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Como una “ciudad compacta”

La Iglesia necesita sacerdotes que trabajen juntos


El arzobispo Philip Tartaglia, de Glasgow, Escocia, dio tres discursos en la reunión de este
año para los sacerdotes de la arquidiócesis de Filadelfia, celebrada del 30 de mayo al 1 de
junio en Hershey. Esta es la segunda de sus intervenciones (texto tomado de
Catholic.Philly.com; traducción de inglés al español privada).

Ayer ofrecí una visión general del terreno pastoral actual. Y compartí algunas
reflexiones sobre la que será nuestra misión como sacerdotes durante los siguientes veinte
años. Pero esta no es la primera vez que la Iglesia ha enfrentado cambios radicales en la cultura
e intensos desafíos a la evangelización. A lo largo de los siglos, la Iglesia ha respondido de
diversas maneras. Pero para nuestro propósito hoy quiero centrarme en una cosa esencial: la
fraternidad sacerdotal.
Encontramos esto en la fundación por San Benito de un monasterio que, a su vez,
fundaría e inspiraría a innumerables otros. Lo encontramos en la evangelización de Inglaterra,
cuando el papa Gregorio no envió a Agustín solo, sino a otros monjes con él. En el siglo XII
esto tomó la forma de órdenes mendicantes, cuando Francisco y Domingo se unieron a otros
hombres en la evangelización. En el siglo XVI tomó la forma de los jesuitas y los oratorianos.
Y así en adelante. Hay una gran diversidad en estas iniciativas, pero el hilo común de
todas ellas es la fraternidad sacerdotal. La dificultad de los tiempos y los nuevos retos a los que
nos enfrentamos subrayan la necesidad de que los sacerdotes no sean sólo muchos en número,
no estén sólo bien preparados, sino que estén unidos... uno... un cuerpo. Los problemas a los
que nos enfrentamos son tales que sólo como un cuerpo podremos afrontarlos fructíferamente
y, al hacerlo, avanzar en la evangelización.
Hay una dimensión práctica y apostólica de la fraternidad sacerdotal, que es digna de
consideración. Podemos tomar dos imágenes de la Escritura. Primero, consideremos el relato
de los israelitas que cruzan el Jordán (Josué 3). Recuerdan que a Josué se le ordenó que los
levitas -es decir, los sacerdotes- llevaran el Arca de la Alianza sobre sus hombros y vadearan el
Jordán. Así lo hicieron. El río se detuvo y el agua "quedó cortada del todo” (Josué 3, 16).
Mientras los sacerdotes estaban allí soportando el peso, toda la nación de Israel pasó sobre el
Jordán a pie seco. Fue un nuevo comienzo.
Los sacerdotes, en efecto, construyeron un puente -en cierto sentido se hicieron puente-
que permitió al pueblo de Dios pasar del desierto a la Tierra Prometida. Podemos imaginarlos
allí mientras la nación entera pasa al otro lado. Consideren la paciencia y la perseverancia que
eso requería. Consideren la confianza que se necesitaba en la promesa del Señor: que el agua
se mantendría, que no se abalanzaría sobre ellos.
Pero, a nuestros efectos, consideremos la unidad que se les pedía. Todos tenían que
llevar el Arca juntos. Cualquier persona que ha ayudado en el día de mudanza -moviendo
grandes piezas de mobiliario- sabe que eso exige no sólo que intervenga un grupo de hombres,
sino también que los hombres trabajen en unidad. Los levitas en el Jordán tenían que trabajar
como uno solo, tenían que estar atentos unos a otros, alentar e incluso corregir.
¿Cómo era eso? ¿Se conocían? ¿Se caían bien el uno al otro? Cuando un hombre se
cansaba, ¿compensaban los demás hasta que volvía a ponerse de pie? A medida que el día
avanzaba, a medida que la paciencia se atenuaba y la devoción disminuía, ¿se animaban unos a
otros? Lo que los unía era una fe común y un propósito común. Tuvieron que poner sus
preferencias e interacciones personales al servicio de esa fe y de ese propósito.
La segunda imagen es más familiar: la curación del paralítico en Cafarnaúm. Aquí está
el relato de Lucas: “En esto llegaron unos hombres que traían en una camilla a un hombre
paralítico y trataban de introducirlo y colocarlo delante de él. No encontrando por donde
introducirlo a causa del gentío, subieron a la azotea, lo descolgaron con la camilla a través de
las tejas, y lo pusieron en medio, delante de Jesús” (Lc 5, 18-20).
Marcos proporciona el detalle añadido de que eran cuatro los hombres que llevaban al
paralítico. Pero aún no es suficiente. Eran cuatro hombres unidos en este propósito común.
Podemos imaginar cómo tenían que coordinar sus esfuerzos para llevar al paralítico, subirlo al
techo y luego bajarlo. Si no están unidos -si cada uno hace lo que quiere- entonces el paralítico
no pasa a través de la multitud, ni llega al techo, ni entra en la casa, o, peor aún, se caería del
techo sobre la multitud.
Como nos enseñan estas dos imágenes, el pueblo de Dios necesita la unidad y la
fraternidad sacerdotal. Estos relatos ejemplifican, en efecto, la oración sacerdotal de nuestro
Señor por la unidad evangélica: "Yo en ellos y tú en mí, para que sean completamente uno,
