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Si Sartre de niño hubiera conocido un cristiano de verdad...

También Sartre niega a Dios sin haber reflexionado filosóficamente sobre el Dios
cristiano. Como para Marx y Nietzsche, necesita negar a Dios, o declararlo
irrelevante, porque ese es su punto de partida para proclamar la “libertad” para el
hombre.

En la práctica Sartre es hoy mucho más influyente que el fracasado Marx. Ha


triunfado su negación de la moral, su relativismo…

Declaraba que lo coherente con el ateísmo no era proponer una moral


laica (como declaran con la boca muchos socialistas hoy en el debate social) sino
la amoralidad (que es lo que viven en la práctica las masas indiferentes a Dios) y
el “consecuencialismo ético”. En sus palabras: “Todos los medios son buenos
cuando son eficaces”.

Una web "secularista" usa este meme de Sartre como propaganda contra Dios...

Sartre siempre se declaró ateo. ¿Qué llevó a Sartre a su desprecio de Dios? No


fue una profunda reflexión filosófica, sino su experiencia infantil y adolescente.

Él rezaba de niño sus oraciones todos los días, “en camisón, de rodillas en la cama,
con las manos juntas”, porque lo pedía su madre, que era católica pero no supo
transmitirle la fe.

“En el Dios al uso que me enseñaron no encontré al que esperaba mi


alma: necesitaba un Creador y me dieron un gran Patrón”, escribiría sobre su
infancia.

Además, su abuela luterana era mundana e indiferente y su abuelo luterano


dedicaba mucho tiempo y esfuerzo a criticar con cinismo a los católicos, la Virgen,
Lourdes, Bernadette, la devoción popular…
“Me vi conducido a la incredulidad no por el conflicto de los dogmas, sino por
la indiferencia de mis abuelos”, escribiría.

Sartre quizá habría sido un buen cristiano si de adolescente hubiera encontrado


ejemplos de cristianos coherentes. De hecho, en Las Palabras, no critica a los
cristianos por fanáticos sino por tibios.

“La buena sociedad creía en Dios para no hablar de Él. ¡Qué tolerante, qué
cómoda era la religión! El cristiano podía faltar a misa y casar a sus hijos por la
Iglesia, no estaba obligado a llevar una vida ejemplar ni a morir desesperado. En
nuestro medio, en mi familia, la fe no era más que un nombre de ostentación”.

Relata dos incidentes infantiles de poca relevancia... excepto para él, que fueron
detonantes para abrazar la impiedad. En una redacción sobre la Pasión en el
colegio, le dieron sólo un segundo premio. El niño ya era un escritor
ensoberbecido y se decidió vengar en Dios: “en privado dejé de frecuentarle”.

En otra ocasión, jugando con cerillas quemó una alfombrilla. “Dios me vio, sentí
su mirada en el interior de mi cabeza y en las manos; estuve dando vueltas por el
cuarto de baño. Me puse furioso contra tan grosera indiscreción, blasfemé,
murmuré como mi abuelo: Maldito Dios, maldito Dios, maldito Dios. No me volvió a
mirar nunca más”.

Marmelada señala que algo parecido escribía Nietzsche sobre Dios: “Él tenía que
morir; miraba con unos ojos que lo veían todo, veía las profundidades y la
hondura del hombre, toda la encubierta ignominia y fealdad de éste, penetraba
arrastrándose hasta mis rincones más sucios. Ese máximo curioso tenía que
morir. El hombre no soporta que tal testigo viva”, escribe en Así habló
Zaratustra.

JEAN PAUL SARTRE

Datos biográficos de Jean Paul Satre

Sartre nació en París el 21 de junio de 1905; estudió en la Escuela Normal Superior


de esa ciudad, en la Universidad de Friburgo (Suiza) y en el Instituto Francés de
Berlín (Alemania). Enseñó filosofía en varios liceos desde 1929 hasta el comienzo
de la II Guerra Mundial, momento en que se incorporó al Ejército. Desde 1940 hasta
1941 fue prisionero de los alemanes; después de su puesta en libertad. Las
autoridades alemanas, desconocedoras de sus actividades secretas, permitieron la
representación de su obra de teatro antiautoritaria Las moscas (1943) y la
publicación de su trabajo filosófico más célebre El ser y la nada (1943).

Rechazó el Premio Nobel de Literatura que se le concedió en 1964, y explicó que si


lo aceptaba comprometería su integridad como escritor.

Las obras filosóficas de Sartre conjugan la fenomenología del filósofo alemán


Edmund Husserl, la metafísica de los filósofos alemanes Hegel y Heidegger, y la
teoría social de Karl Marx en una visión única llamada existencialismo. Este
enfoque, que relaciona la teoría filosófica con la vida, la literatura, la psicología y la
acción política suscitó un amplio interés popular que hizo del existencialismo un
movimiento mundial. Murió en París el 15 de abril de 1980.

El ser y la nada

En su primera obra filosófica, El ser y la nada (1943), Sartre concebía a los humanos
como seres que crean su propio mundo al rebelarse contra la autoridad y aceptar la
responsabilidad personal de sus acciones, sin el respaldo ni el auxilio de la
sociedad, la moral tradicional o la fe religiosa. Al distinguir entre la existencia
humana y el mundo no humano, mantenía que la existencia de los hombres se
caracteriza por la nada, es decir, por la capacidad para negar y rebelarse. Las obras
de teatro y novelas de Sartre expresan su creencia de que la libertad y la aceptación
de la responsabilidad personal son los valores principales de la vida y que los
individuos deben confiar en sus poderes creativos más que en la autoridad social o
religiosa.

La fe en Dios es un espejismo

Por su neto ateísmo, resulta casi insustituible su estudio. Para el ateísmo


existencialista, el "ser en el mundo" es la última palabra sobre el hombre. Lo único
que hace la idea de Dios es expresar en forma de un concepto límite, es decir, de
un ideal irrealizable, el movimiento de trascendencia.

Dios no sería más que la proyección del espíritu; la fe en Dios, un espejismo.


Significativas son las palabras con las que Sartre termina El Ser y la Nada: "El
hombre se aniquila como hombre para que Dios nazca. Pero la idea de Dios es
contradictoria; de aquí que nos aniquilemos en vano." "El hombre es una pasión
inútil."

