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Así, pues, intentaré remontarme sobre el denso y a veces árido, pero siempre
estimulante y sugerente discurso de Barth, imposible de abarcar en un resumen
típico; para señalar únicamente las líneas generales más destacadas de su
exposición. Comenzando en el proemio de su comentario, Barth deja ver ya un
rasgo que caracteriza todo su pensamiento: “es preciso conocer esa relación entre
nosotros y Dios, entre este mundo y el mundo de Dios. Ver la línea secante entre
ambos mundos no es algo obvio. El punto de la línea de intersección en que ella
deber ser vista y es vista es Jesús, Jesús de Nazaret, el Jesús «histórico»…
aquel punto que permite hacer visible la oculta línea secante de tiempo y eternidad,
cosa y origen, hombre y Dios… su peculiaridad frente a otros tiempos radica en
que abre la posibilidad de que todo tiempo pueda convertirse en tiempo de
revelación y descubrimiento. Pero aquel punto de la línea secante misma, como
todo el plano desconocido cuya existencia él anuncia, no se extiende al mundo
conocido por nosotros… Y este mundo nuestro, al ser tocado en Jesús por el otro
mundo, deja de ser histórica, temporal, objetiva y directamente evidente… Jesús
como el Cristo trae el mundo del Padre del que nosotros nada sabemos ni
sabremos dentro de la evidencia histórica”. Este es, entonces, un tema que
domina en el pensamiento de Barth: la distinción entre historia y ahistoria, entre lo
temporal y lo eterno. En Jesús lo eterno irrumpe definitivamente en lo temporal,
del mismo modo que una línea secante interseca y corta a otra línea, nuestra línea
temporal, en dos: a. C. y d. C. Y al hacerlo, a partir de ese momento posibilita la
revelación de lo eterno en lo temporal, no sólo en el punto de corte de la secante,
sino en otros puntos de nuestra línea cronológica posteriores y diferentes a aquel,
pero calificados por él. De este modo, Barth quiere librar a la teología y a la
experiencia cristiana de la tiranía del método histórico-crítico que dominó la
teología liberal del siglo XIX. Pero al mismo tiempo, oscila entre la secante que
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corta e interseca el tiempo, y la tangente que apenas lo toca sin cortarlo: “La
resurrección de entre los muertos es el punto de inflexión… En la resurrección, el
nuevo mundo del Espíritu Santo toca al viejo mundo de la carne. Pero lo toca
como la tangente a un círculo, sin tocarlo”. A diferencia de la teología liberal, Barth
no quiere introducir demasiado el mundo eterno de Dios en el mundo temporal de
la carne o la historia humana, resaltando así la trascendencia e incomparable
superioridad cualitativa de un Dios que se encuentra siempre más allá y por
encima de nuestra línea cronológica. Por eso, para Barth las razones por las que
Pablo no se avergüenza del evangelio son claras: “El Evangelio no es una de
tantas verdades, sino que pone en cuestión todas las verdades… No hay
apologética, preocupación por la victoria del evangelio. Como revocación y
fundamentación de todo lo dado, él es la victoria que vence al mundo”. Asimismo,
Barth introduce en el proemio lo que será otra característica distintiva de su
pensamiento, la noción de “crisis” que afecta al ser humano en su encuentro con
Dios: “Dios es el Dios desconocido. Como tal da él a todos vida, aliento y todo. Y
así, su fuerza no es una fuerza natural ni una fuerza psíquica… sino la crisis de
todas las fuerzas… nos agracia introduciendo nuestra crisis, llevándonos a juicio”.
vacía, una huella, un lecho seco de río que anhela ser llenado con algo que está
más allá de sus posibilidades, una probabilidad improbable, o mejor: una
posibilidad imposible que únicamente es posible para Dios.
Por otra parte, Barth llega aquí a uno de los puntos culminantes de su comentario:
“Hay un suspirar, protestar y sentirse débil en la paz de Dios”. La religión es
suspiro para Barth. Así comienza a abordar de manera más directa el papel
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tales, un fino olfato para percibir la miseria y culpa de la Iglesia… Lo que hay que
decir desde Dios contra la Iglesia se dirá de hecho, con razón o sin ella, contra ella
desde el «mundo»”.
Por otra parte, un rasgo adicional característico de Barth es su suspicacia y latente
sospecha hacia los más excelsos desarrollos culturales de los diferentes pueblos a
través de la historia, desarrollos que se suelen vincular al cristianismo con
actitudes triunfalistas y censurablemente orgullosas, como si entre estas formas
culturales y el cristianismo se pudiera dar una relación de mutua identidad, o dicho
de otro modo, como si estos desarrollos fueran una expresión natural e inherente
al cristianismo más auténtico. Al respecto hace la siguiente advertencia: “El
cristianismo... No le gusta que se hable en tono demasiado alto y confiado del
desarrollo creativo del mundo... No actúa como refuerzo de ‘ideal’ alguno... adopta
una postura más bien fría frente a la ‘naturaleza’, a la ‘cultura’… o al progreso...
Donde se construyen torres, siempre hay algo que huele mal... Husmea siempre
ahí... la amenaza de la idolatría... Ve el signo de interrogación encima de toda
altura humana”. Por el contrario, la humildad debe caracterizar a la Iglesia en
todas estas circunstancias, sin que ello le lleve a negar necesariamente la cultura,
pero tampoco a afirmarla a ojo cerrado.