de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me
has amado a mi" (Juan 17, 23). Estas palabras tienen sentido para todos los cristianos. Pero
tal vez olvidemos que nuestro Señor las pronunció orando primaria y especialmente por sus
sacerdotes. La unidad sacerdotal tiene una fuerza evangélica.
El Pueblo de Dios sabe esto: intuitivamente, si no teológicamente. Los feligreses saben
cuándo los sacerdotes de la parroquia están unidos... y cuándo no lo son. Como resultado, su fe
se edifica o se debilita. ¿Cuántas veces la gente ha expresado su alegría al ver a todos los
sacerdotes juntos en la misa Crismal, o en una ordenación? Su alegría por nuestra unidad debe
llevarnos a defender, conservar y profundizar esa unidad.
Como los israelitas en el Jordán, estamos en un momento de transición. Esto exige de
nosotros, más aún hoy, esa cualidad que siempre es esencial: la fraternidad sacerdotal.
Sin embargo, la dimensión apostólica de la fraternidad sacerdotal no es ni la primera ni
la más importante. Necesitamos la fraternidad sacerdotal principalmente para nosotros mismos
como sacerdotes. Es ante todo para nosotros, para salvaguardar y desarrollar la gracia que se
nos ha dado.
La fraternidad sacerdotal es una realidad práctica porque es ante todo una realidad
teológica. Así es como Presbyterorum Ordinis habla de ella: “Los presbíteros, constituidos por
la Ordenación en el Orden del Presbiterado, están unidos todos entre sí por la íntima
fraternidad sacramental, y forman un presbiterio especial en la diócesis a cuyo servicio se
consagran bajo el obispo propio… Cada uno de los presbíteros se une, pues, con sus
hermanos por el vínculo de la caridad, de la oración y de la total cooperación, y de esta forma
se manifiesta la unidad con que Cristo quiso que fueran consumados para que conozca el
mundo que el Hijo fue enviado por el Padre” (PO 8).
Esta enseñanza nos es familiar. Pero, ¿cómo se materializa esta realidad teológica? La
Iglesia en los Estados Unidos está entrando en una época en que ya no se puede presuponer la
adhesión generalizada a algunas creencias cristianas muy básicas, tanto en la cultura en sentido
más amplio como dentro de la Iglesia. Lo que una vez se presuponía en otra época ahora debe
hacerse consciente. De la misma manera, la fraternidad sacerdotal, que en otra época se daba
por sentada o se declaraba de palabra, ahora debe ser buscada y cultivada deliberadamente.
Y debemos hacerlo porque lo necesitamos. A medida que los apoyos externos para la fe
cristiana disminuyen, suceden dos cosas. En primer lugar, los sacerdotes están más
solicitados... más ocupados y estresados. En segundo lugar, las tentaciones aumentan. Ya no
existe una moralidad compartida en nuestra sociedad. Las tentaciones se dan ahora más
"delante de tus narices". Como ustedes saben por su propio trabajo pastoral, la pornografía ha
pasado de ser el hábito privado y costoso de unos pocos a ser una adicción omnipresente y
barata de muchos. Los sacerdotes no están inmunes. El estrés, la soledad, el desaliento son
puertas a este vicio. Las tentaciones más pasadas de moda siguen estando muy presentes: la
bebida, el juego, el sexo, etc.
La homilía del Papa Francisco en la Misa Crismal del año 2015 se centró en un tema
singular: el descanso adecuado. Teniendo en cuenta los muchos desafíos a los que nos
enfrentamos, ese pudo parecer un tema trivial. Pero en mi opinión daba justo en la diana. Un
mayor estrés necesita ser afrontado con un descanso adecuado. Las trampas en que caen los
sacerdotes toman a menudo la forma de relajación malsana, o lo que es lo mismo, falsa: de ahí
la tentación de beber, de la pornografía, de las relaciones ilícitas. Como decía el Papa: "Sucede
también que, cuando sentimos el peso del trabajo pastoral, nos puede venir la tentación de
descansar de cualquier manera, como si el descanso no fuera una cosa de Dios. No caigamos
en esta tentación”.
El colapso de una cultura cristiana significa que un sacerdote -lo quiera o no- será
"contra-cultural". De aquí nacen dos problemas. Primero: nadie puede vivir simplemente
contra algo. Necesitamos vivir para algo. En segundo lugar: nadie puede vivir de esa manera
solo. Por lo tanto, necesitamos cultivar una cultura de auténtica fraternidad sacerdotal, donde
podamos encontrar propósito, apoyo, afecto, estímulo y corrección.
Se dice que la naturaleza aborrece el vacío. Lo mismo puede decirse de lo sobrenatural.
Si esa sana fraternidad sacerdotal no se vive, rápidamente aparecerán soluciones falsas. Las
tentaciones encuentran un camino a través de la brecha en la pared. El salmista describe
Jerusalén como una ciudad de "unidad compacta" (Sal 122, 3). Las paredes eran seguras, bien
compactas, inexpugnables. Los sacerdotes, como un cuerpo, han de ser así: tan unidos, de tan
compacta unidad, que ningún enemigo -ni tentación- pueda penetrar.
Ahora bien, no creo estar diciendo nada inusual o nuevo. Por lo tanto, con el riesgo de
