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Proyectos socials, creativos y sostenibles.Toledo: ACMS, pp. ....
GÉNERO
I. Introducción
La sociedad marroquí constituye actualmente una sociedad sometida a un proceso de
modernización muy complejo y contradictorio. Una de las vertientes fundamentales de este
proceso de transformación viene conformada por la crisis del sistema patriarcal imperante
tradicionalmente. Aunque este sistema sigue gozando de una clara presencia, se encuentra
sometido a fuertes cuestionamientos, en favor de un modelo más igualitario de relaciones
entre los sexos y los grupos de edad. Al mismo tiempo que se producen todos estos
cambios, otros sectores sociales protagonizan una reacción en contra suya que también
debe ser tomada en consideración. Todo ello vuelve muy interesante el estudio de los
distintos discursos sobre la pareja presentes en Marruecos. En esta comunicación vamos a
ocuparnos muy someramente de algunos de estos discursos, abordando aspectos suyos
tales como la importancia que se concede a la pareja en la vida de la persona y las
estructuras de poder en el seno de esta institución. Nos interesan tanto el plano descriptivo
como el normativo. Queremos estudiar la imagen que se tiene sobre la pareja realmente
existente, pero también el ideal al que se aspira. De igual manera, pretendemos abordar la
visión acerca de la situación presente, pero también la existente acerca del pasado, de
modo que pueda apreciarse la opinión de los interesados acerca de los cambios que han ido
dándose en su sociedad.
Los materiales empíricos en los que se basa esta comunicación han sido extraídos de dos
fuentes. La primera consiste en la investigación doctoral de Lidia Luque Morales, bajo la
dirección de Juan Ignacio Castien Maestro. La segunda estriba en el Proyecto Sociedad civil
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e inmigración clandestina en Marruecos, realizado por Berta Álvarez-Miranda Navarro y Juan
Ignacio Castien Maestro, con financiación de la Agencia Española de Cooperación
Internacional al Desarrollo (AECID) y código de referencia: A/024676/09.
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el poder discrecional de los unos, tiende a ejercerse también en mayor grado esta capacidad
manipuladora, en aras de preservar un cierto equilibrio entre las partes implicadas. Así
sucedía no sólo en el estricto ámbito familiar, sino también en otras esferas de la vida social.
En una sociedad con un tejido institucional débil y amplios vacíos normativos, las relaciones
sociales solían ostentar una fuerte inestabilidad. El recurso a la fuerza era decisivo, como la
era también la persecución de los intereses inmediatos, los del propio individuo o los de su
grupo de allegados más próximos. Se daba, así, con mucha frecuencia lo que en otro lugar
hemos denominado una “socialidad laxa” (Castien Maestro, 2012: 172). En un medio social
dotado de semejantes características estructurales, unos han de ostentar un fuerte poder
discrecional sobre otros y ejercerlo en su propio beneficio, por más que este poder sea con
frecuencia un tanto precario, en virtud, paradójicamente, de esa débil institucionalidad que lo
posibilita. Pero, por ello mismo, quienes detentan un menor poder han de recurrir con
frecuencia a la manipulación del poderoso o, al menos, de quien se encuentra en igualdad
de condiciones con uno mismo. Las exhibiciones de lealtad, de aprecio, la adulación y el
chantaje por diversos conductos se convierten en comportamientos muy habituales. Y es
más: son también esperados, y demandados, por sus receptores. Ello, unido al placer lúdico
ligado muchas veces a la práctica de estas actividades, ha tenido como resultado habitual
una llamativa teatralidad en el trato social.
Existía, en suma, una notable homología entre la desigualdad de poder dentro del
ámbito familiar y fuera de él, y el concomitante uso de técnicas de manipulación. Había,
pues, unos ciertos esquemas de comportamiento, un habitus, en el sentido de Bourdieu
(1991), susceptibles de ser transferidos de unas esferas sociales a otras. Sin embargo, esta
homología tampoco era absoluta. El ámbito más estrictamente familiar se caracterizaba por
unas jerarquías y unas distribuciones de roles mucho más claras y estables. En su caso la
normatividad era mucho más detallada y precisa. La laxitud de la socialidad resultaba aquí
palpablemente menor. Después de todo, el derecho islámico acerca de la vida familiar se
encuentra especialmente desarrollado, en abierto contraste con su parquedad e indefinición
a la hora de regular las instituciones políticas (Charfi, 2001: 204).
