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“El lector”, de Schlink Bernhard.

Una reflexión sobre el fomento a la lectura

Por Ramón Vera Pérez

“Un encuentro puede dar la idea de que es


posible otro tipo de relación con los libros”
Michel Petit

La lectura, en especial de literatura, es valorada por lectores empedernidos, educadores,


promotores del libro, escritores, libreros, entre otros. Los libros, son connotados de una
supuesta libertad que no debería estar negada a nadie. Por eso se pone tanto esmero en exaltar
sus bondades entre los que leen poco o nada de literatura. Predomina entre los interesados en
la difusión del libro, la convicción de que un encuentro con la lectura puede cambiarlo todo
en una persona.

Todos los que hemos desarrollado el placer de la lectura, seguramente, tendremos una
historia para contar sobre nuestro encuentro con los libros. Ya fuere por el ejemplo de un
familiar o profesor, la visita a una biblioteca o librería, una convalecencia, entre otras posibles
razones, la mayoría coincidiríamos en que empezar a leer con avidez supuso un vuelco en
nuestras vidas. La lectura nos ha permitido conocer otros puntos de vista que han enriquecido
el nuestro. Porque cada libro es una ventana que hemos abierto para echar un vistazo a una
de tantas posibilidades en nuestro vasto mundo.

En cierto modo, “leer permite al lector, en ocasiones, descifrar su propia experiencia”


(Petit, 2011, p. 36). Cuando pasamos por una situación difícil, más que palabras de aliento,
buscamos a otro en el mismo lugar o posición; un espejo que refleje sincera comprensión,
porque su vivencia es cercana a la nuestra. Los lectores, sobre todo de literatura, tenemos la
posibilidad de encontrarnos en lo que otro escribió. Un personaje ficticio, y conviene
preguntarse dónde termina la ficción y comienza lo real en la literatura, puede decirnos
mucho sobre nosotros.

Los lectores vemos en los libros “un atajo privilegiado para elaborar o mantener un
espacio propio, un espacio íntimo, privado” (Petit, 2001, p. 43). La lectura por placer propicia
lugares y tiempos en los que podemos entablar un dialogo con nuestro ser más íntimo. Cada
vez que abrimos un libro, nos estamos abriendo nosotros mismos, pues sólo desdibujando las
fronteras de la intimidad, estamos en posibilidades de aprehender ese fragmento del mundo
contenido en unas páginas.

No obstante, “leer no nos separa del mundo. Nos introduce en él de manera diferente.
Lo más íntimo tiene que ver con lo más universal, y eso modifica la relación con los otros”
(Petit, 2001, p. 57). Esto puede ser paradójico, toda vez que la lectura por lo general es una
práctica silenciosa y solitaria. Uno pensaría que leer nos aísla y, en casos extremos, sirve para
evadirnos de la realidad. Pero, como hemos apuntado antes, la lectura nos permite conocer
otros puntos de vista. Incluso en la soledad y el silencio, leer es siempre un dialogo con otro,
más allá del tiempo y el espacio.

Por supuesto, lo anterior dependerá de la relación que se establezca con la lectura.


Los libros por sí mismos no son esa vía hacia la libertad, como algunos de sus promotores
dicen con obstinación. Creo que, ávidos de extender la práctica de la lectura, hemos pecado
de ingenuos, atribuyéndole posibilidades que no toman en cuenta las circunstancias de cada
individuo. Porque el acercamiento a los libros no se reduce al gusto por los mismos, sino que
es favorecido o inhibido por diferentes situaciones. E inclusive, una vez cultivado el placer
de la lectura, la tan anunciada libertad del lector puede parecernos una idea pueril, esgrimida
desde un lugar privilegiado desde el que no todos practicamos la lectura.

Porque “si leer libros es, de algún modo, leerse en ellos, muchos lectores leen su
realidad sumidos en la frustración y el desencanto” (Argüelles, 2004, p. 30). Un libro, por
más que denuncie las injusticias en una sociedad, no les pondrá remedio. Es más, un libro
puede abonar a perpetuarlas. No toda experiencia con la lectura voluntaria es placentera
(convendría replantearse lo que entendemos por promoción de la lectura por placer). No me
malinterpreten mis lectores: estoy convencido de la importancia de leer, pero me parece
ineludible animar a la lectura teniendo en cuenta sus limitaciones.

