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ADOLESCENCIAS: TIEMPO Y CUERPO EN LA CULTURA ACTUAL - Susana Sternbach

No es novedad que los adolescentes de hoy poco se parecen a los de algunas décadas atrás. Del mítico personaje encarnado por el no
menos mítico James Dean en Rebelde sin causa a los televisivos púberes de Rebelde Way, muchos y sustanciales cambios han acon-
tecido. Cambios sociales y culturales que, innegablemente, han provocado fuertes mutaciones en la producción de subjetividad y por
ende también en el tema que habrá de ocuparnos en las siguientes páginas: el de esa etapa de la vida que recién a mediados del siglo
XX se ha denominado adolescencia.
Por lo pronto, la adolescencia no constituye un universal, sino que resulta definida como tal, es decir, categorizada, descripta, proble-
matizada según los discursos de época. Incluso aquellos sujetos que hoy coincidimos en llamar adolescentes no serían considerados
como tales en otros tiempos y lugares. Y, dado que la cultura produce configuraciones subjetivas mayoritariamente congruentes con
sus propuestas identificatorias, sus ideales, sus prohibiciones y sus imposibles identificatorios, también los adolescentes personifican,
aun sin saberlo, el dicho cultural acerca de quiénes son o cómo deben jugar su canon etario. Ni siquiera el cuerpo permanece ajeno a
la atribución identificatoria. ¿O podríamos desconocer, acaso, el entretejido actual entre las siluetas desvaídas de las anoréxicas y
ciertos ideales sociales vigentes? Cuestión que así formulada podría sonar casi trivial, si no fuera porque nos invita a dar cuenta de los
múltiples modos en que los discursos sociales se enraízan, produciendo, como diría Castoriadis, sujetos encarnados.
Los ímpetus de la globalización, por lo demás, imponen sus coordenadas al actual tránsito adolescente. Así es que la tendencia a la
homogeneidad atraviesa las fronteras geográficas e impregna a los adolescentes de regiones distantes con estilos, modas, músicas,
hábitos de consumo y anclajes identificatorios que los igualan tanto como la marca del jean que los enfunda. El televisor, la computadora,
el "chateo", el uso del celular, comunican e identifican entre sí a los millares de adolescentes que tienen acceso al mundo tecno-mediá-
tico, habitantes de un mundo en el que las categorías espaciales hasta ahora vigentes han sido trastocadas dando lugar a nuevas
demarcaciones virtuales de las nociones de cercanía y lejanía.
Al mismo tiempo, la aceleración imprime un sello inédito al registro cultural de la temporalidad. El incremento de la velocidad, que se
expresa en múltiples aspectos de la vida cotidiana actual, también penetra en las generaciones y en las diferencias entre ellas. Así es
que, junto con una mayor homogeneidad espacial en lo que a la adolescencia se refiere, las diferencias generacionales adoptan moda-
lidades novedosas. A diferencia de otros periodos históricos, en los cuales la adolescencia se consideraba un tiempo de tránsito que
culminaría en la adulta, actualmente es la juventud y aun la adolescencia aquello a alcanzar. Por esta razón el modelo adolescente se
impone y convoca al mundo adulto a intentar permanecer lo más cerca posible —en imagen, indumentaria, modos y modismos— de
esa etapa, actualmente erigida en ideal colectivo.
A la vez, curiosamente, las distancias actuales entre un púber de 12 años, un adolescente de 17 y otro de 22 no son desdeñables. Es
probable que el joven de 22 observe con cierta extrañeza a su hermano de 12 al recordar su propio ingreso en la adolescencia, apenas
una década atrás. La velocidad de los tiempos y de las transformaciones socioculturales produce cambios vertiginosos en la producción
de subjetividad, al punto tal que las distancias generacionales se agudizan a veces dentro de la misma franja etaria que hasta hace
poco quedaba unificada bajo la noción de adolescencia. Así es que "cada generación es hoy parte de una cultura diferente" (Margulis,
2003) y, en tanto tal, coexiste con las restantes con códigos, valores y dialectos a menudo francamente disímiles. A la vez, dentro de lo
que se definiría como una misma generación, cohabitan modalidades subjetivas que sólo en algunos aspectos se parecen entre sí.
Para complejizar aún más el panorama, diremos que las adolescencias se ramifican y diversifican en función de la extracción socioeco-
nómica, el lugar de residencia o la tribu que conforma el grupo de pertenencia o de referencia. Tribu que se nuclea en torno a emblemas,
gustos musicales, indumentarias, configurando un nosotros de fuerte arraigo en la construcción de la subjetividad adolescente.
Partiremos pues de una noción plural: las adolescencias. Múltiples, diversas, siempre surcadas por una singularidad entretejida con las
trazas comunes que la culture actual posibilita.
Pero si la adolescencia —aun en su acepción plural—es una categoría cultural, ¿cuáles serían hoy las significaciones imaginarias
sociales que esperan a los potenciales ingresantes a la misma, con su carga de expectativas, consignas y prohibiciones? Es aquí que
la cuestión de los ideales sociales y del superyó de la cultura se enlaza con la problemática identificatoria singular. Tanto en el interjuego
entre el yo-ideal y el ideal del yo como en relación con la vertiente del superyó.
Surge otra pregunta central: ¿cuál es la frontera entre el campo de la psicopatología y las actuales y seguramente inéditas modalidades
de producción de subjetividad?
Como es sabido, las concepciones culturales acerca de lo sano y de lo enfermo varían a lo largo de la historia y de las sociedades. El
psicoanálisis, en cuanto producción científica surgida en el seno de una época de la que ya nos distancia más de un siglo, no puede

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dejar de interrogarse acerca de esto. Nuestra propia clínica, diferente en tantos aspectos de aquélla de los comienzos del psicoanálisis,
nos impulsa a ello. Y no sólo nos incita a continuar investigando y trabajando textos y autores, teorías y dispositivos, sino que nos insta
a acercarnos al carozo mismo de nuestro quehacer. ¿Con qué nociones de psicopatología nos manejamos hoy? ¿Continúan vigentes
los anteriores paradigmas relativos a las estructuras psicopatológicas “clásicas”? Si la mayor parte de la consulta clínica, también en la
práctica con adolescentes, refiere a problemáticas cercanas a lo que se denomina organizaciones fronterizas o borderline, es claro que
deberemos complejizar nuestros instrumentos teórico-clínicos.
