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AVANCES DEMOCRÁTICOS

Bibliografía utilizada: Alain Rouquié y Stephen Suffern. “LOS MILITARES EN LA POLITICA


LATINOAMERICANA DESDE 1930” (Capítulo 5 del Tomo 12 de Leslie Bethell)

Los límites del Militarismo: “Estados Civiles”

Se ha sugerido a veces que las estructuras sociales de las naciones latinoamericanas eran
poco propicias a la expansión de la democracia representativa. Sin embargo, es innegable
que existe un reducido número de países, dispersos por toda la región, donde el gobierno
civil ha predominado durante períodos relativamente largos. Los militares no
intervencionistas no son una especie totalmente desconocida en América Latina.

A finales del decenio de 1980, cuatro naciones latinoamericanas sobresalían por haber
disfrutado de treinta años de gobierno civil y subordinación militar ininterrumpidos. No
vamos a decir que estos cuatro países favorecidos hayan sido dechados de virtudes
democráticas, ni que en ellos no se hayan producido intentos de golpe de estado. Ocurre
sencillamente que:

 Costa Rica Son los únicos estados latinoamericanos


 Venezuela donde, durante más de un cuarto de siglo, las
 México relaciones entre civiles y militares no han sido
 Colombia pretorianas y donde los golpistas, cuando los
ha habido, no han tenido éxito.

Caso de Venezuela: durante el primer tercio del siglo fue el clásico país de tiranía tropical,
luego (durante más de treinta años después de 1958) fue una democracia modélica donde
la alternancia en el poder de socialdemócratas y democratacristianos iba acompañada de
niveles sin precedentes de participación electoral.

Rómulo Betancourt fue elegido presidente en 1958 y patriarca de la democracia


venezolana hasta su muerte en 1981. Desde la administración Betancourt hasta
comienzos de los años noventa, las fuerzas armadas venezolanas permanecieron calladas
en lo que se refiere a la política.

Caso de México: en el México posrevolucionario, la fuerza del estado y la legitimidad del


partido oficial identificado con él han sido las bases principales de una estabilidad y una
preponderancia civil probadas. El Partido Revolucionario Institucional (PRI) es
todopoderoso y nada hay que se considere ajeno a su competencia. No es extraño que
semejante sistema, que controla la totalidad de la vida nacional, controle también a los
militares.

¿Cuáles son los principales factores que tienden a limitar el militarismo?

a. En el lado militar y contrariamente a lo que se suele creer, la profesionalización


débil o tardía ha servido para reforzar el ascendiente civil.
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b. La fusión y la confusión de los papeles políticos y militares, que fueron origen de
inestabilidad en el siglo XIX, han aparecido como medio de controlar a las fuerzas
armadas en el XX.
c. La fuerza y la coherencia del sistema de partidos también parecen haber
desempeñado un papel decisivo:
 a veces, como en Colombia, porque el sistema profundamente arraigado se
ha identificado con la sociedad civil,
 otras veces, como en el caso de México, porque el sistema de partidos se
ha confundido con el estado, en una situación de monopolio legitimado
históricamente.
d. La democracia entendida como fórmula conciliatoria y como acuerdo, tácito o de
otra clase, para la cooperación social significa necesariamente que lo que está en
juego desde el punto de vista social es poco y que existe un pacto que prohíbe el
recurso a las fuerzas armadas contra el gobierno que está en el poder.--> Por
decirlo de otro modo, un régimen político en el cual la oposición esté situada
dentro del sistema institucional, en el cual las fuerzas políticas progresistas y las
sindicales sean débiles y en el cual la participación de las masas sea controlada y
encauzada, o marginada, tiene cierta probabilidad de resistir la militarización.

Sin embargo, no hay métodos infalibles para asegurar el ascendiente civil, del mismo modo
que no hay ningún modelo para la desmilitarización duradera y garantizada. En este
sentido, la única constante en América Latina ha sido el carácter efímero e inestable de los
regímenes militares de la región.

¿Desmilitarización? Los años ochenta y después.

En otros momentos del siglo en curso, las dictaduras militares latinoamericanas han dado
paso a instituciones civiles, representativas. Con todo, es raro presenciar una retirada
militar general del poder como la que se produjo durante el decenio de 1980. En efecto, a
mediados de 1990 en ningún país de América Latina seguía en el poder un gobierno
militar en el sentido riguroso de la expresión. En estos países el traspaso del poder de los
presidentes civiles a sucesores también civiles y elegidos libremente puede interpretarse
como uno de los indicios de la solidez de la desmilitarización. En 1990 el poder ya había
cambiado de manos entre civiles trece veces en los primeros nueve países
“desmilitarizados”.

El reflujo de la marea militar en América Latina fue fruto de factores mundiales,


regionales y locales. Que la vuelta al gobierno civil se produjera durante un período de
doce años (1979-1990) nos indica que las causas continentales no produjeron efectos
simultáneos o uniformes en cada país, y que las características nacionales desempeñaron
un papel clave en lo que se refiere a determinar el momento, así como las condiciones y
las consecuencias, de la retirada militar. Sin embargo, pueden identificarse dos elementos
contextuales que tendieron a favorecer el proceso de desmilitarización en gran número
de casos.

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El primero fue la crisis económica mundial, con sus repercusiones en América Latina,
entre las que destaca el problema de la deuda exterior. Generalmente los tiempos difíciles
favorecen los cambios de gobierno. Allí donde los militares habían subido al poder
prometiendo mejorar los índices de desarrollo mediante una reorganización y una
modernización, progresistas o conservadoras, del orden socioeconómico, la crisis tuvo
efectos deslegitimadores especialmente fuertes. La erosión del apoyo se reflejó, entre
otras maneras, en un aumento de la “reivindicación democrática” por parte de sectores
que antes habían dado pocas señales de desear niveles de participación más elevados.

El segundo de los elementos fue la política regional de los Estados Unidos a favor del
predominio (al menos superficial) de las formas civiles, representativas y democráticas.
Jimmy Carter (1977-1981), Ronald Reagan (1981-1989) y George Bush (1989-1993)
tenían una actitud de oposición al militarismo usurpador que había adoptado la
administración demócrata.

Aunque estos factores generales intervinieron en muchas de las transiciones del gobierno
militar al civil, el proceso siguió caminos distintos en cada uno de los diversos países que
volvieron al gobierno civil.

Cabe preguntarse qué grado de influencia política en general retuvieron los militares en
los países donde se eligieron presidentes y asambleas legislativas civiles.

Podría decirse que en los países donde se restauró el gobierno civil entre 1979 y 1990, los
regímenes acabados de instaurar no siempre dominaban por completo, o sencillamente
controlaban, sus fuerzas armadas. En particular, el período inicial después de la retirada
de los militares del poder solía caracterizarse por las fricciones declaradas entre las
autoridades militares y las civiles.

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GOBIERNOS AUTORITARIOS

NOTA: (Dentro de la Evolución Histórica de las fuerzas armadas se muestra cuándo


existieron gobiernos autoritarios) desde ALAIN ROUQUIÉ Y STEPHEN SUFFERN

Evolución histórica de las fuerzas armadas

Aunque no hay militarismo en el sentido riguroso de la palabra antes de que existiesen


ejércitos permanentes y oficiales de carrera, las instituciones militares toman forma a
imagen de las naciones en las cuales aparecen.

Las fuerzas armadas de un país son:

 Símbolos de su soberanía nacional.


 Emblemas de progreso tecnológico y de modernidad. No era una inconsecuencia
que la modernización del aparato del estado empezara por su brazo militar:
 Modernización: La creación de fuerzas armadas permanentes y dotadas de
una oficialidad profesional formaba parte de una modernización de cara al
exterior vinculada de modo inseparable al crecimiento hacia afuera de las
economías nacionales.
 Progreso tecnológico: Es obvio que las fuerzas armadas de estas naciones
dependientes y no industrializadas sólo podían transformarse –y, en
particular, elevar su nivel tecnológico- imitando prototipos extranjeros.
Llevaron a cabo su modernización dependiente:
 comprando armas a los países europeos
 adoptando los modelos de organización y formación, e incluso las
doctrinas militares, de los países avanzados:
 el de Alemania con su tradición prusiana,
 el de Francia.

Desarrollo para modernizar y progresar:

Al escoger un modelo militar, una nación latinoamericana fundaba una relación especial
en la esfera diplomática, pero, sobre todo, en el comercio armamentístico.

Argentina y Chile solicitaron el envío de misiones militares alemanas que se encargasen


de reformar sus ejércitos, y a principios de siglo ambos países enviaron un número
importante de oficiales a Alemania para que recibieran instrucción avanzada en unidades
del ejército alemán. Los ejércitos argentinos y chiles adquirieron carácter alemán.

Chile, que se convirtió en una especia de Prusia latinoamericana, transmitió el modelo


militar alemán a otros países del continente enviando misiones del ejército o recibiendo y
formando a oficiales colombianos, venezolanos, ecuatorianos, y hasta salvadoreños.
Francia, por su parte, contribuyó a la modernización de los ejércitos peruano y brasileño.

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Gran Bretaña, la indiscutible metrópoli económica, se limitó a instruir al personal de la
marina y a construir buques de guerra.

La modernización de los ejércitos latinoamericanos llevó aparejadas dos reformas clave:

1. el reclutamiento de oficiales por medio de academias militares especializadas y su


formación en ellas;
2. la instauración del servicio militar obligatorio. La instauración del servicio militar
obligatorio cambió la situación. En lo sucesivo la tropa la constituyeron “civiles”
mientras que los profesionales permanentes con instrucción técnica fueron los
oficiales. Además, el servicio militar universal creó responsabilidades especiales
para el “ejército nuevo”. Tenía que inculcar un sentido cívico y moral en los futuros
ciudadanos que eran puestos a su cargo y fomentar su espíritu nacional.

Debido a sus responsabilidades cívicas y nacionales, así como a la independencia de que


gozaban sus oficiales, los nuevos ejércitos no estaban predispuestos a permanecer
callados en lo que se refería a la política. Patriotas profesionales y precursores de la
modernización del estado, estos nuevos oficiales no podían por menos de adquirir una
“conciencia de competencia” que les llevaría a intervenir con todo su peso, que no era
poco, en la vida pública.

En los decenios de 1920 y 1930 el activismo político de los militares como institución, que
era totalmente distinto de los tradicionales pronunciamientos de generales ambiciosos o
descontentos, aumentó de manera notable en gran número de países. Generalmente, los
oficiales se levantaban contra el statu quo y por ello puede decirse que las fuerzas
armadas entraron en la política por la izquierda del escenario. Por lo general, estas
intervenciones, en las cuales sólo participaban sectores minoritarios del estamento
militar, resultaban eficacísimas. En 1924 jóvenes oficiales chilenos obligó al Congreso a
promulgar leyes sociales de carácter progresista. El espíritu de los oficiales que
participaron en las revueltas de 1924-1925 se encarnó sucesivamente en la dictadura del
general Carlos Ibáñez del Campo (1927-1931) y luego fugazmente, aunque no sin brío, en
la efímera república socialista de junio de 1932, que fue instaurada por el coronel
Marmaduke Grove, oficial formado por los alemanes.

En Bolivia los oficiales jóvenes arrebataron el poder a los políticos tradicionales, a los que
juzgaban incompetentes y corruptos, un poco más tarde, después de que el país fuera
derrotado por Paraguay en la guerra del Chaco (1932-1935). Se propusieron llevar a cabo
reformas. De 1936 a 1939 los coroneles David Toro y Germán Busch presidieron un
régimen autoritario, progresista y antioligárquico con un matiz de xenofobia. En 1943 el
coronel Gualberto Villarroel, con el apoyo del Movimiento Nacionalista Revolucionario
(MNR), se apoderó del control del gobierno. Villaroel se esforzó de manera autoritaria por
movilizar a las masas desposeídas alrededor de un programa de reformas sociales.

El nacionalismo era tal vez, en este período, el común denominador que podía
identificarse en las orientaciones políticas de los diversos países latinoamericanos. Esta
corriente nacional-militarista, que no se oponía sistemáticamente al cambio si se lleva a
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cabo de manera ordenada, y tampoco a la mejora de las condiciones de las clases
trabajadoras si se efectuaba bajo la tutela del estado, parece que predominaba en las
fuerzas armadas.