Con todo, tampoco debe magnificarse la capacidad de estas actividades de
manipulación para equilibrar unas relaciones estructuralmente desiguales. Por mucho poder
oficioso que pudiera acumular el subordinado, el poder oficial seguía residiendo en su
superior y así lo garantizaban tanto la ley como la opinión pública. El superior solía consentir
esta alteración oficiosa de la norma tan sólo hasta un cierto punto. Más allá de este relativo
nivel de consentimiento, podría hacerse merecedor de acerbas críticas por no saber hacerse
respetar. Así, el control social actuaba también sobre quienes ocupaban posiciones de
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poder, presionándoles para que se condujeran del modo debido (Castien Maestro, 1999: 48-
54 y 2003: 437-443), con lo cual el margen de maniobra de sus subordinados se veía aún
más restringido. Lo quedaba todavía más por el hecho de que la manipulación de la que
solían servirse no dejaba de estar mal vista. Aunque el ingenio que demostraba podía ser
elogiado y aunque se podía valorar su capacidad para atenuar ciertos excesos opresivos y
hacer más llevadera la existencia, también habían de recriminársele las distorsiones que
provocaba en las relaciones sociales, así como la actitud hipócrita que le subyacía (Castien
Maestro, 1999: 68-73). Servirse de estas técnicas suponía, por tanto, valerse de un arma de
doble filo. Por último, el grado extra de poder y de bienestar deparado por el consentimiento
del superior podía ser muy bien el fruto de una cómoda delegación de responsabilidades por
parte del mismo. Dejar en manos de la esposa la gestión cotidiana del hogar, y dejarle
“mandar” relativamente en él, parece una decisión de lo más sensato cuando se tienen
cosas más importantes y placenteras a las que dedicarse. De ahí que el poder delegado en
los subordinados no fuese sólo precario, y susceptible de ser recuperado, sino también,
asimismo, la otra cara de la carga que se les encomendaba y, por ello también, una nueva
marca de su sumisión (De Beauvoir, 1987: 170-178). Al final, lo que primaba era la
discrecionalidad del poderoso y la indefensión del débil. “Mi marido buscaba un pretexto y
por un pedo me repudió” rezaba un refrán tradicional marroquí (Maillo Salgado, 1997).
Este sistema tan complejo y contradictorio garantizaba, no obstante, la reproducción
física y socio-cultural de los individuos y de sus relaciones sociales. Pese a toda la represión
que conllevaba, era un sistema relativamente funcional, capaz de persistir durante siglos.
Otorgaba, en particular, unos apoyos colectivos de los que era difícil prescindir. La familia
patriarcal, ampliada, y más allá de ella, la red de parientes por vía paterna, pero también,
aunque en menor grado, por vía materna, entrañaba para el común de los individuos un
espacio de protección y sostén material. Ello resultaba especialmente importante en una
sociedad inestable y violenta, como lo era tradicionalmente la sociedad marroquí. Frente a la
laxitud de la socialidad imperante en su seno, la familia y la parentela patriarcales
constituían un islote de relativa estabilidad. Parece confirmarse así en este caso la ecuación
postulada por Simone de Beauvoir (1987: 117) entre la fortaleza del patriarcado y la
debilidad de las instituciones públicas. En vista de todo ello, los males inherentes al sistema
se hacían más soportables. No se trataba sólo de la opresión y la explotación que le eran
inherentes. Lo mismo ocurría también con la notable inhibición de la sensibilidad y la
afectividad que también solía traer aparejadas. Con matrimonios arreglados y cónyuges que
a menudo no se conocían siquiera antes de casarse y con una fuerte distancia de poder
entre ambos, el desarrollo de la intimidad quedaba un tanto coartado. Como suele ocurrir en
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este modelo familiar, primaba la exigencia del cumplimiento del rol social y el respeto más
que el amor en sí, una opción ésta bastante realista dadas las circunstancias y común a
distintas épocas y latitudes (cf. Thomas y Znaniecki, 2006: 170). Pero este embotamiento de
la intimidad resultaba más llevadero, por cuanto la pareja perdía importancia también en
relación con las redes de parientes más amplias en las que se encontraba enclavada. Las
relaciones con los parientes, por filiación o afinidad, sobre todo los del mismo sexo,
revestían en muchas ocasiones una importancia mucho mayor en la vida personal. Así se
ejercía no sólo una compensación de las carencias de muchas parejas, sino también una
reducción de la gravedad de las mismas. Pero, de nuevo, las cosas no resultaban siempre
tan sencillas. El amor y el enamoramiento existían y eran exaltados con frecuencia como un
ideal. Pero este ideal resultaba difícil de cumplir en el matrimonio. Como tan acertadamente
supo ver Engels (1971) en su tiempo, el amor en el patriarcado era algo en gran medida
algo externo al matrimonio, sólo a veces conciliable con él y que muy a menudo se le
contrapone como su más peligroso enemigo.