Schlink Bernhard, no sólo es consciente de esas limitaciones, sino que las pone de
relieve en su célebre novela “El lector”. Bernhard nos cuenta una historia en la que sus
protagonistas, Michael y Hanna, son afectados por la literatura, los lleva a vivir experiencias
que de otro modo no hubieran podido abrazar, pero más allá del placer que experimentan
mientras leen a Schiller, Homero o Tolstoi, su vida no cambia significativamente por el
simple hecho de leer a tal o cual autor. Es el lugar desde el que leen lo que influye en cada
uno. En el caso de Michael, la lectura es una manera de entablar una comunicación que de
otro modo no sería posible con su amante, mientras que Hanna accede a la literatura desde el
lugar de la analfabeta que a pesar de su condición, reconoce en la lectura la posibilidad de
vivir otras vidas.

Hanna escuchaba con mucha atención. Su risa, sus bufidos despreciativos y sus exclamaciones
indignadas o entusiastas no dejaban duda de que seguía la trama con interés y que consideraba unas
niñatas tontas tanto a Emilia como a Luise. La impaciencia con que a veces me pedía que siguiera
leyendo surgía de su esperanza de que dejasen de hacer bobadas (Bernhard, 2013, p. 24).

“La lectura placentera pone en juego aspectos de la personalidad que involucran no


sólo lo intelectual, sino también lo emocional y lo corporal” (Caron, 2001, p. 40). Cuando
leemos literatura no sólo imaginamos los acontecimientos que se nos relatan, sino que
tomamos parte en ellos, nos enfadamos cuando uno de los personajes no hace lo que creemos
correcto, se nos hace un nudo en la garganta cuando otro se encuentra en peligro, se nos
acelera el corazón en la resolución del conflicto que dio lugar a todas las peripecias por las
que pasó el protagonista, en fin; mientras leemos, la línea que separa la ficción de nuestra
realidad se vuelve difusa. Para Hanna, y para la mayoría de los lectores, cada historia es un
vasto mundo contenido en apenas un libro.

Bernhard, intencionalmente o no, pone de relieve el valor de la lectura cuando transita


de un acto silencioso y solitario, a una experiencia compartida con el otro. La lectura en voz
en un principio capricho de Hanna que no le quedaba más remedio que satisfacer, acaba
convirtiéndose para Michael en un ritual del que también disfruta. En un primer momento,
lee para Hanna libros que ya había leído en el colegio, para más adelante descubrir autores y
novelas junto con ella. Michael empieza a disfrutar de la literatura con la misma viveza que
lo hace Hanna.
“A veces incluso yo me animaba y me apetecía continuar leyendo. Cuando los días empezaron a
hacerse más largos, pasaba más rato con la lectura, para seguir en la cama con ella mientras se ponía
el sol. Cuando ella se dormía sobre mí y callaba la sierra del patio, cantaban los mirlos y los colores
de los objetos de la cocina dejaban paso a tonalidades de gris más o menos oscuro, me sentía
completamente feliz” (Bernhard, 2013, p. 24).

Ahora era ella quien entraba en el mundo de los personajes, con el asombro con que emprendería un
largo viaje o penetraría en un palacio en el que se le permitía entrar y quedarse, con cuyas estancias
llegaba a familiarizarse, sin por ello perder nunca del todo el recelo. Hasta entonces le había leído
cosas que yo ya conocía. Pero Guerra y Paz también era nueva para mí. Hicimos juntos el largo viaje
(Bernhard, 2013, p. 37).

“Ninguna otra forma de contar historias y examinar todo tipo de situaciones, ideas y
personajes nos permite profundizar en la naturaleza humana, y nos permite sentir como
propios los movimientos interiores de sus personajes como la literatura” (Garrido, 2004, p.
89). Michael y Hanna conversan, hacen el amor, se bañan juntos, salen de viaje, pero nada
les acerca tanto como las lecturas que comparten. La literatura es un lugar en el que pueden
decir lo que no se atreven o no saben expresar. Inclusive, en un momento en que parece
deshecho el vínculo, los libros levantan un puente por el que pueden acercarse el uno al otro,
siquiera un poco.

