiones– ha provocado cambios importantes, incluso graves alteraciones
y mutilaciones, en obras que tienen un origen individual y conocido; al respecto, me referiré al caso
del Patito Feo, el conocido cuento de Andersen.
Las diferencias que encontramos en algunas ediciones del mismo cuento son sólo pequeñas
consecuencias de maneras distintas de interpretar la traducción de algunos pasajes; pero en otras
ediciones, las diferencias afectan sustancialmente al relato, sobre todo a las aventuras que vive el
protagonista y a los escenarios en los que las mismas tienen lugar, incluso en algún caso también al
final del cuento, en el que se incorporan elementos de corte moralizador que no aparecen en la obra
de Andersen: en estos casos, nos encontramos ante adaptaciones que pueden desvirtuar la esencia
misma del relato original, pero que pueden llegar a perpetuarse en la memoria de una colectividad, al
ser un cuento profusamente transmitido por vía oral. Ya sabemos que una adaptación suele conllevar
una operación transformadora que, a veces, más en la Literatura Infantil, se convierte en
deformadora. La adaptación, pues, no es neutra, sino que tiene intenciones ya que quien la firma –si
la firma– o, en cualquier caso quien la haga, interviene en el texto, alterándolo.
Sobre este asunto, y siguiendo las teorías de la Lingüística del texto, convendría recordar que
esta, superando a la lingüística oracional, considera que el texto no es sólo una simple suma de
oraciones, sino que, en palabras de García Berrio y Tomás Albaladejo (1983: 222), el texto es: “un
conjunto ordenado formado por un número n de oraciones, e incluso palabras –en el caso de textos
unioracionales– dotadas de coherencia, sentido y completez, que responde como tal conjunto a un
plan global subyacente.” Ese plan global subyacente incluye también la intención comunicativa del
autor y está en estrecha relación con el significado de su texto, todo lo cual suele aparecer alterado
en las adaptaciones de carácter reductor.
Efectivamente, las adaptaciones de El Patito Feo, como las adaptaciones de otros cuentos de
Andersen, tan traducidos y editados en todo el mundo, alteran muchas veces elementos esenciales
del relato, afectando incluso al estilo. Enrique Bernárdez, traductor de la obra de Andersen al
castellano, se refiere a una adaptación de El Patito Feo (no cita cuál es) que elimina las sensaciones
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del cisne y la admiración de quienes lo ven, añadiendo –en cambio– una prolija explicación al
cuento, que el original del escritor danés no contiene:
Admirado y perplejo, quiso comprender [el pato] lo ocurrido, pero hubo de conformarse con su nueva belleza
y gracilidad de movimientos. Aunque nacido en un corral de patos, ocas, gallinas y gallos, procedía de un
huevo de cisne llegado allí por casualidad. Era lógico que su presunta madre lo encontrase tan distinto a los
demás patitos, y era lógico también que su instinto le hubiese impulsado al encuentro de su verdadera especie.
[Y el adaptador finaliza con una apelación a los pequeños lectores de la historia del pato feo]. ¿Entendéis ahora
este azaroso relato, amiguitos? (Bernárdez 1992: 37).
Sin duda, el adaptador estaba convencido de que los niños podían no haber comprendido el
cuento, por lo que siente la necesidad de hacer esa forzada explicación, rematada con la absurda
pregunta final, con las que ha alterado –en buena medida– el sentido de la historia, con el
subsiguiente peligro de que sea este final el que muchos lectores guarden en su memoria.
Aunque el tema es el mismo en todas las ediciones, el conjunto del significado sí que se ve
alterado en muchas de ellas, afectando –además– a algunos de los valores literarios más relevantes
del cuento (como las detalladas descripciones, la estructura secuenciada o el paso del tiempo), lo que
no es algo suplementario o insignificante en el texto original de Andersen, que queda, pues, en
bastantes casos, desvirtuado.
Muchos autores, desde hace cientos años, se han servido de la literatura oral, de la memoria
colectiva, para construir sus relatos: sería el caso de Charle Perrault a finales del siglo XVII o de los
hermanos Grimm a principios del XIX, recolectores y fijadores por escrito de una buena parte de la
tradición narrativa que estaba viva en sus países y que era común en la Europa de sus respectivas
épocas. Sería también el caso de Andersen, quien creó sus propios cuentos, pero sirviéndose del
conocimiento que tenía de los cuentos populares.