La decisión de los militares de diversos países latinoamericanos, en este período y más


adelante, de “liberar el estado” de la sociedad civil, estaba vinculada a la situación
internacional y la consiguiente crisis de las clases gobernantes locales. Las clases
dominantes fueron quedando cada vez más aisladas. Fragmentadas, carecían de los
medios necesarios para imponer su liderazgo y un proyecto propio al conjunto de la
sociedad. Había llegado el momento propicio para el nacional-militarismo. Durante un
tiempo serían los militares quienes, de acuerdo con sus propios valores de orientación
estatal y autoritarios, definirían lo que era mejor para la nación, en nombre de la
seguridad de la misma y, por ende, la defensa de los elementos esenciales del statu quo.

El derrocamiento de Vargas en Brasil en 1945 y el asesinato de Villarroel en Bolivia en


1946, aunque estimulados por la derrota del eje, fueron el resultado de intervenciones
militares “democráticas” de índole claramente conservadora. Sin embargo, en otras partes
de América Latina el final de la segunda guerra mundial se caracterizó por
manifestaciones de un militarismo “popular”, de hecho, izquierdista, que se diferenciaba
fundamentalmente del nacional-militarismo que acabamos de mencionar. Éste
manifestaba sus simpatías por el Eje y los regímenes autoritarios, mientras que aquél
estaba relacionado con el frente popular mundial constituido por la alianza entre los
Estados Unidos y la Unión Soviética. Este nuevo reformismo militar recibió la bendición
del Departamento de Estado norteamericano, que deseaba vivamente librarse de las
dictaduras incómodas y desacreditadas a las que los Estados Unidos habían continuado
apoyando debido a las exigencias de la guerra.

Hubo un efímero clima de euforia democrática. En Venezuela, el derrocamiento del


sucesor de Gómez en 1945, en un golpe militar, y la asunción del poder por parte de la
Acción Democrática formaron parte de la misma oleada democrática.

La segunda guerra mundial había consagrado la hegemonía absoluta de los Estados


Unidos sobre el continente. Después de la contienda, Washington instauró en primer
lugar los instrumentos diplomáticos y luego las disposiciones militares que se requerían
para una coordinación poco rígida de las fuerzas armadas latinoamericanas bajo la égida
del Pentágono.

A principios del decenio de 1960 la sombra del conflicto entre el Este y Occidente cayó
con retraso sobre América Latina. La revolución cubana, la ruptura del régimen
comunista a unos 140 kilómetros de Florida, en el Mediterráneo americano, crearon una
situación política totalmente nueva en América Latina. Un “gran temor” al castrismo
recorrió el continente entero al reactivarse la izquierda y aparecer la guerrilla en
numerosos países. Los Estados Unidos modificaron sus conceptos estratégicos. A su vez,
los ejércitos latinoamericanos, empujados por el Pentágono, adoptaron nuevas hipótesis
estratégicas y tácticas para ajustarse al tipo de amenaza que en lo sucesivo se cerniría
supuestamente sobre ellos. Ante el peligro de “subversión comunista”, las fuerzas
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armadas del continente se prepararon para la guerra contrarrevolucionaria. Entre 1962 y
1966, los nuevos “cruzados” de la guerra fría desencadenaron una serie de nueve golpes
de estado en la región. Como medida preventiva, las fuerzas armadas derrocaron a los
gobiernos a los que se juzgaba “blandos” como el comunismo o tibios en su solidaridad
con los Estados Unidos.

El fracaso en Bolivia de un atrevido intento de convertir los Andes en la Sierra Maestra de


América del Sur, intento que concluyó en octubre de 1967 con la muerte de Ernesto “Che”
Guevara, el legendario lugarteniente de Castro, simbolizó el final de un período y señaló el
comienzo de la retirada cubana.

En 1968 empezó a tomar forma de coyuntura nueva que haría sentir sus efectos en las
orientaciones políticas de los militares latinoamericanos hasta 1973. Este período de
distensión fue resultado de varias causas distintas y concurrentes. Cuba, encerrada en sí
misma, había empezado un período durante el cual los problemas nacionales tendrían
precedencia sobre las solidaridades internacionalistas.

En Estados Unidos, Vietnam y Oriente Medio eclipsaron la “amenaza castrista”. La recién


elegida administración republicana de Richard Nixon optó por adoptar una actitud
discreta en América Latina.

Fue en estas circunstancias cuando los militares latinoamericanos, que se hicieron con el
poder en varios estados entre 1968 y 1972, retomaron durante un tiempo los hilos del
militarismo nacionalista y reformista de un período anterior. Había sonado la hora de “la
revolución por parte del estado mayor”, a juicio de los oficiales peruanos, que
capitaneados por el general Juan Velasco Alvarado, derrocaron a las autoridades civiles
del país en octubre de 1968. En Bolivia, la oportunista desviación hacia la izquierda de un
régimen militarizado conservador bajo el general Alfredo Ovando Candía dio paso en
1970 al fugaz gobierno popular del general Juan José Torres González. En Argentina,
durante los primeros meses que sucedieron al retorno del peronismo al poder en 1973 se
produjo un efímero avance del nacionalismo militar. Sin embargo, estos “días más
luminosos” (o esta aventura) duraron poco.

En el año 1973 la Unidad Popular chilena sucumbió ante unos militares que hasta
entonces habían respetado la democracia. En marzo de 1976 una nueva intervención
militar en Argentina enterró toda esperanza de instaurar una democracia duradera en el
país. La coyuntura histórica volvía a estar en manos del militarismo conservador o incluso
contrarrevolucionario.

Regímenes Militares: Modelos y Mecanismos del Militarismo Contemporáneo

Si bien todos los regímenes militares se parecen, aunque sea solamente por la naturaleza
de la institución que usurpa el poder, los regímenes militares latinoamericanos del
período comprendido entre los años treinta y ochenta eran, de hecho, muy diversos. No
obstante, es posible elaborar una útil tipología de los regímenes militares. Al elaborar
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dicha tipología, dejaremos a un lado las dictaduras patrimoniales o sultánicas de América
Central y el Caribe durante el período de entreguerras, ya que su naturaleza militar es
como mínimo discutible.

Tres modos dominantes de poder militar en la América Latina contemporánea. La


primera forma, que es sin duda la más característica, la constituye una tutela militar
virtualmente permanente, aunque no estable, en la cual la excepción en términos
constitucionales se ha convertido, de hecho, en la regla. Bajo una forma u otra, existieron
repúblicas pretorianas de esta clase en Argentina y Brasil, así como en El Salvador y
Guatemala, hasta mediados del decenio de 1980. En segundo lugar, Uruguay y Chile
después de 1973 fueron ejemplos del “militarismos catastrófico”, en el cual unos militares
que antes respetaban una tradición democrática arraigada trataron de fundar un estado
contrarrevolucionario. Finalmente, en el decenio de 1970, se intentó hacer revoluciones
militares que abarcaban una amplia serie de actitudes reformistas y nacionalistas, sin
participación de las masas pero no sin connotaciones populistas, en Perú, Bolivia y
Panamá en particular, pero también, hasta cierto punto, en Ecuador y Honduras.

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MODELO BASADO EN LA INDUSTRIALIZACIÓN
POR SUSTITUCIÓN DE IMPORTACIONES

Bibliografía: BULMER-THOMAS, Víctor: La historia económica de América Latina desde la


independencia. México, 1.998.

Capítulo 7: Política, Desempeño y Cambio Estructural en los 30

La transición hacia el desarrollo interno


Al terminar el decenio podía decirse que el crecimiento industrial había producido un
cambio cualitativo, además de cuantitativo, en la estructura de la economía de las
naciones más grandes. Durante los cuarenta y los cincuenta, estos cambios maduraron
hasta el punto en que la industria y el PIB real de muchos países pudieron avanzar en
dirección opuesta a la exportación de productos primarios, por lo que el modelo de
desarrollo guiado por las exportaciones no daba cuenta ya de su comportamiento. Por ello
puede considerarse que los cambios ocurrido durante los treinta sentaron las bases para
una transición hacia el modelo puro de sustitución de importaciones, que alcanzó su
forma más extrema durante los cincuenta y los sesenta.
El cambio más importante de la década de 1930 incluyó el paso de políticas económicas
auto-reguladoras a instrumentos políticos que tenían que ser manipulados por las
autoridades.
La recuperación del sector exportados y de la capacidad importadora no implicó
necesariamente un aumento del valor del comercio exterior. Eso afectó seriamente el
ingreso gubernamental por impuestos al comercio, y la reducción no fue compensada por
entero por el menor gasto en el servicio de la deuda pública externa como resultado del
incumplimiento. La crisis provocó una reforma y una política fiscales más activas en
América Latina. La primera opción fue el aumento de los gravámenes a la importación,
pero también pudo detectarse durante los treinta, una tendencia modesta a elevar los
impuestos directos -a la renta y a la propiedad-, así como a la creación de una variedad de
impuestos indirectos al consumo interno. Al término de la década la correlación entre el
valor del comercio exterior y el ingreso gubernamental se había reducido, en detrimento
de un nexo crucial de la operación del modelo de desarrollo guiado por las exportaciones.
La adopción de políticas cambiarias, monetarias y fiscales más agresivas estuvo difundida
en la teoría del desarrollo dirigido hacia adentro aún era incipiente, el sector exportador
seguía predominando, y sus partidarios todavía tenían influencia política. (Pag. 274-275)
En América Latina los treinta acaso no representaran una ruptura decisiva con el pasado,
pero tampoco fue una oportunidad perdida. Ante un medio externo generalmente hostil
muchas repúblicas lograron reconstruir su sector exportador. Donde fue factible, y con
pocas excepciones, aumentaron la producción de importables, así como el abasto de

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bienes y servicios no sustituibles. Estos cambios constituyeron la base de un crecimiento
significativo del comercio intrarregional a comienzos de los cuarenta, cuando se les
bloqueó el acceso a las importaciones del resto del mundo. Podemos decir que el decenio
de 1930 señaló la transición del desarrollo guiado por las exportaciones al desarrollo
dirigido hacia adentro, aún cuando al final de la década la mayoría de los países no habían
concluido ese proceso.

