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LA RAMA JUDICIAL Y LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA

1991-2017

Por: Francisco Zapata Vanegas*

La administración de justicia fue uno de los principales temas y problemas que


motivaron el momento constitucional que vivió el país a finales de los años ochenta
del pasado siglo y principios de los años noventa y que se concretó primero en el
Movimiento de la Séptima Papeleta[1] y después en la convocatoria de una
Asamblea Nacional Constituyente, que estuvo integrada por diversas y numerosas
fuerzas y líderes políticos, incluido el recientemente desmovilizado Movimiento M-
19, que pasó a llamarse Alianza Democrática M-19. Como ninguna de las fuerzas
contaba con la mayoría absoluta respecto de los setenta (70) delegatarios
constituyentes, se impuso el pluralismo en la definición del contenido del texto
constitucional que habrían de aprobar. Hernando Valencia Villa (1997) registra este
hecho de la siguiente manera:

Desde el primer momento se hizo evidente que se trataba de una asamblea de


minorías, en la cual ninguno de los grupos políticos, ni los partidos tradicionales, ni
los partidos de oposición, contaba con mayoría suficiente para imponerse sobre los
demás y controlar las deliberaciones y decisiones del organismo. Más aun, la
fragmentación del espectro político nacional se reflejó con tal fidelidad en la
composición de la Constituyente que no sólo estuvieron representados todos los
sectores sino que fracasaron todas las tentativas de coalición estratégica o
programática. Se impuso entonces una curiosa dinámica de alianzas tácticas o
temáticas, que se hacían o deshacían en función de las cinco comisiones y de las
numerosas subcomisiones en que aquéllas se subdividieron, y que agrupaban
indistintamente a liberales, conservadores, ex guerrilleros del M-19 y de los otros
grupos rebeldes recién desmovilizados, independientes y representantes de etnias
y minorías religiosas. Ello explica que la pretensión hegemónica del liberalismo
hubiera sido derrotada apenas instalada la Asamblea, que en su lugar se integrara
una presidencia colegiada de tres miembros, en representación de las dos fuerzas
tradicionales y del M-19, y que la heteróclita población del organismo se viese
lanzada desde el comienzo a la más amplia negociación constitucional imaginable
(183).

De modo pues que en el bienio 1990-1991, el país vivió un auténtico momento


constitucional del que el pueblo y numerosos movimientos y sectores políticos y
sociales fueron protagonistas. La concreción de la convocatoria de la Asamblea
Nacional Constituyente debió hacer frente y superar la situación juridicopolítica del
"bloqueo institucional" en que se encontraba el país tras las decisiones judiciales
de la Corte Suprema de Justicia, que como tribunal constitucional, había hundido la
convocatoria de una asamblea constituyente en 1977, así como la importante
Reforma Constitucional de 1979. La doctrina de la Corte Suprema de Justicia lo
que hizo fue darle plena aplicación a la cláusula contendida en el artículo 218 de la
Constitución Política de 1886, reforzada por el Plebiscito de 1957, referendo
constitucional sometido a la votación y decisión del pueblo, que aprobado,
paradójicamente estableció en su artículo 13 que "En adelante las reformas
constitucionales sólo podrán hacerse por el Congreso, en la forma establecida por
el Artículo 218 dela Constitución", secuestrando así la soberanía del Constituyente
Primario, es decir, del Pueblo, que quedaba entonces marginado de todo proceso
en materia de reformas y cambios constitucionales, constituyendo al Congreso de
la República en el único titular del poder constituyente, es decir, en el único y
exclusivo titular de la soberanía.

El mencionado "bloqueo institucional" mencionado se fue levantando


progresivamente hasta concretarse en la convocatoria de una Asamblea Nacional
Constituyente. Hernando Valencia Villa (1997) registra tal complejo levantamiento
expresando lo siguiente:

A resultas del fracaso de las enmiendas constitucionales de 1977 y 1979, que


fueron anuladas por el tribunal constitucional en 1978 y 1981 por vicios de
procedimiento en su trámite parlamentario, y de la propuesta de reforma de la
administración Barco en 1989, que naufragó en el propio Congreso al tropezar con
el escollo de la extradición de nacionales cuando arreciaban las hostilidades entre
el gobierno y el cartel de Medellín, empezó a consolidarse un movimiento de
opinión pública en favor de una revisión más o menos amplia de la constitución del
86 con la participación del llamado poder constituyente primario. Dicho
movimiento se remontaba a mediados de los años ochenta, cuando los
editorialistas del diario El Espectador y el expresidente liberal Carlos Lleras
Restrepo en su hebdomadario Nueva Frontera, junto con algunos sectores
sindicales y movimientos cívicos, coincidían en la reivindicación de una reforma
constitucional nueva y distinta, que otorgase legitimidad y eficacia al descaecido
régimen político colombiano. Pero estas iniciativa no lograron articularse sino con
la aparición de una campaña estudiantil originada en las universidades privadas de
Bogotá a raíz de la crisis provocada por el asesinato del líder liberal Luis Carlos
Galán en agosto de 1989 y enderezada a promover la votación en favor de la
séptima papeleta en las siguientes elecciones previstas para marzo de 1990. La
propuesta universitaria, que carecía de fundamento legal y provenía de un
movimiento amorfo y espontáneo, sin ideología o liderazgo reconocible, consistía
en invitar al electorado a pronunciarse por la convocación de una asamblea
constituyente que se ocupase de remodelar la carta política vigente en una
perspectiva decididamente democrática. Mediante una astucia abogadil, los
activistas formularon una pregunta negativa a la autoridad electoral del país y
consiguieron que la séptima papeleta pudiera ser distribuida entre los votantes y
depositada en las urnas aunque a la postre no fuese materia de escrutinio válido. Y
pese a la elevada abstención crónica, una pluralidad de colombianos (cerca de dos
millones doscientos mil, según el escrutinio extraoficial) respaldó la iniciativa
ciudadana de convocar un cuerpo constituyente no previsto en la constitución
vigente (178-179).

Tras el cierto triunfo del movimiento estudiantil de la Séptima Papeleta, al


conseguir que alrededor de dos (2) millones de ciudadanos se expresaran en favor
de la convocatoria de una Asamblea Constituyente para reformar profundamente
el texto constitucional vigente, contribuyendo así a superar el mencionado e
ilegítimo “bloqueo institucional”, el gobierno Barco procedió a expedir el Decreto
927[2] del tres (3) de mayo de 1990, un Decreto de Estado de Sitio, por el cual,
invocando la nueva legitimidad descubierta y conseguida por el movimiento de la
Séptima Papeleta, y que dispuso presentar a consideración del Pueblo la
posibilidad de convocar una Asamblea Constitucional en las elecciones
presidenciales previstas para el 27 de mayo de 1990, y que estableció, en su
artículo 1 que “Mientras subsista turbado el orden público y en Estado de Sitio todo
el territorio nacional, la organización electoral procederá a adoptar todas las
medidas conducentes a contabilizar los votos que se produzcan en la fecha de las
elecciones presidenciales de 1990, en torno a la posibilidad de integrar una
Asamblea Constitucional.” El segundo artículo dispuso el contenido de la consulta
formulada al Pueblo colombiano en los siguientes términos: La Tarjeta Electoral
que contabilizará la organización electoral, contendrá el siguiente texto:

“Para fortalecer la democracia participativa, vota por la convocatoria de una


Asamblea Constitucional con representación de las fuerzas sociales, políticas y
regionales de la Nación, integrada democrática y popularmente para reformar la
Constitución Política de Colombia SÍ
NO”.