Las contradicciones se intensifican, desde el momento en que tomamos en cuenta el
papel jugado por el Islam. Ciertamente, las versiones más tradicionales de la Ley islámica se
ajustan a la perfección a este sistema patriarcal. Establecen una clara desigualdad entre los
dos sexos en cuestiones claves como la poliginia, el repudio, el divorcio y la patria potestad
sobre los hijos, así como una estipulación de carácter más general de que la esposa
obedezca al marido y pueda ser sancionada, incluso golpeada, en caso de no hacerlo. Pero
ello no significa, por supuesto, que este patriarcado sea una simple consecuencia del Islam.
El patriarcado como sistema es mucho más antiguo e incluso se puede argumentar de
manera bastante convincente que a lo largo de los siglos la legislación musulmana se ha
limitado a regularlo y, en parte, a mitigar sus abusos más abiertos, reduciendo, por ejemplo,
el numero de esposas para el hombre y estableciendo ciertos derechos para la mujer, como
el acceso a una parte de la herencia, (Castien Maestro, 2003: 354-355). Podría decirse
entonces que, en general, ha sido, más bien, la ideología islámica la que se ha estado
desarrollando históricamente en el sentido de adaptarse al sistema existente. Todo ello no
ha sido óbice, sin embargo, para que una vez cristalizada esta ideología, tras un período
formativo de varios siglos, y dada su enorme influencia, no proporcione en muchos casos
una legitimación añadida a este sistema patriarcal, sobre todo en momentos como los
actuales en los que es objeto de un claro cuestionamiento desde diversos sectores sociales.
La situación se complica todavía más, desde el momento en que la influencia del
Islam se ejerce también en otras direcciones diferentes. Aunque haya sido de una manera
imperfecta, la legislación musulmana tradicional ha debilitado también al sistema patriarcal,
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al colocarlo bajo el control parcial de una institución pública y externa como lo son los
tribunales islámicos. De igual manera, ha establecido el principio de la responsabilidad
individual, ante los tribunales terrenales, pero también ante el tribunal de Dios. Esta idea ha
arraigado. Como nos decía de manera muy gráfica un fqih de la ciudad de Beni Mellal: “El
culpable es el que debe ser castigado y será acusado él solo. Su pecado será juzgado ante
Dios y nadie va a estar con él. El culpable será juzgado solo”. Así ocurre, incluso, aunque
muchos puedan pensar que los santos, awlia, los descendientes del Profeta, shorafa, y lo
mártires, shuhada, tengan la capacidad de interceder y de salvar a determinadas cantidades
de personas. Con todo ello, la legislación islámica ha erosionado hasta un cierto punto la
solidaridad grupal. De este modo, ha promovido una cierta autonomía individual y ha
establecido instituciones capaces de refrenar el poder de las autoridades patriarcales. A ello
se ha añadido igualmente, la frecuente exaltación de la común pertenencia a una misma
comunidad de creyentes, la Umma, en detrimento de las solidaridades agnáticas seculares,
tachadas de simple fraccionalismo, assabia.
Todos estos elementos parcialmente antipatriarcales han sido todavía más
intensificados por las posteriores versiones del Islam, de signo ya más reformista. Estas
últimas se han caracterizado fundamentalmente por atenuar de una manera muy marcada
los rasgos más discriminatorios de las versiones más tradicionales. Un ejemplo, entre
muchos, de este modo de pensar reformista sería el de uno de nuestros informantes, un
marroquí de Fez de cuarenta y dos años de edad, asentado en Madrid, según el cual el
verdadero musulmán no podía discriminar a la mujer, pues el Profeta, a quien él debía
seguir, no lo había hecho tampoco. Así “si el Profeta encontraba a la mujer fregando
cacharros, él fregaba con ella”. Del mismo tenor son las afirmaciones de un adolescente
oriundo de Tánger y también afincado en Madrid:
“Tocar (pegar) a una mujer es algo grave en la vida, más que matar (…) El Profeta
cuando estaba muriendo hablaba de la mujer. No estaba preocupado por otra cosa.