ser demasiado brusco..., ¿por qué tenemos tanta dificultad con la fraternidad? Dada la
necesidad de ello, ¿por qué no nos esforzamos en cultivarla más? Y no sólo aquí, en Filadelfia.
Tal es el caso en la mayoría de las diócesis. Lo es también en la mía.
Tal vez la primera cosa que viene a la mente es el tiempo. No tenemos tiempo suficiente.
Pero, ¿es realmente cierto? En último término, tenemos tiempo para lo que elegimos tener
tiempo. Todos hemos escuchado el dicho de que "si estás demasiado ocupado para rezar, es que
estás demasiado ocupado". Muy bien. Lo mismo se aplica a la fraternidad sacerdotal. Si
estamos demasiado ocupados para aprovecharla, simplemente estamos demasiado ocupados.
Algo tiene que ceder. La fraternidad sacerdotal debe tener tal prioridad que estemos dispuestos
a anular o a reordenar otras cosas en favor de ella.
Otra dificultad viene de la conciencia -o del miedo- de que nos suponga un desafío. "El
hierro afila el hierro, y un hombre afila a otro" (Proverbios 27, 17). Es un hermoso verso del
libro de los Proverbios. Pero ser afilado no suena a algo agradable o fácil. Ser afilado se
requiere resistencia y fricción. Tal vez no queremos eso.
Todos conocemos a la clase de sacerdote que -figurativa o literalmente- pone un cartel
en su puerta: "¡Fraternidad forzada no es fraternidad!". Puede hacernos sonreír, porque a
ninguno de nosotros le gusta divertirse a la fuerza. Pero si realmente lo pensamos, la broma no
se sostiene. Porque... toda fraternidad es fraternidad forzada. No podemos elegir a nuestros
hermanos. Elegimos a nuestros amigos, no a nuestros hermanos. Algunos de ustedes son
amigos. Pero todos ustedes son hermanos. La amistad es un gran bien. Pero la fraternidad es
más fundamental para el Evangelio y para el sacerdocio. Su vínculo común en el sacerdocio es
más profundo que los lazos de la amistad.
La fraternidad nos desafía. Nos fuerza a salir de nosotros mismos. Con nuestros amigos
nos arriesgamos a convertirnos en una pandilla, limitándonos a quienes comparten nuestras
ideas y maneras de hacer las cosas. Corremos el riesgo de bloquearnos en una camarilla. Con
los hermanos, algunos de los cuales son muy diferentes de nosotros, estamos llamados a salir
más de nosotros mismos, a amar a los que no son como nosotros, que no lo ven todo como
nosotros, a los que pueden ser difíciles o pasar dificultades.
Hace algunos años, el entonces cardenal Josef Ratzinger advirtió contra un concepto de
"comunión" en el que "la evitación del conflicto se convierte en el valor primordial" (New
Outpourings of theSpirit, 59). Podríamos caer en esa trampa y retraernos de la comunión
sacerdotal porque a veces puede haber conflicto. Los hermanos son conocidos por la unidad...
y también por los desacuerdos. Pero mientras tengamos ante nosotros en todo momento
nuestro común sacerdocio en Jesucristo y bajo el obispo, no debemos temer el conflicto que
proviene de un intercambio franco y viril.
Otra dificultad es el miedo, o el dolor, de ser inadecuado. Cada hombre, cada sacerdote,
quiere ser igual a la tarea que tiene delante. Él quiere ser "el hombre". Como decía en una
ocasión un seminarista estadounidense desalentado a su formador: "¡Lo único que quiero es ser
fenomenal!". Esto no es un mal deseo en sí mismo. El problema es que tendemos a medirnos
por relación con otro. Evaluamos nuestra adecuación y bondad por cómo destacamos sobre los
otros. Entonces nos encontramos con el “cura maravilloso”: su parroquia está en auge, su
ministerio es increíble... sabe cantar, sabe conseguir dinero, sabe predicar, y así sucesivamente.
Esa comparación conduce al desaliento, ¿y quién quiere eso?
Por supuesto, este juego de comparación alimenta un clásico vicio clerical: la envidia.
Sabemos que fue una lucha por los Apóstoles. "Él les preguntó, ‘¿De qué discutíais por el
camino?’. Ellos callaban, pues por el camino habían discutido quién era el más
importante"(Mc 9, 33-34). Y más tarde en la Última Cena: "Se produjo también un
altercado a propósito de quién de ellos debía ser tenido como el mayor" (Lc 22, 24).
La fraternidad sacerdotal nos obliga a dejar de lado tales comparaciones y a no medimos
por relación con los otros. Esa actitud lleva al juicio o al desánimo. No debemos mirarnos unos
a otros comparando, sino que debemos mirar juntos a la única medida del sacerdocio,
Jesucristo. Como un director espiritual del seminario dijo en broma una vez, "sólo hay un
sacerdote; los demás somos impostores!”.
Entonces, ¿cómo avanzaremos en esto? ¿Cómo pasaremos del principio a la acción?
Permítanme proponer algunas preguntas -una especie de examen de conciencia- para estimular
un poco el pensamiento y, si Dios quiere, un compromiso renovado.
● ¿Oramos unos por otros?
Decimos que sí. Pero lo decimos por mucha gente. Y por esa intención general, de cierta
manera lo hacemos. ¿Pero rezamos deliberada y específicamente por los otros? Los párrocos
por sus vicarios o adscritos... los vicarios o adscritos por sus pastores, y así sucesivamente.

