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Sociología de las identidades

Conceptos para el estudio de la reproducción y la


transformación cultural
Kaliman, Ricardo J.
Sociología de las identidades: conceptos para el estudio de la reproducción y
la transformación cultural. - 1a ed. - Villa María: Eduvim, 2013.
200 p.; 198x139 cm.-(Poliedros)
ISBN 978-987-699-083-7
1. Identidad. 2. Cultura. I. Título
CDD 306

Editor: Ingrid Salinas Rovasio


Diseño de tapa y maquetación: Silvina Gribaudo

Queda hecho el Depósito que establece la Ley 11.723

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expreso del Editor.
Sociología de las identidades
Conceptos para el estudio de la reproducción y la
transformación cultural

Compilador
Ricardo J. Kaliman

Textos elaborados por


Ricardo J. Kaliman y Diego J. Chein
Índice

Presentación 11
Primera Parte La razón transformadora. Una introducción a la
13
sociología de las identidades
Introducción 13
Epistemología y epistemes 14
El materialismo, según Birmingham 20
Los esencialismos 27
Las preguntas de una epistemología materialista 34
El materialismo de las subjetividades sintonizadas 38

Segunda Parte Sociología y cultura. Propuestas conceptuales


para el estudio del discurso y la reproducción cultural 51

Introducción 51
Saber práctico y conciencia 54
Discurso 72
Dinámica de la reproducción y la transformación social 86

Tercera Parte Identidad. Propuestas conceptuales en el marco


de una sociología de la cultura 115

Presentación 115
Introducción 116
Una definición inicial de identidad 119
Confrontación con otros conceptos de identidad colectiva 131
El sentido amplio de identidad y las identidades socialmente
relevantes 139

Multiplicidad y variedad de las identidades 145


Identidad práctica e identidad consciente 151
Discurso y experiencia en la reproducción de identidades 158
Discursos identitarios 161
Identidad concreta e identidad imaginada 164
Alteridad 169
Colofón 185
Bibliografía 197
Presentación

En este volumen se recogen y fundamentan propuestas concep-


tuales instrumentales para el estudio de la reproducción y la trans-
formación cultural que han sido generadas en discusión colectiva
por un equipo de investigación de la Facultad de Filosofía y Letras
de la Universidad Nacional de Tucumán a lo largo de poco menos
de quince años.
Sus principales destinatarios son estudiosas y estudiosos de
las culturas, que pueden encontrar provechosas estas propuestas
conceptuales para sus propias indagaciones y, al mismo tiempo,
incorporarlas al debate permanente que constituye el trabajo aca-
démico. Sin duda, le resultarán más inmediatamente atractivas a
aquellos que comparten, aunque sea parcialmente, los presupues-
tos epistemológicos y políticos que subyacen a este emprendimien-
to intelectual. Sin embargo, la experiencia nos ha demostrado que
resultan igualmente fructíferas las discusiones con quienes abre-
van en fuentes diferentes.
Se incluyen aquí dos documentos publicados originalmente en
2001 y 2006, respectivamente. El primero de ellos (Sociología y cul-
tura. Propuestas conceptuales para el estudio de la reproducción y
la transformación cultural) enfoca cuestiones generales de teoría
sociológica y el concepto de discurso dentro de ella. El segundo
(Identidad. Propuestas conceptuales en el marco de una sociología
de la cultura) se concentra, dentro de ese marco, en el concepto
de identidad. Ambos documentos se reproducen casi exactamen-
te en la versión originalmente publicada. Sólo hemos modificado
levemente las mutuas referencias de uno al otro, en aras de cierta

11
consistencia editorial, y hemos actualizado la bibliografía, agre-
gando los datos de publicación de trabajos que estaban inéditos en
el momento de la preparación de los documentos.
Están precedidos, además, por una introducción escrita espe-
cialmente para esta reedición, en la que damos cuenta y argumen-
tamos algunos presupuestos epistemológicos y políticos y presen-
tamos con más detalle el contenido de los documentos. Hemos
unificado la bibliografía de las tres partes, para evitar redundancias
innecesarias y facilitar el manejo de este volumen.
Al comienzo de cada una de estas tres partes, se proporciona
la información sobre la responsabilidad de las respectivas redac-
ciones, así como los nombres de los miembros del equipo de in-
vestigación que participaron, en su momento, de las discusiones
colectivas que dieron lugar a la elaboración conceptual (y en la que
se aprovecharon, además, sus respectivas investigaciones de casos
particulares) así como a la revisión y ajuste de los propios textos
aquí ofrecidos.
A lo largo de los años, el equipo se ha beneficiado de diversos
apoyos económicos, de entre los cuales corresponde destacar los
subsidios del Consejo de Investigaciones de la Universidad Nacio-
nal de Tucumán, que han sido renovados continuadamente desde
1998 en adelante. Por otra parte, varios de los miembros del equipo
son miembros de la Carrera del Investigador del Conicet y/o han
sido o son beneficiarios de Becas de postgrado acordadas por ese
organismo.

12
Primera parte
La razón transformadora
Una introducción a la sociología de las identidades1

Ricardo J. Kaliman

Introducción
Desde que comenzó a funcionar en 1998, los miembros del
equipo de investigación “Identidad y reproducción cultural en
los Andes Centromeridionales”, reunidos con el objetivo común
de indagar sobre la reproducción y transformación de prácticas
culturales en contextos de estructuras de poder, hemos mantenido
una dinámica de trabajo en la que el desarrollo de las investiga-
ciones individuales de los miembros del equipo, informadas desde
el principio por un marco teórico común, han servido al mismo
tiempo para poner a prueba, precisar, cuestionar y volver a precisar
ese mismo marco.
Las reflexiones recogidas en este volumen son el resultado de
esas discusiones. Publicadas originalmente (en 2001 y 2006) en
sendos documentos de circulación relativamente restringida, el
eco favorable que han tenido entre colegas investigadores y el enri-
quecedor intercambio que han suscitado, nos han alentado a acep-
tar la propuesta de esta reedición orientada hacia una difusión de
1
  Miembros del Programa: María Eugenia Bestani, Lorena Cabrera, Mar-
cela Canelada, Mariana Carlés, Jorgelina Chaya, Diego J. Chein (Director de
proyecto), Graciela Colombres Garmendia, Josefina Doz Costa, Ricardo J.
Kaliman (Director del programa y de proyecto), Carla Mora Augier, Denisse
Oliszewski, Mariana Paterlini, Fulvio A. Rivero Sierra, Lisa Scanavino, Julia
Stella, Paula Storni.

13
mayor alcance, con la expectativa de extender el diálogo y los de-
bates implícitos hacia un contexto académico más amplio todavía.
No entendemos ninguna de las propuestas aquí contenidas como
definitivas, sino como un momento de un transcurso en el que, so-
bre la base de algunos postulados en los que hace pie la producción
de conocimiento, los avances y vacilaciones se suceden continua-
mente, alimentándose de la experiencia de la investigación propia
y ajena, así como de las observaciones, sugerencias y críticas de
otros investigadores embarcados en inquietudes afines. Entende-
mos que esta dialéctica está en la naturaleza del trabajo intelectual
productivamente comprometido, y que una publicación como la
presente no es sino un momento en esa continua trayectoria.
En esta introducción, preparada especialmente para esta edi-
ción,2 damos cuenta de las posiciones epistemológicas y políticas
que subyacen a nuestra reflexión conceptual. A la vez que cifra al-
gunos de nuestros postulados fundamentales dentro de la com-
pleja gama de las alternativas vigentes en el circuito intelectual,
creemos que también aporta a la claridad de la exposición, en la
medida en que a través de ella pueden avizorarse los derroteros por
los que han avanzado nuestras reflexiones así como la exposición
de sus resultados desarrollada a lo largo de este volumen.

Epistemología y epistemes
La objetividad del conocimiento es, por cierto, filosóficamente
dudosa. Por eso, preferimos decir que el conocimiento que produ-
cimos aspira a ser intersubjetivamente convalidable, en el sentido
de que se apoya en criterios de verdad y justicia consensuales den-
tro de la comunidad humana más amplia posible, o por lo menos

2
  Algunos pasajes han sido retomados de Kaliman, R., “La razón trans-
formadora. Reflexiones sobre la posición de saber de los estudios culturales”,
en Tabula Rasa. Revista de Humanidades, Vol. 12, enero-junio, 2010, Bogotá,
Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca, pág. 53-272. (disponible en:
http://www.revistatabularasa.org/numero_doce/15Kaliman.pdf).

14
en el contexto, todavía bastante amplio por cierto, de la sociedad
en que se articulan nuestras interacciones.
El justificable énfasis en el respeto a la diferencia y la recurren-
temente imprescindible relativización o incluso cuestionamiento
de muchos axiomas ideológicamente sostenidos como indisputa-
bles, a veces parecen provocar un cierto olvido de este principio
medular del intercambio intelectual, como en las aproximaciones
que defienden un muy postmoderno, radical y general relativismo.
Por eso es que nos parece importante recordar, o al menos subra-
yar, que, para nosotros, la producción académica de conocimiento
aspira a la obtención de verdades que puedan ser legitimadas como
tales por todos los miembros de la sociedad humana, y no sólo por
aquellos que “ya están de acuerdo” de antemano con nosotros en
lo político o en lo religioso o quizá en intereses y conveniencias
menos abstractas.
Ciertamente, entendemos que la búsqueda de conocimiento,
sobre todo cuando se refiere a las sociedades humanas, implica to-
mas de posiciones y compromisos políticos, aunque más no sea
en la elección de temas de estudio, pero a menudo en mucho más
que eso. Por eso, no ocultamos nuestra voluntad de contribuir a
la lucha de sectores discriminados, silenciados, avasallados. Sin
embargo, no entendemos que este apoyo consiste en impulsar una
arbitraria imposición de sus reclamos, sino en mostrar que, contra
las falaces legitimaciones del poder, les asiste una razón que no
se sustenta simplemente en sus intereses sectoriales, sino que se
sigue, en última instancia, de los mismos principios a los que los
propios sectores dominantes se supone que deberían asentir y a
los que muchas veces recurren incluso, retóricamente al menos,
cuando les es afín a sus conveniencias, pero que ocultan bajo com-
plejos malabarismos argumentativos en caso contrario. La razón
transformadora que nos orienta no es una razón aparte de la razón
humana en general, sino esta misma razón puesta al servicio de la
reparación de las injusticias que las sociedades humanas tienden a
reproducir sistemáticamente.

15
Ahora bien, cuando hablamos de “razón humana”, hablamos de
una propiedad de nuestra especie, que le permite, a partir de los
datos de la experiencia, la abstracción y la reflexión, producir ge-
neralizaciones sobre el mundo; capturar, en la forma de hipótesis
o de convicciones más o menos fundadas, regularidades a través
de las cuales, incluso, orientar su conducta en función de un cierto
grado de previsibilidad sobre los acontecimientos que lo rodean
o que ocurren en su propio interior. Hablamos de una constante
antropológica que atraviesa, y en verdad subyace, a la innumerable
diversidad de formas culturales en las que se instancian sus poten-
cialidades. La razón humana no es, o no tiene por qué ser, o por lo
menos no la entendemos como, una cualidad metafísica, sino una
capacidad implicada en la constitución genéticamente determina-
da de nuestro organismo.
No estamos implicando aquí ningún juicio de valor que sobre-
estimara la razón por encima de otras propiedades psíquicas de
la especie humana, con las que, por cierto, se entrecruza perma-
nentemente y que incluso muchas veces enriquecen y nutren su
actividad. La razón no es particularmente más importante que la
emoción, que la imaginación, que el deseo. Simplemente nos inte-
resa subrayar una de las virtudes particulares de la razón humana:
que el consuno que la alienta convierte a la humanidad toda en una
comunidad, dentro de la cual es posible el diálogo, el razonamiento
interactivo, el acuerdo por encima de las diferencias y es, en conse-
cuencia, lo que hace posible imaginar y soñar con sociedades que
convivan en entendimiento mutuo y garantizando la dignidad de
todos sus miembros.
Lo que suele conocerse como pensamiento postmoderno tien-
de a desestimar esta valoración de la razón como un anticuado re-
sabio emancipatorio. Abierta o implícitamente, se arguye que esta
concepción de la razón no es sino un instrumento ideológico del
imperialismo occidental, lo cual encierra la presuposición –que,
bien mirada, no deja de ser curiosa– de que la razón es un rasgo
cultural europeo y no una propiedad constitutiva de la condición
humana. Una serie de paradojas se derivan de estas concepciones,

16
no la menor de ellas la de que termina abonando una cierta moda-
lidad de racismo a través de la postulación de ciertas “epistemolo-
gías locales”, modos de conocimiento étnicamente modulados, en
las que no deja de latir el mito del “buen salvaje”, cuya funcionali-
dad colonialista es en verdad mucho más fácil de argüir.3
¿Cuándo fue, se pregunta Alan Sokal, que razón y revolución,
que habían marchado hermanadamente hasta bien pasada la mi-
tad del siglo xx, comenzaron a considerarse como posiciones an-
tagónicas?4 El argumento postmoderno, en efecto, puede volverse
contra sus propios autores: ¿es casual, acaso, que sus “revelacio-
nes”, alumbradas por cierto en los mismos espacios geopolíticos,
las mismas metrópolis que supuestamente estaban denunciando,
hayan surgido precisamente en el momento histórico en que desde
las posiciones periféricas (coloniales o ex coloniales, pero también
de género, de clase, de etnia, etc.) estaba comenzando a emerger
trabajo intelectual propio, desafiando así la hegemonía occidental,
blanca, burguesa y patriarcal? ¿Por qué, de pronto, se propone que
este debate cada vez más plural y democrático deje de apelar al
arbitraje de la razón entendida como una constante antropológica?
¿No favorece eso en realidad que bajo la apariencia de una liberada
dispersión de voces, la verdad acabe siendo propiedad de “quien
pueda pagar mejor por ella”?5 Bajo su ilusoria crítica libertaria, de
sólo aparente progresismo, el postmodernismo, con su oferta de
relativismos y multiplicadas epistemologías de validez puramente
local, no parece ser sino una forma sofisticada de neoliberalismo
intelectual.
¿Qué es entonces, o por lo menos, qué estamos entendiendo
aquí que es, la epistemología? Entendemos que el conocimiento
científico, en principio, no es, o por lo menos no debería ser, sino

3
  Cfr. en Grimson, una argumentación más desarrollada sobre estas con-
tradicciones del pensamiento postmoderno. Grimson, A., Los límites de la
cultura. Crítica de las teorías de la identidad, Buenos Aires, Siglo XXI, 2011.
4
  Cfr. Sokal, A., “A Physicist Experiments With Cultural Studies”, en Lin-
gua Franca, mayo-junio, 1996, pág. 62-64.
5
  La frase es de Lyotard, J., La condición postmoderna, Madrid, Cátedra,
1era. Edición 1979, 1987.

17
una proyección de esta capacidad de la razón humana, aprove-
chada sistemáticamente y, también en principio, advertida contra
los muchos otros factores de la psique humana que inciden en su
puesta en acción y que afectan sus potencialidades específicas: li-
mitaciones de la percepción, incoherencias lógicas, interpretacio-
nes parcializadas, prejuicios, condicionamientos ideológicos, etc.
Una de las funciones fundantes de la disciplina de la epistemología
es, precisamente, la reflexión sobre la naturaleza de estos límites de
la razón, así como de las perturbaciones que se presentan a cada
paso en el intercambio dialógico de su ejercicio por distintos indi-
viduos y por distintas culturas. Hablamos, por supuesto, de aspi-
raciones y tendencias. Es claro que la epistemología es ella misma,
como todos los ejercicios de conocimiento sobre los que echa su
mirada, pasible de los mismos riesgos y limitaciones que estudia.
Pero esto no es necesariamente un círculo vicioso, sino un peren-
torio llamado a la constante autocrítica de la propia epistemología.
Es precisamente la reflexión epistemológica la que ha llegado a
descubrir, por ejemplo, que las comunidades científicas (que son,
por supuesto, comunidades formadas por seres humanos y que,
por lo tanto, están sujetas a los mismos condicionamientos que in-
ciden en todo proceso de reproducción y transformación social)
tienden a abroquelarse en torno a ciertas convicciones, que a veces
ni siquiera llegan a formularse explícitamente; que perduran en su
seno durante cierto tiempo; y que se dan por sentadas en la forma
de postulados o presuposiciones, a pesar de que son por lo me-
nos discutibles desde un punto de vista rigurosamente científico.
La persistencia de estos axiomas puede intentar explicarse porque
los científicos entienden que por el momento no hay alternativas
más convincentes, como en algunos ejemplos de los paradigmas de
Kuhn; o por razones más oscuras, por ejemplo ideológicas, como
el racismo que legitimara colonialismos; o derivadas de la dinámi-
ca regulatoria de las estructuras de poder, como las que Foucault
denominara “epistemes”, que, según este autor, definen lo que es
posible pensar en una determinada época, o para decirlo con más

18
precisión, en una determinada comunidad intelectual en un perío-
do histórico dado.6
Es entonces la reflexión epistemológica, realizada con un cierto
grado de responsabilidad ética y política, la que permite desmon-
tar y cuestionar las formaciones que Foucault llamara epistemes.
¿Es esto paradójico? No lo es, si es que subrayamos que la raíz
“episteme” se usa en cada caso en un sentido diferente. En la pa-
labra “epistemología” (nombre de una práctica cognoscitiva con
un objetivo y aspiraciones específicas), la raíz “episteme” apunta
al sentido más general, a la constante antropológica de la razón
humana, a partir de la cual es posible canalizar una producción
de conocimiento intersubjetivamente convalidable. El concepto de
“episteme” de Foucault, en cambio, alude a un conjunto de con-
vicciones históricamente localizables en una comunidad científica
dada, cuya aparente solidez puede ser desmantelada precisamente
tomando como punto de referencia la episteme en el otro sentido.
Foucault hace epistemología, usando “episteme” en su sentido más
general, al sentar las bases para las críticas de las “epistemes” en el
sentido particular que propone.
La posibilidad misma de la crítica de estas formaciones intelec-
tuales (epistemes, paradigmas, y, en fin, ideologías) está siempre
dada por el fundamento independiente de la razón humana como
propiedad de la especie, una propiedad que, naturalmente, atravie-
sa toda la historia de la especie misma, en la medida en que acepte-
mos que es parte de su dotación como tal. Es siempre la referencia
a ese árbitro constitutivo de la condición humana la que permite
denunciar las desapercibidas arbitrariedades que en un momento
dado se han consolidado como verdades ilusoriamente inconmo-
vibles, un riesgo del que nunca estamos totalmente a salvo y por el
cual se hace necesario hacer de la explicitación y la revisión de los

6
  Kuhn, T., La estructura de las revoluciones científicas, México, Fondo de
Cultura Económica, 1971; Said, E., Orientalism, Nueva York, Vintage Books,
1979; Foucault, M., Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias
humanas, Buenos Aires, Siglo XXI, 1968.

19
fundamentos epistemológicos una práctica regular, permanente y
metódica.

El materialismo según Birmingham


¿Hay una epistemología posible, que tome como punto de re-
ferencia a la razón humana como condición de la especie, con las
correspondientes consecuencias políticas a la que hemos hecho
referencia? A nuestro entender, sí la hay, y creemos que uno de
los esclarecimientos más iluminadores en esa dirección fueron las
propuestas intelectuales que giraron, durante la década de los ‘60,
alrededor del Centro de Estudios Culturales Contemporáneos, de
Birmingham, Inglaterra. Seguramente no son los únicos ni los pri-
meros, ni es que tampoco pueda dejar de reconocerse que, como
todas las empresas intelectuales, muchas de sus afirmaciones y de-
rroteros son revisables. Sin embargo, sirve sin duda como punto
de referencia, dada la amplia difusión que alcanzaron en ámbitos
académicos internacionales, para dar cuenta de los fundamentos
de nuestras reflexiones, emprendidas en un espacio tan alejado de
los grandes faros del trabajo intelectual de Occidente.
Cuando se traza la historia de los estudios culturales como
campo de estudios, es usual, por supuesto, la referencia al Cen-
tro fundado por Richard Hoggart en 1964.7 Sin embargo, es igual-
mente usual limitarse a mencionar los temas y el enfoque político
que cristalizaron en el Centro, tanto bajo la dirección de Hoggart,
como la de su sucesor, Stuart Hall. Rara vez se incluyen asimismo
las reivindicaciones epistemológicas, intrínsecamente vinculadas
a sus banderas políticas, que Hoggart, sin ser él mismo un vocero
sistemático, compartía, no obstante, con sus contemporáneos Ray-

7
  Cfr. During, S., “Introduction”, The Cultural Studies Reader, Londres,
Routledge, 1993, pág. 1-25; Mattelart, A. & Neveu, E., Los Cultural Stu-
dies. Hacia una domesticación del pensamiento salvaje, La Plata, Facultad de
Periodismo y Comunicación Social, Universidad Nacional de La Plata, 2002;
Irwin, R. & Szurmuk, M., “Presentación”, Diccionario de Estudios Culturales
Latinoamericanos, México, Siglo XXI e Instituto Mora, 2009, pp. 9-42.

20
mond Williams y Edward Thompson, y por los cuales estos dos au-
tores se asocian indisolublemente con el Centro de Birmingham.
En la historia intelectual de los estudios culturales, es cierto
que bajo la conducción de Stuart Hall, aunque el ímpetu políti-
co y hasta cierto punto el enfoque metodológico mantuvo la línea
original, las negociaciones, por así llamarlas, con el postestructu-
ralismo y el marxismo althusseriano, hoy ya incorporados como
corrientes confluyentes en las descripciones clásicas de la génesis
de los estudios culturales, contribuyeron a desdibujar las líneas
epistemológicas de la primera generación.8 De hecho, es en razón
de esta dispersión epistemológica de los estudios culturales que
hemos desechado desde hace años declarar nuestra inscripción en
ese campo (aunque, claro está, con parte del cual seguimos man-
teniendo importantes afinidades) y nos hemos inclinado por usar
la más descriptivamente adecuada referencia a la sociología de la
cultura.
En nuestra interpretación, la eficacia epistemológica y, al mis-
mo tiempo, política, de los estudios culturales y la sociología de la
cultura depende crucialmente de la puesta en relieve y la conside-
ración detenida de algunos que fueron postulados fundacionales
del Centro de Birmingham.
Un criterio definitorio de esa aproximación, en el que por eso
nos detenemos aquí, es el materialismo, entendiendo por tal el én-
fasis en un criterio básico con el que definieron esta postura filo-
sófica Marx y Engels en La ideología alemana: la atención puesta
en los seres humanos concretos y las relaciones concretas estable-
cidas entre ellos,9 para sólo sobre esa base sustentar cualquier abs-
tracción cognoscitivamente operativa, y aun la subordinación de
8
  Mattelart y Neveu ofrecen una detallada crónica y análisis de las princi-
pales líneas y propuestas del Centro de Estudios Culturales de Birmingham.
Mattelart, A. & Neveu, E., Los Cultural Studies..., Op. Cit.
9
  Esta definición de Marx y Engels fue retomada por Lenin para abonar su
caracterización del materialismo histórico, y por eso a menudo se tiende a
vincularla más con el dirigente soviético que con sus enunciadores originales.
Como se verá un poco más abajo, nuestra interpretación de las consecuencias
de este punto de partida no son equivalentes a la de Lenin, y por eso preferi-
mos reducir la referencia a la de Marx y Engels.

21
cualquiera de esas propuestas conceptuales nuevamente a los seres
humanos concretos en sus relaciones concretas para su desarrollo
y aplicación.10
Muchas veces se entiende bajo el nombre de “materialismo”
mucho más que esto, en particular otras propuestas teóricas y po-
líticas de Marx, o al menos interpretadas como suyas, como por
ejemplo la determinación de la superestructura por la base o la lu-
cha de clases como motor de la historia. En los hechos, sin embar-
go, Marx y Engels propusieron el materialismo en oposición explí-
cita a la práctica característica del idealismo, que partía de postular
categorías abstractas, como el Espíritu Absoluto o las categorías
trascendentales, para, a partir de ellas, interpretar o discurrir sobre
la historia humana o el análisis de las relaciones sociales. En lugar
de ir “del cielo a la tierra”, siguiendo esa modalidad idealista, Marx
y Engels propugnaban un ir “de la tierra al cielo”. Precisamente
sobre la base de la adhesión a este dictado, Williams impugnó el
principio de la determinación de la superestructura por la base del
marxismo ortodoxo, en la medida en que se sustenta en la presu-
posición (abstracta, apriorística, arbitraria incluso) de dos esferas
deslindables una de otra; y Thompson cuestionó el uso indiscri-
minado del concepto de “clase social” para interpretar cualquier
época histórica, ya que en muchos momentos este concepto no se
corresponde con ninguna realidad empíricamente distinguible.11
En estos casos, tanto Williams como Thompson encontraban pro-
puestas supuestamente marxistas, es decir inspiradas en los escri-
tos de Marx, que caían en el mismo vicio que el propio Marx había
denunciado en el idealismo: la imposición intelectual de categorías
abstractas sobre la realidad concreta histórica y experimentable.
Estas observaciones se vuelven relevantes porque, aunque,
puesto negro sobre blanco, muchos parecen dispuestos a acep-
tar el principio materialista casi como una verdad de perogrullo
10
  Marx, K. & Engels, F., La ideología alemana, Grijalbo, Barcelona, 1era.
Edición 1845, 1974.
11
  Williams, R., Marxismo y literatura, Barcelona, Península, 1era. Edición
1977, 1980; Thompson, E., Tradición, revuelta y conciencia de clase, Barcelo-
na, Crítica, 1984.

22
(obviamente, dirán, partimos de las relaciones concretas entre los
hombres y volvemos siempre a ellas al hablar sobre las sociedades
humanas), contradicciones como las que Williams y Thompson
señalan en los propios sucesores de Marx nos resultan difíciles de
notar a todos los seres humanos en nuestra propia práctica cog-
noscitiva. Tales contradicciones se vuelven escurridizas porque
hasta tal punto naturalizamos las categorías que bullen en nuestras
subjetividades y con las que ordenamos la realidad que nos cuesta
separarlas de lo propiamente percibido. Vivimos muy fácilmente la
ilusión de que estamos aplicando rigurosamente el principio ma-
terialista, aunque en los hechos estemos agregando sobre lo que la
experiencia concreta realmente ofrece categorías que la estructu-
ran y la semantizan, provocando que pongamos énfasis o sobredi-
mensionemos o incluso deformemos ciertos aspectos, desdeñando
o silenciando otros que podrían ser más pertinentes para su com-
prensión, cuando no les agregamos propiedades que simplemente
no están allí.
Muchísimos ejemplos podrían traerse a colación para ilustrar,
en el estudio de casos concretos, estas afirmaciones. Tomemos,
sólo por citar uno, la cuestión de la identidad cultural de los habi-
tantes del Valle Calchaquí, en el noroeste argentino, un caso en el
que se reproducen, mutatis mutandi, situaciones estructuralmen-
te comparables a las de otras culturas indoamericanas. Sometidos
por los discursos disponibles hegemónicamente, tanto en lo polí-
tico como en lo académico, a la opción entre “criollo” e “indio”, los
vallistos encontraban obstaculizada radicalmente la posibilidad de
una autoevaluación de sus propiedades y capacidades como colec-
tivo, inducidos a la adopción de signos y prácticas que permitieran
un reconocimiento desde afuera en una u otra de esas categorías.
Mientras tanto, los rasgos que de una manera más genuina podría
decirse que surgen de sus propias prácticas y autoconcepciones
aparecían teñidos de ambigüedad para quienes los miraban con la
óptica de esa dicotomía excluyente. Y esto ocurría, hasta no hace
mucho, en buena parte de los estudios académicos sobre el tema,
cuando no ocurría que se los considerara poco interesantes como

23
objeto de investigación precisamente por esa “indefinible” cate-
gorización.12 De manera semejante, para simplemente agregar un
ejemplo más, al estudiar las prácticas de consolidación identitaria
de los migrantes bolivianos en Lules (a veinte minutos de la capital
de Tucumán), Rivero Sierra acabó reconociendo que las expresio-
nes del folklore andino más arquetípico con las que se los suele
identificar en diversos ámbitos públicos (entre los que se cuentan
algunos estudios académicos) no son sino un instrumento al que
recurren precisamente en virtud del estereotipo difundido en la
sociedad local. Mientras tanto, donde verdaderamente alienta una
definición comunitaria de identidad boliviana e incluso la reedi-
ción de prácticas y concepciones espaciales de sus lugares de origen
es en los campeonatos de fútbol, acompañados siempre de bandas
de sikuris que, a la vez que alientan a sus equipos, realizan sus pro-
pias competencias paralelas a los partidos más importantes.13
La academia es por supuesto también una cultura, aunque a
muchos académicos nos cueste asumir todas las consecuencias de
esta relativización. Como tal, conlleva sus propios valores e inter-
pretaciones, reflejo, eco, amalgama de las de los grupos sociales
que la han dominado y la dominan, de las contradictorias pers-
pectivas ideológicas que bullen en su seno, y también, claro, de

12
  Sigo aquí mis propios análisis, desarrollados en “Ser indio donde ‘no
hay indios’. Discursos identitarios en el noroeste argentino”. Ver en una línea
coincidente el análisis de Isla. En comunicación electrónica, Isla nos sugiere
remitir, como reflexiones que apuntan en esta misma dirección, a Clifford,
J., The predicament of culture: twentieth-century ethnography, literature, and
art, Cambridge, Harvard University Press, 1988 y Kondo, D., Crafting sel-
ves: Power, gender, and discourses of identity in a Japanese workplace, Chicago,
University of Chicago Press, 1990. Kaliman, R., “Ser indio donde ‘no hay
indios’. Discursos identitarios en el noroeste argentino”, en Moraña, M. (ed.)
Indigenismo hacia el fin del milenio. Homenaje a Antonio Cornejo Polar, Pitts-
burgh, Estados Unidos, Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana,
1998, pág. 285-297; Isla, A., Los usos políticos de la identidad. Criollos, indíge-
nas y Estado, Buenos Aires, Ediciones de la Araucaria, 2009.
13
  Rivero Sierra, F., “Procesos identitarios y reproducción cultural en los
migrantes bolivianos del departamento de Lules – Tucumán”, Tesis de Docto-
rado, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Tucumán, 2008ª
publicado en Rivero Sierra, F., Los bolivianos en Tucumán. Migración, cul-
tura e identidad, Tucumán, 2008b.

24
los logros obtenidos a partir de su aspiración, cuando genuina, a
un conocimiento intersubjetivamente convalidable. La aplicación
del principio materialista, según nos ha mostrado la experiencia,
lleva constantemente a una revisión sustancial de todas las prime-
ras aproximaciones a cualquier fenómeno cultural bajo estudio,
usualmente porque los estudiosos llegamos munidos de los prejui-
cios, las interpretaciones, las dicotomías y los énfasis de nuestros
propios habitus profesionales (o, eventualmente, incluso de clase),
y de los ordenamientos e inquietudes dominantes en el mundo
académico.
La experiencia con los practicantes mismos de la cultura, su tes-
timonio, la observación y participación en sus prácticas, cuando se
realiza con un concienzudo y sistemático respeto por el principio
de que la realidad manda sobre las categorías, reorienta en efecto
no sólo las hipótesis mismas de trabajo, sino a menudo el recono-
cimiento de qué es lo verdaderamente relevante para comprender
la dinámica cultural correspondiente. Las categorías “cuentos del
zorro” y “cuentos de animales”, que se estudiaban como géneros
en ciertas zonas de los Andes del norte argentino, resultaron ser,
al menos en la investigación de Chein en Amaicha, en el norte de
Argentina, no reconocibles como tales por sus propios practican-
tes, que articulan esas formas textuales así categorizadas académi-
camente en un complejo de prácticas ligadas con una identidad
altamente vulnerable a la presión de la Modernidad.14 Los jóvenes
que delinquen, por lo menos los de las villas de Tucumán, según
los estudios de Lorena Cabrera (en lo cual coincide, por cierto, con
otros estudiosos que han desarrollado su trabajo en otras ciudades
argentinas), consideran lo que se categoriza como delitos desde
el punto de vista legal y, por lo tanto, transitivamente, académi-
co, como una opción entre muchas otras para salir adelante en un
contexto de graves carencias y no como un tipo de conducta regu-

  Cfr. Chein, D., “Reproducción de las prácticas discursivas orales: los


14

cuentos de animales en el Valle Calchaquí”, Tesis de Doctorado, Facultad de


Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Tucumán, 2004.

25
lar aislable de sus otras prácticas cotidianas.15 Los estudios sobre el
curanderismo que toman como punto de partida, para enaltecerlo
o denigrarlo, una supuesta y definitiva oposición contra la biome-
dicina hegemónica en las sociedades occidentales, serán estériles
para encarar una comprensión de su dinámica social, ya que, como
ha quedado en claro en las investigaciones de Denisse Oliszewski
en Tilcara (Jujuy) y Tucumán (en consonancia con las conclusio-
nes de otros estudiosos en otros contextos sociales), en las concep-
ciones de la salud, la enfermedad y la terapia de los actores sociales,
se entretejen rasgos de ambas perspectivas de maneras variadas y
complejas, al punto que la diferencia entre ambas (y las eventuales
jerarquizaciones entre ellas) es antes una muy mediada influencia
de las instituciones educativas y legales que una concepción defini-
tivamente orientadora de sus conductas.16
Hemos escogido ejemplos de investigaciones desarrolladas en
el seno de nuestro proyecto, pero podrían multiplicarse al infinito,
empezando por las investigaciones de los propios miembros del
Centro de Birmingham. The Uses of Literacy, del propio Hoggart,
implicó una revisión radical de las categorías con las que se anali-
zaban las pautas culturales de la clase obrera. El trabajo de Brund-
son y Morley sobre la recepción del programa Nationwide, uno de
los logros inaugurales de lo que Mattelart y Neveu llaman el “giro
etnográfico” de Birmingham, transformó sustancialmente el aná-
15
  Cabrera, L., “La identidad de grupos marginales: narrativa de delito
en villas tucumanas”, Tesis de Licenciatura, Facultad de Filosofía y Letras,
Universidad Nacional de Tucumán, 2006. Cabrera, L., “De los trabajos a los
laburos ilegales y sus estructuras de sentimiento: pensando los procesos de
socialización delictiva entre los villeros. Una aproximación etnográfica”, en
Cid Ferreira, L. y Arenas, P. (comps.), Pensar Tucumán. Reflexiones sobre
Delito, Pobreza y Derechos Humanos, Tucumán: Edunt, 2012; Cfr. Kessler,
G., Sociología del delito amateur, Buenos Aires, Paidós, 2004; Míguez, D.,
Delito y cultura. Los códigos de la ilegalidad en la juventud marginal urbana,
Buenos Aires, Biblos, 2008.
16
  Oliszewski, D., “Médicos, curanderos y pacientes: las dolencias físicas
en Tilcara”, en Humanitas 35, Tucumán, Facultad de Filosofía y Letras UNT,
en prensa, 2009b.; Cfr. Menéndez, E., “La enfermedad y la curación ¿qué es
medicina tradicional?”, Alteridades 4 (7), 1994, pág. 71-83; Arrué, W. & Ka-
linsky, B., Claves antropológicas de la salud. El conocimiento de una realidad
intercultural, Buenos Aires, Miño y Dávila, 1996.

26
lisis de las audiencias televisivas, a partir de la observación de lo
que realmente ocurre en ellas.17 Tales revisiones ocurren sistemáti-
camente en relación con aspectos más o menos fundamentales de
las culturas que se intentan comprender. Metodológicamente, la
aplicación cuidadosa y alerta del principio materialista, contra la
tendencia natural ya mencionada a confundir nuestras categorías e
interpretaciones con la realidad misma, es esencial no sólo para la
reformulación de las hipótesis iniciales, sino también para la lectu-
ra crítica de muchos de los trabajos anteriores sobre el tema y sigue
siendo un imperativo a todo lo largo de cualquier investigación, y
aun debe estar presente, como una advertencia incorporada, en la
propia exposición de los resultados.

Los esencialismos
Esto no quiere decir que los propios practicantes de la cultura,
por el solo hecho de serlo, cuenten (contemos) con explicaciones
coherentes y con las categorías más acertadas para comprender
nuestras propias prácticas. Todos los seres humanos primariamen-
te vivimos nuestras culturas, las diversas culturas de las que par-
ticipamos, y tenemos una imagen formada de nuestras prácticas
y nuestras identidades, apta para participar en ellas, pero no para
explicarlas, ya que sólo ocasionalmente reflexionamos sobre ellas.
Muy pocos, a menudo es casi una labor especializada, lo hacen
de manera regular, y en muchos casos esto es secundario para la
práctica cultural misma. Las reflexiones sistemáticas, con afán ex-
plicativo y argumentado, que caracterizan la búsqueda académi-
ca, son para cualquiera de nosotros cuando nos movemos como
simples practicantes de la cultura, más bien irrelevantes. Salimos
a bailar para divertirnos y compartir esa diversión con amigos o
hacer nuevos amigos. Vamos a un partido de fútbol a disfrutar del
juego o a cinchar por el equipo de nuestras aficiones. Asistimos a
17
  Hoggart, R., The Uses of Literacy, Londres, Chatto & Windus, 1957;
Brundson, C. & Morley, D., Everyday Televisión: ‘Nationwide’, Londres, Bri-
tish Film Institute, 1978.

27
un concierto para gozar de un cierto placer estético y encontrarnos
con gente de gustos afines. Sin duda, muchos podemos tener con-
ciencia, e incluso activar estrategias correspondientes, del capital
social que se pone en juego en la participación en estas prácticas.
Sin embargo, no nos preocupan, en principio (no necesitamos pre-
ocuparnos para participar de estas prácticas y hasta puede resultar
contraproducente para involucrarnos efectivamente en ellas), otras
motivaciones sociológicamente informadas que nos guían hacia y
durante esas prácticas, ni mucho menos los condicionamientos es-
tructurales que las hacen posibles y que explican sus derroteros y
transformaciones.
Ciertamente, en muchas prácticas culturales, en particular las
que están ligadas con identidades socialmente activas y sobre todo
cuando hay intereses significativos que movilizan los esfuerzos por
consolidar esas identidades, se suscita algún grado de reflexión
entre al menos parte de los miembros de los grupos humanos in-
volucrados. No obstante, buena parte de esas reflexiones son en
realidad parte de la práctica cultural misma, y se mueven más en
dirección a consolidar la práctica, o la identidad en la que la prác-
tica cobra sentido, que a un esclarecimiento coherente y detenido
de su dinámica.
Tales manifestaciones –inicialmente discursivas– proponen,
por cierto, generalizaciones relevantes sobre las prácticas cultura-
les o sobre los grupos que se reconocen en ellas, pero, a los fines
de una investigación académica, sirven más como datos sobre esas
culturas antes que como hipótesis sobre su verdadera dinámica:
señalan la imagen que de sí mismos y del grupo al que se autoads-
criben dan algunos de sus miembros; sugieren caminos sobre los
que a ellos les parece relevante, cuyas pertinencias y silenciamien-
tos pueden comprobarse o revisarse al contrastar con las prácticas
mismas y con las perspectivas de otros miembros de la comuni-
dad; proporcionan pistas, en fin, sobre lo que a estos voceros –o al
menos erigidos como tales– les interesa enfatizar sobre su grupo
y sobre su propio papel dentro de ellos, así como el modo en que
prefieren que eso sea considerado por otros.

28
La cultura, en efecto, fluye de maneras más inconscientes que
conscientes. La incidencia de las identidades realmente activas –y
no simplemente discursivamente pretendidas– en los actores so-
ciales, un motivo que nos ha preocupado particularmente en nues-
tras indagaciones empíricas y conceptuales, se pone de manifiesto
de manera mucho más indirecta que lo que tales discursos preten-
den reflejar. En sus investigaciones sobre la recepción de la tele-
novela en Tucumán, Mariana Carlés logró distinguir dos tipos de
espectadores (seguramente entre muchos otros), cada uno de ellos
caracterizado por ciertos rasgos de socialización reconocibles que
convergían, a la vez, para explicar sus respectivas formulaciones
del mediático género. Sus entrevistados, claro está, no hablaban
en tanto que miembros de tales grupos y, de hecho, su gusto por la
telenovela podía considerarse relativamente reñido con los valores
supuestamente predominantes en esos grupos (en fórmulas bre-
ves, se trataba de católicos de familias tradicionales, por un lado, y
de intelectuales ilustrados de clase media, con formación universi-
taria, por otro). Su inscripción identitaria se ponía de manifiesto,
en consecuencia, no por la práctica misma de la que estaban ha-
blando, sino sobre la modalidad de sus apreciaciones sobre ella.18
En aras de un análisis más fidedigno, es necesario situar todos
los discursos, y las prácticas, dentro de marcos conceptuales más
amplios, en los que emerjan, subyacentes a las tensiones y con-
tradicciones que surgen del análisis y la contrastación entre las
diversas perspectivas y performances, las generalizaciones sobre
los factores efectivamente activos en un nivel más profundo. Si un
investigador aspira a concentrarse en una práctica o un grupo hu-
mano en el que él o ella misma está involucrado, goza sin duda de
una posición de privilegio para capturar matices ocultos e incluso
variables insospechadas por un extraño. Sin embargo, al mismo
18
  Carlés, M., “Lo deseado y lo vivido. La recepción de la telenovela en Tu-
cumán”, Tesis de Licenciatura, Facultad de Filosofía y Letras UNT, Tucumán,
2006; Carlés, M., “La telenovela en Tucumán: La incidencia de los discursos
identitarios en la decodificación de productos culturales”, en Espéculo. Revista
de estudios literarios 39, 2008. Disponible en http://www.ucm.es/info/especu-
lo/numero39/tvtucu.html. Universidad Complutense de Madrid.

29
tiempo, le es necesario una suerte de desdoblamiento que permita
el reconocimiento, por ejemplo, de motivaciones menos nobles o
caracterizaciones menos apologéticas y condicionamientos histó-
ricos más fuertes que los que uno tiende a reconocer para sí mismo
y las comunidades de las que se siente integrante. Un marco con-
ceptual sólido, afincado, insistimos una vez más, en el principio
materialista, genera las condiciones de posibilidad para ese fructí-
fero desdoblamiento.
Podemos ir más lejos en las consecuencias epistemológicas y
políticas de este aspecto de la aproximación materialista conside-
rando el tópico del esencialismo, un rasgo típico de muchos dis-
cursos de auto–representación, que proponen generalizaciones
eventualmente productivas, en el sentido arriba mencionado, pero
también en gran medida engañosas. Entendemos por esencialistas
aquellos discursos que apelan a una suerte de entidad inalcanzable
a la percepción directa, casi metafísica, a veces incluso ahistórica,
que constituiría la fuerza subyacente a las conductas colectivas y
que se expresaría en las manifestaciones de los actores sociales in-
volucrados. Esta “naturaleza espiritual” del grupo cultural, se en-
tiende, está más allá de la conciencia de los actores, y obra en ellos
mismos a pesar de esa inconsciencia. El esencialismo es un fácil
recurso de los discursos discriminadores contra la alteridad: “las
mujeres son así y así”, “los bolivianos son de tal y cual manera”,
“los hinchas de Boca siempre hacen tal o cual cosa”. Pero, como
generalizaciones, no son menos cuestionables cuando apuntan no
a alteridades, sino a identidades, es decir a la caracterización no
de los “otros”, sino del propio grupo al que pertenece el autor del
discurso esencialista.
El esencialismo, en efecto, otorga un cierto poder a quien al-
canza a erigirse como vocero e intérprete aceptado de la “esencia”
supuesta para un grupo dado, ya que, a través de esta posición,
alcanza una fuerte capacidad de influencia sobre la conducta de los
miembros del grupo que le asignan esa capacidad, y en la medida
en que se la asignan, ya que los discursos esencialistas, usualmen-
te, se acompañan del imperativo moral de la lealtad incondicional

30
de los actores sociales a esa supuesta naturaleza que precedería y
gobernaría su propia historia personal.
Los esencialismos han sido funcionales a grupos socialmente
dominantes, por ejemplo para construir una supuesta unidad por
encima de las diferencias de la clase y legitimar, al mismo tiem-
po, la posición de privilegio de esos sectores, como en el caso de
la definición del gaucho como emblema de la identidad nacional
argentina, instrumentada por intelectuales ligados a la oligarquía
terrateniente en ese país a comienzos del siglo xx, equiparándose
con, y al mismo tiempo subordinando a, los sectores populares que
se venían reconociendo a sí mismos en el criollismo.19
Sin embargo, los esencialismos también son operativos en po-
siciones contrahegemónicas. Vistos desde el lado positivo, sirven
para abroquelar solidariamente voluntades cuyos esfuerzos de otra
manera podrían dispersarse por la acción de los intereses indivi-
dualistas, a la vez que instalan un punto de referencia, por simbó-
lico e imaginario que sea, desde el cual contrarrestar los discursos
hegemónicos instrumentales para la sumisión de la subalternidad.
Las identidades indias surgidas en territorio argentino, sobre todo
luego de la reforma de la Constitución de 1995 que dictaminó los
derechos de las poblaciones originarias sobre las tierras de sus an-
cestros, proporcionan ejemplos de este costado relativamente po-
sitivo del esencialismo. En el noroeste argentino, muchos de estos
grupos adoptaron, ante la falta de una tradición propia suficiente-
mente añeja sobre la base de la cual organizar sus reclamos, signos
tomados de un incario que probablemente no sólo no fueron nun-
ca propios de las poblaciones originarias cuya herencia reclama-
ban, sino que incluso en algunos casos habían sido interpretados
por ellas como emblemas de un amenazante imperialismo. A pesar

19
  Cfr. En Alhajita es tu canto. El capital simbólico de Atahualpa Yupanqui y
bibliografía allí citada. (Kaliman, R., Alhajita es tu canto. El capital simbólico
de Atahualpa Yupanqui, 2ª edición, Comunic-Arte, Córdoba, 2004.) Chein en
La invención literaria del folklore. Joaquín V. González y la otra modernidad
reconstruye el proceso previo y que prepara el camino al criollismo del Cen-
tenario. Chein, D., La invención literaria del folklore. Joaquín V. González y la
otra modernidad, Tucumán, 2007.

31
de estas contradicciones, que no eran sino la consecuencia de una
importante desconexión histórica provocada por la colonización y
consecuente estigmatización de las culturas originarias más vulne-
rables, la estrategia en conjunto puede considerarse legítima desde
un punto de vista político, frente a la necesidad práctica de la con-
solidación de una identidad que sí está realmente vigente, a pesar
de haber sido víctima de un avasallamiento secular.
Los esencialismos en el seno de grupos contrahegemónicos en-
trañan, no obstante, el riesgo político de todos los esencialismos:
la configuración de un grupo de poder dentro del propio grupo
subalterno, vehiculizado a través de la supuesta autoridad en la
definición de la esencia, que en última instancia se erige como el
definidor de lo que ha de ser el bien común e incluso como árbitro
de los problemas que han de preocupar al colectivo y de las con-
ductas que ha de seguir en relación con ellos. El caso de Domitila
Chungara reclamando no sentirse representada por las intelectua-
les feministas de clase media y alta, de sociedades occidentales, que
conducían un gran congreso internacional al que había sido invita-
da, es sólo un ejemplo que fue particularmente resonante de estos
avasallamientos en el interior de grupos movidos, por otra parte,
en primera instancia, por reivindicaciones legítimas. Los debates
en torno al testimonio de la dirigente minera boliviana, publicado
bajo el título de Si me permiten hablar, (debates que se referían a
quién y cómo fue que finalmente “le permitió” hablar a Domitila
Chungara) dan cuenta de las complejas vías en que las estructuras
de poder siguen afectando en el interior mismo de grupos que se
alzan legítimamente en contra de la dominación.20
Estos riesgos políticos pueden interpretarse, en verdad, como
una consecuencia del vicio epistemológico de los esencialismos, su
contradicción definitiva con el principio que hemos llamado ma-
terialista: se trata de una (y usualmente, más de una) categoría abs-
tracta desde la cual se interpreta la realidad de las subjetividades

20
  Barrios de Chungara, D. & Wiezzer, M., Si me permiten hablar. Tes-
timonio de Domitila, una mujer de las minas de Bolivia, México, Siglo XXI,
1977.