Estaba preocupado por la mujer… Yo creo, por ejemplo, la gente que está en el
(verdadero) Islam y que son musulmanes no son machistas y no tratan a sus mujeres
mal.”
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Maestro, 2011: 49). Dicho de otro modo, esta encomiable interpretación reformista del Islam
abriga también el grave riesgo de promover una visión demasiado acrítica acerca del propio
patrimonio histórico, que haga más difícil su adaptación a unas nuevas condiciones
históricas. Pero resulta justamente de lo más aleccionador el hecho de que durante mucho
tiempo, e incluso en la actualidad, los efectos mitigadores de estas diferentes versiones del
Islam, ya fuesen más conservadoras o más reformistas, hayan sido bastante discretos. Las
mujeres han tendido a ser a menudo desheredadas, su derecho a la elección del cónyuge
no ha sido reconocido y el crimen de honor ha campado por sus respetos, como también lo
ha hecho en un sentido más amplio la venganza de sangre, a despecho de lo estipulado por
la legislación religiosa. La constatación de todos estos sencillos hechos debiera hacernos
reflexionar un poco más acerca de la secular fortaleza del patriarcado en toda esta región
del mundo y de la discreta influencia de las ideologías cuando no se corresponden del todo
con la lógica de este sistema.
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que experimentan en especial los inmigrantes en países occidentales. Como nos explicaba
una mujer marroquí asentada en Móstoles:
“Aunque sea machista y tal, al fin y al cabo acaba pidiéndole ayuda a su mujer,
porque no puede mantenerse él sólo, porque necesitan un mínimo para sobrevivir y
si no se van a privar de muchas cosas que quieren o que van a tener para ellos”.
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potenciando también la desigualdad de género de un modo indirecto. A saber: al preservar la
importancia de los vínculos de parentesco, puede seguir resultando de gran importancia el
control social del grupo de parentesco sobre sus miembros y este control social va a
ejercerse, particularmente, sobre aquellos comportamientos que puedan transgredir las
normas de la decencia y el honor, tan ligadas a estas desigualdades de género. A esta
pervivencia de la funcionalidad de las redes de parentesco se añade además una clara
resistencia cultural por parte de sectores importantes de la población hacia los cambios
sociales en curso. Esta reacción conservadora de defensa de lo ya conocido frente a un
nuevo escenario en el que resulta más difícil manejarse se ve reforzada asimismo, en este
caso concreto. por el rechazo hacia unos cambios que pueden ser fácilmente percibidos
como inducidos por un mundo occidental con el que a lo largo de la historia, y hasta el día
de hoy, se han mantenido unas relaciones a menudo difíciles.
El resultado de toda esta intersección entre tendencias contrapuestas constituye un
cúmulo profundamente contradictorio de actitudes, creencias, discursos y comportamientos
para unos mismos grupos y para unos mismos individuos. Dentro de este conjunto tan
abigarrado resulta fácil desorientarse. Basta para ello por fijarse únicamente en alguna
tendencia en particular y obviar las demás. De ahí entonces que los retratos realizados
acerca de esta realidad por parte de distintos investigadores puedan resultar tan diferentes
entre sí. Mientras que unos insisten en los cambios, otros lo hacen en las permanecías y
mientras unos enfatizan el desarrollo de actitudes más igualitarias hacia la familia otros
remarcan la perennidad de la ideología patriarcal. Todos ellos tienen razón, pero cada uno la
tiene sólo en parte. La realidad estudiada es muy compleja y contradictoria y debemos
esforzarnos por representar fielmente esta característica central de la misma. Es lo que
vamos a intentar hacer a continuación.