La Constitución finalmente aprobada ha llegado a ser calificada como una


auténtica revolución jurídica, toda vez que estableció una legitimidad popular,
radicando la soberanía en el pueblo, organizando a Colombia como un Estado
social de derecho (lo cual no es precisamente novedoso, pues con la Reforma
Constitucional de 1936, promovida por la Revolución en Marcha liderada por el
entonces presidente Alfonso López Pumarejo, se adoptaron los principios propios
del modelo políticojurídico del Estado social, incluyendo la consagración de la
propiedad privada como función social), entre cuyos fundamentos señala valores
tan importantes como la dignidad humana, la solidaridad y la prevalencia del
interés general (C. P. Art. 1); fijó pues un amplio catálogo de principios, valores (C.
P., Preámbulo y Arts. 1 al 10) y derechos constitucionales (C. P. Arts. 11 al 82),
incluidos los de segunda y tercera generación, es decir, los económicos, sociales y
culturales (C. P., Arts. 42 al 77), y los colectivos y ambientales (C. P., Arts. 78 al
82); al paso que estableció varias acciones judiciales para garantizar la vigencia de
tales derechos, como son la acción de tutela (C. P. Arts. 86 y 241-9), las acciones
populares (C. P., Art. 88) y las acciones de cumplimiento (C. P. Art. 87) para hacer
cumplir las leyes y actos administrativos. Además de que la Constitución incorporó
los tratados y convenios internacionales sobre derechos humanos, los cuales hace
prevalecer en el orden interno, dentro de lo que se conoce como "bloque de
constitucionalidad. Y finalmente, la Carta de 1991 establece una cláusula abierta
respecto del reconocimiento de los derechos y garantías constitucionales e
internacionales, estableciendo que su enunciación no niega "otros que, siendo
inherentes a la persona humana, no figuren expresamente en ellos (C. P. Art. 94),
cláusula que expresa cierto jusnaturalismo, y cuyo principal precedente se
encuentra en la Novena Enmienda contenida en la Carta de Derechos
norteamericana que entró a regir en 1791, y que consagra que "La enumeración
en la Constitución de ciertos derechos no podrá entenderse para negar o
desvirtuar otros retenidos por el pueblo".

La Constitución fijó una alternancia entre la democracia participativa o directa y la


representativa o indirecta, estableciendo mecanismos de participación ciudadana
como los referendos legislativos y constitucionales, el plebiscito, las consultas
populares, las iniciativas legislativas y normativas ante las corporaciones públicas,
la revocatoria del mandato o voto programático respecto de los alcaldes y
gobernadores, y los cabildos abiertos. Además, estableció principios de autonomía
territorial y descentralización política.

Como lo expresé al inicio de este escrito, la justicia fue uno de los temas centrales
de la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente, y aunque el texto final
estableció algunas disposiciones valiosas, fue la rama judicial y la administración
de justicia el principal yerro de la Carta Constitucional de 1991. El tratamiento
constitucional de la administración de justicia se inicia consagrando que ella es una
función pública y que sus decisiones son independientes y sus actuaciones públicas
y permanentes, bajo la prevalencia del derecho sustancial. Así mismo establece
que los términos procesales se observen con diligencia, so pena de que su
incumplimiento sea sancionado. Y finalmente consagra que el funcionamiento de la
administración de justicia será desconcentrado y autónomo (C. P:, Art. 228).
Seguidamente la Constitución estableció el derecho de toda persona para acceder
a la administración de justicia (C. P., Art. 229). Otro aspecto valioso establecido
por la Constitución Política de 1991, fue el reconocimiento de la jurisdicción
indígena (C. P., Art. 246), como expresión del pluralismo que informa la Carta, Así
como la previsión de que le ley cree jueces de paz que resuelvan en equidad
conflictos individuales y comunitarios, que podrían ser elegidos por votación
popular (C. P., Art. 247). ¿Pero en qué se concreta el yerro constitucional de 1991
en materia de administración de justicia?, pues creo que el principal yerro consistió
en haber creado múltiples jurisdicciones, incluyendo, además de la ordinaria,
encabezada por la Corte Suprema de Justicia, y la Contencioso administrativa,
encabezada por el Consejo de Estado, una nueva jurisdicción constitucional, en
cabeza de la Corte Constitucional, yendo contra nuestra tradición institucional y
judicial iniciada con la progresista Reforma Constitucional de 1910, promovida a
instancia de la Unión Republicana liderada por el ex presidente Carlos E. Restrepo,
que por primera vez en el mundo creó una acción judicial para controvertir la
legislación y los decretos con fuerza de ley por vicios de inconstitucionalidad ante
la Corte Suprema de Justicia, que en adelante ejerció tal competencia con toda
probidad y sindéresis. De modo que la nueva jurisdicción creada por los
constituyentes de 1991 constituyó una ruptura con nuestra tradición institucional,
constitucional y judicial, favoreciendo los posteriores y negativos conflictos de
competencia y jurisprudenciales entre las altas cortes, en particular, entre la Corte
Suprema de Justicia, limitada a ser un tribunal de casación, y la Corte
Constitucional, conflictos conocidos como "choques de trenes", los cuales provocan
situaciones que alteran la vida institucional y política del país, y que no favorecen
la seguridad jurídica, principio central del Estado constitucional y democrático de
derecho, y que en cambio favorecen la arbitrariedad judicial. Casi desde que inició
funciones la Corte Constitucional, han tenido lugar los muy frecuentes conflictos de
competencia, toda vez que ella, en ejercicio de la eventual revisión de las
decisiones judiciales de la acción de tutela (C. P., Arts. 86 y 241-9), se ha atrevido
a anular las sentencias judiciales, incluidas las sentencias de casación, apelando a
la doctrina de la "vía de hecho judicial".