Más aún: dado que toda noción de lo patológico remite a cierta idea de salud o normalidad, nuestra práctica actual no sólo nos obliga a
interrogar las categorías psicopatológicas sino que confronta a éstas con las cambiantes modalidades que la producción social de
subjetividad adopta hoy.
Cabe todavía agregar una dificultad inherente a nuestra propia indagación: nuestra conformación subjetiva, diferente en muchos aspec-
tos a la de los adolescentes que nos consulta. ¿Será que nuestra perspectiva, aferrada a cánones identificatorios perimidos para las
generaciones actuales, arroja del lado de lo patológico a aquello que simplemente sería un novedoso modo de la subjetividad?
Del otro lado, el culto actual de lo joven como emblema ideal podría descalificar cualquier aproximación crítica bajo el mote invalidante
de antigüedad. ¿Deberíamos, entonces, acomodarnos a los nuevos ideales vigentes, como analistas dóciles al servicio de las formas
actuales de adaptación social? Situación potenciada por otra parte por la frecuente devaluación de la crítica social en la contemporanei-
dad. A diferencia de otras, “es ésta una época que le ha dado la espalda a lo más propio y esencial de la modernidad: la crítica como
herramienta indispensable y como brújula orientadora”. (Forster, 2003). ¿Cómo plantear un discurso crítico cuando la adolescencia
conforma justamente el ideal cultural y la crítica social tiende a domesticarse?
Estando advertidos de estos obstáculos, intentaremos de todos modos zanjarlos apoyados por vía doble en la perspectiva freudiana.
Por una parte, nos basaremos en la universalidad del malestar en la cultura, malestar irreducible y por ende propio de cualquier momento
sociohistórico. Indagaremos, pues, ciertas vertientes del malestar en la cultura contemporánea, en particular en lo que atañe al trayecto
adolescente. Y, por otra parte, haremos pie en la localización freudiana del psicoanálisis como “peste”. Es decir, como herramienta apta
para el cuestionamiento de lo socialmente instituido bajo su faceta alienante y productora de sintomatología singular.
Así como el psicoanálisis contribuye de un modo fundamental al análisis de la cultura, una lectura psicoanalítica que no tomara en
cuenta lo sociohistórico amputaría su comprensión teórica de la subjetividad así como la eficacia clínica de la escucha y la intervención.
Va de suyo que esto no implica dejar de lado la riqueza de los conceptos psicoanalíticos ni se trata de “sociologizar” el psiquismo o la
operatoria clínica. Por el contrario, se trata de ampliar nuestra lectura de la subjetividad al incluirla en sus condiciones de época.
Será desde esta lectura que intentaremos agregar algunos elementos que nos ayuden a acompañar a los adolescentes, a los adoles-
centes de hoy, en ese importante tramo de su trayecto vital.
ADOLESCENCIAS
Comenzaré circunscribiendo el campo: entre los muchos modos de transitar este período de la vida que transcurre entre la niñez y la
adultez, habré de referirme a esa franja de adolescentes que pertenecen a los estratos sociales que suelen llegar a la consulta clínica
tanto institucional como privada. Quedarán excluidos de estas consideraciones los numerosos jóvenes cuyas condiciones materiales de
existencia los obligan a transitar esa etapa bajo formas que poco se parecen a lo que aquí habremos de describir.
Partir de una concepción de la adolescencia como categoría y nominación cultural, supone que la misma no queda reducida a sus
contundentes e innegables transformaciones biológicas. No se trata de desestimar la capital importancia del cuerpo sino en todo caso
de ubicar lo corporal como parte central de la subjetividad, una subjetividad hecha de cuerpo, psiquismo y lazo social.
Debido a los embates de las fuertes transformaciones corporales, a menudo la adolescencia tiende a aparecer bajo la pregnancia de lo
biológico y lo evolutivo. De este modo, se la sustancializa olvidando que el cuerpo también es hablado desde lo social.
Es este último aspecto el que habrá de interesarnos en particular. Nos permitirá acercarnos a ciertas modalidades frecuentes en los
adolescentes actuales desde una lectura que no desconozca el peso de lo histórico-social, incluso en sus efectos sobre los cuerpos.
Cabría agregar, aún, que la alienación en los discursos culturales no sólo se manifiesta, en el plano del pensamiento, en la adhesión
acrítica a las propuestas de época. También, y tal vez de modo todavía más imperceptible, acontece en las prácticas sociales, en las
conductas, en las acciones naturalizadas, en los cuerpos mismos. Plantear que los discursos sociales se encarnan en los sujetos es
situar, ni más ni menos, la producción social de subjetividad no sólo como un hecho de discurso sino como traza cultural que marca los
cuerpos y la vida cotidiana. Se trata de aquello que en apariencia se presenta como lo natural.

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A la vez, las improntas culturales se insertan en una subjetividad abierta, cuya potencialidad transformadora convierte lo recibido en
tierra fértil para la aparición de lo nuevo. De modo que instituido-instituyente configuran una dinámica en la cual permanencia y cambio
interjuegan tanto en el plano subjetivo como en el colectivo. El trabajo de los adolescentes actuales es justamente el de plasmar un
proyecto identificatorio bajo coordenadas sociales específicas. Ni mejores ni peores que las de antaño. Pero, sin duda, diferentes.
Luego de estas aclaraciones de carácter general, nos asomaremos ahora a ciertas características frecuentes en los adolescentes de
hoy. Sobre todo, como hemos anticipado, las de aquellos que suelen llegar a la consulta clínica.
Es sabido que, al igual que la extensión de la vida misma, la adolescencia se ha prolongado. Un informe de la Organización Mundial de
la Salud indica que la duración de la misma se ha ampliado hasta los 25 años (citado por Margulis, 2003).
Dato revelador, sin duda, que pospone a menudo el ingreso a la adultez con su carga de responsabilidad e independencia económica,
al menos en lo que concierne a los jóvenes de clase media.
Paradójicamente, la idealización de los atributos de la juventud privilegia a ésta como un bien para la inserción laboral en ciertos ámbitos,
destinando a una jubilación prematura a los adultos, que quedan expulsados del sistema productivo. Como si, curiosamente, la adultez
misma se estuviera angostando, aplastada entre una juventud extendida y una vejez apresurada.