32
humanas concretas y las concretas relaciones entre ellas. Spivak ha
barajado con detenimiento en varias ocasiones las complejas impli-
caciones de lo que ella llama precisamente el “esencialismo estra-
tégico”. Sus reflexiones retrotraen a las de Gramsci sobre la relativa
utilidad política que ciertas interpretaciones mesiánicas de un su-
puesto determinismo de la historia podían tener en momentos de
desaliento, pero con la advertencia de que semejantes operaciones
“compensatorias” de los vaivenes de la lucha no debían trasladarse
más allá de esa única, e incluso para él no del todo convincente,
finalidad.21 Estas referencias muestran la larga tradición de este di-
lema de los estudios culturales con sensibilidad política, un dilema
que puede formularse de la siguiente manera: ¿corresponde que
subordinemos nuestras prácticas de producción de conocimiento
a las conveniencias de los grupos que juzgamos víctimas injustas
de las estructuras de poder, defendiendo a ultranza las interpreta-
ciones que mejor se avienen con los intereses de éstos?
Sin duda, el dilema seguirá en pie por mucho tiempo y cada
uno lo resolverá de diferentes maneras, en diferentes circunstan-
cias. Sin entrar a considerar las múltiples variables que habrían de
tenerse en cuenta en cada caso particular, creemos importante, sin
embargo, subrayar que cualquiera sea la opción que se tome, la
producción de conocimiento fidedigno sigue siendo la función so-
cial que nos cabe. Completando el ejemplo citado de Gramsci, éste
enfatizaba que aun si optamos por el uso estratégico de una inter-
pretación mesiánica del determinismo, en el caso de una derrota
momentánea o parcial en la larga batalla por una sociedad justa,
eso no debe hacernos olvidar que los mesianismos son ilusorios,
que la historia depende de la acción o inacción de los seres hu-
manos y no está pre-determinada por ningún factor ajeno a ellos,
sea la Divina Providencia, el Espíritu Absoluto o unas supuestas
fuerzas que conducen indefectiblemente a la sociedad sin clases,
por encima o independientemente de lo que piensen, quieran y

  Spivak, G., The Postcolonial Critic. Interviews, Strategies, Dialogues, Nue-


21

va York y Londres, Routledge, 1990; Gramsci, A., Selección, traducción y


notas de Manuel Sacristán, México, Siglo XXI, 1970.

33
hagan los actores sociales concretos. De la misma manera, aun si,
en razón de la conveniencia de un grupo humano que considera-
mos víctima de una injusta desigualdad estructural, optamos por
avalar, por acción u omisión, por ejemplo, la validez de un discur-
so esencialista, eso no puede hacernos olvidar que el esencialismo
no es una categoría científica, sino en todo caso un hecho de fe
y, por esta razón, válido únicamente para la cultura en la que se
ha difundido, y por lo tanto allí mismo, incluso, pasible de crítica
ideológica. El esencialismo es un rasgo, en todo caso, de la cultura
que se estudia, y no una categoría desde la cual analizarla en pos de
un conocimiento de validez intersubjetiva, por lo mismo que esas
esencias, sin duda, no se siguen del principio materialista.

Las preguntas de una epistemología materialista


Creemos que ha quedado claro por qué entendemos que buena
parte de las categorías y modelos implícitos que usamos en los es-
tudios culturales y en sociología de la cultura tienen una historia
independiente de la consideración estrictamente materialista: no
han surgido como abstracciones provisorias de la consideración
detenida de los seres humanos concretos y sus relaciones concre-
tas. Y las que sí, tienden muchas veces a usarse de maneras que
cobran independencia: se cristalizan como categorías con vida
propia, para aplicarse a priori sobre distintas realidades, y en gene-
ral, para que pueda darse ese proceso, se flexibilizan en su alcance
y se vuelven imprecisas, como ocurre a menudo por ejemplo con
categorías como habitus o capital simbólico, para cuya acuñación
Bourdieu, pese a ciertos tics estructuralistas, apeló a la observación
minuciosa y detenida de muchas conductas humanas.22
De nuestra experiencia en investigación y en la docencia de so-
ciología de la cultura, un aprendizaje particularmente interesante

  Como puede apreciarse, por ejemplo, en las argumentaciones con las que
22

sostuvo sus primeras propuestas de estos conceptos. Cfr. Bourdieu, P., Es-
quisse d’une theorie de la pratique, précedé de trois études d’ethnologie kabyle,
Suiza, Librairie Droz, 1972.

34
ha sido el de reconocer cierto conjunto de preguntas con las cuales
no sólo comenzar las indagaciones, sino también profundizar dis-
tintos aspectos que se van presentando a lo largo de la investiga-
ción misma. Son preguntas referidas a categorías centrales para el
tema que se pretende estudiar o para las hipótesis que se barajan en
torno a él: ¿cómo existen en la realidad? ¿cómo hacemos para dis-
tinguir los fenómenos de la realidad concreta que son instancias de
esas categorías de los que no lo son? Y la que todavía es más com-
pleja, pero igualmente interesante: ¿qué nos hace pensar que habrá
muchas instancias de aplicación de esa categoría?, equivalente a
preguntarse: ¿por qué pensamos que es operativa para producir
generalizaciones? Vinculadas con éstas, hay otras preguntas, ya no
referidas a las categorías, sino a las proposiciones en las que és-
tas entran y a través de las cuales formulamos hipótesis o dejamos
sentadas presuposiciones o, incluso, postulados, como la de ¿cómo
podemos proceder para saber si esa proposición es verdadera o no
en la realidad concreta?
Es curioso que usualmente damos por sentadas las respuestas a
preguntas tan básicas como éstas y, como puede verse, barómetros
del grado de materialismo de nuestras aproximaciones. Pero sólo
al tratar de formular explícitamente estas preguntas y dar forma lo
más precisa posible a las respuestas, descubrimos complejidades,
imprecisiones, prejuicios, descubrimientos que por sí solos nos
permiten reorientar adecuadamente cualquier proyecto de investi-
gación. No es el menor beneficio de estas operaciones el descubrir
que usamos una categoría o suponemos la verdad de una propo-
sición sólo porque es moneda corriente en el discurso académico,
que no nos proporciona sin embargo, complementariamente, ar-
gumentos incontestables para seguirlas sosteniendo y aplicando. A
lo largo de los años, los miembros del proyecto en el que han surgi-
do los documentos aquí publicados, nos hemos esmerado por des-
brozar todo el terreno conceptual y teórico en el que trabajamos,
sólo para descubrir las dificultades que entraña el hacerlo y todo lo
que queda por seguir haciendo al respecto. Fruto de este esfuerzo
son los dos documentos de trabajo que se recogen en el presente

35
volumen. Desde 2006, estamos embarcados en una tarea semejan-
te en relación con el concepto de “poder”. Es sorprendente, a pesar
de la importancia política y epistemológica de este concepto, cómo
se usa en una cantidad de sentidos diferentes, pasándose inadver-
tidamente de uno al otro, muchas veces de manera imprecisa; y
muy esporádicamente, sólo muy esporádicamente, puede decirse
que es posible reconocer sin asomo de duda cuáles son los hechos
concretos a los que se está refiriendo, y sobre los cuales entonces
está proponiendo generalizaciones.
Es demasiado común que se pase por alto la importancia de
este tipo de preguntas, así como el problema epistemológico que
ellas plantean. Cuando se hacen, estas interrogaciones suelen des-
pacharse con un no disimulado apuro, como cumpliendo una
mera formalidad, ya que parece suponerse que no puede ponerse
en duda la instrumentalidad cognoscitiva de las categorías y pro-
posiciones que “todo el mundo” acepta, o por lo menos “todos los
que están políticamente de acuerdo conmigo”. Sin embargo, aun
para las categorías que más nos convencen, este tipo de examen
las vuelve más productivas, si se las mira, claro, con el imperativo
materialista en mente. Y hay muchas otras que revelan sus falen-
cias, desde limitaciones hasta presupuestos ideológicamente sos-
pechosos, pasando por vaguedades o usos impropios, en las cuales
corremos el riesgo de caer sin este tipo de análisis.
Es muy común, por ejemplo, en estudios culturales y en otros
campos disciplinarios nutridos o no por el postestructuralismo, la
apelación a metáforas, cuyas connotaciones impropias no se expli-
citan y que por lo tanto pueden seguir resonando indebidamente
más allá de la mera rotulación. Seducen más como hallazgos lite-
rarios que como categorías explicativas sustentadas en el estudio
de la realidad.
Tomemos, sólo por dar un ejemplo, el caso de la expresión “le-
gado colonial”. Está claro que no nos referimos a que el período
colonial (que no es ni siquiera un sujeto, claro está) ha dejado un
testamento en el que otorga al período contemporáneo la propie-
dad de determinada práctica o determinadas relaciones sociales.

36
“Legado” no se usa en el sentido literal. Es una metáfora. ¿Qué que-
remos decir entonces con esa palabra? La ausencia de explicitación
(la sensación de que ni siquiera es necesario hacerla) obstaculiza
cualquier discusión productiva. Parece esperarse que cada uno se
haga cargo de las connotaciones válidas y de las conclusiones o
sugerencias que de ellas se derivan. Pero no podemos estar seguros
de que estamos todos hablando de lo mismo, ni mucho menos de
si nuestros respectivos grados de precisión y dispersión con res-
pecto a lo que está en juego al usar la expresión coinciden o no con
los de nuestros interlocutores.
Supongamos que queremos decir algo así como que esa prác-
tica o esa estructura de relaciones sociales, existente en el período
colonial, y propia de la estructura social e ideológica de esa época,
ha seguido reproduciéndose hasta nuestros días. Se trataría, bási-
camente, de una analogía: esto de hoy se parece a lo de ayer. Pero
claro está, entendemos más que eso. Entendemos, por ejemplo,
que eso no debería haber sucedido así, porque esas estructuras ya
no corresponden a estos tiempos de descolonización. Esto implica
una serie de presuposiciones que habría que explicitar, ya que por
cierto no todo lo que es hoy igual que ayer es igualmente critica-
ble. Por otra parte, este concepto subraya la analogía, por lo cual
parecería que si pudiéramos encontrar que a lo largo del tiempo
la estructura se ha modificado en algunos aspectos, como segu-
ramente ha ocurrido, la categoría ya no sería apropiada, cosa que,
obviamente, no es lo que queremos. Habría que explicitar enton-
ces cuáles son los rasgos que hacen de determinado fenómeno un
“legado colonial” y cuáles, en cambio, no son relevantes para tal
denominación.
Por otra parte, un problema con esta categoría que no es inme-
diatamente visible tiene que ver con el modo en que se reprodu-
cen las estructuras sociales. La metáfora del legado sugiere que hay
algo que simplemente nos ha sido otorgado por el pasado (¿por
quién exactamente?) sin que lo pidamos, claro está. De modo que
bastaría entonces con rechazarlo. Pero ocurre que las estructuras
sociales se reproducen de maneras mucho más complejas que las

37
de simplemente dar y recibir o rechazar, complejidad que es cru-
cial escudriñar y tratar de comprender profundamente si es que se
pretende producir transformaciones sociales sustentables, y que,
sin embargo, está ausente en muchas de las ocasiones en que se usa
el término. Por cierto, esto no ocurre en todas las ocasiones, pero
sí en muchas, y creemos que eso se debe a que tendemos a conten-
tarnos con una metáfora y sus sugerencias y no con las preguntas
cruciales sobre cómo esas rotulaciones se vinculan con la realidad
experimentable.

El materialismo de las subjetividades sintonizadas


En vez de insistir con metáforas, entonces, deberíamos tratar
de contestar a preguntas tales como ésa: ¿cómo se reproducen las
estructuras sociales? De hecho, si aspiramos a colaborar con trans-
formaciones efectivas y políticamente productivas en nuestras
sociedades, son ese tipo de preguntas las que deberíamos poder
contestar cada vez más claramente. Los documentos incluidos en
este volumen son una contribución a ese esfuerzo.
Para nosotros, de hecho, la pregunta sobre la reproducción y
transformación de las estructuras sociales fue desde el principio y
sigue siendo una pregunta fundamental. Lo que llamamos cultura
no puede entenderse sino como un recorte operativo dentro del
complejo proceso de la reproducción social. Lúcida y orientadora
es, en efecto, para nosotros, una de las caracterizaciones de Ray-
mond Williams, cuando sostiene que la cultura incluye los aspec-
tos manifiestamente significantes implicados en prácticas que, de
todos modos, están imbricadas en otros sistemas de intercambio
social.23 Así, en prácticas usualmente entendidas como parte de
la cultura, como la música llamada “clásica” (indiscutiblemente
“cultura” dentro de su acepción de “alta cultura”), o, para el caso,
también la música popular (que es “cultura” dentro de una com-

  Williams, R., Sociología de la cultura, Barcelona, Paidós, 1era. Edición


23

1981, 1994.

38
prensión más antropológica del término), los aspectos significan-
tes cobran un relieve sobresaliente (es una práctica, en términos de
Williams, “manifiestamente significante”), aunque, por cierto, la
práctica implica otros aspectos (tecnológicos, económicos, socia-
les en general), que no pueden dejar de considerarse en su estudio.
Siguiendo esta línea de pensamiento, sin embargo, también resul-
tan “culturales” los aspectos significantes de prácticas en las que se
presentan en mayor grado de “disolución” dentro de otros aspectos
que cobran mayor importancia. Williams menciona como ejemplo
el sistema monetario, cuyos obvios aspectos significantes quedan
usualmente al margen frente a la preponderancia de su papel como
instrumento de intercambio económico. Oliszewski, por ejemplo,
al estudiar el curanderismo como práctica cultural, no olvida que
los aspectos significantes que la hacen “cultural” están subordina-
dos, incluso tal vez en las propias subjetividades de los actores so-
ciales involucrados, dentro del objetivo de recuperar o mantener
la salud.24
Por ese motivo, preguntarse cómo se reproduce la cultura es
–o al menos implica en un nivel más básico– preguntarse cómo se
reproducen las estructuras sociales. Lo que llamamos cultura será
resultado de acotaciones operativas sobre esos procesos más gene-
rales, que incluyen otros aspectos, muchos de los cuales, a su vez,
no son irrelevantes para dar cuenta de los procesos que llamamos
específicamente cultura.
Resulta consistente, entonces, que lancemos, sobre la reproduc-
ción de las prácticas sociales, las preguntas materialistas: ¿en qué
realidad concreta podemos poner nuestra mirada para proponer
generalizaciones?
Está claro que ha habido y hay muchas respuestas a lo largo
de la historia de los estudios sobre la sociedad y la cultura. Se ha
apelado muchas veces a las “esencias” (nacionales, étnicas, de gé-

24
  Oliszewski, D., “Los aspectos significantes disueltos en las prácticas
terapéuticas de los curanderos”, en Bulacio, C. (Comp.). Cruce de Saberes,
Tucumán, Instituto de Estudios Antropológicos y Filosofía de la Religión de
la Facultad de Filosofía y Letras, UNT, en prensa, 2009a.

39
nero, etc.), sobre cuya insostenibilidad material ya hemos elabora-
do arriba. Más convincente parecería concentrarse en los objetos
producidos por una cultura, accesibles a la percepción directa, o,
incluso, los rituales, en el sentido amplio y no únicamente sagrado,
en los que se involucran, jugando papeles establecidos de maneras
más o menos estandarizadas, los practicantes. Sin embargo, tanto
los objetos como los rituales son subsidiarios de otra realidad ma-
terial que es la que realmente les da el sentido cultural y que son las
asociaciones entre esa realidad directamente perceptible y elemen-
tos psíquicos (significados, valores, emociones, etc.), asociaciones
que existen, o funcionan si se quiere, en las subjetividades de los
propios practicantes. Una bandera, por ejemplo, por sí misma no
significa nada: sólo significa en la subjetividad que la asocia con
una identidad nacional o una identidad étnica o una identidad de
género. Una determinada secuencia rítmica reiterada innumera-
blemente no expresa nada en particular como realidad física, sino
en el seno de una subjetividad en la cual está asociada con ciertos
movimientos particulares del cuerpo, y a través de ello, con deter-
minados contenidos comunitariamente compartidos.
Estas reflexiones argumentan a favor de lo que nosotros con-
sideramos el asiento material de la cultura, así como, en conse-
cuencia, de la reproducción cultural e, incluso, de la reproducción
social en general: las subjetividades de los actores sociales que pue-
den comunicarse entre ellos en virtud de, y en la medida en que,
compartan las respectivas asociaciones. Es un sentido muy restrin-
gido de “materialidad” (vinculado a lo que a menudo se conoce
como gnoseología positivista, que, ciertamente, a veces parece que
se confunde con el materialismo) el que niega la materialidad (la
existencia concreta) de las subjetividades, por no ser directamente
accesibles a la percepción. Es cierto que esa inaccesibilidad vuelve
más difícil su conceptualización, más escurridiza su localización,
más ardua la empresa de conocimiento materialista, pero está cla-
ro que las dificultades no se solucionan esquivándolas y tomando
un camino que, si más fácil, es en realidad errado. Si la realidad
material son las subjetividades, no queda otro camino que buscar

40
los modos, aunque indirectos, de acceder a ellas, reflexionando a
partir de lo que sí es directamente accesible a la percepción.
No estamos negando, por supuesto, la importancia que tienen,
en cualquier estudio cultural, los soportes materiales de los sig-
nos (los significantes, en el sentido más crasamente saussuriano),
sino tomando conciencia de que esos soportes son signos sólo en
la subjetividad de quien los asocia con contenidos psíquicos (con-
ceptual, emocional o incluso motriz, como en el baile que sigue un
ritmo musical). La posibilidad de significación, de comunicación,
de cultura, está dada por el grado en que los otros actores sociales
involucrados compartan esas asociaciones. Estas consideraciones,
guiadas por una aplicación indeclinable del principio materialis-
ta, mina la eficacia de muchos modelos semióticos que imaginan
códigos abstractos, con leyes autónomas de funcionamiento que
los actores sociales se limitarían a poner en funcionamiento. Ta-
les códigos no son sino una generalización sobre lo que realmente
ocurre en un conjunto de subjetividades, y por lo tanto no pueden
explicarse sino como un epifenómeno de esa abigarrada realidad
material que son la suma de las dinámicas e historias de cada una
de esas subjetividades. No es de extrañar, si se lo mira así, que, con
el correr del tiempo, los estructuralistas franceses fueron descu-
briendo que los códigos son inestables y están transformándose
continuamente. Sólo esa operación idealista (y, evidentemente, no
materialista) de pretender otorgarles una autonomía de funcio-
namiento con respecto a las subjetividades en las que realmente
existen había podido crear la ilusión de que su dinámica podía ca-
racterizarse y describirse por sí misma.
De esta manera, el dictado epistemológico del materialismo
nos conduce al principio general de que ninguna explicación de
fenómenos culturales puede dejar de incluir, de alguna manera,
lo que ocurre en el nivel de las subjetividades, porque éstas son la
única realidad concreta en la que estos fenómenos ocurren.
Notemos que lo que interesa socialmente (y, por lo tanto, cultu-
ralmente) no son los hechos individuales, sino las generalizaciones
que podamos hacer sobre esos sucesos individuales. La conside-

41
ración de rasgos “psicológicos” en el primero de los documentos
incluidos en este volumen no aspira simplemente a dar cuenta de
algunos elementos operativamente productivos para dar cuenta
de la psique humana, sino a encontrar en las propiedades de esta
psique aquellos factores que expliquen cómo se vuelven posibles
las interacciones, y de allí, las generalizaciones relevantes para un
estudio cultural.
Somos conscientes de que la densidad del primer documento
–y tal vez en algunos momentos del segundo– puede parecer poco
usual en las aproximaciones académicas a la cultura. Nos gustaría,
por eso, justificar un poco esta modalidad de nuestra exposición,
aunque algunas de las justificaciones están implícitas en lo que ve-
nimos argumentando. En efecto, estamos particularmente intere-
sados, como queda dicho, en no dar por sentada ninguna afirma-
ción por el solo hecho de que es moneda corriente en la literatura
sobre el tema, o es un dictum aceptado de alguno de los principales
referentes teóricos. Tal aceptación incondicional (los argumentos
de autoridad y de “sentido común”) iría en contra del criterio ma-
terialista. Así, muchas de nuestras reflexiones intentan dejar en
claro los fundamentos de afirmaciones que en otros contextos se
dan por sentadas, y a menudo, como suele ocurrir, su revisión mi-
nuciosa nos ha llevado incluso a adoptar versiones diferentes a las
que circulan sin mayor discusión en la literatura (tal, por ejemplo,
nuestra distinción entre saber práctico y conciencia, que acaba ale-
jándose de las concepciones del consciente y el inconsciente como
especies de “estratos” en comunicación mutua).
Pero, por otro lado, es importante destacar que, aunque parez-
ca curioso, muchas aproximaciones sociológicas a la cultura, en
particular las que provienen del campo de los estudios literarios,
pero también muchas de las que corren bajo la denominación de
estudios culturales o sociosemiótica, no suelen tomar mayormente
en cuenta los desarrollos teóricos de la propia disciplina de la so-
ciología.25 Las discusiones en el primer documento, en realidad,

  Por cierto, eso no ocurre en muchas líneas de trabajo activas, general-


25

mente las que aceptan precisamente el nombre de “sociología de la cultura”.

42
toman posición sobre uno de los debates más significativos en el
seno de ese campo disciplinario: la relación entre agente y estruc-
tura (entre interpretativismo y funcionalismo, en los términos de
Giddens, o entre subjetivismo y objetivismo, en los de Bourdieu).
Durante la segunda mitad del siglo xx, en efecto, las críticas al es-
tructuralismo, que intentaba proponer leyes de nivel general que
regulan la acción social, por encima de la conciencia y voluntad
de los actores sociales, llevaron a la búsqueda de modos de postu-
lar las evidentes restricciones que pesan sobre la conducta de los
sujetos sociales (restricciones que son precisamente las que abo-
narían una concepción estructuralista) con modelos que al mis-
mo tiempo incorporaran la agencia relativamente autónoma de
los individuos que interactúan en la sociedad. Conceptos como los
de habitus, rutinización, acción comunicativa, son resultado pro-
ductivo y sugerente de esos esfuerzos teóricos.26 En buena medida,
la densidad aparente de nuestro primer documento resulta de un
cierto grado de falta de familiaridad, en el ámbito de los estudios
culturales, con este tipo de discusiones, corrientes y hasta senti-
das como necesarias, en cambio, en el ámbito de la sociología. Sin
embargo, nos parece que si hemos de intentar una aproximación
de ambiciones explicativas, no podemos dejar de aprovechar esos
logros conceptuales, saltando las barreras de los campos discipli-
narios institucionalizados. Esto implicó, claro está, un esfuerzo de
familiarización con modalidades y tópicos de reflexión a los que

Cfr. por ejemplo Margulis, M., Sociología de la cultura. Conceptos y proble-


mas, Buenos Aires, Biblos, 2009 y Grimson, A., Los límites de la cultura…,
Op. Cit.
26
  Cfr. Bourdieu, P., Cosas dichas, Barcelona, Gedisa, 1996; Giddens, A.,
La constitución de la sociedad. Bases para la teoría de la estructuración, Bue-
nos Aires, Amorrortu, 1995; y Habermas, J., Teoría de la acción comunicati-
va, vols. I y II, Madrid, Taurus, 1981. En realidad, muchas de las discusiones
de Raymond Williams apuntan en una dirección semejante, sobre todo en
Williams. (Williams, R., Marxismo y literatura, Op. Cit.) Por ejemplo, su
concepto de “estructuras de sentimiento” propone una notable e iluminadora
articulación entre agencia y estructura. Sin embargo, esta riqueza se hace más
visible, precisamente cuando se la pone en diálogo con el debate propiamente
sociológico, más que con los usos más laxos que se hacen del término en sus
aplicaciones, por ejemplo, en estudios literarios.

43
no estábamos acostumbrados, pero, además de que este esfuerzo
se sigue de la responsabilidad intelectual propia del trabajo acadé-
mico, también nos cabe particularmente, en tanto que estudiosos
de las culturas, un imperativo profesional a abrirnos al diálogo y la
comprensión de tradiciones distintas de las de nuestras socializa-
ciones originales.
En el contexto de este debate de la sociología, nuestro postu-
lado de que las subjetividades de los actores sociales son nuestra
base material para el estudio de las culturas cobra nuevos sentidos,
y se articula, de hecho, en una aceptación más generalizada den-
tro del ámbito académico, aunque no siempre esté expresado de la
misma manera e, incluso, tal vez, no siempre conlleven las mismas
implicaciones que en nuestro caso. Claro está, sin embargo, que
los desacuerdos, en el trabajo intelectual honesto y comprometido,
son parte del enriquecimiento y no de la confrontación estéril.
En nuestro caso, lo relevante es que una propiedad de esas sub-
jetividades es que tienden a “sintonizarse”, en el sentido de que
tienden a establecer lazos con otras subjetividades, generando
signos (asociaciones subjetivamente vigentes) y sistemas de sig-
nificación con sus congéneres (o, como ocurre en lo que se suele
llamar “socialización”, intentando aprehender las asociaciones que
sus congéneres llevan ya incorporadas en sus subjetividades). En-
tendemos que esta propiedad de las subjetividades humanas, una
propiedad de su funcionamiento “psicológico”, si se quiere, es la
que explica la posibilidad de generalizar sobre ellas y genera, en
consecuencia, lo que puede entenderse como propiedades estruc-
turales. Es en virtud de ese esfuerzo de las subjetividades humanas
por buscar coincidencias con otras subjetividades humanas que se
vuelven posibles las generalizaciones sociológicas, como las que
recogemos bajo el nombre de “reproducción y transformación cul-
tural”. Esa es la base material para las generalizaciones sociológicas,
pero también, al mismo tiempo, su límite y dispersión. Las histo-
rias de las innumerables subjetividades humanas son enormemen-
te diversas, por lo que tales generalizaciones, por provechosas que
pueden ser como conocimiento, son apenas un epifenómeno de lo

44
que realmente está ocurriendo. Y las transformaciones y variantes,
a su vez, de esas generalizaciones, dependen de lo que ocurre en
las subjetividades, lo que invalida cualquier intento de asignarles a
esos epifenómenos una dinámica autónoma que no sea ella misma
explicable en términos de las subjetividades.
Por supuesto, estos procesos no son, en su mayor parte, cons-
cientes. Y el grado en que lo son ni siquiera esa conciencia los “re-
fleja” necesariamente tal cual son. Éste es precisamente uno de los
problemas que discutimos con cierto detalle en el primer docu-
mento, y a él remitimos para mayor desarrollo de lo que hemos
alcanzado a dejarnos en claro al respecto. Nos interesa particular-
mente adelantar aquí que estas consideraciones nos han condu-
cido a una reformulación del concepto de discurso, o, dicho más
adecuadamente, a una distinción de diferentes acepciones de la
palabra “discurso”, cada una señalando conceptos diferentes, y a
una reevaluación de la posible operatividad del análisis del dis-
curso como metodología de investigación. Este esclarecimiento
resultó particularmente productivo para los miembros del equipo,
la mayor parte de los cuales nos habíamos formado disciplinaria-
mente en literatura y lingüística, campos en los que la tradición
estructuralista y postestructuralista (sin descontar, claro, las con-
veniencias profesionales) habían generalizado una perspectiva que
sobredimensionaba la autonomía del discurso, ya no sólo como
idealización científica, sino como sustento de la realidad misma, o
al menos de la experiencia de la realidad.27
El segundo documento se concentra en el concepto de identi-
dad y presupone el marco sociológico desarrollado en el prime-
ro, al punto que este podría perfectamente entenderse como su
introducción teórica. De allí que estos dos documentos, aunque
27
  Ver en “Discurso y saber práctico. Aproximación desde una sociología de
la cultura” una discusión específica de nuestro concepto de discurso en con-
traste con otras aproximaciones al análisis del discurso. Kaliman, R., “Dis-
curso y saber práctico. Aproximación desde una sociología de la cultura”, en
Actas del IV Coloquio de Investigadores en Estudios del Discurso, Asociación
Latinoamericana de Estudios del Discurso (ALED), Córdoba, 2009, Dispo-
nible en http://www.lenguas.unc.edu.ar/aledar/hosted/actas2009/panelistas/
Kaliman,%20Ricardo.pdf

45
publicados originalmente por separado, conforman una unidad
apropiada para ser reunidas en este libro.
Sin embargo, rememorando genealogías, es probable que nues-
tra historia conceptual haya ocurrido en el orden inverso. El con-
cepto de identidad, en efecto, cuenta entre nuestras primeras pre-
ocupaciones conceptuales. Fue tal vez la búsqueda y los esfuerzos
de fundamentación de una noción materialista, en el sentido que
hemos definido al principio de esta introducción, de identidad los
que no fueron llevando por los derroteros que acabaron cobrando
cuerpo en las conceptualizaciones sociológicas recién reseñadas y
que ocupan el primer documento aquí incluido.
La identidad (colectiva)28 aparecía a cada paso en nuestros es-
tudios sobre las prácticas culturales que, en distintas dimensiones
comunitarias y en distintos ámbitos, dentro de los grupos huma-
nos de los Andes Centromeridionales y, en particular, el noroeste
argentino, estimulaban nuestros proyectos de producción de cono-
cimiento. En la medida en que la identidad implica un sentimiento
de pertenencia a un grupo, establece, por definición, una relación
entre el individuo y la comunidad en la que se socializa; e instancia,
en consecuencia, la dinámica sociológica por excelencia, la de las
subjetividades sintonizadas. Nos resultaban inadecuadas tanto las
aproximaciones esencialistas, que hipostasiaban esa comunidad en
algún metafísico espíritu, como las constructivistas, que menosca-
baban su validez teórica, en aras de defender un individualismo
raigal (que, paradójicamente, sirvió durante mucho tiempo como
28
  La aclaración de “colectiva” resulta pertinente si se considera que existe
asimismo el problema de la identidad individual, tanto en relación con el pro-
blema general del sentimiento de unicidad de cada uno de nosotros frente a
los aspectos dispersivos que también nos constituyen o el de la vocación del
afianzamiento de nuestra singularidad; como en la situación, más particular,
de aquellos que, por sus historias personales, desconocen total o parcialmen-
te las condiciones de su origen biológico, como en los casos de los hijos de
desaparecidos apropiados por los represores durante la dictadura militar. A
nuestro entender, es conveniente distinguir operativamente esta identidad in-
dividual de la identidad colectiva, directamente relevante para los estudios de
la cultura. Esto no implica desconocer que existen relaciones complejas entre
las realidades que cubren ambos conceptos, que pueden volverse particular-
mente relevantes en determinados contextos.

46
signo identitario para el mutuo reconocimiento entre ciertos inte-
lectuales).29
Nuestra exposición parte de una definición de identidad como
una autoadscripción a un grupo, compartida por los miembros de
ese grupo. Sobre la base de esa definición (y precisiones tales como
las de que la autoadscripción no es necesariamente consciente), se
derivan varias consecuencias, algunas de las cuales intentamos pro-
fundizar a lo largo del documento. Por ejemplo, queda claro que
conviven en nuestras subjetividades muchas identidades, algunas
de las cuales pueden entrar en contradicción entre sí o pueden ac-
tivarse independientemente una de otra en distintos contextos. O
que los colectivos a los que nos adscribimos–y nos sentimos per-
tenecer– vienen en distintas dimensiones, desde un pequeño gru-
po de amigos hasta todo el conjunto de ciudadanos de un estado
(e incluso sin duda conjuntos mucho más grandes todavía, como
la especie humana), lo cual, a su vez, suscita reflexiones sobre los
modos diferenciados de socialización de las distintas identidades,
y el papel que desempeñan la experiencia misma, por un lado, y
los discursos identitarios, por el otro, en ese proceso. O que existe
una enorme variabilidad en los individuos que se autoinscriben en
un grupo en cuanto a la incidencia que tal autoadscripción tiene
sobre sus cursos de conducta, en términos, por ejemplo, de lealtad
o indiferencia. Por cierto, esta definición, que proporciona una base
materialista al concepto, al mismo tiempo acaba por cubrir todo
un conjunto de agrupaciones humanas que raramente llamaríamos
identidad. También nos preocupa deslindar cuáles son las identi-
dades que pueden considerarse relevantes para una sociología de la
cultura, así como cuáles son las que, en última instancia, elegimos
estudiar por motivaciones de orden político y no estrictamente so-
ciológico.
Algunos de los conceptos aquí propuestos son distinciones ope-
rativas; otros se limitan a dar el nombre del problema, aunque eso a

  Cfr. la lúcida argumentación de Grimson en “Los límites de la cultura”


29

contra las concepciones constructivistas de la identidad cultural. Grimson,


A., Los límites de la cultura…, Op. Cit.
veces ha significado precisamente desmontar esquemas tradicional-
mente mantenidos que no veían el problema o creían haberlo solu-
cionado; otros son postulados sobre el funcionamiento de la socie-
dad, que tratan de mantenerse leales al principio materialista como
lo hemos definido arriba; hay, finalmente, los que tienen voluntad
explicativa, aunque, en estos documentos, sólo en un nivel general
relativamente abstracto y orientador, atendiendo a nuestra concep-
ción según la cual la explicación de dinámicas culturales concretas
y localizadas, históricamente situadas y, por lo tanto, múltiplemente
sobredeterminadas, los “casos” que cada uno de nosotros estudia en
sus investigaciones particulares, tienen una especificidad condicio-
nada por sus propias coordenadas sociales, de las que no cabe ex-
traer leyes universales, a riesgo de repetir, precisamente, los errores
del idealismo. Esta concepción “situacional”, que también se defien-
de en Grimson,30 puede rastrearse hasta los propios estudiosos de la
Escuela de Birmingham y es probablemente una consistencia más
con el principio materialista.
De hecho, todas las reflexiones que están detrás de esta exposi-
ción, en la que no hemos hecho sino tratar de ordenarlas, fundamen-
tarlas e ilustrarlas, han surgido a partir de la consideración colec-
tiva de las propias investigaciones particulares de los miembros, lo
cual se revela en que a menudo recurramos a ejemplos tomados de
ellas con el fin de no dejar en un nivel tan abstracto las discusiones
teóricas y las propuestas conceptuales. La diversidad de casos y de
problemas que cada uno de ellos plantea tiene la virtud de prevenir
la linealidad en el razonamiento conceptual. Lo que en un momen-
to pudo parecer una correlación necesaria se revela más inestable
al considerar una situación histórica o un contexto social diferente
o a veces una perspectiva de sectores sociales distinguibles dentro
de una misma situación histórica o un mismo contexto social. En
esta dinámica, de la que, por cierto, también se beneficia el estudio
del propio caso particular, surgen a cada paso matices, precisiones,
distinciones, que coadyuvan en la formulación teórica y al mismo
tiempo crean un campo propicio para el señalamiento de nuevos

30
Ibídem.

48
problemas y la inspiración para nuevas soluciones. Ciertamente, de
mucho de lo aquí propuesto estamos, al menos momentáneamente,
muy convencidos, sobre todo en muchos de los presupuestos epis-
temológicos y seguramente en algunos de los lineamientos genera-
les sobre las variables relevantes para el estudio de la reproducción
y la transformación social. Pero aun estas convicciones anhelan
consolidación, precisión y, sabemos, guardan nuevas preguntas. En
realidad, no parece que hoy en día pueda ser otra la naturaleza del
trabajo intelectual responsable y comprometido.
En consonancia con esta dinámica, apenas publicado cada uno
de los documentos, organizamos sendos textos, en los que los pu-
simos a consideración de estudiosos con los que teníamos vincula-
ciones académicas y personales y cuya opinión, por su trayectoria
e intereses, nos interesaba particularmente.31 A ellos, muchos enro-
lados en tradiciones de trabajo intelectual diferente de la nuestra,
les debemos, en virtud tanto de los acuerdos parciales como de los
cuestionamientos, tanto de las afinidades como de las perspectivas
novedosas sobre nuestras propuestas, un enriquecimiento que si-
gue abriendo huellas en nuestras reflexiones y, esperamos, también
en las de ellos. Como insistimos al comienzo de cada uno de los
documentos aquí contenidos, el sentido de esta nueva publicación
sigue persiguiendo ese doble fin: ofrecer los resultados de nuestras
reflexiones por lo mismo que a nosotros nos han resultado prove-
chosas, y arrojarlas al campo del debate, que es la sustancia que las
hace, precisamente, provechosas.

31
  En el coloquio sobre el primer documento, llevado a cabo en 2001, parti-
ciparon Alicia Ugarte, Héctor Caldelari, Victoria Cohen Imach, Pedro Arturo
Gómez, Alejandra Cebrelli, Zulma Palermo y Neil Larsen. En el segundo, en
noviembre de 2006, Alicia Ugarte, Héctor Caldelari, Ana María Dupey, Ga-
briela Karasik, Zulma Palermo, Alejandra Cebrelli, Víctor Arancibia y Silvia
Barey. A riesgo de olvidar otras aportaciones valiosas, agregamos a esta lista
sólo los nombres de Flora Losada, quien preparó una medulosa reseña del
primer documento para la Revista de investigaciones folklóricas, y Martha Bla-
che, con quien mantuvimos una jugosa discusión epistolar electrónica luego
de que nos enviara sus comentarios sobre el segundo documento.

49
Segunda parte
Sociología y cultura
Propuestas conceptuales para el estudio del discurso
y la reproducción cultural1

Ricardo J. Kaliman

Introducción
Las discusiones que exponemos en este documento son resul-
tado de un esfuerzo colectivo por desarrollar instrumentos con-
ceptuales capaces de dar cuenta de los procesos de reproducción y
transformación de las identidades culturales en un marco de rela-
ciones de poder, tarea que hemos venido desarrollando durante tres
años en el seno del proyecto “Identidad y reproducción cultural
en los Andes Centromeridionales”. Las propuestas que ofrecemos
son, por supuesto, decidida y voluntariamente provisorias. De he-
cho, son la emergencia parcial de una dialéctica inacabada (y quizá
inacabable): el modelo general que estos instrumentos construyen,
y en el que al mismo tiempo cobran sentido, ha sido y es aplicado
por cada uno de los miembros del proyecto en el estudio de casos
empíricos puntuales, los cuales, a su vez, generan cuestionamien-
tos que han orientado y orientan el desarrollo, la precisión o la
revisión de los instrumentos y del modelo mismo.
La presente publicación no constituye sino un movimiento más
dentro de esta dialéctica. En la medida en que entendemos que
1
  Miembros del Proyecto: Andrea Paola Campisi, Jorgelina Chaya, Diego J.
Chein, Leila Gómez, Celina Ibazeta, Virginia Ibazeta, Ricardo J. Kaliman (Di-
rector), Lucía Reyes de Deu, Fulvio A. Rivero Sierra, Paula Storni.

51
el debate que nos ocupa apunta a aspectos centrales para la con-
ceptualización de los fenómenos culturales y sociales en general,
pretendemos aquí no sólo exponer y fundamentar una primera
parte de nuestras reflexiones, sino también, y sobre todo, abrirlas
a la consideración de otros estudiosos dedicados a problemáticas
afines. Nuestra expectativa, en consecuencia, no es sólo la de hacer
conocer nuestras perspectivas y ofrecer nuestras aportaciones a la
problemática, sino, al mismo tiempo, aprovecharnos del diálogo
con otras perspectivas y aportaciones.
Nuestro enfoque presupone ciertas tomas de posición, la adop-
ción de determinados postulados epistemológicos y políticos, al-
gunos de los cuales discutimos en los momentos correspondientes
de la exposición, cuando tal cosa nos ha parecido pertinente en
beneficio de la claridad o porque las opciones alternativas gozan
de cierto reconocimiento, tácito o explícito en el campo de los es-
tudios de las culturas o las ciencias sociales. Al mismo tiempo, sin
embargo, corresponde subrayar que, en otro nivel de la dialéctica
a la que aludíamos arriba, nuestras reflexiones se han servido a
menudo de diversos modelos y aproximaciones teóricas que, en al-
gunos casos, han inspirado directamente algunos de los conceptos
aquí expuestos. En la medida de lo posible, asimismo, intentamos
dejar sentadas estas “fuentes” en el curso de la exposición, lo cual a
menudo, creemos, permitirá incluso hacerla más clara.
En términos generales, podemos señalar, desde ya, la deuda
con algunas de las propuestas enmarcadas en la teoría de la estruc-
turación de los sistemas sociales de Anthony Giddens así como
con varios conceptos de la sociología de Pierre Bourdieu; en una
buena medida, nuestra aproximación comparte inquietudes y al-
gunos postulados con el materialismo cultural de Raymond Wi-
lliams, cuya expresión “sociología de la cultura” encontramos que
sugiere muy adecuadamente el contexto disciplinario al que nos
adscribimos; como el propio Williams, asimismo, hemos aprove-
chado y retomado propuestas y reflexiones de Karl Marx y Anto-
nio Gramsci; y en el curso de la exposición, podrá apreciarse que
también nos hemos beneficiado del estudio de la teoría de la acción

52
comunicativa de Jurgen Habermas y la sociología del conocimien-
to inspirada en las estructuras de la lebensbelt de Alfred Schutz.
Cabe aclarar, sin embargo, que no creemos que pueda decirse que
el modelo implícito coincide con ninguna de estas aproximaciones
en particular, ni mucho menos que constituye un inimaginable hí-
brido que las combinara a todas, ya que en realidad algunas de ellas
son, de hecho, mutuamente incompatibles.2
En este primer documento, que consideramos una primera eta-
pa dentro del objetivo general antes apuntado, nos concentramos
en los conceptos de reproducción cultural y de discurso. En la me-
dida en que entendemos la primera como una especificación de la
reproducción social en general, nos ha preocupado la explicitación
de presupuestos sociológicos, en formulaciones orientadas hacia la
problemática específicamente cultural. Desarrollamos estas cues-
tiones en las secciones uno y tres. La segunda sección, por su parte,
está consagrada a la discusión de los distintos conceptos de discur-
so, que resulta clave precisamente para delimitar la especificidad
2
  En este documento hacemos referencia en particular a Giddens, A., Las
nuevas reglas del método sociológico. Crítica positiva de las sociologías inter-
pretativas, Buenos Aires, Amorrortu, 1993; Giddens, A., El capitalismo y la
moderna teoría social, Madrid, Labor, 1994; Giddens, A., La constitución de
la sociedad, Op. Cit.; Bourdieu, P., Esquisse d’une theorie de la pratique, Op.
Cit.; Bourdieu, P., ‘El mercado lingüístico’, Sociología y cultura, México, Gri-
jalbo, 1990, pág. 143-158; Bourdieu, P., “Disposición estética y competen-
cia artística”, en Altamirano, C. y Sarlo, B. (comps.), Literatura y sociedad,
Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1993, pág. 83-100; Bour-
dieu, P., Cosas dichas, Op. Cit.; Bourdieu, P., La distinción. Criterios y bases
sociales del gusto, Madrid, Taurus, 1999; Bourdieu, P. y Passeron, J. C., La
reproducción. Elementos para una teoría del sistema de enseñanza, Barcelona,
Laia, 1981; Williams, R., Marxismo y literatura, Op. Cit. y Williams, R.,
Sociología de la cultura, Op. Cit.; Marx, K., Manuscritos: Economía y filo-
sofía, Madrid, Alianza, 1968; Marx, K., El Capital. Crítica de la economía
política, Tomo I, México, Fondo de Cultura Económica, 1era. Edición 1867,
1972 y Marx, K. & Engels, F., La ideología alemana, Op. Cit.; Gramsci, A.,
Antología; Op. Cit.; Habermas, J., Teoría de la acción comunicativa, vols. I y
II, Madrid, Taurus, 1981; Habermas, J., Teoría de la acción comunicativa…,
Op. Cit.; Schutz, A., “El forastero”, Estudios sobre teoría social, Buenos Aires,
Amorrortu, 1974, pág. 95-107; Luckmann, T. y Schutz, A., Las estructuras
del mundo de la vida, Buenos Aires, Amorrortu, 1973; Berger, P. y Luck-
mann, T., La construcción social de la realidad, Buenos Aires, Amorrortu, 11a.
reimpresión, 1993.

53
de las prácticas culturales dentro de las prácticas sociales. Por ese
motivo, nos parece pertinente no sólo fijar posiciones dentro de la
variedad de sentidos que se le han atribuido a la palabra “discur-
so”, sino también formular una conceptualización del mismo que
sea coherente con el marco sociológico presentado en el resto del
documento.
Aunque el concepto de identidad constituye uno de nuestros
intereses centrales, hemos dejado su consideración para un se-
gundo documento, por cuanto entendemos que su operatividad
conceptual depende crucialmente del modelo de funcionamiento
social en el cual se la articule.3 En efecto, para el estudio de la re-
producción y la transformación cultural, entendemos que no re-
sulta operativo comprender a las identidades colectivas ni como
la manifestación de una esencia atemporal ni como una artera
construcción instrumental para las élites dominantes, sino como
una adscripción a distintos tipos de comunidades que los agentes
sociales llevan incorporadas en sus subjetividades, en parte como
resultado de sus procesos de socialización, en parte en virtud de su
propia experiencia. Así entendidas, las identidades existen en las
subjetividades de los agentes, por lo que, lejos de constituir un nú-
cleo fijo y permanente, tienen la forma de “huellas mentales” de los
agentes en permanente tensión hacia la sintonización mutua y se
ponen de manifiesto en la materialidad de prácticas comunicativas
en las que los agentes interactúan, tales como las prácticas cultu-
rales que aquí nos interesan. Naturalmente, una discusión sobre
este tópico supone la consideración previa de las propuestas más
generales que aquí exponemos.

Saber práctico y conciencia


Uno de nuestros presupuestos básicos es el de que la repro-
ducción y transformación de las prácticas culturales, como los de
cualquier práctica social, sólo pueden explicarse con referencia a
3
  Documento incluido como tercera parte del presente volumen.

54
las subjetividades de los practicantes de las culturas o agentes. Este
postulado no implica adoptar una posición “interpretativista”, que
asumiera que todas las variables relevantes para dar cuenta de los
procesos sociales pasan necesariamente por la conciencia de los
agentes, o, lo que desde cierto punto resulta equivalente, que des-
conociera los fenómenos que han motivado las aproximaciones
“estructuralistas” o “sistémicas” a los procesos sociales. Se trata,
más bien, de rechazar cualquier explicación de este tipo de fenó-
menos “estructurales” que pase por alto que lo que ocurre real y
concretamente en los procesos sociales son acciones de seres hu-
manos. Conscientes o no de lo que esas acciones involucran o de
todas sus consecuencias, los agentes sociales son en última instan-
cia los que hacen o dejan de hacer lo que constituye la reproduc-
ción social. Y lo que estamos aquí entendiendo por “subjetividad”,
o en todo caso lo que aquí resulta operativo o pertinente de lo que
en general pueda entenderse como tal, son precisamente aquellos
elementos psíquicos que determinan esa conducta. Una explica-
ción de un proceso social que no incluyera la explicación de lo
que ocurre en la subjetividad así entendida estaría necesariamente
apelando a alguna instancia metafísica, cuya dinámica encerrara
los factores determinantes de los procesos sociales y que de algu-
na manera “arrastrara” a los agentes hacia determinados cursos de
acción.
Por este motivo, dedicamos esta primera sección a definir los
conceptos de saber práctico y conciencia porque constituyen una
caracterización operativa de lo que, bajo el rótulo de subjetividad,
encontramos pertinente para el estudio de los procesos sociales en
general y culturales en particular. Aunque hemos elaborado estos
conceptos a partir de los de conciencia práctica y conciencia discur-
siva de Giddens,4 en realidad difieren sustancialmente de ellos, no
sólo porque proponen un modo diferente de recortar y representar
los contenidos psíquicos, sino en particular porque, lejos de de-
finirse por mutua oposición, más bien dejan abierta la pregunta
sobre los tipos de relaciones que se establecen entre ambos. No
4
  Giddens, A., La constitución de la sociedad, Op. Cit., págs. 44-45, 77-80.

55
obstante, encontramos muy fructífera, en algunos puntos, la discu-
sión comparativa de ambos pares de conceptos con fines argumen-
tativos y de claridad expositiva.

Saber práctico
Por saber práctico entendemos el conjunto de factores psíquicos
que subyacen a cualquier acción humana y que explican el curso y
la naturaleza de esa acción. Dado que son las acciones (y particu-
larmente las interacciones, que involucran recíprocamente a dos o
más agentes) las que, al articularse entre sí, constituyen las prácti-
cas sociales, el concepto de saber práctico define operativamente el
objeto de estudio: es el componente de las subjetividades humanas
cuya dinámica dará cuenta de la reproducción y la transformación
de las prácticas culturales. Desde este punto de vista, podría con-
siderarse que el objetivo general de nuestros esfuerzos es el de re-
presentar la dinámica del saber práctico de los agentes culturales.
Como insistiremos antes del fin de esta sección (al desarrollar más
abajo el concepto de conciencia), el que hablemos de un “saber” no
implica que el agente sea necesariamente consciente de los cons-
tituyentes del saber práctico ni que la idea que tenga de éstos se
corresponda necesariamente con lo que ellos verdaderamente son.
Las preguntas sobre el saber práctico se contestan sólo en función
de las acciones que suscita, independientemente de lo que el agente
piense o diga con respecto a ellas.5
No pretendemos, por supuesto, dar cuenta exhaustiva de la es-
tructura y la dinámica del saber práctico. Sin embargo, sí es po-
sible identificar algunas de sus propiedades, a partir del análisis
de las conductas que se supone explicamos mediante su postula-
5
  Naturalmente, cuando usamos la tercera persona para referirnos al agen-
te, no pretendemos excluirnos a nosotros mismos del modelo que estamos
presentando, ni, en particular, negar que el propio trabajo intelectual que rea-
lizamos en este momento de escribirlo y el que el lector realiza en el momento
de leerlo son también prácticas sociales que el modelo intenta comprehender.
Es sólo por claridad expositiva que, sin embargo, reservamos el uso de la pri-
mera persona del plural para hacer referencia a nosotros en tanto que “enun-
ciadores” de este texto y la tercera persona para el agente social que nos re-
presenta a todos y que es el principal personaje del modelo que presentamos.