Dios es la ausencia

“Supliqué, pedí una señal, envié al cielo mis mensajes: pero nada. El Cielo ignora
hasta mi nombre. Me preguntaba a cada instante qué significaba yo a los ojos de
Dios. Ahora conozco la respuesta: Nada. Dios no me ve ni me escucha, Dios no me
conoce, ¿Ves ese espacio encima de nuestras cabezas? Ése es Dios, ¿Ves esa
rendija en la puerta? Es Dios, ¿Ves ese agujero en la tierna? Es Dios. El silencio es
Dios. La soledad de los hombres es Dios. La ausencia es Dios. Yo soy el que existo;
yo sólo determino el mal y he inventado el bien. Yo soy el que engaño a los otros,
el que hago los milagros; yo soy el que me acuso a mí mismo y el que me puedo
absolver; yo, el hombre.” (Sartre )

La existencia de Dios sería inútil

Para Sartre más que una negación de Dios es una expulsión. Dios no debe existir,
no puede existir. De hecho, es una necesidad que Dios no exista: si existiera, sería
el Otro absoluto, el rival, el enemigo. “Si Dios existe, el hombre es la nada; si el
hombre existe... Enrique, voy a enseñarte una picardía enorme: Dios no existe...
Adiós a los monstruos, Adiós a los santos, Adiós al orgullo. Sólo existen los
hombres.”

Para Sartre, la existencia de Dios sería inútil:

“El existencialismo no es tanto un ateísmo que se esfuerza en demostrar que Dios


no existe, como en afirmar que, aunque exista, este hecho no cambia nada las
cosas. Éste es nuestro punto de vista: no es que creamos que Dios exista, sino que
el problema es otro; es preciso que el hombre tome conciencia de sí mismo y se
persuada de que nada puede salvarlo de sí mismo, aunque existiera una prueba
valida de la existencia de Dios.”

No existen más que los fenómenos

Sartre parte del postulado de que no existen más que los fenómenos. ¡En este caso,
las cartas están echadas! Está claro, que no llegará jamás a descubrir a Dios.. .
Sobre todo porque él tuvo una experiencia religiosa desastrosa: sólo seis meses de
catecismo, en un ambiente familiar de catolicismo, tradicionalista y de antipapismo,
todo mezclado. Puede que sea esto lo que explique su incredulidad. Sólo conoció
en su infancia una caricatura de Dios:

“Si Dios me hubiera evitado los sufrimientos, yo hubiera sido una obra de arte
magnífica: seguro de ocupar un buen puesto en el concierto universal, hubiera
esperado pacientemente a que me revelara sus designios y mí debilidad. Yo
presentía la religión, la esperaba como un remedio. Si me la hubiera ocultado, la
habría inventado yo mismo. Pero no me la negaron: educado en la fe católica,
aprendí que el Todopoderoso me había hecho para su gloria: esto era mucho más
de lo que yo podía soñar. Pero más tarde empecé a no reconocer, en ese Dios
artesano que se me enseñaba, al que mi alma buscaba: me hacía falta un Creador
y se me daba un Amo severo: los dos no eran más que uno, pero yo lo ignoraba.”
(Las Palabras)

YO SOY MI LIBERTAD

Yo soy mi libertad es la gran afirmación del existencialismo de Sartre.


“Si, en efecto, la existencia precede a la esencia, ella no podrá jamás explicarse con
referencia a una naturaleza humana determinada e inmutable; dicho de otra
manera: no existen los determinismos, el hombre es libre, el hombre es la misma
libertad. Por otra parte, si Dios no existe, tampoco existen valores u órdenes que
legitimen nuestra conducta. Estamos solos, sin excusas. Esto es lo que quiero decir
cuando afirmo que el hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque él no
se ha creado a sí mismo, y no obstante libre, porque una vez lanzado en el mundo
es responsable de todos sus actos.”

Ninguna ley le inspira los actos que debe ejecutar:

“Si considero que tal acto es bueno, soy yo quien elige decir que este acto es bueno
y no malo.”

El hombre es una pasión inútil

Que el hombre sea una pasión inútil se hace patente al negar Sartre todo sentido a
la vida. El hombre tiene ilimitadas posibilidades de conocimiento, de ser, de libertad,
etc. Pero al darles curso en su actividad, se topa con el absurdo, el sin sentido, la
condenación, el abandono. La vida es una lucha contra el vacío, las puertas están
cerradas, “el hombre es una pasión inútil”, “el infierno son los otros”.

“La palabra absurdo nace ahora de mi pluma; hace un rato, en el jardín, no la


encontré pero tampoco la buscaba, no tenía necesidad de ella; pensaba sin
palabras...El absurdo no era una idea en mi cabeza... Sin formular nada claramente,
comprendía que había encontrado la clave de la existencia, la clave de mis náuseas,
de mi propia vida. En realidad, todo lo que pude comprender después se induce a
este absurdo fundamental...” (Sartre, La náusea, págs. 126.131).

Sartre modera después esta "inutilidad" del hombre. Urge al hombre para ir
conquistando su libertad en victorias sucesivas. Pero no se aclara el existir, no
encuentra metas finales al existir humano.

Contestación al amor cristiano

Sartre no cree en la posibilidad del amor cristiano. Al leer "El infierno son los otros",
en su obra dramática Huis-clos, nos recuerda lo de: 'homo homini lupus' de Hobbes.

Pensar que podemos ser generosos, es una ilusión, salir de nosotros mismos para
darnos, es imposible. "La relación fundamental con el otro hombre es el conflicto".

En L'Étre et le Néant, afirma que "amar no es otra cosa que el proyecto de hacerse
amar". El hombre puede dominar al otro por el amor para apoderarse no sólo de su
cuerpo, sino también de su subjetividad.
Sartre y el ateísmo.
por Pedro Miras Contreras
Artículo publicado el 14/11/2004
Texto escrito y leído en el marco del Coloquio internacional: Jean-Paul Sartre, Una
filosofía del compromiso: Fenomenología, Crítica y Dialéctica organizado por la
universidad ARCIS y desarrollado en Agosto de 2004 en Santiago de Chile.
Esta intervención lleva por título “Jean Paul Sartre y el ateísmo”. Sin embargo, no
será, más allá de una muy breve referencia, ni exégesis ni comentario sobre texto
alguno del filósofo. Tomo su nombre –en este coloquio a él dedicado- sólo como
pretexto y evocación de un hombre público que hizo de la filosofía más un método
que un fin y del anarquismo menos un fin que una actitud de sospecha. Y de la
polémica una relación no siempre cómoda con los demás. Si no hay, entonces,
alusión plena al pensamiento sartriano, quisiera, al menos, revivir en este texto su
iconoclastia soberbia.