A la vez, la vida familiar se ha modificado notablemente en las últimas décadas. La clínica con adolescentes y con familias es elocuente
respecto de la inutilidad de muchos parámetros con los que los analistas nos manejábamos hasta hace algún tiempo. La familia burguesa
tradicional es una estructuración ya casi anacrónica. Dentro del enorme abanico de diversidades familiares (familias ensambladas,
homosexuales, monoparentales, entre otras) algunas características comunes las distancian de la familia que hasta hace poco se con-
sideraba convencional.
Una de estas características es que, fundamentalmente, la familia no es hoy el principal, y mucho menos el único, agente de socialización
y transmisión. La velocidad de las transformaciones, al reemplazar al ritmo de la moda los códigos, los valores y los modismos, convierte
a menudo a padres e hijos en habitantes de mundos disímiles entre los que el intercambio tiende a debilitarse. La otredad generacional
se acentúa, salvo que los padres —como ocurre a veces— adopten las jergas adolescentes para fraternizar con sus hijos. Pero cuando
esto no es así la habitual confrontación generacional de otros períodos históricos cede paso a intercambios diluidos, o a situaciones de
cuasi aislamiento en las que, aun quienes conviven se conectan principalmente con y a través del universo tecno-mediático.
Desde este punto de vista, es evidente que la transmisión intergeneracional cede lugar a modalidades de transmisión exogámicas que
sustituyen las identificaciones otrora centrales por otras extrafamiliares. Para bien y para mal, es innegable que esto ha de producir
mutaciones sustanciales en las condiciones actuales de producción subjetiva. Los grupos de pares, los amigos, las tribus de pertenencia
constituyen a menudo un lazo afectivo y de referencia para adolescentes cuyo universo familiar intergeneracional no logra ya acompañar
las fuertes mutaciones subjetivas en curso.
Cabe destacar que la idealización de lo joven tiene su contrapartida, tal como han señalado algunos autores, en la gradual dilución de
la experiencia como valor social.
En su libro Infancia e historia, Agamben sostiene que el hombre contemporáneo ha sido expropiado de la experiencia. Ésta, siempre
singular pero transmisible a las siguientes generaciones, ha sido hoy reemplazada por ideales y propuestas identificatorias que trans-
forman el transcurrir temporal en un decurso que no otorga especial significación a la aprehensión subjetivante de lo vivido.
A partir de esto, podríamos pensar que el “tránsito" adolescente, clásicamente descripto como una etapa de duelos por la infancia, cuyo
premio, dificultoso pero atractivo, eran las prerrogativas de la adultez, hoy día adquiere caracteres diferentes.
¿Hacia qué tipo de adultez se encaminaría el adolescente? A menudo ésta no parece constituir un punto de arribo convocante. Cuando
el mundo adulto no aparece mimetizado con el del joven mismo (y, en tal caso, ¿para qué continuar el camino hacia adelante?), lo que
oferta como modelo tampoco constituye siempre un polo atractor. Éste es el caso, frecuente por cierto, de adultos desorientados, ellos
mismos en crisis, con dificultades económicas y laborales, habitualmente con poca disponibilidad para el diálogo y el sostén del hijo
adolescente. No se trata tanto de adultos con quienes confrontar sino muchas veces de adultos que no alcanzan a constituirse en
estímulo hacia un futuro que invite a ser alcanzado.
Si agregamos a esto que la noción misma de futuro y sobre todo la de proyecto se han desdibujado en el plano social, como si fueran
un resabio perimido de la modernidad clásica, deberemos reconocer peculiares dificultades en el decurso adolescente actual. Decurso
que, al menos desde la oferta social, por momentos se asemeja más a un estado o a una condición estable que a una etapa de búsqueda
de inéditos proyectos identificatorios.

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Por otra parte, el lugar idealizado que la cultura propone respecto de lo joven es, antes que nada, el lugar del consumidor. Mucho menos
definido e investido aparece el lugar del sujeto como productor y como hacedor de proyectos. Para muestra, basten las publicidades,
mayoritariamente destinadas a los niños y a los jóvenes. La alegría, la belleza, el modelo identificatorio propuesto giran en torno al perfil
del consumidor en tanto ideal. Entiéndase: no sólo es una obvia estrategia de venta, también y al unísono es un vehículo ideológico que
insta a consumir en tiempos en que la inserción en el aparato productivo escasea.
Se podrá argüir: ¿cómo es posible consumir sin inserción laboral? Es ciertamente una de las paradojas a la que los adolescentes -y no
sólo ellos- se ven conminados, paradoja que alienta incansablemente a un consumo al que no todos podrán acceder.
La cultura de la noche (Margulis, 1994) es reveladora al respecto. La cultura del consumo oferta las 24 horas. Unas generaciones
consumen de día, otras de noche. El distanciamiento generacional se exterioriza en la geografía urbana y el boliche permite que, mien-
tras los adultos duermen, los adolescentes consuman. En este contexto la producción se limita al mentado “producirse”, cuyo sesgo
objetalizante es ocioso resaltar.
Se trata de una oferta social consonante con los abanicos identificatorios a los que se invita a las nuevas generaciones. Y, tal como
sucede en cualquier época, dicha oferta es congruente con el tipo de sujeto ideal propuesto desde ese peculiar momento sociocultural.
En este contexto los adolescentes actuales realizan la salida hacia un mundo muy diferente al de décadas atrás, con las características
generales de la globalización y del capitalismo tardío, y con las particularidades de un país atravesado por una sucesión de crisis y de
situaciones políticas traumáticas, cuyos efectos se extienden a las nuevas generaciones. A la vez, como ya hemos mencionado, la
salida se efectúa desde tramas familiares en algunos sentidos más laxas que las de otrora.
Sería ocioso discutir si esta adolescencia es más fácil o dificultosa que la de otras épocas, si es mejor o peor. El adolescente actual
tiene abiertas posibilidades que a sus antecesores generacionales les estaban vedadas: una menor cerrazón endogámica, menos au-
toritarismo, mayor cuestionamiento de modelos anteriores, mayor libertad en múltiples aspectos. A la vez, las propuestas culturales
contemporáneas generan formas de malestar novedosas y problemáticas inéditas.