●¿Oramos unos con otros?


Ciertamente, animamos a las familias a que recen juntas. Fue un sacerdote
estadounidense quien acuñó la frase popular: "La familia que ora unida permanece unida".
¿Estamos atentos a la misma verdad acerca de nosotros como un cuerpo? ¿En la casa
parroquial? ¿Cuando nos reunimos? Cuanto más unidos estamos en la oración, más unidos
estaremos.

●¿Buscamos tiempo para los demás?


He aquí una buena regla: la llamada telefónica (correo electrónico, texto, etc.) de un
sacerdote debería recibir nuestra primera respuesta. Esto pone de relieve la importancia de
buscar tiempo para los demás. Sabemos lo importante que es para las parejas casadas encontrar
tiempo para estar juntos, y no permitir que los niños les molesten. De manera análoga, los
sacerdotes tenemos que proteger nuestro tiempo para estar juntos. Esto significa reservar
ciertos momentos para reunirnos. Podemos sentirnos egoístas porque, en fin, podríamos
trabajar mucho durante esos ratos. Pero, a menos que se trate de una emergencia, ese tiempo
debe ser protegido, protegido porque nos protege.
Nuestro tiempo con los demás no debe ser sólo "hablar de negocios”. Por supuesto,
vamos a debatir cuestiones pastorales. Eso es esencial y bueno. Pero nuestro tiempo juntos no
debería ser sólo eso. Debería incluir tiempo para la oración, debate intelectual y simple
descanso.