1.-El tema de esta intervención será, entonces, el ateísmo. Pero entendido no como
ideología del no ser o como pura imposibilidad lógica, sino más bien como
enfrentamiento e intento de explicación del notorio abandono por parte de la
divinidad de sus responsabilidades; como negación, en fin de cuentas, que Dios ha
hecho de sí mismo.

Una de las formas contemporáneas de esta negación es, desde luego, la sartriana.
En “El ser y la nada” muestra el filósofo –dentro del juego dialéctico entre el “en sí”
y el “para sí”- la contradicción lógica interna del concepto de Dios; cito: “Dios, ¿no
es a la vez uno que es lo que es en tanto que es todo positividad y fundamento del
mundo y un ser que no es lo que es y que es todo lo que no es, en tanto conciencia
de sí mismo y fundamento necesario de sí mismo?”

Otra forma de la actual negación de la divinidad es la que contiene la expresión


“Dios ha muerto”. Aquí, a la negación puramente abstracta (negación conceptual de
un concepto) se antepone, de modo dramático, la caída en los vastos espacios de
la nada de un ser viviente, de alguien eminentemente existente, origen y
fundamento de toda forma de vida. “Dios ha muerto!” exclama Nietzsche en el
apartado 108 del libro tercero de la “Ciencia Jovial (o Gaya Scienza). Y añade: “así
como sucedió con el Buda, su sombra se mostrará al hombre durante milenios.”

Empero —y ésta es nuestra tesis— este Dios estaba ya definitivamente muerto hace
sesenta años, en Auschwitz.

2. -El filósofo alemán Hans Jonas, publicó en 1984, un pequeño libro que tituló “El
concepto de Dios después de Auschwitz”. Aunque este escrito parece colocarnos
en el aspecto meramente teológico, en la problemática de un Dios trascendente,
hay allí referencias al concreto Dios de Israel, al de la Alianza, al que exclamó
“Shema Israel, escucha Israel, los términos de nuestro contrato: si tu cumples tus
obligaciones para conmigo, tu único Dios, yo haré de ti mi pueblo elegido y acudiré
a salvarte cuando estés en peligro.”

“Nada de todo aquello (de esta Alianza), seguirá vigente después de ese
acontecimiento que lleva el nombre de Auschwitz”, empieza diciendo Jonas en esta
larga cita que ahora leeré: “Aquí (en el universo concentracionario del que Auschwitz
es el símbolo), no encuentran lugar ni la fidelidad ni la infidelidad, ni la fe ni el
descreimiento, ni la falta ni su castigo, ni el testimonio ni la esperanza de redención,
ni siquiera la fuerza o la debilidad, el heroísmo o la cobardía, la sumisión o el
desafío. No, nada de esto se supo en Auschwitz, que devoró incluso a los infantes.
No fue por el amor a su fe –como fue el caso de los Testigos de Jehová- ni a causa
de ésta, ni por alguna orientación de su voluntad personal que todos fueron
asesinados. A las víctimas de la solución final no les fue permitido ningún destello
de nobleza humana. Ni siquiera en esos fantasmas esqueléticos de los al fin
liberados. Y sin embargo, ¡Oh paradoja!, se trataba del viejo pueblo de la Alianza –
en la que ya seguramente no creían ya ni víctimas ni victimarios. ¿Cuál es la relación
entre esos buscadores de Dios, los antiguos profetas, y sus descendientes, que
fueron seleccionados y traídos de todos los rincones de la dispersión y reagrupados
en una muerte común? Y Dios así lo permitió. ¿Quién es este Dios que permitió
todo esto? Para el judío, que a diferencia del cristiano, ve aquí, en la inmanencia
del mundo, el sitio de la creación, de la justicia y de la redención divinas, Auschwitz
pone en cuestión toda la experiencia judía de la historia y de la promesa hecha a
Abraham de que su pueblo se elevaría a supremas altitudes de señorío, ¿Qué Dios
pudo haber tronchado esta promesa?”. Hasta aquí la cita. Estas cruciales preguntas
de Jonas han sido hechas y a veces respondidas por muchos teólogos judíos y
cristianos. Si resumiéramos, podríamos decir que, del lado judío, dos posiciones
extremas ofrecen una misma respuesta. Por una parte los ultraortodoxos , para
quienes la shoah no es sino el cumplimiento cabal de la Alianza, el castigo de una
culpa infìnita; para los ateos, un problema que no se resuelve metiendo a Dios de
por medio: Las soluciones intermedias van desde la reforma radical de un Dios que
no cumplió su cometido , que es la posición de Jonas , hasta la de centrar el
problema en el esquema de víctimas –victimarios, salvando sobre todo a las
víctimas que cumplieron con el Shabatt y con los deberes de respeto hacia todos
los seres vivos, incluyendo a los asesinos y condenando a éstos a representar la
máxima miseria humana. Del lado cristiano, donde sería de pésimo gusto, aunque
acorde con su propia lógica histórica, recordarle al pueblo judío las consecuencias
de desconocer al Dios verdadero, ha existido una cierta apertura hacia el sufrimiento
de las víctimas –de todas las víctimas- a partir del postulado de que Dios –y Jesús-
estarán siempre del lado de los que sufren. Sin embargo, una pura consideración
estadística nos puede llevar a afirmar que nuestro Dios cristiano bien pudo estar del
lado de los victimarios. Ya que si pensamos que entre comunistas,
socialdemócratas y judíos alemanes debe de haber estado la mayoría de los no-
cristianos de esa nacionalidad, los victimarios de los campos deben haber sido en
su mayoría luteranos y católicos. Reconozcamos, empero, que una lógica maniquea
nos retrotrae a la imposibilidad de postular una clara geografía del mal. ¿Quiénes
dan testimonio? ¿Qué territorio reconocerá como suyos y a cuales mártires? “Dios
reconocerá a los suyos” fue la respuesta que un capitán español diera a su ayudante
que le hacía ver que la carnicería que estaba desatando abarcaba por igual fieles e
infieles. Pero el problema está aquí, entre víctimas y victimarios. Y, aun a riesgo de
ser injustos, podríamos extender el concepto de víctimas hasta lo victimarios, ellos
también víctimas del poder. En este punto, y con razón, el sentido moral se indigna.
Pero no el sentido político, que reconoce en la inmanencia del poder el subterfugio
de proclamar una culpa trascendente.