Entre los obstáculos a los que hemos hecho referencia, destacamos la tendencia a una “adolescentización” social, que se corresponde
con la devaluación de la noción de proyecto. Esto, que puede vaciar de sentido al futuro, al mismo tiempo constituye una oportunidad
para la diversificación de búsquedas no ancladas a un proyecto identificatorio ya definido de antemano (Lerner, 2004).
La diversidad de modelos identificatorios exogámicos y la fortaleza de los vínculos de paridad (el grupo, la banda, la tribu) a menudo
son fuente de identificación. No sólo eso. También proveen sostén y promueven el aprendizaje de un lazo social fraterno que incluye la
semejanza y la diferencia entre pares. Además, la exploración y búsqueda a través de las posibilidades que el mundo tecno-mediático
permite, la misma prolongación de la adolescencia como moratoria, ofrecen posibilidades anteriormente inexistentes para la subjetiva-
ción del adolescente contemporáneo.
Como en cualquier época, las significaciones imaginarias sociales, aun las de carácter más alienante, requieren del consentimiento
subjetivo para encarnarse sin fisuras. Y, tal como acontece en cualquier época, los jóvenes (y no ellos solamente) podrán tomar senderos
más alienantes o bien efectuar torsiones creativas respecto del instituido social previsto. En este sentido la perspectiva aquí esbozada
refiere a un adolescente que no es pasivo y que se halla en autoconstrucción permanente, movimiento complejo respecto de los pará-
metros de normalidad y de los ideales ofertados.
Nuestra tarea clínica consistirá, en todo caso, en acompañar al adolescente que nos consulta en ese proceso de búsqueda que obliga
a tramitar duelos e invita a bosquejar proyectos para un yo disponible al porvenir. ¿Pero cómo tramitar duelos y proyectos -eso que
Aulagnier denominó construirse un pasado para construir un futuro- en una época en que las nociones mismas de pasado, presente y
futuro se modifican?
A esta problemática dedicaremos nuestro próximo apartado.
EL TIEMPO, ENTRE LA VELOCIDAD Y EL PROYECTO IDENTIFICATORIO
Tiempo y espacio constituyen matrices simbólicas fundamentales. Su construcción comienza ya en los primeros instantes de la vida, a
partir de los contactos inaugurales. Los ritmos en la alimentación, los incipientes hábitos y rutinas, imprimen a la dialéctica presencia/au-
sencia del vínculo primordial los primeros esbozos de ciertas escansiones temporales que serán precursoras de la construcción del
tiempo. Como se ve, los modos de la temporación hunden sus raíces en el encuentro con el otro, encuentro signado por la anticipación
dado que el recién nacido se aloja en un mundo que ya está ahí (Aulagnier, 1977). Es sabido que las características de los primeros
encuentros están moduladas por las significaciones imaginarias y simbólicas vigentes para cada cultura. Esto también ocurre con la

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inscripción del tiempo. El tiempo de ciertas culturas orientales sin duda se parece poco al vertiginoso ritmo del fast-food occidental
actual; la noción temporal en la época de las Cruzadas no es igual a la de los Tiempos Modernos que satirizara la inolvidable película
de Chaplin.
De modo que abordar la cuestión de la temporalidad implica referirnos a un aspecto central en la construcción de la subjetividad. Una
subjetividad que no puede sino estar marcada por las trazas temporales de su cultura, a las cuales modifica y recrea a la vez.
Hoy el tiempo parece transcurrir con una mayor velocidad en comparación con épocas anteriores. El ritmo de los cambios propio de la
modernidad se ha ido acentuando, en parte gracias a los enormes avances tecnológicos, que brindan posibilidades inéditas en cuanto
al acortamiento de tiempos y distancias. A la vez, y a diferencia de la modernidad clásica, las nociones de pasado y de futuro han ido
perdiendo relevancia. La desaparición de los grandes relatos y la caída de las utopías, ligadas al fracaso de las promesas que se
planteaba el siglo XX han contribuido sin duda al descrédito del porvenir como guía y al apuntalamiento de la existencia personal y
colectiva. La época nos propone, pues, constituirnos en "habitantes del puro presente" (Forster, 2003), lo cual imprime un sello peculiar
a la temporalidad. La velocidad se aúna de modo paradójico con cierta eternización de un tiempo efímero que no se dirige hacia un
futuro prefijado, transformador del presente.
Ciertamente, el psicoanálisis otorga una particular importancia al proyecto como dimensión necesaria para la complejización psíquica y
las posibilidades abiertas a un yo en construcción incesante.
Para el adolescente se trata de desasirse de las propuestas identificatorias que le fueron asignadas, para pasar a plasmar un proyecto
identificatorio que, apoyado en las coordenadas previas, podrá inventar nuevas alternativas a un yo abierto al devenir. Buena parte
trabajo adolescente consiste en esta amalgama de desprendimientos y búsquedas. Algún tiempo atrás, en la clínica nos encontrábamos
con frecuencia con situaciones en las que el desprendimiento se veía trabado y la búsqueda tenía poco espacio dado lo férreo de los
mandatos familiares y sociales. La aspiración ya predicha para el joven limitaba el abanico abierto al proyecto propio. Había un futuro,
sin duda. Pero el punto de arribo estaba tan anticipado que quedaba poco margen para un proyecto singular que se desviara de los
carriles ya previstos.
Esto no es así en la actualidad. La búsqueda está mucho más permitida. Entre otras cosas, porque los mandatos previos han caducado
y el porvenir es incierto, imprevisible o, en última instancia no importa demasiado. La consabida pregunta que solía formularse a los
niños pequeños, “¿qué vas a ser cuando seas grande?”, sonaría hoy fuera de tiempo y lugar. Y, sin embargo, como dice Piera Aulagnier,
para el yo resulta fundamental poder situar un ideal a futuro que no se agote en la mera reedición de lo ya vivido. El proyecto identifica-
torio, parte de la trabajosa elaboración psíquica de la castración, es esencial para el sujeto humano. Y recordemos que para Aulagnier
angustia de castración y angustia de identificación son sinónimos.
