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Resumen Carta a los Romanos de Karl Barh

Definitivamente, Barth no es fácil de leer y entender, pero sin lugar a dudas es un


hombre piadoso, erudito y comprometido con Cristo que con su Comentario a los
Romanos emitió un necesario “toque de clarín” crítico, reaccionario y casi lírico
contra la muy cuestionable teología liberal del siglo XIX en la que había sido él
mismo formado. Y ya sea que nos guste o no y consideremos incluso que su
reacción contra el liberalismo no haya sido lo suficientemente enérgica al continuar
ligado a muchos de los postulados racionalistas postkantianos sobre los que la
teología liberal se apoyó, lo cierto es que no podemos cerrar los ojos ante la gran
acogida que tuvo en su momento y el gran impacto que produjo su teología no
sólo en el mundo académico, sino en el campo de toda la cristiandad del siglo XX
y que, evaluado objetivamente desde la perspectiva de la ortodoxia cristiana,
resulta refrescante y positivo en el balance final.

Así, pues, intentaré remontarme sobre el denso y a veces árido, pero siempre
estimulante y sugerente discurso de Barth, imposible de abarcar en un resumen
típico; para señalar únicamente las líneas generales más destacadas de su
exposición. Comenzando en el proemio de su comentario, Barth deja ver ya un
rasgo que caracteriza todo su pensamiento: “es preciso conocer esa relación entre
nosotros y Dios, entre este mundo y el mundo de Dios. Ver la línea secante entre
ambos mundos no es algo obvio. El punto de la línea de intersección en que ella
deber ser vista y es vista es Jesús, Jesús de Nazaret, el Jesús «histórico»…
aquel punto que permite hacer visible la oculta línea secante de tiempo y eternidad,
cosa y origen, hombre y Dios… su peculiaridad frente a otros tiempos radica en
que abre la posibilidad de que todo tiempo pueda convertirse en tiempo de
revelación y descubrimiento. Pero aquel punto de la línea secante misma, como
todo el plano desconocido cuya existencia él anuncia, no se extiende al mundo
conocido por nosotros… Y este mundo nuestro, al ser tocado en Jesús por el otro
mundo, deja de ser histórica, temporal, objetiva y directamente evidente… Jesús
como el Cristo trae el mundo del Padre del que nosotros nada sabemos ni
sabremos dentro de la evidencia histórica”. Este es, entonces, un tema que
domina en el pensamiento de Barth: la distinción entre historia y ahistoria, entre lo
temporal y lo eterno. En Jesús lo eterno irrumpe definitivamente en lo temporal,
del mismo modo que una línea secante interseca y corta a otra línea, nuestra línea
temporal, en dos: a. C. y d. C. Y al hacerlo, a partir de ese momento posibilita la
revelación de lo eterno en lo temporal, no sólo en el punto de corte de la secante,
sino en otros puntos de nuestra línea cronológica posteriores y diferentes a aquel,
pero calificados por él. De este modo, Barth quiere librar a la teología y a la
experiencia cristiana de la tiranía del método histórico-crítico que dominó la
teología liberal del siglo XIX. Pero al mismo tiempo, oscila entre la secante que
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corta e interseca el tiempo, y la tangente que apenas lo toca sin cortarlo: “La
resurrección de entre los muertos es el punto de inflexión… En la resurrección, el
nuevo mundo del Espíritu Santo toca al viejo mundo de la carne. Pero lo toca
como la tangente a un círculo, sin tocarlo”. A diferencia de la teología liberal, Barth
no quiere introducir demasiado el mundo eterno de Dios en el mundo temporal de
la carne o la historia humana, resaltando así la trascendencia e incomparable
superioridad cualitativa de un Dios que se encuentra siempre más allá y por
encima de nuestra línea cronológica. Por eso, para Barth las razones por las que
Pablo no se avergüenza del evangelio son claras: “El Evangelio no es una de
tantas verdades, sino que pone en cuestión todas las verdades… No hay
apologética, preocupación por la victoria del evangelio. Como revocación y
fundamentación de todo lo dado, él es la victoria que vence al mundo”. Asimismo,
Barth introduce en el proemio lo que será otra característica distintiva de su
pensamiento, la noción de “crisis” que afecta al ser humano en su encuentro con
Dios: “Dios es el Dios desconocido. Como tal da él a todos vida, aliento y todo. Y
así, su fuerza no es una fuerza natural ni una fuerza psíquica… sino la crisis de
todas las fuerzas… nos agracia introduciendo nuestra crisis, llevándonos a juicio”.

