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Supercherías

Leonora salió del supermercado casi a la carrera. No podía soportar las miradas maliciosas
de las comadronas que murmuraban a sus espaldas. Siempre le había molestado la manera en que
la gente la observaba por la calle. Cuando era chica había preguntado a su madre el por qué, y ésta
sonriente le había dicho:
- Supercherías de viejas Leonora.
Ella no comprendió las palabras pero en ese momento no le importó demasiado. La
mirada de su progenitora le infundía seguridad y confianza, y nunca hubiera dudado de sus
explicaciones simples del mundo y sus habitantes. La realidad, decía la madre, se maneja con una
lógica un tanto estúpida en la que cada sujeto tiende a inventar las propias respuestas a los
interrogantes sin resolver. Ese juego perverso de invenciones es el origen de las leyendas urbanas,
los mitos barriales, las verdades absolutas y obsoletas sobre el comportamiento del primate que
llamamos hombre.
Cuando la adolescencia llegó a su puerta Leonora se rebeló como toda joven. Había
entendido el motivo de tantos prejuicios hacia ella y su madre. Brujas, les decían por lo bajo.
Murmuraban y se reían. Las esquivaban. Las miraban con desconfianza. Les rompían las flores del
jardín. En el liceo sus compañeras la rehuían y los muchachos le tenían miedo. La única persona
amable con quien solía conversar era su profesora de Historia, la señora Martínez. Leonora amaba
la historia, especialmente la historia antigua. La señora Martínez, señorita en realidad, la miraba
comprensivamente y le sonreía. Muchas veces había escuchado las confesiones angustiadas de esa
alumna de ojos negros y piel cobriza, y con madura sabiduría le había dicho:
- Supercherías de ignorantes Leonora.
Sí, la ignorancia siempre sería su enemiga número uno. La ignorancia que hace a los demás
inventar explicaciones ridículas para acciones ordinariamente comunes. ¿Qué por qué las plantas
de su jardín brillaban con colores más intensos que el resto? Simplemente por los fertilizantes con
que abonaba la tierra con esmero. ¿Qué por qué a ella le crecía más rápido el cabello que a sus
compañeras? Pues porque solía hacerse masajes capilares que favorecieran la buena circulación
sanguínea. ¿Qué por qué no se enfermaba? Porque era metódica en su alimentación. ¿Qué por
qué no iba a Misa? Porque no quería. Porque siempre consideró que era el punto de reunión de
los mayores exponentes del corre-ve-anda-y-dile del barrio. Que por qué, que por qué, que por
qué. ¿Qué les importaba a los demás lo que deseaba hacer en su vida? ¿Por qué esa malsana
curiosidad que se regodea en el invento?
Toda su vida había soportado los rumores. A veces hasta se engañaba diciéndose que un
día la gente se daría cuenta de lo que albergaba su corazón, y entonces ensayaba monólogos
ridículos parada frente al espejo.
- ¿Cómo está usted Leonora? ¡Qué elegante se la ve con ese vestido nuevo! ¿Se enteró que
la semana entrante reabrirá sus puertas el Cine Helios? ¡Cómo han florecido sus azaleas!
Eran algunos de los diálogos imaginarios que sostenía sonriendo frente a su propia
imagen, contestando ampulosamente con falso desenvolvimiento.
Pero esa tarde no pudo más. Había salido como tantas veces rumbo al supermercado,
sosteniendo firmemente la lista de compras y la bolsa. Llegó a destino tarareando y comenzó a
recorrer las góndolas. Entonces ocurrió la desgracia. Las mujeres disimuladamente comenzaron a
alejarse de ella, algunas la miraban por sobre el hombro, otras murmuraban.
- Mirá, ahí va la bruja – decían riéndose maliciosamente.
Y todo por nada. Por ser diferente.
Sintió que un fuego abrasador le quemaba las entrañas. Su mirada se tiñó de tonos
carmesíes y sus manos empuñaron la bolsa con furia. Dejó a un costado lo poco que había tomado
de las góndolas y se dirigió a la salida. Cada célula de su cuerpo reclamaba venganza. Un ímpetu
aguerrido se apoderó de su ser y susurró a los oídos palabras extrañas. Pondría fin a los
chismorreos, congelaría las miradas de esos seres insignificantes, arrancaría de raíz tanta
maledicencia acumulada con los años.
Entró a la casa dando un portazo. Tiró la bolsa y fue directamente a la despensa. Abrió las
puertas del mueble colgante. Sacó uno, dos, cinco frascos transparentes que brillaban relucientes.

Ojos de sapo para la mirada indiscreta


cola de rata para matar la bonanza
dientes de vaca degollada en noche de luna para masticar lentamente la venganza
polvo de oreja de murciélago para la malasangre
escama de dragón para quemar lo inservible
y todo revuelto con cuchara de cobre
en caldero de hierro
por mano de bruja…

Cantaba y mezclaba. Cantaba y revolvía. Cantaba y agregaba.

María José Piancatelli

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