El pasaje de un posicionamiento en que predomina el yo Ideal, posicionamiento fundamentalmente narcisista según el cual el yo se
iguala al ideal, al del Ideal del yo, incluye la noción de proyecto. La distancia entre el yo actual y el ideal buscará ser zanjada a futuro.
Futuro que se dibuja como proyecto identificatorio y como sede de ideales que habrán de funcionar como horizonte desiderativo para
un yo en movimiento hacia lo porvenir.
¿Será la propuesta psicoanalítica también hoy una teoría en desuso, basada en conformaciones subjetivas anacrónicas? Es aquí donde
la frontera entre las nuevas formas de producción de subjetividad "normal" y las condiciones sociales productoras de patología se
borronea.
¿Será aún válida una fundamentación psicoanalítica que considera el proyecto identificatorio como sede y motor de la complejización
psíquica propia de Eros? Por ahora sostendremos la vigencia de estas formulaciones. A la vez nos detendremos en ciertos efectos
alienantes que desde la cultura actual pueden promover peculiares formas de malestar, particulares trastornos psicopatológicos y obs-
táculos a la subjetivación en los adolescentes.
A menudo nuestra tarea clínica enfrenta hoy dificultades propias de los efectos de las actuales significaciones sociales que, entramadas
en la problemática singular, conforman una parte del sufrimiento psíquico de quienes nos consultan. Y son los propios adolescentes
quienes a través de la palabra, el cuerpo o la acción traen estas dificultades a la consulta.
En la difícil amalgama entre permanencia y cambio, tarea a la que el adolescente se ve convocado, y que por otra parte habrá de
continuar como trabajo a lo largo de la vida, la historización simbolizante y la proyección hacia lo porvenir son fundamentales. El proyecto
otorga un sentido provisorio y desiderativo al yo en devenir. Promueve efectos de subjetivación al rescatar al adolescente de la inercia
de las anticipaciones que los otros plasmaron para su yo. De este modo, lo rescata de las trampas narcisistas de un yo igualado al ideal
en tiempo presente. O lo que es su reverso melancolizante, un yo identificado con el no-ideal en un tiempo no transformable a futuro.

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Detención temporal que, cuando ocurre, produce coagulaciones de sentido y por ende no convoca al movimiento. El proyecto es en
cambio alteración. Implica la alteridad potencial para un Yo no condenado meramente a permanecer.
¿Pero cómo referirnos a un tiempo de permanencia cuando lo que prima es la velocidad? Es que velocidad no necesariamente implica
conciencia del tiempo, cambio o transformación. Al igual que no podríamos homologar la novedad a lo nuevo, a veces como dice
Feinmann (2004), “la velocidad mata el tiempo”. Así como el fast-food a menudo no permite degustar, captar sabores y matices, la
cultura del ritmo indetenible no garantiza que ese tiempo esté al servicio de la transformación.
Con frecuencia la creciente velocidad con la cual los adolescentes hablan, y que oficia como contraseña de pertenencia generacional,
está acompañada de un empobrecimiento del lenguaje. El "todo bien” que acompaña el saludo habitual, con su obvia contrapartida del
“todo mal» para dar cuenta ya sea del desánimo, la angustia, la tristeza o la depresión, constituye una muestra de dicho empobreci-
miento. La respuesta rápida condensa los matices en una frase compacta, sin sujeto ni verbo, que aplana sentimientos y elude las
múltiples posibilidades de una palabra singular. Lo mismo ocurre en cierto tipo de comunicaciones escritas. cuyo lenguaje por momentos
parece querer remedar el de las máquinas. "Slms st nch" apresura una invitación, pero comprime en una formulación impersonal las
infinitas capacidades metafóricas del lenguaje. Se trata de una velocidad que por momentos parece girar sobre sí misma, sin conducir
a diferencia alguna.
Tal vez nuestros adolescentes deban enfrentar hoy algunas de estas condiciones de época. Los potenciales efectos alienantes de una
oferta cultural que convierte el pasado y la historia en el trivial "ya fue” y reduce la posibilidad de lo nuevo, de lo inédito, al reino de la
novedad. Castoriadis se refiere a esta propuesta social como el “avance de la insignificancia". Doble dimensión de la insignificancia: la
de una subjetividad y existencia poco significativas y aquélla del vacío de sentido.
¿No tendrá que ver el enorme aumento de las depresiones, casi epidémicas en la actualidad y en preocupante ascenso entre los
adolescentes de la globalización, con algunas de estas matrices socioculturales? ¿No podríamos pensar, acaso, que el tedio y el abu-
rrimiento al que tantos adolescentes parecen ser hoy proclives, podrían ser expresiones sintomales de cierta vertiente de la depresión,
favorecida desde lo social? En particular me refiero a la dilución de un lugar asignado a futuro, es decir, desde el carácter actualmente
desvaído de la idea de proyecto. Situación cuyo reverso es el reforzamiento de las exigencias del yo-ideal totalizante y del superyó en
su versión insaciable.
En este sentido, nuestro trabajo clínico, en el cual la noción de proyecto y aun la de proyecto terapéutico no se encuentran ausentes,
puede ofrecer una alternativa no depresógena, abierta a las múltiples posibilidades elaborativas y creativas de los adolescentes que nos
consultan.
EL CUERPO: ENTRE LA DOCILIDAD Y LA POTENCIALIDAD SUBJETIVANTE
Es sabido que el trayecto adolescente conlleva la elaboración de las significativas transformaciones del cuerpo que signan este tiempo
de la vida, a punto tal que a menudo las problemáticas múltiples, contradictorias y complejas que pueblan esta etapa quedan circuns-
criptas a los innegables cambios corporales que forman parte de las turbulencias que conmueven al joven. Nos propondremos en este
apartado tratar el tema del cuerpo en relación con la adolescencia contemporánea. Para ello partiremos, como hemos dicho, de la noción
de un cuerpo que se construye en el seno de los vínculos y del campo histórico-social.