3.- Tratemos de ordenar nuestro tema. Podríamos proponer dividirlo en tres


situaciones diferentes. En primer lugar, Dios como Ser Supremo, como concepto
puro. En segundo término, el Dios señor de la Historia, el que mediante milagros,
admoniciones y premoniciones se reserva un lugar activo, primordial y poderoso en
el desarrollo de las aventuras colectivas e individuales del ser humano. En tercer
término, el Dios vivo, aquel con el cual, a través de la oración y la plegaria
establecemos una relación de persona a persona. ¿Tres perspectivas diferentes y
un solo Dios no más? ¿O tres personalidades diferenciadas según su esencia o de
acuerdo a su función? Veamos.

4.- La primera de las vías propuestas nos conduce a esa concepción de un ser
supremo y todopoderoso que según formas diversas aparece en casi todas las
culturas. Tal vez Parménides el primero, pero con toda seguridad Platón (Theus, o
el Demiurgo) y Aristóteles (el motor inmóvil) constituyen, en nuestra tradición, las
formas primeras de un “super ser” que preside la escala valórica en que todas las
cosas parecen insertarse. “Rex regum, dominus dominorum, in saecula saeculorum,
et regnabit in aeternum” como lo define la versión latina del Aleluya del Mesías de
Haendel. Un ser supremo que parece requerir, sin embargo, de una prueba racional,
universal, de su propia existencia. Y cuyo máximo exponente parece ser la
proposición de San Anselmo que, tautológicamente, obtiene dicha prueba de la
propia definición de ese Dios. Demás está recordar que a todas las pruebas de la
existencia de Dios, Kant terminó metiéndoselas en el bolsillo junto con los táleros
que le sirven de símbolo.

La segunda perspectiva nos lleva al Dios Señor de la historia, que, para nosotros,
hace su primera aparición en el Génesis. Aquí, muestra el Creador del Universo una
gran familiaridad con los recién creados hombres. Reta a Adán y Eva, con su propia
voz reprende a Caín, recomienda a Noé cómo salvar su vida y la de todo el mundo
natural viviente –excepto quienes sabemos- frente al diluvio inminente. Entre
paréntesis ¿Qué fue de todos aquellos que desaparecieron bajo las aguas, como
ratoncillos de laboratorio o conejillos de Indias? Luego, Jahvé se aparecerá en
sueños a Abraham para anunciarle su amplia descendencia y su glorioso destino y,
posteriormente, lo hará en persona para anunciarle el nacimiento de su hijo Isaac y
para informarle de la próxima destrucción de Sodoma y Gomorra, Se hace presente,
entonces, por primera vez, ese espíritu indagatorio y moralmente inquieto del pueblo
judío. Pregunta Abraham, ¿si apareciesen 50 justos, castigarías aun así a todo el
pueblo? Jahvé replica negativamente. Abraham insiste en el número de justos que
pueden salvarse y salvar al resto del pueblo hasta llegar a diez. Podemos inferir que
no hubo siquiera 10 justos en Sodoma y Gomorra, pues fueron destruidas.

Parece que una vez asegurada la dependencia del pueblo elegido con su Creador,
las relaciones mutuas se fueron relajando y sólo algunos Profetas, lograron
mantener una vía de comunicación. En todo caso, Jesús dejó bien en claro cómo
en su época predominaba esa forma vacía e hipócrita del culto representado por los
Fariseos –“sepulcros blanqueados”- . La recomposición de la relación de los
hombres con Dios requirió entonces, el envío de su propio hijo, a fin de redimir
pecados y crear una nueva relación, más íntima y verdadera, entre Dios y todos los
hombres, aun a riesgo de aumentar –como sucedió- el número de intermediarios
que ocupan el cielo. Así, la nueva religión amparará no sólo a un pueblo elegido
sino a toda la humanidad. Como dirá San Pablo, “no hay judío ni griego, no hay
siervo ni libre, no hay varón ni hembra” (Gálatas, 3,2).

5.- No podemos negar el inmenso peso histórico del Dios tanto del antiguo como el
del nuevo testamento. ¿Quién sino Él sacó al pueblo de Israel de su doble
cautiverio, en Egipto y en Babilonia? ¿Quién sino ese mismo Dios logró que la
avanzada del pueblo elegido se atreviera a pisar las aguas del Mar Rojo y hacer
que ellas retrocedieran y abrieran paso a la muchedumbre? ¿Quién sino esa misma
fuerza divina signó los estandartes de las huestes de Constantino y logró que éste
convirtiera a Roma y su Imperio; quién envió a la conquista y a la muerte a cruzados
y templarios en busca del dominio cristiano de Jerusalem? ¿Quienes sino Dios y el
Apóstol Santiago acompañaron y guiaron a aquellos valientes que- con sus brazos
rojos de la sangre de los infieles -como relata el romancero del Cid- reconquistó
España y, después conquistó América? ¿Quien sino Dios mismo pudo guiar o
inspirar a los tercios españoles que tomaron y saquearon Roma, matando a sus
compañeros de religión? ¿Quién sino el mismo Dios lleva a esos bravos cristianos
–aun cuando luteranos y reformados- a surcar el Océano en busca de su libertad y
luego a conquistar el salvaje y lejano Oeste bajo la divisa “in God we trust”. Y
podemos, ahora, preguntarnos, ¿a quienes guió y protegió Dios en Auschwitz, a
víctimas o a victimarios?. ¿No pudiste, Señor, así como lo hiciste con el brazo de
Abraham, dispuesto a matar a su hijo Isaac, paralizar el brazo del asesino nazi?
¿No hubo entre las víctimas ni siquiera diez justos para salvarlas? Hace ya mucho
tiempo que la sabiduría popular supo responder a estas aparentes incongruencias.
En tiempos de mayor incumbencia divina en los destinos humanos surgió una copla
que aun conserva la memoria popular: “vinieron los sarracenos y nos molieron a
palos, que Dios protege a los malos cuando son más que los buenos”. De modo
fácil, directo y además en verso, el pueblo da su opinión sabia. Primero al problema
metafísico por excelencia del mal en lucha contra el bien, y su trascendente
solución. En segundo lugar, de que los criterios divinos son simples y muy
comprensibles desde el punto de vista humano: la cantidad, es decir, el poder.