Capítulo 8: La Guerra y el Nuevo Orden Económico Internacional

Comercio e Industria durante la Segunda Guerra Mundial


Estados Unidos tenía que asegurarse el abasto de materias primas y de productos
estratégicos en caso de que quedasen interrumpidas sus fuentes tradicionales fuera de
América Latina.
El resultado fue el sistema de cooperación económica interamericana, cuyas bases se
sentaron en una conferencia panamericana celebrada en Panamá en septiembre de 1939.
Las crecientes compras norteamericanas hicieron que aumentara enormemente la
importancia del mercado de Estados Unidos para las exportaciones latinoamericanas,
pero no pudieron compensar por entero la pérdida de Japón y Europa continental, así
como la reducción del mercado británico. Por lo tanto, la atención se centró en el
comercio intra-latinoamericano como manera de sostener el volumen de las
exportaciones.
El sistema de cooperación interamericana fue el principal factor que impidió un desplome
de las exportaciones a partir de 1939. Sin embargo, al término de la guerra, las naciones
aún no habían llegado al nivel de exportaciones reales de la preguerra.
En una época anterior es estancamiento del sector exportador y del consumo real habrían
representado pocas perspectivas de crecimiento industrial incluso en las repúblicas más
grandes. Sin embargo, los años de guerra eran otra cosa, y varias naciones pudieron
incrementar rápidamente la producción industrial, pese al lento desarrollo -y hasta
contracción- del ingreso real disponible de las familias. Tres factores explican esta
aparente paradoja.
La rápida contracción del volumen de las importaciones a partir de 1939 permitió a los
fabricantes nacionales ampliar su producción, aun con un nivel idéntico de consumo real.
En segundo lugar, el aumento del comercio intra-latinoamericano permitió a los
fabricantes vender su producción en países vecinos.
El tercer factor de crecimiento industrial fue el surgimiento de empresas que no
dependían de la demanda del consumidor. Estas fábricas, que producían sobre todo
artículos intermedios pero también algunos bienes de capital, buscaron como mercado a
los sectores productivos y al Estado, en lugar de los consumidores individuales.
La modificación de la estructura industrial y la creación de nuevas industrias estuvieron
vinculadas con el surgimiento de un Estado más intervencionista en América Latina. Ni
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siquiera los gobiernos profundamente conservadores pudieron evitar un aumento de las
responsabilidades estatales durante los años de guerra, porque el libre mercado no podía
resolver los problemas planteados por la inflación del dólar, la escasez de importaciones y
los excedentes agrícolas sin vender.
En unos cuantos casos la intervención del Estado llegó aún más lejos. El Estado iba
participando más en generación de electricidad, construcción y transportes, en un
esfuerzo por aportar la infraestructura que eliminaría algunos de los obstáculos a los que
se enfrentaba el sector industrial.
La expansión de los sectores no sustituibles aportó un estímulo directo a las
manufacturas y contribuye a explicar el saludable crecimiento de la industria en la
mayoría de los países.
La guerra señaló una nueva transición: el alejamiento del tradicional crecimiento hacia
afuera, guiado por las exportaciones, y la adopción de un modelo de crecimiento hacia
adentro, basado en la ISI.
El Dilema de la Posguerra
Una vez que volvieron a entrar al mercado bienes asiáticos, Estados Unidos redujo sus
compras de algunos productos primarios de América Latina, y desaparecieron los
complejos mecanismos para canalizar bienes, asistencia técnica y capital de Estados
Unidos elaborados bajo los auspicios de la cooperación económica interamericana. En la
conferencia interamericana celebrada en 1945 en Chapultepec, México, Estados Unidos
reafirmó su confianza en el libre comercio, ante un escéptico público latinoamericano, y
llegaron a su fin todos los acuerdos comerciales de tiempos de guerra, como el del café. La
principal prioridad para Estados Unidos era la reconstrucción de Europa. Después que en
1947 se inició la Guerra Fría este objetivo se volvió aún más importante; el capital oficial
norteamericano empezó a fluir a Europa Occidental, y para América Latina quedó claro
que el apoyo financiero de Estados Unidos tenía que llegar ahora de fuentes privadas.
Por lo tanto, la región vio contraerse su participación en el mercado de importaciones de
Estados Unidos, al mismo tiempo que este país recibía una participación menor de las
exportaciones latinoamericanas.
El retorno de las condiciones de paz también había cancelado muchas de las ganancias
que los exportadores latinoamericanos habían obtenido en otros países del continente.
Las exportaciones latinoamericanas a otras repúblicas de la región se redujeron con
rapidez después de la guerra, cuando las importaciones manufacturadas de Europa y de
Estados Unidos desplazaron a los productos latinoamericanos.
La Reducción de la proporción de exportaciones que iba a Estados Unidos y América
Latina fue igual al aumento de la parte europea. Pero al principio la reconstrucción
económica de Europa estuvo plagada de problemas que limitaron el número de bienes
que podían comprarse en América Latina.
En estas circunstancias, no es sorprendente que el volumen de las exportaciones
latinoamericanas sólo creciera a un ritmo modesto durante los primeros años de la
posguerra.
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Los países que no habían cumplido con el pago de sus bonos extranjeros durante los
treinta -la mayoría- nunca habían desconocido la deuda.
A partir de 1945 la perspectiva de que se reanudara el flujo normal de capital
internacional actuó a la vez como estímulo y como castigo para aquellos gobiernos que no
habían llegado a un acuerdo con sus acreedores extranjeros.
La decisión de llegar a un acuerdo no significó el pago completo. Los acuerdos no
representaron una gran carga para ninguna de las repúblicas, y en todo caso la inflación
mundial redujo continuamente la carga real de los pagos del servicio de la deuda.
Hubo nacionalización de propiedades extranjeras. Las repúblicas grandes, y hasta algunas
de las pequeñas, adquirieron numerosas instalaciones, compañías de transportes e
instituciones financieras, así como algunas operaciones mineras.
En los tres años que siguieron al fin de las hostilidades el volumen de las importaciones
latinoamericanas aumentó en un enorme 75% y el valor en un 170%.
Los primeros años de la posguerra produjeron un gran cambio en el debate político en
buena parte de América Latina, que alentó a muchos gobiernos (pero no a todos) a
adoptar el desarrollo hacia adentro y la restricción de las importaciones. Los factores que
promovieron este cambio fueron desde los veinte el nacionalismo. La experiencia de los
años treinta, el desplome del comercio internacional y del sistema de pagos, y la
disposición de los países desarrollados a explotar su mayor poderío en relaciones con los
estados latinoamericanos, se habían combinado para producir cierto cinismo respecto a
los modelos de desarrollo que exigían una puerta abierta a los bienes y el capital
extranjeros.
Un segundo facto fue el pesimismo relacionado con las exportaciones. Pero el argumento
más convincente en favor de las barreras a la importación fue la escasez de divisas.
Se combinó así una variedad de factores para hacer más atractivo un modelo de
crecimiento basado en el desarrollo interno. Mas la respuesta de América Latina distó
mucho de ser homogénea. Unas cuantas repúblicas -Argentina, Brasil, Chile y Uruguay-
adoptaron en forma congruente y entusiasta el nuevo modelo, pero muchas otras -
incluyendo a Colombia y México- intentaron combinar el modelo interno con una política
que también promoviera las exportaciones. Las naciones pequeñas, junto con Venezuela,
rica por su petróleo, no resultaron afectadas por el pesimismo respecto a las
exportaciones, y al principio no vieron ninguna razón para apartarse del tradicional
crecimiento guiado por las exportaciones de productos primarios. Por último, Bolivia,
Paraguay y Perú, que se enfrentaron a los primeros años de la posguerra con mal
planeadas políticas que inhibían las exportaciones, sin hacer mucho por los sectores que
competían con ellas, acabaron por adoptar una política exterior basada en la
diversificación de las exportaciones. Lo mismo hizo Puerto Rico, donde la Operación
Bootstrap ofreció enormes incentivos para que empresas industriales norteamericanas
establecieran subsidiarias cuya producción era después reimportada, libre de impuestos,
al territorio continental de Estados Unidos.

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El nuevo modelo dirigido hacia adentro implicaba fijar restricciones a las importaciones,
lo cual se logró por medio de permisos de importación, gravámenes más altos y un
complejo sistema cambiario que reservaba el tipo más bajo a los insumos esenciales, y el
más alto a los bienes suntuarios.
El modelo que miraba hacia el exterior sobrevivió, pero quedó limitado a las repúblicas de
menor importancia. Sin embargo, a mediados de los sesenta todas las repúblicas
latinoamericanas -aun las que promovían las exportaciones- incluían en su arsenal una
formidable batería de instrumentos para restringir las importaciones y alentar a los
sectores que competían con la importación.
El Nuevo Orden Económico Internacional
Hubo dinamismo del comercio internacional en el período de posguerra. La reducción de
la participación latinoamericana en el comercio mundial no se debió exclusivamente a su
política dirigida hacia adentro, y en todo caso no todas las repúblicas eludieron el
crecimiento guiado por las exportaciones. Una parte del problema fue la concentración de
las exportaciones latinoamericanas en productos primarios, en una época en que el
comercio de los mismos crecía con menor rapidez que el mundial.
Un problema adicional al que se enfrentaron los exportadores latinoamericanos de
productos primarios fue la protección a la agricultura en los países desarrollados, y la
discriminación de las potencias europeas en favor de sus ex colonias.
Aunque el comercio mundial de muchos productos primarios (como el algodón) seguía
siendo relativamente libre, América Latina siguió dependiendo de un puñado de artículos
con los cuales resultó imposible mantener -ya no digamos aumentar- su participación en
el mercado.
Casi todos los años a partir de 1945 el comercio mundial aumentó con mayor rapidez que
el PIB mundial, ofreciéndoles una oportunidad a aquellos países cuya estructura
exportadora se había adaptado al nuevo patrón de demanda. Las ramas más dinámicas
del comercio mundial fueron las de artículos manufacturados, y los países
latinoamericanos tardaron en despertar a la nueva realidad. Incluso donde el desempeño
de las exportaciones en la posguerra fue satisfactorio se especializaron en productos
primarios.

Capítulo 9: El Desarrollo hacia Adentro en el Período de la Posguerra

A principios de la década de 1950, y aún más al término de la Guerra de Corea, las


repúblicas latinoamericanas se enfrentaron a una clara alternativa: optar explícitamente
por un modelo de desarrollo hacia adentro, que redujera su vulnerabilidad a los choques
externos, o seguir adelante con el crecimiento guiado por las exportaciones, sobre la base
de alguna combinación de intensificación y diversificación de las mismas.
El grupo que miraba hacia adentro se vio afectado por crisis de la balanza de pagos,
presiones inflacionarias y conflictos laborales. El que veía hacia afuera también sufrió
problemas de balanza de pagos y vulnerabilidad a condiciones externas adversas. Por
consiguiente, ambos grupos consideraron que la integración regional era una solución
13
parcial a sus dificultades. Al que miraba hacia adentro le ofrecía una oportunidad de
promover las exportaciones sin soportar todo el choque de la competencia internacional;
al que veía hacia afuera le daba una posibilidad de industrialización por medio de la ISI
regional.
El Modelo hacia Adentro
Las dos décadas posteriores a 1929 habían obligado a los gobiernos latinoamericanos a
adoptar toda una serie de medidas en defensa de su balanza de pagos, que había brindado
nuevas oportunidades de desarrollo industrial. En la mayoría de los países en que se
había establecido la manufactura moderna antes de la Gran Depresión se aprovecharon
las oportunidades, y el desarrollo industrial avanzó a un ritmo rápido. A comienzos de los
cincuenta la industria en estas repúblicas, las LA6 (Argentina, Brasil, Chile, Colombia,
México y Uruguay), se había vuelto el sector de vanguardia, o estaba a punto de serlo, y la
demanda ya no estaba abrumadoramente determinada por los altibajos del sector
exportador. Esta relativa autonomía pareció haber creado las condiciones necesarias para
una política de industrialización explícita basada en el mercado interno.
El modelo hacia adentro fue adoptado por casi todas las naciones en las que ya se habían
completado las primeras etapas de la industrialización. Pero el modelo hacia adentro
integral se limitó, al principio, a las LA6.
El modelo hacia adentro se basó en las manufacturas. No se descuidaron otras actividades
vinculadas al mercado interno, como la construcción, los transportes y las finanzas, pero
se vio que la base de la pirámide se asentaba firmemente sobre los establecimientos
industriales que habían surgido en un mercado protegido de las importaciones. La
primera tarea de los políticos fue dar mayor racionalidad a la protección ofrecida a la
industria.
El proteccionismo depende de instrumentos como el gravamen aduanal.
Ante tan altas tasas de protección (nominal y efectiva) habría cabido suponer que el
sector privado interno respondería con el suficiente dinamismo para que fuese
innecesario recurrir al capital extranjero; sin embargo ese sector, al que se le debía la
mayor parte del aumento de la capacidad manufacturera anterior a 1950, padeció dos
graves limitaciones en el período de la posguerra: no tuvo acceso al financiamiento
adicional necesario para apoyar inversiones a gran escala en nuevas industrias, y carecía
de la tecnología requerida para organizar empresas industriales avanzadas.
Estos dos problemas no habían sido paralizantes mientras la industria se preocupó por
producir productos de consumo no duradero con el estímulo de la sustitución de
importaciones. Esta etapa "fácil" de la ISI no había exigido grandes inversiones de capital
en las fábricas, y la tecnología necesaria estaba encarnada en los bienes de capital
importados. En cambio, el giro de la estructura industrial hacia los productos de consumo
duraderos y los bienes intermedios y de capital aumentó el tamaño mínimo de la
inversión, y exigió un acceso a la tecnología que no siempre se podía obtener en el
mercado abierto.