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son estas contraposiciones dicotómicas entre nuestros informantes y de su también
marcada propensión a criticar el presente como una inversión completa de los valores
adecuados (Castien Maestro, 2005 y 2013), estas afirmaciones contiene claros elementos
realistas, fácilmente comprobables a través de la observación empírica, y que se convierten
además en el punto de partida para una descripción más amplia del estado de cosas en el
que se vive. Así, la mayor independencia de la que ahora disfruta la mujer puede ser
denunciada, en concreto, como un factor disgregador de la familia. Esto resulta
especialmente grave, dada esa visión tan positiva de la misma con la que nos encontramos
muchas veces y que hace de ella una suerte de refugio frente a un mundo exterior donde
tiende a imperar la ley del más fuerte, una sociedad en la que, en palabras, de una joven
humilde de Beni Mellall, “si tienes dinero, te valorarán y si no lo tienes, te verán como a un
bicho”. Frente a esta competencia descarnada, son muchos los que, al igual que un joven
de Larache, nos dicen que “lo mejor en Marruecos es la familia, sobre todo la pequeña
familia, la madre y el padre y también hay tradiciones religiosas. Por ejemplo, el mes de
Ramadán, las fiestas religiosas”. En cambio, una mujer más independiente puede
divorciarse con más facilidad. No tiene por qué aguantar como antes. A este respecto, el
informante natural de Tánger a quien ya hemos escuchado nos cuenta:
“La mujer, la primera vez que viene a un país desconocido, no conoce a nadie y tal.
Entonces va conociendo gente, mujeres. Va a asociaciones para conocer idiomas. Y
también yo he visto casos en que les cambia la conducta. Entonces hay mujeres que
lo toman mal, no mal, sino que lo cogen en el mal sentido y se creen… conozco
como tres casos, como que se rebelan, hasta que ¿sabes? En plan chulita ¿no?, en
plan chula, y piden hasta el divorcio.”
Esta misma idea también es apuntada por otros informantes. Circula bastante el
relato estereotipado de la mujer tímida y sumisa que, sobre todo, al emigrar va cambiando,
saliendo más y adquiriendo más poder. También parece denunciarse una cierta volubilidad
en los deseos de los miembros de la pareja, una falta de compromiso por parte de ambos.
Por ejemplo, una inmigrante procedente de Nador y de cuarenta años de edad nos dice
“Diez años de novios y cuando te casas a los tres días pides el divorcio. De verdad, a mí me
gusta más antiguamente”. No obstante, también se dan las situaciones opuestas. Ciertas
mujeres, sobre todo las de cierta edad y medio rurales, se encuentran con que la emigración
al extranjero, pero, a veces, incluso, a un mero centro urbano en su país, les priva de su red
social previa y les condena al enclaustramiento y a la soledad. A este primer factor se añade
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también el hecho de que al considerarse que ahora existe una mayor exposición a malas
influencias, se haga precisa una mayor insistencia en el aislamiento y en la vestimenta
pudorosa, como defensa frente a ellas, pero también como una forma de demostrar ante la
sociedad que estas peligrosas influencias no están afectando negativamente a la propia
respetabilidad. Tiene lugar, de este modo, lo que podríamos definir como un repliegue
conservador. Por otra parte, la mencionada inestabilidad matrimonial parece obedecer a más
razones de acuerdo con varios de nuestros informantes. Una de ellas consiste en la
ausencia previa de unos vínculos afectivos sólidos entre los esposos. Ello se explicaría, a su
vez, por la forma en que se realizó el matrimonio, por acuerdo de los parientes o por los
propios cónyuges, pero de un modo precipitado, sin haber tenido tiempo de conocerse a
fondo entre ellos (cf. Luque Morales y Castien Maestro, 2013). Es lo que nos dice otros
informante de Larache: “cuando encontrar una y no conocerla y casar con ella, al final no
salir bien y tiene que dejarla, así, con los niños…pues esto es muy malo, no para ellos, para
los niños es muy malo”. Podríamos aventurar la posibilidad de que, cuando la pareja pierde
el sostén de la familia y la parentela más extensa en la que se encontraba insertaba, resulta
poseer una débil configuración interior. Los lazos afectivos son en sí débiles y no existen
demasiados incentivos para mantener la unión una vez que la separación se ha vuelto
posible. Se trata, por cierto, de una situación parecida a la que Thomas y Znaniecki (2006)
detectaron ya hace un siglo entre los campesinos polacos emigrados a Estados Unidos.