56
ción. Consideremos, a modo de ilustración, una acción tan sencilla
como la de un estudiante que levanta su mano ante una pregunta
del docente en el curso de una clase. Esta acción implica, por una
parte, toda una serie de conocimientos, desde los que se refieren
a la autoridad que se le atribuye al docente en la distribución del
derecho a la palabra, lo cual a su vez implica una distribución de
papeles en las interacciones pertinentes, así como de recursos de
poder asignados en función de esos papeles; pasando por la sig-
nificación específica que, en ese contexto, se le atribuye al gesto
de mostrar la mano en alto; hasta los conocimientos relacionados
con el propio cuerpo y que permiten ejecutar el movimiento de
tal modo que no sólo el brazo esté en alto, sino que además entre
dentro del alcance de la percepción y la atención del docente. Por
otra parte, la acción tampoco hubiera ocurrido de no mediar una
decisión del estudiante al respecto. Por lo pronto, sin duda tenía
la posibilidad de no hacerla, pero contaba también con otras op-
ciones, tales como hacer uso de la palabra sin mediar el pedido de
autorización, así como tantas otras, incluidas la de cantar, saltar
encima de su escritorio o salir corriendo del aula. Sin embargo,
en el caso que imaginamos, por algún motivo, el estudiante –un
agente social, para nuestro interés teórico– encara uno de todos
esos cursos de acción posibles. Podemos reconocer, entonces, ope-
rativamente, dos funciones diferentes atribuibles a lo que aquí lla-
mamos saber práctico. Por una parte, el conocimiento: toda acción
implica un saber cómo, cuándo y con quiénes hacerla y el modo
en que se la ejecute será una función de ese saber. Y por otra, las
motivaciones: toda acción implica la decisión de ejecutarla, sin la
cual el agente habría ejecutado otra o no hubiera hecho nada. Por
cierto, esta decisión resulta crucial para comprender los procesos
de reproducción social, puesto que ésta no es sino una consecuen-
cia de que los agentes decidan seguir realizando ciertas acciones.
En esta misma línea de distinciones operativas, y a partir de
estas funciones que hemos identificado para el saber práctico, po-
demos atribuirle por lo menos dos tipos de informaciones, que
llamaremos los esquemas interpretativos y los esquemas de valo-

57
ración.6 Los primeros son los que darían cuenta, por ejemplo, de
la capacidad de nuestro estudiante para reconocer los papeles que
están en juego en la clase y las cuotas de poder que se distribuyen
entre ellos, así como la significación que se le atribuirá al movi-
miento de su brazo y las condiciones ambientales que harán ese
movimiento perceptible para el o los agentes pertinentes para su
voluntad comunicativa. En términos más generales, el gesto del es-
tudiante es una función del análisis que realice de ciertas variables
particulares de la situación concreta dentro de ciertos parámetros
que reconoce como pertinentes. Esta operación –que llamaremos
registro reflexivo7– está guiada entonces por cierto tipo de conoci-
mientos incorporados en el saber práctico y que reunimos bajo el
nombre de esquemas interpretativos. Los esquemas de valoración,
a su vez, dan cuenta de los factores que este agente ha tenido en
cuenta para decidirse por este curso de acción frente a las diver-
sas alternativas que se le presentaban. En este caso particular, por
ejemplo, los esquemas de valoración explican por qué nuestro dis-
ciplinado estudiante ha encontrado conveniente levantar la mano,
teniendo en cuenta lo que eso significará en ese contexto para los
otros agentes involucrados en la situación y las consecuencias de
ese gesto.8
6
  La noción de esquemas interpretativos ha sido elaborada en el marco de
la sociología de Schutz (Cfr. Luckmann, T. y Schutz, A., Las estructuras del
mundo de la vida, Op. Cit. y en particular sobre este punto Schutz, A., “El
forastero”, Op. Cit.) para interpretar los procesos de tipificación y sedimenta-
ción del acervo de conocimientos de los agentes sociales. Proponemos ope-
rativamente la categoría de “esquemas de valoración” para dar cuenta de los
parámetros motivacionales, presentes en la subjetividad e involucrados indi-
solublemente en la acción, cuya asimilación a la categoría de “conocimientos”
es discutible.
7
  Giddens, A., La constitución de la sociedad, Op. Cit., pág. 1995:43. Con
este término, se traduce en la versión española del libro de Giddens la palabra
monitoring del original inglés, lo cual resulta, creemos, un hallazgo feliz por
parte del traductor. En efecto, la palabra monitoreo no resulta ni idiomática ni
demasiado eficaz en castellano.
8
  Muchos de los criterios de evaluación que incluiríamos aquí como parte
de los esquemas de evaluación del saber práctico suelen definirse en términos
totalmente ajenos a las consecuencias de determinadas acciones. Un caso pa-
radigmático es, por supuesto, el valor estético, que para muchas concepciones
es inmanente al objeto de arte mismo, una “finalidad sin fin”, para usar la céle-

58
En el ejemplo considerado, la evaluación parece lógicamente
posterior a la interpretación. Sin embargo, en la práctica, estas ope-
raciones están inextricablemente vinculadas. En muchos casos, la
escala de valores que se aplica en la evaluación no es distinguible,
al menos desde la perspectiva estrictamente del saber práctico, del
conjunto de variables que se asignan dentro de un parámetro rele-
vante para la interpretación. Por ejemplo, un agente puede evaluar
que cierto dialecto que utiliza otro agente es una manifestación del
“mal hablar”, basándose en una oposición con el “buen hablar” que,
con una fuerte connotación clasista, se difunde sobre todo a través
de la institución escolar. Esta evaluación es relevante a menudo
para comprender determinados cursos de acción, por ejemplo
cuando predispone al agente que así ha evaluado contra su interlo-
cutor, y actúa en consecuencia de una manera diferente a cómo lo
haría con un interlocutor que “hablara bien”. En el procesamiento
del saber práctico, es probable que esta evaluación del “mal hablar”
parezca un dato de la misma naturaleza que, por ejemplo, la estatu-
ra del hablante, a pesar de que ésta se calcula estrictamente a partir
de propiedades de la realidad misma, mientras que la distinción

bre expresión de Kant (Kant, E., “Crítica del juicio estético”, Crítica del juicio,
Madrid, Espasa-Calpe, 1977, pág.101-145.). Al caracterizar, sin embargo, el
valor en la forma en que aquí lo hacemos, nos apoyamos en la argumentación
de Herrnstein Smith en el libro Contingencies of value. Alternative perspectives
for critical theory (Herrnstein Smith, B., Contingencies of value. Alternative
perspectives for critical theory, Cambridge, Estados Unidos, Harvard Universi-
ty Press, 1988, pág. 30 y ss..), que concluye que la valoración estética resulta de
una acción, la apreciación y procesamiento de la experiencia que se vive con
las obras de arte, e implica la consideración de fines que se espera que cum-
pla esa acción. De todos modos, esta discusión no es del todo relevante en
este punto de la exposición. Los esquemas que aquí presentamos tienen sólo
la función operativa de distinguir algunas operaciones que el saber práctico
podría realizar. Cabe esperar que una descripción precisa de esos contenidos
sea mucho más sofisticada e incluso inimaginable en su totalidad en el estado
actual de los conocimientos. Desde este punto de vista, la discusión sobre el
valor estético, sobre el valor en general e incluso sobre la propia distinción
entre esquemas interpretativos y de evaluación, sobre la que hablamos inme-
diatamente en el texto, sólo puede tener sentido en relación con los avances
de la investigación empírica. Lo que aquí sí nos interesa defender es que esta
investigación debe hacerse en términos de lo que aquí estamos llamando sa-
ber práctico.

59
entre el buen y el mal hablar no se justifica por ninguna propiedad
intrínseca de los dialectos correspondientes, sino que proviene de
una asignación socialmente establecida que apunta únicamente
a marcar la distinción por la distinción misma.9 Casos como éste
(entre los que probablemente podríamos incluir también el valor
estético cuando se lo entiende como una propiedad del propio ob-
jeto de arte) constituyen lo que Bourdieu y Passeron denominan
“violencia simbólica”,10 esto es la imposición de una arbitrariedad
que oculta su carácter arbitrario porque oculta su carácter impo-
sitivo, y problematizan la distinción tan nítida que hemos trazado
entre esquemas interpretativos y esquemas de valores. No obstan-
te, una vez advertidos de esta promisoria desconstrucción, por el
momento no parece aconsejable abandonar la pareja que hemos
caracterizado operativamente arriba, en la medida en que permite
distinguir tipos de operaciones del saber práctico. 11
Dentro de los esquemas interpretativos, podemos destacar des-
de ya, para dar una idea más clara de lo que tenemos en mente
pero también por su relevancia para cualquier proceso social, un
componente espacio-temporal, con el que nos referimos no sólo a
las ideas abstractas de espacio y tiempo que se corresponderían, en
otros marcos epistemológicos, a las categorías trascendentales de
Kant, así como a las más desarrolladas estructuras del mundo de la
vida de Schutz;12 sino también, y sobre todo, al hecho de que toda
acción humana está inherentemente situada dentro del continuo


9
Cfr. Bourdieu, P., “El mercado lingüístico”, Op. Cit.
10
  Bourdieu, P. y Passeron, J. C., La reproducción…, Op. Cit., pág. 44 y ss.
11
  Chein aplica las nociones de esquemas interpretativos y de valoración
y destaca mediante el análisis de un caso concreto la conveniencia de dis-
tinguirlos. (Chein, D., “La construcción de la tradición. Análisis de las ca-
tegorías identitarias en una comunidad de Amaicha del Valle”, en Revista de
Investigaciones Folklóricas 18, Buenos Aires, 2003, pág. 20-37.) Chein releva
la presencia de la categoría “tradición” en el discurso de diferentes grupos y
actores sociales de Amaicha del Valle, y señala cómo, más allá de las profun-
das coincidencias que emparentan en el plano interpretativo estos usos, en
cada caso la categoría “tradición” engarza con esquemas de valoración muy
diferentes articulados con experiencias y posiciones sociales disímiles.
12
  Kant, E., Crítica de la razón pura, Madrid, Alfaguara, 1978; Luckmann,
T. y Schutz, A., Las estructuras del mundo de la vida, Op. Cit.

60
de estas dimensiones, y que tal propiedad forma parte de la ima-
gen de la situación que el agente considera en el registro reflexivo
de sus acciones. De este modo, el análisis de cualquier acción im-
plica la consideración de la configuración del espacio y el tiempo
dentro de la cual el agente la sitúa, tanto en un nivel inmediato (el
aula y una cierta hora del día, en el ejemplo que desarrollábamos
antes) como a niveles más amplios: la escuela, la ciudad, la región,
la nación, etc.;13 y este día, esta semana, este mes, este año, etc.
Naturalmente, estos niveles más generales pueden no ser en abso-
luto pertinentes en muchas situaciones concretas, lo cual no impli-
ca que no estén inscriptos de alguna manera en el saber práctico,
aunque más no sea en el modo de una difusa localización de todo
el contexto inmediato dentro del espacio y el tiempo en general.14
Para el análisis que se realiza en el saber práctico, en suma, no hay
acción que se realice en un limbo atemporal, sino la percepción de
un aquí y un ahora dentro de un amplio continuo. Para las prácti-
cas culturales, esta observación resulta particularmente significati-
va, por ejemplo en relación con el últimamente recurrente debate
13
  Chaya desarrolla en el marco de la sociolingüística una noción de lengua
regional que se diferencia de otros conceptos de esta disciplinas, tales como
el de dialecto, por el hecho de que ésta se define a partir de las circunscrip-
ciones espaciales que los propios agentes ponen en juego en sus interacciones
lingüísticas y no a través de un recorte “objetivo” realizado por el investigador.
(Chaya, J., “Legitimidad y reproducción lingüística en la zona de los valles
Calchaquíes”, en Actas de las IV Jornadas de Etnolingüística, Rosario, Facul-
tad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario, Formato CD,
2001.)
14
  Así, por ejemplo, aunque no es claro de qué manera el espacio de la na-
ción es pertinente en las prácticas cotidianas de cualquier agente, hay cir-
cunstancias en las que esta configuración espacial cobra particular relevancia,
como puede apreciarse en las prácticas reproductoras de la nación entre los
habitantes de Tacna (Perú), durante la ocupación chilena que estudia Rivero
Sierra en su tesis. (Rivero Sierra, F., “Discurso y prácticas sociales en la
reproducción de las identidades nacionales. El caso de Tacna, Perú (1883-
1929)”, Tesis de Licenciatura, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad
Nacional de Tucumán, 2000; Cfr. Rivero Sierra, F., “Identidad nacional,
subjetividad y fronteras en Tacna y Arica”, en Jerez, Teruel y Lacarrieu
(comps.), Fronteras, ciudades y estados II, Córdoba, Alción, 2003, pág. 131-
153); o en la presión de la estructura estatal en la conformación del campo
literario, que Gómez 1999 considera en el caso del novelista jujeño Tizón y
desde la perspectiva de la generación de poetas salteños del ‘60.

61
en torno a la noción de la literatura como una práctica cultural
particularmente privilegiada, y de la que a menudo se habla como
superando todas las distancias de tiempo y espacio. La observación
sobre la situacionalidad del análisis del saber práctico probable-
mente exigiría cierta precisión, por ejemplo, en el concepto de los
“clásicos” literarios, o en nociones como las de que Shakespeare y
Cervantes escribieron para toda la posteridad.
Hay todavía otras propiedades del saber práctico que podemos
deducir del análisis de las conductas. Por una parte, se puede apre-
ciar que los agentes no actúan de igual manera en distintas situa-
ciones. Por ejemplo, el mismo agente social que levantó la mano
para pedir autorización para hablar en nuestro ejemplo anterior tal
vez no lo hace cuando quiere hablar en una reunión familiar, aun-
que esto no quiera decir que aquí no estén igualmente implicadas
ciertas distribuciones de poder. Parece lícito generalizar a partir
de esta comprobación que el conocimiento implicado en el saber
práctico es capaz de reconocer entre distintos tipos de situacio-
nes y de adecuar el comportamiento y, por lo tanto, los esquemas
de interpretación y de evaluación, a esos distintos tipos de situa-
ciones. Es por lo menos lógicamente posible, incluso, y hay casos
puntuales que sugieren que efectivamente es así a menudo, que las
categorías y las convicciones que se pongan en funcionamiento en
uno u otro tipo de situación, encierren eventuales contradicciones
mutuas. 15
Esta comprobación en relación con los tipos de situaciones
puede generalizarse como la presunción de que el saber práctico
no es internamente consistente en todas sus partes, propiedad que
denominaremos la heterogeneidad del saber práctico, un concepto
15
  Esto puede apreciarse, por ejemplo, en el trabajo de Storni, que reflexiona
sobre la problemática de la contextualidad del saber práctico en relación con
los discursos y valores acerca de la literatura que docentes y alumnos del nivel
medio reproducen en contextos diferentes, como el del aula y el extraesco-
lar. En este trabajo, Storni analiza estas diferentes contextualizaciones de los
saberes en función de las diferentes motivaciones de los tipos de agentes en
cada contexto. Storni, P., “‘Y esto, ¿es literatura?’. Reproducción literaria y ca-
pital simbólico en aulas del nivel medio de la provincia de Tucumán”, Revista
Humanitas, Tucumán, Facultad de Filosofía y Letras UNT, en prensa, 2010.

62
que puede resultar de fundamental importancia a la hora de con-
siderar todos aquellos fenómenos culturales que en el discurso crí-
tico de los estudios literarios y culturales latinoamericanos se han
tratado bajo rótulos tales como mestizaje, transculturación, hibri-
dez, diglosia, etc. y, por supuesto, también heterogeneidad.16 Es
importante subrayar, en este punto, sin embargo, que, en el marco
que estamos proponiendo, lo que resultaría relevante para carac-
terizar un fenómeno cultural dado, no sería una heterogeneidad
que se reconozca como tal “desde afuera” de los agentes involucra-
dos, sino aquella que se manifieste en su propia subjetividad, en
la cual muchas oposiciones que un estudioso pudiera identificar
no tienen relevancia, y en cambio sí pueden tenerla otras que es-
capan a las categorizaciones culturales previas.17 Así, por ejemplo,
un feligrés de la Virgen del Socavón en Oruro probablemente no
distingue, en el saber práctico que orienta su conducta ritual, entre
la Ñusta precolombina y la Virgen católica, que un historiador po-
dría fácilmente reconocer como orígenes históricos disímiles que
confluyen en la figura adorada. Y podría ocurrir, en cambio, que
resultaran relevantes para entender la práctica otras distinciones,
tales como las de las identidades de clase involucradas entre las
distintas comparsas que participan de la procesión.18 En nuestro
marco, y con vistas a la explicación de los procesos de reproduc-
16
  Para un panorama general de esta problemática, Cfr. Cornejo Polar,
A., “El indigenismo y las literaturas heterogéneas. Su doble estatuto socio-
cultural”, en Sobre literatura y crítica literaria latinoamericanas, Caracas,
Facultad de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela,
1982; Cornejo Polar, A., Escribir en el aire, Ensayo sobre la heterogeneidad
socio-cultural en las literaturas andinas, Lima, Horizonte, 1994; Cornejo Po-
lar, A., “Mestizaje, transculturación, heterogeneidad”, en Kaliman, Ricardo
J. (Ed.), Memorias de JALLA Tucumán 1995, vol. I, 199, págs. 267-270.
17
  Sobre este punto, ver la argumentación desarrollada en Kaliman, R.,
“Un marco (no ‘global’) para el estudio de las regiones culturales”, en JILAS
Journal of Iberian and Latin American Studies, Volume 5, Nº2, Diciembre,
Auckland, Nueva Zelandia, 1999ª, pág. 11-21.
18
  Cfr. el análisis de Abercrombie y el debate que lo acompaña, en particu-
lar la contribución de Xavier Albó. Abercrombie, T., “La fiesta del carnaval
postcolonial en Oruro: Clase, etnicidad y nacionalismo en la danza folklóri-
ca”, en Revista Andina Año 10 Nº2, diciembre, Cusco, Centro Las Casas, 1992,
pág. 279-325.

63
ción y transformación, las heterogeneidades relevantes serán sólo
aquellas que podamos detectar en el saber práctico de los agentes.19
Por otra parte, el saber práctico tiene la capacidad de “apren-
dizaje”, es decir de modificarse en función de la información que
recoge. En principio, puesto en determinada situación, el saber
práctico produce interpretaciones hipotéticas, que aunque tienen
toda la fuerza de una convicción en el momento de la ejecución de
la acción, pueden reformularse para la siguiente ocasión, e incluso
en el curso de la misma, a partir de los resultados de esa acción. Lo
que llamamos usualmente socialización consiste fundamentalmen-
te en la adquisición de una variedad de información que permite
a cualquier agente articularse en un conjunto variado de interac-
ciones dentro de su ambiente social, un aprendizaje fundamental
sin el cual le sería imposible realizar cualquier tipo de acción so-
cialmente relevante. Sin embargo, la capacidad de aprendizaje del
saber práctico no se extingue en ningún momento, y en principio
podríamos decir que forma parte del funcionamiento psíquico
permanente del agente. En este sentido, puede decirse que la socia-
lización nunca termina.
En relación con esta capacidad de aprendizaje, el saber práctico
tiene que concebirse dinámicamente, en permanente transforma-
ción e inmerso de este modo en el flujo temporal, y no como una
estructura estática en todas sus partes, lo cual no quiere decir que
no haya aspectos del saber práctico que sean más “rígidos” que
otros, cuya modificación requiera de experiencias particularmen-
te impactantes. Como desarrollaremos más abajo, sin este núcleo
relativamente estable, probablemente no podríamos concebir algo
que pudiéramos llamar mínimamente “reproducción” social. Al
mismo tiempo, sin embargo, los procesos de transformación so-
cial tampoco podrían entenderse sin involucrar los cambios que
se producen en el saber práctico. Desde este punto de vista, se
  Se desarrolla con más detalle y profundidad esta posición en Kaliman,
19

R., “Identidades heterogéneas: aciertos e ilusiones del conocimiento local”,


en Revista de Crítica Literaria Latinoamericana Año XXV Nº50, 2º semestre,
Lima, Perú-Hanover, New Hampshire: Latinoaméricana, 1999b, págs. 113-
119.

64
revela crucial la identificación de los factores que influyen en ta-
les cambios. Mencionábamos recién que las consecuencias de la
experiencia misma que resulta de la aplicación de determinadas
hipótesis son uno de tales factores, pero sin duda hay otros igual-
mente pertinentes. Por ejemplo, fácilmente puede presumirse que
la percepción e interpretación de los resultados de las acciones de
otros agentes pueden contribuir al aprendizaje.
Resulta de particular importancia para nuestros intereses tener
en cuenta la incidencia que puedan tener sobre el saber práctico,
por un lado, la reflexión del agente sobre su propia conducta y la de
los otros y, por otro lado, pero, como veremos, en íntima relación
con la reflexión, el discurso. Consideraremos la primera de estas
cuestiones inmediatamente, al encarar el concepto de “conciencia”,
mientras que de la cuestión del discurso hablamos en la segunda
sección de este documento.
Decimos que estos problemas son de particular importancia no
sólo porque las interacciones lingüísticas constituyen un elemento
omnipresente en todas las sociedades humanas sino también por-
que el propio trabajo intelectual que nosotros realizamos es un es-
fuerzo de reflexión sobre el saber práctico que además exponemos
discursivamente y, por lo tanto, el esclarecer la influencia de estos
factores en la transformación del saber práctico atañe a la pregun-
ta sobre la incidencia del trabajo intelectual en general sobre los
procesos sociales. No obstante, las preguntas sobre las relaciones
entre saber práctico, conciencia y discurso son más empíricas que
teóricas. Es decir, no podemos esperar una respuesta a priori sino
indagar sobre la realidad misma para barajar y sopesar posibles
respuestas. Lo que intentamos desarrollar aquí son sólo algunas
observaciones que podemos ir avanzando, en un nivel teórico aun-
que avalado en parte por investigaciones empíricas, para contri-
buir a tales respuestas.

Conciencia
En cierto sentido, el concepto de “saber práctico” que hemos
presentado quiere corresponderse con el de “conciencia práctica”,
65
que aparece en la tradición marxista y que retoma (y más bien
reinterpreta) Giddens.20 Nuestra opción por la palabra “saber” en
lugar de “conciencia” apunta a poner de relieve que los agentes
no tenemos necesariamente conciencia de los verdaderos esque-
mas interpretativos y de valor que rigen nuestra conducta. En los
marcos sociológicos que hemos tenido en cuenta aparecen diver-
sos modos de establecer la relación entre estos dos aspectos de la
agencia. Podríamos situar los extremos en el habitus de Bourdieu,
por un lado, que tiende a reproducir, más allá de la voluntad y con-
ciencia de los individuos, las condiciones (de clase) que originaron
el habitus mismo en primer lugar21 y, por otro lado, las estructuras
del mundo de la vida de Schutz, amparadas en el marco de la filo-
sofía de la conciencia.22 La opción que adoptamos se acerca más
al primer extremo, no tanto porque nos interese postular, como
lo sugiere Bourdieu, que la dinámica del saber práctico es ente-
ramente indiferente a los procesos conscientes del agente (como
decíamos al final de la sección anterior, más bien parecería que los
procesos conscientes pueden incidir en modificaciones del saber
práctico, aunque reconociendo al mismo tiempo que la modalidad
y naturaleza exacta de esta incidencia es una pregunta abierta) sino
porque en realidad encontramos que la distinción se sigue de crite-
rios operativos diferentes porque implica acercamientos distintos
sobre el funcionamiento de la psique. En consecuencia, no sólo el
modo en que la conciencia influya sobre el saber práctico es una
pregunta empírica, sino que todas las relaciones que se establezcan
entre estas dos esferas lo son. Algunas observaciones sobre el con-
cepto de conciencia aclararán más este punto.
La definición de Giddens de “conciencia discursiva” como
aquellos procesos mentales de los que el agente puede hablar23
20
  Cfr. Marx, K. & Engels, F., La ideología alemana, Op. Cit.; Lúkacs, G.,
Historia y conciencia de clase, México, Grijalbo, 1969; Giddens, A., La consti-
tución de la sociedad, Op. Cit..
21
  Bourdieu, P., Esquisse d’une theorie de la pratique, Op. Cit.
22
  Luckmann, T. y Schutz, A., Las estructuras del mundo de la vida, Op.
Cit., Cfr Habermas y ss. sobre la filosofía de la conciencia en la propuesta de
Schutz. Habermas, J., Teoría de la acción comunicativa, Op. Cit., pág. 161.
23
  Giddens, A., La constitución de la sociedad, Op. Cit., pág. 44, 80.

66
captura lo que tenemos en mente cuando hablamos aquí de “con-
ciencia” a secas, siempre que convengamos en que cuando decimos
que el agente puede hablar de tales procesos, no queremos decir
que necesariamente lo haya hecho concretamente ni implicamos
que quienes lo escuchen interpreten exactamente lo que está in-
tentando expresar. De este modo, tanto el saber práctico como la
conciencia están definidos operativamente, es decir por una pro-
piedad necesaria que nos permite reconocer de qué estamos ha-
blando pero no por un conjunto de rasgos necesarios y suficientes
que los caractericen por su propia naturaleza. A su vez, estas res-
pectivas propiedades no tienen una conexión necesaria entre sí:
no hay ninguna razón para pensar que un agente está en condicio-
nes de hablar (ser “consciente”) de todos los factores psíquicos que
subyacen a su conducta (su “saber práctico”). Cada una de estas
definiciones recorta su propio conjunto de fenómenos psíquicos,
sin que podamos establecer a priori ningún tipo de relación entre
estos conjuntos.
Conviene notar que, a pesar de que a menudo hablamos de ella,
es difícil definir la conciencia de un modo que no sea operativo.
Podríamos proponer que se trata de una función del organismo
humano, cuyas propiedades se ven más claras en el registro reflexi-
vo del ambiente, ya que, en efecto, usualmente los agentes están
en condiciones de hablar de los elementos a los que prestan aten-
ción porque les resultan relevantes para guiar sus cursos de acción.
“¿Por qué levantaste la mano tan alta?”, le pregunta una compañe-
ra de nuestro aplicado estudiante del ejemplo anterior. Y luego de
pensarlo un poco –hasta ese momento, no había caído en la cuenta
de que había levantado la mano un poco más alto que lo usual–, el
estudiante contesta: “Para que el profesor me viera, porque estaba
del otro lado del aula.” Esta circunstancia, relevante para llevar a
cabo su acción de manera eficaz, es accesible a su conciencia, ya
que puede hablar de ella (lo cual no quiere decir que sea verdadera,
como veremos un poco más abajo). Y, en general, pareciera que lo
mismo ocurre con cualquier otro factor que registramos en tales
circunstancias. Ahora bien, si es que en efecto el registro reflexi-

67
vo está guiado por las “instrucciones” del saber práctico, la pro-
pia conciencia acabaría siendo un instrumento que cumple fun-
ciones para el adecuado curso de las acciones (metafóricamente,
como uno de los “órganos” con los que cuenta la especie humana),
y aquello de lo que tomemos conciencia en un momento u otro
habría que explicarlo como una acción, o al menos parte de una
acción, orientada en última instancia por el saber práctico.
Naturalmente, aquello de lo cual los agentes son capaces de ha-
blar no se reduce a los elementos relevantes para sus cursos de ac-
ción. La conciencia puede ser conciencia de muchos otros tipos de
procesos. Sin embargo, podemos presumir, hasta tanto encontre-
mos contraargumentos que nos obliguen a revisar tal presunción,
que en todos los casos está orientada por la acción del saber prác-
tico, sea en relación con el registro reflexivo del ambiente exterior,
como en el ejemplo señalado, sea para un registro reflexivo “in-
terior”, orientado hacia los propios procesos mentales. En efecto,
para ser precisos, la posición del profesor en el aula y su relevancia
para el movimiento del brazo del estudiante se vuelven conscien-
tes en el estudiante no necesariamente en el momento de levantar
la mano, sino más bien, o sólo podemos asegurarlo al menos, en
relación con la pregunta de su compañera: es en el proceso de coo-
perar con esa interacción comunicativa que se produce el acto de
reflexión sobre su propia conducta, es decir que la conciencia de
esas circunstancias proviene del hecho de que el estudiante registra
reflexivamente su propio proceso psíquico como parte de la acción
de contestar a la pregunta. La presunción que bosquejamos es, en-
tonces, la de que todo lo que accede a la conciencia es resultado de
las operaciones del saber práctico, incluida la reflexión sobre los
propios procesos mentales y motivaciones.
Al registrar reflexivamente nuestros procesos mentales, esta-
mos tomando conciencia de fenómenos que ocurren en nosotros
mismos, y por ese motivo podemos llegar a confundir aquello de
lo que somos conscientes como resultado de este “registro reflexivo

68
interior” con el saber práctico mismo.24 Pero no hay ninguna ga-
rantía de que este conocimiento sea menos hipotético que el que se
refiere al mundo exterior. Así como nuestros esquemas interpreta-
tivos del mundo exterior pueden estar “equivocados” con respecto
a las propiedades del mundo exterior pero no se modificarán si eso
no afecta de alguna manera la efectividad de su conducta (el ser
humano pudo vivir y desarrollarse durante millones de años pen-
sando que el sol giraba alrededor de la tierra), del mismo modo las
interpretaciones de lo que ocurre en los procesos psíquicos pueden
ser erróneas y lo seguirán siendo mientras eso no afecte el desarro-
llo habitual de los cursos de acción.25 Puede ocurrir que, en nuestra
conciencia, consideramos como un prejuicio inadmisible el estig-
ma que se le asigna a las personas que “hablan mal”, por ejemplo
en razón de la arbitrariedad que encontramos en esa asignación,
y que, sin embargo, en nuestras interacciones cotidianas, sin dar-
nos cuenta de ello, nos predispongamos contra las personas que
sentimos que “hablan mal”, exactamente como otras personas que
nunca han reflexionado sobre el asunto. O, en el caso de nuestro
estudiante, podría ocurrir que la verdadera razón por la que le-
vantó su mano más alto fue para destacarse, en afán competitivo,
sobre los otros estudiantes, pero sin que esa motivación accediera
a su conciencia.
24
  Esta confusión esteriliza muchos modelos de funcionamiento social
cuando se los intenta aplicar en el estudio de situaciones concretas. Véase
por ejemplo, la crítica que desarrolla Campisi contra el modelo de agente con
“información completa” que postulan la teoría del juego y la teoría funcio-
nalista. La autora analiza la incidencia de la conciencia en la acción social,
a partir de la práctica del trueque en las ferias de la puna jujeña. Campisi,
P., “La práctica social del trueque intergrupal y la Teoría de la Convención
Social. Una aproximación dialéctica”, en Potlach, Año 2, Nº III, Buenos Aires,
2005, Pág. 61-76.
25
  Tómese este modo de poner las cosas sólo en beneficio de la exposición.
Como quedó señalado antes, los mecanismos de transformación del saber
práctico constituyen un objeto de investigación más que un conjunto de pos-
tulados, y es casi seguro que aunque la eficacia o ineficacia de determinadas
acciones pueden jugar un papel en tal transformación, no parecen ser un
factor ni necesario ni suficiente de ella. No obstante, sean cuales sean estos
mecanismos, da la impresión de que el paralelo entre los fenómenos externos
e internos, que es el que aquí intentamos subrayar, se mantendría.

69
Salta aquí a la vista de qué modo la pareja saber práctico-con-
ciencia que adoptamos en este marco se diferencia de la de concien-
cia práctica-conciencia discursiva de Giddens. En efecto, en este úl-
timo modelo existe cierta continuidad entre ambas esferas, hasta el
punto de que se supone que ciertos componentes de la conciencia
práctica pueden eventualmente pasar a la conciencia discursiva,
“volverse concientes” en el agente.26 Desde este punto de vista, el
esquema de Giddens se asemeja a otros modelos estratificados
de la psique humana, que dan por sentado que lo inconsciente y
lo consciente tienen una misma naturaleza y constituyen niveles
separados por barreras más o menos franqueables o, en algunos
casos y para ciertos contenidos, directamente infranqueables. Pero
en verdad, no hay razón para aceptar esta metáfora edilicia como
modelo del funcionamiento psíquico (edilicia no sólo por los pi-
sos, sino porque sugiere que los contenidos de conciencia “ocu-
pan” esos pisos, como si éstos fueran una estructura diferente de
los propios procesos psíquicos, a los que de alguna manera “con-
tendrían”). La reflexión (consciente) sobre los procesos psíquicos
no es sino un intento de representar, con los recursos propios de la
conciencia, todo un conjunto de fenómenos que, desde este pun-
to de vista, son tan complejos como los del mundo natural, y, de
hecho, para lo que aquí nos interesa, son fenómenos del mundo
natural. Y creemos que ya hay suficiente materia en la historia de
las ciencias naturales para dar por sentado que los modelos que
sirven para representar la naturaleza no son la naturaleza misma.
Las relaciones entre saber práctico y conciencia son, en con-
secuencia, mucho más complejas que las que pueden establecerse
entre dos estratos en los que pueden estar localizados los distintos
contenidos psíquicos. Las relaciones que hemos identificado hasta
ahora dan una idea de esa complejidad. A manera de resumen,
recordemos que, por una parte, el prestar atención a ciertos ele-
mentos del ambiente o de los propios procesos psíquicos, es decir
llevar cierta información a la conciencia, es una acción, o al menos
parte de una acción, y por lo tanto se explica por la dinámica del
  Giddens, A., La constitución de la sociedad, Op. Cit., pág. 44, 84.
26

70
saber práctico. Y, que, por otra parte, la toma de conciencia puede
ser conciencia de elementos del saber práctico.
Ahora bien, pareciera que la reflexión sobre la conducta propia
y de los otros agentes puede producir modificaciones en el saber
práctico. Para decirlo más precisamente, esa reflexión es la ope-
ración por la cual el saber práctico opera para “aprender” sobre sí
mismo y transformarse consecuentemente. Esta capacidad se pone
muy claramente de manifiesto, por ejemplo, cuando aprendemos
a manejar un auto o a sumar y a restar: una comprensión cons-
ciente sobre las conductas implicadas en estas rutinas es, como en
muchos otros aprendizajes, una condición necesaria para la poste-
rior incorporación “refleja” de hábitos mentales y/o motores. Pre-
sumiblemente otros hábitos del saber práctico, relacionados con
contenidos menos precisos o “predecibles”, pueden igualmente
modificarse a través de la reflexión. De alguna manera, el registro
reflexivo “interior” resulta, para determinadas transformaciones,
más eficaz que el “aprendizaje” inconsciente que parece ser pre-
dominante en la socialización primaria y seguramente en muchos
momentos de la socialización secundaria.
Aunque, como decíamos arriba, nuestro objeto de estudio es el
saber práctico, en la medida en que es por definición lo que subya-
ce y explica la conducta de los agentes, la conciencia es un factor
crucial por lo menos desde el punto de vista metodológico, por
diversos motivos. Por una parte, lo que cualquier agente pueda de-
cirnos sobre su propia conducta lo dirá siempre sobre aquello de
lo que es consciente, de manera que cualquier estudio empírico, en
la medida en que difícilmente podrá llegar muy lejos limitándose,
al modo conductista, al estudio de las acciones visibles, requerirá
de al menos algunos lineamientos sobre las relaciones entre am-
bas esferas que permitan interpretar los datos proporcionados por
los informantes. Por otra parte, nosotros mismos (estudiosos de
la cultura, o sociólogos, o científicos sociales en general), en tanto
agentes sociales no podemos trabajar sino con lo que tenga acceso
a nuestra conciencia. Podríamos incluso describir nuestro trabajo
como un intento de producir en la conciencia, la nuestra y la de

71
todos los que nos escuchen y nos atribuyan algún tipo de cono-
cimiento, representaciones de lo que ocurre en el saber práctico.
Además, la conciencia, como queda dicho, es parte de las acciones
de los agentes, y sin duda una parte nada desdeñable. Y, por últi-
mo, y ciertamente en absoluto no menos importante, la explica-
ción del papel que el discurso juega en los procesos sociales está
directamente relacionado con la conciencia, ya que, por definición,
se es consciente precisamente de aquello de lo que se puede hablar.
Y es a todas luces obvio que el discurso juega un papel destaca-
do en la reproducción y transformación de las prácticas sociales.
Por lo pronto, se lo utiliza socialmente para “enseñar”, directa o
indirectamente, modos de actuar. Y constituye un aspecto central
de las prácticas a las que en nuestro trabajo prestamos particular
atención, dada nuestra formación “disciplinaria”, esto es las prác-
ticas culturales.

Discurso
El postulado de que cualquier explicación de los procesos so-
ciales necesita hacer referencia a la subjetividad de los agentes, con
el que iniciábamos la sección anterior, podría incluso parecer ob-
vio a muchos. Sin embargo, hemos optado por presentarlo como
una cuestión de principio porque, por una parte, nos parece con-
veniente justificar la necesidad de tomar posiciones operativas en
torno al modo de conceptualizar esa subjetividad, una operación
que, a pesar de su centralidad, no es demasiado frecuente en los
estudios de las culturas. Incluso aquellos que acuerdan en el carác-
ter social de las prácticas culturales, a menudo parecen confiar en
cierta “psicología” intuitiva del agente social, o en todo caso asumir
algún modelo de sujeto (por ejemplo, althusseriano o lacaniano)
que no se ocupan siempre de explicitar (si es que es “explicitable”
en verdad).
Por otra parte, la modalidad alternativa de análisis “trascenden-
tal” en las ciencias sociales a menudo pasa desapercibida y no sólo
en el contexto del idealismo del siglo xix, con sus “espíritus abso-

72
lutos” o “esencias nacionales”: en el marco postestructuralista, mu-
chas veces el concepto de “lenguaje” o de “discurso” llega a tomar
un cariz semejante, como una fuerza autónoma en cuya naturaleza
y dinámica se apoyara todo el curso de las sociedades humanas.
Uno de nuestros esfuerzos más sostenidos, por este motivo teórico
pero también en razón de nuestra especialidad “disciplinaria” (los
estudios literarios y culturales), ha sido, precisamente, el de discri-
minar las funciones que cabe asignarle al discurso, en los sentidos
más influyentes en que este término se entiende hoy en día, dentro
de los procesos de reproducción social.
Por todos estos motivos, el segundo tópico que nos parece im-
portante esclarecer es el del concepto de discurso, lo cual equivale
más bien a una toma de posición explícita en relación con la va-
riedad de sentidos que el término ha acabado por cobrar en las
prácticas intelectuales actuales, en la medida en que, al menos des-
de nuestra aproximación, esos usos confunden diferentes aspectos
relevantes para la reproducción social, que, sin embargo, resulta
más conveniente distinguir analíticamente. En efecto, los campos
de fenómenos que cada uno de esos sentidos trata de capturar con-
ceptualmente están relacionados entre sí, de maneras no siempre
claras, sobre todo porque en general la inclinación por una u otra
de estas circunscripciones está ligada a un modelo general sobre la
concepción del lenguaje mismo y de su articulación en una con-
cepción determinada de los procesos sociales.
Distinguiremos cuatro usos de la palabra “discurso”, y, en cada
caso, trataremos de identificar la extracción teórica dentro de la
cual lo encontramos; y analizaremos, por una parte, el campo de
fenómenos que entendemos se pretende circunscribir en ese terre-
no para, por otra parte, luego de considerar la operatividad de tal
circunscripción, situar ese campo de fenómenos dentro de nuestro
propio marco de trabajo.

Discurso = acción
Por una parte, está el sentido de la palabra “discurso” que apun-
ta al nivel de la práctica verbal misma, por ejemplo en oposición
73
al sistema general que hace posible esa práctica. “Discurso” se ha
usado, desde este punto de vista, como un equivalente del “habla”
saussuriana, pero también es, probablemente, el mismo campo de
fenómenos que está presente en el concepto de “géneros discur-
sivos” de Bajtin y que es, precisamente, el nivel que para este au-
tor constituye el objeto de la “translingüística”. Aunque no se lo
ha subrayado demasiado, cabe observar que profundas diferencias
contrastan los respectivos marcos saussuriano, al menos en su he-
rencia en la semiótica contemporánea, y bajtiniano. Mientras en
este último, conviene concebir las reglas que entran en juego en el
uso de la lengua como una interacción que supone expectativas y
respuestas de los usuarios en toda la autonomía de su dinámica,
el estructuralismo saussuriano tiende a percibir este nivel del len-
guaje como una derivación secundaria en relación a un supuesto
sistema de signos que constituye su matriz esencial.27
Este concepto de “discurso” captura, en consecuencia, todo un
conjunto de manifestaciones empíricas que constituyen un interés
central en nuestros estudios. En cierto sentido, podríamos afirmar
que una buena parte de las prácticas sociales que enfocamos se
define precisamente, por el hecho de que la interacción lingüística
ocupan en ellas un lugar predominante. Son, desde este punto de
vista, prácticas discursivas. Nuestra afinidad con la propuesta de
Bajtin se hace patente cuando recordamos que en ella se asigna al
conocimiento que faculta a los hablantes para reconocer y practi-
car los géneros discursivos propiedades muy semejantes a las que
nosotros le atribuimos aquí al conocimiento del saber práctico,
como un conocimiento que se vislumbra no por la conciencia que
los hablantes tengan de él sino por el hecho mismo de que los ha-
blantes son capaces de interactuar comunicativamente con otros a
partir de que comparten esos géneros discursivos.28

27
  Bajtin, M., “El problema de los géneros discursivos”, en Estética de la
creación verbal, México, Siglo XXI, 1982, pág. 248-293; Bajtin, M., Problemas
de la poética de Dostoievski, México, Fondo de cultura económica, 1986.
28
  Bajtin, M., “El problema de los géneros discursivos”, Op. Cit., pág. 267-
270.

74
En general, nosotros mismos preferiremos usar la palabra dis-
curso para referir a este sentido, y es en él que esperamos se entien-
da el uso que venimos haciendo del término.

Discurso = texto
Un segundo sentido de “discurso” es el que se refiere al resul-
tado de la acción a la que se hace alusión en el primer sentido (el
“enunciado” benvenistiano, si se interpreta que su “enunciación”
se interseca, en algunos aspectos, con el primer sentido de “discur-
so”29), al texto mismo considerado en sus relaciones internas. Este
es probablemente el sentido que más inmediatamente se tiene en
mente cuando se habla de “análisis del discurso”, y constituye una
conceptualización que cobra una dimensión particularmente cen-
tral en el marco estructuralista, no porque éste haya sido el sentido
de “discurso” preferido por los estructuralistas, sino en cuanto a que
se trata de un modo de concebir los textos que se desentiende de los
aspectos de las subjetividades que, precisamente, la aproximación
bajtiniana aludida en el párrafo anterior intenta capturar.
No obstante, sin necesidad de heredar esta postura, el concepto
(al que nosotros aludiremos mediante la palabra texto) tiene utili-
dades operativas, sobre todo en el plano metodológico, en la medi-
da en que los datos con que trabajamos a menudo se nos presentan
primariamente o al menos los “conservamos” para su análisis en
una realidad “material” de enunciados en sí, desgajados de los as-
pectos subjetivos que participan en su uso concreto, sobre los cuales
sólo podemos hacer inferencias o hipótesis a partir de esa realidad
“material”. En la práctica, en consecuencia, esto implica que lo que
adoptamos aquí constituye una metodología particular dentro de las
diversas opciones que se manejan bajo el nombre de “análisis del
discurso”, metodología que se caracteriza, en contraste con otras al-
ternativas propuestas, porque incluye (e incluso interroga a los tex-
tos en busca de) los aspectos subjetivos de la acción comunicativa
dentro de los cuales el texto cobra su funcionalidad real.
  Cfr. Benveniste, E., Problemas de lingüística general, México, Siglo XXI,
29

1973.

75
Discurso = esquemas de interpretación y valoración
El sentido de “discurso” que enfocamos en tercer lugar, aun-
que quizá sea el más extendido en el campo académico actual,
es probablemente el más difuso, sobre todo a la hora de tratar de
establecer de una manera más o menos consensual el campo de
fenómenos al que refiere. Esto se debe probablemente a que de-
riva del carácter totalizador que el término cobró en el marco del
postestructuralismo. En este contexto, en efecto, las propiedades
atribuidas ya en el seno del estructuralismo al “discurso” en los
dos sentidos anteriores se extendieron, en una operación que no
carece de a veces desapercibidas operaciones metafóricas, hacia
todos los niveles pertinentes para la explicación de los procesos
sociales. Naturalmente, este es nuestro modo de explicar el proce-
so. En el contexto postestructuralista, se lo presenta más bien bajo
la forma del postulado de que no somos nosotros los productores
del discurso sino que los propios agentes sociales se construyen
en y por el discurso. Cuando en esta concepción se incorporan las
relaciones de poder, como ocurre por ejemplo bajo la influencia
del pensamiento de Foucault, el sentido de “discurso” parece co-
brar un alcance semejante al de algunas acepciones de “ideología”,
en el sentido de que tiende a explicar los mismos fenómenos (las
conformaciones subjetivas que dan cuenta del hecho de que las in-
teracciones humanas contribuyan a la reproducción social, a pesar
de que esa reproducción acaba favoreciendo a sólo un sector de la
sociedad), aunque otorgando ahora la dimensión de variable in-
dependiente al propio discurso, por encima de la experiencia ma-
terial de la existencia humana que constituye un elemento crucial
en las aproximaciones marxistas.30 Desde cierto punto de vista, en
30
  Cfr. “En una sociedad como la nuestra, pero en el fondo en cualquier
sociedad, relaciones de poder múltiples atraviesan, caracterizan, constituyen
el cuerpo social; y estas relaciones de poder no pueden disociarse, ni estable-
cerse, ni funcionar sin una producción, una acumulación, una circulación,
un funcionamiento del discurso. No hay ejercicio del poder posible sin una
cierta economía de los discursos de verdad que funcionen en, y a partir de,
esta pareja.” Foucault, M., Microfísica del poder, Madrid, La Piqueta, 1992,
pág. 139-140.

76
efecto, podría decirse que en el marco del postestructuralismo, se
entiende que lo que entendemos por realidad es fundamentalmen-
te una función del discurso en este sentido amplio que aquí trata-
mos de dilucidar, y que el ocultamiento de esta circunstancia, su
disfraz bajo la “metafísica de la realidad”, es la operación ideológica
fundamental de las sociedades humanas.
En vista de las imprecisiones y la “diseminación” de este sentido
de “discurso”, como por otra parte, a decir verdad, del propio con-
cepto de “postestructuralismo” bajo el cual intentamos delinearlo,
optamos aquí por señalar, en primer lugar, los que parecerían ser
nuestros acuerdos con este marco, en el modo en que aproximada-
mente hemos intentado construirlo en el párrafo precedente, antes
de proceder a apuntar las que entendemos son nuestras diferen-
cias. En verdad, más que acuerdos y desacuerdos, correspondería
decir que lo que tratamos de hacer es tomar ciertas posiciones en el
contexto de la problemática a la que apunta no sólo este concepto
de “discurso”, sino todo el marco epistemológico en el cual encuen-
tra su sentido. Naturalmente, una discusión profunda de todas las
cuestiones en juego demandaría mucho mayor espacio que el que
reservamos para esta introducción teórica y, por otra parte, nos lle-
varía muy lejos de los objetivos específicos de ella. Nos limitamos,
por lo tanto, a dejar establecidas nuestras posturas en los aspec-
tos más significativos y bosquejar breves fundamentaciones de las
mismas. Cabe agregar que, por todos estos motivos, la discusión
que sigue se ve obligada a tocar aspectos que van más allá de los
referidos estrictamente al concepto de “discurso”.31
Partimos, entonces, de acordar que, en efecto, la experiencia de
cualquier agente en relación con el mundo natural y social en el que
se mueve, está en una buena medida pre-formada, pre-interpreta-
31
  Esta discusión está más desarrollada en Kaliman, en el artículo “Calibán
vive. Marxismo y postestructuralismo en los estudios de las culturas latinoa-
mericanas”, con referencia específica al contexto de los estudios literarios y
culturales latinoamericanos. Kaliman, R., “Calibán vive. Marxismo y pos-
testructuralismo en los estudios de las culturas latinoamericanas”, en Sklo-
dowska, E. & Heller, B. (eds.), Roberto Fernández Retamar y los estudios
latinoamericanos, Pittsburgh, Instituto Internacional de Literatura Iberoame-
ricana, 2000, pág. 135-154.