5.- Claude Lanzmann, en su film Shoah, cita la carta del Rabino Jacob Schulmann,
del pueblo polaco de Grabow, en 1942, que informa a sus correligionarios de Lodz:
“Queridos amigos, no os he respondido hasta hoy pues no sabía nada de preciso
sobre lo que me habían relatado. ¡Ay! Para nuestra gran desgracia ahora lo
sabemos todo gracias a un testigo ocular que se ha salvado por azar. El lugar donde
han sido exterminados se llama Chemno, cerca de Domble y todos han sido
enterrados en el bosque de Rzuzsow. A los judíos se les mata de dos maneras,
mediante el gas o por fusilamiento. Después de algunos días se han llevado miles
de judíos de Lodz y con ellos han procedido de igual forma. No crean ustedes que
esto lo dice un hombre atacado de locura. ¡Ay!, ésta es la trágica, la horrible verdad.
‘Hombre, desgarra tus vestiduras, cubre tu cabeza de ceniza, corre en medio de las
calles, y danza poseído por la locura”. Estoy tan cansado que no puedo siquiera
escribir. Creador del Universo, ¡ven en nuestra ayuda!”

Al final de esta lectura, Lanzmann añade: el Creador del Universo no vino en ayuda
de los judíos de Grabow. Junto con su Rabino todos murieron en los camiones a
gas de Walter Rauff en Chemno.

Richard Glazar, sobreviviente de Treblinka, siempre en el film de Lanzmann,


recuerda : “a fines de 1942, en la parte del campos que llamábamos “el campo de
la muerte” surgieron inmensas llamas de todos los colores imaginables.
Repentinamente, dentro de nuestras barracas surgió una voz potente –era de quien
había sido cantor de la Opera de Varsovia- que comenzó a salmodiar un canto que
me era desconocido:

“Dios mío, Dios mío,


¿por qué nos has abandonado?
Ya en otra ocasión nos has librado a las llamas,
sin embargo nunca hemos renegado de tu Santa Ley.”
Entonces supimos, continúa Glazar que a partir de entonces, los muertos no serían
ya enterrados, sino quemados.

El escritor franco-español Jorge Semprún relata en su libro “La escritura o la vida”


que cuando su inolvidable profesor de filosofía en La Sorbonne (Maurice
Halbwachs) está muriendo en la barraca, le recita a modo de plegaria el poema de
Baudelaire,” Oh mort, vieux capitaine, il est temps, levons l’ancre”. Versos que nos
traen a la memoria aquellos de su contemporáneo Walt Whitmann: “Capitán, mi
capitán el espantoso viaje ha terminado”. Un año más tarde, continúa Semprún,
junto al lecho de muerte de Diego Morales, un joven combatiente republicano
español, fraterniza con el agonizante con un poema de César Vallejo:

Al fin de la batalla
Y muerto el combatiente
Vino hacia él un hombre
Y le dijo “no te mueras, te amo tanto”
Pero el cadáver, ¡Ay! Siguió muriendo.

Y también estos versos parecen enlazarse, de rara manera, con esos del Neruda
joven que dicen:

Amiga no te mueras
y escucha estas palabras
que nadie las diría
si yo no las dijera:
Amiga, no te mueras!

Es que, casi siempre, un solo verso basta para convocar a todo el amplio universo
de la poesía, que es un universo fraternal y confortante. Entonces, quizá, a pesar
de la afirmación de Th. Adorno de que después de Auschwitz no puede haber
poesía -de hecho la ha habido- ella puede ayudar a darnos la universalidad de la
comprensión.
7.-Las actuales tecnologías nos colocan delante la imagen de un joven musulmán,
cintillo en la frente, como la cinta o la rama de olivo en los atletas griegos vencedores
o como el nimbo cristiano, señal de fe y martirio, que con tranquila mirada se sube
a un camión con explosivos –tan mortífero como los camiones de Walter Rauff- y
va en busca de su propia salvación. ¿Víctima o victimario? Qué sentido podría tener
esta cruel e inútil dialéctica de la impotencia alienante? ¿Cuál es el bando de Dios?

Dice Zygmuntb Baumann, en su libro Modernidad y holocausto, “la noticia más


aterradora que produjo el Holocausto no era que nos pudieran hacer “esto” sino que
nosotros también podíamos hacerlo”. Hay algo de incómodo en el dividir el universo
concentracionario en víctimas y victimarios, no por que las víctimas pudieran tener
algo de victimarios sino más bien porque estos últimos son, en un cierto sentido,
también víctimas, o nosotros, victimarios. El gesto del socialista Willi Brandt pidiendo
perdón de rodillas en lo que quedaba del Ghetto de Varsovia, también, como en el
caso del suicida musulmán, trastrueca un poco los papeles. Alguien que estuvo
entre los posibles internados de Auschwitz, se pone el sayo de los victimarios para
pedir perdón, en un gesto que nosotros también conocimos. La división entre
víctimas y victimarios hace posible discernir entre el bien y el mal, y, por lo tanto,
otorgar a la divinidad un lugar seguro, aun a costa de dejar situaciones sin
explicación. ¿Quiénes, en fin de cuentas, gozaron, en Auschwitz, de la protección
divina?

Con la llegada del poder de la técnica –y vaya si hay algo más propio del hombre
que la técnica- el Dios de la historia y de la justicia se ve enfrentado a nuevos
dilemas. Por ejemplo, uno frente al cual estamos hoy a diario. Un enfermo para
salvar su vida, requiere de un trasplante que sólo un donante (léase víctima o
cadáver) puede proporcionárselo. Se organizan, entonces mandas y cadenas de
oración por quienes ofrendan al Dios pidiéndole que proporcione al donante. Pero,
por tesis, se trata del mismo Dios que debió atender dos plegarias contradictorias y
que ante el dilema deberá decidir por una ¿Por cual, con qué razón? En todo caso
podemos estar seguros que este dilema divino pronto podrá ser resuelto por el
hombre mismo y su tecnología, como, cuando en el caso de otros órganos, no se
requiera de cadáveres donantes. El hombre salvará a Dios de su terrible dilema de
matar a un ser humano para salvar a otro.