14
De este modo, las repúblicas que miraban hacia adentro se vieron obligadas -en algunos
casos de mal grado- a revisar su legislación sobre la inversión extranjera directa, y a crear
las condiciones que parecían apropiadas para atraer a grandes empresas multinacionales
(EMN).
A falta de suficientes inversiones del sector privado interno se organizaron empresas de
propiedad del Estado (EPE) para apoyar el programa de industrialización. Aunque las
principales inversiones públicas se hicieron en infraestructura social -energía,
transportes y comunicaciones-, algunas ramas de la industria también se consideraron
apropiadas para la inversión pública, ya que el sector privado interno no podía o no
quería aportar el financiamiento y los productos eran demasiado importantes para
dejarlos bajo el control de empresas extranjeras.
Con tanta insistencia de las LA6 en el sector manufacturero no es sorprendente que se
ampliara con rapidez. Como sector punta su tasa de crecimiento superó la del PIB, con lo
que aumentó la participación de las manufacturas en el producto neto total. A finales de
los sesenta los países que miraban hacia adentro habían visto crecer la participación de
las manufacturas en el PIB a un nivel similar al de los países desarrollados. Además, la
estructura de la producción industrial se había alejado del procesamiento de alimentos y
textiles para dirigirse hacia las industrias metalúrgicas y de productos químicos.
Alto fue el precio que hubo que pagar por este éxito industrial. Protegido contra la
competencia internacional, gran parte del sector industrial era al mismo tiempo de alto
costo e ineficiente en todos los sentidos. Los altos costos por unidad no sólo se debieron la
necesidad de pagar por los insumos importables más caro que el precio mundial, sino
también porque el mercado interno solía ser demasiado pequeño para mantener
empresas del tamaña óptimo.
La ineficiencia se derivó de las distorsiones del factor precio, de la falta de competencia en
el mercado interno y de la tendencia a una estructura oligopólica, con elevadas barrera de
ingreso.
El alto costo de la producción industrial dificultó el ingreso de los bienes manufacturados
al comercio internacional. A mediados de los sesenta la proporción de la producción
manufacturera exportada y la contribución de las manufacturas al total de las
exportaciones seguían siendo pequeñas.
La incapacidad de la industria para penetrar en los mercados mundiales hizo que las
ganancias por exportación dependieran de los productos primarios. Pero para los países
que miraban hacia adentro las exportaciones de productos primarios se vieron
negativamente afectadas. Obligados por los altos gravámenes a comprar insumos más
caros que en el mercado mundial, los exportadores de productos primarios tenían que
vender su producción en los mercados mundiales a precios internacionales. La
diversificación de las exportaciones fue limitada, y los ingresos por ventas al exterior
siguieron estando dominados por una veintena de productos tradicionales.
La falta de dinamismo de los ingresos por exportación podría no haber tenido
importancia si el modelo hacia adentro hubiese logrado eliminar la necesidad de las

15
importaciones; pero no fue así. Aunque una parte de la nueva producción industrial
pretendía remplazar los bienes importados, la industria en sí era intensiva en
importaciones. Aunque se pudieran sustituir los artículos de consumo, seguía siendo
necesario importar bienes intermedios y de capital. Se requerían divisas para el pago de
permisos, regalías y trasferencia de tecnología, por no mencionar siquiera las remesas de
utilidades. Y muchos de los bienes y servicios relacionados y no sustituibles, como los
transportes y las telecomunicaciones, eran asimismo intensivos en importaciones. La
necesidad de suprimir importaciones para proteger la balanza de pagos produjo grandes
distorsiones, y casi cualquier plan de sustitución de aquéllas -por ineficiente que fuera-
obtenía apoyo oficial.
La falta de dinamismo de las exportaciones, aunada a la necesidad de importaciones
crecientes, causó una serie casi interminable de problemas de la balanza de pagos en los
países que miraban hacia adentro.
Los problemas de la balanza de pagos y la inflación obligaron a los países que miraban
hacia adentro a entrar en acuerdos constantes con el FMI. Estos programas fueron en
general un fracaso, el problema yacía en el conflicto entre las preferencias por el modelo
de desarrollo hacia afuera del FMI, y el modelo de desarrollo hacia adentro adoptado por
los LA6 siguieron comprometidos con una política destinada a eliminar el problema a
través de la supresión de las importaciones. No es sorprendente que el compromiso con
las políticas inspiradas por el FMI fuese de dientes para afuera, y la caída a corto plazo de
los salarios reales, la producción y el empleo, asociada con esas medidas políticas, a
menudo anuló todo aumento de las exportaciones relacionado con la devaluación.
El modelo es indefendible. En los países semi-industrializados no tuvo sentido la
supresión de las importaciones; hubo que expandir las exportaciones para pagar por las
importaciones adicionales necesarias para mantener al aparato productivo
tecnológicamente actualizado y eficiente. La naturaleza semi-cerrada de las economías
acentuó las presiones inflacionarias a las que habían estado sometidas las repúblicas que
miraban hacia adentro desde el principio de la Segunda Guerra Mundial. Además, el
modelo fue adoptado en forma explícita precisamente en el momento en que la economía
mundial y el comercio internacional entraban en su período de expansión más largo y
rápido. La ocasión no pudo ser peor.
Los Países que miraban hacia afuera
Aunque no se opusieran a la industrialización, las restantes repúblicas de América Latina
(LA14) no consideraban que a finales de los cuarenta fuese viable un modelo basado
exclusivamente en un desarrollo hacia adentro. El cambio estructural había sido modesto
desde los veinte, y estas 14 repúblicas aún mostraban los rasgos clásicos de las economías
cuyo desarrollo estaba guiado por las exportaciones y donde la producción, el ingreso, el
empleo y el ingreso público estaban muy correlacionados con los altibajos de un puñado
de productos primarios de exportación.
En estas naciones el sector industrial era especialmente débil. Incapaz de aprovechar las
oportunidades que brindaron las restricciones a las importaciones en dos guerras
mundiales y durante los treinta, el sector manufacturero a finales de los cuarenta era
16
demasiado frágil para servir de trampolín a un nuevo modelo dirigido hacia adentro. La
infraestructura social siguió concentrándose básicamente en las necesidades del sector
exportador, y el abasto de energía era inadecuado para lograr una expansión importante
de las actividades secundarias. Aunque la aceleración del ritmo de crecimiento
demográfico, aunada a la migración rural-urbana, había convertido en excedente la
anterior escasez de mano de obra, seguía escaseando el tipo de fuerza de trabajo
calificada necesariamente para las manufacturas modernas.
Además, la élite económica de muchas de estas repúblicas seguía teniendo poder político.
Aunque estuviera dispuesta a añadir a su cartera accionaria inversiones en actividades
secundarias y terciarias, no lo estaba a tolerar una política abiertamente hostil al sector
de exportaciones primarias, que seguía siendo su base tradicional.
Uno tras otro, y con diversos grados de entusiasmo, los países que miraban hacia afuera
empezaron a reafirmar su política hacia el sector industrial. La experiencia de los que
seguían el modelo opuesto fue cuidadosamente analizada en los países vecinos, y la
CEPAL, en la cúspide de su influencia a finales de los cincuenta, era escuchada con
respeto. Sin abandonar al sector exportador, los LA14 vieron cómo se podría injertar la
promoción industrial en el crecimiento guiado por las exportaciones. En general el
instrumento clave fue una ley de promoción industrial que diera privilegios especiales a
los nuevos establecimientos manufactureros. Se permitió a las empresas importar
maquinaria y partes con gravámenes bajos o nulos, y se dieron "vacaciones fiscales" a las
ganancias del comercio. Se establecieron bancos de desarrollo para canalizar créditos
baratos al sector manufacturero, pero se cuidó que se siguieran atendiendo plenamente
los requisitos financieros del sector exportador.
El resultado fue la proliferación de industrias ineficientes, de alto costo, que sin embargo
resultaron sumamente lucrativas. Concentradas sobre todo en los bienes de consumo, las
nuevas industrias fueron protegidas de las importaciones por aranceles generalmente
más bajos que los de los países que miraban hacia adentro, pero aún lo bastante altos para
generar grandes distorsiones.
Por tanto, la ISI finalmente llegó a ser importante en las repúblicas más pequeñas, aun si
éstas se resistieron a la adopción en gran escala del modelo que miraba hacia adentro.
La integración regional
A finales de los cincuenta todas las repúblicas latinoamericanas habían entrado en la
primera etapa de industrialización, y algunas ya hasta se habían vuelto semi-
industrializadas. Sin embargo, la industria en general fue ineficiente y de alto costo, pese a
la abundancia de mano de obra barata no calificada. Las series de producción eran
pequeñas, el tamaño de las plantas era subóptimo, y los costos unitarios en las nuevas
industrias dinámicas -aun en las empresas más grandes- eran altos para los niveles
internacionales. Como resultado, los bienes manufacturados no entraron en la lista de
exportaciones, y la obtención de divisas siguió dependiendo de un puñado de productos
primarios. El comercio intrarregional que se había desarrollado en los años de guerra -y
que había incluido bienes manufacturados- casi había desaparecido, y la producción
industrial se limitaba mayoritariamente al mercado interno. La estrechez de este
17
mercado, exacerbada por la concentración de ingresos en los decibles superiores,
permitió que pocas empresas pudieran satisfacer la demanda de muchos productos, por
lo que la estructura de la mayoría de las industrias se aproximó a las condiciones
requeridas para un oligopolio.
Los países más grandes habían ampliado la producción industrial más allá de los bienes
de consumo no duraderos, estableciendo fábricas de bienes de consumo duraderos e
intermedios (incluso básicos). Sin embargo, aun en los países grandes de la industria fue
intensiva en importaciones, por lo que el rápido desarrollo económico se asoció con
frecuencia con dificultades de la balanza de pagos. Las industrias de bienes de capital -
restringidas por las dimensiones del mercado- se desarrollaron con lentitud, y una
proporción creciente de la cuenta de importaciones consistió en maquinaria y equipo.
Además, dado que una gran parte de la tecnología estaba encarnada en bienes de capital,
la región siguió teniendo una fuerte dependencia de una tecnología importada del
extranjero y diseñada para el mercado de los países industrializados.
En otros países en desarrollo los programas de industrialización tropezaron con
problemas similares. En 1967 un documento de la CEPAL declaraba que "los países en
vías de desarrollo no tienen los recursos ni la capacidad técnica necesarias para competir
con otros, aun en la zona en desarrollo, y mucho menos en las regiones industrializadas. Y
en la medida en que logren hacerlo, la experiencia está demostrando que encontrarían
una oposición muy enérgica.
Según la CEPAL, cuya influencia ya era considerable en toda América Latina, la solución
era la integración regional (IR). La CEPAL consideró que la abolición de las barreras
nacionales arancelarias y no arancelarias en América Latina sería el instrumento para
ampliar el mercado interno y permitir la explotación de economías de escala, así como la
reducción de los costos unitarios, mientras mantenía una protección contra las
importaciones de terceros países. Según la visión de la CEPAL, la IR daría un nuevo
impulso a la industrialización de toda América Latina, y representaría para los países más
grandes la oportunidad de construir una moderna industria de bienes de capital,
tecnológicamente autónoma. La expansión de las exportaciones intrarregionales
permitiría crecer a las importaciones intrarregionales, reduciendo así las limitaciones que
la balanza de pagos imprimía al desarrollo. También se pensaba que el comercio
intrarregional estaría sujeto a mucha menor inestabilidad que la extra-regional, por lo
cual los choques externos tendrían menos importancia.
El comercio intrarregional aumentó rápidamente en los dos decenios posteriores a 1960.
A comienzos de los sesenta, aunque el comercio intrarregional había estado dominado
por los productos primarios, éstos fueron perdiendo importancia, y en 1975 el comercio
de productos manufacturados representaba casi la mitad de las exportaciones
intrarregionales, en marcado contraste con las exportaciones extra-regionales, entre las
cuales casi no tenía importancia.
El comercio intrarregional de bienes industriales fue particularmente rápido en
maquinaria y equipo, confirmando así el argumento de la CEPAL de que la IR podría
emplearse como base para construir una industria regional de bienes de capital. Durante
18
los sesenta las exportaciones de manufacturas avanzadas dependían mucho del mercado
regional: 70% de las exportaciones de maquinaria y equipo de transporte y de diversos
bienes manufacturados iban a otras repúblicas latinoamericanas. Estas proporciones se
redujeron después, durante los setenta, cuando las empresas de los países más grandes
empezaron a exportar artículos equivalentes al resto del mundo. Podría decirse así, con
cierta justificación, que el mercado regional fue el trampolín para las exportaciones extra-
regionales de bienes de tecnología avanzada.