77
da, pre-valorada. De hecho, en ausencia de este postulado, las con-
ductas de los agentes serían totalmente inexplicables. El concepto
antes avanzado de saber práctico, y particularmente lo que hemos
llamado, dentro de ese saber práctico, “esquemas interpretativos”,
aunque implica un análisis diferente de la cuestión, no es sino un
modo de poner este mismo postulado en términos operativos e in-
cluso de situarlo en un punto central de la indagación sociológica.
Asimismo, los constituyentes específicos del saber práctico de un
agente dado en determinadas circunstancias concretas no pueden
ser sino una función de sus interacciones en el medio particular en
el que se ha socializado. Desde este punto de vista, es en su contex-
to social que él agente se encuentra con las categorías mediante las
cuales analiza, interpreta e interactúa con sus semejantes, lo cual
parece contemporizar con el relativismo cognoscitivo que sustenta
importantes versiones del postestructuralismo.
Sin embargo, aceptados estos razonamientos, hay otros aspec-
tos en los que en nuestra aproximación tomamos distancia de las
presunciones del postestructuralismo, o al menos en los cuales
preferimos, como queda dicho, dejar fijadas ciertas posiciones.
Hay tres que nos parecen particularmente relevantes y en los que
nos detendremos aquí: los dos primeros son de índole epistemoló-
gica general, y un tercero, en cambio, apunta más centralmente a
situar nuestros presupuestos en contraste con la noción de “discur-
so” que surge en aquel contexto epistémico.
Por una parte, parece conveniente aclarar que reconocer que
las especificidades que caracterizan el saber práctico de los agen-
tes son una función de su contexto de socialización no implica un
relativismo cultural absoluto, sino que tenemos siempre presente
que cualquiera sea esa especificación, lo es dentro del conjunto,
limitado aunque sea innumerable e incluso indescriptible por lo
menos para el estado actual del conocimiento, de configuraciones
disponibles para cualquier ser humano en virtud de las propieda-
des inherentes a la especie, a las que aquí llamaremos, tomando el
feliz término de la fenomenología, constantes antropológicas. Nos
interesa dejar en claro, en efecto, que el horizonte de las generali-

78
zaciones del modelo que aquí presentamos es, en consecuencia, la
dotación de la especie humana, y no ninguna otra abstracción. En
ciertos contextos postestructuralistas, en cambio, en razón de que
se concibe al lenguaje como un sistema basado en las oposiciones y
se postula que es en ese sistema en donde se construye toda la sub-
jetividad de los agentes, se tiende a rendir culto a la diferencia, lo
cual no hace sino dejar fuera de la discusión la consideración de las
generalizaciones subyacentes (empezando por la propia generali-
zación que supone ese mismo concepto de lenguaje), que quedan
en consecuencia inmunes a la crítica. Es cierto que la “universali-
zación” ha sido y es una operación típica de los procesos ideoló-
gicos, por la cual se hace parecer como propio de toda la especie
humana lo que no es sino particular de una clase o una cultura
histórica. Sin embargo, el reconocimiento de esta operación ideo-
lógica no significa que no existan rasgos comunes a toda la especie
humana y el esfuerzo por identificarlos rigurosamente es el mejor
instrumento para evitar que se los sustituya por generalizaciones
ideológicamente tendenciosas.
Por otra parte, la experiencia de los agentes, en el curso de la
cual se van construyendo y reconstruyendo las categorías del saber
práctico, se realiza en relación con objetos cuya existencia, rasgos
y propiedades no dependen solamente de las subjetividades hu-
manas. Es decir, asumimos aquí que existe una realidad material
independiente que condiciona la percepción de las categorías del
saber práctico, las cuales se conforman y modifican no sólo en vir-
tud de lo previamente adquirido, sino también en función de la
puesta a prueba, la confirmación, el rechazo o la matización que
constituye la experiencia de esa realidad. Incluso lo que aquí lla-
mamos “lo previamente adquirido”, aunque sea una función del
contexto social, no sólo ha tenido en su origen la misma relación
con la realidad, sino que además la propia adquisición durante el
proceso de socialización seguramente procede de la misma mane-
ra: las categorías que los adultos o cualquier otra “autoridad” en-
señan a los niños, quienes interpretan la experiencia, y orientan a
determinadas interpretaciones de la experiencia, pero nunca pue-

79
den sustituirla exhaustivamente. Reconocer el relativismo social de
las categorías no implica, en consecuencia, desconocer que esas
categorías tienen que ser eficaces para llevar a cabo las interaccio-
nes y que esa eficacia depende crucialmente de su adecuación a la
experiencia de la realidad.
Este cuadro de las cosas parece entrar en contradicción con el
rechazo postestructuralista de la concepción de la verdad como
adecuación a la realidad, en consonancia con su presupuesto, ya
apuntado, de que la realidad misma es resultado de las operaciones
del discurso. No podemos dejar de reconocer lo beneficioso que re-
sulta para el conocimiento humano, desde un punto de vista tanto
epistemológico como político, tomar conciencia del grado en que
nuestra percepción del mundo está condicionada por categorías
relativas a la cultura de nuestra socialización. La distinción entre
los parámetros interpretativos y la aplicación de una escala de va-
lores a la que aludíamos en la sección anterior es un ejemplo claro
de las ventajas que resultan de este esclarecimiento, en la medida
en que, como decíamos arriba, las operaciones del saber práctico
tienden a confundir ambas instancias, y sólo una reflexión sobre
la naturaleza social de esas escalas de valores, informada enton-
ces por la advertencia contra la objetivación de las mismas, puede
dar una base sólida para estudiar su origen y carácter y llegar a
distinguirlas de otras que presentan un fundamento independien-
te.32 Sin embargo, al mismo tiempo, la postura postestructuralista
32
  Este relativismo extremo del postestructuralismo explica que, en ese
contexto, se haya llegado a cuestionar la posibilidad de reconstruir las cate-
gorías y valores de un agente que pertenezca a una cultura diferente de la del
investigador, llegándose a afirmar que la propia práctica de producción de
conocimiento es una propiedad cultural de las sociedades hegemónicas. Este
razonamiento llevaría a la conclusión de que el conocimiento que se produzca
sobre un grupo subalterno es automáticamente un acto de colonización. En
contraposición con esta tendencia, Virginia Ibazeta en el artículo “Sobre la
metodología del testimonio: una aproximación a los testimonios de Rigober-
ta Menchú, Domitila Barrios de Chungara y Nosotros los humanos” analiza las
instancias de producción en tres testimonios latinoamericanos, mostrando
cómo los problemas de representatividad que puedan achacársele al género
son más un problema de metodología que una cuestión de principio. Ibazeta,
V., “Sobre la metodología del testimonio: una aproximación a los testimonios
de Rigoberta Menchú, Domitila Barrios de Chungara y Nosotros los huma-

80
arrastra este cuestionamiento de las objetividades ilusorias hacia
otro extremo igualmente inaceptable: el de la negación radical de
la autonomía de la realidad.33
Finalmente, hechas estas aclaraciones en lo que se refiere a la
validez de las generalizaciones y el concepto de verdad, enfoca-
mos la cuestión de la relación entre el concepto de discurso que
se propone en el seno del postestructuralismo y el que, en cambio,
nosotros aquí adoptamos. La diferencia más significativa parece
radicar en la relación que existe entre las categorías que los agen-
tes aplican en su conducta socialmente relevante y las que forman
parte, en un nivel semántico, de su conducta estrictamente lingüís-
tica. Entendemos, en efecto, que el postestructuralismo no distin-
gue entre unas y otras: los conceptos a los que se hace referencia
cuando se habla serían de la misma naturaleza que las categorías
con las que se analiza el mundo, por cierto con la aclaración de
que estas últimas son en gran medida inconscientes y que la mani-
festación lingüística se vincula con ellas, por ejemplo, a través de
la mediación de operaciones como el desplazamiento y otras que
proporciona el psicoanálisis. Desde nuestra perspectiva, este mo-
delo resulta de la proyección de la conducta que nosotros hemos
definido como “discurso” en el primer sentido hacia la esfera de
lo que aquí llamamos el saber práctico, lo cual supone imaginar,
a priori, que aquello que no nos es accesible directamente tiene
la misma forma que aquello a lo que sí tenemos acceso. Postular
que la conducta lingüística, sobre la que podemos reflexionar, es el
modelo del funcionamiento de lo inconsciente, que es lo que que-
remos explicar, es análogo a explicar, por ejemplo, los rayos en una
tormenta en términos de la imagen de un Zeus guerrero, mucho
más parecido a lo que forma parte de la experiencia cotidiana (y
mucho más en los grupos sociales dentro de los cuales se dice que

nos”, presentado en las Primeras Jornadas de Estudiantes de Letras, Facultad


de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Tucumán, septiembre 2000.
33
  Cfr. Para una discusión de este postulado postestructuralista Bricmont,
J. y Sokal, A., Imposturas intelectuales, Barcelona, Paidós, 1999; a partir de la
famosa parodia revelada en Sokal, A., “A Physicist Experiments With Cul-
tural Studies”, Op. Cit.

81
surgió esta imagen) que los fenómenos eléctricos, inimaginables a
partir de nada de lo que conocemos mediante el ejercicio corriente
de nuestros sentidos.
Mediante este razonamiento buscamos justificar la opción
que hemos preferido aquí, que consiste simplemente en no avan-
zar ningún modelo concreto sobre el saber práctico, si no es en la
medida en que podemos colegirlo como necesario para explicar
las conductas que no podrían explicarse más que en virtud de su
funcionamiento. Por otra parte, según nuestra argumentación del
apartado anterior, no existe ninguna garantía de que las categorías
a las que los agentes pretenden referir cuando hablan, es decir lo
consciente, correspondan verdaderamente al funcionamiento del
saber práctico. En última instancia, estas categorías son tan hipo-
téticas como las que el mismo agente usa para interpretar el am-
biente exterior y su validez se mantiene sólo en la medida en que le
permite seguir funcionando con cierta seguridad.
A partir de este análisis, podríamos decir que, aunque el con-
cepto de “discurso” dominante en el postestructuralismo involucra
de alguna manera a los dos sentidos que hemos descripto en los
apartados anteriores, en verdad apunta a absorber esos dos con-
ceptos en lo que aquí estamos llamando los esquemas de inter-
pretación y evaluación, en tanto que mecanismos vigentes en el
saber práctico que subyacen a la conducta de los agentes. Desde
nuestra perspectiva, es conveniente distinguir estos esquemas de
aquello que aparece en la actividad discursiva, para nosotros el
discurso propiamente dicho. Por otra parte, es en relación con el
modo en que se constituyen estos esquemas en las subjetividades
de los agentes que deben analizarse los mecanismos de poder, los
cuales constituyen un factor central en los procesos culturales, y
no parece aconsejable, por lo tanto, confundir esos esquemas del
saber práctico con los contenidos de conciencia que se expresan a
través del discurso.

82
Discurso = explicación
No tanto en los estudios lingüísticos, literarios o culturales –
aunque eventualmente también en estos campos– como en los
de base historiográfica o politológica, se encuentra a menudo un
cuarto uso de “discurso”, que refiere a sistemas de ideas más o me-
nos articulados, con sus líneas de argumentación, sus valores, sus
presupuestos e incluso a veces con sus motivos o imágenes carac-
terísticos y que definen una posición política o social particular
reconocible dentro de un espectro social, como cuando se habla
del “discurso liberal”, “conservador”, “marxista”, “patriarcal”, etc.
Este campo de fenómenos así circunscripto es muy cercano al de
una versión del concepto de ideología, que puede incluso rastrear-
se hasta el Marx de La ideología alemana,34 pero que sobre todo fue
muy difundida entre pensadores marxistas –y no marxistas tam-
bién– posteriores, por lo menos hasta que empezó a cuestionarse
el lazo que unía estas versiones racionalizadas y casi doctrinales
de la ideología con las “ideas” que mueven a los individuos en su
vida cotidiana y que constituyen el modo concreto de existencia
social, lo cual naturalmente llevó la discusión sobre la problemáti-
ca ideológica por otros rumbos. Sin embargo, por ejemplo, cuando
Gramsci empieza a poner de relieve la importancia de este elemen-
to psicológico en la circulación de las ideas relevantes para los pro-
cesos sociales; o Raymond Williams profundiza tal discusión para
fundamentar su propia interpretación del concepto de hegemonía,
todavía presentan esta problemática como un cuestionamiento
precisamente a ese sentido de la palabra “ideología”.35
Este concepto de “discurso”, de cierto modo, parece reunir ras-
gos de los tres anteriores que hemos venido discutiendo. Presu-
pone cierta actividad lingüística que se manifiesta en textos, pero
lo que circunscribe a esos textos es la exposición y defensa de una

  Marx, K. & Engels, F., La ideología alemana, Op. Cit.


34

  Cfr. “La ciencia y las ideologías ‘científicas‘” (Gramsci, A., Antología;


35

Op. Cit., pág. 355-362) o “Concepto de ideología” (Gramsci, A., Antología;


Op. Cit., pág. 362-364); Williams, R., Marxismo y literatura, Op. Cit., pág.
130-131.

83
cierta concepción del mundo y, directa o indirectamente, de un
cierto orden social. Sin embargo, aunque no se oponga a ninguno
de esos otros sentidos, sí se distingue porque circunscribe un con-
junto mucho más específico de fenómenos. Y el rasgo que define
esa circunscripción es entonces el de una explicación relativamen-
te sistemática del funcionamiento social, con sus correspondientes
categorizaciones, énfasis, valores e incluso líneas de conducta que
deben considerarse como las correctas en función de todo ese cua-
dro general. Usualmente, aunque se reconocen manifestaciones de
estos “discursos” en expresiones (o textos, en nuestro sentido) de
diversa índole y de diversos agentes sociales, existen autores reco-
nocibles, distinguidos dentro del conjunto social, que los han ar-
ticulado en textos de relativa extensión y densidad y con un grado
relativamente alto de difusión (lo cual implica una estructura de
circulación y una posición de saber regularmente establecida) y a
los que se acude como punto de referencia válido en cada contexto
dado para caracterizar las notas legítimas de ese discurso. Como
ejemplos generales de estos “ideólogos”, usando este término sin
otro ánimo que el de subrayar la relación entre este concepto de
“discurso” y el sentido de “ideología” que hemos mencionado en el
párrafo anterior, se podría pensar en Marx, Adam Smith o Santo
Tomás de Aquino, que no dejan de ser ilustrativos pero no repre-
sentan realmente el sentido más general de “discurso” en el sentido
que aquí abordamos. En la práctica, los “ideólogos” con incidencia
social se constituyen como tales en el seno de un contexto concre-
to, dentro de cuya dinámica particular adquieren la autoridad que
explica su capacidad de influencia, por lo cual los ejemplos más re-
levantes sólo son válidos en relación con cierto contexto específico
que se esté estudiando.
Desde el momento en que hablamos de concepciones que se
manifiestan lingüísticamente (discursivamente), en nuestra pers-
pectiva este sentido de “discurso” apunta a fenómenos de concien-
cia, que no pueden tomarse, en consecuencia, como expresión
directa del saber práctico, sino que guardan con ellos relaciones
más complejas, como hemos visto arriba. Esta observación es par-

84
ticularmente relevante tanto para los casos en que se habla de “dis-
curso” en este sentido como para el debate en torno a la acepción
de “ideología” con el que le encontramos parentesco, ya que en am-
bos casos existe la tentación de considerar a las posiciones que se
sostienen y se argumentan en tales textos como representaciones
transparentes de lo que en verdad mueve a los procesos sociales.
Esta observación no es sino una reiteración de tópicos que ya he-
mos discutido anteriormente.
Lo que sí nos parece importante considerar en relación con el
campo de fenómenos abarcado por este concepto de discurso es
que representan un tipo peculiar de acción, el de la explicación
consciente de los procesos sociales y/o de los condicionamientos
de la conducta de los agentes sociales. Como tal, esta acción debe
explicarse en términos de saber práctico y, por cierto, responde a
las mismas motivaciones que en general conducen a la reflexión
sobre la propia conducta, la cual, como ya lo señalábamos, consti-
tuye una operación mediante la cual el saber práctico es capaz de
transformarse a sí mismo. Característico de este tipo de acción es
el de intentar reunir todo un conjunto de experiencias vividas y de
categorías y valores previamente aceptados y convalidados (cons-
cientemente) en un todo convincentemente coherente. En última
instancia, estamos aquí en presencia del mismo impulso que, sis-
tematizado y sujeto a su propia meta-reflexión, ha dado lugar al
complejo y variado campo de actividades que llamamos ciencias
sociales y en el que nuestros propios esfuerzos están incluidos.
Ahora bien, el impulso de explicación no es exclusivo de los
ideólogos y/o científicos sociales (no siempre es fácil distinguir en-
tre unos y otros), ni se manifiesta únicamente en los ambiciosos
sistemas doctrinales o modelos teóricos que éstos se ocupan de
construir y fundamentar, sino que forma parte de la conducta de
cualquier agente social. En su forma más elemental y hasta coti-
diana, está en la respuesta que nuestro ya famoso estudiante le da a
su compañera, en la medida en que en ella intenta explicar y expli-
carse su propia conducta, es decir articularla dentro de un sistema
coherente de conductas aceptables. Entre este nivel, que interroga

85
directamente el propio saber práctico, y el de las representaciones
abstractas de todo un complejo social al que se alude con el con-
cepto de discurso que estamos considerando, existen, por supues-
to, no sólo diferencias de grado sino también de otras calidades.
Pareciera, por ejemplo, que puede haber diferencias de relación
con la realidad: se puede aventurar que a menudo los discursos de
los ideólogos –y, por cierto, también a veces en las prácticas que
llamamos académicas– se reproducen en una dinámica que poco
tiene que ver con el cotejo con la experiencia directa, sino más
bien con la coherencia interna de las propias categorías entre sí,
o a veces incluso con un mero despliegue de las posibilidades de
juego que ofrece la intuición de esas mismas categorías. De hecho,
es esta mecánica probablemente lo que le da sentido a llamarlos,
precisamente, “ideólogos”, el que orienten sus esfuerzos más a ser
persuasivos que a conocer cómo las cosas son en realidad.
Toda esta variedad de explicaciones constituye materia funda-
mental para la investigación en el marco que aquí estamos presen-
tando. En un extremo, las explicaciones que los agentes dan de su
propia conducta nos ponen frente a las categorías conscientes me-
diante las cuales analizan su propio saber práctico y constituyen la
única fuente directa para conocer esa conciencia. En el otro extre-
mo, los textos de los ideólogos pueden ser relevantes tanto porque
ellos mismos pueden ser el objeto de estudio en un caso determi-
nado como porque, dada su posición privilegiada, las categorías
que en ellos se esbozan pueden influir decisivamente, en la medida
de la autoridad que se hayan ganado en su contexto de interacción
social, en las categorías a las que apele el resto de la sociedad.

Dinámica de la reproducción y la transformación social


Tal vez convenga aclarar que, al enfocar las cuestiones relacio-
nadas con lo que aquí llamamos “subjetividad”, no estamos pre-
tendiendo –ni parece en realidad necesario– alcanzar un modelo
exhaustivo de la psicología humana, sino que enfocamos la psique

86
individual sólo en aquellos aspectos que resultan relevantes para
comprender los procesos sociales. Por cierto que es difícil a menu-
do establecer dónde se debe practicar este corte. Pero sí podemos
advertir que, al intentar desarrollar, como haremos en esta sección,
de qué modo la dinámica de las subjetividades de los agentes so-
ciales se articulan para dar lugar a los procesos de reproducción y
transformación social, no consideramos los problemas peculiares
que puedan afectar a un individuo en su historia personal, sino
las condiciones en que esas historias personales se vinculan mu-
tuamente y dan pie a generalizaciones sobre el curso histórico de
colectividades humanas. Por cierto, no se trata de negar la posi-
bilidad –que desde un punto de vista lógico existe, y hasta puede
argumentarse que se ha dado históricamente– de que los conflictos
o el estilo personal de un individuo concreto lleguen a erigirse en
un factor necesario para comprender el proceso histórico de todo
un grupo humano más o menos grande y tal consideración será tal
vez insoslayable en el estudio de tal o cual caso puntual. Sin em-
bargo, lo que aquí nos interesa es dar cuenta de las condiciones de
posibilidad de esa influencia, que son de naturaleza social (depen-
den de las relaciones mutuas que se establecen entre los agentes).
De hecho, en el último apartado de esta sección avanzamos con-
ceptualizaciones que apuntan a la distribución del poder en las so-
ciedades humanas, no tanto para dar cuenta de esos casos de indi-
vidualidades significativas sino más bien porque entendemos que
los desequilibrios de poder son un componente decisivo para el
destino de las prácticas culturales, en particular cuando el estudio
de éstas se interesa por la perspectiva de los sectores menos favore-
cidos en esa distribución. Al declarar esta voluntad contrahegemó-
nica, nos alineamos expresamente en los principios que cobraron
peso en el discurso crítico latinoamericano desde los años ‘70, con
importantes e influyentes precursores.36
36
  Cfr. Fernández Retamar, R., “Para una teoría de la literatura hispa-
noamericana”, en Casa de las Américas 80, septiembre-octubre, La Habana,
Casa de las Américas, 1973; Fernández Retamar, R., “Algunos problemas
teóricos de la literatura hispanoamericana”, en Revista de Crítica Literaria La-
tinoamericana Vol. 1 Nº 1, 1º semestre, Lima, Latinoamericana, 1975, pág.

87
Si entendemos que la sociedad implica un conjunto complejo y
diversificado de interacciones entre agentes, la reproducción social
es el proceso mediante el cual estas interacciones se siguen reali-
zando y se reiteran de manera idéntica a través del tiempo. Y lo que
llamamos transformación social no es sino una modificación que
se produce en ese transcurso en relación con ese mismo proceso de
reproducción, el paso a una nueva situación de reproducción. Por
cierto, no parece asequible ningún cuadro global de ninguna socie-
dad concreta e incluso, muy probablemente, ni siquiera es posible
definir los límites de una sociedad dada, si no es la de la totalidad
de los seres humanos, mucho menos asequible. En los hechos, ade-
más, cualquier conjunto social más o menos amplio sobre el que se
quiera concentrar la atención para un período de tiempo dado ma-
nifestará procesos de reproducción y de transformación, según el
aspecto sobre el que se ponga la mirada. Estudiar la reproducción
y la transformación social quiere decir, entonces, más bien, con-
centrarse en fenómenos mucho más localizables, abstraídos con-
vincentemente de esa totalidad imaginaria y compleja. Un modelo
del funcionamiento social, en consecuencia, no puede aspirar sino
a desarrollar instrumentos que sustenten, desde un fundamento
general, esos análisis de prácticas relativamente puntuales, los cua-
les, a su vez, constituyen una puesta a prueba y eventualmente la
generación de cuestionamientos al propio modelo.
Ahora bien, a diferencia de las interacciones con elementos de
la naturaleza, las interacciones sociales son acciones comunicati-
vas en el sentido de que su condición de posibilidad está dada por
la sintonización de las expectativas que los participantes tienen
uno del otro. Este conocimiento, a su vez, es una función del saber
7-38; Lienhard, M., La voz y su huella. Escritura y conflicto étnico-social en
América Latina 1492-1988, Lima, Horizonte, 1992. Ver historizaciones y aná-
lisis de este proceso en Cornejo Polar, A., “El indigenismo y las literaturas
heterogéneas…”, Op. Cit.; Palermo, Z., “De apropiaciones y desplazamientos:
el proyecto teórico de Roberto Fernández Retamar”, en Sklodowska, E. y
Heller, B. (eds.), Roberto Fernández Retamar y los estudios latinoamericanos,
Pittsburgh, Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, 2000, pág.
181-198; D’Allemand, P., Hacia una crítica cultural latinoamericana, Ber-
keley-Lima, Latinoamericana Editores, 2001.

88
práctico, como lo hemos definido en la primera sección. En con-
secuencia, podemos explorar este saber práctico más a fondo pre-
guntándonos qué propiedades presenta que expliquen los proce-
sos de reproducción y transformación social. Este mismo análisis,
que en realidad proponemos aquí como una conceptualización de
la reproducción y la transformación social misma, nos permitirá
analizar luego dos rasgos de estos procesos en los que nos hemos
concentrado particularmente, por diversas razones: por un lado,
sus propiedades estructurales, que son el instrumento teórico para
producir generalizaciones sobre cualquier conjunto social; y, por
el otro lado, lo que llamamos las posiciones de saber, que articulan
recurrentes y determinantes mecanismos de poder y constituyen,
por lo mismo, un componente crucial de la dinámica social.

Las convicciones del saber práctico y la reproducción social


De los argumentos ofrecidos en la primera sección, deducía-
mos que el saber práctico, ante cada situación nueva, produce hi-
pótesis de interpretación que, a su vez, constituyen el marco para
el curso de las acciones correspondientes, también, por definición,
“planificadas” en el saber práctico. Desde cierto punto de vista,
puede decirse que toda situación es “nueva” para un agente. Hasta
la acción más rutinaria no es exactamente igual en ninguna de sus
ocasiones. Sin embargo, para los fines del agente, muchas de esas
diferencias resultan irrelevantes, hasta el punto de que, desde esa
perspectiva, hay situaciones que pueden considerarse exactamente
iguales a otras, “para todos los fines prácticos”. En esos casos, las
hipótesis pueden adquirir la fuerza de una convicción. Tomemos,
por ejemplo, la acción de abrir una puerta en la casa del agente o
en su lugar de trabajo, o en cualquier otro local en el que desarro-
lle actividades cotidianas, regulares, periódicas. Cuando el agente
abrió esa puerta por primera vez, su saber práctico generó todo un
conjunto de hipótesis sobre el peso de la puerta, sobre el mecanis-
mo de su apertura, que incluye eventualmente un picaporte, una
cerradura, cualquier otro tipo de trabas o simplemente un vaivén,
etc., en base a las cuales procedió a abrirla, confirmando algunas
89
de esas hipótesis, precisando los parámetros de otras, corrigien-
do otras. Toda esta nueva información fue absorbida en el saber
práctico, que, entonces, en la siguiente oportunidad, formuló sus
hipótesis teniendo en cuenta los datos que recordaba de la primera
ocasión, de modo que esta vez fueron más acertados que la prime-
ra, y muy probablemente hubo mucho menos que corregir. Con el
correr de las ocasiones en que el agente volvió a abrir esa misma
puerta, las hipótesis respectivas se fueron afinando hasta el punto
de corresponderse exactamente con la realidad relevante para que
la acción se realice con éxito. Estas convicciones no dejan de ser
hipótesis, en la medida en que, como todos seguramente sabemos,
algunas de las condiciones pueden variar y la acción deberá ajus-
tarse de manera correspondiente: la cerradura puede malograrse,
por ejemplo, o los cambios de temperatura pueden modificar la
resistencia de la puerta o su ajuste dentro de su marco, obligando
a un esfuerzo mayor para abrirla. No obstante, en esos casos, el
agente actuará con la convicción que le proviene de sus experien-
cias anteriores y sólo cuando se enfrente a uno de estos problemas,
cambiará el curso de acción, en función de la interpretación que
haga de la nueva situación.37
El mecanismo de aprendizaje del saber práctico manifiesta, por
lo tanto, una tendencia a dotar a las hipótesis de esta calidad de
convicción, de modo que los cursos de acción cuenten con el ma-
yor grado de confianza posible en los resultados previstos. Esto no
es diferente, sino que debe trasladarse, a los niveles más generales
que hacen posible el proceso descrito en el párrafo precedente. Nos
referimos al hecho de que el mismo presupone, por ejemplo, el
concepto de “puerta” con todos sus elementos concomitantes (fun-
ción, trabas, cerradura, etc.), que orienta incluso la primerísima
hipótesis formulada sobre esta puerta en particular, y que encuen-
tra su sustento, por supuesto, en experiencias anteriores del agente.
La formación de la propia categoría “puerta” ha estado ella misma
guiada por su efectividad en la formulación de hipótesis que pue-

  Luckmann, T. y Schutz, A., Las estructuras del mundo de la vida, Op.


37

Cit., págs. 29 y ss.

90
dan convertirse en convicciones. Seguramente, incluso, una buena
parte del procedimiento mismo de construcción de esas categorías
y aun de la propia formulación de hipótesis son también apren-
didos, y han sido aprendidos en el curso de la socialización y a
partir de las experiencias anteriores, otra vez como una función
de su capacidad para orientar cursos de acción adecuados, aunque
en este nivel, ciertamente, ya es de presumir la existencia de cier-
tos mecanismos innatos propios de la especie humana (constantes
antropológicas, en el sentido arriba caracterizado), que explican
que la capacidad de desarrollar este tipo de categorías e hipótesis
sean diferentes, y al parecer más sofisticadas, que la que se aprecia
en otras especies. En cualquiera de estos niveles, no obstante, el
principio se mantiene: el saber práctico procede de tal manera de
adquirir un conjunto de categorías y proposiciones y de procedi-
mientos para la producción de ambas que proporcionen un cierto
grado de seguridad para orientar los cursos de acción, de modo
que las hipótesis puedan vivirse en una buena medida ya no como
tales, sino como convicciones.
En virtud de este modo de funcionamiento del saber práctico,
su constitución en el agente, a lo largo del proceso de socialización,
implica la incorporación de todo un conjunto de conocimientos y
esquemas de valoración a través de los cuales el ambiente en el que
se producen sus interacciones le resulta en buena parte familiar y
la tendencia de su aprendizaje es a que sea cada vez más familiar.
Esto es válido tanto para las interacciones con la naturaleza como
con otros seres humanos, una diferencia que aunque es relevan-
te para nuestros campos disciplinarios, y aun puede argumentar-
se que tiene una valiosa utilidad analítica, no es siempre fácil de
trazar conceptualmente ni siquiera con los siglos de reflexión al
respecto. Ni es necesariamente trazada en el saber práctico, o para
ser más precisos, ya que es más que probable que alguna distinción
paralela acabe por surgir necesariamente a partir de la experiencia,
los recortes de la realidad que arrojen estas distinciones en el saber
práctico no coinciden necesariamente con los que la reflexión so-
ciológica estaría más dispuesta a trazar.

91
En efecto, muchas convicciones en relación con interacciones
sociales y, en consecuencia, al menos en una buena medida relati-
vas al grupo social en que se difunden, pueden ser interpretadas en
el mismo nivel que las convicciones que se relacionan únicamente
con regularidades de la naturaleza. Este fenómeno ha sido más de
una vez observado, y de hecho constituye una de las operaciones
más claramente caracterizables como ideología, que para Eagleton
es la que se recoge en general bajo el nombre de naturalización,38
y es a lo que apuntaba Marx cuando caracterizaba a la alienación
como la ilusión humana mediante la cual aparecen como fuerzas
externas a su acción lo que no es sino resultado del proceso his-
tórico de las sociedades humanas.39 Precisamente un ejemplo pa-
radigmático de naturalización es lo que Marx llamó el fetichismo
de la mercancía, por el cual los agentes sociales en el capitalismo
pueden llegar a sentir que el precio (el valor de cambio) es una
propiedad inherente de los bienes y no la resultante de un conjunto
no por complejo menos subjetivo de interacciones entre seres hu-
manos.40 La naturalización es también, por cierto, la fuente de uno
de los obstáculos más duros de sortear para el trabajo en ciencias
sociales, en la medida en que la única estrategia viable contra el
etnocentrismo y la universalización arbitraria de nuestras propias
categorías y proposiciones la constituye el esclarecimiento de la
distinción entre aquellos factores del saber práctico que responden
íntegramente a propiedades de la realidad exterior de aquellos que,
aunque no sean así, se originan de todos modos necesariamente
en la relación entre esas propiedades y ciertas constantes antro-
pológicas, y, finalmente y sobre todo, de aquellos que se explican
únicamente en términos de las particularidades de una sociedad
dada en un momento dado.
Pero aun si se diera el caso –probablemente utópico– de agentes
cuyos saberes prácticos tuvieran incorporadas las distinciones más

38
  Eagleton, Terry, Ideología. Una introducción, Londres, Verso, 1991, pág.
87-90.
39
  Marx, K., Manuscritos: Economía y filosofía, Op. Cit.
40
  Marx, K., El Capital. Crítica de la economía política, Op. Cit., pág. 36-47.

92
precisas a este respecto, su aprendizaje de las categorías y proposi-
ciones que lo facultan para desarrollar con eficiencia las interaccio-
nes estrictamente sociales no dejaría de responder al mismo prin-
cipio general por el cual el saber práctico opera para transformar
las hipótesis en convicciones. En efecto, los códigos y expectativas
con que los agentes se manejan en las interacciones comunicati-
vas son un factor de la realidad que debe tenerse en cuenta para
decidir los cursos de acción. El hecho de que constituyan factores
radicados en la subjetividad de los agentes sociales no los hace me-
nos reales y, por decirlo así, autónomos, desde el punto de vista
relevante para orientar los cursos de acción correspondientes, que
el peso de una puerta o la temperatura del fuego. Por este moti-
vo, cuando hablamos de un agente socializado, lo que queremos
decir es que ha incorporado un conjunto de conocimientos que
le permiten desempeñarse competentemente en un buen número
de interacciones sociales, que no son sino las que conforman las
prácticas del ambiente social en el que se ha criado. De este modo,
estas prácticas persisten a través del tiempo, es decir se reproducen
incorporando permanentemente nuevos agentes dotados de los
conocimientos necesarios para actuar en ellas, y a su vez condi-
cionados en consecuencia para repetir la práctica tal como la han
aprendido.
Como ocurre con el concepto de “rutinización” de la teoría de
la estructuración de Giddens y el de “habitus” de la teoría de la
práctica de Pierre Bourdieu, este cuadro de las cosas permite expli-
car los factores fundamentales del proceso de reproducción social
en términos de la subjetividad de los agentes, en lugar de darla por
sentado como un hecho que no necesita explicación o, lo que des-
de un punto de vista teórico puede ser casi equivalente, entenderla
como resultado de una fuerza ajena a los propios participantes del
hecho social, opciones entre las cuales oscilan distintas versiones
estrictamente funcionalistas y/o estructuralistas. Creemos que este
análisis de las propiedades y el funcionamiento del saber práctico
permite dar cuenta también de los fenómenos de transformación
social, según lo desarrollaremos en el próximo apartado. Pero antes

93
queremos agregar algunos conceptos relacionados con este funcio-
namiento del saber práctico en relación con la reproducción.
Por una parte, está la sugestiva propuesta de Giddens de la segu-
ridad ontológica, que podríamos entender aquí como la sensación
que tiene un agente de que sabe a qué atenerse en las distintas cir-
cunstancias que debe atravesar.41 Sin entrar a considerar todas las
complejidades que subyacen a este concepto, en el que por lo pron-
to parecen estar involucradas cuestiones como las de la identidad
individual y de las necesidades del agente, así como el equilibrio
de éstas en relación a lo que se concibe como posible, nos interesa
señalar que luce promisorio explorarlo como un posible principio
rector de la dinámica del saber práctico, que se traduciría tanto en
el impulso por convertir las hipótesis en convicciones como en el
hecho de que estas convicciones, aunque pudieran ser todavía su-
jetas a nuevas revisiones, constituyan el límite de su búsqueda, en
la medida en que permitan al agente desarrollar sus interacciones
de una manera satisfactoria dentro del horizonte de posibilidades
que se avizora en la concepción de las cosas inscripta como cono-
cimiento en el propio saber práctico.
Por otra parte, la dinámica del saber práctico que hemos esbo-
zado en este apartado permite avizorar un cierto grado de inercia
en lo que respecta a sus posibles modificaciones. En efecto, la ten-
dencia a arribar a convicciones y fijar el límite de su acción en el
logro de éstas conducen al afianzamiento de algunas de las catego-
rías y proposiciones como verdades indiscutibles que difícilmente
podrán luego ser modificadas, en la medida en que acaban trans-
formándose ya no en una interpretación activa de las cosas, sino
más bien en una realidad interna que el agente vive como parte de
sí mismo. Gramsci menciona en uno de sus apuntes la poca capa-
cidad persuasiva que tienen los razonamientos más sólidos y mejor
construidos, si no es que el público al que se dirige está de ante-
mano predispuesto a aceptar sus conclusiones.42 En los términos

41
  Giddens, A., La constitución de la sociedad, Op. Cit., pág. 86 y ss.
42
  Gramsci, A., Antología, Op. Cit., pág. 378 (en “Relaciones entre cien-
cia-religión-sentido común”, Gramsci, A., Antología, Op. Cit., pág. 367-381).

94
que venimos desarrollando, esto se explicaría porque el agente en
realidad es incapaz de poner en tela de juicio lo que se ha “acriso-
lado” en su saber práctico, más allá de cualquier forma consciente.
El agente siente lo mismo que si alguien tratara de convencerlo de
que no le duele la muela, mientras ese dolor se le presenta como
una martirizante realidad. Estas observaciones nos advierten las
limitaciones de la conciencia –y del discurso– en relación con las
transformaciones en el saber práctico, y señalan la posibilidad de
asignar grados de “modificabilidad” de las categorías y proposicio-
nes que ha incorporado, probablemente como una función de la
cantidad de veces que se la ha experimentado como convicción y/o
de la intensidad de esta vivencia, así como del papel que juegan en
el equilibrio de la seguridad ontológica.
Vale la pena dejar aclarado que, por cierto, como veremos más
adelante, esto no implica necesariamente que llegue un momento
en que los saberes prácticos resulten absolutamente inmodifica-
bles, ni siquiera en todo ese núcleo estable que mencionábamos
arriba y que ahora podemos situar con más precisión en el con-
junto de categorías y proposiciones más afianzadas por una larga
experiencia y/o una profunda vinculación con la seguridad on-
tológica. Por lo pronto, incluso ese núcleo puede ser el escenario
de contradicciones, del tipo de las que también mencionamos al
hablar de la heterogeneidad del saber práctico, que en determina-
das circunstancias pueden reclamar resoluciones. Pero no parece
aconsejable que, por admitir que el cambio es posible –y más bien
quizá a veces desearlo–, subestimemos, en el momento de anali-
zar las posibilidades y las realidades de cualquier cambio social,
la fuerza específica de la relativa inercia del saber práctico, que da
lugar a distintos modos de conservadurismo, el cual, a su vez, nó-
tese, no es siempre necesariamente políticamente “retardatario”. La
ausencia de la consideración de estos fenómenos de inercia surge
a veces, por ejemplo, cuando se analizan los procesos conocidos
como “globalización” cultural, en los que a menudo se presume,
casi apolípticamente, que el hecho de que determinado conjunto
social recibe productos culturales producidos desde los centros

95
más poderosos de difusión, implica inmediatamente la adopción
de todos los códigos y valores culturales de esos centros, cuando
en realidad no pueden sino entrar en una dialéctica con las prác-
ticas vigentes en esos contextos particulares, dando por resultado
prácticas propias de esos contextos, no necesariamente idénticas,
y más bien muy probablemente bastante diferentes de las que re-
sultan en otros contextos.43 Un adolescente que baila al compás
de una canción de un conjunto de moda norteamericano en un
boliche del valle Calchaquí no procesa ni vive necesariamente esa
experiencia de la misma manera que otro que baila el mismo tema
en un pub neoyorquino. Y la cultura no es la canción misma, sino
esos procesamientos y vivencias.
Finalmente, un último concepto que parece atinado adelantar
en este punto de la exposición es el de situación crítica, también
tomado de Giddens.44 En líneas generales, una situación crítica es
aquella en la que, por algún motivo, el agente siente amenazada su
seguridad ontológica, a causa de que un factor externo le impide
dar por sentados los cursos de acción a los que está acostumbrado.
Hablamos de un factor externo por cuanto estamos suponiendo
que la dinámica del saber práctico tiende a manejar de algún modo
las posibles contradicciones o riesgos para la seguridad ontológica
que surgen de su propio funcionamiento, estableciendo un equili-
brio que es el que le permite al agente seguir adelante. En cambio,
los casos que cubre el concepto de situación crítica importan un
conflicto en el cual los procedimientos usuales del saber práctico,
resultado de su base innata y el proceso de aprendizaje, no son
suficientes para hacerse cargo del conflicto que se presenta, lo cual
fuerza a modificaciones en la conducta que usualmente involucran
la reflexión consciente. Las situaciones críticas, en efecto, resultan
particularmente interesantes no sólo porque cuando se presentan
como una experiencia colectiva pueden suponer modificaciones
generales de un conjunto social, sino porque pareciera que en tales

43
  Cfr. una discusión más desarrollada de este punto en Kaliman, R., “Un
marco (no ‘global’) para el estudio de las regiones culturales”, Op. Cit.
44
  Giddens, A., La constitución de la sociedad, Op. Cit., pág. 95-98.

96
ocasiones se hace necesario cierto grado de conciencia que usual-
mente toman forma discursiva. Aunque, como ya señalábamos,
no hay ninguna garantía de que las interpretaciones conscientes
correspondan a la realidad del saber práctico, sin duda estos es-
fuerzos particulares son indicativos tanto para estudiar la reacción
y la dirección de los cambios frente a esa situación particular como
para intentar rastrear la lógica de la inercia de las categorías activas
antes de ingresar a esa situación. 45
Estructura
Toda interacción social es posible porque, o más precisamente
en la medida en que, los saberes prácticos de los agentes que par-
ticipan en ella están sintonizados, y el curso de la interacción será
una función de la medida en que estén sintonizados. Por este mo-
tivo, es posible describir un conjunto de interacciones dado como
una estructura, en la que cada una de las partes distinguibles (en
este caso, los agentes) cobra su sentido en términos de su relación
con las otras partes. Esta es una de las líneas de razonamiento que
dan pie a las diversas aproximaciones estructuralistas o sistémicas
que se han propuesto como modelos del funcionamiento socioló-
gico. Sin embargo, concebir a las estructuras como algo más que
un instrumento descriptivo, como si fuera una parte de la realidad
con su lógica propia, conduce a diversas inadecuaciones, por lo
cual conviene que revisemos con un poco de detalle en qué sen-
tido puede hablarse de estructuras en relación con los procesos
sociales.
Según nuestro análisis, el carácter estructural de las prácticas
sociales resulta del hecho de que los agentes han adquirido en su

45
  Rivero Sierra en “Discurso y prácticas sociales en la reproducción de las
identidades nacionales...” reformula los conceptos de seguridad ontológica y
situación crítica para convertirlos en instrumentos adecuados para el análi-
sis del funcionamiento de la identidad nacional en el periodo de ocupación
chilena de las ciudades de Tacna y Arica (1883-1929), en el que los agentes se
ven privados de toda relación con la nación. (Rivero Sierra, F., “Discurso
y prácticas sociales en la reproducción de las identidades nacionales…”, Op.
Cit.) (Cfr. Rivero Sierra, F., “Identidad nacional, subjetividad y fronteras en
Tacna y Arica”, Op. Cit.).

97
saber práctico las competencias que les permiten participar de
ellas a partir de su experiencia de esas mismas prácticas. Ahora
bien, como señalábamos arriba, ese conocimiento toma la forma
de hipótesis sobre las propiedades de esas prácticas en tanto que
realidad, que en principio se les presentan como algo externo a
ellos, vigente en el ambiente de su socialización, lo cual puede ge-
nerar eventualmente la ilusión de que posee la misma y confiable
regularidad que encontramos en los fenómenos de la naturaleza.
En los hechos, sin embargo, si los fenómenos naturales, para mu-
chos fines prácticos al menos, llegan a presentar esta propiedad
sistemática, las reglas de las interacciones sociales son mucho me-
nos precisas y más bien ponen de manifiesto una notoria diversi-
dad, como puede apreciarse en cualquier intento, por ejemplo, de
formular explícitamente las reglas que rigen la actividad literaria
aun en un contexto restringido a un pequeño grupo de poetas. Y
esto es cierto, como lo observaba Bajtin, de una gran mayoría de
los géneros discursivos, excepto en aquellos casos expresamente
codificados, como una orden militar o un semáforo.46 Sólo basán-
donos en estos ejemplos, podemos razonablemente suponer que es
el caso de la mayor parte de las interacciones sociales. Después de
todo, lo que Bajtin llama géneros discursivos sólo se diferencia de
las otras prácticas sociales en que en ellos la acción que llamamos
discurso ocupa un lugar central, pero en principio cabe suponer
que por lo demás funcionan de la misma manera que cualquier
otra práctica social. Lo que cabe esperar, y lo que en verdad parece
ocurrir, es que las hipótesis que los agentes manejan en las interac-
ciones difieren en mayor o menor medida unas de otras.
El saber práctico, seguramente, acaba teniendo en cuenta esta
variabilidad, pero eso no es obstáculo para que alcance el límite
que le presumíamos en el apartado anterior, el de que esas hipó-
tesis sean lo suficientemente operativas para llevar a cabo satis-
factoriamente sus cursos de acción. Concomitantemente, el cono-
cimiento que se pone en juego en estas interacciones, en mayor o
menor medida en las distintas prácticas sociales, está en perma-
  Bajtin, M., “El problema de los géneros discursivos”, Op. Cit., pág. 269.
46

98
nente transformación y aprendizaje, ajustando sus hipótesis en
función de las experiencias en diversos contextos o con diversos
interlocutores o tipos de interlocutores. Esto no resulta contradic-
torio con el principio de inercia antes mencionado. Por un lado,
muchos aspectos relevantes para estas interacciones llegan a alcan-
zar el carácter de convicciones y, por otro lado, la aceptación de
la variabilidad implica precisamente que no se la visualiza como
una amenaza para la seguridad ontológica. Señalemos, de paso,
además, que es seguramente muy familiar el hecho de que, en re-
lación con aquellos contextos en los cuales sienten amenazada esta
seguridad (en el sentido de que no tienen confianza en que sabrán
a qué atenerse dentro de ellos) los agentes adoptan distintas actitu-
des: por ejemplo, los evitan sistemáticamente o, si les es imposible
hacerlo, adoptan en su transcurso una actitud de distanciamiento
defensivo, o bien, a la inversa, de voluntad de aprendizaje de los
códigos vigentes.
En la medida en que no afecten los respectivos cursos de ac-
ción, bien puede ocurrir que estas diferencias de interpretación
no se pongan de manifiesto. Al fin de cuentas, usualmente son el
resultado de experiencias anteriores, que han confirmado la viabi-
lidad y eficacia de los cursos de acción. Si esto vuelve a ocurrir así,
los participantes se limitan a confirmar que sus hipótesis funcio-
nan y la reproducción social continúa, con cada uno de los agentes
interpretando las cosas a su manera. Sin embargo, cuando, por al-
gún motivo, la diferencia de interpretaciones aflora, se suscita un
conflicto porque las expectativas de al menos uno de los partici-
pantes no ha sido satisfecha por al menos otro, o éste ha actuado
de una manera imprevista dentro de los parámetros del primero.
Esto puede producir un tipo de situación crítica, que podría llevar
a otro tipo de interacciones en la que el intercambio se concentra
en las reglas que cada uno esta presuponiendo, un tipo de acción
considerado por Habermas un componente eventual pero muchas
veces necesario para el éxito de la acción comunicativa.47 Hay, por
47
  Cfr. Habermas, J., Teoría de la acción comunicativa, Op. Cit., pág. 34 y
ss.; Habermas, J., Teoría de la acción comunicativa: complementos y estudios

99
supuesto, otras posibilidades: en todo caso, el curso de acción de-
penderá sobre todo del modo en que reaccionen los respectivos
saberes prácticos de los participantes. Puede ocurrir, por ejemplo,
que el conflicto suscite reacciones violentas, o sencillamente que la
interacción se interrumpa, o tome un giro que se adecue a las res-
pectivas intepretaciones, sin que ninguna de ellas sea modificada.
No resulta inusual que los participantes no alcancen a identificar
el motivo del desentendido (si la convicción es muy fuerte, resul-
ta inconcebible que alguien entienda las cosas de otra manera),
y generen, en consecuencia, nuevas hipótesis para interpretar el
problema que se les presenta que sean compatibles con esa convic-
ción. También es bastante factible que este tipo de situaciones ocu-
rra cuando uno de los participantes está (y se admita a sí mismo
como que está) en proceso de socialización, en cuyo caso incluso
él mismo puede aceptar que estaba equivocado, y hasta interpre-
tarlo inmediatamente así, sin que medie aclaración explícita. Pero
en muchas prácticas sociales, las diferencias pueden ponerse de
manifiesto entre agentes que se consideran suficientemente socia-
lizados como para mantenerse firmes en sus respectivas conviccio-
nes. Sea como sea, en cualquiera de todas estas opciones, estamos
frente a hipótesis fallidas del saber práctico, que en consecuencia
deberá modificarse en alguna dirección, aunque más no sea para
producir una descalificación de cierto tipo de gente que “no sabe
cómo actuar”, categoría en la que incluirá a su interlocutor.
La sintonía entre los saberes prácticos es una resultante de este
tipo de esfuerzos cognoscitivos que los agentes realizan y está al
mismo tiempo limitada por la dirección de estos esfuerzos. Por eso,
no puede presumirse que en algún momento se alcance una total
sintonía entre todos los agentes sociales. Por el contrario, la repro-
ducción social se realiza sobre un permanente movimiento de los
saberes prácticos, constantemente ajustándose y constantemente
experimentando nuevas direcciones y nuevas hipótesis. Como es-
tos ajustes, a su vez, pueden llegar a producir modificaciones en las

previos, Op. Cit., pág. 392.

100
interacciones, la distinción entre reproducción y transformación
resulta ser, en general, muy relativa.
El concepto clásico de “estructura”, al que aludimos al comienzo
de este apartado, implica entonces una abstracción de las prácticas
concretas, en la que, al poner el acento en lo que es compartido
por los agentes involucrados en esas prácticas, deja de lado las di-
ferencias múltiples y variadas entre lo que está ocurriendo en sus
respectivos saberes prácticos. Una concepción autónoma de las
estructuras, que se desentienda de que no son sino un resultado
coyuntural de saberes prácticos intentando sintonizarse, se vuelve
impotente para dar cuenta de que, por ejemplo, el mismo agente,
al involucrarse en prácticas similares o relacionadas pero con dife-
rentes participantes, actúe de manera diferente; o de que esta varie-
dad de hipótesis puede eventualmente dar lugar a modificaciones
significativas de la práctica cuando, en ciertas circunstancias, una
de ellas tenga cierto éxito de difusión. En cierto modo, el concep-
to de estructuras de sentimiento de Williams podría aplicarse para
algunos fenómenos de este tipo, cuando tales cambios están rela-
cionados con las perspectivas de algún sector social particular.48
No cabe duda, por supuesto, que las estructuras, no obstante,
son un instrumento de generalización adecuado para las interac-
ciones en el seno de un cierto grupo social dado, siempre que no
se las conciba como una fuerza autónoma que se impone sobre los
agentes que participan de esa interacción, sino al contrario como
un estado de cosas que ha de ser explicado a partir de la dinámica
de saberes prácticos que buscan sintonizarse. Y siempre que no
se las entienda como un sistema de relaciones fijo y estable, sino
que se tenga permanentemente en cuenta la movilidad a la que
están sujetas, por lo mismo que los factores de su organización no

48
  Williams, R., Marxismo y literatura, Op. Cit., pág. 150-158. Nótese la
diferencia en el sentido de la palabra “estructura” en este contexto en relación
con el concepto predominante en el estructuralismo francés. En efecto, en
Williams, las estructuras de sentimiento son ciertos contenidos subjetivos,
“sentidos”, que no alcanzan a ser ideas en un sentido pleno. La palabra “es-
tructura” captura el grado en que, sin embargo, tampoco son completamente
emocionales o intuitivos.