La tercera perspectiva que nos propusimos tratar es aquella que nos coloca frente
a un Dios personal y que en cierto sentido transforma su trascendencia en
inmanencia, que nos lleva a buscarlo dentro de nosotros mismos antes que en la
filosofía, la teodicea o la historia. Algunos profetas fueron los últimos que en el
mundo antiguo nos encontramos con atisbos de esa relación interior y plena con la
divinidad. Tal vez el encuentro de San Pablo con Dios camino a Damasco fue la
última vez que Dios en persona objetiva y ubicable en el espacio y en el tiempo,
hace su aparición. Será Tertuliano –o alguien de su entorno- quien descubrirá el
camino interior hacia Dios: la fe o la creencia –por absurda que ésta pueda parecer.
Pero le abrió el camino a San Agustín para encontrarlo en los “vastos palacios” de
su memoria. Esta relación nueva, de persona a persona- es la que expresa tan bien
el anónimo poeta de

“No me mueve mi Dios para quererte


el cielo que me tienes prometido…
Tú me mueves, señor, muéveme el verte…

Ni en la teodicea (justicia divina, nueva Alianza) ni en las acciones humanas reside


el verdadero encuentro con Dios, sino más bien en la soledad suprema, la del
recogimiento. Ni voces dadas o recibidas, ni imprecaciones sino esa nueva forma
de vida interior en el mundo cristiano que es la oración, la plegaria y su máxima
expresión: la experiencia mística, un encuentro íntimo entre dos individuos, dos
personas. En todo caso, una experiencia que se dice inefable, más allá de toda
palabra.

De modo extraño, así como los grandes místicos hablan de una comunión total e
inefable, así los sobrevivientes de los campos señalan la incomunicabilidad de una
experiencia, que suele terminar en un total desencuentro consigo mismo y con la
realidad circundante. Como sabemos, su ejemplo extremo son los llamados
“musulmanes” en la jerga de los campos. Ahora bien, no deja de ser singular que
muchos de quienes han contado su vida de prisioneros, hayan dicho que sólo el
silencio pareciera ser la única manera de referirse al horror (entre ellos, Elie
Wiessel). En todo caso, un silencio muy diferente del de Heidegger respecto de la
misma situación. Tampoco deja de ser una paradoja que los místicos estén entre
los grandes cultores del idioma. Baste nombrar a Meister Eckhart, a Santa Teresa
de Ávila, a San Juan de la Cruz. En este caso, bien podría entonces sostenerse que
la experiencia mística es una forma de experiencia estética, o su antesala. En esta
misma relación entre mística y creación, entre entusiasmo (que etimológicamente
significa tener a Dios consigo) y arte, el Platón del Fedro y del Ion nos da cuenta de
los lazos necesarios entre esa forma de alienación que nos pone en contacto directo
con la divinidad, con la Musa, y la obra del creador y del intérprete.

Quien mejor que San Juan de la Cruz expresa la claridad enceguecedora de esa
experiencia. O el poema de Santa Teresa de Ávila:.
Esta divina unión
Del amor con que yo vivo
Hace a Dios ser mi cautivo
Y libre mi corazón
Mas causa en mi tal pasión
Ver a Dios mi prisionero
Que muero porque no muero.

Este Dios de la experiencia personal es, entonces, muy diverso del Ser supremo
que requiere probar su existencia, o del Dios, señor de la Historia, de conducta más
bien ambigua. En la medida en que Él aparece en persona, no requiere de otra
condición para existir que aparecer al final del camino de bienaventuranza. En este
sentido, sin dejar de reconocer la verdad intrínseca de una experiencia, aparece
como discutible que la persona del otro lado de lo inmanente sea verdaderamente
un ser trascendente a este mundo.

Pues, también suele suceder que la experiencia mística no tenga a Dios como fin
sino a su propia belleza, fuente de conocimiento sublime, como en el caso de Buda
o sus seguidores.

Pero la desaparición de Dios no nos deja desamparados La confusión posible entre


la experiencia estética y la experiencia nos conduce a valorar ambas como simbiosis
de lo inmanente y lo trascendente. Creo, sin embargo que hay una experiencia
puramente humana, que no necesita de Dios para ser la más profunda y compartida
de la vivencias Es la experiencia del amor, que junta dos sujetos la vez en una
experiencia interior, inmanente y compartida en los actos trascendentes, comunes
de ambos (ni tu amor, ni mi amor, sino el amor concreto que creamos los dos).

Dios como ser supremo, sujeto de la teología y la teodicea, al fin de cuentas, no


necesita de pruebas para constituirse de tema de discusión –y sólo eso- entre
quienes tienen fe y quienes no. El Dios de los milagros y de la historia está sometido
a un proceso de secularizacón que más y más lo aleja de nuestra existencia
cotidiana. En cuanto al Dios personal, como la sombra de Buda a que se refiere
Nietzsche, debe tener aun algunos milenios de existencia fantasmagórica.

Bien, aquí doy fin a esta diatriba contra un amigo-enemigo. O, si ustedes prefieren,
a una plegaria que podría decirse así: “Dios, resucítate. Así como volviste a la vida
a tu Hijo y éste a Lázaro, resucítate”. Pero en todo caso, esto no es más que un
deseo, tal vez inspirado por Tertuliano. Pero una tenaz tendencia a la incredulidad
me lleva a decir: “Deus, Dómine, requiescat in pace.
Sobre el problema de Dios de Sartre
23

Norman Mailer
30 noviembre 2005

Diría que Sartre, a pesar de su indiscutible vigor intelectual, su talento y su


personalidad, es aún el hombre que descarriló el existencialismo, que lo sacó de
cauce. Esto pudo ser, en parte, porque dio un rodeo demasiado grande para evitar
el pensamiento de Heidegger. Heidegger dedicó su vida a trabajar con ahínco en la
grieta de las asentaderas de la filosofía, justo ahí en la hendidura entre el Ser y el
Ser-ahí. Incluso sugeriría que Heidegger estaba buscando una conexión viable
entre lo humano y lo divino que no enardeciera irreparablemente a los mandarines
alemanes de la era posterior a Hitler que reinaban entonces, que no tenían prisa por
perdonarle su pasado y que difícilmente habrían fomentado su viraje hacia lo
irracional.