●¿Estamos atentos a los que necesitan algo?


Sabemos que cada sociedad será juzgada por cómo trata a sus miembros más débiles.
¿Entendemos que esto se aplica también a nosotros, una sociedad de sacerdotes?
Presbyterorum Ordinis aclara esto: “Por razón de la misma comunión en el sacerdocio,
siéntanse los presbíteros especialmente obligados para con aquellos que se encuentran en
alguna dificultad; ayúdenles oportunamente como hermanos y aconséjenles discretamente, si
es necesario. Manifiesten siempre caridad fraterna y magnanimidad para con los que fallaron
en algo, pidan por ellos instantemente a Dios y muéstrenseles en realidad como hermanos y
amigos” (PO 8).
¿No predicamos lo mismo a nuestra gente? ¿No queremos que los niños de nuestras
escuelas hagan así? Entonces debemos estar atentos y llegar a los sacerdotes en necesidad.
El problema es que no siempre sabemos quién está en necesidad. El “cura
maravilloso”... quizá no sea tan maravilloso. Podría estar sufriendo. Así que deberíamos
extender cada uno a los demás la misma caridad pastoral que a los feligreses... y más.

●¿Estamos dispuestos a pedir ayuda?


Aquí volvemos a encontrar el deseo del hombre de ser adecuado, de ser excepcional. No
queremos que los demás sepan que pasamos necesidad. El maligno trafica en secreto, y le
encanta esta negativa a mostrar nuestras heridas y necesidades. Pero si pedimos ayuda
descubriremos dos cosas. Primero, que nuestros hermanos sacerdotes son misericordiosos.
Segundo, que no somos los únicos que sufren.

●¿Estamos dispuestos a dar una corrección fraterna?


O a "amonestar discretamente", como dice Presbyterorum Ordinis. ¿Cuántos problemas,
escándalos e incluso heridas al Cuerpo Místico se habrían evitados si los sacerdotes no
estuvieran dispuestos a hacer la vista gorda a los fallos de los demás? Esto nunca es fácil. Pero
es necesario, y si se hace con prudencia y caridad, se convierte en una ocasión de gracia y
curación.

●¿Estamos dispuestos a recibir la corrección fraterna?


No es suficiente valorar la corrección fraterna para los demás. También debemos
valorarla para nosotros mismos. Es fácil para un sacerdote encontrar un público dispuesto, un
club de fans. Es fácil colocarnos más allá de los que nos corregirán. Aquí hay otra razón para
ser hermanos. Necesitamos que unos llamen a otros la atención sobre cualquier falta o mal
hábito en que haya caído. Y necesitamos recibir esas correcciones con gratitud.

●¿Estamos dispuestos a guardar silencio acerca de las faltas de los demás?


Podría parecer que esto contradice la corrección fraterna. En realidad es su corolario.
Deberíamos hablar directamente con el sacerdote... y no con los otros.En efecto, cuanto más
hablamos con los demás, menos probable es que estemos hablando con el propio sacerdote.
Una regla que ha de ser observada, revestida de hierro, es que no debemos hablar mal unos de
otros. Obviamente, no me refiero a permanecer en silencio cuando la justicia nos obliga a
hablar. Ya se ha hecho demasiado daño por eso. Me refiero a no chismorrear sobre otros, a no
dar a conocer innecesariamente las faltas o luchas de otro sacerdote, a no escuchar siquiera
cuando otros lo hacen. Tenemos nuestros desacuerdos y discusiones, nuestros fracasos y
nuestras debilidades, pero mantengámoslos tras unas puertas cerradas.
Terminaré con este último pensamiento: por la ordenación estamos unidos entre nosotros
como hijos del obispo, como hermanos sacerdotes, y también como hijos de María.
Invoquémosla, pues, como Reina de los Apóstoles. Que la que dirigió a los Apóstoles en la
oración en el Cenáculo, también nos traiga el Espíritu para hacernos una ciudad de unidad
compacta, hermanos unidos para los otros y para el Evangelio.

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