101
están en las relaciones mismas (no se encuentran en la estructura
misma), sino en la dinámica propia de los saberes prácticos, esfor-
zándose por entrar en mutua conexión.

Estructuras nítidas y estructuras difusas


En realidad, la ilusión de que las estructuras son estables y tie-
nen una existencia en sí mismas encuentra un fuerte sustento en la
impresión que los propios agentes pueden llegar a tener. En efecto,
el agente, al iniciar la socialización “se encuentra” con que las prác-
ticas ya existen independientemente de él o ella y comprueba que
cuentan con la participación de muchos agentes, que, al menos,
“parecen saber lo que hacen”. Desde este punto de vista, las reglas
que rigen esas interacciones se le presentan como una organización
externa sobre la cual precisamente tenderá a hacer hipótesis.49 De
hecho, la hipótesis inicial de sus esfuerzos es precisamente que esa
organización externa existe, ya que ésta es una presuposición de
todas sus otras hipótesis sobre las propiedades de esa organización.
En la medida en que estas hipótesis, a su vez, tengan una relativa
confirmación, la hipótesis básica, la de la existencia de la estructu-
ra, se irá afianzando y puede llegar a alcanzar, eventualmente, el ca-
rácter de convicción, aunque ésta implique, como mencionábamos
arriba, siempre dentro de un marco de principios más o menos
estable, un grado de variabilidad más o menos amplio.
La impresión de que las interacciones sociales tienen una es-
tructura, en tanto que categoría del saber práctico y, en consecuen-
cia, un factor tanto en la formulación de las hipótesis como en los
consecuentes cursos de acción del agente, es por supuesto objeto
insoslayable en el estudio de los procesos de reproducción y trans-
formación social. Pero, además, como los investigadores también
somos agentes sociales, estas estructuras, o más precisamente las
hipótesis particulares que manejemos en tanto que tales agentes,
son el punto de partida de cualquier investigación. Desde este aná-
lisis, resulta de crucial importancia la conciencia que tengamos del
  Ver las reflexiones de Schutz en “El forastero” este respecto. Schutz, A.,
49

“El forastero”, Op. Cit.

102
carácter hipotético de estas estructuras, sin la cual tenderemos a
confundirlas con la realidad misma, y la investigación sólo podrá
avanzar en una dirección que refuerce esa convicción. Es por lo
menos en este sentido que resulta tan importante distinguir entre,
por un lado, las estructuras en tanto que hipótesis/convicciones en
el saber práctico de los agentes, y, por otro lado, las estructuras que
podemos usar, en tanto que estudiosos, para describir el estado,
durante un determinado lapso, de las interacciones sociales en un
conjunto social dado, cuya utilidad es meramente metodológica, y
no tiene por qué representar, y más bien es muy improbable que
represente totalmente, a ninguna de las estructuras que ningún
agente particular y concreto construye hipotéticamente en su sa-
ber práctico.
Desde este punto de vista, es fructífero atender a las diferen-
cias de grado entre las estructuras que podemos construir para dar
cuenta de las prácticas sociales, en función de la relativa homoge-
neidad de las conductas de los agentes articulados en ellas. En un
extremo se sitúan las estructuras nítidas, con la que nos referimos a
aquellas prácticas en las que los agentes parecen desarrollar exacta-
mente las mismas conductas en situaciones semejantes y que con-
sideran satisfechas sus expectativas en relación con la conducta de
los otros agentes también en las mismas condiciones, de tal modo
que, aparentemente, las respectivas interpretaciones de todos los
agentes coinciden, y de hecho probablemente lo hacen en los as-
pectos relevantes a la práctica misma, lo cual no quiere en verdad
decir que no haya diferencias de interpretaciones entre los agentes,
sino más bien que estas diferencias, en estos casos extremos, no al-
canzan a afectar la práctica misma. Un ejemplo característico sería
el del mercado capitalista, que ha alcanzado en muchas sociedades
contemporáneas un nivel de funcionamiento lo suficientemente
preciso como para generar metáforas como la de la “mano invi-
sible”, que oblitera la presencia de subjetividades concretas en la
reproducción de la práctica. Por cierto, aun en este tan famoso y
debatido caso, puede llegar a ponerse en duda que las conductas
sean en efecto tan homogéneas. Se da demasiado a menudo el caso

103
de economistas capitalistas que cargan las culpas de los fracasos
de sus predicciones o planes económicos al comportamiento “in-
correcto” de los agentes, lo cual es una obvia señal de una discor-
dancia entre la conducta de los agentes reales, es decir las pautas
condicionadas por sus saberes prácticos, y las que definen al “agen-
te ideal” que el modelo económico implica, la importancia de cuya
subjetividad se pone de manifiesto sólo en este punto del análisis
y no en el momento de construcción del modelo mismo. Pero hay
un cierto nivel de la experiencia, sin embargo, en el que, de hecho,
puede hablarse de una cierta “nitidez”: en muchas ciudades capi-
talistas suficientemente grandes, los agentes pueden contar con la
convicción de que, si tienen el dinero, podrán comprar el pan cada
mañana, una confianza que depende no sólo de su propia com-
prensión de las cosas, sino también de la de los panaderos, muchos
de los cuales, a su vez, cuecen su pan en la madrugada porque sa-
ben que por la mañana vendrán a darle dinero por él muchos ve-
cinos y vecinas. Si el enfoque de una investigación se concentra en
interacciones que funcionan de esta manera, entonces es posible
que nos encontremos con estructuras nítidas.
De todos modos, incluso si las estructuras nítidas no fueran
sino una categoría eminentemente teórica, que no se concretaría
nunca en los hechos, no deja de tener su utilidad como tal catego-
ría teórica. Por un lado, la misma circunstancia de que no llega a
darse nunca, aunque los agentes sociales puedan llegar a creerlo, y
luego los investigadores adopten esa convicción como postulado
de influyentes disciplinas, reclama una explicación que sin duda
iluminaría a esas propias disciplinas. Por otro lado, la categoría de
las estructuras nítidas sirve como punto de referencia para com-
prender el otro extremo de la graduación que aquí estamos anali-
zando, las estructuras difusas.
En éstas, entonces, estamos frente a conductas que, aunque ar-
ticuladas dentro de una misma práctica desde la propia perspec-
tiva de los agentes –que, por otra parte, es el mejor criterio que
verdaderamente da sentido a hablar de que se trata de una misma
práctica–, son heterogéneas entre sí y resulta difícil, o más bien im-

104
posible, precisar las reglas y expectativas que las rigen. Por supues-
to, esto no se refleja necesariamente en lo que los propios agentes
digan, es decir de lo que sean conscientes, si no que, en un sentido
estricto, se debería desprender de un análisis del saber práctico.
Muchas veces, los agentes pueden tener la idea consciente de que la
práctica tiene una consistencia generalizada entre todos los practi-
cantes, aunque eso no implique usualmente que puedan formular
los principios de esa consistencia. Pero aun sin analizar a fondo
los saberes prácticos involucrados se puede detectar la naturaleza
difusa de las estructuras porque, como decíamos arriba, la diver-
sidad de interpretaciones de los agentes se pone de manifiesto de
diversas maneras, que pueden tener varios modos de resolución.
La actividad poética proporciona muchos ejemplos pertinentes.
En ese campo, los debates en torno a la comprensión del oficio son
corrientes y endémicos, y son muy comunes, por otra parte, las es-
cisiones motivadas en modos diversos de comprender la práctica,
así como la descalificación de los agentes que entienden las cosas
de otra manera que la propia, tanto mutuamente entre diversos
grupos de poetas como de parte de los poetas “ilustrados” hacia los
que ellos consideran que no lo son, y, por cierto, también a la inver-
sa, aunque la academia usualmente tome el lado de los ilustrados.
En verdad, la mayor parte de las prácticas sociales son en algu-
na medida estructuras difusas. Quizá incluso lo son todas, como
puede intuirse de lo que dijimos en relación con el mercado capi-
talista. Podría razonarse que, dado que las estructuras difusas se
diluyen en las diferencias de los saberes prácticos, se vuelve im-
practicable o al menos sumamente frágil cualquier generalización
que se pretenda sobre ellas. Y, sobre la base de este razonamiento,
parecería justificarse el escepticismo que prima y ha primado bajo
diversas formas en torno a la posibilidad de producir conocimien-
to de base científica sobre las sociedades humanas. Sin embargo,
el razonamiento es en sí mismo engañoso. Porque no se trata de
producir generalizaciones sobre las estructuras difusas, sino que
las estructuras difusas mismas son generalizaciones. Por cierto,
no tienen ningún carácter explicativo, sino solamente descripti-

105
vo: cuando identificamos una estructura, nos limitamos a obser-
var que se dan ciertas regularidades en las inte­racciones sociales o
que los agentes en cierto conjunto social coinciden en reunir bajo
cierta categoría un conjunto de acciones o interacciones rutinarias.
En cualquier caso, son generalizaciones sobre epifenómenos de la
dinámica de los saberes prácticos. Según el análisis que venimos
realizando, en cambio, las explicaciones deben buscarse en el nivel
de los saberes prácticos, y son entonces las generalizaciones sobre
los saberes prácticos las que constituyen el verdadero desafío de las
ciencias sociales.
Ciertamente, esto no nos da ninguna receta para producir tales
generalizaciones, lo cual no es particularmente llamativo, ya que
no existen recetas de ese tipo en ninguna empresa cognoscitiva,
excepto en un terreno estrictamente metodológico. El provecho
que podemos extraer de haber identificado el alcance de las gene-
ralizaciones se traduce en otros aspectos. Por un lado, invalida o al
menos obliga a interpretaciones más precisas de un gran conjunto
de generalizaciones que aludan a conductas o productos humanos
sin referencia a las dinámicas de los saberes prácticos pertinentes.
Por ejemplo, la dificultad de encontrar los rasgos comunes a todas
las formas que ha adoptado el género “novela” se debe, según este
análisis, no a una propiedad intrínseca del objeto de estudio sino
al modo en que se ha construido este objeto en primer lugar, es
decir a la presuposición de que el hecho de que muchos agentes
hayan usado la misma palabra implica que todos la entienden de la
misma manera. O, para tomar un ejemplo más complejo, conside-
remos la categoría de “legados coloniales” que se usa a veces para
designar ciertas prácticas o relaciones sociales. Este concepto su-
braya la analogía entre tales prácticas o relaciones y otras vigentes
en períodos anteriores, caracterizados estos a su vez por un régi-
men colonial, circunstancia que da a la práctica, presumiblemente,
ciertos rasgos particulares. La metáfora de “legado” sugiere que
esta analogía se debe a que estamos en la sociedad contemporánea
frente a los mismos fenómenos que encontrábamos en la sociedad
colonial, en un proceso de transmisión directa que nada dice sobre

106
el modo en que las prácticas y las relaciones sociales se reproducen
realmente, es decir, en los saberes prácticos, a través de las interac-
ciones y la socialización.50
El rasgo que nos parece más problemático en generalizaciones
como las de “novela” o “legados coloniales” es que son catego-
rías que se han reproducido en el ámbito académico y que, por lo
tanto, son útiles sólo como señales para dar cuenta de los sabe-
res prácticos involucrados en ese ámbito, pero no necesariamente
para los que juegan un papel específico en las prácticas mismas
que se pretende estudiar. Precisamente, la otra consecuencia de la
identificación de los saberes prácticos como el centro de las ge-
neralizaciones explicativas del trabajo en ciencias sociales es la de
que permite al mismo tiempo identificar la fuente empírica de los
datos en relación con los cuales cotejar las hipótesis de trabajo y
todo el curso de cualquier investigación puntual. Estos datos son
los saberes prácticos de los agentes sociales bajo estudio y su mani-
festación en conductas concretas, en la reflexión y el discurso. De
ahí la importancia que hemos concedido en secciones anteriores a
las complejas relaciones que se establecen entre estas facetas de las
subjetividades de los agentes sociales. Este modelo pretende en-
tonces avanzar tanto en el campo teórico como en los modos en
que sus categorías teóricas puedan ser reconocibles en la realidad
empírica, de tal modo que sean revisables a partir del cotejo con
esa realidad.

50
  En contraposición, la atención a los saberes prácticos y, en general, a
la “materialidad” de la incidencia de los procesos de las subjetividades en la
reproducción social y cultural, permite situar en términos más concretos de-
bates que a menudo se mueven en un terreno demasiado abstracto. Por ejem-
plo, frente a cierto insistente desmerecimiento de la utilidad y la validez del
concepto de “clase social”, encontramos, en el trabajo de Celina Ibazeta sobre
las prácticas de diversión en la juventud de San Miguel de Tucumán y en los
Valles Calchaquíes, que la identidad de clase (es decir, la autoadscripción de
los agentes a grupos sociales determinados por el nivel económico) es un fac-
tor activo para la distribución de los agentes en distintos espacios y prácticas
culturales, lo cual permite avizorar un marco explicativo que superaría las
críticas al relativo estructuralismo con el que Bourdieu desarrolla su análisis
de las funciones de la distinción en la distribución de los “gustos” sociales.
Bourdieu, P., La distinción, Op. Cit.

107
Posiciones de saber
En cierto sentido, la sensación de “externidad” de la estructura
que los agentes suelen percibir es menos ilusoria, paradójicamente,
que la sensación de que la propia estructura existe. En efecto, aun-
que no es cierto que las conductas de los agentes se expliquen por
una sintonía absoluta y acabada de sus respectivos saberes prácti-
cos (i.e., no es cierto que exista una estructura fija y permanente
en la que los agentes se limiten althusseraniamente51 a ocupar su
posición), de todos modos, sin embargo los esfuerzos mutuos por
interactuar y, concomitantemente, por sintonizarse, producen ne-
cesariamente un grado de estructuración (que es lo que permite
precisamente que podamos producir generalizaciones) a la que, en
consecuencia, los agentes deben amoldar sus cursos de acción y
las hipótesis que les subyacen y que no dependen únicamente de
su propia voluntad (i.e., es cierto que las propiedades estructurales
de las prácticas sociales son en buena parte ajenas al propio agente,
“externas” a él). Esto se pone particularmente de manifiesto en los
procesos de socialización primaria, cuando los agentes se encuen-
tran en la situación de aprender “desde cero” códigos y sobreenten-
didos que en el conjunto social ya constituyen hábitos internaliza-
dos. En otras palabras, los agentes sociales no pueden “inventar”
las reglas de las prácticas en las que pretenden involucrarse, sino
que las encuentran en una buena medida ya establecidas y cual-
quier posterior “creatividad” en relación con ellas no puede sino
amoldarse a esa historia anterior impresa en las subjetividades de
sus copracticantes.52

51
  Según una característica lectura de Althusser, L., “Ideología y aparatos
ideológicos del estado”, en Ideología y aparatos ideológicos del estado. Freud y
Lacan, Buenos Aires, Nueva Visión, 1988.
52
  Parece importante subrayar que estamos aquí intentando precisar la
dialéctica entre agencia y “externidad”, concebida en términos semejantes a
los que Engels formulara en carta a Bloch: “Somos nosotros mismos quienes
producimos nuestra historia, aunque lo hacemos, en primera instancia, bajo
condiciones y supuestos muy definidos”, (citado en Williams, R., Marxismo y
literatura, Op. Cit., pág. 104) y que constituye, sin duda, un problema central
de cualquier modelo sociológico.

108
En la medida en que perciba esta externidad, el agente está
siempre dispuesto a aprender cómo manejarse dentro de una prác-
tica social, para sintonizarse adecuadamente en ella, en función de
sus motivaciones (motivaciones para involucrarse en la práctica,
en general, pero también motivaciones relacionadas con el estado
de cosas que quiere obtener mediante su participación en ella). La
propia dinámica de la seguridad ontológica (la tendencia a saber
a qué atenerse en cada circunstancia) lo empuja a ese aprendizaje
que, de acuerdo a lo que hemos postulado arriba, consiste fun-
damentalmente en la formulación de hipótesis que tiende a con-
vertir en convicciones. Para muchas prácticas, naturalmente, llega
un momento en que el agente se considera confortablemente due-
ño de las pautas básicas de conducta, incluyendo variantes situa-
cionales frente a las cuales, sin embargo, sabrá cómo proceder o,
en todo caso, estará en condiciones de producir nuevas hipótesis
que orienten sus cursos de acción. Ahora bien, por cierto, ningún
agente está en condiciones de manejar en ese grado de destreza
todo tipo de prácticas, por lo mismo que éstas se presentan en tan
inusitada variedad, y a veces lo que puede considerarse a primera
vista como una misma práctica se presenta en realidad en variacio-
nes más o menos significativas en grupos humanos diferentes. Por
lo tanto, todos los agentes están de hecho, no sólo en la socializa-
ción primaria sino permanentemente, encontrándose con prácti-
cas sobre cuya “estructura” les queda algo por aprender, un saber
que, sin embargo, reconocen como presente en otros agentes, de
cuyas conductas (y, eventualmente, discursos) recoge, precisamen-
te, la información necesaria para formular sus hipótesis o ponerlas
a prueba.
Desde cierto punto de vista, lo que acabamos de describir no es
sino el mecanismo por el cual los conceptos que hemos desarro-
llado más arriba funcionan para dar lugar a la reproducción so-
cial. Sin embargo, al mismo tiempo permite poner de relieve que la
distribución de los saberes que permiten a los agentes interactuar
es desigual: para cada práctica dada, hay agentes que “saben” más
que otros. Cuando se da el caso de que un agente está motivado

109
para aprender a moverse en relación con determinada práctica, su
aprendizaje se realizará en función de las conductas del o los agen-
tes con los que esté en condiciones de interactuar. Sus hipótesis
particulares, en alguna medida, estarán mediadas por las hipótesis
particulares de estos agentes con los que entra en contacto. Esta
relatividad se manifiesta muy claramente en las estructuras que
hemos llamado difusas, puesto que como en ellas la diversidad de
interpretaciones es más notable, los agentes que tienen motivación
para aprenderlas, lo hacen casi desde el principio en función de
una cierta interpretación de esa práctica, y escogerán a sus “mo-
delos de conducta” de entre quienes parezcan compartir esa pers-
pectiva, si no es incluso que la misma motivación para articularse
en la práctica ha sido orientada por la influencia de esos agentes
en particular, y de allí proviene la definición del sentido en que
interpretan la práctica.
Todo este análisis permite detectar la importancia de lo que po-
demos llamar las posiciones de saber, y que definimos, en términos
pragmáticos, como aquella a la que, en una situación comunicativa
dada, los participantes le atribuyen la posesión de una verdad. En
este sentido general, todos los agentes se encuentran a cada paso
con posiciones de saber, desde el momento en que alguno le pre-
gunta a otro por la parada del ómnibus hasta cuando un creyen-
te lee un libro sagrado que considera que expresa la palabra de la
propia divinidad. Esta enorme gama de posiciones de saber, que
son naturalmente relativas a la actitud específica que los agentes
asuman en relación con el saber de otro; sin embargo, tiene, en
todos los casos, la propiedad de que el agente que así la interpre-
ta está dispuesto a incorporar en su saber práctico la perspectiva
que le propone quien ocupa la posición de saber. Muchas de estas
posiciones de saber, no obstante, son más bien anecdóticas y fun-
cionales para un curso de acción puntual y de escasa trascendencia
social, pero otras, en cambio, apuntan a fundamentos generales de
la comprensión del mundo y/o de los valores, y constituyen, en
consecuencia, un nudo fundamental en los procesos de reproduc-
ción social.

110
Conviene notar que las posiciones de saber son un mecanismo
imprescindible en cualquier sociedad. De hecho, ningún agente
podría por sí mismo obtener toda la información necesaria para
moverse en cualquier conjunto social, basándose pura y exclusi-
vamente en lo que está al alcance de su experiencia. Desde los pri-
meros pasos de la socialización, los datos que recibe del ambien-
te comienzan a ser mediatizados por las categorías con la que los
otros agentes de su entorno los interpretan y que en gran medida
entienden como la realidad misma. El agente incorpora esas cate-
gorías porque las necesita para el desarrollo de su propia conducta,
confiando en que esos agentes saben lo que hacen, y en verdad,
sin duda, lo saben mejor que él. Y la situación se repetirá, más allá
de la socialización primaria, toda vez que se repita esa sensación
de desconocimiento y se reconozcan agentes que cuentan con el
conocimiento que necesita para superarla.
Al mismo tiempo, sin embargo, las posiciones de saber impli-
can un poder para ciertas perspectivas de las cosas por sobre otras,
en la medida en que facilitan, o incluso en algunos casos garanti-
zan que las perspectivas de los agentes que las ocupan son las que
van a reproducirse en desmedro de otras que no alcancen esa po-
sición. Esta propiedad no parecería particularmente significativa
si todas las posiciones de saber fueran tan coyunturales como apa-
recen en el cuadro que venimos presentando hasta aquí. Como en
una utopía liberal, podría pensarse que, en última instancia, todas
las diversas perspectivas tienen iguales oportunidades de ocupar
un lugar dentro del amplio espectro de posiciones de saber coyun-
turales y pasajeras y que de este modo todas podrían garantizar su
propia reproducción en el conjunto de agentes que se socialicen
en los correspondientes contextos. Esta versión “inocente” de la
reproducción social desconoce los efectos del poder en el conjunto
social, razón por la cual se puede llegar a creer que las perspectivas
que acaban por generalizarse en una sociedad dada no son las que
mejor convienen a los sectores sociales dominantes, sino las más
razonables y convincentes para todos.

111
Sin embargo, tan ilusoria composición de lugar sólo puede
mantenerse si se desconoce el hecho de que existen posiciones de
saber institucionalizadas, esto es situaciones de comunicación en
las que la propia atribución de verdad a un agente forma parte de
las reglas que los agentes de todo un conjunto social adquieren en
el proceso de socialización, de tal modo que el control de esas posi-
ciones otorga un privilegio a determinadas perspectivas de las co-
sas. Independientemente del entorno inmediato en el que se pro-
duzca la socialización primaria, estas posiciones de saber tienen la
capacidad de influir sobre vastos conjuntos de la sociedad, por lo
mismo que los propios entornos de socialización primaria son en
parte responsables de su reproducción, esto es de inculcar el presu-
puesto de que quienes las ocupan son depositarios de algún modo
de verdad. Nos referimos, por supuesto, a lo que en otros marcos
se han denominado aparatos ideológicos, que en nuestro marco
preferimos reconceptualizar en términos de posiciones de saber,
con el fin de situar con precisión cuál es la exacta dimensión de su
poder y de su hegemonía, en el sentido original de este término, es
decir de capacidad de influencia.53 La escuela, la religión, los me-
dios masivos de comunicación, así, constituyen posiciones de saber
cuya reproducción como tales forma parte de las generalizaciones
sobre la reproducción social en general. En nuestro contexto, no
cabe entonces pensar a estos aparatos como ciegos transmisores
de una concepción de las cosas que será sin más incorporado por
todos los que están sujetos a su influencia, sino como un conjunto
de prácticas comunicativas que se presentan como involucrando
por principio posiciones de saber. El grado en que su influencia sea
efectiva es en verdad una función de varios factores, entre los cua-
les podemos distinguir: el grado en que los agentes que participan
en ella hayan internalizado esa naturaleza de posiciones de saber;
el conflicto que pueden presentar con otras posiciones de saber
admitidas por los mismos agentes; la historia del saber práctico de

  Cfr. Perry Anderson sobre el sentido original de la palabra “hegemonía”.


53

Anderson, P., “The Antinomies of Antonio Gramsci”, en New Left Review


100, 1977.

112
esos agentes, con la cual las perspectivas que desde esas posiciones
se ofrezcan entran en relación y, si bien pueden entrar fuertemente
en conflicto con ella, nunca pueden sencillamente sustituirla.
De todos modos, el acceso a esas posiciones de saber institucio-
nalizadas es, a su vez, un recurso que no está parejamente distri-
buido en el conjunto social, sino que está ligado intrínsecamente a
la posesión de otros recursos. Desde el momento en que las pers-
pectivas que se difundan desde esas posiciones tienen garantizada
una amplia difusión, ya que ellas no podrán ser desatendidas por
ningún agente, corren con amplia ventaja sobre perspectivas alter-
nativas en la incidencia sobre los saberes prácticos. Es a través de
estos mecanismos que analizamos aquí los procesos ideológicos
por los cuales el conjunto de la sociedad es influido por las pers-
pectivas de los sectores dominantes, en la medida en que enten-
damos por tales sectores dominantes precisamente a aquellos que,
por determinados motivos, entre los que se cuentan los recursos
materiales, tienen mayor capacidad de acceso a las posiciones de
saber institucionalizadas. Desde este punto de vista, nuestro aná-
lisis confluye con la hipótesis general implicada en el concepto
mismo de ideología, en sus sentidos neomarxistas,54 según la cual
las ideas que subyacen a la conducta de todo un conjunto social
tienden a favorecer a los sectores dominantes de esa sociedad, pero
al mismo tiempo señala los modos en los que esa hegemonía se ve
constantemente amenazada por perspectivas contrapuestas.55
Al mismo tiempo, corresponde señalar que estas posiciones
de saber institucionalizadas no agotan en absoluto la gama de in-

54
  Cfr. Eagleton, T., Ideología. Una introducción, Op. Cit.
55
  Esto quiere decir, como revela el análisis de cualquier caso puntual, que
usualmente las posiciones de saber institucionalizadas constituyen espacios
de lucha entre diferentes perspectivas. Kaliman, por ejemplo, estudiando las
letras de zamba en el folklore argentino, encuentra que las mismas constitu-
yen el vehículo para distintas perspectivas de la colectividad nacional, co-
rrespondientes, respectivamente, a los modos en que la construyen distintos
sectores sociales, a veces de intereses contrapuestos entre sí. Kaliman, R.,
“El ‘provinciano cantor’. Definiciones del pueblo en las letras del folklore ar-
gentino moderno”, en Sociocriticism, Vol. XVII Nº1-2, Centre d’études et de
recherches sociocritiques, Montpellier, Francia, 2002, pág. 169-177.

113
fluencias relevantes para la reproducción social, y sería un error
asignarles siquiera el papel central para el estudio de cualquier
caso concreto. En el estudio de un caso concreto, en efecto, se reve-
la que la acción de estas instituciones se enlaza de diversas maneras
con una variedad de posiciones de saber que ejercen su influen-
cia en distintos niveles y contextos. En determinada situación, un
“ideólogo”, en el sentido antes presentado, puede convertirse en
un referente generalizado para todo un conjunto de agentes. En
otros casos, un líder aceptado como tal por un grupo determinado,
cumple funciones semejantes, al punto que los miembros de ese
grupo, sólo en virtud de la confianza que han depositado en él,
son proclives a seguir los cursos de acción que les sugiere, aunque
no entiendan plenamente los presupuestos y la composición de lu-
gar que subyace a tales cursos de acción.56 A menudo, asimismo,
las estructuras que hemos llamado difusas cuentan con una o más
figuras que actúan como punto de referencia, como ocurre por
ejemplo en muchos movimientos literarios, cuyas indefiniciones
se resuelven tomando como paradigma a una figura que se consi-
dera entonces “representativa”.

56
  En los hechos, los casos reales son a menudo más complejos, o más par-
ticulares que lo que podemos alcanzar a sintetizar en esta presentación. Con-
sidérese, por ejemplo, el caso de la comunidad de Quilmes (Tucumán), estu-
diado por Lucía Reyes de Deu, en el que la identidad india ha cobrado cuerpo
en el curso de las últimas dos décadas en estrecha relación con los reclamos
por la tenencia de la tierra que los habitantes de la zona esgrimen desde va-
rias generaciones atrás. Sin embargo, dada la relativa novedad de la vigencia
de esta identidad, son los propios dirigentes del movimiento los que ocupan
posiciones de saber con respecto a la definición de la misma, mientras que
el grueso de la comunidad sólo tiene una claridad muy relativa al respecto.
Reyes de Deu, L., “Identidad y discurso en la Comunidad India Quilmes”, en
Hiperfeira 0, 2001, Disponible en http://www.sinc.stonybrook.edu/Publish/
hiper/num0/issue0, primavera.

114
Tercera parte
Identidad
Propuestas conceptuales en el marco de una
sociología de la cultura1

Diego J. Chein y Ricardo J. Kaliman

Presentación
Las reflexiones y propuestas conceptuales recogidas en este ar-
tículo son el resultado del trabajo colectivo de los miembros del
Proyecto de Investigación “Identidad y reproducción cultural en
los Andes Centromeridionales”, que desarrolla sus actividades des-
de 1998 en el Instituto de Historia y Pensamiento Argentinos de la
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucu-
mán, con el apoyo de subsidios otorgados por el CIUNT, Consejo
de Investigaciones de esta misma Universidad.2
El marco que aquí presentamos es el producto de una dinámi-
ca de trabajo desarrollada a lo largo de los años, mediante la cual
ponemos en relación de mutua alimentación las discusiones gru-
1
  Miembros del proyecto: Lorena Cabrera, Andrea Paola Campisi, Mariana
Carlés, Jorgelina Chaya, Diego J. Chein, Ricardo J. Kaliman (Director), Denis-
se Oliszewski, Lisa Scanavino, Fulvio A. Rivero Sierra, Paula Storni.
2
  Dos de los miembros (Ricardo J. Kaliman y Diego J. Chein) son investi-
gadores de carrera del Conicet. Varios de los integrantes del grupo han sido
beneficiados, a lo largo de los años, con becas de distintas instituciones: del
Conicet, Andrea Paola Campisi, Diego Chein y Fulvio A. Rivero Sierra; del
CIUNT, Lorena Cabrera y Denisse Oliszewski; de la SECYT, Lorena Cabre-
ra; y del programa de intercambio Linneaus-Palme, a través de un convenio
con el Instituto Iberoamericano de la Universidad de Gotemburgo, Suecia,
Mariana Carlés.

115
pales y las distintas investigaciones personales de cada uno de los
miembros del proyecto. Las investigaciones individuales se enca-
ran en el marco de las propuestas conceptuales colectivas, y a la
vez las ponen a prueba, lo cual permite profundizarlas, precisar-
las, cuestionarlas, reformularlas, de manera que vuelvan a ponerse
a prueba en el posterior trabajo de investigación. En 2001, como
fruto de esta dinámica, el proyecto produjo un primer documento
en el que reseñaba propuestas conceptuales de índole más general,
sobre los procesos de reproducción y transformación social y sobre
el concepto de discurso en ese contexto.3 En esta nueva entrega,
desarrollamos el modo en que proponemos que se articula, dentro
de ese marco general, el concepto de identidad cultural.
A lo largo de todo este proceso, además de los miembros ac-
tuales del grupo, cuyos nombres aparecen en la contraportada de
esta parte, han contribuido otros investigadores, de entre los cuales
corresponde mencionar a Celina Ibazeta, Lucía Reyes de Deu y
Leila Gómez, quienes prosiguieron sus estudios y sus carreras pro-
fesionales en Estados Unidos. Durante un año y medio, también
colaboró Paz Torcigliani, estudiante de Antropología de la Univer-
sidad Nacional del Litoral, radicada en Tucumán. Agradecemos,
asimismo, a las Profesoras María Eugenia Bestani y Julia Stella por
sus colaboraciones de distinto orden, así como su apoyo en las co-
rrecciones de estilo sobre una primera versión final del texto que
ahora presentamos.

Introducción
El interés por el concepto de identidad cultural ha cundido en
los últimos años tanto en el terreno político como en el de las Cien-
cias Sociales, alrededor de tópicos recurrentes como los de la glo-
balización, la multiculturalidad, los nacionalismos y los regiona-
lismos o lo que a veces se da en llamar los nuevos sujetos sociales.
Aunque muchas veces replantea o resucita discusiones de cierta


3
Reproducido en la segunda parte de este volumen.

116
data,4 es sin duda mucho más que una retórica de moda, no sólo
porque hay procesos culturales que no pueden comprenderse sin
hacer referencia a él, sino también porque la discusión en torno
al concepto involucra cuestiones centrales para el esclarecimiento
de la conducta de cualquier ser humano, en la medida en que se
refiere a la posición que cada individuo adopta en su relación con
los otros individuos con los que interactúa cotidianamente y en las
que se ponen en juego sus proyectos, sus necesidades y sus deseos.
El concepto de identidad es una de las inquietudes básicas de
la reflexión teórica del grupo de autores del presente documento,
interesado en el estudio de los procesos de reproducción y trans-
formación cultural en distintos grupos humanos del noroeste ar-
gentino, en la medida en que entendemos que en ese concepto se
cifran las pautas de las posibles comuniones y distanciamientos a
través de las cuales los actores sociales participan de la gestación y
cambio de sus rutinas culturales. El objetivo de la exposición que
desarrollamos aquí es el de presentar los resultados de estas re-
flexiones, como un aporte crítico a estas generalizadas discusio-
nes y, al mismo tiempo, como una fundamentación de nuestras
propias investigaciones personales, que, en definitiva, son las que
han nutrido esas reflexiones y han puesto a prueba las propuestas
conceptuales que han ido surgiendo de ellas.
En este esfuerzo, uno de los criterios epistemológicos que nos
ha guiado ha sido el de dotar al concepto de identidad de un corre-
lato empírico o, dicho de otra forma, dar una respuesta confiable y
contrastable a la pregunta sobre el modo en que la identidad existe
en la realidad, pregunta que, aunque resulta crucial para cualquier
enfoque científicamente sólido, no encontramos claramente for-
mulada y mucho menos contestada en la literatura sobre el tema. A
menudo, parece presuponerse que esta respuesta es proporcionada
4
  Cfr. un resumen de la “prehistoria” de estos debates en Lomnitz, C.,
“Identidad”, en Altamirano, C. (Dir.), Términos críticos de sociología de la
cultura. Buenos Aires, Paidós, 2002, pág. 129-134. Sobre un panorama más
extenso de las discusiones sobre el concepto de identidad, Cfr. Cuche, D.,
La noción de la cultura en las ciencias sociales, Buenos Aires, Nueva Visión,
2004.

117
por el sentido común y que podemos hablar de las identidades con
la misma comodidad con la que nos referimos a cualquier objeto
que se encuentre al alcance directo de la percepción, incluso cuan-
do al mismo tiempo se reconoce todo lo contrario, sea porque se le
atribuya cierta dimensión cuasimetafísica, sea porque se la conciba
como una fábula urdida para manipular subjetividades.
Nuestra estrategia para la elaboración de ese concepto mate-
rialmente reconocible consistió en la articulación del concepto
de identidad en un contexto más general, el de la dinámica de las
subjetividades humanas en aquellos aspectos relevantes en rela-
ción con los procesos de reproducción y transformación social.
Dentro de ese marco general, entonces, nos concentramos en los
fenómenos relacionados con la identidad que específicamente nos
interesan y que, en definitiva, no difieren, en cuanto fenómenos,
de los que preocupan a muchos otros estudiosos. Este modo de
razonamiento, a su vez, nos ha permitido, reconocer una serie de
limitaciones en muchas de las aproximaciones al concepto de iden-
tidad, que presentamos, a lo largo de esta exposición, en la forma
de cuestionamientos a los presupuestos implícitos o explícitos con
los que se suele afrontar el estudio de esos fenómenos. El univer-
so de las identidades socialmente activas, en cierto sentido, parece
volverse más complejo a la luz de estas reflexiones. Al mismo tiem-
po, no obstante, esta complejidad puede resultar mucho más ma-
nejable si somos capaces, como hemos intentado aquí, de remitirla
a ciertos conceptos básicos que permiten distinguir las variables
relevantes, las dinámicas de la reproducción y transformación, y,
en líneas generales, los aspectos comunes a los diversos procesos
sociales en los que la identidad juega un papel significativo, así
como las diferencias pertinentes entre ellos.
El marco general al que nos referimos y en el que encuadramos
estas reflexiones es un modelo de la dinámica de la reproducción y
la transformación social, que hemos desarrollado en el documento
anterior,5 al que remitimos a menudo a lo largo de esta presen-
tación, aunque intentamos sintetizar sus contenidos en algunos

5
Reproducido en la segunda parte de este volumen.

118
aspectos, en los momentos en que nos ha parecido conveniente
hacerlo para dotar a la exposición de un grado de claridad autó-
noma. Este artículo, en suma, ha sido pensado para ser leído in-
dependientemente y confiamos que la exposición podrá resultar
comprensible para quien así lo haga. Corresponde, sin embargo,
dejar claro que la discusión argumentada y los fundamentos del
marco sociológico están en otra parte y el lector queda invitado a
consultarlos si el presente texto le despierta tal inquietud.

Una definición inicial de identidad


Cuando hablamos de identidad, aludimos a las nociones o sen-
timientos de pertenencia de los agentes sociales a determinados
grupos o colectivos humanos. Muchos estudios sobre identidad
hacen referencia a esta propiedad, pero no siempre se precisan las
consecuencias que tal postulación conlleva. Subrayemos, por lo
pronto, que, así entendida, la identidad existe en las subjetivida-
des de estos agentes y constituye un fenómeno social en cuanto
es compartida por una pluralidad de actores. Definimos, enton-
ces, identidad como una autoadscripcion en el seno de un colectivo,
generalizada entre los miembros de ese colectivo. Un agente social
dado entiende –no necesariamente de un modo consciente– que
hay un grupo de agentes sociales que tienen tales y cuales rasgos
comunes, y que él o ella forma parte de ese grupo. Eso es lo que
llamamos una autoadscripción en el seno de un colectivo.6 Si esta
autoadscripción es compartida por muchos agentes sociales, con
referencia a un mismo colectivo, entonces tenemos una identidad.
Una identidad es, en consecuencia, una generalización sobre
las subjetividades de un conjunto de agentes sociales. Este modo

6
  Las efectivas nociones o sentimientos de pertenencia que definen una
identidad no implican necesariamente una elección resultante de una vo-
luntad consciente, como el término autoadscripción puede llegar a connotar.
Sobre la cuestión de la relación entre conciencia e identidad, volveremos en
varios momentos a lo largo de este documento. Ver particularmente el apar-
tado titulado “Identidad práctica e identidad consciente”.

119
de caracterizarla, merece quizá, por poco usual, una aclaración
algo más detenida. Significa que cuando un investigador propo-
ne que existe cierta identidad está sosteniendo que las cosas son
en el mundo de cierta manera: está proponiendo que un grupo
de seres humanos comparte un modo de interpretar la realidad y
de actuar conforme a esa interpretación. Esos contenidos psíqui-
cos (modo de interpretar la realidad, motivaciones para la acción)
están de alguna manera dentro de lo que llamamos subjetividad
de los agentes sociales. Cuando afirmamos que esos contenidos
psíquicos son compartidos, estamos proponiendo una generaliza-
ción, que tendría una forma aproximadamente como: “En todas las
subjetividades de un conjunto de agentes sociales existe la noción
de que existe un grupo que comparte tales y cuales rasgos y cada
uno de esos agentes sociales se considera a sí mismo miembro de
ese grupo”. Como toda generalización, puede estar más o menos
equivocada. Puede ocurrir que no todos los agentes sociales sobre
los que pretendemos que se extiende la generalización comparten
realmente esa imagen del grupo o la correspondiente autoadscrip-
ción, o puede ocurrir que no compartan todos los rasgos comunes
del grupo que nuestra generalización les atribuye. Una identidad
es, en principio, una conjetura sobre la realidad, y sólo el examen
empírico puede certificar su validez, orientar las precisiones que
puedan hacerla más adecuada, o, incluso, desautorizarla del todo.7
7
  En el marco que estamos asumiendo aquí, adoptamos el postulado de que
cualquier explicación de la reproducción y la transformación social en gene-
ral y, por consiguiente, de las prácticas culturales en particular, debe necesa-
riamente considerar la dinámica de las subjetividades humanas, en la medida
en que estas subjetividades constituyen la realidad material sobre la cual ge-
neralizamos cada vez que proponemos cualquier afirmación sobre un hecho
social, incluso si se trata de afirmaciones que aspiren a capturar propiedades
estructurales de los procesos sociales. Ninguna pretendida “ley” formulada
en sociología puede tener sentido empírico si no incorpora, en su misma for-
mulación, el modo en que se realiza en, y a través de, las subjetividades de los
agentes sociales materiales.
Nuestra definición de identidad es coherente con este postulado, en la me-
dida en que es una generalización sobre las subjetividades de un conjunto
de actores sociales. La existencia efectiva de las identidades está dada por la
presencia en esas subjetividades de nociones o sentimientos de pertenencia
a ciertos colectivos que subyacen, como factores psíquicos, a una variada se-

120
Conviene también enfatizar que no cualquier generalización
sobre las subjetividades de los miembros de una sociedad se co-
rresponde necesariamente con una identidad. Cierto es que hay
un sentido de la palabra “identidad”, el de “equivalencia”, como en
la expresión “identidad matemática”, que la emparentaría direc-
tamente con la idea misma de “generalización”. En esa acepción,
habría identidad toda vez que se detectan elementos comunes o
iguales en ciertas entidades por otra parte distinguibles empírica o
lógicamente. Sin embargo, en la definición que acabamos de avan-
zar hemos dejado de lado esta posible interpretación tan amplia,
ya que estamos especificando que los miembros del grupo deben
compartir no cualquier contenido psíquico, sino la noción de que
existe un colectivo y, además, el sentimiento de pertenencia a ese
colectivo. En el contexto de los estudios sobre la identidad cultural,
esta precisión no es trivial. En efecto, no es infrecuente el caso de
investigadores, en el marco de la Antropología o de los Estudios
culturales, que convienen en delimitar grandes grupos étnicos,
por ejemplo sobre la base de una lengua común, o determinados
hábitos culinarios, o incluso algunos conceptos religiosos, y lue-
go presuponen una identidad común en un agregado humano
que sólo es pertinente en función de ese criterio externo. Desde

rie de acciones e interacciones concretas. En la primera sección de nuestro


documento Sociología y cultura (reproducido en la segunda parte de este vo-
lumen), desarrollamos el concepto de saber práctico, expresión que ayuda a
caracterizar operativamente el objeto de estudio y con la que designamos el
conjunto de factores psíquicos que subyacen a cualquier acción social y que
permiten explicar el curso y la naturaleza de esa acción. Optamos por la pala-
bra “saber” para marcar la diferencia con la “conciencia”, no sólo en el sentido
de que el saber práctico no es necesariamente accesible a la conciencia, sino
también porque entendemos que los conceptos de “saber práctico” y “con-
ciencia” provienen de dos vías diferentes de acceso a los contenidos psíquicos
y no, como se presupone en ciertos modelos psicológicos, estadios diferentes
dentro de un mismo recorte.
La identidad, como la definimos, existe entonces, en el saber práctico de los
agentes sociales. Algunas consideraciones más específicas acerca del concepto
de saber práctico son desarrolladas en esta publicación en las secciones poste-
riores, especialmente en la que desarrolla las categorías de identidad práctica
e identidad consciente, distinción derivada, precisamente, de ciertas concep-
tualizaciones sobre la dinámica de los saberes prácticos.

121
nuestra perspectiva, si los propios agentes no conciben ellos mis-
mos la existencia de un colectivo y se inscriben a sí mismos en ese
colectivo, entonces no cabe hablar de identidad. Nuestro enfoque
descarta las identidades reconocidas “desde afuera”, que dicen más
sobre las categorías vigentes entre los estudiosos que sobre las que
subyacen realmente a las conductas sociales estudiadas.
Presentada esta definición inicial de identidad, conviene ade-
lantar algunas precisiones, comentar algunas consecuencias y con-
testar algunos interrogantes que la misma puede suscitar. Varias de
estas acotaciones exigen, sin embargo, un desarrollo más amplio, al
que destinamos precisamente el cuerpo de este documento, por lo
que aquí nos limitaremos a algunas observaciones introductorias,
que nos permitirán redondear esta presentación.

La manifestación de las identidades


Las identidades existen, materialmente, como “huellas menta-
les” en las subjetividades, las cuales no son, por cierto, directamen-
te perceptibles. ¿Cómo se ponen de manifiesto, entonces? Un aná-
lisis empírico sólo puede hacerse sobre rasgos de alguna manera
“observables”. Si no es a partir de afinidades externas y observables,
¿sobre qué base es posible postular o examinar empíricamente la
postulación de una identidad? Como señalamos arriba, no basta
con observar que los agentes sociales comparten un rasgo para
inferir que hay entre ellos identidad. Lo relevante es que además
compartan el sentimiento de autoadscripción. La pregunta sobre
cómo se manifiestan las identidades se refiere, entonces, a cómo
se ponen de manifiesto estas autoadscripciones generalizadas. Por
cierto, no se puede dar una respuesta única, sencilla y sistemática a
esta pregunta. En última instancia, es la creatividad del investiga-
dor, una vez que tiene en claro lo que está buscando, lo que le per-
mitirá reconocer o proponer posibles evidencias pertinentes para
formular hipótesis o contrastarlas. Sin embargo, parece razonable
adelantar algunas consideraciones generales que nos han resultado
productivas y que servirán de ilustración sobre los modos de razo-
namiento que permiten sustentar las interpretaciones de los datos.
122
Las identidades pueden visualizarse empíricamente, por ejem-
plo, en las expectativas y códigos que los actores ponen en funcio-
namiento cuando se embarcan en acciones comunicativas.8 Existe
una relación de implicación entre acción comunicativa e identidad,
puesto que aquella necesariamente presupone no sólo la existencia
de códigos compartidos sino también que los agentes mismos su-
ponen que los comparten. Así, toda acción comunicativa involucra
el supuesto de una identidad compartida, aunque sólo sea por el
simple hecho de que los interlocutores tienen códigos en común.
Las acciones comunicativas son, en efecto, interacciones en las que
los mismos agentes se autoadscriben –y adscriben a sus interlo-
cutores– en una comunidad; y, a partir de ello, ponen en juego
códigos comunes y reconocen este conocimiento compartido. Por
cierto, la acción comunicativa, aunque siempre pone de manifiesto
una cierta identidad subyacente, puede, al mismo tiempo, poner
en juego diferencias o alteridades. Una coplera de los Valles Cal-
chaquíes, por ejemplo, que actúa en un contexto urbano, probable-
mente modifica en cierta medida su desempeño, para ajustarse a
las expectativas de su público,9 apuntando hasta cierto punto a al-
gún modo de identidad. Sin embargo, esta misma estrategia revela
que subyaciendo a esta interacción se encuentra la convicción de
que ejecutante y público se inscriben en colectivos diferentes, tanto
en la subjetividad de una como en las de los otros.
Pero las identidades también se ponen de manifiesto en prác-
ticas y conductas que no son acciones comunicativas de este tipo
o, incluso, en acciones en las que no hay ningún agente con quien
interactuar. Cuando, por ejemplo, un telespectador en Argentina
toma partido por la selección de fútbol de un equipo africano con-
tra la de uno europeo (o a la inversa), lo hace movido por cierta
simpatía aparentemente espontánea, pero que puede explicarse a
menudo por cierta sensación de afinidad con los habitantes de un
8
  El concepto en el sentido de Habermas, J., Teoría de la acción comunica-
tiva, Op. Cit.
9 
El ejemplo está tomado de casos analizados en Campisi, P., “Poesía vallista
y poder. Articulación de los sistemas de la copla en el Festival”, en Revista de
Investigaciones Folclóricas 16, nov-dic. Buenos Aires, 2001, pág. 68-76.

123
país del Tercer Mundo (o, alternativamente, de la “cultura occiden-
tal”). Claro está, si este fenómeno se registra en un solo telespecta-
dor, no podríamos todavía hablar de una identidad. Sin embargo,
si notamos que se generaliza en un conjunto amplio de actores so-
ciales, la hipótesis cobraría cuerpo. Así, una concepción identitaria
se pone de manifiesto en una conducta que no implica una acción
comunicativa directa con otro miembro del mismo grupo.
Muchos otros ejemplos serían imaginables: una acción de las
así llamadas colectivas; el uso sistemático de ciertos signos; en fin,
una variedad de conductas de distintos tipos pueden dar la pauta
a un investigador de la existencia de un conjunto de autoadscrip-
ciones compartidas, a partir de la cual aventurar la generalización
de una identidad. Por cierto, una fuente importante de datos es lo
que los propios agentes sociales pueden decir al respecto. Sin em-
bargo, esta fuente no es absolutamente confiable, ya que los agentes
sociales no somos necesariamente conscientes de todas las identi-
dades que pueden estar vigentes en nuestras subjetividades y aun
de aquellas de las que tenemos conciencia, esa conciencia no es
necesariamente una representación adecuada de lo que realmente
está funcionando en nuestras subjetividades. La relación entre la
conciencia y la identidad, de hecho, como nos ha mostrado la ex-
periencia, plantea una serie de problemas conceptuales y metodo-
lógicos sobre los que adelantaremos algo un poco más abajo y nos
detendremos en varios momentos a lo largo de este documento.

