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24/10/2018 Descendiendo de las cumbres abismales | Edición impresa | EL PAÍS

OPINIÓN

TRIBUNA:

Descendiendo de las cumbres abismales


FRANCISCO FERNÁNDEZ BUEY

25 JUL 1990

El sarcasmo de Alexander Zinoviev, uno de los grandes escritores rusos de


nuestra época, sobre las altas cumbres a las que creyó haber llegado un
comunismo hiperideológico que se llamó a sí mismo científico, parece estar
dando ahora paso a un descubrimiento que hay que considerar patético: se
inicia el descenso desde las altas cumbres sin advertir siquiera que éstas
daban al abismo, sin conciencia, en la mayoría de los casos, de que se había
vivido en cumbres abismales.La imagen de Zinoviev recoge bien, creo, un
aspecto, el peor aspecto, de un proceso histórico que empezó (con Lenin)
definiéndose como atípico capitalismo de Estado sin capitalistas, continuó
(con Stalin) haciendo virtud de la necesidad al llamar socialismo a lo que en
realidad fue industrialización acelerada de la URSS, para terminar (ya en la
época de Bréznev) proclamando que tal vez haya otros socialismos en la
imaginación utópica de los hombres, pero sólo un socialismo en esta tierra, el
socialismo real. Este aspecto negativo al que me refiero se puede expresar
así: los conceptos de socialismo y de comunismo connotarán ya para
siempre un rasgo siniestro, la reproducción del despotismo, contra la cual
precisamente tanto luchó el moderno movimiento de los trabajadores desde
sus orígenes.

No es seguro, sin embargo, que el mal sea irreparable. Conocemos otros


idearlos de la igualdad y de la liberación humanas que en un momento
histórico dado se convirtieron en poder, alimentaron ideológicamente a los

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dominadores o sirvieron de argumento al gran inquisidor, sin que por ello


tales ideales desaparecieran de la faz de la Tierra. Al contrario: el
descubrimiento de que también, en nombre de la fraternidad y de la igualdad
cristianas, podía ejercerse la tiranía y criminalizar las conductas de los otros
se convirtió en un motivo para la reforma y regeneración del propio ideario,
conservando o renovando sus valores más auténticos. Sólo que,
previsiblemente, para que esa historia vuelva a ser vivida, en este caso por el
todavía joven idearlo socialista, habrá de pasar un tiempo, y en ese tiempo los
socialistas de las diversas corrientes históricas (lo que incluye a comunistas y
libertarios) tendrán que pasar por los tormentos de las redefiniciones y de las
divisiones.

Si bien se mira, en esa fase histórica estamos ya. Hace algunos años, al
esbozar un análisis histórico-crítico de la nueva etapa, fuimos varios los que
coincidimos en recordar una admonitoria advertencia de Engels, hecha,
como suele ocurrir en estos casos, en privado. "Tal vez", escribió Engels a un
amigo, "a los revolucionarios proletarios les (nos) acabe ocurriendo algo
semejante a lo que les sucedió a los revolucionarios burgueses: que creyendo
construir la sociedad de libres iguales levantaron de hecho el Crédit Mobilier".
He ahí un Engels viejo, poco citado, ciertamente, que parece mirar la
dirección en que apunta el dedo de Bakunin.

Advertencias así y comprobaciones a posteriori de que también en nombre


de la igualdad y de la libertad se cometen crímenes tan numerosos como
deplorables han sido siempre alimento espiritual para las almas políticamente
conservadoras, en particular para aquel tipo de conservadurismo
preocupado principalmente por el mantenimiento de las relaciones de
propiedad. "La revolución devora a sus hijos", vienen diciendo los viejos
conservadores desde la época de las revoluciones; "la revolución trae más
males que los que intenta resolver", repiten los nuevos conservadores de las
relaciones de producción. Pero también eso tiene una réplica antigua. "No a
sus hijos, sino a sus enemigos devorará la revolución", contestaba con
eufórico orgullo Saint Just a los conservadores de su tiempo; "porque la
revolución", continuaba, "avanza desde la debilidad a la fuerza y desde el

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crimen a la virtud". Y Tocqueville, el gran teórico de la democracia, recordaba


a los otros, con buen sentido, que cuando se mira la revolución directamente
a la cara sólo se ven sombras y tinieblas, razón por la cual, para contemplar
las luces que la iluminan, no hay más remedio que volver la vista atrás para
mirar lo que había antes de que ella llegara.