19
EXPLOSIÓN URBANA Y CAMBIOS SOCIALES

Bibliografía: ORLANDINA DE OLIVEIRA y BRYAN ROBERTS. El crecimiento urbano y la


estructura social urbana en América Latina, 1930-1990. (Capítulo 5 del Tomo 11 de Leslie
Bethel)

El crecimiento urbano
En 1930, América Latina era todavía una región predominantemente rural tanto en
términos del área donde residía su población como en términos de la actividad
económica. Las ciudades importantes dependían, con pocas excepciones, de sus vínculos
con el sector agrícola.
Los años treinta y cuarenta vieron los inicios de cambios fundamentales en la distribución
espacial de la población en la región. América Latina estaba todavía vinculada a la
economía mundial, aunque ahora menos firmemente, mediante la exportación de
materias primas y la importación de bienes manufacturados. La depresión de 1929 y la
segunda guerra mundial estimularon la industrialización de sustitución de importaciones.
Combinada con la modernización de la agricultura, esta industrialización dio lugar a la
rápida urbanización basada en la migración del campo a la ciudad que comenzó en gran
escala en los años cuarenta.
Hubo un gran crecimiento urbano en América Latina. En 1940, sólo el 37,7 por 100 de la
población de los seis países que estamos analizando vivía en áreas urbanas, y muchas de
éstas eran poco más que pueblos que servían de centros administrativos de un área rural.
En contraste, la cifra se había elevado al 69,4 por 100 hacia 1980.
El crecimiento de los pueblos era más lento que el de las ciudades durante el período,
sugiriendo que gran parte de la migración del campo a la ciudad evitó los centros urbanos
más pequeños para dirigirse directamente a las ciudades.
Las ciudades intermedias tenían la tasa más alta de crecimiento durante el período,
aumentando mucho más rápido que los pequeños pueblos y los centros metropolitanos.
El crecimiento de las ciudades intermedias se asoció con la mayor especialización urbana
que acompañó las nuevas fases de la industrialización. En los años setenta, la creciente
complejidad de la estructura industrial, con la producción de bienes intermedios y de
capital, resultó en la ubicación de nuevas plantas fuera de las grandes ciudades. Por
ejemplo, las grandes plantas siderúrgicas de México se establecieron en ciudades
secundarias. La industria del automóvil y la ingeniería pesada también se instalaron fuera
de los centros metropolitanos: Córdoba en Argentina; Puebla, Toluca y Saltillo en México.
Este cambio de la concentración de las actividades en unos cuantos emplazamientos
urbanos hacia un sistema urbano más diversificado y especializado tuvo lugar en toda la
región. No ocurrió en la misma medida en cada país, ni siguió el mismo modelo,
produciéndose algunas diferencias entre los sistemas urbanos y dentro de ellos.
20
Entre 1940 y 1980 hubo diferencias en los niveles de urbanización y las tasas de
crecimiento urbano. Las diferencias más importantes se dan entre los países que,
comenzando con altos niveles de urbanización, tuvieron tasas relativamente bajas de
crecimiento urbano durante las cuatro décadas, y aquellos que comenzando con un nivel
bajo de urbanización posteriormente consiguieron altas tasas de crecimiento urbano. En
el primer grupo están Argentina y Chile, que en los años cuarenta eran los más
urbanizados.
Brasil, Colombia, México y Perú alcanzaron las tasas más altas de crecimiento urbano
entre 1940 y 1980. El período de más rápido crecimiento urbano fue diferente según cada
país: México lo experimentó en los años cuarenta, Colombia y Brasil en los años cincuenta
y Perú en los sesenta.
Aunque estas diferencias en el ritmo son importantes, igualmente fuertes fueron las
diferencias entre los sistemas urbanos de cada país. La contribución al crecimiento
urbano de los centros metropolitanos, de las ciudades intermedias y de los pueblos
mostró contrastes sobresalientes de un país a otro.

Una gran parte del crecimiento demográfico urbano en América Latina entre 1930 y 1990
se debía a la migración, y aquí, también, los modelos se distinguían según los países. La
diferencia entre la tasa de aumento de la población total y la tasa de crecimiento de la
población urbana proporciona una estimación aproximada del peso de la migración en el
crecimiento urbano. Hubo amplios cambios en el papel de la migración durante el
período. En los años cincuenta, cuando el crecimiento urbano estaba en su apogeo, una
parte considerable de ese crecimiento (aproximadamente un 44 por 100) se debía a la
migración de las áreas rurales. En las décadas siguientes, la contribución de la migración
del campo a la ciudad disminuyó relativamente. Este proceso era más notorio en el caso
de los centros metropolitanos. Allí la migración contribuyó con más de la mitad a su
incremento en los años cuarenta, mientras que hacia los setenta, su contribución había
bajado a un tercio.
El impacto de la migración era diferente según los países. El aporte de la migración al
crecimiento urbano fue el más grande durante la mayor parte del período en Brasil,
seguido por Chile y Colombia. Era menos importante en México, en Perú (excepto de 1960
a 1970) y en Argentina (excepto de 1950 a 1960).

En 1930, el patrón normal para pueblos y ciudades, en Hispanoamérica por lo menos, era
organizarse alrededor de una plaza central, cerca o alrededor de la cual se encontraban
las principales oficinas gubernamentales, los principales edificios religiosos, las
mansiones de la élite y los principales establecimientos comerciales. La mayor distancia
respecto a este centro comportaba, en general, una importancia social decreciente; las
personas de oficios urbanos respetables habitaban el área inmediata a este centro, en
casas que podían servir tanto de viviendas como de locales comerciales. En las afueras de
la ciudad se encontraban los habitantes urbanos más pobres que trabajaban como

21
jornaleros, vendedores ambulantes u ofreciendo una variedad de servicios personales. La
proximidad al campo indicaba que los suburbios de la ciudad se fundían económica y
espacialmente con el mundo rural, en el que los habitantes cultivaban huertas o
trabajaban como jornaleros en la agricultura.
Este informe es más exacto para las ciudades más antiguas y menos dinámicas que para
aquellas que se estaban industrializando en los años veinte y treinta. Las élites de
ciudades tales como Buenos Aires y Ciudad de México ya habían comenzado a mudarse
lejos del centro, a vecindarios que estuvieran libres del ruido y la contaminación. Las
ciudades de «frontera» de los años treinta eran ya espacialmente heterogéneas: la
industria, los negocios y las viviendas compartían el espacio y los pobres y los ricos vivían
en estrecha proximidad.
Rara vez se edificaban viviendas expresamente para las clases trabajadoras, incluso en las
pocas ciudades donde tales viviendas aparecieron (Buenos Aires, Monterrey), abarcaban
apenas a una fracción de esa población. Las clases trabajadoras encontraron las viviendas
que podían —mediante la subdivisión de las mansiones abandonadas como las
«vecindades» de Ciudad de México o mediante la ocupación intensiva de otros espacios
céntricos''
Cada vez más buscaron formas alternativas de vivienda barata, tales como la
autoconstrucción después de invasiones de tierras o la compra semilegal a especuladores
urbanos. Pese a la autoconstrucción, el alquiler continuó siendo el principal medio de
acceso que los pobres tenían a la vivienda.
La fuga de las clases media y alta del centro de las ciudades fue amortiguada por la escasa
comunicación y la inadecuada infraestructura en las potenciales áreas suburbanas.
Asimismo, la proximidad de asentamientos precarios a la mayoría de suburbios de clase
media disminuyó su exclusividad social.

Hacia los años ochenta y noventa, las tendencias conflictivas eran evidentes en la
organización espacial urbana. Aunque un progreso sustancial se había hecho hasta 1980
en el suministro de servicios urbanos básicos, tales como agua potable, electricidad y
alcantarillado, el acceso era aún inadecuado para una parte importante de la población
urbana en la mayoría de las principales ciudades latinoamericanas.
La vivienda existente no era adecuada para satisfacer el aumento de la población urbana,
y los asentamientos precarios se convirtieron en este período en un rasgo familiar del
paisaje urbano de América Latina.

Estratificación social: 1930-1960


En 1930, la estructura de clases urbana de América Latina era ya diversa debido a las
diferencias de tamaño y complejidad económica entre los grandes centros
metropolitanos, que eran muchas veces capitales de la nación, los centros administrativos
y comerciales de las regiones provinciales, y los asentamientos urbanos más pequeños
22
que servían como centros de mercado y núcleos de transporte a la población agricultura.
En las ciudades más grandes se encontraban las mayores concentraciones de la élite
terrateniente y comercial, el clero, los profesionales liberales, los inmigrantes extranjeros
y las clases que trabajaban para ellos y construían la infraestructura de las grandes
ciudades: empleados domésticos de varios tipos y jornaleros.
En cuanto a las élites, sea que el empresario fuese inmigrante o nativo, los vínculos
familiares y las prácticas de gerencia paternalistas eran las formas ordinarias de gestionar
una empresa. La industria a gran escala de este período era básicamente una empresa
familiar, de forma que incluso los consorcios industriales eran administrados y
controlados en términos de relaciones de parentesco.
Las clases medias en la mayoría de pueblos y ciudades eran relativamente numerosas
comparadas no sólo con la élite urbana, sino con las clases trabajadoras. Estaban
formadas principalmente por aquellos que trabajaban independientemente o que eran
propietarios de pequeños negocios. Incluía funcionarios públicos y oficinistas de
empresas privadas. En la cima de esta «clase media» estaban los miembros de las
profesiones liberales tales como médicos y abogados, y en la base estaban los artesanos
autónomos y los propietarios de pequeñas tiendas en los vecindarios.
Los pobres eran considerados como no respetables porque no poseían un ingreso fijo y no
podían mantener adecuadamente las necesidades de sus familias. Entre estas necesidades
estaba la educación de nivel secundario o universitario para los hijos.
Los sectores numéricamente más importantes de las clases trabajadoras eran los
empleados domésticos, los vendedores ambulantes y los jornaleros. Un proletariado
industrial sólo se encontraría en las industrias textiles y alimentarias, y por ende
principalmente en unas cuantas ciudades: Buenos Aires, Sao Paulo y, hasta cierto punto,
Lima y Ciudad de México.

Los años cuarenta y cincuenta vieron un crecimiento significativo de las economías


latinoamericanas, y en las oportunidades de empleo principalmente para los hombres.
Hubo un considerable crecimiento del empleo urbano formal. Hubo un descenso
sustancial en las proporciones de empleados, profesionales independientes y autónomos.
Asimismo, los servicios tradicionales, tales como las ventas y el servicio doméstico,
disminuyeron en importancia como fuentes de empleo en estos años, para ser
reemplazados por servicios sociales, empresariales y administrativos (oficinistas,
maestros, trabajadores de la salud, otros profesionales y técnicos asalariados), y por otros
servicios urbanos modernos, tales como la reparación de automóviles.
Este cambio señaló la relativa pérdida de importancia de las clases medias «antiguas»
(pequeños empresarios, artesanos independientes) de las ciudades provincianas más
pequeñas, los pueblos y caseríos. Las clases que aumentaron en importancia fueron
aquellas asociadas con las grandes ciudades, las que en este período, y después, fueron
adquiriendo un peso mayor dentro de la población urbana: entre los estratos de
trabajadores no manuales, eran los profesionales, los gerentes y los oficinistas los que

23
aumentaron en número más rápidamente; entre los estratos de trabajadores manuales,
fueron los obreros de la construcción y las industrias de servicios, tales como los talleres
de reparaciones, el sector restaurador y hotelero y los servicios de conserjería.
Una clase media «nueva» surgió constituida por oficinistas, gerentes y profesionales
empleados por el gobierno y las organizaciones empresariales, y que para ello necesitaba
estudios. La creciente importancia de la educación para la movilidad social fue una de las
principales modificaciones que los cambios económicos del período 1940-1960 indujeron
en los patrones de estratificación urbana, creando oportunidades y, a veces, frustrándolas
cuando las cohortes recién ingresadas se encontraban excesivamente cualificadas para los
trabajos disponibles.
La industrialización (así como la consolidación de la economía exportadora) introdujo
otra importante modificación con la formación de un considerable proletariado industrial
en algunas de las grandes ciudades (así como en los pueblos mineros y en las haciendas).
Cuando nuevas regiones comenzaron a ser el centro del desarrollo económico y las
industrias rurales y de los pequeños pueblos fueron desplazadas por las mejores
comunicaciones y la competencia de productos producidos en fábricas nacionales y
extranjeras, algunos lugares prosperaron, mientras otros se estancaron.
En los años cuarenta y cincuenta, los trabajadores alcanzaron la cima de su importancia
relativa, pues las manufacturas comenzaron a expandirse para abarcar la producción de
bienes de capital, empleando más trabajadores fabriles en grandes y medianas empresas,
mientras que los artesanos eran desplazados por la competencia de las fábricas. Es
probable que el proletariado clásico (trabajadores industriales asalariados empleados en
grandes empresas) estuviera más consolidado en 1960 que en 1940. Hacia 1960, una
proporción más grande de trabajadores manufactureros estaban empleados en medianas
y grandes empresas, antes que en pequeñas empresas. El empleo fabril en empresas de
100 o más personas comprendía, hacia 1960, la mitad o más del total de la fuerza de
trabajo industrial en países tales como Brasil, Colombia y Chile.