Relevancia social de las identidades


Nuestra definición inicial tiene, sin duda, un carácter amplio y
abstracto. Pretende ser lo suficientemente precisa para delimitar
los fenómenos identitarios sobre la base de una realidad concreta y
lo suficientemente amplia para abarcar la pluralidad de formas que
los mismos pueden adoptar. Como se analizará con más detalle en
la sección dedicada al carácter no limitado y múltiple de las iden-
tidades, las identidades que un agente social dado puede asumir
en diferentes contextos –e incluso en un mismo contexto– son nu-
merosas, y las clases de colectivos que delimitan pueden ser muy

124
heterogéneas, sin subordinarse a una jerarquía unificadora ni de-
rivarse deductivamente de variables pretendidamente universales.
Así, por ejemplo, un mismo agente social puede asumir toda una
serie de identidades heterogéneas, en tanto puede autoadscribirse
a un grupo familiar, a un colectivo religioso, a un grupo étnico o
nacional, etc., así como a toda una serie de posibles colectivos cuyo
carácter más difuso y menos generalizable no les resta significa-
ción social y valor explicativo para los procesos de reproducción
cultural.
Conviene observar, sin embargo, que nuestra definición sigue
incluyendo ciertos procesos sociales que rara vez –si alguna, y no
sin razón– atraerán el interés de los estudiosos de los procesos so-
ciales. En efecto, el criterio de una autoadscripción compartida en
las subjetividades de los miembros de un grupo social puede con-
ducirnos a llamar “identidad” a grupos sociológicamente intras-
cendentes. Por ejemplo, determinados actores sociales pueden to-
mar en cuenta que comparten con otros el usar anteojos, e incluso
pueden llegar a tenerlo presente como motivación de su conduc-
ta en un momento dado. Aunque la comprobación de este hecho
podría legitimar la generalización de una identidad en el sentido
en que la estamos definiendo, cuesta imaginar un contexto en el
que esta concepción grupal tendrá relevancia para el estudio de
conductas sociales generalizables e históricamente significativas,
en el que, por ejemplo, los miembros del grupo actúen sistemática
y regularmente en función de los intereses y las perspectivas de
tal grupo. Entendemos, sin embargo, que nuestra definición no se
invalida porque incluya estos casos. Simplemente, se trata de fenó-
menos que no estudiaremos porque no nos resultan interesantes.
Piénsese que, sin embargo, podrían resultar eventualmente rele-
vantes para otros estudiosos. En un sentido estrictamente teórico,
¿por qué no puede pensarse que un día los usuarios de anteojos se
unirán en un gran colectivo con sus propios intereses y emblemas?
En ese momento, incluso puedan volverse teórica e históricamente
relevantes para todos.

125
Fantasías aparte, para no dejar esta discusión librada a los mal-
entendidos que surgen de las aparentes obviedades, dedicamos
abajo un apartado a los criterios por los que entendemos que pue-
de decirse cuáles son las identidades teórica y socialmente rele-
vantes, para mostrar que, al fin y al cabo, las identidades que nos
interesan para nuestras investigaciones son bastante aproximadas
a las que interesan a la mayoría de los estudiosos del tema y que
la amplitud de nuestra definición no aspira a incorporar una mi-
ríada de agrupaciones triviales, sino a consolidar conceptualmen-
te nuestras reflexiones sobre procesos en cuya importancia social
concordamos con la mayor parte de los estudiosos.

Identidad colectiva e identidad individual


Hay un sentido de la palabra “identidad” en psicología que es
diferente al que estamos asumiendo aquí: se refiere a aquellos as-
pectos de la psique humana que tienen que ver con la unidad y
la singularidad de un sujeto individual, en particular al autorre-
conocimiento de ese sujeto como único y particular. Se dice, por
ejemplo, que la masificación, la moda, etc. provocan en los sujetos
conflictos de identidad. El concepto de identidad cultural que esta-
mos abordando aquí no se corresponde con este sentido de “iden-
tidad individual”, sino más bien, como surge de la definición antes
presentada, apunta a una “identidad colectiva” y no, por cierto, en
el sentido de que un grupo humano pueda metafóricamente asi-
milarse a una psique individual, sino como una generalización de
percepciones compartidas por un grupo de individuos.
A veces, uno encuentra todavía en la literatura sobre el tema
ciertos deslizamientos de la metáfora que interpreta a una gran
masa de individuos como una unidad psicológica, con su volun-
tad unificada, e incluso con una memoria común. Para nosotros,
esto es, clara y materialmente, una metáfora. No hay ninguna evi-
dencia de la existencia física de la “psique” de una colectividad. Sí
existen, en cambio, materialmente, los individuos, cada uno con
sus respectivas psiques, que ni siquiera son ellas mismas íntegra-
mente coherentes (más bien, estamos llenos de contradicciones,
126
de las que no siempre tomamos conciencia). Un posible contrae-
jemplo serían ciertas situaciones en que un grupo de actores so-
ciales actúa colectivamente como impelidos por una fuerza ciega.
No nos referimos a prácticas sociales en las que cada actor adopta
un determinado papel y tiene en cuenta las expectativas que los
otros actores tienen sobre su conducta y al mismo tiempo pone en
juego sus propias expectativas con respecto a la conducta de los
otros. Estas prácticas pueden fácilmente explicarse en términos de
subjetividades individuales. Pensamos, más bien, en acciones tales
como un linchamiento, en el que los actores llegan a realizar o cola-
borar en acciones en las que no se hubiera embarcado sino dentro
de la vorágine emocional del grupo. Sin embargo, ni siquiera en
estos casos cabe la explicación de una especie de “psique colectiva”.
Más bien, corresponde preguntarse por la naturaleza de los impul-
sos subjetivos, radicados en cada uno de los actores involucrados,
que puede dar cuenta de estas conductas. Lo mismo cabe decir de
la metáfora de la “memoria colectiva”. Si un grupo actúa hoy de
maneras que pueden interpretarse como heredadas de prácticas o
creencias que sus antepasados sostuvieron siglos atrás, la explica-
ción de este fenómeno ha de realizarse, otra vez, en términos de
procesos creíbles de transmisión de esas creencias de una subjeti-
vidad a otra y no asumiendo la existencia de una especie de “alma
colectiva” y atemporal que “recuerda” a través del tiempo.
En algunos casos, se han propuesto ciertas relaciones entre
las identidades individuales y las colectivas. Por ejemplo, que la
identidad individual es el resultado de la sumatoria de las identi-
dades colectivas en las que se inscribe un determinado individuo.
No entraremos en estas discusiones aquí. Nos basta con subrayar
que la propuesta que aquí estamos desarrollando apunta a la iden-
tidad colectiva, sin que eso entrañe ninguna consecuencia ni re-
lación necesaria con los problemas relacionados con la identidad
individual. Para nosotros, se trata simplemente de dos conceptos
distintos que coinciden en la denominación, pero que pueden per-
fectamente considerarse por separado, incluso si se intentara des-
entrañar las relaciones que se establecen entre ambos.

127
Socialización e identidad
Esto no quiere decir, por cierto, que el concepto de identidad
que estamos considerando no implique consideraciones psicoló-
gicas. De hecho, nuestra definición, al establecer que las subjetivi-
dades son el asiento material sobre el que predicamos la existen-
cia de una identidad, nos lleva necesariamente a tener en cuenta
algunos aspectos del funcionamiento de esas subjetividades, que
aunque más no sea en términos operativos permitan analizar la
reproducción y funcionamiento de las identidades. Adelantaremos
aquí algunas de esas nociones, que serán tratadas con un poco más
de detenimiento en el cuerpo del trabajo.
Las identidades son al mismo tiempo subjetivas y sociales. En-
tenderlas como realidades subjetivas no implica definirlas como
fenómenos individuales o idiosincrásicos, así como asumir su na-
turaleza social no significa concebirlas como estructuras externas
o anteriores a la constitución de la subjetividad de los agentes so-
ciales concretos. Las identidades, como cualquier contenido cul-
tural de las subjetividades humanas, son desarrolladas e incorpo-
radas en las subjetividades de los agentes sociales en los procesos
de socialización a lo largo de los cuales –procesando los datos que
les llegan a través de la experiencia, por una parte, y del discurso,
por otra–, los actores intentan coordinar su acción con las de otros
y participar de un modo aceptable en la realización de prácticas
sociales ya existentes.10 Precisamente esta tendencia del saber prác-
tico a sintonizarse con lo que percibe como una regularidad exter-
na y preestablecida de las interacciones sociales constituye el nudo
central de los procesos de reproducción.11 La efectiva presencia de
nociones identitarias relativamente homogéneas en una pluralidad
de agentes es un resultado de los esfuerzos de sintonización de los
10 
Exploramos ciertas consecuencias conceptuales de este modo de incorpo-
ración de las identidades en las subjetividades en el apartado en el que traza-
mos la distinción operativa entre el discurso y la experiencia como factores en
la reproducción de las identidades.
11
  Cfr. La tercera sección del documento Sociología y cultura, reproducido
en la segunda parte de este volumen, en particular el apartado “Las conviccio-
nes del saber práctico y la reproducción social”.

128
saberes prácticos y, al mismo tiempo, constituye en sí misma uno
de los factores cruciales para explicar los cursos y direcciones espe-
cíficas que estos esfuerzos de sintonización adoptan en los agentes
concretos.
Las identidades sociológicamente relevantes suelen implicar no
sólo que se comparte la pertenencia a un grupo, sino también con-
vicciones tales como las de que el grupo existe como tal, que tiene
intereses compartidos y que hay ciertas conductas que conviene
o que se deben seguir en función de la pertenencia a él. Arribar a
una descripción plena y satisfactoria de todos estos rasgos presen-
tes en las subjetividades de un grupo puede ser un objetivo ideal
del estudio de un caso concreto. Sin embargo, llegar a él presenta
serias complicaciones y a menudo debemos conformarnos con lo-
gros más bien parciales. Un problema recurrente es que los actores
sociales pueden atribuir, conscientemente, y es incluso caracterís-
tico de ciertas identidades que así lo hagan, más rasgos comunes
de los que los miembros del grupo realmente tienen. O, a la inver-
sa, ciertos rasgos comunes pueden escapar a su conceptualización
consciente. El análisis de un proceso identitario no podrá avanzar
demasiado lejos si no logra distinguir entre los rasgos realmente
compartidos por el grupo y los que sus miembros creen compar-
tir, y mucho menos si toma a estos últimos como representación
adecuada de la comunidad en la que se cifra la identidad. En los
hechos, cada uno de estos niveles, el modo en que los miembros
del grupo imaginan al grupo y el modo como los miembros real-
mente son, juega un papel en la incidencia de las identidades en el
proceso social, así como en los procesos de reproducción y trans-
formación de las identidades mismas.
La diferencia entre las identidades realmente activas y vigentes
en las subjetividades (que aquí llamaremos identidades prácticas)
y las ideas que los agentes sociales puedan hacerse de ellos (a las
que denominamos identidades conscientes) ponen de relieve la im-
portancia de lo que hemos llamado discursos identitarios, por los
que entendemos todo tipo de texto mediante el cual se hace refe-
rencia de alguna manera a rasgos de las identidades. Algunos son

129
más orgánicos y explícitos, otros se reducen a meros rótulos deno-
minativos de un cierto colectivo. En otros casos, la referencia a la
generalización de un colectivo puede incluso revelarse de manera
más indirecta. Estos discursos identitarios, como queda dicho, en
la medida en que expresan lo que es accesible a la conciencia de
los agentes sociales, no representan necesariamente la naturaleza
y rasgos verdaderamente activos en las subjetividades e, incluso,
pueden llegar a agregar una coherencia o una esencialidad allí
donde en verdad no la hay. Sin embargo, al mismo tiempo, sí pue-
den influir efectivamente en las autoadscripciones de los agentes,
en tanto forman parte de las ofertas de su socialización. Los discur-
sos identitarios, en consecuencia, tienen una importancia teórica y
metodológica que justifica que nos detengamos en algunas de sus
propiedades en el contexto de la exposición.
Entre la gran variedad de colectivos que nuestra definición de
identidad comprende, nos ha interesado particularmente una dis-
tinción que, aunque operativa, arroja importantes consecuencias
empíricas y conceptuales. Se trata de la distinción entre identidades
concretas –aquellas que se refieren a grupos cuyos miembros se co-
nocen entre sí– e identidades imaginadas –que incluyen miembros
que nunca se conocerán mutuamente. Las identidades concretas –
la familia, los amigos, los compañeros de trabajo– tienen una inci-
dencia mucho más directa en los cursos de acción cotidianos de los
actores sociales, a pesar de lo cual los estudios tienden a concen-
trarse en las identidades imaginadas –nacionales, étnicas, de clase.
En la reproducción de las identidades imaginadas, los discursos
identitarios constituyen una pieza fundamental. A menudo los
estudiosos del tema confunden los discursos identitarios con las
identidades socialmente vigentes en las subjetividades pertinentes.
Pero esos discursos, no está de más insistir, no siempre represen-
tan fielmente a las subjetividades. Muchos de ellos no son sino el
esfuerzo ideológico que ciertos sectores de la sociedad empeñan
con el fin de conseguir un consenso favorable entre los otros secto-
res. Estos esfuerzos pueden tener mayor o menor éxito, pero, como
insistimos a partir de nuestra definición inicial, la historia de las

130
sociedades no es la historia de sus discursos, sino la historia de las
subjetividades que interactúan en ellas y se influyen mutuamente,
porque esas subjetividades son las que condicionan sus palabras y
sus acciones. Y estudiar las identidades es enfocar el modo en que
esas subjetividades alcanzan la mutua consonancia.

Confrontación con otros conceptos de identidad colectiva


Un modo alternativo de introducir el concepto básico de iden-
tidad que hemos definido y caracterizado inicialmente en la sec-
ción anterior consiste en confrontarlo con dos conceptos, o más
precisamente tendencias conceptuales, que podrían considerarse,
en cierto sentido, diametralmente opuestos entre sí. Las respec-
tivas limitaciones de estos conceptos nos permitirán argumentar
las ventajas del que aquí presentamos. Hemos llamado a esas ten-
dencias, respectivamente, la identidad como esencia y la identidad
como ficción.
La identidad como esencia metafísica
Una de las nociones de identidad colectiva más antiguas y di-
fundidas, cuyas primeras formas pueden rastrearse hasta nociones
románticas como las del espíritu o el alma del pueblo, el Volksgeist
herderiano,12 la concibe como una realidad, de cualidades metafí-
sicas, independiente y previa a la subjetividad y a las prácticas de
los agentes sociales. Esta noción de identidad apunta efectivamen-
te a la pertenencia de los individuos a un grupo humano, y, en este
sentido, remite a la problemática de las identidades colectivas que
constituye el núcleo de nuestro interés, pero la adscripción iden-
titaria se presupone más allá de lo que efectivamente exista en la
conciencia y en el saber práctico de los agentes sociales concretos.
Se le atribuye a la identidad, de esta manera, una realidad que tras-
ciende a los sujetos que la componen, de quienes se suele decir que
le deben alguna forma de lealtad, como un imperativo moral que

  Cfr. Wilson, W., “Herder, Folklore and Romantic Nationalism”, en Jour-


12

nal of Popular Culture Vol.6 No.4, 1973, pág. 818-835.

131
acaba usualmente por constituirse en el punto de referencia desde
el cual juzgar (y no simplemente comprender) los procesos de re-
producción social y cultural, así como las formas concretas de so-
cialización en las que se hallan involucrados los actores sociales.13
Esta noción esencialista de la identidad está particularmente
vinculada a las identidades nacionales en los estados modernos.
La necesidad de legitimar la unidad política de los habitantes de
amplios territorios y de contrastarlas con las poblaciones vecinas
impulsó recurrentemente a los intelectuales a postular raigambres
espirituales y homogeneidades invisibles cifradas en abstracciones
como las de la argentinidad, la peruanidad, la mexicanidad, etc. hi-
postasiadas en símbolos perceptibles como las banderas y los him-
nos nacionales. El esencialismo identitario alcanzó una enorme
difusión y alcance en correlación con el desarrollo de estas formas
de nacionalidad. Aunque cuestionado, persiste, muchas veces de
un modo implícito, en numerosas aproximaciones actuales de los
estudios sociales en general.14 Se manifiesta, por ejemplo, toda vez
que se presupone una unidad nacional cuyos orígenes se remon-
tan a un pasado lejano, muy anterior a la constitución del estado

13
  Estos rasgos de la perspectiva esencialista pueden encontrarse hoy en día
muy a menudo en el contexto del folklore moderno (en el sentido definido en
Kaliman, Ricardo J., Alhajita es tu canto…, Op. Cit.). Por ejemplo, en Olmos:
“Qué es el folklore sino el nutriente de la raíz-pueblo que se percibe aún sin
verlo, como el olor del pan o de la madera o el cantar de un pájaro que escu-
chamos y no vemos. Una mirada que no nos abandona y recorre las distancias
con la cercanía que da la pertenencia. Es la tierra hecha paisaje que nos mira,
que nos espera a la vuelta de nuestros involuntarios olvidos y de nuestras pa-
sajeras distancias.” (Olmos, A. (Ed.), Letras de folklore. Con biografías y dan-
zas, Buenos Aires, Basílico, 1999, pág. xi). O en Miranda Villagra: “Folclore es
la vivencia expresiva, sobria y armónica de reluciente tradición, que como un
fruto maternal transmuta hereditariamente a nuestros congéneres. […] Los
pueblos que no valoran su tradición, perdieron en el camino su identidad.
No saben amar lo suyo por mezquindad. Nunca jamás, podrán hablar de un
ideal, de la memoria de un estandarte de libertad.” (Miranda Villagra, J.,
Folklore con mayúscula. Mapa folklórico musical de la provincia de Tucumán,
El Graduado, Tucumán, 1996, pág. 50)
14
  En realidad, es sobre todo de un modo implícito que esta noción de iden-
tidad halla continuidad en estudios sociales actuales, ya que opera como un
supuesto apriorístico no sólo no reconocido, sino, incluso, muchas veces ne-
gado explícitamente.

132
mismo, y, por cierto, a la difusión social de las nociones identi-
tarias correspondientes. La expresión “aborígenes argentinos”, por
ejemplo, se usa a menudo para referirse a los habitantes del terri-
torio que acabó quedando bajo el control del estado nacional en
períodos prehispánicos, lo cual resulta en un recorte arbitrario de
la dinámica histórica de esas culturas, dictado por la presunción de
una cierta homogeneidad esencial a lo largo del territorio nacional.
Este tipo de prácticas responden, según entendemos, a la persis-
tencia de una noción de identidad como una realidad metafísica
que no se deriva de la comprobación de fenómenos concretos sino
que la presupone antes de cualquier análisis efectivo.
En casos como éste, la perspectiva esencialista se aproxima
decididamente a una concepción metafísica casi platónica, postu-
lando una francamente insostenible dimensión de eternidad para
nociones tan evidentemente históricas como la identidad nacional.
Un extremo casi ridículo de esta presunción se alcanza cuando se
deja esbozar –o simplemente se siente calladamente– un cierto or-
gullo por el hecho de que los dinosaurios más grandes de los que
se tenga noticia fueron hallados en territorio argentino. En otros
casos, sin embargo, se reconoce la historicidad de la esencia, como
en el Blasón de plata de Ricardo Rojas, que traza su conformación a
partir de las distintas vertientes que, según la interpretación de este
autor, dieron lugar a la formación del Estado.15 Esta versión sigue,
sin embargo, presuponiendo el carácter metafísico de la esencia
nacional, ya no eterna pero sin embargo siempre inaccesible a la
percepción material y dotada de una fuerza y una dinámica inde-
pendiente, anterior a los fenómenos y prácticas sociales concretos
y comprobables.
La noción de identidad nacional ha llegado a constituirse para
los estudios sociales, tanto para las líneas que la critican como para
las que la asumen como tal, en una especie de paradigma de la idea
de identidad esencialista. Es preciso, sin embargo, tomar en cuenta
que muchos otros tipos de identidad (identidad étnica, identidad

  Cfr. Rojas, R., Blasón de plata, Buenos Aires, Hyspamérica, 1era. Edición
15

1910, 1986.

133
de género, etc.) también son frecuentemente concebidos de esta
manera. Postular que las diferencias socialmente vigentes entre los
géneros sexuales (la supuesta “intuición” femenina contra la su-
puesta “racionalidad” masculina o cualquier pretendida legitima-
ción del patriarcado por imaginarias diferencias en las capacidades
intelectuales entre los sexos) se derivan de sus diferencias biológi-
cas no es sino otro modo de esencialismo, oculto bajo aparente-
mente fundadas racionalizaciones. Lo mismo puede decirse de los
racismos en sus diversas formas, tanto los que denigran como los
que ensalzan a ciertos grupos humanos, aunque se basen en falaces
proyecciones desde las diferencias físicas hacia diferencias de otros
órdenes. El valor argumentativo de cualquiera de estas pretendidas
correlaciones descansa en la silenciada presuposición de que las
semejanzas externas y perceptibles son el reflejo de homogeneida-
des internas e invisibles, pero reales.
El esencialismo es, desde nuestro punto de vista, científicamen-
te inaceptable, desde el momento en que supone la incorporación
de categorías cuya validez no es susceptible de discusión, sino
objeto de fe, lo cual anula la posibilidad de un debate que pueda
extenderse más allá de cierto círculo de creyentes. Pero, como lo
muestran los ejemplos citados, es también un procedimiento de
contornos gravemente ideológicos, ya que atribuye a los producto-
res del conocimiento, por su supuesto y exclusivo acceso a aquello
que a los demás les está negado (es decir, la comprensión de la
esencia) una capacidad de interpretación que, en última instancia,
no sirve sino para legitimar arbitrariamente un determinado or-
den y jerarquía. Desde luego, el hecho de que esta noción de iden-
tidad sea tan cuestionable no autoriza a desconocerla. En primer
lugar, porque, en innumerables casos, tiene una presencia efectiva
en las subjetividades de los agentes sociales, con lo cual se vuel-
ve parte insoslayable del objeto de los estudios identitarios. Y, por
otra parte, porque, como hemos señalado ya, tienen también una
presencia efectiva en las subjetividades de estos agentes sociales
que somos los propios investigadores, quienes, en consecuencia,
podemos reproducirla en nuestro trabajo. La advertencia contra el

134
esencialismo resulta, en consecuencia, en un criterio metodológi-
co de suma importancia, que supone la revisión permanente de las
identidades que proponemos y su contraste con la realidad social
que estamos estudiando.

La identidad como ficción


En buena medida como una reacción contra los vicios episte-
mológicos y sobre todo contra los riesgos ideológicos del esen-
cialismo, pero también en estrecha consonancia con el rechazo
postmoderno a toda forma de totalización, desde comienzos de
la última década del siglo xx se fue generalizando, entre los estu-
diosos académicos y otros sectores intelectuales, una postura radi-
calmente crítica, que pone énfasis en la denuncia de la identidad
como una construcción ficticia o falsa que los sectores dominantes
de una sociedad elaboran y difunden para ejercer y legitimar su
dominio.16 Aparentemente, la identidad nacional, difundida des-
de la constitución de los Estados modernos, pero severamente
debilitada por las nuevas concepciones de integración continental
y la expansión globalizante del neoliberalismo, es tomada en este
contexto intelectual como paradigma de cualquier forma de iden-
tidad. “Si la identidad nacional es ficticia”, parece razonar esta crí-
tica, “entonces toda identidad lo es.” Dando un paso más allá, en-
tonces, esta postura tiende a presentar a toda identidad como una
construcción ficticia, arbitraria, totalizante e ideológica. La certera
crítica ideológica de los supuestos esencialistas y sus funciones
hegemónicas parece haber suscitado una generalizada sospecha y
desconfianza en relación con toda manifestación identitaria.
Ahora bien, es cierto que resulta siempre pertinente preguntar-
se, en cada caso particular de una identidad que se esté estudiando,
hasta qué punto la imagen del grupo que los agentes comparten
se corresponde con los rasgos realmente presentes en todos los
miembros del grupo. Como desarrollaremos más abajo, las “inade-

  Cfr. García Canclini, N., “Narrar la multiculturalidad”, en Revista de


16

Crítica Literaria Latinoamericana, Año XXI, Nº 42. 2° Semestre, Lima, Perú


& Hanover, Estados Unidos, 1995, pág. 9-20.

135
cuaciones” de las representaciones que se hacen los actores sociales
de las identidades realmente activas en sus subjetividades son no
sólo perfectamente factibles, sino a menudo históricamente rea-
les y muchas veces atribuibles a lo que podría entenderse como
manipulación ideológica. Sin embargo, no hay razón para suponer
que todas las formas de identidad colectiva habrían de sustentar-
se en creencias arbitrarias, ficticias, ideológicas, etc. Por la misma
dinámica de la socialización, existen grupos de seres humanos que
comparten ciertos rasgos, y las concepciones identitarias social-
mente vigentes pueden hacerse eco de esta comunidad. Existe la
posibilidad lógica de este tipo de circunstancias y su realización
empírica no es en absoluto excepcional.
Por otra parte, es asimismo cierto que en aquellas identida-
des que se sustentan en creencias de tipo esencialista y metafísica
existe una alta probabilidad de que los rasgos comunes que se les
atribuyen a los miembros del grupo no se correspondan con los
que efectivamente poseen, o al menos no con los que todos po-
seen. El esencialismo mismo es ya, como queda dicho, una inade-
cuación, en la medida en que postula que existe una inexistente
categoría metafísica. Sin embargo, como habíamos adelantado en
el apartado anterior, esto no impide que la perspectiva esencialis-
ta influya efectivamente en las acciones concretas de los actores
sociales. Puede ocurrir, y a menudo ocurre, que éstos, movidos
por el imperativo moral que acompaña usualmente al esencialis-
mo, intenten encuadrarse dentro de los parámetros fijados por la
propuesta hegemónica y ocultar (y ocultarse a sí mismos) su di-
ferencia adoptando ciertos símbolos que los acrediten dentro del
supuesto “deber ser”. En estas situaciones, el esencialismo es “falso”
en el sentido de que no se corresponde con la realidad de las sub-
jetividades de los actores sociales, pero es “verdadero” en el senti-
do de que existe en las subjetividades de los agentes y condiciona
efectivamente sus conductas, lo cual es, en última instancia lo que
estamos intentando explicar.
El concepto de “comunidad imaginada” de Benedict Anderson,
si lo parafraseamos en términos propios del modelo teórico aquí

136
asumido, puede considerarse un buen ejemplo de cómo se puede
explicar el funcionamiento de una identidad nacional a partir de
un conjunto de agentes que imaginan la nación como esencia.17
Toda una serie de acciones sociales nada ficticias (como las de
acceder voluntariamente a participar de una guerra, arriesgar la
vida en ella e incluso perderla) se explican, no en referencia a una
entidad metafísica verdaderamente existente como la del espíritu
nacional, sino justamente al hecho de que los actores han incorpo-
rado en sus procesos de socialización efectivos ciertas nociones y
sentimientos de pertenencia a un colectivo imaginado en términos
de nación, al punto que en algunos casos llegan a poner el que en-
tienden como el bien de la nación por encima del suyo propio. La
atribución de esencialismo a las identidades en las subjetividades
de los actores sociales permite incluso explicar sus errores de apre-
ciación, como en el caso de los intelectuales peruanos en la guerra
del Pacífico, sorprendidos frente a la falta de “patriotismo” puesta
de manifiesto por los indios que participaron de este conflicto. Su
perspectiva identitaria esencialista los había llevado a presumir
que el solo hecho de ser considerados ciudadanos peruanos ga-
rantizaba la incorporación, en las subjetividades de los indios, de
las lealtades implícitas en lo que no era sino la perspectiva de los
propios dirigentes. La derrota los puso frente a la realidad de que
no sólo la fuerza de trabajo debía ser conquistada, sino también las
subjetividades.18
17
  Anderson, B., Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y
la difusión del nacionalismo, México, Fondo de Cultura Económica, México,
1993.
18
  “La derrota [en la guerra del Pacífico 1879-1883] servirá para que algu-
nos intelectuales, como Manuel González Prada, cuestionen a una república
establecida a costa de la población indígena, sin haberle reconocido a éstos
una efectiva ciudadanía. Pero en muchos otros escritores el efecto fue inver-
so: achacaron el fracaso y la frustración a la inferioridad del indio, al lastre
que constituía para el desarrollo nacional. Chile venció porque tenía menos
indios y más europeos que el Perú.” (Flores Galindo, A., Buscando un Inca.
Identidad y Utopía en los Andes, Lima, Horizonte, 1994, pág. 230). Cfr. Rive-
ro Sierra, F., “Aportes a una conceptualización de ‘nación’ en los estudios
culturales latinoamericanos”, en Kaliman, R. (Ed.), Memorias de JALLA Tu-
cumán 1995, Vol. II, Tucumán, Proyecto “Tucumán en los Andes”, Facultad
de Filosofía y Letras UNT, 1997, pág. 108-118.

137
En la concepción de toda identidad como ficción ingresan
también ciertos presupuestos epistemológicos de los que el mar-
co aquí asumido toma distancia. La perspectiva desde la que esa
posición se formula tiende a presumir como principio indiscutido
que cualquier categoría y cualquier generalización entraña una na-
turaleza totalizante y avasalladora de las diferencias. El rechazo al
concepto de identidad, en estos casos, canaliza un cierto temor al
gregarismo y, en última instancia, una defensa de cierto ilusorio
individualismo extremo. En nuestro marco, en cambio, entende-
mos no sólo que la producción de conocimiento es producción
de generalizaciones, sino que ese tipo de operaciones constituye
una estrategia definitoria de la adaptación, supervivencia y la con-
ducta del ser humano. Las identidades son un tipo particular de
generalizaciones entre todas las que son imprescindibles para la
vida humana. Todos los actores sociales, incluidos los intelectuales
postmodernos, se imaginan siempre a sí mismos como parte de di-
versos grupos, sin que eso entre en contradicción, necesariamente,
con la celebración de la diferencia. Sin ningún afán irónico, podría
decirse que un intelectual postmoderno de estas características re-
conoce como miembro de su mismo grupo a otro muchas veces,
precisamente, porque reconoce los signos que delatan el esfuerzo
por preservar y subrayar su propia especificidad individual.
En resumen, consideramos que la noción de identidad como
ficción, si bien reacciona de un modo crítico y saludable en rela-
ción con la concepción esencialista de la identidad, tiende a los
extremos inadecuados de concebir a todas las formas de identi-
dad como nociones metafísicas y de subestimar profundamente
la efectiva dinámica social de las mismas. No por el hecho de que
ciertas formas de identidad se sustenten sobre creencias falsas éstas
dejan de existir y tener visibles consecuencias.

138
El sentido amplio de identidad y las identidades social-
mente relevantes
La noción de identidad, como la hemos definido arriba, pre-
senta un alcance tan amplio que puede considerarse, como coro-
lario de esa definición, que en cualquier acción comunicativa se
está manifestando alguna forma de identidad. Así, diríamos, por
ejemplo, que hasta un hecho tan trivial, como el de que una per-
sona se acerque a un desconocido en la calle y le pregunte la hora,
involucra necesariamente la presunción y actualización de alguna
forma de identidad. En efecto, en un caso como éste, la interacción
se realiza sobre la base del supuesto por parte del agente de que el
otro pertenece a una misma comunidad que él, al menos por el he-
cho de compartir una lengua y un sistema de medición del tiempo.
La extensa amplitud de la definición que proponemos parece-
ría restar valor analítico y explicativo a la categoría “identidad”, en
tanto cubre fenómenos sociales de muy dispar significación para
la explicación de los procesos sociales. En realidad, estimamos que
nuestra definición permite delimitar de un modo sucinto y preciso
un campo de fenómenos, una problemática, con un correlato em-
pírico claramente definido, y, al mismo tiempo, destacar el factor
que, en el marco de los principios de teoría social que asumimos,
constituye la clave ineludible para una aproximación adecuada al
estudio de los procesos identitarios: las nociones de pertenencia
a ciertos colectivos sociales que los mismos agentes manifiestan
y reproducen en sus prácticas. Entendemos que, en definitiva, es
precisamente la presencia en las subjetividades de los agentes so-
ciales de estas nociones y sentimientos de pertenencia la que deter-
mina la existencia y constituye el fundamento de la dinámica de los
procesos identitarios en general, tanto en los casos cuya relevancia
explicativa puede considerarse prácticamente nula (e.g., en el de la
identidad involucrada en la acción de preguntar la hora) como en
aquellos que subyacen a procesos sociales de una alta significación
social e histórica (e.g. las identidades de clase, etc.). ¿Hasta qué
punto la aparentemente excesiva amplitud de la definición consti-

139
tuye una desventaja, frente a las ventajas conceptuales y metodoló-
gicas que nos ofrece?
Como podrá apreciarse en el desarrollo de esta publicación,
hemos elaborado una serie de categorías que, tomando como pun-
to de partida nuestra definición general, permiten articular un
modelo analítico para explicar los procesos identitarios a partir
de la identificación de algunas de las variables que consideramos
fundamentales en su dinámica. Todas las categorías relacionadas
con la identidad que aquí proponemos han sido elaboradas co-
lectivamente en relación directa con las variadas investigaciones
de caso que hemos venido desarrollando. Desde luego, tanto en la
elaboración como en la aplicación de este modelo en relación con
estas investigaciones concretas nos hemos enfocado en fenóme-
nos identitarios que consideramos de cierto interés para los estu-
dios sociales. No hemos estudiado, por cierto, ni la identidad de
quienes comparten un sistema de medición del tiempo ni la de
quienes usan anteojos. Lo que es preciso admitir, en este punto, es
que la distinción entre fenómenos identitarios relevantes para los
estudios sociales y aquellos que no lo son no se deduce mecánica-
mente de unos criterios nítidos ni objetivos. Podríamos afirmar, en
principio, que la significación social de un cierto tipo de identidad
guarda una estrecha relación con el valor explicativo que pueda te-
ner para dar cuenta de ciertos procesos sociales. En el ejemplo que
proponíamos más arriba, la detección de una identidad como la
que supone el compartir un código lingüístico y unos criterios de
medición temporal en esta interacción efímera resultaría escasa-
mente relevante para los estudios sociales por el hecho de que de la
misma no podrían extraerse mayores consecuencias más allá de la
posibilidad de producir este tipo de interacción u otras similares.
Ahora bien, el valor explicativo y, en consecuencia, la relevan-
cia social de las múltiples identidades que podemos reconocer no
se sigue de cierto tipo de propiedades inherentes que puedan esta-
blecerse en abstracto, sino que se define puntualmente en relación
con el curso y las necesidades del desarrollo de una investigación
concreta, y ésta, a su vez, en el contexto de una realidad especí-

140
fica. Por su parte, la elección de un tema y una problemática de
investigación está condicionada por un posicionamiento político.
En efecto, el consenso y la discusión acerca de lo que resulta in-
teresante o relevante estudiar no es ajeno a la lógica propia de los
campos disciplinares académicos y al entramado de relaciones de
poder que se constituyen en su seno. Nuestra experiencia como
investigadores que producen en los márgenes de los centros mun-
dialmente reconocidos nos advierte sobre lo frecuente que resulta
el hecho de que los tipos de casos y las problemáticas a abordar
se determinen en relación con definiciones de lo interesante que
responden más a los criterios que los modelos y diagnósticos do-
minantes tienden a imponer, que a las necesidades y urgencias que
se derivan de las realidades que nos rodean.
Creemos que un posicionamiento políticamente crítico en re-
lación con esta lógica dominante de la definición de lo interesante
puede fundamentarse al mismo tiempo desde un punto de vista
epistemológico.19 En efecto, no se trata de un rechazo de los mo-
delos dominantes generados en los centros académicos interna-
cionales y de los parámetros que impone para la definición de lo
interesante como una simple bandera política de resistencia por la
resistencia misma (una especie de símbolo identitario), sino que
la elección de aquellos casos que no parecen encajar de antemano
con la representación de la realidad que proponen las propuestas
teóricas dominantes es precisamente lo que se necesita para con-
tribuir, no a la mera ratificación, sino a la puesta a prueba, a la mo-
dificación y la superación de los modelos conceptuales vigentes.
Podemos resumir las consecuencias de toda esta argumen-
tación diciendo que entendemos que la investigación de casos y
problemáticas vinculados más directamente con las urgencias de
nuestras realidades más inmediatas, y no sólo los que sirven para
ilustrar los modelos dominantes, responde al mismo tiempo a tres

  Cfr. Kaliman, R., “Sobre la definición de ‘lo interesante’ en los estudios


19

culturales latinoamericanos”, en Casa de las Américas Año XL, Nº217, octu-


bre-diciembre, La Habana, Cuba, 1999c, pág. 20-28.

141
motivaciones, dos que podríamos considerar de índole política y
una, de naturaleza epistemológica.
Desde el punto de vista político, esta elección apunta a producir
conocimientos significativos para la comprensión y mejoramien-
to de la realidad en las sociedades de las que formamos parte, lo
cual no implica desmerecer la importancia del conocimiento de
la realidad de otras sociedades, pero sí subraya la importancia de
articular comprometidamente el trabajo académico con los pro-
cesos sociales de los que forma parte. Al mismo tiempo, dando
lugar a la segunda motivación política, el estudio de estos casos
no se limita a la aplicación de categorías y modelos provenientes
de los centros más influyentes en la distribución internacional de
la producción de conocimientos, sino que aspira a desarticular los
efectos indeseados de esa estructura de poder, revisando y refor-
mulando constantemente esas categorías a la luz de los aspectos
que puedan resultar específicos de las sociedades en las que vivi-
mos.20 Esta misma operación nos conduce hacia la que podríamos
considerar la motivación epistemológica de esta práctica. En efec-
to, la revisión y reformulación de las categorías y modelos no ha
de interpretarse como una pretensión de una ciencia de validez
meramente local, sino que pretende contribuir al avance de la pro-
ducción de modelos teóricos más adecuados para la explicación
de los procesos sociales, por lo menos mediante el esfuerzo de que
ellos puedan dar cuenta, además de los casos en relación con los
cuales se han suscitado, de realidades surgidas en otros contextos.
Sobre la base de este modo de concebir la articulación entre
motivaciones políticas y motivaciones epistemológicas de la inves-
tigación hemos intentado proyectar la modalidad de producción
de conocimientos de caso y teórico con la que ha venido traba-

20
  Esto no implica reconocer, ni siquiera sugerir, que las categorías y mode-
los originados en las academias internacionalmente hegemónicas están debi-
da y sólidamente fundados en las realidades sociales en las que se articulan.
De hecho, podría decirse que una de las consecuencias –o los síntomas– de
esta estructura hegemónica es precisamente la de que el trabajo intelectual en
la periferia tiende a actuar bajo el supuesto de que esos marcos cuentan con
un aval científico mucho más sólido de lo que en realidad es.

142
jando este grupo de investigación, y a partir de la cual han sur-
gido propuestas como la que presentamos en esta publicación.
En efecto, concebimos al estudio empírico de casos puntuales y
a la producción y revisión de modelos teóricos como dos aspec-
tos inseparables del proceso de investigación. En este sentido, la
elección de temas de investigación en función de las problemáticas
específicas del medio social en que estamos insertos, y no a partir
de criterios de definición de lo interesante que se derivan de las
propuestas conceptuales dominantes, ha permitido movilizar per-
manentemente la reflexión dirigida hacia la producción de mode-
los teóricos más adecuados. Entendemos que una auténtica actitud
científica es la que se desarrolla en la búsqueda de los modelos más
adecuados para dar cuenta de la realidad, y no de la realidad más
adecuada para aplicar los modelos. En este sentido, los casos abor-
dados desde las investigaciones individuales de cada uno de los
miembros del proyecto colectivo no han sido elegidos en función
de la aplicación de alguna tipología o modelo general de la identi-
dad, sino que, por el contrario, los conceptos teóricos acerca de los
fenómenos identitarios que aquí presentamos son el resultado del
esfuerzo por adecuar la teoría en relación con las exigencias y las
especificidades de las realidades concretas que estudiamos.
Una breve referencia a un ejemplo tomado de nuestra expe-
riencia concreta en estos procesos de investigación puede ilustrar
y aclarar esta posición.21 Como muchas otras categorías que, con
una prolongada historia en el campo académico, han llegado a im-
ponerse desde la mirada de los investigadores en ciencias sociales
como entidades cuasi-naturales, la categoría “indio” remite a una
construcción conceptual, muchas veces no reconocida como tal,
que define un paradigma, un conjunto de rasgos pretendidamente
objetivo, en relación con el cual no encuadra adecuadamente la
mayor parte de los actuales grupos de poblaciones andinas de la
región del noroeste argentino. Al menos tres modos de proceder,

  Para un desarrollo más detallado del análisis de esta problemática que


21

resumimos a continuación, ver Kaliman, R., “Ser indio donde ‘no hay in-
dios’…”, Op. Cit.

143
que consideramos inadecuados, han sido corrientemente actuali-
zados frente a este desajuste de las realidades socioculturales más
inmediatas con el paradigma de lo “indio”: desestimar su estudio
en relación con la problemática identitaria, acentuar los rasgos que
cuadran con la noción paradigmática e incluso deformar o sobre-
interpretar otros para que así sea, o celebrar la dispersión presun-
tamente inclasificable como meras estrategias a través las cuales los
agentes manipulan y utilizan (entran y salen de) las identidades es-
tablecidas.22 Un procedimiento alternativo, que consideramos más
adecuado, es el de estudiarlas y atender a sus especificidades, no
sólo porque es política y socialmente relevante hacerlo, sino tam-
bién porque constituyen una ocasión ideal para la revisión de las
categorías y los modelos vigentes, ya que revelan la insuficiencia de
los estereotipos incluidos en ellos.
Así, a partir del estudio de estas realidades concretas y de los
contenidos específicos de las subjetividades de los agentes invo-
lucrados, hemos podido llegar a reconstruir formas específicas de
identidad, que no pueden reducirse a los paradigmas vigentes en
la academia acerca de la identidad india. Por ejemplo, en la zona
de los Valles Calchaquíes, resulta conveniente postular la vigen-
cia de una identidad a la que podemos llamar “vallista”, no porque
este rótulo sea en sí mismo más apropiado para referir a sus espe-
cificidades, sino para contrastarlo con las ofertas de identidades
“indias” y “criollas” que se les ofrecen desde “afuera”, y así poder
dar cuenta de esa misma especificidad. En efecto, esa identidad
“vallista” articula esas ofertas de una manera peculiar, junto con
otros elementos propios de su historia, constituyendo un fenóme-
no singular y no reducible a ninguno de esos factores, ni que pueda
tampoco representarse adecuadamente como un conjunto de es-
trategias a partir de las cuales los agentes se inscriben y se excluyen

  Este último modo de interpretación, por cierto, también constituye un


22

nuevo paradigma dominante acerca de las identidades, a partir de la crítica


de paradigmas anteriores, pero, creemos, de una crítica insuficiente, que se ha
visto envuelta finalmente en problemas similares a los que criticaba.

144
de esta identidad india paradigmática.23 No son sino formas parti-
culares de identidad inscriptas en las subjetividades que no podían
ser previstas antes de la investigación concreta.

Multiplicidad y variedad de las identidades


De la definición que hemos avanzado de identidad, se deriva el
corolario de que en un actor social dado coexiste una gran varie-
dad de identidades, en un número que no puede fijarse previamen-
te, que probablemente no puede ser fijado y que, muy probable-
mente, ni siquiera tenga sentido tratar de fijar. Estas consecuencias
pueden no saltar a la vista inmediatamente y pueden diferir de las
que se derivan de otras aproximaciones al mismo concepto, a veces
expresamente, a veces sólo porque en esas aproximaciones no se
ha prestado mucha atención a las cuestiones involucradas. Por ese
motivo, las examinamos y desarrollamos en esta sección.
Que en un actor social están vigentes muchas identidades es
un hecho que se comprueba casi inmediatamente apenas uno co-
mienza a pensar en los grupos a los que uno mismo se adscribe y a
los que se adscriben todas las personas que conocemos. Al mismo
tiempo que nos sabemos ciudadanos de una nación, nos reconoce-
mos dentro de algún género sexual, o como miembros de un grupo
familiar, tenemos nuestros pares generacionales, formamos parte
de varios grupos de amigos, nos identificamos como miembros de
cierto grupo étnico y de cierta clase social, convivimos con nues-
tros vecinos en cierta área urbana o rural que puede distinguirse de
otras. Igualmente, muchos somos hinchas de un determinado club
de fútbol, profesamos cierta religión, o ciertas ideas políticas, nos
vinculamos con distintos grupos relacionados con nuestras ocupa-
ciones laborales, somos aficionados a determinado tipo de música
y aun, dentro de ella, a ciertos intérpretes en particular, tenemos
compañeros de estudio, etc. Cada uno de estos ejemplos, que po-
23
  En la mayor parte de los agentes sociales de muchos de estos casos, ni
siquiera puede decirse que tengan incorporada una noción de lo indio del
tipo que define el paradigma dominante.

145
dríamos multiplicar y subdividir, implica el reconocimiento de un
cierto grupo con determinadas afinidades al que sentimos perte-
necer y muchas de nuestras conductas se siguen de esa autoads-
cripción y de la concepción de que los otros miembros del grupo
también se autoadscriben a él. Cada ejemplo, en consecuencia, re-
mite a una identidad que forma parte de nuestro saber práctico y
que coexiste con las otras, de maneras no siempre armónicas. Las
perspectivas y cursos de acción motivados por nuestra adscripción
a un grupo de amigos, por ejemplo, pueden entrar en colisión con
los que están dictados por nuestra adscripción familiar en ciertas
circunstancias, o los intereses de la empresa para la que trabajamos
pueden chocar con los de la nación, si, por ejemplo, la empresa
prefiere evadir el pago de impuestos, etc.
Podría pensarse que esta multiplicidad de identidades es una
propiedad de las sociedades modernas, con su proliferación de
variantes sociales y su acentuado incentivo a la individualización.
Sin embargo, si pensamos incluso en los miembros de un clan o
una tribu fuertemente endogámica, aun allí encontraremos por
lo menos grupos generados en las divisiones sexuales, la división
del trabajo, grupos generacionales, y, seguramente, muchas otras
agrupaciones internas que tal vez no se aprecien a simple vista pero
que surgirían ante cualquier indagación mínimamente preocupa-
da por encontrarlas. La posibilidad de que un individuo, o un gru-
po de individuos, tengan una sola y única identidad puede consi-
derarse una posibilidad lógica, pero que no resulta nunca realizada
dada la diversidad intrínseca de la especie humana y las tendencias
de cada individuo a agruparse con otros en función de sus propias
perspectivas y aficiones.
A decir verdad, la multiplicidad de identidades en las que se
inscriben los actores sociales no suele ser puesta en duda en los
estudios sobre el tema. Esta propiedad no sólo no es negada, sino
muchas veces afirmada explícitamente. Sin embargo, hay situacio-
nes en las que, en la práctica, llega a dar la impresión de que se la
olvida. Eso ocurre, por ejemplo, cuando se hace alusión a culturas
muy diferentes a la del investigador, en cuyo caso éste tiende a lan-

146
zar una mirada homogeneizante sobre esas sociedades, a partir de
las marcadas distancias que presentan con su propia experiencia
en casi todos los aspectos de su vida social.24 Por cierto, este tipo
de perspectivas sólo puede mantenerse mientras la mirada que
echemos sobre esos otros no avance más allá de un nivel muy su-
perficial. Sólo en esas condiciones puede llegar a pensarse que el
ser indio, o el ser chino, imprime su huella y da el tono a todas y
cada una de las actividades que los miembros de esas comunidades
llevan a cabo. No obstante, en cualquier estudio que alcance alguna
profundidad rara vez puede mantenerse por mucho tiempo este
espejismo.
Ahora bien, si pocas veces nos encontraremos con posiciones
que sostengan que entre los miembros de un determinado colecti-
vo se ha configurado una identidad única, más común es manejar
la posibilidad de que una de las múltiples identidades alcance tal
importancia en sus subjetividades que llega a subordinar decisi-
vamente a todas las demás.25 Esto parece ocurrir, por ejemplo, en
24
  Un caso muy conocido lo constituyen las grandes generalizaciones de
Benedict, R., El hombre y la cultura, Barcelona, Edhasa, 1971.
25
  Ciertos marcos teóricos parecen proponer que esto ocurre necesaria-
mente en todos los casos. Por ejemplo, algunas variedades de marxismo en-
tienden que lo que podríamos llamar identidad de clase es el condicionante
fundamental de las conductas socialmente relevantes (Cfr. por ejemplo, en
Kuusinen, O. et al, Manual de marxismo-leninismo, Grijalbo, México, 1960,
pág. 154: “Únicamente esta teoría [la de la lucha de clases] nos permite ver los
resortes ocultos que mueven todos los acontecimientos y cambios importan-
tes que se producen en la sociedad de explotación”.) Incluso Bourdieu, que en
otros aspectos parece más dispuesto que otros marxistas a reconocer la rele-
vancia de otros tipos de identidades, encontramos que define el habitus, esto
es el conjunto de predisposiciones para la acción y la interpretación, funda-
mentalmente en términos de clase (Cfr. Bourdieu, P., Esquisse d’une theorie
de la pratique, así como en el gran desarrollo de este concepto en Bourdieu,
P., La distinción..., Op. Cit.). No es seguro que este tipo de modelos impliquen
realmente la anulación o la subordinación absoluta de todas las identidades
a una sola, pero si efectivamente así lo hacen, es una postulación a priori.
Optamos, por eso, en lo que sigue, por argumentar sobre la base del análisis
de ciertas situaciones concretas en las que podría llegar a pensarse, e inclu-
so podría proponerse, que en efecto esta subordinación se da. En principio,
mostrar que aun en estos casos el principio de la multiplicidad de las identi-
dades debe mantenerse, creemos, abona a favor de su validez y desalienta la
postulación contraria.

