Você está na página 1de 1

COMO CON UN AMIGO

Juan Carlos Fernández Menes (Diario de León, 19-VIII-2017)

El Salmo responsorial ("Oh, Dios, que te alaben los pueblos, que todos los
pueblos te alaben") es la plegaria de la misión universal de la Iglesia. Dios hace de la
Iglesia sacramento de salvación para todos los hombres. El nuevo Pueblo de Dios sería
infiel a su vocación si se cerrara en sí mismo. Cristo lo envía a todo el mundo, para que
se cumpla lo de que "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad". Con Dios siempre salimos ganando: sólo le podemos
ofrecer lo que Él mismo nos da, y Él se nos da a sí mismo: Nuestros deseos se quedan a
distancia de los "bienes inefables" que nos ha preparado, los únicos que pueden
satisfacer nuestro corazón. Quien lo entiende así es que ha descubierto el tesoro, ha
encontrado la perla: será capaz de amarlo "en todo y sobre todas las cosas".

Estamos acostumbrados a que Jesús se adelante a las necesidades de los que se


le acercan y las resuelva con prontitud. Este domingo parece diferente: una mujer pide a
Jesús no para ella, sino para alguien a quien quiere más que a ella misma: para su propia
hija. Jesús, sin embargo, se resiste y se resiste duramente, al menos en apariencia, hasta
arrancar del corazón de aquella madre una de las más preciosas oraciones que recoge el
Evangelio y que enternece totalmente el interior de Cristo. Al elogio de Jesús a la mujer
siguió el cumplimiento de la petición que ésta le formulaba: en aquel momento, dice el
Evangelio, quedó curada su hija. Preciosa la escena. Y aleccionadora.
En ocasiones nos encontramos con eso que se viene llamando el "silencio de
Dios". Ante situaciones inexplicables, incomprensibles, sin respuesta, Dios parece
callar. A veces nos sentimos como debió sentirse la cananea ante las primeras palabras
de Cristo: rechazados, excluidos del círculo de los suyos. En esos momentos hay que
copiar de la cananea: orar con insistencia y confianza. Orar también hoy, entre prisas,
ruido y aturdimiento, en medio de los compromisos sociales y de las diversiones, en los
días hábiles y en los de ocio, en el campo y en la ciudad, en casa y en el templo. ¡Qué
bueno encontrar sitio y hora para rezar! Un cristiano es inexplicable sin esos momentos
de oración sincera, calmada y reconfortante. ¿Se imaginan unos novios que no hablasen
nunca? ¿Es posible que existan matrimonios que no tengan nada que decirse? ¿Conocen
amigos que no tengan frecuentes y largas conversaciones? El hombre que no habla con
los que le rodean y, sobre todo, con los que comparte su vida, pierde una de sus más
preciosas facultades y se está fabricando un mundo de soledad y de angustia. Esto es lo
que le sucede exactamente a un cristiano con su Dios: con Él se comparte la vida, las
ilusiones y las decepciones, un Dios con quien se habla, a quien se pide, como la
cananea, y a quien se agradece. Dios y el cristiano son dos amigos que entretejen juntos
cada día y repasan juntos cada acontecimiento. Y esto no puede hacerse sin oración.
Que eso es justamente la oración.

Você também pode gostar