Este cuerpo, a la vez biológico, sensorial, erógeno, imaginario y hablado, es por consiguiente indisociable tanto del psiquismo como del
encuentro incesante con los otros investidos y con el lazo social ampliado. El cuerpo, afectado desde sus raíces biológicas, es sin
embargo también producto de los discursos sociales. Se produce desde una realidad cultural y no meramente natural. El cuerpo biológico
con sus improntas, el cuerpo sensorial que desde el comienzo de la vida metaboliza en términos de placer-displacer su encuentro con
el mundo, el cuerpo erógeno que se va plasmando en el campo relacional, el cuerpo hablado desde los otros y desde el discurso cultural:
todos estos aspectos convergen de modo múltiple y conflictivo en el decurso adolescente.
El cuerpo biológico constituye el basamento material del cuerpo sensorial y erógeno; pero las vicisitudes afectivas y representacionales
revierten a su vez sobre el funcionamiento biológico corporal. De este modo, el sufrimiento psíquico produce a menudo sufrimiento
somático. Temática de algún modo ya presente en Freud, cuando en El malestar en la cultura nos advierte que "desde tres lados
amenaza el sufrimiento; desde el cuerpo propio, que destinado a la ruina y la disolución no puede prescindir del dolor y la angustia como
señales de alarma; desde el mundo exterior, que puede abatir sus furias sobre nosotros con fuerzas hiperpotentes, despiadadas, des-
tructoras; por fin, desde los vínculos con otros seres humanos". Claro está que esta aseveración podría ser hoy complejizada aún más,
al proponer que estas tres dimensiones son indisociables y configuran una trama coproductora tanto del placer como del sufrimiento.

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La dialéctica placer-displacer constituye la primerísima metabolización del encuentro con los otros primordiales. Como incipiente pro-
ducción representacional, codifica en términos del afecto. Un afecto que se expresa y traduce en cuerpo y acción. Investidura, desin-
vestidura, atracción o rechazo serán la respuesta arcaica frente a las vicisitudes de un encuentro en el que habrá de entretejerse la
dialéctica entre pulsión de vida y pulsión de muerte. Este proceso representacional originario (Aulagnier, 1977) permanece activo a lo
largo de toda la vida. Actúa como fondo representativo, pero también como registro del afecto que se hace cuerpo y acción, a veces
más allá del mundo fantasmático y simbólico.
Sin embargo, estos últimos, a través de sus producciones primarias y secundarias, complejizan la metabolización de los encuentros y
enriquecen al psiquismo con las operatorias del inconsciente y de la representación simbólica. También el cuerpo es partícipe de esta
complejización, no sólo en el plano de la fantasía sino también en lo que refiere al funcionamiento del Yo.
El Yo, proyección de superficie corporal, despliega el múltiple entramado de las identificaciones y los ideales. Mera sombra hablada en
los inicios, el Yo tendrá a su cargo reformular los enunciados identificatorios que le dieron origen, para enunciar sus propios proyectos.
En la adolescencia todos estos aspectos confluyen y se reorganizan en un interjuego conflictivo entre permanencia y cambio. ¿Qué
permanece y qué se modifica del cuerpo conocido? ¿Qué identificaciones tambalean, reformulan, y por cuáles otras se sustituyen?
¿Qué nuevas identificaciones surgen y en relación con qué ideales? ¿Cómo se reorganiza el narcisismo, y a través de qué encuentros?
¿Qué potencialidades se activan, cuáles otras son sepultadas?
El cuerpo del adolescente es una sede conflictiva que responde, sin saberlo, a estas y a otras cuestiones que son siempre subsidiarias
del encuentro con los otros y con el discurso cultural.
Pero no sólo se trata de cuestiones identificatorias en la adolescencia. La habilitación sexual activa también el mundo fantasmático y
los más arcaicos modos del procesamiento afectivo. En la salida a la sexualidad, a través de las transformaciones corporales y funda-
mentalmente a través del encuentro con los otros, estos registros se ven conmovidos.
Temáticas tales como la de la investidura/desinvestidura, o la del placer/sufrimiento. se ven necesariamente convocadas a partir de
esos nuevos encuentros en que el cuerpo posee un lugar protagónico. En este sentido, las iniciaciones sexuales, hoy más precoces
que en otras épocas, en particular para las mujeres, ponen en juego estas diversas facetas desde lo más arcaico hasta la fantasmática
inconsciente, la imagen corporal y los enunciados identificatorios e ideales del Yo, en sus correlaciones con los ideales colectivos. Pero
también los encuentros, en tanto experiencias inéditas, producen recomposiciones e innovaciones en el mundo afectivo y fantasmático
del adolescente. Potencialidad, efecto de encuentro y posibilidad de acontecimiento se anudan así, produciendo un nuevo mapa libidinal
e identificatorio.
Una cuestión, sin embargo, es incontrastable. La relación con el cuerpo propio es inseparable de la relación con los otros. Temática que
se juega de modo peculiar en la adolescencia.
Hemos insistido en una hipótesis: el imaginario social contribuye fuertemente a la construcción de los cuerpos. Foucault lo decía a su
manera, cuando se refería a los cuerpos disciplinados por los regímenes de poder y de saber; Situación que nos reconduce a la función
de los ideales y del superyó como formaciones bifrontes que atañen al sujeto y a la cultura en su anudamiento indisociable.
¿Cuáles son las características del discurso social contemporáneo sobre el cuerpo? ¿Qué representa el cuerpo adolescente hoy para
la cultura? ¿Cuáles son las propuestas identificatorias, los ideales y su negativo, es decir, aquello que no encaja en el ideal, o que queda
excluido de los discursos sociales en la actualidad? El cuerpo en general y el cuerpo adolescente en particular resultan hoy fuertemente
investidos desde los discursos sociales. Habría, sin embargo, que corregir. No se trata del cuerpo en general. ¿Qué aspectos de lo
corporal se encuentran tan especialmente investidos? Se trata, antes que nada, del cuerpo en su dimensión estética. El cuerpo como
imagen ocupa un lugar tan central en la contemporaneidad que llega a constituir un verdadero capital estético, que opera a menudo
como criterio clasificador y organizador fundamental de las relaciones afectivas y sociales. Y no sólo de los encuentros eróticos, sino
más ampliamente de la participación social en espacios amistosos o laborales. Tal como ocurre cuando los "talles dos o tres" se aver-
güenzan de su volumen corporal hasta restringir sus salidas al exterior. A las dificultades subjetivas se suman obstáculos objetivos, por
ejemplo el de la búsqueda de empleo. Más allá de la conciencia de los propios participantes, la buena presencia requiere dos atributos
fundamentales: juventud y delgadez. Como se ve, volvemos al tema del tiempo y del cuerpo.
