Misal romano. E induce en error a Miegge, que acusa a Fr.
Martín de «confundir el canon con el
ofertorio». Los que lo confunden y se confunden son esos historiadores. Empeñado en una crítica que se quiebra de sutil, lanza Scheel otra observación igualmente infundada. Supone que el prior, si se hallaba presente, estaría entre el pueblo o en la presidencia, no en el mismo altar, y, consiguientemente, no se explica cómo desde allí pudo enterarse del pavor y deseo de fuga del misacantano. Pero esto es ignorar que en tales misas solía haber junto al celebrante, además del diácono y subdiácono, un «presbítero asistente», persona de autoridad o ligada por estrechos lazos de afecto con el neosacerdote, cuyo oficio era advertirle, si vacilaba o cometía algún error en las rúbricas; ayudarle y aconsejarle. Bien pudo ser que, en nuestro caso, el «presbítero asistente» fuese el propio prior. Lo que a nosotros nos parece verdaderamente llamativo y chocante, lo que nos hace dudar un poco de la sinceridad del testimonio luterano, ciertamente auténtico, es que Fr. Martín aquel día 2 de mayo se sintiese solo frente a Dios, sin la más mínima idea de estar en comunión con el Cuerpo místico (aunque la había leído en Gabriel Biel), y experimentase tan grande terror al pronunciar las palabras del canon, impregnadas de amor y misericordia. ¿Cómo pudo empavorecerse ante la Majestad divina, cuando invocaba no a la infinita majestad del Juez, sino a la infinita clemencia del Padre? (Te igitur, clementissime Pater). Y sobre todo, ¿cómo podía afirmar luego que le era imposible acudir al Dios vivo y eterno «sin mediador», siendo así que esas mismas palabras del canon le estaban hablando del Mediador, que es Cristo, Hijo de Dios? (Per Iesum Christum... supplices rogamus). Y para no caer abrumado bajo el peso de su indignidad personal debería haber pensado que no pronunciaba aquellas palabras ni celebraba el santo sacrificio en nombre propio, sino de toda la Iglesia y en unión con el mismo Cristo, de cuyo sumo sacerdocio participaba. En caso de aceptar literalmente sus afirmaciones, habrá que admitir que, cuando Fr. Martín se hallaba obsesionado por una idea o poseído de algún sentimiento, no entendía —porque no atendía— ni textos escritos ni palabras habladas, o sea, que algo patológico aparecía de vez en cuando en su psicología. Se mostraba como un introvertido que no miraba más que a su corazón y a su conciencia, como un subjetivista ciego y sordo para lo objetivo. Por eso no es de extrañar que en sus últimos años dijera tantas inexactitudes acerca de la teología católica y de la piedad monástica. Inconscientemente deformaba la visión de todo aquello que no respondía al talante de su espíritu, y a veces daba por sucedido en determinado tiempo lo que solamente en época poste- rior había pensado o imaginado. No sin razón el psicoanalista Erikson habla de «las grotescas historificaciones del Lutero» divorciado del monaquismo.
Seriedad religiosa y auténtica devoción
Es indudable que Fr. Martín se preparó al sacerdocio con largas y profundas meditaciones, con seriedad digna del altísimo sacramento que iba a recibir y con el deseo de purificar más y más su alma; en el acto mismo de ofrecer el santo sacrificio, aun rebajando un poco el espanto y pavor de aquel instante, experimentó profundísima emoción. Dada la defectuosa formación de su espiritualidad, que le hacía imaginar siempre —como él asegura— un Dios severo y castigador en vez de un Padre clementísimo y misericordioso, y un Cristo juez implacable en vez de un Redentor amoroso y benigno (deformación no aprendida en la doctrina de la Iglesia o en su liturgia ni compartida por sus hermanos de religión), nada tiene de sorprendente que, al tomar en sus manos por vez primera la hostia consagrada, temblase de pies a cabeza por el respeto y la adoración. Otros innumerables sacerdotes católicos, en tan augustos y tremendos instantes, ante la sublimidad del Mysterium fidei y ante la presencia de la divinidad, han experimentado muy