Un recuerdo, éste de Tocqueville, pertinente para tiempos de celebraciones


de bicentenarios señalados por la rememoración del lado tierno de un Luis
XVI enredado en las íntrigas cortesanas de María Antonieta, y para tiempos,
que se ven venir, en que los nuevos bardos cantarán las bondades de los
Romanov; pertinente sobre todo para quienes, además de alegrarse de la
caída de los regímenes despóticos en el este de Europa, se preocupan
también por la crisis de la democracla a este lado del Rin, y sufren a la vez por
los muertos de hambre en los otros continentes.

No se sabe cuántos corazones albergan a la vez, en este mundo, las tres


cosas (alegría, preocupación y sufrimiento). Pero mientras esperamos a que
la sociología cuantitativa nos dé el número, algo se puede decir, tentativa y un
poco metafóricamente, al respecto. Pues éste es el significado profundo que
hoy cobra la metáfora de Zinoviev: al otro lado de las altas cumbres,
supuestarnente coronadas por los adalides del socialismo real, está el abismo
de la desigualdad social, de la democracia demediada y del hambre de masas,
males todos ellos convenientemente edulcorados, tergiversados o
mixtificados por multimedia concentrados cada vez en menos manos. No
sólo hay eso, desde luego, pero también hay eso.

La paradoja de este descenso precipitado desde las cumbres abismales al


que ahora asistimos se puede captar en toda su intensidad midiendo con
cuidado la cantidad y la calidad de las jeremiadas que están escribiendo los
ideólogos de un sistema que no se atreve a llamarse ya capitalista. Se
extrañan éstos de que los ciudadanos soviéticos tarden tanto en aceptar las
bondades de la economía de mercado y especulan acerca de motivos
ahistóricos. "Los rusos", se quejan ahora los teóricos del becerro de oro
posmoderno, "no se adaptan al mercado y a la competitividad porque siguen
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conservando su antigua idea de igualitarismo y de la comunidad". Regresan,


por tanto, las viejas antinomias. Lo que quiere decir que volvere-

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›DESCENDIENDO DE LAS CUMBRES ABISMALES


Viene de la página anteriormos a oír hablar del alma rusa. Y tal vez volvamos
a oír también los argumentos dostoievskianos de los nuevos eslavófilos a
favor del ritmo lento del cine ruso a la Tarkosvki, frente a la prisa del hombre
sin destino y a las imágenes descoyuntadas del americanismo que se
extiende por Europa.

Convendría, sin embargo, que esta vez, cuando se haya hecho por fin la
comprobación de que europeos occidentales y orientales nos hallamos en
una situación similar, no volvieran a imponerse las incomprensiones de otros
tiempos, las incomprensiones que anidan en los orgullos nacionales y en la
mirada de reojo a las costumbres del vecino; que no cunda el "desprecian
cuanto ignoran" de machadiana memoria. Pues algunas de las cosas que hoy
se oyen y se leen recuerdan, una vez más, las viejas incomprensiones
occidentalistas de los tiempos de Michelet y el sarcasmo del eslavófilo
comunitarista que se siente herido por la incomprensión de los otros. Con el
tiempo, con el cambio de los tiempos, está ocurriendo que la protesta
dostoievskiana de hace 140 años contra la incomprensión de la cultura y de
los problemas de los rusos por parte de los occidentalistas a la Michelet se
prolonga en una dirección inesperada.

Ocurre que ahora, al derrumbarse el enorme sistema burocrático tejido por


Stalin y por Bréznev en aquel inmenso mundo de mundos que es la URSS,
ante el desvelamiento de tantas evidencias sabidas pero oficialmente
ocultadas, el ensimismamiento de los unos y el desencanto de los otros
vuelven a tocarse, a aproximarse, a comprenderse mutuamente. El viejo
marxista ruso, decepcionado por el curso que están tomando las cosas en la
URSS, comprende ahora mejor al gran reaccionario dostoievskiano que hace
un par de décadas reivindicaba el individualismo comunitarista -pues,
aunque parezca paradoja, de eso se trata- contra la burocracia que amordaza
al individuo; y este otro, el tradicionalista partidario del individualismo
comunitarista, advierte, por su parte, que el final de la burocracia construida
en nombre del socialismo parece estar conduciendo sin más al absoluto
dominio del cálculo egoísta que él mismo ha conocido, con disgusto, desde
hace años en el exilio norteamericano o centroeuropeo, y al advertirlo, al

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advertir que este final tampoco es alentador para el hombre que aspira a la
emancipación del individuo humano por otras vías, se acerca, tal vez sin
quererlo, al marxista desencantado.