Involuntariamente los actores sociales se hallan impregnados por códigos de percepción que crean taxonomías (Margulis, 2003); códi-
gos desde los cuales, en el culto del cuerpo hecho imagen, queda denotado el actual ideal cultural de cuerpo legítimo.
Como es sabido, los cánones de belleza y de cuerpo socialmente consensuado varían de modo notable según las épocas y las culturas.
El ideal actual, cuando es erigido en uniforme, se basa en la imagen de un cuerpo estilizado, delgado a veces hasta diluir las diferencias
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sexuales y generacionales tanto como las singularidades corporales. Cuerpos prêt-a-porter, que rozan lo unisex e incitan a severas
disciplinas dietarias, gimnásticas o quirúrgicas que logren producir la transmutación anhelada.
Es evidente el modo como esta situación juega en muchos de los tan habituales trastornos de la alimentación. El disciplinamiento
corporal en torno a los ideales imperativos se encarna en la adolescente anoréxica que, aun al borde del desfallecimiento, considera no
haber alcanzado el ideal.
En un trabajo anterior formulé que "el cuerpo obligado es el cuerpo talle uno, actual uniforme para los cuerpos desnudos. Se requiere,
en efecto, una férrea disciplina para moldear, endurecer, afinar, hasta lograr por fin ingresar en ese bendito talle uno, talle único"
(Sternbach, 2002). Entretanto puedo agregar un talle más. O menos, según como se lo quiera ver: el talle cero. Sugerente, sin duda, en
su evocación de la nada, esa nada hacia la que el cuerpo de la anoréxica amenaza en ocasiones deslizarse. El ideal identificatorio
concentrado en el yo como imagen espeja la superficie corporal de modo casi exclusivo, arrojando fuera de la escena especular otros
atributos yoicos. Es decir, el yo queda subsumido en la imagen corporal, siempre relativa al ideal de perfección según el canon de la
época.
A la vez, otros aspectos de la subjetividad quedan disimulados: el cuerpo arduamente trabajado en el gimnasio ocupa toda la superficie
del espejo, en desmedro de otros aspectos de la subjetividad que hacen mella en lo corporal: el afecto, la emoción, la fantasía, el
pensamiento.
La alienación, destino del yo en relación al pensamiento (Aulagnier, 1979) actúa sobre los cuerpos. Cuerpo y acción se convierten en
ejecución práctica de la alienación en el ideal cultural. Se trata de producir un cuerpo asimilado a una silueta. La idealización de la
representación del cuerpo adolescente desoye a menudo al cuerpo real, con sus sensaciones de placer y de sufrimiento. Los cuerpos,
dóciles, deben autodisciplinarse, escindiendo aquellos mensajes pulsionales y fantasmáticos que podrían amenazar el mandato encar-
nado.
¿Qué ocurre con la sexualidad adolescente en este contexto de significaciones sociales? Sabemos que hoy día el ejercicio de la sexua-
lidad ha quedado liberado respecto de restricciones anteriormente vigentes, algunas de las cuales fueron hegemónicas durante siglos.
La sexualidad actual goza de una permisividad creciente. No sólo porque es factible ejercerla fuera de la institución matrimonial, sino
porque el placer en el sexo forma parte de una validación social que se extiende tanto a las mujeres como a los varones.
Es sabido que la separación entre sexualidad y reproducción, ligada a la caída de la indisolubilidad de la unión conyugal, junto con la
gradual desaparición de la familia tradicional, han contribuido fuertemente a estas transformaciones. A la vez, el imperativo de la virgi-
nidad femenina hace rato que ha caducado. La iniciación genital es hoy más precoz en las jóvenes que la que estaba autorizada para
sus madres; y la diversidad de experiencias sexuales no va a la zaga de aquélla permitida a los varones. Mayores libertades, sin duda.
¿Cuáles son las nuevas problemáticas? ¿Cuáles de las anteriores continúan vigentes? Más libertad no necesariamente significa ausen-
cia de parámetros, ideales, restricciones. Por el contrario, en cualquier época circulan ciertos códigos culturales para la regulación del
cuerpo y de la sexualidad.
Asomémonos a algunos de los códigos actuales. Por lo pronto, la restricción del sida, figura amenazante que regula los "cuidados"
relativos al ejercicio sexual. En apariencia, no hay muchas más restricciones. Al contrario, parece existir una creciente tendencia a que
los cuerpos "destrabados" liberen sus ímpetus pulsionales a través de descargas perentorias y directas. Tal como nuestra propia clínica
atestigua, lo pulsional emerge con frecuencia con poco recubrimiento fantasmático y simbólico. A la vez, parecería que hoy la genitalidad
no es ya sede primordial de la transgresión. Ésta se sitúa, antes, en la oralidad. Qué comer, cuántas calorías, cuándo la tentación puede
más que la disciplina; los accesos irrefrenables ocupan más los devaneos de muchas adolescentes que lo referido al ejercicio de su
sexualidad.
Por otra parte, actualmente parece haber pocas barreras para mostrar y decir aquello que atañe al sexo. Como si todo, o casi todo,
pudiera ser dicho y exhibido. ¿Pura espontaneidad de una palabra liberada, de los cuerpos por fin destrabados del mandato social?
Curiosamente, algunos autores señalan un cierto desencantamiento del cuerpo y de la sexualidad. ¿Será que la producción de subjeti-
vidad promueve una mayor permisividad que sin embargo no puede eludir nuevos cercenamientos y dificultades?
Hace ya tiempo, en su Historia de la sexualidad, Foucault señalaba una tendencia propia de la contemporaneidad: la de la incitación a
los discursos. Subrayaba entonces que el decir "todo" podría, no siempre ser liberador, sino que también podría estar del lado del control
social. Recordemos que para este pensador la sexualidad no sería meramente objeto de represión, sino que fundamentalmente tendría
carácter productivo desde lo social. Es decir, sería productora de conductas, comportamientos, modalidades subjetivas que alcanzarían
aún aquello que los sujetos y las sociedades considerarían como lo más propio y lo más "natural". En este sentido, la incitación cultural

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a los discursos acerca de lo sexual, si bien otorga innegablemente libertades no por eso deja de ejercer efectos normatizantes ligados
al control social.