Un segundo yerro de la Constitución Política de 1991 en materia judicial, fue la


creación de la sala jurisdiccional disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura
(C. P. Art. 254-2), cuyos siete magistrados son elegidos por el Congreso Nacional,
de entre sendas ternas definidas por el gobierno, con la peligrosa politización de la
justicia que ello implica para un órgano que debe decidir sobre las faltas
disciplinarias de los funcionarios judiciales y de los abogados (C. P., Art. 256-3), y
que además debe decidir sobre los conflictos de competencia que se susciten entre
las diferentes jurisdicciones (C. P., Art. 256-6), en particular, entre la ordinaria y la
contencioso administrativa.

BIBLIOGRAFÍA

VALENCIA VILLA, Hernando (1997): Cartas de Batalla. Una crítica del


constitucionalismo colombiano, Bogotá: Cerec, 210p.

[1] El movimiento tomó tal nombre porque en las elecciones del 11 de marzo de 1990, se elegirían el
Senado de la República, la Cámara de Representantes, las asambleas departamentales, los alcaldes y
concejos municipales, y las juntas administradoras locales, sumando seis (6) votaciones populares.

[2] Los siguientes son los considerandos en que se fundamentó el Decreto: “Que mediante Decreto
número 1038 de 1984, se declaró turbado el orden público y en Estado de Sitio todo el territorio
nacional; Que la acción de los grupos que promueven diversas formas de violencia se ha recrudecido, lo
cual ha agravado la perturbación del orden público y ha creado un clamor popular para que se
fortalezcan las instituciones;
Que el urgente fortalecimiento institucional es necesario para retornar a la normalidad y para superar la
situación permanente de perturbación del orden público; Que dicho fortalecimiento es posible con la
amplia y activa participación de la ciudadanía que es necesaria para que las instituciones recobren su
plena eficacia; Que el 11 de marzo de 1990 un número considerable de ciudadanos, por iniciativa
propia, ante la inminente necesidad de permitir el fortalecimiento institucional en ejercicio de la función
constitucional del sufragio y de su autonomía soberana, manifestaron su voluntad para que la
Constitución Política fuera reformada prontamente por una Asamblea Constitucional y que dicha
convocatoria ha sido recogida y reiterada por las diversas fuerzas políticas y sociales; Que el mandato
popular debe ser reconocido no sólo con el fin de contribuir a normalizar la situación de turbación del
orden público por la que atraviesa el país, sino de obtener nuevas alternativas de participación política
que conduzcan al logro del restablecimiento del orden público; Que frustrar el movimiento popular en
favor del cambio institucional debilitaría las instituciones que tienen la responsabilidad de alcanzar la paz
y generaría descontento en la población; Que el Gobierno debe facilitar que el pueblo se pronuncie en
las elecciones del 27 de mayo de 1990, puesto que “La Nación Constituyente, no por razón de
autorizaciones de naturaleza jurídica que la hayan habilitado para actuar sino por la misma fuerza y
efectividad de su poder político, goza de la mayor autonomía para adoptar las decisiones que a bien
tenga en relación con su estructura política fundamental” (Corte Suprema de Justicia, sentencia de junio
9 de 1987); Que por todo lo anterior el Gobierno Nacional, interpretando la voluntad de los colombianos
y dando cumplimiento a su obligación constitucional de preservar el orden público y buscar todos los
medios necesarios para lograr su restablecimiento, debe proceder a dictar una norma de carácter legal
que faculte a la Registraduría Nacional del Estado Civil para contabilizar los votos que se produzcan en
torno a la posibilidad de convocar una Asamblea Constitucional, por iniciativa popular”.

*Abogado UdeA Derecho Público Constitucional U. Autónoma


- Docente en Derecho Constitucional durante más de diez años

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