El cambio económico y la industrialización también comenzaron a alterar la composición


de las élites urbanas. La inversión extranjera directa trajo un grupo gerencial de
expatriados, principalmente norteamericanos, pero también europeos. Éstos eran
incluidos en la élite, aunque su período de residencia en cualquier lugar fuera
normalmente de unos pocos años y aunque sus contactos sociales estuvieran limitados
principalmente a los círculos de su propia nacionalidad. El tamaño y complejidad de las
economías urbanas, progresivamente vinculadas al exterior por la inversión y la
tecnología, hizo que la empresa de tipo familiar tuviera dificultades para subsistir. Las
élites empresariales adoptaron estilos más impersonales de gestión y obtuvieron
preparación técnica en los institutos tecnológicos privados que se desarrollaron a ritmo
acelerado en muchas partes de América Latina o en el extranjero. Estas tendencias, junto
con la creciente importancia del Estado frente a las empresas en los contratos, subsidios,
licencias para importar nuevas tecnologías y regulaciones laborales, socavaron la familia
y el paternalismo como la base de la ideología y la práctica de la élite. Las élites
24
empresariales buscaron cada vez más alianzas de carácter clasista, y ampliaron éstas para
incluir a los funcionarios del gobierno y a los militares. El poder económico del Estado
significó que una carrera en el servicio público se convertía en un medio para ingresar en
las élites urbanas, y en una carrera cada vez más aceptable para los hijos de las familias de
élite tradicionales.
Estas tendencias eran más evidentes en los centros metropolitanos más grandes, y
especialmente en aquellos que eran también capitales de la nación. Debido a su menor
centralidad política y económica, y a sus historias particulares, las élites de otras ciudades
se vieron menos influidas por estas tendencias. El resultado fue un grado de diversidad
regional en las características y las ideologías de la élite.

25
INTERVENCIÓN NORTEAMERICANA Y ANTICOMUNISMO.
LA OEA. ALIANZA PARA EL PROGRESO.

Bibliografía: KONIG, Hans Joachim. El intervencionismo norteamericano en Iberoamérica.


En: Historia de Iberoamérica (Compilador Lucena Salmoral). Madrid, 1998. Tomo 3, 2º
Parte.

Capítulo 4: intervención y anticomunismo (desde 1945 hasta nuestros días)

1. La OEA y la Alianza para el Progreso como instrumentos de intervención


2.
En 1945, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos habían alcanzado una
nueva posición en el mundo. A partir de ese momento pasaron a ser la principal potencia
de Occidente en los conflictos Este-Oeste, conflictos que, poco tiempo después, se habrían
de convertir en una lucha abierta por la supremacía mundial entre dos sistemas políticos
de distinto signo (la llamada guerra fría). Los Estados Unidos se creyeron en la obligación
de defender contra el comunismo valores tales como la democracia, el capitalismo y la
economía de mercado, los cuales según ellos, eran superiores a los sustentados por dicha
ideología. Ésta, en su opinión, se hallaba en plena expansión bajo el liderazgo de la Unión
Soviética. Los Estados Unidos se fijaron como fin de su política la contención del
comunismo internacional dentro de las fronteras alcanzadas por éste hasta ese momento
e incluso el repliegue del mismo. La misión civilizadora contenida en el Destino Manifiesto
continuaba vigente.
Los Estados iberoamericanos, con los que los Estados Unidos, desde mediados de la
década de los años 30, habían firmado acuerdos para la defensa del Hemisferio Occidental
contra posibles amenazas (como, por ejemplo, la representada por el nacionalsocialismo),
se vieron implicados también en las nuevas tensiones internacionales. Y no sólo porque
siguieron suministrando a dicho país las materias primas que necesitaba (petróleo, cinc,
plomo, etc.) y continuaron siendo un mercado para sus productos, sino también porque se
vieron obligados a apoyarlo en su lucha contra el comunismo.
Aunque los países iberoamericanos también se encontraban interesados en la defensa
común del continente frente a agresiones venidas de fuera y en la construcción de una
alianza de carácter interestatal que sirviera de mecanismo de protección contra
intervenciones unilaterales, sus esfuerzos a este respecto, como los realizados, por
ejemplo, durante la conferencia interamericana inaugurada en Chapultepec en febrero de
1945, habían resultado fallidos. Dichos esfuerzos, en razón de la agudización de la guerra
frías y de la situación de crisis social y económica que se empezaba a detectar en los
Estados iberoamericanos, alcanzaron su objetivo con los acuerdos a los que se llegó en la
Conferencia de Río de Janeiro, celebrada en dicha ciudad a partir de agosto de 1947, y con
la fundación, en marzo de 1948, de la Organización de Estados Americanos. En la
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Conferencia de Río, los Estados Unidos firmaron con los países iberoamericanos un
Tratado de Asistencia Recíproca. En el artículo 2º del mismo se creaban los mecanismos
necesarios para el arreglo amistoso de los conflictos surgidos entre países pertenecientes
al continente americano y en el artículo 3º se afirmaba que el ataque contra un Estado
americano sería considerado un ataque contra todos los demás, postulándose, en ese
caso, la necesidad de prestarle ayuda. A este fin, claro está, se creaba un órgano de
seguridad de carácter regional para la regulación de la defensa del continente frente a
ataques venidos desde el exterior. Sin embargo, al mismo tiempo, el artículo 6º del
tratado dejaba la puerta abierta para una posible intervención militar realizada desde el
interior del continente. Según el artículo 8º, dichas medidas podían ir desde el
establecimiento de sanciones de tipo económico o político hasta el uso de la fuerza
armada, Tanto en un caso como en otro, se necesitaba, como mínimo, el voto afirmativo
de las dos terceras partes de los Estados (catorce en concreto).
El tratado de Río sirvió para legitimar las intervenciones norteamericanas en
Iberoamérica (desde la de Guatemala en 1954 hasta la de Granada en 1983).
Las disposiciones contenidas en el Tratado de Río alcanzaron una mayor concreción en la
Novena Conferencia Panamericana iniciada en Bogotá en marzo de 1948. Se creó un
importante conjunto de instituciones englobadas en lo que se conoce con el nombre de
Organización de Estados Americanos (OEA). Los Estados iberoamericanos consiguieron
que en el artículo 15 de la Carta de la OEA se prohibiese de forma definitiva el derecho a
intervenir en los asuntos de otro Estado. En dicho artículo se dice lo siguiente "por ningún
motivo, un Estado o un grupo de Estados tiene el derecho a intervenir, ya sea de forma
directa o indirecta, en los asuntos internos o externos de otro Estado". En el artículo 16
concretamente, se prohibía ejercer sobre otro Estado presiones de carácter político o
económico que fuesen en menoscabo de su soberanía y en beneficio propio.
El beneplácito de los Estados Unidos a dichas resoluciones equivalía a una renuncia a la
política de las cañoneras de épocas anteriores y a una promesa de no seguir utilizando la
Doctrina Monroe como legitimadora de las intervenciones de carácter unilateral. No
obstante, dichas declaraciones de principios entraron en colisión con la resolución XXIII,
aprobada a instancias de los norteamericanos, relativa a la "Preservación y defensa de la
democracia en América". En la misma se condenaba por primera vez públicamente "al
comunismo internacional", fundamentando dicha condena en la necesidad de defender la
democracia.
Los Estados iberoamericanos aprobaron dicha resolución de forma más o menos
voluntaria, por una parte por el propio anticomunismo de sus gobiernos y, por otra, con la
esperanza de recibir a cambio de su asentimiento contraprestaciones económicas de los
Estados Unidos. De esta forma, dichos Estados, bajo la dirección de los Estados Unidos,
aceptaron como obligatorio el que todos los países del continente se ajustasen a un
modelo de democracia cuyos fundamentos eran diferentes de aquellos sobre los que se
sustentaba su propia cultura política.
A pesar de todo, junto a las disposiciones incluidas en el Tratado de Río, la resolución
XXXII relativa a la defensa de la "democracia americana" volvió a poner sobre el tapete el
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derecho a la intervención recientemente abolido, si bien, esta vez, adoptó un carácter
multilateral.
En la Décima Conferencia Internacional de Estados Americanos, celebrada en Caracas en
marzo de 1954, acontecimiento del que los Estados Unidos se aprovecharon, alarmados
por las reformas sociales que habían tenido lugar en Guatemala, para obligar a los demás
países a adoptar una serie de medidas conducentes a impedir la penetración en el
continente del comunismo internacional, se le dio un peso aún mayor al imperativo de
defenderse contra el comunismo. En la práctica esto habría de significar un
torpedeamiento del principio de no intervención.
En la época que siguió a la aprobación de las resoluciones tomadas durante los años 1947
y 1948 y en el año 1954, el intento de un gobierno o de un movimiento de oposición o
liberación iberoamericano de poner fin a las injusticias políticas o económicas mediante
una revolución o a través de la adopción de reformas sociales, suscitaba, de forma
inmediata, las advertencias de los políticos acerca del peligro "comunista". Temerosos de
que los comunistas se hiciesen con el control de los cambios estructurales o de las
reformas sociales, creían que cualquier revolución, automáticamente, pondría en peligro
los intereses de los Estados Unidos. Y, tachando a los cambios sociales, aun en aquellos
casos en que parecían justos y moderados, de estar inspirados en el comunismo, se
arrogaban de nuevo el derecho a recurrir a toda la panoplia intervencionista
(intervención militar, económica, etc.). Después de 1945, al quedar unidos los intereses de
los Estados Unidos en Iberoamérica, en los sectores de la exportación, de las materias
primas y de las inversiones, a los intereses de tipo estratégico, cualquier reforma social,
por moderada que fuese, que afectase de forma automática a los intereses económicos de
las empresas o de los inversores estadounidenses como consecuencia de la puesta en
práctica de nacionalizaciones o de la adopción de medidas de reforma agraria, era
susceptible de ser considerada, invocando el fantasma del "comunismo internacional",
como un peligro para la seguridad de los Estados Unidos y de los países iberoamericanos.
Tanto las disposiciones contenidas en el Tratado de Río relativas a las prestaciones de
ayuda mutua como las propias resoluciones de la OEA, ofrecieron a los Estados Unidos la
posibilidad de servirse de esta institución para el logro de sus fines en los campos político
y económico y para legitimar sus intervenciones en carácter unilateral. Y todo ello con el
beneplácito -un beneplácito, ciertamente, cada vez más difícil de obtener- de sus aliados
iberoamericanos.
Si, por una parte, la OEA fue la plataforma organizativa y también, en razón de los
principios de dicha institución, la plataforma ideológica sobre la que los Estados Unidos
habrían de fundamentar sus intervenciones, la Alianza para el Progreso fue el mecanismo
del que se sirvió ese país para intervenir política y económicamente, a fin de contrarrestar
la inquietud social presente en los países iberoamericanos y de estabilizar los regímenes
políticos de éstos frente a la amenaza del comunismo internacional.
Esta iniciativa, acometida por el presidente Kennedy en 1961, fue un plan económico y
financiero con el que se esperaba, mediante un reparto más justo de la renta nacional, la
ejecución de reformas agrarias y fiscales, la mejora de la situación educativa y sanitaria, y