Como en aquella paradoja que conmina a "ser libre" esa libertad puede esconder el imperativo del superyó. En este caso, el del superyó
de la cultura. Tal como decía Freud. éste, "en un todo como el del individuo, plantea severas exigencias ideales cuyo incumplimiento es
castigado mediante una angustia de la conciencia moral" (1930).
¿Cuál es la importancia de estas cuestiones en nuestra práctica de todos los días?
Es que justamente las problemáticas clínicas actuales incluyen el cuerpo de modo central. Los trastornos de la alimentación, las adic-
ciones, las impulsiones, las depresiones asentadas en lo corporal, las implosiones psicosomáticas, obligan no sólo a incluir al cuerpo
como mensajero fundamental de un dolor que no logra acceder a la categoría de sufrimiento psíquico. También exigen considerar las
apelaciones actuales del imaginario colectivo y su tramitación sintomal o creativa en la singularidad de cada situación clínica.
Esta lectura complejizadora tal vez podrá ayudamos a acompañar a nuestros pacientes adolescentes en su camino de subjetivación;
posibilidad que se liga a la puesta en palabra de aquello que no ha logrado estatuto de tramitación psíquica. Esto habrá de contribuir a
la reapropiación de la riqueza de una corporalidad no reductible a la imagen ni a la pulsión desencadenada, para incluir la potencialidad
subjetivante del cuerpo en su multidimensionalidad.
Esta temática nos acerca a nuestro último apartado: la clínica actual con adolescentes.
EL ANALISTA EN LOS BORDES
La clínica de los últimos años nos ha obligado a revisar y a ampliar nuestras teorías, así como nuestra escucha y modalidades de
intervención. En la práctica psicoanalítica con adolescentes esto se impone de manera contundente.
¿Podemos, acaso, continuar trabajando basados en las problemáticas que aquejaban a esos adolescentes cuyas sintomatologías pa-
recían ceñirse grosso modo a los textos psicoanalíticos que habíamos estudiado tiempo atrás, o a aquellos que parecían cursar adoles-
cencias que podían evocar las que habíamos transitado nosotros mismos? De intentarlo, semejaríamos esas madres que, como diría
Piera Aulagnier, fallan en la distinción entre la representación del hijo que imaginaron y el hijo real que las convoca desde su incipiente
singularidad.
Trabajar hoy con adolescentes implica avanzar en la conceptualización de sus problemáticas actuales y de las modalidades de subjeti-
vación contemporáneas. Lo cual exige anudar nuestras categorías psicoanalíticas fundamentales, tales como pulsión, narcisismo, iden-
tificación, castración, Edipo, con la producción actual de subjetividad y con las improntas de lo histórico-social.
Sugerimos: ni analistas anacrónicos de supuestos adolescentes extemporáneos, ni analistas según la normatización de la moda. Esto
nos invita a una tarea tan ardua como interesante.
En nuestra práctica actual predominan las problemáticas de las organizaciones fronterizas. Problemáticas en las que el cuerpo suele
tomar la delantera respecto de una dinámica representacional de baja complejidad. La acción antecede al "más largo rodeo" y se des-
encadena a menudo de modo perentorio. El mundo imaginario y el simbólico trastabillan y nos encontramos con la dificultad de construir
tejidos psíquicos que den la palabra a aquello que emerge como ejecución antes que como representación. También nos encontramos
de modo creciente con vados y depresiones, temática aún poco trabajada en la diversidad de sus manifestaciones.
Cuando ciertas problemáticas o "patologías" se tornan cada vez más frecuentes, su nexo con lo histórico-social se hace evidente. Tal
como hemos enfatizado en las páginas anteriores, ciertas condiciones de la cultura actual favorecen la aparición de trastornos que
otorgan al cuerpo un lugar protagónico hasta el punto de que Green (1990) propone un corpoanálisis, que extendería las fronteras del
psicoanálisis tradicional para albergar las crecientes manifestaciones que incluyen lo corporal como sede del conflicto.
En cuanto a lo psíquico, tal como señala el mismo autor, predominan la escisión y la desmentida como modalidades de la defensa. La
represión, con sus vías de retorno simbólico, cede paso a estas otras modalidades, cuyos retornos acontecen a menudo justamente por
la vía del cuerpo o del accionar.
Junto con el vector del cuerpo hemos privilegiado en estas páginas el eje de la temporalidad. Ésta, estrechamente ligada a la cuestión
del proyecto, resulta esencial para el trabajo de subjetivación adolescente. La temporalidad se halla marcada hoy por una velocidad bajo
la cual las categorías de pasado, presente y futuro adquieren especificaciones inéditas.

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Situarnos en relación con estas problemáticas nos convoca a transitar los bordes. Los bordes entre niñez y adultez, los de la clínica
actual, los bordes de nuestros saberes previos, finalmente los de nuestra misma posición analítica.
Uno de los aspectos que hemos enfatizado al respecto refiere a la importancia de diferenciar aquello que compete a producciones
psicopatológicas, por la índole de los trastornos, síntomas o sufrimiento que impone, de aquello que corresponde a nuevas modalidades
de producción de subjetividad. En este sentido, el presente capítulo sostiene dos hipótesis psicoanalíticas fundamentales: la importancia
del proyecto identificatorio y la complejización psíquica como objetivo terapéutico.
No obstante, dado que los modos en que estas cuestiones se juegan difieren en tal medida de los anteriormente conocidos, nos deman-
dan un trabajo de interrogación múltiple que nos incluye como analistas y como sujetos sociales.
¿Cuáles son nuestros propios puntos de certeza, cuáles los ideales que subyacen a nuestra lectura clínica y a nuestro proyecto tera-
péutico? ¿Qué aspectos del imaginario social y del superyó de la cultura se han encarnado en nosotros hasta llegar a naturalizarse,
obstaculizando nuestra escucha?
Acompañar a los adolescentes de hoy en su posibilidad de exploración y en su tarea de autoconstrucción requiere de estos y otros
interrogantes. En suma, de nuestra apertura y disponibilidad para el cuestionamiento de los sentidos coagulados. Los de nuestros
pacientes y los propios.

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