Aparte de que puedan favorecer un ulterior divorcio, estas formas de establecer el
enlace matrimonial se prestan para varios de nuestros informantes a críticas muy
interesantes. Si un poco más arriba hemos apuntado la importancia concedida a la familia
como una especie de islote de solidaridad frente aun entorno exterior muy competitivo, esta
visión tan positiva de la misma recibe ahora ciertas matizaciones, pues puede aducirse que
dentro de ella misma prima también esa persecución despiadada del propio interés que
tanto se denuncia para la sociedad en general. Una primera razón de que sea así estribaría
en el acentuado imperativo matrimonial, en el imperativo, sobre todo para la mujer, de
casarse como sea. Escuchemos a una segunda joven de Beni Mellal:
“La chica piensa solamente en casarse. Desde que es pequeña, le dicen ‘cuando
seas mayor te casarás’ y eso queda fijado en su mente. Cuando deja el trabajo, se
queda en casa y empieza a pensar en el matrimonio. Así, cuando mira a las chicas
del barrio que están todas casadas, se lamenta por su situación y decide casarse ella
también. En tal caso aceptará a cualquier hombre, aunque sea muy pobre. Para una
chica el sueño es casarse, aunque sepa que con este marido va a sufrir (…) La
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familia sueña con que venga un hombre a casarse con ella. Así, se quitará de los
gastos familiares, porque los ingresos son bajos, y los gastos son varios, como por
ejemplo el vestido y la comida.”
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“Por ejemplo, una persona (marroquí) se casa con una mujer (occidental) de
cincuenta años, muy fea, porque la guapa, la que tiene un cierto nivel educativo, no
se casará nunca con un marroquí. Igual que nunca vas a encontrar una marroquí
guapa casada con un subsahariano. Es algo normal y yo te hablo desde mi
experiencia. Por ejemplo, mi hermana no se casaría con uno de los subsaharianos
que están aquí y lo mismo nos pasa a nosotros estando en Europa. La que acepte
casarse con un extranjero en este caso será una mujer fea, gorda, etc. Por eso,
aceptamos casarnos con ella, a pesar de su edad, nivel educativo, belleza, etc, para
lograr algún deseo y, una vez logrado, te cambian las ideas.”
No debemos sorprendernos entonces de que aparezca a menudo una desconfianza muy
clara en las relaciones de pareja. Existe un discurso muy extendido de acuerdo con el cual,
en estas relaciones muchos persiguen el propio interés a costa de la otra parte. Así, sería en
especial en el caso de la mujer, por ser ella la parte más desprotegida de la ecuación. No
existiría auténtica “confianza”, sino, por el contrario, una intensa propensión a la
manipulación del otro. Sobre la base de este planteamiento, hay varones que declaran
preferir el matrimonio con una occidental. Otros afirman también que esta misma
imposibilidad de confiar en la mujer marroquí es la que hace necesario un mayor control
sobre la misma, sobre sus movimientos y su vestimenta, y convierte en algo tan peligroso la
autonomía que podrían depararle el trabajo y la emigración. Estos riesgos no estarían
presentes en el caso de la mujer occidental y, por eso, ella sí podría tener esa libertad que
se niega a la marroquí (Castien Maestro, 2003: 509-511). De este modo, un natural de Beni
Mellal que había pasado varios años viviendo en Italia, frecuente destino de la gente de esta
región, nos contaba que:
“En Italia la mujer que quiere al hombre lo quiere en todas las circunstancias. Sin
embargo, la situación de la mujer es distinta aquí y la mujer te acompaña según el
protocolo nada más (…) En Italia la mujer que trabaja ayuda a su marido y no hay
infidelidad. Sin embargo, en Marruecos la mujer, una vez que se le da una
oportunidad y sale al trabajo, empieza a controlar todo, aunque no se puede
generalizar.”
“Las marroquíes son difíciles para la convivencia. Viviré con la que quiera mi
corazón, sea española o india…excepto con las marroquíes, porque tienen un
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carácter muy duro para mí. Hay muchos motivos para eso. Ellas empiezan de nada
hasta llegar a dominar al hombre.”
Esta visión del otro como un rival en quien no se puede confiar no se aplica sólo al
caso concreto del matrimonio, sino también a otras muchas relaciones sociales (Castien
Maestro, 1999: 61-68 y 2003: 147-148), lo que objetivamente encuentra su fundamento en
esa socialidad laxa a la que ya nos hemos referido con anterioridad. Por otra parte, otras de
las personas con las que hemos hablado eran también conscientes de las dificultades que
conllevan los matrimonios mixtos y de que éstos no constituyen, por tanto, una salida
milagrosa a los problemas experimentados. De este modo, nuestros informantes parecen
estar reflejando con bastante realismo y bastante lucidez los problemas vitales en los que se
encuentran inmersos, unos problemas que no dejan de ser, en última instancia, efecto de las
contradicciones propias de dos sistemas familiares, el patriarcal y el igualitario, y de las que
se añaden además en el curso de una transición incompleta y desequilibrada entre el uno y
el otro.
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