Sartre, sin embargo, parecía cómodo como ateo incluso si su pisada filosófica
carecía de una base en la cual apoyarse. Al diablo con eso, él no lo necesitaba.
Estaba listo para sobrevivir en pleno aire. Somos franceses, estaba dispuesto a
declarar. Tenemos mente, podemos vivir con el absurdo y no pedir recompensas.
Esto es así porque somos lo suficientemente nobles para vivir con el vacío, y
suficientemente fuertes para elegir una ruta por la cual incluso estamos dispuestos
a morir. Y haremos esto en absoluto desafío al hecho de que, ciertamente,
carecemos de base. No esperamos un Más Allá.

Era una actitud, una postura orgullosa; era igual a vivir con la mente de uno en el
espacio informe, pero privó al existencialismo de exploraciones más interesantes.
Pues el ateísmo es una empresa estéril cuando se encuentra con la filosofía. (¡Basta
pensar en el Positivismo Lógico!) El ateísmo puede enfrentarse con la ética (como
en ocasiones lo hizo Sartre brillantemente), pero cuando se trata de metafísica el
ateísmo termina en una celda cerrada. Después de todo, es casi imposible para un
filósofo indagar sobre cómo es que estamos aquí sin manejar alguna noción de lo
que debió ser una fuerza previa. Si la existencia surgió ex nihilo, la especulación
cósmica se asfixia. Y peor, en el caso de Sartre. La existencia se dio sin una sola
clave que sugiriera si estamos aquí por un buen propósito o si no hay razón alguna
para nosotros.

De cualquier manera, el talento filosófico de Sartre era condenadamente hábil. Era


capaz de funcionar con precisión en las altas esferas de cada una de las estructuras
lógicas que levantaba. ¡Si tan sólo no hubiera sido un existencialista! Pues un
existencialista que no cree en algún tipo de Otredad es igual a un ingeniero que
diseña un automóvil que no requiere de conductor ni acepta pasajeros. Si el
existencialismo ha de florecer (es decir desarrollarse a través de una serie de
nuevos filósofos que construyan sobre premisas previas), necesita un Dios que no
esté más seguro del fin que nosotros; un Dios artista, no un legislador; un Dios que
padezca las incertidumbres de la existencia; un Dios que viva sin ninguna de las
garantías preestablecidas que se posan como íncubos sobre la teología formal, con
su egoísta y flatulenta suposición de un Ser que es Todopoderoso y Bondadoso.
Qué pantagruélico oxímoron —Todopoderoso y Bondadoso. Una noción que
pasmaría a cualquiera y a todos los teólogos formales que intentaran explicar un
terremoto. Ante la furia de un tsunami, sólo pueden soltar una ventosidad. La noción
de un dios existencial, de un Creador o Creadora que probablemente hizo su mejor
esfuerzo artístico pero que, aun así, fue descuidado al diseñar las placas tectónicas,
está fuera de su alcance.

Sartre era ajeno a la posibilidad de que el existencialismo podía prosperar si tan


sólo asumiera que, de hecho, tenemos un Dios quien, sin importar Sus dimensiones
cósmicas (ya sean más grandes o más pequeñas de lo que suponemos), encarna
de todos modos algunas de nuestras faltas, nuestras ambiciones, nuestros talentos
y nuestra oscuridad. Pues el fin no está escrito. Si lo está, no hay lugar para el
existencialismo. Si nuestras creencias se basaran en el hecho de nuestra existencia,
no nos costaría demasiado trabajo asumir que no sólo somos individuos, sino que
bien podemos ser parte vital de un fenómeno más grande que busca una visión más
aguda de la vida, una visión que posiblemente podría emerger de nuestra condición
humana presente. No hay razón, se puede argüir, por la que esta suposición no esté
más cerca del ser real de nuestras vidas que cualquier otra que nos ofrezcan los
teólogos oximorónicos. Sin duda es más razonable que la suposición de Sartre —a
pesar de su deseo apasionado de una sociedad mejor— de que estamos aquí
querámoslo o no y que debemos lidiar de la mejor manera posible con la nada
endémica instalada en la eterna falta de base. Sartre fue ciertamente un escritor de
grandes dimensiones, pero también fue un verdugo filosófico. Guillotinó el
existencialismo cuando más necesitábamos escuchar su aullido, su graznido
salvaje diciendo que hay algo en común entre Dios y todos nosotros. Como Dios,
somos artistas imperfectos haciendo lo mejor que podemos. Podemos tener éxito o
fracasar —Dios y nosotros. Ése es el aire implícito, aunque no desarrollado, del
existencialismo. Haríamos bien viviendo otra vez con los griegos, con la esperanza
de que el fin permanece abierto pero que la tragedia humana bien puede ser nuestro
fin.

Las grandes esperanzas no tienen una base real a menos que uno esté dispuesto
a encarar la fatalidad que también puede estar en camino. Ésos son los polos de
nuestra existencia —tal y como han sido desde el primer instante del Big-Bang. Algo
inmenso puede estar fraguándose, pero para enfrentarlo haríamos mejor
esperando, no que la vida provea las respuestas que necesitamos, sino que nos
ofrezca el privilegio de afinar nuestras preguntas. No es el absolutismo moral sino
el relativismo teológico el que haríamos bien en explorar, si lo que realmente
necesitamos es un Dios con el que podamos comprometer nuestras vidas.~
Afirmé en un artículo anterior que “vivir un ateísmo radical, profundo, hasta las
últimas consecuencias de esa postura, es algo prácticamente imposible y que tarde
o temprano lleva a una alternativa: la conversión o el suicidio.”

El problema de Dios o de no-Dios se lo plantearon de la manera más radical los


filósofos existencialistas. Sören Kierkegaard, “el padre” de todos ellos, lo resolvió
así: a) “Las ideas objetivas (matemáticas, física, ciencias, etc.) no son esenciales
para la vida. No son de vida o muerte.” b) “Lo importante es si el Cristianismo es
verdadero o no, si Cristo resucitó o no. Ahí no caben términos medios: hay que
decidir. Optar: o lo uno, o lo otro.” c) Europa camina hacia su ruina, con gente cada
vez más cobarde ante lo esencial. Su cobardía es una cobardía vital.” Pienso que
esa cobardía vital, no plantearse la opción “b”, vivir en superficie, es una plaga que
se ha ido extendiendo mas allá de Europa, incluyendo gente de nuestro país.