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la construcción de viviendas, subsanar el subdesarrollo de Iberoamérica y, de esta forma,
eliminar también el malestar social que se vivía en todo el subcontinente. Con este fin se
anunció la puesta en práctica de una serie de reformas sociales conducentes al logro de un
cambio social controlado.
Para llevar a cabo las reformas citadas se necesitaba ante todo medios materiales. En
mayo de 1961, Kennedy firmó una ley de ayuda a Iberoamérica, en la que se prevería la
entrega de 600 millones a los países iberoamericanos. En junio de ese mismo año
suscribió un acuerdo con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) (el cual había sido
fundado, tras muchos intentos, en mayo de 1959) con el fin de que, en nombre de la
Alianza, se hiciera cargo de la administración de la mayor parte del dinero (en un primer
momento, de unos 394 millones de dólares). En agosto, durante la Conferencia Social y
Económica Interamericana celebrada en Punta del Este (Uruguay), todos los países
miembros de la OEA, a excepción de Cuba, se adhirieron al programa instituido por
Kennedy, mediante la firma de la "Declaración de los Pueblos de América" (en la que se
fijaban los objetivos de la Alianza y entre los cuales se encontraba la democratización de
los países iberoamericanos) y de la "Carta de Punta del Este" (en la que se contenían los
métodos por lo que se habría de regir dicho programa).
La Alianza para el Progreso se perfilaba como el mayor programa de ayuda al extranjero
que hubiese existido nunca y, por este motivo, parecía infundado el temor de los países
iberoamericanos a que dicho programa no fuese más que la continuación de la política
hegemónica de los Estados Unidos por otros medios y de que este país pudiera socavar,
valiéndose del instrumento de la ayuda económica, una parte de su soberanía y de su
autonomía nacionales.
El flujo de dinero llegado a dichos países -que, por lo demás seguían desempeñando el
papel de simples proveedores de materias primas- no bastó para equilibrar sus pérdidas
nacidas del deterioro de las condiciones de intercambio comercial. Los Estados Unidos
continuaron alzando barreras a la entrada de productos iberoamericanos en el país, lo
cual dificultaba el acceso de los mismos al mercado norteamericano.
Además, el significado de la ayuda económica proporcionada por los Estados Unidos se
veía mermado por sus condiciones de entrega. A modo de ejemplo, podemos decir que la
mayor parte del dinero entregado tenía que ser utilizado obligatoriamente en la compra
de productos norteamericanos. El 80 por ciento de la ayuda estadounidense sirvió para la
financiación de tales compras. Este requisito no fue abolido hasta 1969, a instancias del
presidente Nixon. A esto se añadía el hecho de que los Estados Unidos vendían a
Iberoamérica aquellos artículos que por haberse quedado obsoletos apenas tenían salida
en el mercado norteamericano. Se ponía de manifiesto de nuevo el viejo modelo de
relaciones comerciales; Iberoamércia no era más que un mercado donde los
norteamericanos podían colocar sus productos A la postre, la Alianza para el Progreso,
concebida y dirigida por los Estados Unidos, favoreció más el desarrollo de este país que
el de los Estados Iberoamericanos y, al mismo tiempo, representó una forma indirecta de
intervención en los asuntos internos de éstos en los campos social y económico.

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A los mecanismos de intervención de carácter financiero y económico, ya de por sí
negativos para los países iberoamericanos, se les unió otro de carácter político que
desvirtuó aún más la ayuda norteamericana concedida dentro del marco de la Alianza.
Nos estamos refiriendo a la enmienda Hickenlooper del año 1962 relativa a la ley de
ayuda a países extranjeros, en la que se afirmaba que se debía suspender la ayuda
económica a aquellos gobiernos que atacasen -ya fuese mediante nacionalizaciones o
expropiaciones- las propiedades de los ciudadanos norteamericanos. De esta manera,
dicha ayuda se convertía en un instrumento mediante el cual se podía influir de forma
indirecta sobre los Estados iberoamericanos e inmiscuirse en sus asuntos internos. A
pesar del carácter multilateral de la Alianza, los Estados Unidos disponían de medios
suficientes para influir sobre los demás países y, de esa forma, imponer unilateralmente
sus puntos de vista. Entre dichos medios se encontraba, por ejemplo, el derecho al voto
con el que se contaban en el Banco de Desarrollo Interamericano. Además, la Agencia para
el Desarrollo Internacional (AID), organismo que se hallaba bajo el control de los Estados
Unidos y que se encargaba de distribuir la mayor parte del dinero de la Alianza, se
encontraba en condiciones de limitar la soberanía de los países receptores, condicionando
la entrega del mismo a la aceptación por parte de éstos de unas determinadas condiciones
(compromiso de comprar productos americanos, garantía de defender los intereses
americanos frente a posibles tumultos de carácter social, etc.).
En tales circunstancias era imposible que se consumara el ansiado cambio social y político
y que se realizara la tan cacareada democratización. Resultaba imposible armonizar los
intereses de los Estados Unidos con los de Iberoamérica. Los mecanismos de intervención
siguieron en pie, aun después de la desaparición de la Alianza (1970/1974). A partir de
ese momento, los Estados Unidos sólo se preocuparon de defender sus inversiones, de
asegurarse el envío de materias primas, de afianzar su posición en el mercado
iberoamericano y -con el fin de poner coto a la expansión del comunismo- de mantener,
en el seno de los países iberoamericanos, una situación política estable que favoreciera la
salvaguardia de sus intereses. Dentro del marco de una organización internacional como
la OEA, formas más sutiles de intervención directa continuaron garantizando la existencia
de una pax americana en el Hemisferio Occidental.

2. Intervenciones Militares

El hecho más notable de la política anticomunista de los Estados Unidos tuvo lugar en el
año 1954, merced a la intervención de esa país, o mejor dicho, a la participación del
mismo en la intervención militar en Guatemala aprobada por la OEA. Los Estados Unidos
tratarían de repetir el éxito de la misma con la invasión de Cuba.
En 1951 el gobierno de Guatemala pasó a manos del coronel Jacobo Arbenz Guzmán. Su
objetivo principal consistía en que el desarrollo de Guatemala fuese más rápido y, sobre
todo, más independiente desde un punto de vista económico.

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La medida que el gobierno estadounidense y la United Fruit Company consideraron como
más peligrosa para sus propiedades y su seguridad fue la reforma agraria iniciada por
Arbenz en 1952. En la misma se preveía la expropiación de las tierras no cultivadas y de
los latifundios cuya extensión fuera superior a las 90 hectáreas. Desde 1952 hasta 1954 se
expropiaron un total de un millón y medio de hectáreas, de las que 169.000,
aproximadamente, era tierras no cultivadas propiedad de United Fruit Company.
Las reformas sociales emprendidas por Arbenz, tanto el proyecto de infraestructura como
la reforma agraria -medidas que el gobierno guatemalteco tomó, haciendo uso de su
soberanía y con el fin de eliminar el poder económico extranjero en beneficio de los
campesinos y agricultores- iban en contra de los intereses de la United Fruit Company. En
consecuencia, la CIA, con el fin de contrarrestar la "amenaza comunista", intervino,
colaborando, en 1954, en el derrocamiento del gobierno de Arbenz.
La acción estuvo bien preparada, tanto desde un punto de vista diplomático como político.
En la Décima Conferencia Interamericana celebrada en Caracas en marzo de 1954, el
secretario de Estado norteamericano, John F. Dulles, consiguió la aprobación de una
resolución, la CXII concretamente, en la que se otorgaba a los Estados Unidos el derecho a
intervenir en los asuntos internos de otros países con el fin de conjurar la amenaza del
"comunismo internacional" en el continente americano. De forma simultánea, su hermano
Allan Dulles, a la sazón de director de la CIA, preparaba la intervención militar con el
conocimiento del gobierno norteamericano.
En Cuba, los Estados Unidos utilizaron también, al igual que en Guatemala, una forma
solapada de intervención militar, complementada con una serie de medidas de boicot y
bloqueo económico. El caso de Cuba, por lo tanto, constituye un ejemplo de intervención
militar y económica al mismo tiempo. Su finalidad consistió en eliminar el foco
revolucionario surgido en Cuba. Fidel Castro emprendió la tarea de liberar a la isla de la
dependencia de los Estados Unidos. El detonante del conflicto, de la guerra económica y
cuasi militar, fue la primera ley de reforma agraria, promulgada el 17 de mayo de 1959. La
misma reducía las posesiones de las compañías norteamericanas, sobre todo las de
aquellas que poseían latifundios y las que se dedicaban a la producción de azúcar. Fidel
Castro se atrevió, en junio de 1960, a nacionalizar las compañías petrolíferas
norteamericanas Shell, Texaco y Esso, provocando así una serie de acciones y reacciones
de carácter económico.
Un mes más tarde, los Estados Unidos suspendieron sus importaciones de azúcar,
producto de importancia vital para Cuba; de esta forma el gobierno norteamericano
atacaba a Cuba sirviéndose del bien exportable más importante de la isla.
Fidel Castro, había replicado expropiando y nacionalizando el resto de las empresas
norteamericanas presentes en el país. En contrapartida, el gobierno estadounidense
prohibió la exportación a Cuba de cualquier producto norteamericano, a excepción de los
artículos alimenticios no subvencionados y de los medicamentos, comenzando de esta
forma un bloqueo económico que había de durar hasta 1975 y al que se adhirieron la
mayoría de los países miembros de la OEA.

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Kennedy intensificó el embargo comercial contra la isla. En 1962, el embargo se amplió
también al transporte marítimo: los barcos que tocaban puertos cubanos eran excluidos
del comercio con los Estados Unidos. Este país retiró su ayuda económica a los que no
prohibían a sus barcos el transporte de mercancías a Cuba.
Una vez agotadas las sanciones de tipo económico, los Estados Unidos tomaron en
consideración la posibilidad de llevar a cabo una intervención militar con el fin de evitar
que otros países pusiesen en práctica el principio de autodeterminación y con el
propósito, también, de castigar a Cuba. En 1960, durante la reunión consultiva celebrada
en San José de Puerto Rico por los ministros de Asuntos Exteriores de los países
pertenecientes a la OEA, los Estados Unidos se habían mostrado favorables a la adopción
de medidas enérgicas contra el comunismo. Los Estados Unidos, más tarde, habrían de
participar de forma indirecta en los preparativos militares para la invasión de la isla,
proporcionando entrenamiento a los exiliados cubanos y a los mercenarios que se
disponían a llevarla a cabo. El 16 de abril de 1961 tuvo lugar la tristemente famosa
invasión a Bahía Cochinos, mediante la cual 1.500 "patriotas" intentaron liberar a Cuba.
La invasión fracasó debido a que los Estados Unidos no les proporcionaron el apoyo aéreo
y marítimo necesario. Los Estados Unidos, tras un intento inicial de negar su participación
en la invasión, se vieron obligados a reconocer que habían ayudado a los agresores
económica y militarmente. Según el presidente, los Estados Unidos cumplirían el
compromiso que habían asumido a defender su propia seguridad. Hacia este fin apuntaba
también la decisión tomada por el Congreso en septiembre de 1962, por la que se
otorgaba al presidente el derecho a intervenir en Cuba en el caso de que desde ésta se
amenazase la seguridad de Estados Unidos. En octubre de 1962, la instalación en Cuba de
misiles soviéticos de alcance medio agudizó aún más la situación. Este hecho provocó el
que los Estados Unidos impusiesen un bloque naval alrededor de la isla. La crisis se
solucionó con el desmantelamiento de los misiles. Después, no obstante, la política de
Estados Unidos hacia Cuba continuó siendo la misma de antes, una política, en definitiva,
no consistente tan sólo en medidas y acciones de carácter unilateral, sino dirigida,
asimismo, a recabar cada vez más el apoyo de los Estados miembros de la OEA.
En 1962, durante la reunión consultiva que celebraron los ministros de Asuntos
Exteriores de la OEA en Punta del Este, Cuba fue expulsada de dicha organización, a
instancias de Estados Unidos, aduciéndose que un régimen marxista-lininista era
incompatible con ésta. Durante la novena reunión consultiva celebrada en Washington en
julio de 1964, los ministros de Asuntos Exteriores de los países pertenecientes a la OEA
tomaron la decisión de recomendar a los Estados signatarios del Tratado de Río la
aplicación de las siguientes sanciones: ruptura de relaciones diplomáticas o consulares,
ruptura de las relaciones comerciales, ya fuesen directas o indirectas (a excepción hecha
del suministro de productos alimenticios y de medicinas) y prohibición a los barcos de
cada país de tocar puertos cubanos. En 1975, con ocasión de la reunió plenaria de la
organización celebrada en Washington, los Estados Unidos cambiaron de postura en
relación al problema de Cuba, toda vez que, desde 1970, el aislamiento de dicho país era
cada vez menor debido a las iniciativas del gobierno de Allende. A partir de ese momento
los miembros de la OEA eran libres de reanudar o no sus relaciones comerciales con dicho
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país. En julio de 1975, en San José de Costa Rica, la OEA decretó en forma oficial el
levantamiento del bloqueo.
Mientras que en el caso de Cuba existió más bien una amenaza de invasión por parte de
los Estados Unidos que una invasión real, la República Dominicana hubo de sufrir, en
1965, una intervención directa seguida de una intensa ocupación militar.
La Constitución liberal promulgada por Bosch, y la legalización de los partidos políticos,
incluidos los de ideología comunista, suscitaron, no obstante, las críticas de los Estados
Unidos. La adopción de estas medidas provocó que el presidente adquiriera la reputación
de ser comunista, en incluso, de ser un segundo Castro.
En 1963, Bosch fue derrocado y los militares se hicieron con el poder. Estallaron motines
que condujeron al derrocamiento de la junta gobernante. Los grupos políticos que
apoyaban la Constitución se hicieron con el poder. Se restableció la Constitución de 1963
y Rafael Molina asumió la presidencia interinamente hasta la vuelta del presidente Bosch.
En ese momento fue cuando intervinieron los Estados Unidos en los asuntos internos de
la República Dominicana. En primer lugar, para proteger, como de costumbre, las vidas y
las posesiones de los extranjeros presentes en la isla, entre los que se encontraban unos
2.300 norteamericanos, pero también para evitar la vuelta del presidente constitucional
Bosch y para oponerse a "la infiltración comunista". En 1965, el presidente Lyndon B.
Johnson ordenó el envío de marines con el fin de que participaran en las luchas que vivía
el país. Paulatinamente el número de éstos fueron aumentando.
Para justificar su acción, los Estados Unidos formularon una nueva doctrina. Una vez más,
dicho derecho se basaba en la necesidad de defenderse frente a una amenaza exterior, en
este caso el comunismo. El hecho de que los Estados Unidos viesen detrás de las reformas
políticas y sociales planeadas en la República Dominicana la mano del comunismo y de
que, en consecuencia, las considerase como una amenaza para su seguridad, llevó al
presidente Johnson a afirmar, en mayo de 1965, que los Estados del continente americano
no permitirían el establecimiento de otro régimen comunista en el Hemisferio Occidental.
Según él, una revolución era ciertamente algo que competía exclusivamente al Estado
afectado por la misma, pero se convertía en un asunto en el que se podía intervenir, si su
objetivo consistía en el establecimiento de una dictadura comunista. En virtud de la
llamada Doctrina Johnson, los Estados Unidos se arrogaban el derecho a intervenir en un
momento dado -empleando incluso la fuerza militar- allí donde, en su opinión, existiera el
peligro de que surgiera un régimen comunista.
En la Décima Reunión Consultiva de la OEA, celebrada en Washington en mayo de 1965,
algunos países iberoamericanos, en especial Chile, México y Venezuela, protestaron
contra la forma de proceder norteamericana. A lo largo de todo el tiempo que duró la
invasión, Nicaragua, Honduras, Costa Rica y Brasil fueron los únicos países que enviaron
contingentes de tropas a la República Dominicana. De esta forma la OEA perdió una gran
parte de su credibilidad.
La última intervención directa de carácter militar llevaba a cabo por los Estados Unidos
fue la invasión en 1983, de Granada, una pequeña isla del Caribe. El peligro no procedía