Este acercamiento mutuo es perceptible al menos en un punto importante: el


marxista crítico y desencantado comparte con el intelectual dostoievskiano
de regreso del exilio la náusea que produce el ver aproximarse Ias gélidas
aguas del cálculo egoísta" (para decirlo con una expresión de Marx que
apreciaba nuestro joven Unamuno). El marxista crítico, que en otro tiempo
fue partidario incondicional del progreso de las fuerzas productivas bajo el
socialismo, contempla estos días con el estómago en un puño cómo las
colas ante el McDonald's de la plaza Roja superan ya las de los visitantes que
quieren ver a Lenin embalsamado; y en esa contemplación anida su vuelta
tardía al Dostoievski crítico del occidentalismo. Mientras, por la otra acera,
se le acerca el viejo trueno liberal-reaccionario de hace un tiempo, quien, al
regresar a la patria desde Estados Unidos, ha visto ya los ojos ávidos de los
banqueros occidentales oteando en actitud corvina los bajos de los edificios
de la entrañable Weimar convertibles próximamente en sucursales, o ha
advertido cómo la libertad de expresión corre el riesgo de nacer muerta en
Budapest por las operaciones especulativas de los monopolios occidentales
de la información.

Al menos desde Gracián lo sabemos en esta forma: "El hombre es todo


extremos". Y los extremos se tocan, nos tocan. Por lo que no sería de
extrañar que, así como hace 120 años las ideas de Chernichevski fecundaron
el ideario de Marx para dar origen a aquella insólita criatura que fue el
marxismo populista ruso, también ahora los restos de los dos grandes
naufragios de estos años acordaran dar vida a un nuevo híbrido para
soportar emocionalmente aquellas visiones deplorables. Al fin y al cabo, ¿no
fue el viejo y olvidado Lukács quien descubrió en el Denisovitch de
Solzhenitsin la quintaesencia del realismo socialista, alumbrado por el joven
Semprún?

Si esta clave de lectura para el descenso desde las cumbres abismales -


inspirada en dos viejos sabios de la historia de las ideas, casi tan olvidados o
poco recordados como el otro: Maximilien Rubel e Isaiah Berlin- no está
equivocada, entonces se entiende mejor el sombrío optimismo con que una
parte de la intelectualidad rusa está contemplando hoy el proceso llamado
perestroika. Y se comprende también desde ahí que la nueva criatura tenga
que pasar aún por los tormentos de la redefinición antes de atreverse a
proclamar de nuevo aquel notable optimismo histórico de Chernichevski,
según el cual la historia es una vieja abuela que trata con exquisito cuidado a
los últimos retoños, a los recién llegados a la casa de la modernización.

En una larga entrevista concedida en 1986 a Karel Huizdala, el hoy presidente

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de Checoslovaquia, Vaclav Havel, advirtió muy bien uno de los peligros de la


fase actual. Oponiéndose de forma muy rotunda al pesimismo de la voluntad,
Havel denunciaba entonces el ascenso de la creencia en que el decurso
histórico es irracional porque la historia no nos ha dado la razón, lo cual
conduce a condenar a los demás al infierno del nihilismo irracionalista
porque nuestra razón no fue la que se impuso. Havel pensaba entonces en
los ex marxistas checos de la década de los ochenta desolados por la doble
derrota de 1968. Pero el cuento cuenta también de los otros y para los otros.
Pues el número de los que en Checoslovaquia y fuera de Checoslovaquia
alternan la vela para Schopenhauer con la candela en honor de Dostolevski
aumenta sin cesar. Ya hasta el ángel del absurdo, el viejo y valeroso soldado
Schwej, parece a muchos, en aquellos países, un héroe romántico.

¿Y si intentáramos esta vez los europeos del extremo Occidente mirar hacia
el oriente de Europa tratando de comprender aquel individualismo
comunitarista que hace a las personas aspirar a ser competentes sin ser
conipetitivas, y a no identificar la libertad con la libertad de mercado?

es profesor de Filosofía de las Ciencias Sociales en la Universidad de


Barcelona.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 25 de julio de 1990

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