147
relación con ciertas identidades religiosas, en las que los sacerdotes
son ungidos con tal control sobre las subjetividades de la comuni-
dad que se les otorga el poder de decidir por ellos en las opciones
más importantes de su vida, de manera que incluso las agrupa-
ciones familiares, los grupos de amigos, las diversiones, son legis-
ladas según su criterio y, consecuentemente, en los términos que
dicta la identidad religiosa por la cual los actores sociales a los que
nos referimos aceptan una tutela semejante.26 En ciertos estados
teocráticos exacerbadamente fundamentalistas, estas condiciones
parecerían extenderse a toda una gran masa de población. Sin em-
bargo, una observación detenida nos acaba mostrando que estos
casos no son tan monolíticos como parecen y que de ninguna ma-
nera ponen en tela de juicio la propiedad de la multiplicidad de las
identidades. Por lo pronto, la subordinación de las identidades, en
los hechos, nunca es totalmente exhaustiva. Uno encuentra que en
muchos casos la norma así planteada se acompaña de una relativa
tolerancia para una gran variedad de transgresiones y que, por otra
parte, siempre se forman grupos identitarios con índices relativos
de independencia. Incluso en los aspectos más controlados, la re-
producción de la norma suele requerir el uso sistemático de san-
ciones de diverso orden para quienes la violan, desde castigos cor-
porales o la expulsión de la comunidad, o incluso la muerte, hasta
penas menores o meras condenas sociales, todos casos que ponen
de relieve que las subjetividades no están en verdad absolutamente
conquistadas por esa identidad hegemónica. Finalmente, la ten-
dencia a la multiplicidad de identidades resulta una propiedad
aparentemente tan propia de la especie humana que cualquiera de
estas situaciones, incluido el extremo hipotético de un contexto so-
cial en el que una identidad única hubiera conquistado totalmente
a las restantes, merecería en sí misma una explicación particular,
que pudiera dar cuenta de tamaña singularidad.

  Este ejemplo ha sido tomado de las investigaciones realizadas por Paz


26

Torcigliani entre comunidades tobas radicadas en Rosario de Santa Fe, para


su tesis de Licenciatura en la Universidad Nacional del Litoral.

148
Ahora bien, si la noción de una identidad única es más bien
extraña en las aproximaciones vigentes, hay otro rasgo de las iden-
tidades que se deriva de nuestra definición inicial y que aparece
en la formulación al comienzo de esta sección que no es de una
aceptación tan generalizada. Nos referimos a que el número de
identidades a las que puede adscribirse un actor social dado es
imprevisible, así como a otro aspecto relacionado con éste, el de
que la variedad de esas identidades se presentan en una variedad
igualmente impredecible. En efecto, los estudios sobre cuestiones
de identidad, aunque reconozcan la multiplicidad, muchas veces
parecen reducirlas a un conjunto de categorías más o menos es-
tables, dentro de las cuales cada actor podría clasificarse, como si
los seres humanos se agruparan en términos de un conjunto finito
de clases que pudieran establecerse deductivamente. Las categorías
más tradicionales en posturas de este tipo son la nación, el género,
la etnia o la raza, la clase social, la generación. A esta lista pueden
agregarse, en algunos casos, la ocupación laboral o la religión. Y
todavía, en otros casos, pueden admitirse otras categorías menos
estandarizadas.
Nuestra definición, en cambio, es voluntariamente amplia,
como comentamos arriba, precisamente para evitar que queden
fuera de esta conceptualización una gran variedad de identidades
que no podrían preverse si se insistiera en esta reduccionista y, en
última instancia, arbitraria taxonomía previa. En nuestras investi-
gaciones, por ejemplo, nos hemos encontrado con identidades que
giran en torno a si los actores residen habitualmente en el campo o
en la ciudad. No parece que fuera simplemente cuestión de agregar
una nueva categoría a la lista, en la medida en que al menos en esta
categoría podemos encontrar una variedad de casos intermedios,
y de entrecruzamientos (rasgos de identidad campesina en habi-
tantes citadinos, por ejemplo, por imitación o por herencia) y de
ambigüedades (grupos de personas que pasan parte de su tiempo
en la ciudad y en el campo como trayectorias que forman parte
de su rutina regular). En realidad, esta ambigüedad y flexibilidad
también podría aplicarse a varias, si no a todas las categorías tra-

149
dicionales, como puede apreciarse si se considera, por ejemplo,
dentro de la categoría de género, la variedad de formas identitarias
(gays, transexuales, etc.) que cuestionarían cualquier pretensión de
reducirla a una simple dicotomía de base biológica.
Por otra parte, otras identidades no parecen invitar a que se
agregue una nueva categoría, en la medida en que parecen deri-
varse de aspectos culturales específicos de un tiempo y un espa-
cio dado, y en que no implican necesariamente una clasificación
exhaustiva de todos los miembros de una sociedad. Por ejemplo,
las identidades de los hinchas de un club de fútbol, que se ponen
de manifiesto en una variedad enorme de interacciones sociales
de diverso orden, que van desde la burla en los ámbitos de trabajo
hasta la suspensión de todo otro tipo de actividad, familiar, laboral
e incluso política, cuando el club de los amores juega un partido
importante. Conviene mencionar asimismo otras prácticas rela-
cionadas con estas identidades, en las que se entrecruza de mane-
ras peculiares con otras identidades. Los actos de racismo llevados
a cabo por algunas hinchadas, por ejemplo, muestran que se sien-
ten legitimados a sobreponer su pasión futbolera a cualquier otra
consideración moral y política. En los campeonatos mundiales de
fútbol, por otra parte, la afición futbolera se entrecruza con la iden-
tidad nacional, como se puede apreciar en el uso de los símbolos
como la bandera o el himno. A pesar de todo esto, resulta difícil
imaginar que un esquema universal de las categorías identitarias
en las que todo actor social debería encuadrarse se decidiría a in-
cluir la afición futbolística. Aunque pueda compararse con otros
tipos de prácticas de otros momentos y lugares, son un hecho cul-
tural históricamente y temporalmente localizado, que, además, no
abarca de la misma manera a todos los miembros ni siquiera en las
sociedades donde ha alcanzado mayor significación social, en las
cuales encontraremos no sólo muchos simpatizantes tibios, sino
incluso muchos actores sociales que ni siquiera pueden incluirse
en ninguna agrupación desde este punto de vista.
Finalmente, los casos que hemos encontrado en nuestra investi-
gación y que con mayor fuerza contestan a las pretensiones de una

150
tipología a priori de las identidades son el de aquellas identidades
que ni siquiera pueden remitirnos a categoría general alguna. De
hecho, estas identidades probablemente hubieran pasado desaper-
cibidas si hubiéramos insistido en mirar con las anteojeras de una
taxonomía previa. Chein ha estudiado, por ejemplo, las identida-
des que se forman alrededor de las categorías de atraso y progreso,
en virtud de la influencia ideológica de la modernidad a través del
aparato escolar en una zona rural de la provincia de Tucumán,27
categorías que tal vez, en condiciones semejantes, puedan ser apli-
cables a otros contextos, pero que no hubiera sido previsible en un
esquema general apriorístico del tipo del que estamos criticando.
De manera semejante, los pibes chorros, estudiados por Cabrera,
adolescentes que participan de una cultura que incluye la práctica
del delito, participan de una identidad que se pone claramente de
manifiesto en sus valores, sus rituales y sus símbolos y que, sin
embargo, no encuadra en ninguna de las categorías que podríamos
haber imaginado previamente.28 La posibilidad incluso de descu-
brir estas, y muchas otras, identidades socialmente activas, se abre
únicamente si el concepto de identidad se reduce a los términos
con los que lo hemos presentado, sin agregar taxonomías fijas que,
en última instancia, constituyen apretados encasillamientos de la
complejidad de la condición humana, como si esta fuera un terri-
torio ya previamente cartografiado, cuando es precisamente lo que
apenas si estamos empezando a explorar para tratar de conocer.

Identidad práctica e identidad consciente


Como venimos insistiendo, un principio que guía nuestra apro-
ximación es el de que cualquier afirmación sobre el funcionamien-
to de las sociedades humanas debe poder explicarse en términos
de la dinámica de las subjetividades de los seres humanos, los ac-
27
  Cfr. Chein, D., “Reproducción de las prácticas discursivas orales…”, Op.
Cit.
28
  Cfr. Cabrera, L., “La identidad de grupos marginales…”, Op. Cit. (Cfr.
Cabrera, L., “De los trabajos a los laburos ilegales y sus estructuras de sen-
timiento…”, Op. Cit.).

151
tores sociales, en la medida en que estas subjetividades son la única
realidad material sobre la cual estas generalizaciones pueden estar
predicando algo. Proponer leyes, dinámicas o sistemas sociales que
no puedan traducirse en términos de las subjetividades de los ac-
tores sociales reales y concretos implica postular una dimensión
metafísica independiente, carente de todo tipo de contrastabilidad
científica.
Las fronteras entre psicología y sociología se vuelven, con este
postulado, relativamente borrosas. Por lo menos, cualquier gene-
ralización en el nivel sociológico debe incluir al menos algunos
postulados psicológicos básicos, que no por operativos deben de-
jar de estar fundados debidamente y con la mayor cautela posible
para no caer en nuevas mitologías y metafísicas. En esta sección
y la siguiente, retomaremos algunos de los postulados que hemos
desarrollado en la presentación de nuestro marco sociológico ge-
neral,29 y revisaremos sus consecuencias y aplicaciones en relación
con el concepto de identidad. Como veremos, de este examen se
derivan ciertas importantes sugerencias metodológicas y concep-
tuales para el estudio de la identidad en el contexto de la reproduc-
ción y transformación sociales.
La psique humana es, por supuesto, de una complejidad cuyas
variables y fundamentos se pierden en la inescrutabilidad, a pesar
de que la capacidad de reflexión y aprendizaje de la especie hu-
mana es superior a la de muchas otras que pueblan este planeta.
Si no antes, por lo menos desde el desarrollo del psicoanálisis ha
quedado en claro que las explicaciones últimas de las conductas
humanas se encuentran en niveles mucho más profundos de lo
que podemos alcanzar a vislumbrar conscientemente. Ahora bien,
¿cuál es la relación entre la conciencia y toda esa abigarrada ma-
deja de fenómenos inconscientes? Una imagen quizá demasiado
usual tiende a dar a esa relación la forma de un edificio de dos
(o, según algunas líneas de trabajo, más) pisos, en cada uno de
los cuales “se encontrarían” contenidos de la misma naturaleza,

  Cfr. La primera sección del documento reproducido en la segunda parte


29

de este volumen.

152
sólo que algunos, los del piso inferior, serían inconscientes, y los
otros, los del piso superior, habrían pasado a la conciencia.30 Esta
metáfora edilicia (o alternativamente, la de “cajas” en las que se
distribuyen los contenidos), con su correlato de que “consciente”
e “inconsciente” son estados diferentes de un mismo tipo de en-
tidades, conduce a perspectivas erróneas, tales como las de que el
esfuerzo cognoscitivo –o autocognoscitivo– consiste en convertir
en consciente lo inconsciente, de una manera semejante al alma
platónica “recordando” lo que había visto en el topus uranus antes
de encarnar en el cuerpo.
La imagen que adoptamos aquí, mucho menos metafórica, y tal
vez ni siquiera metafórica en absoluto, compara la relación entre lo
consciente y lo inconsciente con la relación entre la conciencia y el
mundo físico. En efecto, los seres humanos interpretamos los datos
que llegan a nuestra conciencia desde el mundo exterior a través de
los sentidos, apelando para ello a categorías de análisis y relaciones
entre esas categorías que hemos incorporado en aprendizajes ante-
riores. Sobre esta base, podemos producir nuevas interpretaciones
y quizá nuevas generalizaciones que pondremos eventualmente a
prueba o no. Todos estos “contenidos de conciencia” son represen-
taciones del mundo exterior y no, por supuesto, la incorporación
del mundo mismo en nuestra mente, una verdad perogrullesca que
está cifrada en frases como “el concepto de cuchillo no corta” o
“el concepto de lluvia no moja”. Cuando decimos “representación”,
estamos implicando precisamente que los conceptos con los que
analizamos, interpretamos, y, en general, tomamos conciencia del
mundo, son de una naturaleza diferente del mundo al que se re-
fieren. Lo mismo puede decirse de cualquier generalización que
manejemos en relación con el mundo físico exterior: la teoría de la
relatividad o el conocimiento de que el fuego quema no existen en

30
  Esta imagen se encuentra incluso en Giddens, cuando distingue entre
conciencia práctica y conciencia discursiva, conceptos que, sin embargo, han
inspirado la distinción entre saber práctico y conciencia que desarrollamos
aquí. Giddens, A., La constitución de la sociedad, Op. Cit.

153
el mundo exterior, sino, de alguna manera, en las subjetividades de
los seres humanos.
No hay razón para suponer que la percepción de nuestro mun-
do interior funciona de otro modo. Así como recibe y elabora los
datos proporcionados por los sentidos, la conciencia recibe datos
sobre fenómenos que ocurren en nuestro organismo y los inter-
preta con las categorías con las que cuenta para hacerlo y, con esos
elementos, produce representaciones que no son el fenómeno psí-
quico mismo, así como el concepto de lluvia no es la lluvia misma.
Así, es impreciso y equívoco decir que lo inconsciente se vuelve
consciente. Es más adecuado entender que lo que se produce en
lo que llamamos conciencia es un esfuerzo por representar los fe-
nómenos psíquicos que son, en sí mismos, por definición, siempre
inconscientes. O más propiamente, lo que ocurre en nuestra psi-
que, como lo que ocurre en todo nuestro organismo, no es más
consciente o inconsciente que lo que ocurre en el mundo exterior.
Simplemente ocurre, y lo que llamamos “consciente” son las repre-
sentaciones que intentamos producir de ellos.31
En consecuencia, lo que entendemos como saber práctico y lo
que entendemos como conciencia no son categorías complemen-
tarias, que se definen por oposición mutua, sino conceptos que
resultan de dos aproximaciones diferentes a la psique humana. El
saber práctico es un nombre operativo para un aspecto central de
nuestro objeto de estudio: el conjunto de factores psíquicos que
subyacen y explican los cursos de acción de los actores sociales, la
materialidad directamente relevante para el estudio de los proce-
sos sociales. La conciencia, en cambio, es una función psíquica: es
un factor, entre otros, de la dinámica de ese mismo saber práctico.
Sabemos que la reflexión puede contribuir a la modificación de
conductas (la función de la conciencia puede modificar el saber
31
  Esto es distinto, por supuesto, de traer a la conciencia recuerdos de expe-
riencias concretas que pueden haberse olvidado. En ese caso, puede decirse
que tiene sentido hablar de que algo inconsciente se vuelve consciente. No
obstante, lo que nos interesa aquí es contrarrestar la ilusión de que la con-
ciencia que tenemos de nuestros procesos psíquicos es más certera de la que
tenemos del mundo exterior, sólo porque ellos ocurren “dentro” de nosotros.

154
práctico), pero eso no debe hacernos olvidar el hecho de que la
reflexión misma (i.e. la toma de conciencia de ciertos fenómenos
psíquicos) es ella misma una conducta, lo cual equivale a decir que
está involucrada, e incluso determinada, por la dinámica del pro-
pio saber práctico. ¿De qué manera se producen estas respectivas
incidencias? La respuesta no es inmediata ni sencilla, porque las
relaciones entre estas dos instancias de análisis (conciencia y saber
práctico) no se reducen a una mera transposición de contenidos
de un piso a otro, sino que son variadas y complejas, y constituyen
una pregunta abierta a la investigación empírica, antes que un mo-
delo sencillo y disponible antes de comenzarla.
Podemos explorar algunas de estas relaciones llevando esta
discusión general, válida en verdad para cualquier “contenido de
conciencia”, al concepto de identidad. Para eso es que distinguimos
entre identidad práctica e identidad consciente. Identidad práctica
es la identidad que subyace a las conductas reales de los agentes y
que es directamente relevante para los procesos sociales en los que
participan, como parte del saber práctico de los agentes. Identidad
consciente, por su parte, es, operativamente, aquella identidad de la
que los agentes sociales son capaces de hablar,32 o, en términos un
poco menos operativos, el modo en que los agentes comprenden
(se representan) los componentes de sus subjetividades que aquí
estamos capturando bajo el concepto de identidad.
Las simpatías y antipatías “espontáneas” que nos despiertan de-
terminadas personas o grupos de personas y que muchas veces in-
fluyen decisivamente en nuestros cursos de acción, obedecen a las
identidades prácticas, así como las distintas categorías en las que
permanentemente estamos inscribiéndonos a nosotros mismos o a
aquellos con los que nos involucramos en acciones comunicativas
de diversa naturaleza obedecen a los impulsos de las identidades
prácticas constituyentes de nuestra subjetividad. No podemos ha-
32
  Cuando decimos que esta es una definición operativa, implicamos que
nos da una propiedad suficiente, pero no necesaria. El que tengamos la po-
sibilidad de hablar de algo no implica que lo hayamos hecho efectivamente
ni que quienes nos escuchan interpreten lo que decimos exactamente de la
misma forma que nosotros.

155
blar de todas ellas con la misma soltura, a algunas a veces ni siquie-
ra las hemos identificado conscientemente, y podemos tener inclu-
so una idea muy equivocada y hasta internamente contradictoria
sobre esas identidades prácticas. En los términos recién definidos,
esto podría expresarse diciendo que las identidades conscientes de
los actores sociales no coinciden necesariamente con sus identi-
dades prácticas, o, aun con más precisión, que no las representan
adecuadamente.
El interés sociológico apunta al reconocimiento y estudio de
las identidades prácticas, porque, por definición, ellas son las que
explican el curso de acción de los actores sociales. Su objetivo es,
en consecuencia, intentar una representación consciente de ellas.
La actividad científica no es sino un modo más sistemático, regular
y riguroso de practicar el mismo esfuerzo de conciencia que ejerci-
tan todos los seres humanos. Es por este motivo que la advertencia
sobre el hecho de que las identidades conscientes no necesaria-
mente constituyen una representación adecuada de las identida-
des prácticas alcanza particular significación metodológica, dado
que, por cierto, toda aproximación inicial a un caso concreto se
topará en primer lugar con las identidades conscientes que estén
en funcionamiento en el conjunto social que se intenta estudiar y
sobre las cuales, en consecuencia, sus miembros puedan hablar-
nos, pero que, como queda dicho, no han de confundirse con las
identidades prácticas mismas. Otro riesgo metodológico, que suele
pasar todavía más desapercibido, es la influencia de las identidades
conscientes –y, para el caso, también las identidades prácticas– que
el propio estudioso trae consigo mismo y que puede confundir en-
tonces con un dato de la realidad cuando en verdad provienen de
su propia subjetividad.33
Al mismo tiempo, el estudio de las identidades conscientes es
insoslayable aun cuando el objetivo final sean las identidades prác-

33
  En este caso, por supuesto, las precauciones deben tomarse también con-
tra la influencia de las alteridades incorporadas en la subjetividad del estu-
dioso. Al concepto de alteridades nos referimos más adelante en este mismo
documento.

156
ticas, y ya no sólo para evitar la influencia de las primeras en el in-
tento de reconocer y caracterizar las segundas, sino porque además
entre unas y otras existen relaciones de diversa índole, que, de he-
cho, se siguen de las que se dan entre saber práctico y conciencia.34
En efecto, las identidades conscientes resultan de los esfuerzos de
los actores sociales por conceptualizar identidades prácticas, aun
cuando no se confundan con ellas. Por una parte, son entonces
una vía fundamental de acceso a las subjetividades mismas donde
radican esas identidades prácticas. Aunque metodológicamente
obligado a tratar de contrastar por vías indirectas (que no sean las
de su propio discurso) lo que el actor social dice de su identidad,
es parte del estudio también conjeturar sobre las razones de las
posibles inadecuaciones o imprecisiones de la representación, que
pueden deberse a razones ideológicas o a que para un actor social
es innecesario mayor refinamiento en función de sus necesidades
cotidianas de comunicación e interacción, etc. Por otra parte, así
como la reflexión sobre la propia conducta en general tiene la ca-
pacidad de afectar y modificar el saber práctico (en maneras de las
cuales, conviene subrayarlo, estamos lejos de poder dar cuenta de
manera explícita y homogénea para todos los casos), las identida-
des conscientes son también seguramente un factor en la constitu-
ción, modificación e historia de las identidades prácticas.
La advertencia sobre las oscuridades en torno a este tipo de
procesos es en realidad una advertencia contra un análisis apre-
surado que pretenda deducir las propiedades de las identidades
prácticas de afirmaciones explícitas de los actores sociales o que
suponga que la generalización y la difusión explícita de determina-
das categorías puede eximirnos de la necesidad de escudriñar los
fenómenos que están ocurriendo en las subjetividades a los cuales,
naturalmente, el acceso es mucho menos expuesto y está sujeto a
un continuo proceso de hipótesis e indagación. Una perspectiva
más clara de esta problemática puede obtenerse incorporando al-

  Ver la última parte de la primera sección del documento incluido en la


34

segunda parte de este volumen.

157
gunas consideraciones sobre la formación y reproducción de las
identidades prácticas, a las que pasamos inmediatamente.

Discurso y experiencia en la reproducción de identidades


En líneas generales, podríamos reconocer dos tipos de fuentes
en la formación de las categorías identitarias, como de cualquier
otra categoría de los saberes prácticos de los agentes sociales: la
experiencia y el discurso. Por un lado, están los datos que los acto-
res sociales recogen de la experiencia directa de la realidad, y que,
con mayor o menor conciencia, elaboran y procesan por su cuenta.
Por otro lado, están las propuestas que el entorno social les ofrece
explícitamente, a través del discurso verbal o de algún otro modo
de comunicación. La distinción es, por supuesto, puramente analí-
tica, ya que en la práctica ninguno de los procesos actúa con total
independencia del otro: las propuestas conscientes son propuestas
sobre la realidad, y siempre de alguna manera, tienen que encua-
drar con los datos que proporciona la experiencia; la experiencia,
por otra parte, no es tampoco absolutamente virginal, sino que
está siempre orientada y mediada por categorías de diverso orden,
entre ellas, en un lugar muy destacado, las que han sido propuestas
conscientemente a través del discurso. Sin embargo, la distinción
resulta pertinente y útil en la medida que cada una de estas fuen-
tes proporciona distintos tipos de datos, y se sustenta en modos
diferentes de vincularse con la realidad, lo cual permite distinguir
dinámicas diferentes en el proceso de formación y reproducción
de las identidades.
Las identidades nacionales son un ejemplo paradigmático de un
tipo de identidad que necesariamente ha de derivarse de propues-
tas discursivas, en la medida en que su realidad no podrá deducirse
nunca de la sola experiencia. El discurso sobre la identidad nacio-
nal ordena y semantiza las experiencias de la realidad, e incluso
recurre –en verdad, necesita recurrir– a formas plásticas (como
los símbolos nacionales) que pueblen la experiencia con encarna-

158
ciones de la unidad sobre la que se construye, generando vivencias
sensibles de la unidad grupal. Por su misma naturaleza, sin esas
“encarnaciones” y semantizaciones, la unidad no podría deducirse
solamente de los rasgos que los actores sociales recogen de su con-
texto. En cambio, las identidades que se forman en relación con un
grupo familiar (e.g. los que cohabitan en una misma vivienda), son
un ejemplo de una identidad que se adquiere predominantemente
por la experiencia. En todo caso, podría decirse que la categoría
que se transmite discursivamente sobre la familia, acompañada o
no de cualesquiera normativas particulares (“los trapos sucios se
limpian en casa”, etc.), generalmente cumple la función de darle
un nombre y una cierta interpretación al grupo cuya existencia y
membresía se adquieren fundamentalmente sobre la base de la vi-
vencia cotidiana.
Esta distinción operativa entre dos fuentes de adquisición de
identidades no debe confundirse con la oposición entre identidad
práctica e identidad consciente desarrollada en el apartado ante-
rior. Podría pensarse erróneamente, por ejemplo, que dado que se
es consciente de todo aquello que decimos mediante el lenguaje, la
identidad consciente está ligada exclusivamente al discurso como
fuente de la identidad. Sin embargo, toda identidad consciente que
podemos vislumbrar a partir del discurso de un actor social dado
se ha formado y se transforma siempre por la interacción de datos
tanto de la experiencia como del discurso. En general, experiencia
y discurso juegan su papel en la formación en las subjetividades
tanto de las identidades prácticas como de las identidades cons-
cientes. Hecha esta aclaración, observemos sin embargo, que tener
en cuenta la distinción entre experiencia y discurso como fuentes
de la configuración de identidades nos permite examinar con un
poco más de detalle algunas de las complejas relaciones que pode-
mos encontrar entre identidades prácticas e identidades conscien-
tes, y a las que nos referíamos al final de la sección anterior.
Por una parte, analizar estas dos fuentes en el caso de una iden-
tidad específica nos puede dar pautas para intuir el grado de las
posibles inadecuaciones de la identidad consciente con respecto a

159
la identidad práctica. Tomemos de nuevo los dos ejemplos anterio-
res. El hecho de que la identidad nacional requiera necesariamente
del discurso para ser incorporada por los actores sociales no quiere
decir que la identidad nacional sea sólo una identidad consciente.
El curso de acción de los actores sociales siempre dependerá del
modo en que la identidad nacional se haya incorporado en el saber
práctico, más allá de lo que el propio actor diga o piense conscien-
temente al respecto. En todo caso, lo que sí puede afirmarse es que,
de no haber mediado el discurso, es decir la actividad consciente
en relación con esa identidad, esta identidad práctica nunca hu-
biera sido incorporada en su subjetividad, pero esas manifestacio-
nes discursivas nunca dejarán de ser un intento de representación,
no necesariamente perfecto, del modo en que la identidad se ha
elaborado en el saber práctico mismo. En muchos casos, los ac-
tores sociales aprenden a reproducir, incluso de buena fe, ciertos
conceptos que se les han enseñado discursivamente sin que estos
hayan llegado a incorporarse propiamente en su saber práctico, lo
cual puede llevar a contradicciones de diverso grado entre el decir
y el hacer. Con respecto a la identidad familiar, por su parte, el
hecho de que pueda en teoría incorporársela sin mediación dis-
cursiva, no niega la posibilidad de que se genere un discurso sobre
ella, es decir una identidad consciente, que de hecho usualmente se
genera, tanto en el seno mismo del grupo familiar, como en prác-
ticas discursivas desde otros puntos de la sociedad que proponen
marcos interpretativos de la categoría “familia”. No obstante, es
bastante probable que esas formas discursivas, y conscientes, no
capturen toda una serie de rasgos que los actores han adquirido
en la experiencia y que, por una razón u otra no tienen acceso a la
conciencia y, en consecuencia, no emergen en el discurso ni en la
identidad consciente.
Por otra parte, cuando ponemos de relieve que el discurso es
uno de los factores que incide en la reproducción de las identi-
dades, estamos hablando de un modo en el que las identidades
conscientes (que son las que se transmiten en el discurso) pueden
afectar el desarrollo de las identidades prácticas (las que están efec-

160
tivamente vigentes en las subjetividades de los actores sociales).
Sin contradecir lo expresado en el párrafo anterior, es conveniente
complementarlo con la noción de que los respectivos discursos (el
nacional y el familiar, en los ejemplos considerados) pueden afectar
el curso de las respectivas identidades prácticas. El grado y eficacia
de esa incidencia no es sencillo ni directo. El saber práctico no se
modifica inmediatamente en virtud de un contenido de concien-
cia. Los procesos que llamamos conciencia son, como hemos visto,
sólo una parte de los complejos procesos del saber práctico. Pode-
mos entender muchas cosas de manera consciente con las que, sin
embargo, nuestra conducta entra en contradicción, a veces sin que
siquiera seamos conscientes de ello. El hecho de que nos hablen, e
incluso hablemos nosotros mismos, de determinadas identidades,
no quiere decir que éstas estén incorporadas en nuestra conduc-
ta concreta exactamente de la forma en que las conceptualizamos
conscientemente. La eficacia de la influencia depende de muchos
factores, tales como la posición del que propone la categoría dis-
cursiva, la insistencia con la que la misma se propone, la relación
que guarda con la experiencia vivida y con anteriores experiencias,
etc. pero también con la historia anterior del saber práctico, las
categorías y los hábitos previamente incorporados y el grado de
consolidación que hayan alcanzado, elementos que no sólo condi-
cionarán la posible aceptación e incorporación de la nueva catego-
ría, sino también el modo particular en que esta se interprete, que
no ha de ser necesariamente idéntico al pretendido por el locutor.

Discursos identitarios
Este parece un punto oportuno en nuestra exposición para de-
sarrollar algunas consideraciones sobre el concepto de discurso,
un término que se ha empleado y emplea en acepciones muy va-
riadas, que muchas veces se confunden entre sí, lo cual se vuel-
ve más complicado porque algunas de esas acepciones están a su
vez acopladas a diferentes marcos epistemológicos y conceptuales.
Corresponde, entonces, aclarar nuestra comprensión del término,

161
además de introducir un concepto que nos ha resultado muy fun-
cional en el estudio de las identidades, el de discurso identitario.
En el curso de esta exposición, cuando hablamos de “discur-
so”, nos referimos primariamente a la puesta en uso del lenguaje.35
Conviene distinguir esta acepción de la que interpreta al “discurso”
como el texto resultante de esta práctica, abstraído del contexto en
que se lo produce o de las subjetividades que están poniéndose en
relación en ese contexto, concepto para el cual preferimos senci-
llamente la palabra “texto”; así como del sentido, mucho más vago
y general, que la palabra “discurso” ha alcanzado en el seno del
postestructuralismo, el cual parece que sobrepasa los límites de lo
estrictamente verbal para incluir virtualmente todos los fenóme-
nos de la subjetividad humana.36
Hay un cuarto sentido de la palabra “discurso” para el cual, sin
embargo, en algunos casos preferimos mantener la palabra, en la
medida en que no parece que implicara concepciones del lengua-
je contradictorias con la que nosotros estamos asumiendo aquí.
Nos referimos al sentido que alude a ciertos textos que articulan,
de manera consciente y explícita, intentos de explicación de los
procesos sociales, como cuando hablamos de un “discurso conser-
vador” o un “discurso ambientalista”. En este caso, la palabra pue-
de usarse, en plural, para hacer referencia al hecho de que ciertos
textos concretos son vehículo de una perspectiva política o social
específica (un “discurso”), que intentan organizar de manera con-
sistente. Los ejemplos más típicos de estos discursos son los que
quedan de manifiesto en los textos de los que podríamos llamar
“ideólogos”,37 cuyos textos no son en realidad sino un desarrollo

35
  Ver nuestra discusión y toma de posición sobre las distintas acepciones
de la palabra “discurso” en la segunda sección del documento incluido en la
segunda parte de este volumen.
36
  Cfr. Castro, E., El Vocabulario de Michel Foucault. Un recorrido alfabéti-
co por sus temas, conceptos y autores, Buenos Aires, Universidad Nacional de
Quilmes, 2004.
37
  En uno de los sentidos en que aparece, por ejemplo, en La ideología ale-
mana de Marx y Engels (Marx, K. & Engels, F., La ideología alemana, Op.
Cit.) y que se difundió a lo largo de buena parte del marxismo posterior, para
hacer referencia a autores de doctrinas explícitas, argumentadas y de preten-

162
elaborado de lo que cualquier agente social puede realizar, y realiza
con mayor o menor asiduidad, esto es, intentar explicar el curso de
la subjetividad que subyace a sus cursos de acción.
Los discursos identitarios son entonces aquellos discursos, en
esta última acepción, que hacen referencia a las autoadscripciones
subjetivas a grupos. Incluyen desde extensos tratados producidos
por intelectuales que se erigen en voceros del grupo hasta las fra-
ses aisladas o los simples rótulos emitidos por cualquier miembro
del grupo. Son, según lo desarrollamos en las secciones anteriores,
expresiones de la identidad consciente, que no representan nece-
sariamente con toda adecuación a la identidad práctica tal como
es, pero que sin embargo proporcionan pautas importantes para
analizarla. Es interesante notar que muchos textos producidos en
tono académico, e incluso desde el ámbito académico, por ejem-
plo si adoptan una perspectiva esencialista, resultan ser discursos
identitarios antes que estudios sobre la identidad. En lugar de es-
forzarse por dar cuenta de las perspectivas realmente vigentes en
las subjetividades de los actores sociales, se dedican a construir
una imagen más o menos coherente de una identidad que dan por
sentada como vigente y válida, muchas veces “denunciando” las
conductas de los actores que no son leales a los imperativos que
suponen derivados de esa identidad.
Los discursos identitarios producidos por los intelectuales, en
efecto, son, conscientemente o no, y sobre todo cuando son pro-
nunciados desde lugares con cierta capacidad de influencia, es-
fuerzos por inducir en las subjetividades una determinada imagen
del grupo al que se refieren. Como hemos señalado ya, el éxito de
este esfuerzo depende de una variedad de factores que deberían
considerarse en el análisis de cada caso concreto. A menudo, como
en el caso ya considerado de las identidades nacionales, los actores
sociales pueden llegar a adoptar y reproducir esos mismos discur-

siones sistemáticas que se presentan como resultado de una reflexión intelec-


tual regular sobre la realidad social e incluso sobre órdenes más ambiciosos
de la realidad. Ver el último apartado de la segunda sección del documento
incluido en la segunda parte de este volumen.

163
sos, sin que ello implique que han incorporado coherentemente
todas sus consecuencias en el saber práctico. El estudio de estos
discursos identitarios, por este motivo, participa más que nada del
análisis de las coordenadas ideológicas en una sociedad dada. A
través de ellos, podemos deducir cuáles son las representaciones
favorecidas por las instancias de poder de una sociedad, las mis-
mas que intentan difundir en las subjetividades del conjunto de
sus miembros. Las observaciones realizadas al final de la sección
anterior, sobre las distancias y proximidades entre las identidades
prácticas y las conscientes, constituyen, desde este punto de vista,
variables relevantes para el estudio de los procesos ideológicos.38

Identidad concreta e identidad imaginada


Presentamos en esta sección una tercera distinción que guarda
cierta relación con las que venimos desarrollando (identidad prác-
tica e identidad consciente, discurso y experiencia como fuentes de
la identidad), pero que no se confunde tampoco con ninguna de
ellas. Trazamos esta tercera distinción, que, como veremos, impor-
ta sugestivas consecuencias metodológicas y suscita interesantes
reflexiones, entre las que hemos llamado identidades concretas, por
un lado, e identidades imaginadas, por el otro. Las primeras son
aquellas que se refieren a grupos con los cuales el agente interactúa
directamente y a cuyos miembros conoce personalmente uno por
uno, por experiencia directa. Un grupo familiar, los compañeros
de trabajo, los compañeros de escuela, un grupo de amigos, etc.
constituyen ejemplos de estas identidades concretas. En cambio,
el agente social no conoce a todos los miembros de los grupos de-
finidos por las identidades imaginadas, aunque tenga ciertas ideas
38
  Aquí la palabra “ideología” se refiere ya no al sentido que le dan Marx y
Engels en La ideología alemana, sino más bien al tipo de análisis que el propio
Marx desarrolla en “El fetichismo de la mercancía”, en el tomo I de El capital
(Marx, K., El Capital. Crítica de la economía política, Op. Cit.), y en el que se
hace alusión al carácter social de las representaciones mentales con las que los
actores sociales interpretan la realidad y que provienen tanto de su experien-
cia como de las propuestas interpretativas que se le han inculcado.

164
sobre los rasgos que las constituyen como grupo y, por supuesto, la
idea de que existen otros miembros del grupo además de aquellos
a los que conoce personalmente. Las identidades nacionales, o las
étnicas, son un ejemplo de identidades de este tipo. Un agente so-
cial dado puede saber que es argentino, por ejemplo, o indio, y sin
duda conoce a otros individuos que son argentinos e indios y con
los cuales comparte la adscripción correspondiente. Pero, al mis-
mo tiempo, sabe –imagina– que existen muchos otros individuos
que también pertenecen a estos grupos aunque no los conoce per-
sonalmente y sabe –imagina– que comparten los rasgos propios
de los miembros de esos grupos. De hecho, esa propiedad, la de
que hay otros miembros del grupo a los que tal vez nunca llegue a
conocer, es incluso parte del conocimiento que tiene de esa iden-
tidad, o sea que el carácter de “imaginada” que le estamos dando
es parte del conocimiento incorporado en el saber práctico de los
actores sociales.
Como adelantábamos, esta tipología no debe confundirse con
la distinción, desarrollada en el apartado anterior, entre el discurso
y la experiencia como fuentes de la formación de las identidades.
Es cierto que las identidades concretas, por su misma naturaleza,
tienden a formarse a través de la experiencia directa, mientras que
las identidades imaginadas requieren inevitablemente de la infor-
mación proveniente del discurso, ya que, por definición, no cono-
cemos por experiencia propia a todos sus miembros, de modo que
sólo podemos imaginar su existencia en función de lo que otras
personas nos cuenten. En realidad, hasta podría postularse que la
propuesta discursiva de que el grupo existe es una condición de po-
sibilidad para que empecemos siquiera a imaginarlo. Sin embargo,
esto sólo se refiere a grados de incidencia de las fuentes de forma-
ción: como ocurre en relación con cualquier identidad, también en
el proceso de formación tanto de las identidades concretas como
las imaginadas, experiencia y discurso se alimentan mutuamente.39

39
  A pesar de lo que pueda pensarse, hay identidades concretas que se for-
man inicialmente a partir del discurso. Por ejemplo, un grupo musical puede
formarse porque uno de sus miembros convoca a los demás, que no se cono-

165
La distinción entre identidades concretas e imaginadas, en efecto,
no se refiere al modo en que ellas se forman en las subjetividades
de los agentes sociales, sino que clasifica estas identidades en fun-
ción del grado de concreción con que su membresía se define.
La distinción entre identidades concretas e imaginadas no debe
confundirse tampoco, por cierto, con la que trazábamos antes en-
tre identidades prácticas e identidades conscientes. Tanto las iden-
tidades concretas como las imaginadas existen como identidades
prácticas, y están, por lo tanto, en la base de los cursos de acción
que siguen esos agentes, y tanto unas como otras son objeto –o
por lo menos son pasibles de ser objeto– de representaciones cons-
cientes, más o menos adecuadas a esas identidades prácticas. Es
cierto que las identidades concretas, en la medida en que funcio-
nan, se reproducen y se transforman en la experiencia cotidiana,
suscitan usualmente mucho menos reflexión que las identidades
imaginadas, y por lo tanto, pueden incluso vivirse desapercibida-
mente, mientras que las identidades imaginadas, por lo mismo
que requieren tanta actividad discursiva para formarse, e incluso
para fortalecerse, parecen requerir siempre al menos una forma
consciente bastante desarrollada. Sin embargo, la distinción entre
identidades conscientes y prácticas no es una taxonomía sobre el
conjunto de las identidades vigentes en las subjetividades de los
agentes sociales, como sí lo es la que trazamos entre identidades
concretas e imaginadas, sino una distinción entre modos en que
cada una de esas identidades es vivida en un agente social dado.

cen entre sí. En el momento de comenzar a funcionar, la identidad concreta


ya tiene vigencia, a pesar de que no ha habido experiencias compartidas en-
tre los miembros del grupo. Los compañeros de grado en una escuela o un
colegio son ya una unidad, institucionalmente formulada, con un número
restringido y establecido de miembros, aun antes de que los miembros co-
miencen a compartir experiencias y a formar una imagen más especificada de
sus características grupales. Por cierto, aun en estos casos, serán siempre las
experiencias compartidas las que acaben dando las propiedades específicas
de la identidad. Pero estos ejemplos muestran que el discurso puede jugar
un papel importante en las identidades concretas, y que por lo tanto, estas no
deben asimilarse sencillamente a la experiencia como fuente de la identidad.

166
Sin duda, podemos encontrar muchos casos en los que los lími-
tes entre estas categorías de identidades concretas e imaginadas se
vuelven borrosos. En realidad, podrían postularse diversos grados
de concreción entre estos dos extremos que hemos opuesto de ma-
nera tan taxativa en nuestra definición. Tomemos, por ejemplo, el
caso de los estudiantes de una carrera universitaria en la que ingre-
san anualmente entre 80 y 100 alumnos, como es el de la carrera
de Letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad
Nacional de Tucumán. Es probable que muchos de ellos lleguen a
conocerse entre sí, pero sin duda eso sólo puede garantizarse para
ciertos subgrupos, por ejemplo los formados por estudiantes que
ingresaron juntos y que comparten el cursado de las materias año
por año. La identidad de los estudiantes de toda la carrera, ¿es con-
creta o imaginada? No parece fácil responder esta pregunta, y eso
seguramente tiene que ver con un cierto grado de indefinición en
la aplicabilidad de estas categorías, y revela su carácter más opera-
tivo que explicativo.
A pesar de ello, la distinción sigue siendo muy importante,
sobre todo porque la rutina cotidiana de los agentes sociales se
desarrolla siempre y necesariamente en relación directa con los
compañeros de grupo de las identidades concretas. En los hechos,
sus cursos de acción están predominantemente condicionados en
términos de su articulación en esos grupos, cuya composición y
naturaleza, a su vez, están permanentemente retroalimentándose
de esa experiencia. Después de todo, entre los distintos factores
que pueden ser pertinentes para las decisiones relacionadas con
esos cursos de acción, ocupan un lugar central aquellos que tienen
que ver con las reacciones, expectativas, juicios e incluso cursos
de acción de los individuos con los que se involucra en acciones
comunicativas concretas, y en una medida mucho menor con lo
que tiene que ver con aquellos individuos o grupos abstractos cuya
existencia imagina.
Es importante observar aquí que la incidencia de las autoads-
cripciones en las identidades imaginadas sobre la conducta, de
todos modos se actualiza siempre en las interacciones con indivi-

167
duos concretos. Y muchas veces, esa actualización se produce pre-
cisamente a través de la mediación de una identidad concreta. Por
ejemplo, un miembro de un partido político de nivel nacional o
internacional puede actuar en función de los intereses y prospecti-
vas de ese colectivo imaginado al que pertenece, pero en sus cursos
de acción concretos pesarán más directamente las interacciones y
expectativas de los miembros de la representación de ese grupo (la
filial partidaria local) con los que tiene contacto directo y compar-
te ciertos espacios y ciertas experiencias, en su ambiente cotidiano.
Podríamos decir, en términos generales, que estamos en este caso
en presencia de identidades concretas que se articulan, de diversas
maneras, en identidades mayores, imaginadas. De hecho, a veces
esta articulación puede realizarse en diversos niveles, cada uno con
un menor grado de “concreción”. En el caso antes citado de los es-
tudiantes universitarios, por ejemplo, las identidades concretas de
los estudiantes de primer año de Letras, los de segundo, etc. parti-
cipan al mismo tiempo de la identidad de todos los estudiantes de
Letras de esa Facultad, y así sucesivamente, hasta alcanzar, even-
tualmente, la identidad de los estudiantes universitarios de todo el
país, esta sí, definitivamente, una identidad imaginada. Por cierto,
en determinadas ocasiones los cursos de acción pueden explicarse
en términos de su relación con este último “archi”-nivel identita-
rio. Y, sin embargo, en última instancia, esa incidencia se concreta-
rá en términos de la relación cotidiana y directa con los miembros
de los grupos más concretos y la interpretación predominante en
ese grupo de la “macroidentidad” imaginada tendrá mucho más
efecto que cualquier perspectiva general que pueda enunciarse en
los términos globales de esa “macroidentidad”.
En consecuencia, el análisis y la generalización de cualquier
proceso social que nos interese estudiar, si quiere alcanzar un nivel
aceptable de capacidad explicativa debe incluir necesariamente a
las identidades concretas en las que los agentes sociales relevantes
se sitúan y en función de las cuales organizan su conducta, incluso
si el foco del interés del estudio apunta a las identidades imagina-
das dentro de las cuales, a veces, esas identidades concretas se ar-

168
ticulan. Posiblemente el hecho de que las identidades imaginadas
requieren tanto esfuerzo discursivo, mientras que las identidades
concretas pueden pasar desapercibidas como tales (o al menos no
se ponen de manifiesto en una actividad discursiva tan sostenida
y profusa) contribuye a que los estudios sobre las identidades tien-
dan a concentrarse en las identidades imaginadas y, sobre todo,
al discurso sobre esas identidades, y, en cambio, a desatender las
identidades concretas, o, en todo caso, a considerarlas un fenóme-
no independiente, objeto de la dinámica de grupos antes que de la
sociología general. Se producen así grandes generalizaciones que
no sólo no garantizan su aplicabilidad en los análisis de los grupos
reales y concretos, sino que además es muy poco probable que, con
esa perspectiva de análisis, se obtengan instrumentos conceptua-
les para el momento en que se pretenda comprender la dinámica
particular de esos grupos y los cursos de acción concretos de los
actores involucrados.
La distinción que proponemos entre identidades concretas e
identidades imaginadas es, como lo reconocíamos, operativa. Sin
embargo, como vemos, tiene la virtud de poner de relieve que la re-
flexión teórica sobre los temas que nos preocupan debe incorporar
las variables pertinentes para articular la conducta de los hombres
reales y concretos en el proceso social en general, y no deducirla de
grandes abstracciones previas. Porque no son las abstracciones las
que hacen la historia, sino los hombres reales y concretos.

Alteridad
Como hemos visto, el concepto de identidad implica un “no-
sotros” en el cual se incluyen determinados actores sociales. ¿Qué
pasa con el “ellos” respecto de ese “nosotros”, con la “alteridad” de
esa identidad, o, en general, con “los otros” respecto de esos actores
sociales? En principio, no parecería estrictamente necesario que
nos ocupáramos de este punto, ya que, por definición, los “otros”
no pertenecen al grupo articulado en una identidad, y por lo tanto
no son el tema que estamos aquí desarrollando. Sin embargo, en
169
los estudios acerca de la identidad de las últimas décadas se mani-
fiesta una tendencia bastante generalizada a plantear la cuestión de
la identidad como una problemática inseparable y hasta derivada
de la cuestión de la alteridad. Por otra parte, referencias a la iden-
tidad abundan en otro terreno de estudios, el de las construcciones
imaginarias del otro, que han sido y son una sostenida preocupa-
ción política y académica y sobre todo, objeto de usualmente bien
intencionada crítica ideológica. En esta sección no nos propone-
mos definir y establecer un concepto propio de alteridad, sino sen-
cillamente plantear las reservas y distanciamientos pertinentes en
relación con nociones de alteridad actualmente muy difundidas,
así como señalar nuestro punto de vista acerca de los aspectos que
en el marco del heterogéneo y desigual campo de fenómenos que
se estudian bajo el rubro de “alteridad” resultan más relevantes y
significativos para la comprensión de los fenómenos identitarios.
En líneas generales, como trataremos de mostrar, entendemos que,
en efecto, algunos aspectos de lo que suele entenderse bajo el nom-
bre de “alteridad” son pertinentes para el estudio de las identida-
des, pero no de la manera ni en el grado en que se presupone en
muchas aproximaciones.
Como hemos señalado en más de una ocasión a lo largo de esta
publicación, entendemos que toda afirmación válida acerca de las
acciones y los procesos sociales debe fundarse en generalizaciones
adecuadas acerca de los contenidos efectivos de las subjetivida-
des de los agentes sociales concretos, que constituyen la realidad
empírica fundamental en los fenómenos que estamos tratando de
explicar. En consecuencia, desde nuestra perspectiva, sólo tendría
sentido hablar de alguna forma de alteridad si con ello se hiciera
referencia a alguna categoría efectivamente presente en el saber
práctico de los agentes sociales. En este sentido, la cuestión de los
fenómenos a los que usualmente se hace referencia mediante el
término “alteridad” se inscribiría en una problemática más gene-
ral, la de la existencia de categorías en el saber práctico, si enten-
demos la alteridad como el conjunto de las categorías mediante las

170
cuales los agentes sociales delimitan y definen grupos a los cuales
no pertenecen.
En ciencias sociales, usos muy difundidos del término “alteri-
dad” conllevan muchas más implicaciones que éstas. En algunos
estudios, parece haberse convertido en un punto de partida gene-
ralizado la afirmación de que la identidad se define siempre en re-
lación con una alteridad.40 Esta afirmación puede recibir diferentes
interpretaciones, pero en el marco de la tradición de pensamiento
iniciada por el estructuralismo (y prolongada en buena medida
por el postestructuralismo) la misma implica un modelo semióti-
co según el cual las categorías se definen y delimitan en relaciones
de mutua oposición. Sobre la base de estos supuestos, la afirmación
de que una identidad se establece siempre en relación de oposición
con la alteridad se interpreta como que ambas se definen necesa-
ria y simultáneamente por las relaciones internas de un sistema
semiótico. Este axioma, inspirado en las propuestas de Saussure
para el estudio de la lengua y, eventualmente, de otros sistemas
semiológicos, resultó –y todavía, por cierto, resulta para muchos–
atractivo porque promete una elegante simplicidad en los modelos
que supuestamente darán cuenta de los códigos comunicativos y
una autonomía disciplinaria para la Lingüística y la Semiología en
general. Pero ni Saussure ni la amplia población de sus seguidores
dedicaron mucho tiempo a reflexionar sobre si ése es efectivamen-
te el modo en que funciona la mente humana. La simplicidad es,
por cierto, una propiedad deseable de cualquier modelo científico,
pero sólo una vez que se ha fundamentado convincentemente su
adecuación empírica. Un breve razonamiento nos permitirá ar-
gumentar que en este nivel, la contrastación empírica, las predic-
ciones “semioticistas” fracasan, al menos en lo que se refiere a las
categorías de identidad y alteridad.