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tanto del gobierno socialista de Maurice Bishop como de la construcción de un nuevo
aeropuerto realizada con ayuda de técnicos cubanos. Su finalidad era la de incorporar a la
isla a las corrientes del turismo internacional. Los norteamericanos se sintieron
amenazados debido a que desde ese aeropuerto se podían controlar las rutas marítimas
por las que le llegaba a los Estados Unidos la mayor parte del petróleo importado por ese
país, por lo que pusieron el grito en el cielo, pues el aeropuerto podía ser controlado por
comunistas. El estallido, en octubre de 1983, de una serie de conflictos en la isla, en los
que los Estados Unidos vieron la mano de la Unión Soviética y de Cuba, le dieron el
pretexto (consistente, una vez más, en la protección de los ciudadanos norteamericanos)
para invadir Granada. Sin que existiera una amenaza exterior, los norteamericanos, una
vez más, intervinieron en los asuntos internos de un Estado del Hemisferio Occidental con
el propósito de salvaguardar sus intereses estratégicos y económicos.

3. Las Sanciones Económicas como forma de intervención

La manera como los Estados Unidos administraban y destinaban la ayuda económica


concedida dentro del marco de la Alianza para el Progreso y, más en concreto, el boicot
impuesto a Cuba, habían puesto de manifiesto hasta qué punto ese país estaba dispuesto a
utilizar su supremacía económica frente a los Estados iberoamericanos como un medio de
controlar, desde el exterior, su desarrollo político y social. En el caso de Cuba, ni el
intervencionismo económico ni en intervencionismo militar habían logrado el éxito
esperado. Sin embargo, no ocurrió lo mismo con Bolivia y Chile, países donde los Estados
Unidos, merced al establecimiento de sanciones económicas o de boicots, consiguieron
abortar, en un caso, una revolución y, en otro, derribar un gobierno socialista.
En Bolivia, en abril de 1952, el MNR (Movimiento Nacionalista Revolucionario) llevó a
cabo una revolución que no se limitó a ser un simple golpe de estado. La misma, con la
colaboración de los campesinos indios y de los sindicatos, puso en marcha una
transformación en profundidad de la estructura social del país. Entre los puntos más
importantes de la política revolucionaria del MNR se encontraban los siguientes: la
incorporación de los indios a la sociedad, merced al reconocimiento de sus derechos
civiles; el desarrollo de una reforma agraria que había de servir de instrumento para el
reparto de las grandes propiedades rurales; la nacionalización de las compañías que se
dedicaban a la explotación de las minas de cinc, pertenecientes en su mayor parte a tres
consorcios en los que existía una mayoría de capital norteamericano (Patiño, Aramayo y
Hochschild) y la reunión de las mismas en una sociedad minera estatal, la COMIBOL
(Corporación Minera de Bolivia), en la que los trabajadores y los sindicatos podrían dejar
oír su voz; y, finalmente, la supresión del ejército y su sustitución por milicias.
Aunque no se puede negar la incompetencia y las debilidades de los líderes de la
revolución, tampoco se puede pasar por alto que la presión ejercida por Estados Unidos,
país que en junio de 1952 había reconocido al gobierno revolucionario debido al carácter
no comunista del mismo, contribuyó al fracaso de la revolución.

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Ya en 1953, los Estados Unidos habían entregado a Bolivia una ayuda económica de 11
millones de dólares (ayuda que, durante cada uno de los dos años siguientes, habría de
alcanzar los 20 millones) con el fin, entre otras cosas, de capacitar a dicho país para
enfrentarse al comunismo. Bolivia recibió, por lo tanto, ayuda financiera de los Estados
Unidos, pero su estrecha vinculación con este país -la ayuda se extendió a todos los
sectores de la economía- limitó al mismo tiempo su libertad de acción. De esta forma se
perdió la posibilidad de lograr un desarrollo autóctono. En octubre de 1955 se promulgó
una ley sobre el petróleo redactada por expertos estadounidenses, en virtud de la cual se
suprimía el monopolio estatal existente desde 1937 y se favorecía a las inversiones
extranjeras, en especial a las norteamericanas. La compañía Gulf Oil de Pittsburg recibió
una serie de concesiones para la explotación de los yacimientos petrolíferos de Los Monos
y de Agua Salada.
A finales del año 1960, el presidente Paz Estensoro recibió una oferta de la Unión
Soviética relativa a la concesión de unos créditos por valor de 150 millones de dólares con
el fin de modernizar la minería de cinc, de crear una compañía petrolífera de propiedad
estatal y de llevar a cabo reformas en la infraestructura del país. Sin embargo, los Estados
Unidos y los bancos internacionales presionaron sobre Paz Estensoro para que rechazara
la oferta. Presentaron en 1961 un plan de financiación, el llamado plan triangular. Merced
del plan, Bolivia recibió más de 37 millones de dólares en concepto de ayuda económica,
pero, a cambio, el país se vio vinculado económicamente de una forma más estrecha a los
Estados Unidos, pasó a depender de la buena voluntad de esa nación y, por añadidura,
hubo de sufrir tensiones de carácter político.
El gobierno se vio obligado, para seguir en el poder, a recurrir al ejército, que había sido
reconstruido con ayuda de los norteamericanos. En 1964, un golpe de estado llevado a
cabo por el ejército puso punto final a la revolución.
La renuncia por parte de algunos sectores bolivianos a seguir poniendo en práctica
iniciativas de carácter revolucionario y el creciente influjo económico y político de los
Estados Unidos y de los bancos internacionales, merced a la concesión de ayudas
económicas, condujeron a una involución de la revolución.
El alzamiento militar que tuvo lugar en Chile el 11 de septiembre de 1973, que costó la
vida al presidente Allende y dio origen a una dictadura militar, ha puesto de manifiesto lo
difícil que resulta realizar en Iberoamérica las necesarias reformas estructurales por
métodos democráticos. No se puede ocultar la fragilidad del experimento de Allende de
alcanzar el socialismo por una vía pacífica. No obstante, es fácil darse cuenta de que los
enemigos, tanto de afuera como de dentro, del experimento del presidente Allende
pusieron todos los medios para hacerlos fracasar.
Entre estos enemigos se encontraba también los Estados Unidos, quienes estaban
interesados en Chile no sólo por el valor estratégico de este país como avanzadilla del
Hemisferio Occidental, sino también desde un punto de vista económico.
Cuando Allende emprendió la tarea de nacionalizar todo el sector minero, la reacción de
los Estados Unidos no se hizo esperar. En cierta manera, la intervención de los Estados
Unidos se había iniciado ya durante la campaña electoral del año 1964, cuando apoyó de
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forma masiva al cristianodemócrata Eduardo Frei en detrimento del socialista Salvador
Allende. Frei recibió unos 20 millones de dólares procedentes de fuentes
norteamericanas. Chile fue uno de los principales receptores de los fondos procedentes de
la Alianza para el Progreso. No obstante, esta ayuda significó un enorme endeudamiento
exterior, el cual habría de pesar como una losa sobre el gobierno de Allende al alcanzar
éste el poder en 1970.
Cuando el gobierno de Allende llegó al poder en octubre de 1970, los créditos y la ayuda
proporcionada por los Estados Unidos -que continuaba siendo muy importantes para la
economía chilena- dejaron de fluir hacia el país, debido a que éstos veían como un peligro
para el mundo libre y para la economía de mercado el programa de reformas preconizado
por Allende y, asimismo, veían amenazada su seguridad por el posible efecto que el
experimento socialista chileno podía tener sobre los países vecinos -la llamada teoría del
dominó. Dicho programa contenía algunos puntos que iban en contra de los intereses de
los Estados Unidos: nacionalización total de las compañías mineras norteamericanas, de
los banco, de la industria textil, química y del cemento, de la energía y de los transportes;
y establecimiento de relaciones diplomáticas con la República Popular de China, con
Corea, con Vietnam, con la República Democrática Alemana y con Cuba -país que, como se
recordará, había sido expulsado de la OEA.
El gobierno de los Estados Unidos suspendió la entrega de créditos a Chile. Durante el
gobierno de Allende, el Exim-Bank, redujo el volumen de sus créditos a una cantidad
insignificante. El Banco Mundial interrumpió la concesión de créditos y el Banco
Interamericano de Desarrollo redujo también su ayuda financiera de forma drástica.
Además, los Estados Unidos se negaron a iniciar conversaciones para negociar la enorme
deuda exterior acumulada por Chile, que, por lo demás, ya existía en los tiempos de Frei.
Esto provocó que Chile tuviese grande dificultades para conseguir nuevos créditos. El
boicot financiero impuesto por los Estados Unidos a raíz de la nacionalización de las
minas de cobre -boicot que dificultó de manera directa o indirecta la entrega de
empréstitos por parte de las instituciones internacionales -dañó la imagen de Chile en el
mundo de las finanzas y ocasionó dificultades cada vez mayores a la balanza de pagos del
país. Entretanto, los créditos norteamericanos al ejército chileno aumentaron.
Las sanciones financieras y económicas tuvieron efectos contundentes sobre la situación
política y social de Chile, dieron lugar a disturbios y huelgas, y condujeron al golpe militar
del 11 de septiembre de 1973. Un experimento socialista que, al parecer, no se amoldaba
al "sistema" preconizado por los Estados Unidos para el Hemisferio Occidental, que había
tratado de conseguir cambios políticos y sociales merced a un programa de gobierno
antiimperialista y anti-oligárquico, fracasó gracias a las maniobras de desestabilización de
ese país. El desenlace de todo este proceso fue la implantación de una dictadura militar.

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