De los existencialistas, el más ateo fue el francés Jean Paul Sartre (1905-1980).
Para Sartre el hombre es libertad, es lo que él mismo se hace –ahora diríamos “la
autorrealización”–. El hombre también es “una pasión para fundar el Ser, constituir
el En-Sí, el ser que es causa de sí, es decir, Dios. Pero la idea de Dios es
contradictoria y nos perdemos en vano”.

A veces –sigue Sartre– el ser humano se sumerge en la mala fe: se niega a elegir
y se refugia en lo cotidiano, lo común, etc. y entonces se cosifica, se hace cosa. Hoy
diríamos: “se masifica”.

Para colmo de esta visión egocéntrica, Sartre piensa que no cabe una autentica
relación con los otros seres humanos porque, al conocerlos, “los convierto
necesariamente en objetos” y por tanto “el infierno son los otros”. Ante esta realidad,
y la evidencia insoslayable de la muerte, Sartre decide que todo está de más y por
lo tanto la consecuencia es la náusea y el concluir que “el hombre es una pasión
inútil”.
El ateísmo de Sartre es profundo, radical, pero toda vida encierra misterios. Por eso
mismo, juzgar a una persona es algo que solo Dios lo puede hacer con justicia y
conocimiento plenos. Y Jean Paul Sartre es un caso que ilustra muy bien esto.

Estamos en 1940, en la Segunda Guerra Mundial. Jean Paul Sartre tiene 35 años y
es uno de los doce mil soldados franceses prisioneros en un campo de
concentración nazi en Alemania. Los capellanes católicos obtienen permiso para
celebrar la misa del Gallo en la Navidad. Se estaban ensayando villancicos pero
Sartre –primera sorpresa– les propone algo más: celebrar un Misterio Navideño.

Sartre escribió, dirigió y representó un Auto Sacramental, que fue su primera obra
teatral. Se llamó “Barioná, el Hijo del Trueno”, obra perdida para el gran público
hasta que la descubrió y la hizo reeditar un profesor universitario español, José
Ángel Argejas.

En esta ocasión la jefatura del Lager no le niega el permiso y no le censura ni una


línea. Sartre se encarga de todo, texto, dirección, ensayos, vestuario, etc. y además
se incluye entre los actores, pero –segunda sorpresa– no representará al
existencialista ateo “Barioná”, sino que interpretará al Rey Mago Baltasar.

La edición española actual de Barioná, el hijo del trueno lleva el subtítulo de “un
ateo que presenta mejor que nadie el Misterio de la Navidad”. Ese juicio
corresponde al teólogo René Laurentin, para quien, después de los Evangelios, esta
obra de Sartre es la que más le ha ayudado a ver el Misterio de la Navidad. Sartre
presenta la lucha de la libertad humana afirmándose contra Dios, pero lo hace
conduciendo magistralmente a su auditorio hacia la admiración del misterio de Belén
y al compromiso y la respuesta personal que exige el Cristo-Niño, el Dios-con-
nosotros. Y es Sartre, interpretando al Rey Mago Baltasar –tercera sorpresa– el que
anima al ateo Barioná, a que acepte el nuevo sentido que tendría su libertad si
reconocía al Niño como el Mesías salvador. Al acabar la función, Sartre estuvo –
cuarta sorpresa–, con el resto de los prisioneros, en la misa del Gallo.

Se puede interpretar todo esto de muchos modos. ¿Fue sólo por respeto a sus
compañeros de cautiverio, muchos de ellos católicos, por lo que trató tan bien la
postura creyente? ¿Fue por agradecimiento con alguno de los capellanes católicos
de aquel Lager? ¿O fue porque ese Sartre joven quiso retarse a sí mismo
representando lo que no creía y atacando lo que creía? Pero, ¿por qué tuvo tanta
fuerza persuasiva la tesis cristiana en esa obra suya? ¿Fue porque el Espíritu Santo
“sopla donde quiere”? En cualquier caso, allí no se cumplió lo de que “el infierno son
los otros”.

Después, ya liberado, su ateísmo amargo y radical cobró mayor énfasis, le rindió


buenas ganancias en la venta de sus obras y en su fama literaria hasta llegar a un
Premio Nobel que rehusó. Sus relaciones íntimas tan conflictivas con la musa del
feminismo ateo, la Simone de Beauvoir, también contribuyeron para afirmar esa
postura. Así se mantuvo, muy lejos de Dios, durante muchos años. Pero…

Hace tiempo, en un editorial del ABC español y en un libro leído sobre Dios y el
universo –creo que era de Etienne Gilson, conversando con dos físicos de origen
yugoeslavo– tuve indicios de un cierto cambio en el ateísmo de Sartre. Más tarde
apareció en un diario francés.

Fue Le Nouvel Observateur el que recogió un diálogo de Sartre con un marxista,


pocos días antes de su muerte. Sartre dijo allí: «No me percibo a mí mismo como
producto del azar, como una mota de polvo en el universo, sino como alguien que
ha sido esperado, preparado, prefigurado. En resumen, como un ser que sólo un
Creador pudo colocar aquí; y esta idea de una mano creadora hace referencia a
Dios».

Esas pocas palabras fueron como una bomba para muchos de sus admiradores.
Simone de Beauvoir quedó alucinada y se dedicó, con verdadera saña, a ocultar
esa “claudicación”. Norman Geisler, (en The intellectuals Speak out About God,
Chicago 1984) recoge la consternación que esa confesión de Sartre produjo en
todos sus colegas. El hecho era una noticia-bomba. ¿Por qué no estalló en las
mejores páginas de los grandes diarios del mundo?

A mí no me extraña demasiado ese silencio. Es lo habitual. Tampoco se ha dado


publicidad a la muerte de Voltaire, como católico. Tampoco figura en muchos
espacios de Internet la conversión al catolicismo del Premio Nobel Alexis Carrel; ni
otros muchos ateos ilustres que alcanzaron la fe; ni de como Albert Camus, poco
antes de su muerte en accidente, quería creer; ni de un montón de anticlericales
que mueren contritos y confesos, ni de etc., etc., etc.

Para los que dominan las Agencias de Prensa internacionales y otros grandes
Medios Informativos, siempre hay grandes titulares y generosidad de espacios para
cualquier escándalo eclesiástico o para todos los saramagos del mundo que hacen
alarde de estar contra Dios o contra su Ley Moral Universal.
La Verdad tiene su hora, su Juicio Universal, pero también algo mucho más
modesto: algunos rayitos de luz en Internet, para el que sabe buscar.

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