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scripción

La historia de la física es, en general, una historia de una confianza cada vez
mayor. Durante 300 años, la física se ha dedicado a observar y medir cómo funcionan
las cosas.

A principios del s. XVII, un italiano puso la bola en movimiento al dedicarse a


medir bolas en movimiento. Galileo también midió péndulos y dejó caer objetos de
distintos tamaños desde la torre inclinada de Pisa, para ver qué sucedía. Y, aunque
irritó al Papa —al parecer, sus ideas habían enfadado mucho a Dios— , la obra de
Galileo se convirtió en la roca sobre la que se erige la física moderna.

Después, a salvo de Papas iracundos, Isaac Newton fue más allá al abandonar las
bolas y pasarse a las manzanas. ¿Por qué, se preguntaba, siempre caían hacia abajo,
y no de lado o hacia arriba? En 1687 encontró la respuesta: era una fuerza, llamada
gravedad, que afectaba a las bolas y a las manzanas. Y a los planetas, haciendo que
trazasen órbitas predecibles alrededor del Sol.

En el siglo XIX, James Clerk Maxwell centró su atención en otros misterios.


Demostró cuál es la relación entre electricidad y magnetismo, que se pueden
combinar en una fuerza: el electromagnetismo. Y que la luz tenía partes eléctrica y
magnética, y viajaba en forma de ondas, como el agua.

La física estaba en racha. Los nuevos descubrimientos se basaban en los anteriores,


y algunos incluso tenían usos prácticos: las leyes de Newton predijeron la
existencia de Neptuno. El trabajo de Maxwell nos proporcionó la radio y la tv, y no
haya nada mucho más útil que eso. Parecía que los físicos habían logrado dominar el
universo; y lo único que quedaba era tapar los huecos restantes.

Pero, a principios de s. XX, los huecos eran cada vez mayores. Y los nuevos
descubrimientos no se basaban en los antiguos. Cosas como los rayos X y la
radiactividad eran simplemente raras, en sentido negativo. No todo iba bien en el
mundo de la física. El destacado científico Lord Kelvin veía oscuros nubarrones que
se cernían sobre la física.

Entonces, en 1905, un técnico de patentes de Suiza desencadenó toda una tormenta.


Albert Einstein, de 26 años, se salió del guion. Primero, afirmó que la luz es un
tipo de onda, pero que también toma la forma de paquetes, o partículas. Ese mismo
año, publicó su famosa ecuación, E = mc^2, que afirma que la masa y la energía son
equivalentes. Y por si eso fuera poco, publicó también los asombrosos resultados de
un experimento mental. Agárrense la cabeza.

Empieza suponiendo que la velocidad de la luz en el vacío es constante. Imaginemos


que alguien ve una nave volando a toda velocidad. Lo que verían sería que los
relojes en la nave marcan el tiempo más despacio que su propio reloj; y que la
longitud de la nave disminuiría. Pero, para los astronautas en su interior, todo
sería normal. Einstein decía que el tiempo y el espacio podían cambiar, que son
relativos en función de quién los observa. Esto es la relatividad especial.

Puede que fuese especial, pero no era suficiente. Albert no había hecho más que
empezar. A continuación, demostró que las bolas y las manzanas no eran las únicas
cosas sujetas a la gravedad. La luz, el tiempo y el espacio también se veían
afectados. La gravedad ralentiza el tiempo y curva el espacio. Cuanto más intensa
es, más se curva el espacio y más se desvía la luz. Einstein lo denominó
«relatividad general».

Sus ideas hicieron que la física tradicional saltase por los aires. Abrió la puerta
al extraño mundo de la cuántica, donde los gatos pueden estar vivos y muertos,
donde Dios juega a los dados, y donde todo es incierto.

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