  Tal parece ser, por ejemplo, el principio que propone Landowski tanto
40

para las identidades colectivas como las individuales. Landowski, É., “Pré-
sence de l’autre”, Essais de socio-sémiotique II, Paris, Presses Universitaires de
France, 1997.

171
En el modelo que proponemos, las categorías identitarias,
como cualquier categoría de relevancia para el estudio social, son
realidades del saber práctico de los agentes que se generan y de-
finen en relación con una praxis y unos contextos específicos. La
alteridad, tanto como la identidad, sólo tienen sentido en cuanto
representen contenidos efectivamente existentes en el saber prácti-
co e involucrados contextualmente en la producción de ciertas ac-
ciones y manifestaciones discursivas concretas. En la perspectiva
“semioticista”, si se aplica rigurosamente, si un actor social concibe
un grupo al que pertenece (una identidad), al mismo tiempo de-
bería delimitar otro grupo al que no pertenece (una “alteridad”), e,
inversamente, si delimita un grupo al que no pertenece (una “alte-
ridad”), automáticamente se inscribiría a sí mismo en otro al que
sí pertenece (una identidad). Sin embargo, los hechos desmien-
ten estas predicciones. Un agente social puede saber que otros no
pertenecen a su grupo identitario sin que eso implique ninguna
categoría de grupo o colectivo con la que se los clasifique. Asimis-
mo, un agente puede clasificar a otros en una categoría de grupo
sin que conciba a ese grupo de “otros” en relación específica con
sus propias identidades. Por cierto, es probable que en algunos ca-
sos, ambas operaciones coincidan: que un actor defina al mismo
tiempo un grupo al que pertenece (una identidad), en oposición a
otro grupo al que no pertenece (una “alteridad”). Examinaremos a
continuación cada una de estas tres posibilidades.

Los otros con respecto a una identidad


Algunos usos del término “alteridad” remiten al hecho de que
los agentes sociales, que se autoadscriben a ciertos grupos, tienen
conocimiento de la existencia de otros agentes que no forman par-
te de alguno o algunos de los mismos. En muchos casos, contraria-
mente a lo que propone la perspectiva que hemos llamado “semio-
ticista”, esa “otredad” no es concebida en el saber práctico de los
agentes en función de una categoría de grupo específica.
Para explicar lo que queremos decir, tomemos, por ejemplo, un
tipo de identidad concreta como lo es la identidad familiar. Cuan-

172
do en una sociedad occidental moderna un agente, que efectiva-
mente posee una identidad familiar, desarrolla actividades como
las relacionadas con el ámbito laboral, generalmente se relaciona
con otros que no pertenecen a su familia. Pero probablemente
resultaría inadecuado interpretar estas acciones como si en ellas
estuviera involucrada permanentemente una noción de alteridad
en relación con la propia identidad familiar (una especie de grupo
“no-mi-familia”), como si el agente al interactuar estuviera activa-
mente reconociendo esta exclusión y la actualizara en estas inte-
racciones. En realidad, es más adecuado interpretar sencillamente
que la identidad familiar, como una de las tantas identidades que el
agente actualiza según los contextos, no tiene, desde la perspectiva
del mismo, ninguna relevancia en relación con este ámbito de in-
teracciones, y, en este sentido, tampoco tendría ninguna relevancia
la postulación de una alteridad familiar para explicar las mismas.
Es cierto que hay contextos diferentes en los cuales la exclu-
sión cobra relieve. Por ejemplo, cuando el mismo agente se halla
involucrado en una cuestión que considera que debe ser resuelta
en familia, y decide no hablar del tema porque se encuentra pre-
sente alguien que no pertenece a ese colectivo. En ese momento, el
reconocimiento de la alteridad de ese otro actor con respecto a la
identidad familiar resulta significativo, como un elemento efecti-
vamente actualizado en la interacción. Sin embargo, esto muestra
que la activación de una identidad está condicionada por factores
contextuales y no que la identidad familiar se ha definido en rela-
ción con una supuesta alteridad “no-mi-familia” ni mucho menos
que esa alteridad “no-mi-familia” tenga alguna existencia en abso-
luto.41
Emplear, en el marco de nuestro modelo, el término “alteridad”
para hacer referencia a este tipo de casos no puede sino remitir a un
41
  Como señalamos en el apartado “Saber práctico” de la primera sección
del documento incluido como segunda parte en este volumen, el saber prác-
tico es internamente heterogéneo en muchos aspectos e incluso es posible, y
corriente, que las categorías que ponga en funcionamiento en un contexto
dado sean contradictorias con las que pone en juego en otro contexto. El caso
que estamos analizando sería sólo un ejemplo más de esto.

173
sentido bastante trivial: el conocimiento por parte del agente de la
existencia de individuos que no pertenecen a su grupo identitario.
De hecho, la consideración de este sentido de alteridad sólo puede
tener alguna pertinencia para la explicación de la dinámica de las
identidades en relación con ciertos contextos muy específicos en
los que la identidad en cuestión es efectivamente relevante. Insistir
en la perspectiva “semioticista” implicaría forzar la interpretación
de las conductas de los actores sociales para poder encontrar que
en cada interacción en la que se involucran están poniendo en jue-
go todo un conjunto de categorías de alteridades correspondientes
a todas y cada una de sus identidades. Supondría postular que en
cada caso el actor social está teniendo en cuenta que la gente con la
que se relaciona no pertenece a su familia, ni fue compañero suyo
en el colegio, ni pertenece a ninguno de sus grupos de amigos, ni
gusta de la misma música, etc.
Tomando como punto de partida la perspectiva de los agentes
sociales, podemos afirmar entonces que las identidades pueden
definirse en el saber práctico sin que necesariamente sean conce-
bidas en relación de oposición con una alteridad. En estos casos, la
operación mediante la cual los agentes consideran efectivamente
la exclusión de otros agentes en relación con estas identidades sólo
tiene sentido cuando la actualización de estas identidades resulta
relevante.

Los otros como grupo


Por lo general, las aplicaciones más corrientes del término alte-
ridad presuponen el hecho de que los agentes sociales perciben y
clasifican a otros en función de categorías que recortan colectivos
sociales a los cuales ellos mismos no pertenecen. Pero, como seña-
lábamos, no existe ninguna razón para presumir que el estableci-
miento y la aplicación de estas categorías de grupos deban definir-
se y delimitarse en relación con las identidades de los agentes, es
decir, en relación con las categorías de grupo que delimitan colec-
tivos a los que el agente se autoadscribe. Estos casos tienen parti-
culares connotaciones sociales y políticas, ya que incluyen aquellas
174
imágenes en las que se sustentan actitudes discriminatorias contra
determinados grupos y, en otro nivel, la legitimación de políticas
de conquista y dominación.
Analicemos un ejemplo. Para comprender y explicar toda una
serie de acciones discriminatorias de las que suelen ser objeto indi-
viduos de nacionalidad boliviana (o de origen boliviano) en la loca-
lidad de Lules (Tucumán, Argentina) es necesario tomar en cuenta
que los agentes discriminadores aplican una categoría mediante la
cual delimitan un grupo al que son ajenos (los “bolivianos”) y al
que atribuyen una serie de características negativas.42 Pero sería
inadecuado presumir a priori que estos agentes delimitan, definen
y aplican la categoría “bolivianos” en contraste y en oposición con
una identidad nacional propia, la de “argentinos”. Cuando estos
agentes califican, por ejemplo, a los “bolivianos” como “sucios”,
ello no implica que conciban como un rasgo de los “argentinos” el
ser “limpios”. Seguramente estarían incluso dispuestos a reconocer,
que, en efecto, no todos los argentinos son “limpios”. Pero eso sólo
si se les preguntara, ya que para ellos ese dato no es pertinente,
puesto que la vocación discriminatoria se preocupa por definir las
características del grupo estigmatizado en sí, y no en oposición
necesaria a otro grupo al que ellos sí pertenecen. La operación es
inversa, pero paralela a la que analizamos en el apartado anterior.
Definir a un grupo al que no se pertenece implica, lógicamente,
que uno mismo no es parte de ese grupo, pero no que se está ca-
racterizando a su propio grupo por oposición, ni siquiera que se

42
  Cfr. Rivero Sierra, F., “‘Ser boliviano cuando no se quiere ser boliviano.’
Identidad y conflictos de integración en migrantes bolivianos radicados en
Lules - Tucumán”, ponencia presentada en las I Jornadas de Humanidades
del noa, Facultad de Humanidades, UNCa, Catamarca, 2002 y Rivero Sie-
rra, F., “La discriminación étnica. Notas para una discusión más allá de las
metáforas.” Ponencia presentada en el Congreso Argentino de Estudios sobre
Migraciones Internacionales, Políticas Migratorias y de Asilo, Buenos Aires,
2006. (Cfr. Rivero Sierra, F., Los bolivianos en Tucumán. Migración, cultura
e identidad, Tucumán, 2008 y Rivero Sierra, F., “Formas ‘tangibles’ e ‘intan-
gibles’ de discriminación. Aportes para una formalización teórico concep-
tual”, en Pizarro, C. (Coord.), Migraciones internacionales contemporáneas.
Estudios para el debate, Buenos Aires, Ciccus, 2011.).

175
está teniendo particularmente en cuenta las propiedades del pro-
pio grupo al que sí se pertenece.
Entre las categorías que se integran en el saber práctico de los
agentes sociales existen innumerables (e impredecibles) clasifi-
caciones de los colectivos humanos. Y, en efecto, además de las
identidades, los agentes clasifican a los otros como miembros de
diversos grupos a los cuales ellos no pertenecen, aunque no nece-
sariamente conciban a estos colectivos en relación de exclusión o
contraste con alguna identidad propia. Muchos estereotipos socia-
les, como el del caso mencionado, constituyen categorías de este
tipo, que, sin duda, cobran una importancia fundamental para la
explicación de las interacciones sociales en general, ya que consti-
tuyen la base a partir de la cual los agentes suelen atribuir a priori
ciertas propiedades a los otros y actuar en consecuencia. La estig-
matización y la discriminación son parte de esas conductas y, por
lo tanto, no puede desmerecerse la importancia social y política de
su estudio. Lo que queremos subrayar aquí, y precisamente para
desembarazar a ese estudio de presupuestos arbitrarios, es que no
hay una relación directa y necesaria entre esas alteridades (prácti-
cas y conscientes) y las identidades prácticas y conscientes de los
agentes involucrados. En el ejemplo arriba esbozado, diríamos que
no resulta en absoluto pertinente involucrar la problemática de la
identidad nacional de los agentes discriminadores para explicar
sus conductas.
Sin embargo, es posible señalar un tipo de relación indirecta
(y no, por ello, poco relevante) que este conjunto de casos puede
tener con la problemática de las identidades. Esta relación se hace
visible si consideramos, en el ejemplo propuesto, la dinámica de
las identidades de quienes son víctimas de esta discriminación. En
efecto, la población de origen boliviano que habita en la localidad
de Lules se reconoce como parte de un grupo minoritario de esta
sociedad a partir de su origen. No podemos subestimar los efectos
que el conocimiento y el padecimiento de estos estereotipos acerca
de su grupo tienen sobre los modos en que elaboran, reproducen y
transforman su identidad. Como en el caso de muchas otras iden-

176
tidades de grupos minoritarios, numerosos aspectos específicos de
las identidades a las que se autoadscriben no podrían explicarse
adecuadamente sin tener en cuenta el hecho de que estos estereo-
tipos existen y se reproducen en dicho contexto. En los procesos
en los cuales estos agentes de minorías conforman y transforman
sus identidades es imprescindible considerar la incidencia de estos
estereotipos. Los modos en que se saben calificados por otros y las
acciones de discriminación concreta de las que son objeto pueden
ser muy relevantes para explicar tanto ciertas actitudes concretas
de negación u ocultamiento de esta identidad, como de otras tan-
tas en las que se intensifica la afirmación de estas identidades y/o
se desarrollan acciones de resistencia.

Identidades y alteridades que sí parecen definirse mutuamente


Los dos tipos de casos analizados en los apartados anteriores
ponen en evidencia lo inadecuado de concebir a las identidades y
las alteridades en el marco de una relación necesaria de oposición
en la que ambos términos se presupondrían mutuamente. Pero,
aunque no necesario, es sin duda posible que se dé esta definición
mutua. Examinaremos entonces aquellos casos en los que la con-
cepción de la propia identidad se formula en contraposición con
un colectivo ajeno y claramente delimitado y definido.
El hecho de que la identidad se defina en contraposición con
una alteridad (no en un sentido lógico y abstracto, apriorísti-
co, sino como algo que efectivamente se concibe así en el saber
práctico) nos indica algo significativo en relación con este tipo
de identidades en particular, ya que no constituye un rasgo de las
identidades en general y no se trata de una relación presupuesta
por nuestro modelo. Sería necesario indagar en las condiciones
sociales específicas de emergencia y reproducción de un número
significativo de este tipo de identidades para avanzar una hipótesis
en relación con las supuestas características comunes del mismo.
En este contexto, sólo señalaremos un posible camino de reflexión
al respecto a partir del análisis de un ejemplo concreto.

177
La alteridad en relación con la identidad comunitaria de los
agentes más viejos de la comunidad de Amaicha del Valle cobró
dos formas distintas en momentos históricos diferentes. Antes de
que, por la acción socializadora de las instituciones formales de
educación, se difundiera en la comunidad entre las generaciones
más recientes un modelo identitario ideológico que calificaba mu-
chas de las prácticas culturales locales como “atrasadas”, la alteri-
dad para los agentes de esta generación anterior no era concebida
como un grupo de agentes identificables, con ciertos rasgos defi-
nidos, sino simplemente como los que no pertenecían a la comu-
nidad y eran diferentes en términos generales. Sería este un típico
caso de los examinados en el primer apartado. Ahora bien, cuando
las generaciones más jóvenes internalizaron el “modelo identita-
rio del progreso” y abandonaron efectivamente muchas prácticas
que eran percibidas por los más viejos como parte de los rasgos
de la identidad comunitaria, los agentes de esta generación mayor
generaron un discurso identitario en el que los rasgos que conce-
bían como característicos de su identidad comunitaria comenza-
ron a ser presentados como propios en una explícita relación de
oposición con los rasgos que atribuían a los más jóvenes.43 En este
momento, podemos hablar de una alteridad entendida por los pro-
pios agentes como algo sustancialmente definido y opuesto a una
identidad.
Si indagamos en la transformación de las condiciones en que
esta identidad comunitaria se reproducía y buscamos una relación
con la efectiva emergencia de esta nueva forma de concebir y ma-
nifestar la alteridad cobra relieve un hecho significativo: la alteri-
dad que ahora los más viejos conciben en contraposición con su
identidad comunitaria no remite a una otredad general y abstracta,
sino a un referente concreto representado por unos agentes (las
generaciones más jóvenes y escolarizados de la comunidad) que,
incluso desde su perspectiva, pero en un sentido y un alcance más
amplio del que recortan en su discurso identitario, también per-
tenecen a la misma comunidad. Desde este punto de vista, puede

43
Cfr. Chein, D., “La construcción de la tradición…”, Op. Cit.

178
afirmarse que la clasificación de la que ahora derivan al mismo
tiempo una identidad (el “nosotros” de los más viejos) y una alte-
ridad (el “ellos” de las generaciones más jóvenes) se opera sobre un
universo concreto que los contiene a ambos (y, en este caso, sólo
a ambos): el universo constituido por la actual población de los
amaicheños. No se trata sólo de que, en un sentido lógico, las ca-
tegorías de una clasificación suponen una categoría universal que
las contiene, sino fundamentalmente del hecho de que la contra-
posición del “nosotros” de los viejos y el “ellos” de los jóvenes es
efectivamente vivida de un modo conflictivo en toda una serie de
prácticas e interacciones sociales en las instituciones de la comuni-
dad en general y de la familia en particular.
Ante el análisis puntual de este caso, podríamos tentarnos con
la hipótesis de que la identidad y alteridad se definen mutuamente
sólo cuando los dos grupos están al mismo tiempo encuadrados
dentro de una identidad mayor, positiva y activamente definida.
Sin embargo, no parece conveniente aventurarnos en una genera-
lización demasiado ambiciosa y especulativa. Por el momento, nos
conformamos con subrayar que un conocimiento acabado de estos
fenómenos sociales no puede ignorar las relaciones e interacciones
sociales concretas, los conflictos específicos y efectivamente vivi-
dos en los que la contraposición de una identidad y una alteridad
puede arraigar.

Discursos “alteritarios”
Una práctica muy difundida en los estudios culturales de las
últimas décadas, pero por supuesto también en otros ámbitos dis-
ciplinarios, como las ciencias políticas o la sociología misma, es
la denuncia de ciertas construcciones discursivas perpetradas por
instancias de poder sobre grupos que domina o aspira a dominar.
La crítica de estos discursos intenta mostrar que, a través de esas
construcciones, se busca legitimar la hegemonía real o pretendida,
denigrando al colectivo subordinado para justificar, por ejemplo, la
acción civilizadora de los conquistadores, o para achacar el estado
presente de cosas de la población dominada, en verdad provocado
179
por el sojuzgamiento a que han sido sometidos, a sus propias “li-
mitaciones” innatas o culturales.44 Objetos paradigmáticos de esta
crítica son los diversos discursos sobre el indio que legitimaron la
conquista española, luego retomados y reformulados con intencio-
nes semejantes durante el período republicano en Hispanoamé-
rica, o las construcciones de las poblaciones nativas del imperio
inglés, sobre la que echan sus dardos los críticos postcoloniales,
como en Orientalismo, de Edward Said.45 En analogía con los dis-
cursos identitarios de los que hemos hablado arriba, podríamos
llamar a estos textos “discursos alteritarios”, en la medida en que
construyen una imagen de un colectivo ajeno al del autor del texto,
pero que, como los discursos identitarios, aspiran a difundir en las
subjetividades, desde posiciones influyentes, esa imagen del otro.
Sin embargo, la cuestión merece un análisis más detenido, para
el cual conviene comenzar situando estos discursos en una pers-
pectiva un poco más amplia. Los discursos sobre el otro no son
necesariamente denigratorios. Podríamos recordar, por ejemplo,
la imagen que Mariátegui da de los indios del Perú, cuya organi-
zación social considera superior a la que predominaba en las so-
ciedades capitalistas europeas,46 y eso a pesar de que el intelectual
peruano nunca viajó a la sierra ni contaba con estudios antropoló-
gicos serios y detenidos en los cuales fundar sus generalizaciones
“etnográficas”. De la misma manera, podríamos traer a colación
los textos de muchos intelectuales insatisfechos con la cultura oc-
cidental que insisten en encontrar en otras culturas las virtudes de
la que la supuesta modernidad los ha privado, comenzando por el
bon sauvage de los Románticos, siguiendo por el “primitivismo” de
algunos Surrealistas, hasta llegar al Ecologismo que algunos en-
cuentran prefigurado y todavía vigente en las culturas indígenas

44
  Un panorama general de diversas modalidades que adopta esta actitud en
el discurso crítico latinoamericano y latinoamericanista puede consultarse en
Palermo, Z., Desde la otra orilla. Pensamiento crítico y políticas culturales en
América Latina, Córdoba, Alción, 2005.
45
  Said, E., Orientalism, Op. Cit.
46
  Mariátegui, J., 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, Lima,
Biblioteca Amauta, 1976.

180
latinoamericanas. El aspecto común en todos estos casos es que
parece que puede defenderse de manera muy convincente que la
construcción del otro no obedece tanto a una consideración dete-
nida de los rasgos específicos de esa cultura ajena al locutor sino
a una argumentación que pone en juego valores cuyo sentido se
encuentra dentro de la dinámica específica de la sociedad del pro-
pio locutor.
De hecho, lo mismo puede decirse de los discursos alteritarios
arriba mencionados. Las categorías con las que se realiza el análisis,
y, en particular, los juicios de valor implicados en ellos, encuentran
su sentido dentro de la dinámica de los grupos de poder desde los
cuales se los produce (y a los que están, al menos en primera ins-
tancia, destinados). En efecto, lo que la crítica ideológica denuncia
y busca desentrañar en ellos es, precisamente, este funcionamien-
to, sobre la base de que la construcción del otro no está interesa-
da por ese otro, sino precisamente viciada por los prejuicios y los
intereses propios de los productores de los textos, contenidos que
encuentran el sentido dentro de su propia cultura y no en la ajena
de la que supuestamente hablan.
Por cierto, no puede desconocerse que en todos estos casos hay,
de todos modos, una referencia explícita a culturas ajenas. Desde
este punto de vista, pueden interpretarse como formas de la alte-
ridad a la que nos hemos referido arriba bajo el título “Los otros
como grupo”, lo cual quiere decir que eventualmente pueden te-
ner una utilidad instrumental indirecta, pero no desdeñable, en el
estudio de las identidades de los grupos a los que se refiere, en la
medida en que, sobre todo porque son emitidos desde posiciones
de poder y por lo tanto con capacidad de influencia, pueden llegar
a incidir, incluso con toda su modalidad derogatoria, de distintas
maneras y en distintos grados, en las subjetividades de los propios
miembros de los colectivos estigmatizados. Esta incidencia es la
materia de que se ocupa fundamentalmente, en realidad, la mayor
parte de lo que se conoce como “postcolonialismo”, cuando a veces
se lo distingue del análisis de los discursos colonialistas mismos,

181
que quedarían encuadrados, en consecuencia, dentro de la “crítica
al colonialismo”.47
Conviene en este punto detenernos un momento a notar que
también son discursos sobre los otros la mayor parte de los es-
tudios que los científicos sociales producimos sobre las culturas.
Un postmoderno escepticismo, tomando como inevitable la lógica
que la crítica ideológica revela en los discursos “alteritarios” colo-
nialistas, tiende a descreer de la posibilidad de que los estudios con
pretensiones científicas puedan realmente desembarazarse del las-
tre que supone la cultura en que han sido producidos, arrastrando
en consecuencia los mismos prejuicios e intereses.48 Creemos que
se trata de un riesgo que, efectivamente, no debe menospreciar-
se. Como hemos señalado arriba, muchos textos que se presentan
como científicos no son sino discursos identitarios disfrazados con
terminología científica o simplemente amparados por una posi-
ción académica institucionalmente autorizada. Y la misma consi-
deración se aplica a los casos en los que los académicos hablan no
de su propia cultura sino de las culturas ajenas.
Sin embargo, si se extreman los límites entre las culturas al pun-
to de concebirlos como infranqueables, no sería siquiera imagina-
ble la crítica ideológica de la que han sido y siguen siendo obje-
to los discursos “alteritarios” arriba mencionados. La posibilidad
de arribar a un conocimiento científico de culturas a las que no
pertenecemos depende de la constante revisión de las categorías
y los criterios con los que se analizan los datos que la realidad nos
proporciona. A lo largo de este texto, por ejemplo, hemos llamado
la atención sobre distintos aspectos metodológicos que apuntan
en esta dirección, como cuando argumentamos que no es válido
sostener que hay una identidad sólo porque se reconozcan, des-
de afuera, rasgos comunes entre ciertos actores sociales mientras
no se pruebe al mismo tiempo que, además, esos actores sociales
47
  Cfr. Aschcroft, B.; Griffiths, G. & Tiffin, H., The Empire Writes Back.
Theory and Practice in Post-Colonial Literatures, Londres y Nueva York, Rout-
ledge, 1989.
48
  Argumentación que puede encontrarse esbozada por ejemplo en Geertz,
C., El antropólogo como autor, Barcelona, Paidós, 1997.

182
comparten en sus subjetividades la autoadscripción a ese grupo;
o cuando advertimos contra la incidencia que pueden tener en
la interpretación de la realidad las identidades (y las alteridades)
prácticas y conscientes que los propios investigadores llevamos en
nuestras subjetividades. En realidad, todo el trabajo de reflexión y
precisión conceptual que venimos realizando y cuyos frutos esta-
mos exponiendo a lo largo de este documento aspira a contribuir,
precisamente, a que el conocimiento sobre el otro –y, en definitiva,
también sobre nosotros mismos–49 pueda producirse sin la inter-
ferencia de otros intereses que no sean los del esclarecimiento de
la realidad. De esta manera, este apartado, a la vez que nos permite
examinar la difundida práctica del análisis de los discursos alteri-
tarios y ponerla en relación con nuestra propuesta, vale también
como un modo de poner de relieve la confluencia de las dimensio-
nes política y epistemológica a la que aspiramos en nuestro trabajo
empírico y teórico.

49
  En efecto, sería ingenuo pensar que el trabajo se simplifica demasiado
cuando el investigador se ocupa de una comunidad a la que él o ella misma
pertenece. Como hemos señalado arriba, la identidad práctica no está dispo-
nible inmediatamente a la conciencia y nuestras interpretaciones y conjeturas
sobre lo que ocurre en nuestra psique no son sino esfuerzos de representación
que pueden ser más o menos adecuados. Así como el investigador “externo”
debe precaverse contra sus prejuicios e intereses propios con respecto al gru-
po que estudia, el investigador “interno” también debe prevenirse contra los
intereses afectivos que lo ligan al grupo en cuestión y que pueden, evidente-
mente, afectar sus esfuerzos de representación consciente.

183
Colofón1

Diego Chein

El conjunto de categorías que proponemos para la indagación


de los fenómenos identitarios ha sido desarrollado colectivamente
a partir de la discusión de los casos concretos de cada una de las in-
vestigaciones puntuales que hemos venido desarrollando. Nuestra
percepción del carácter insuficiente de los conceptos con que con-
tábamos para dar cuenta de los fenómenos identitarios constituyó
el verdadero incentivo para la búsqueda y la formulación de nue-
vas categorías más precisas y adecuadas. La dialéctica permanente
entre la indagación de casos empíricos concretos y la producción
de conceptos teóricos representa, desde nuestra perspectiva, un
modo de llevar a la práctica de la producción de conocimientos
una concepción epistemológica auténticamente materialista. Des-
de una posición muy próxima al materialismo cultural propuesto
por Raymond Williams2 y, en buena medida inspirada en éste, in-
tentamos eludir el riesgo, siempre presente en las ciencias sociales,
de cualquier forma de idealismo. Intentamos aplicar esta precau-
ción no sólo evitando las formas más evidentes del fetichismo in-
telectual de las ideas y los conceptos, sino también atendiendo a la
más sigilosa de las formas de idealismo, por la cual se reflexiona
con categorías cuyos alcances y límites empíricos no se definen con
1
  Miembros del proyecto: Lorena Cabrera, Andrea Paola Campisi, Mariana
Carlés, Jorgelina Chaya, Diego J. Chein, Ricardo J. Kaliman (Director), Denis-
se Oliszewski, Lisa Scanavino, Fulvio A. Rivero Sierra, Paula Storni.
2
  Williams, R., Marxismo y literatura, Op. Cit.

185
precisión sino que se suponen fácilmente reconocibles o evidentes
por sí mismos. También este tipo de indefiniciones, a nuestro en-
tender, no hacen sino ocultar que esas categorías, en última instan-
cia, llegan a ser concebidas como parte de la realidad misma y no
como lo que en realidad son, un ordenamiento racional de la ex-
periencia, y en consecuencia se les atribuye una dinámica propia,
incluso en aproximaciones que se proclaman como materialistas.
En consecuencia, nos hemos determinado a tomar como punto
de partida de nuestro razonamiento y de nuestra argumentación
una delimitación precisa del modo en que las identidades existen
en las subjetividades de los agentes sociales y sobre esta base se
articulan en las prácticas e interacciones sociales concretas.3 Por
cierto, en absoluto pretendemos contar con un modelo exhausti-
vo y definitivo del funcionamiento de la subjetividad del agente
social, pero entendemos que sólo si tenemos siempre presente la
relevancia de los modos concretos en que en realidad operan so-
cialmente las subjetividades podremos avanzar hacia la construc-
ción de modelos teóricos más adecuados para explicar los proce-
sos sociales en general. Encaminados desde este posicionamiento
epistemológico y teórico, nuestra definición inicial de identidad
nos proporciona un correlato empírico explícito e identificable:
un componente social de las subjetividades humanas dado por la
existencia comprobable en ellas de la noción o el sentimiento de
pertenencia a cierto colectivo. Las ventajas de la formulación de
conceptos acerca de la identidad con una nítida y estricta referen-
cia empírica no se reducen a las facilidades que, en efecto, conlle-
va su aplicación, sino que involucran también el hecho de que se
ofrecen de un modo más abierto y explícito a la evaluación de su
validez a través del contraste con los fenómenos empíricos y a la
crítica teórica de sus alcances y limitaciones.

3
  Parece importante señalar, asimismo, que, en nuestra comprensión del
materialismo, y en oposición a ciertas formas de positivismo con las cuales a
veces se confunde el materialismo en general, entendemos que la subjetividad
humana es una realidad empírica.

186
El conjunto de categorías propuestas para dar cuenta de los fe-
nómenos de identidad no representa un modelo que intente expli-
car los mismos de un modo abstracto y a priori, sino que pretende
constituirse en una herramienta teórica capaz de echar luz sobre
las dinámicas específicas de los diversos casos concretos y orientar
la mirada sobre los factores que, según nuestras indagaciones, se
revelan como más pertinentes para ello. Más que explicar de ante-
mano en abstracto cómo funciona siempre la identidad, nuestras
distinciones conceptuales buscan llamar la atención sobre las espe-
cificidades de las distintas formas de identidad, evitando los pre-
conceptos que no hacen sino reducir y pasar por alto la diversidad
real y la complejidad característica de los fenómenos identitarios.
En este sentido, el marco teórico que proponemos tiende a evitar
toda una serie de reduccionismos y confusiones frecuentes en los
estudios de las identidades: la confusión de ciertos rótulos exter-
nos aplicados a determinados grupos con las identidades reales de
esos mismos grupos, la reducción de las identidades a discursos
identitarios, la confusión entre la comunidad de rasgos culturales
en un grupo y la existencia efectiva de una identidad en tanto no-
ción de pertenencia a dicho grupo, la reducción de las identidades
a ideologías o ficciones hegemónicas y totalizantes, el carácter des-
apercibido de las identidades concretas, etc.
Asimismo, las categorías que hemos presentado a lo largo de
esta publicación, si bien no ofrecen una explicación anticipada y
abstracta para aplicar a casos concretos, tienden a orientar la mi-
rada del investigador para dar cuenta de los mismos. Así como la
sencillez de nuestra definición de identidad busca poner en primer
plano el componente crucial de la producción y reproducción de
todo fenómeno social (los contenidos de las subjetividades de los
agentes sociales), también la formulación y el desarrollo de cate-
gorías analíticas más específicas, como identidad práctica e iden-
tidad consciente, identidad imaginada e identidad concreta, etc.,
pretende señalar los tipos de factores que desempeñan un papel
fundamental en la dinámica de las diversas formas de identidad.

187
A modo de cierre, retomaremos algunas de las nociones funda-
mentales que hemos desarrollado en esta publicación para facilitar
una visión de conjunto y para ilustrar a partir de investigaciones
concretas algunas de las direcciones en que las mismas pueden
orientar la búsqueda de explicación de los fenómenos identitarios.4
La distinción entre identidad práctica e identidad consciente,
más que una clasificación de tipos de identidad, constituye una he-
rramienta analítica que permite discernir, a partir de su recíproca
relación con recortes diferentes de la subjetividad social humana
(el saber práctico y la consciencia, en términos de nuestro mode-
lo del agente), los modos diversos en que las identidades pueden
vincularse con la producción de las prácticas sociales en general.
Mientras el concepto de identidad práctica remite a las nociones
de pertenencia a colectivos directamente involucradas en la pro-
ducción de las conductas de los agentes sociales, a las categorías
de un saber actuar que no deben confundirse con las del discur-
so y la consciencia, el de identidad consciente remite a las repre-
sentaciones conscientes a través de las cuales los agentes sociales
intentan dar cuenta de sus identidades prácticas. En definitiva,
cualquier indagación que busque explicar los procesos sociales de
producción y reproducción de las prácticas tendrá como objetivo
central reconstruir las identidades prácticas, pero ello no quiere
decir que las identidades conscientes constituyan una especie de
residuo superestructural e innecesario para la investigación. Por el
contrario, no sólo adquieren una importante significación desde
un punto de vista metodológico por el hecho de ser más direc-
tamente accesibles, sino que, por un lado, la reflexión consciente
acerca de nuestras identidades constituye uno de los factores que
pueden conducir a la modificación de las identidades prácticas y,
por otro, la existencia misma de una identidad consciente puede
indicar ciertas articulaciones específicas de los procesos sociales
4
  Desde luego, como revela la lectura de esta publicación, las cuatro cate-
gorías retomadas a continuación no son las únicas que proponemos, sino que
se articulan con un marco más amplio de conceptos y posiciones teóricas. Sin
embargo, consideramos que son representativas de los aspectos más novedo-
sos y nucleares de nuestro modelo acerca de las identidades.

188
a partir de los cuales la misma emerge y se reproduce. Podemos
ilustrar el modo en que estas categorías pueden orientar la mirada
del investigador con algunos ejemplos concretos.
Como ya señalamos a propósito de ejemplificar nuestros pun-
tos de vista acerca de la alteridad, entre los pobladores de mayor
edad de la localidad de Amaicha del Valle (Valles Calchaquíes,
Tucumán) se ha podido constatar la presencia recurrente y gene-
ralizada de ciertas representaciones conscientes acerca de lo que
definiría una identidad amaicheña. En el marco de esta identidad
consciente, los miembros mayores de la localidad caracterizan lo
propio de la comunidad como un conjunto de saberes, costumbres
y valores que identifican como “las cosas de antes” y que, según
su percepción consciente, las generaciones más jóvenes habrían
tendido a abandonar. Pero este modo consciente de delimitar la
identidad de la comunidad, que excluye a las generaciones más
jóvenes, no debe confundirse con una efectiva identidad práctica
que, en efecto, los incluye. En toda una serie de acciones concretas
desarrolladas por estos agentes subyace una noción de la comuni-
dad y de sus alcances que abarca las generaciones recientes y no se
corresponde con el alcance y la caracterización de esa identidad
consciente. Pero, dado que el surgimiento y la reproducción de una
identidad consciente son en sí mismos procesos sociales, constatar
su presencia nos conduce a indagar las condiciones sociales espe-
cíficas que propiciaron la reflexión y la elaboración de un discurso
articulado acerca de la pertenencia a cierto colectivo. En el caso
que estamos refiriendo, esta indagación ha revelado la emergencia
de un conflicto intergeneracional relativamente reciente a partir
de un cambio de nociones y valores de las últimas generaciones
escolarizadas que ha tendido a socavar las posiciones de saber
que los más viejos solían ocupar antes en la comunidad. En este
sentido, puede afirmarse que la reflexión que hizo emerger estas
representaciones identitarias conscientes ha sido motivada por la
experiencia de los mayores acerca de esta crisis y se articulan con

189
una identidad práctica generacional configurada en el marco de
este conflicto intergeneracional.5
Como decíamos más arriba, identidad práctica e identidad
consciente no son categorías que clasifiquen las identidades, sino
que remiten a aspectos y dinámicas diferentes de la subjetividad
en relación con los cuales pueden desplegarse nociones identita-
rias. Así, por ejemplo, tanto los fenómenos de una identidad na-
cional como los de una identidad familiar pueden involucrar al
mismo tiempo nociones de identidades prácticas y de identidades
conscientes. Para dar cuenta de ellos adecuadamente, es necesa-
rio distinguir la dinámica de los discursos nacionales y familiares
del funcionamiento en las acciones concretas de las delimitaciones
efectivamente operantes, capturar los posibles ajustes y desajustes
entre estos planos y las formas específicas en qué, a partir de sus
modos diferentes de anclaje en la subjetividad, se articulan recí-
procamente en el proceso social integral.
A diferencia de este par de categorías, la distinción entre iden-
tidad imaginada e identidad concreta sí establece una clasificación
de las identidades, o al menos, una polaridad en relación con la
cual podemos situar cada caso concreto. Así, por ejemplo, de una
identidad nacional diremos que se trata de una identidad imagina-
da, mientras que una identidad familiar constituye un caso típico
de identidad concreta. La distinción en este caso pone de relie-
ve rasgos contrastantes de las nociones identitarias a partir de los
cuales es posible derivar modos de articulación social diferentes,
5
  Para un desarrollo más exhaustivo de este caso, cfr. Chein, D., “‘Y así eran
las cosas de antes...’: la tradición oral del relato de crianza en una comunidad
de los Valles Calchaquíes”, Revista de Investigaciones Folclóricas 16, diciembre,
Buenos Aires, 2001, pág. 57-67. Éste es sólo un ejemplo que ilustra el necesa-
rio anclaje de las identidades conscientes en las prácticas. La emergencia de
una identidad conciente implica una actividad reflexiva cuyas motivaciones
arraigan en las condiciones de la práctica social misma, no sólo en los casos
en que, como en el ejemplo referido, los agentes sociales se ven enfrentados
a resolver situaciones especialmente problemáticas, sino incluso en aquellos
casos en los que la reflexión puede parecer más espontánea y libre, como la
que es propia de la actividad intelectual. Esta apariencia sólo se puede sos-
tener sobre la base del desconocimiento de que la afición reflexiva que estas
actividades involucran está en sí misma definida y motivada socialmente.

190
formas distintas de reproducción y funcionamiento social. Deci-
mos de una identidad que es imaginada cuando el colectivo al que
se adscribe rebasa los límites de la experiencia posible de cualquier
agente social, cuando la extensión en el espacio y en el tiempo de la
comunidad de pertenencia impide la posibilidad del conocimiento
por trato directo de sus miembros. Sostener una identidad imagi-
nada implica tener la noción de un colectivo que no hemos podi-
do experimentar, la noción de un grupo en el que necesariamente
imaginamos la pertenencia de otros integrantes que no conocemos
ni llegaremos a conocer. En contraste con esta noción, una iden-
tidad concreta es aquella que involucra la noción de pertenencia
a un colectivo que resulta accesible a la experiencia de sus miem-
bros, cuya extensión incluye a miembros que tienen experiencia
los unos de los otros por trato directo. Incluso, la dinámica social
de una identidad concreta suele involucrar situaciones típicas en
las que la experiencia del grupo mismo como totalidad es accesi-
ble, reiteradas situaciones en las que los miembros del colectivo se
reúnen como tal.
La constatación de una identidad imaginada orienta nuestra
indagación hacia ciertos factores específicos y pertinentes porque
supone un modo particular de articulación social: dado que la no-
ción de un colectivo de este alcance no puede adquirirse a partir
de la experiencia, la misma implica la existencia de un discurso
identitario cuya difusión estaría en la base de la socialización de
los agentes en este tipo de identidad. Ilustraremos el modo en que
el concepto de identidad imaginada orienta la investigación a par-
tir de un ejemplo real. En nuestro país, el estudio de las letras del
folklore moderno (entendiendo por tal, operativamente, el vincu-
lado a los medios masivos), en su mayoría elaboradas por autores
de origen urbano y consumida por públicos urbanos, revela una
insistente y regular referencia a espacios, tipos y costumbres carac-
terísticos del ámbito rural. No podríamos dar cuenta de esta regu-
laridad sin considerar una identidad imaginada que se reproduce a
través de ellas y que está en la base de la definición y la legitimidad
social de la práctica cultural misma: la identidad nacional. Tanto

191
desde la producción como desde la recepción, la práctica misma
del folklore moderno vinculado a las industrias culturales se con-
cibe como manifestación auténtica del espíritu nacional. En tanto
identidad imaginada, su emergencia y reproducción suponen la
presencia de un discurso identitario que propone la pertenencia a
un colectivo que escapa a las posibilidades de la experiencia. Para
explicar su dinámica social es preciso partir de la constatación e
identificación del o los discursos identarios que la promueven. Y
en el caso del ejemplo que nos ocupa, la aparente paradoja de la
identificación de sectores urbanos con lo rural a través de las letras
de folklore se explica a partir del hecho de que el discurso identita-
rio nacional ampliamente difundido e involucrado en la definición
de esta práctica cultural propone una representación de la argenti-
nidad que remite al ámbito de lo rural. Según este discurso identi-
tario, la esencia de la Nación se hallaría en el espacio, los tipos y las
costumbres del campo.6
Constatar la existencia y extensión social de una identidad ima-
ginada es sólo el punto de partida para una indagación más pro-
funda y nos permite orientarnos en esta indagación, ya que acerca
de la misma podemos preguntarnos: ¿con qué discurso o discursos
identitarios se vincula esta identidad imaginada?, ¿en qué contexto
social se ha generado y difundido este discurso?, ¿qué agentes e
instituciones lo difunden?, etc. Aunque de hecho juegue un papel
central y articulador de la dinámica de una identidad imaginada,
los discursos identitarios no constituyen el único factor que incide
en ella, y por ello, es necesario plantear otros interrogantes en rela-
ción con cómo este discurso es adoptado, resignificado y aplicado
por diversos grupos sociales, cómo se articulan sus nociones y va-
lores con las experiencias y las prácticas concretas de un sector de
la sociedad. De no tener en cuenta estas articulaciones específicas,
en el caso de las letras del folklore, por ejemplo, no podríamos dar
cuenta de las efectivas diferencias acerca de esta misma identidad
nacional que dividen y/o enfrentan dentro del campo del folklore

  Una discusión más detallada de este proceso está desarrollada en Kali-


6

man, R., Alhajita es tu canto…, Op. Cit.

192
moderno tanto a los distintos grupos de autores como a las au-
diencias.7
Distintas investigaciones particulares han tendido a mostrar
que, en muchos casos, las identidades imaginadas se articulan
con, y se reproducen o refuerzan a través de, la dinámica de ciertas
identidades concretas. Un ejemplo ilustrativo podría ser el de la
reciente incorporación, adaptación y reproducción de una iden-
tidad imaginada india en la localidad de Quilmes (Valles Calcha-
quíes, Tucumán).8 Actualmente, los representantes de la comuni-
dad india organizada de Quilmes expresan y difunden un discurso
identitario articulado y sistemático acerca del origen indígena de la
población, discurso que soporta la noción de un colectivo de per-
tenencia que supera en el espacio y el tiempo las posibilidades de
la experiencia y que constituye un referente común en la elabora-
ción de una reflexión consciente de los habitantes de la comunidad
acerca de su identidad. Pero la reciente introducción y el actual
arraigo de este discurso y de la identidad imaginada que involucra
operaron sobre la base de una identidad comunitaria que ya se ha-
bía generado tiempo atrás. Desde tiempo atrás, la autoadscripción
práctica al colectivo experimentado como el conjunto de los quil-
meños constituía un factor de significativa importancia en mu-
chas de las acciones desarrolladas individualmente y en conjunto
por los habitantes de la localidad. La noción y los sentimientos de
pertenencia a este colectivo directamente experimentado por sus

7
  Así, por ejemplo, la imagen de la vida rural no se presenta de igual manera
en todos los cultores del folklore moderno. Contra la perspectiva idílica y
autosatisfecha que predomina en textos herederos del discurso criollista di-
fundido desde la oligarquía terrateniente en las primeras décadas del siglo xx,
otras voces, como las de Atahualpa Yupanqui, nutrido en el irigoyenismo, o
la de letristas surgidos durante los 1960, de otras extracciones ideológicas, se
subraya el carácter sufrido de esa vida e incluso, en algunos casos, la protesta
contra la desigualdad social. Ver al respecto los análisis en Kaliman, R., “Un
gualicho mejor. Las letras de amor de la zamba argentina”, en Revista de In-
vestigaciones Folklóricas 18, Buenos Aires, 2003, pág.167-178.y Kaliman, R.,
Alhajita es tu canto…, Op. Cit. (capítulo III).
8
  Para un desarrollo más detallado de la investigación de caso que aquí
citamos cfr. Reyes de Deu, L., “Identidad y discurso en la Comunidad India
Quilmes”, Op. Cit.

193
miembros constituye un caso de identidad concreta. La constata-
ción de una identidad concreta indica un modo de articulación
social diferente del que es característico de una identidad imagina-
da, y orienta la mirada del investigador hacia otros factores que re-
sultan más significativos en relación con ella: la experiencia de las
relaciones concretas como fuente central (aunque no excluyente)
de la emergencia, la reproducción y la transformación de la iden-
tidad. De allí que resulte de central importancia preguntarse por
las experiencias que generan, transforman y reproducen la noción
misma de la existencia del grupo y el modo en que se lo concibe.
En efecto, en el caso de este ejemplo, antes de que llegaran a con-
cebirse a sí mismos como indios, los campesinos de la localidad
debieron enfrentar la expoliación del pago de un arriendo a un
propietario común externo a la comunidad. Hace unas pocas déca-
das, los quilmeños coordinaron una estrategia de resistencia frente
a esta expoliación negándose en conjunto a pagar el arriendo. La
cercanía en el espacio, la reproducción cotidiana de complejas re-
des de relaciones e interacciones que los vinculaban y, sobre todo,
la percepción de una problemática compartida y el consecuente
desarrollo de estrategias colectivas hicieron emerger y fortalecer
una identidad concreta referida a la comunidad. Incluso más allá
de la problemática del arriendo, antes de concebirse a sí mismos
como indios los quilmeños reconocían en la práctica toda una se-
rie de características como propias de la población de la localidad.
La introducción del discurso identitario indio y la construcción de
una identidad imaginada a partir del mismo encontraron un cam-
po fértil en estas condiciones previas, dado que en buena medida
legitimaba y legalizaba su justo reclamo por la propiedad de las
tierras.9 Toda una serie de nuevos rasgos se incorporaron a su au-
topercepción consciente a partir de esta identidad imaginada, pero
9
  Cabe señalar que en nuestro país, en los últimos años, se han multiplicado
los casos de poblaciones locales cuyo reclamo por la propiedad de la tierra se
articula con la reivindicación de su origen indígena a partir de la reciente pre-
sencia de un nuevo marco legal que los contempla. La comunidad de Quilmes
tal vez sea una de las pioneras en la articulación de este tipo de estrategias en
la actualidad.

194
también el discurso mismo se adaptó y recogió nuevos contenidos
específicos sobre la base de la identidad concreta anterior. Difícil-
mente pueda sobrestimarse la importancia que la dinámica social
en torno a esta identidad concreta, la de las relaciones e interac-
ciones que constantemente conforman y confirman la existencia
del grupo, tiene para la reproducción y el arraigo de la identidad
imaginada india.
Pasar por alto la existencia de las identidades concretas, mu-
chas de ellas sin un discurso articulado que las ponga de manifies-
to y a veces sin una categoría discursiva que las designe, conlleva,
desde nuestra perspectiva, una pérdida muy significativa para la
explicación adecuada de los procesos de producción y reproduc-
ción social y cultural. La pertenencia a grupos concretos articu-
lados a través de relaciones e interacciones directas y frecuentes
y el propósito de mantener y reproducir esta pertenencia opera
frecuentemente como punto central de sostén no sólo de identida-
des más abstractas y discursivas sino también de creencias, valores
y conductas en general.
Asimismo, atender de un modo materialista a la dinámica so-
cial de las identidades en todas sus formas y manifestaciones abre
la posibilidad de dar cuenta de muchas de las articulaciones de los
procesos sociales que trascienden la perspectiva y la voluntad de
los agentes individuales, alejándose de antiguas nociones metafísi-
cas como las de un espíritu esencial y colectivo, y, al mismo tiem-
po, evita la apelación a modelos abstractos e idealistas como los
que postulan un sistema social autorregulado que trasciende a la
experiencia material y empírica. Los colectivos de pertenencia no
constituyen realidades cuya objetividad trasciende la materialidad
de las acciones e interacciones humanas, como entidades suprain-
dividuales que desde alguna existencia exterior a las percepciones
y acciones concretas se impone sobre ellas y las determina, pero
tampoco constituyen meras ficciones siempre pergeñadas para re-
cubrir y encubrir un proceso social real conflictivo, lo cual equiva-
le a concebirlos nuevamente como otra forma de exterioridad. Las
representaciones identitarias, prácticas y conscientes, concretas e

195
imaginadas, veraces e ideológicas, inciden directamente en la pro-
ducción y reproducción las proximidades y distancias, las inclu-
siones y exclusiones que, desde dentro de la trama material de las
acciones e interacciones, articulan la objetividad histórica de los
colectivos humanos.

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