Las sociedades desarrolladas actuales le han dado la espalda a la literatura tradicional. El


modelo de sociedad en que vivimos ha propiciado la ruptura de la cadena que transmitía oralmente
las composiciones literarias tradicionales, y que propiciaba su enriquecimiento con la continua
aparición de variantes. De algún modo, se está desvaneciendo la memoria que albergaba la gran
biblioteca de la literatura oral.
Salvo algunos casos muy particulares (los “mayos”, que aún se interpretan en muchas
regiones de España), la poesía lírica de tradición popular ha quedado reducida a determinados juegos
infantiles y a aquellas canciones que los niños aprenden en la escuela. En el caso concreto del
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Cancionero Popular Infantil es difícil encontrar hoy un grupo de niñas que jueguen en corro
imaginando que son reinas de los mares o que, por un día, van a representar el papel de la Viudita
del Conde Laurel. La oferta lúdica de la televisión, los juegos electrónicos y las nuevas actividades
que se derivan del ordenador se han impuesto a otros juegos que, además, requerían unos espacios
que las actuales configuraciones de las ciudades, incluso de muchos pueblos, no pueden ya ofrecer.
Antes de la irrupción de la televisión en los hogares españoles, muchas familias, en las largas tardes
de invierno, aprovechaban el calor de la estufa o del fogón para contar leyendas y cuentos o para
cantar romances, burlas y amores, entreteniendo también a los más pequeños. Con la llegada del
buen tiempo, los niños aprendían en la calle juegos de diversos tipos, retahílas para sortear,
canciones de comba y corro o aplicaban los romances antes aprendidos a sus propios juegos, en un
proceso de recreación singular e interesantísimo. En los último años, como dice Díaz Viana (2005:
194): “el ordenador y la comunicación por Internet han generado inéditas formas de escritura e
interacción, tan efímeras como la palabra oral en la mayoría de los casos y casi tan inmediatas como
ella.”
La literatura de transmisión oral se diferencia de la literatura escrita por una serie de
características o principios, más allá del mecanismo de transmisión, lo que la convierte en “una
forma específica de creación literaria y de cultura” (González 2005: 223): anonimia, origen
indeterminado, tradicionalidad, existencia de variantes (también anónimas) de una misma
composición, fijación en la memoria de la colectividad; el proceso de transmisión–recepción de la
obra oral, que es largo y complejo, tiene momentos en que es unitario, es decir coinciden en el
tiempo y en el espacio el acto de la transmisión y el de la recepción: es lo que algunos autores
llaman, usando la palabra inglesa, “performance”. (González 2005: 223, nota 2).
No sería justificable que el pensamiento “globalizador”, tan difundido y ensalzado por
muchos políticos, gobiernos y medios de comunicación, llevara a las sociedades actuales a dilapidar
sus patrimonios culturales, en los que los materiales literarios de transmisión oral han sido una parte
muy importante del imaginario de cada una de ellas: cuentos maravillosos, oraciones, mitos,
canciones escenificadas, leyendas, trabalenguas, canciones de cuna, (…) constituyen el patrimonio
inmaterial, de carácter folclórico y etnológico, que caracteriza una parte importante de la cultura de
una sociedad; aunque sus sustento sea la memoria, no debe renunciarse a su consideración como
objeto de conocimiento.
20

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1
Cantada por Araceli Pallarés M arín, de 72 años de edad; recogida el 14 de marzo de 1983 por Vicente Ríos y
Ángel López. Vid. Fraile, José M. 1993: 45-57.
2
Diccionario de la RAEL. 1994, 21ª ed., p. 957

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