Con la odisea empezó todo. La leí después de separarme de Gertrud. Pasaba muchas noches sin dormir
más que unas pocas horas y dando vueltas en la cama. Cuando encendía la luz y le echaba mano a un
libro se me cerraban los ojos, y cuando dejaba el libro y apagaba la luz, se me abrían otra vez de par
en par. Así que decidí leer en voz alta. De ese modo no se me cerraban los ojos. Pero en mis confusas
divagaciones de duermevela, llenas de recuerdos y sueños y de atormentadores círculos viciosos, que
giraban en torno a mi matrimonio, mi hija y mi vida, se imponía una y otra vez la figura de Hanna. Así
que decidí leer para Hanna. Y empecé a grabarle cintas (Bernhard, 2013, p. 94).

Hemos señalado antes que Bernhard es consciente de las limitaciones en la lectura.


“El lector”, en lugar de retratar a lectores que han encontrado en los libros su felicidad, como
se suele presentar románticamente en la ficción, nos ofrece un escenario en el que la lectura
no los lleva a la tan anhelada libertad. Más bien los enfrenta con una implacable realidad de
la que no pueden escapar. Hemos dicho antes que los libros son ventanas, y si bien algunas
desvelan paisajes sublimes, otras apuntan hacia paisajes desoladores.

Me acerqué a la estantería. Primo Levi, Elie Wiesel, Tadeusz Borowski, Jean Améry: la literatura de
las víctimas y, junto a ella, las memorias de Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz, el ensayo de
Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén y varios libros sobre los campos de exterminio.

—¿Hanna leía estas cosas?

—Por lo menos cuando pidió los libros sabía muy bien lo que hacía. Hace varios años ya me pidió que
le diera bibliografía general sobre los campos de exterminio, y luego, hace un año o dos, me preguntó
si había libros sobre las mujeres de los campos, tanto las prisioneras como las guardianas. Escribí al
instituto de historia contemporánea y me enviaron una bibliografía especial sobre el tema. Lo primero
que se puso a leer Frau Schmitz cuando aprendió fueron libros sobre los campos de exterminio
(Bernhard, pp. 105-106).

Entonces, si la lectura no es el acto idílico en el que se realizan los individuos, si


penetrar en los libros, en busca de saberes que rompan las cadenas de la ignorancia, no
conduce inexorablemente a la libertad, ¿por qué la lectura? ¿Para qué la lectura? En este
punto se me podrá acusar de pesimista, pero nada más lejos de la verdad. Lo dicho antes y
me gustaría reiterarlo en estas últimas líneas. Creo en la importancia de la lectura, pero no
estoy de acuerdo en que se sacralice. Leer por leer no lleva a ningún lado o, en todo caso, nos
lleva por caminos sin determinar. Es preciso fomentar la lectura con una perspectiva realista
sobre sus beneficios. Entender que nuestra experiencia en los libros no es replicable en el
otro, porque sus circunstancias no son equivalentes a las nuestras.

Fuentes de consulta

Argüelles, J.D. (2004). Leer es un camino. Los libros y la lectura: del discurso autoritario a
la mitología bienintencionada. México: Editorial Paidós Mexicana.
Bernhard, S. (2013). El lector. Barcelona: Anagrama.
Caron, B. (2001). Porqué promover la promoción de la lectura. Lectura y Vida. Revista
Latinoamericana de Lectura, 22(3), 36-43. Recuperado de
http://www.lecturayvida.fahce.unlp.edu.ar/numeros/a22n3/
Garrido, F. (2004). Para leerte mejor. Mecanismos de la lectura y de la formación de lectores
capaces de escribir. México: Ediciones Culturales Paidós.
Petit, M. (2011). Nuevos acercamientos a los jóvenes y la lectura. México: Fondo de Cultura
Económica.
Petit, M. (2001). Lecturas: del espacio íntimo al espacio público. México: Fondo de Cultura
Económica.

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