En el capítulo sobre la justicia del hombre Barth continúa desarrollando su idea de


la crisis apoyado en el carácter inexcusable que Pablo señala, tanto en los gentiles
como en los judíos: “la llamada «historia de la salvación» es sólo la ininterrumpida
crisis de toda historia”. Y es aquí donde también comienza a introducir su postura
crítica hacia la religión, particularmente la cómoda religión pequeño-burguesa de
la que se jactaban los liberales, equiparándolos con el judaísmo farisaico del
primer siglo al que fustiga Pablo. Y ya se vislumbra aquí con claridad otra de las
categorías reivindicadas por Barth, extraída del pensamiento existencialista de
Kierkegaard: la dialéctica de la paradoja. La contradicción que no puede
resolverse en síntesis racionales, sino simplemente abrazarse mediante el salto de
la fe: “Dios nos fundamenta aboliéndonos”. Por tanto, Barth suscribe de lleno aquí
la condición caída del género humano sin excepción, la misma que Pablo
proclama en su epístola para fundamentar y apuntalar la experiencia de
justificación por la fe en virtud de la gracia divina: “Su justicia consiste en que
entregan de continuo toda su justicia humana a Dios, al que ella pertenece.
Consiste en su renuncia radical a una justicia propia”. Pero de nuevo, la
justificación por la fe es una experiencia existencialmente paradójica y, por lo
mismo, crítica: “Eso significa crisis: negación y afirmación, muerte y vida del
hombre. En Cristo se ha hecho presente un final, pero también un principio, un
desvanecerse, pero también un renovarse”. Para Barth al igual que para Pablo,
ante Dios no hay mérito suficiente en ninguna de las múltiples iniciativas humanas
a través de la historia, incluyendo, por supuesto, a la religión con especialidad. La
justicia del hombre siempre fracasa y su único mérito consiste en ser una cavidad
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vacía, una huella, un lecho seco de río que anhela ser llenado con algo que está
más allá de sus posibilidades, una probabilidad improbable, o mejor: una
posibilidad imposible que únicamente es posible para Dios.

Contra el cuadro anterior, Barth resalta entonces la justicia de Dios en la misma


línea de Pablo, que fue malinterpretada y distorsionada por los antinomianos, a
quienes Barth les sale al paso de manera anticipada: “triunfa la fidelidad de Dios
precisamente en la infidelidad del hombre… El mal es mal a pesar del bien que
Dios haga venir de ahí… La infidelidad es infidelidad a pesar de la fidelidad de
Dios, que no se deja desviar por aquélla… Al querer escapar del juicio aduciendo
la excusa del fatalismo, nos hacemos reos de juicio justo a causa de esta excusa”.
Asimismo, la exposición paulina de la doctrina del pecado original tiene para Barth
un carácter tan evidente que lo lleva a afirmar: “¿Acaso la doctrina del «pecado
original» es sólo una «doctrina» cualquiera y no, más bien… la doctrina que se
desprende de la consideración honrada de la historia, la doctrina a la que, en
último término, se remontan todas las «doctrinas» que emergen a lo largo de la
historia?… el tema auténtico de la historia no es negar ni confirmar al hombre en
sí, sino conocer la problemática en la que el hombre se encuentra en relación
con… Dios, su origen eterno”. En consecuencia, el propósito de la ley para quien
la conoce es ilustrado por Barth, en línea con Pablo, acudiendo a la siguiente
convicción de Job: “Aunque yo sea inocente, no puedo defenderme; de mi juez
sólo puedo pedir misericordia… Aun siendo inocente, me condenará mi boca; aun
siendo íntegro, resultaré culpable” (Job 9:15, 20), pasaje que utiliza para
corroborar el papel que la ley cumple en Romanos, diciendo respecto de este
pasaje: “Aquí, en lo profundo de tal suspiro y lamentación, tiene que situarse el
que está con la ley, el que toma en serio la religión y la piedad”. Y esto trae de
nuevo el tema de la crisis: “Porque a la luz de esta crisis radical, total, se conoce a
Dios como Dios, en su majestad”. Barth parece entusiasmarse especialmente ante
la expresión paulina “pero ahora” con la que el apóstol introduce la manifestación
de la justicia de Dios: “Pero ahora, sin la mediación de la ley, se ha manifestado la
justicia de Dios…” (Rom. 3:21). Su talante existencialista sale a relucir aquí al
encontrar en esta expresión paulina una oportunidad única para enfatizar el “aquí”
y el “ahora”, conceptos ya clásicos de la filosofía existencialista, muy afines con el
apremio por el presente que reflejan los autores sagrados en su exposición y
llamado a la fe. Este “pero ahora” marca para Barth la imponderable irrupción de lo
eterno en lo temporal. La transformación del kronos o tiempo humano lineal y
meramente cuantitativo en el kairos o tiempo divino de calidad superlativa y
pletórico de significado. Otro teólogo tan destacado como Barth y contemporáneo
de éste, el alemán Paul Tillich, como existencialista que es, suscribe también en
su propia perspectiva este elemento distintivo de la neo-ortodoxia barthiana
diciendo cosas como éstas, pronunciadas en el cierre de una de sus últimas
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conferencias: “... pensemos en esos grandes momentos… en los cuales puede


definirse la lucha entre lo divino y lo demoníaco en la historia... si hay un nuevo
principio en la historia del mundo… vayamos tras él y contribuyamos a su
maduración... esa realización se produce a cada instante, aquí y ahora ... puede
suceder que … en el proceso interior de algunos de nosotros, ocurra algo que
trasciende el tiempo rumbo a la eternidad... una genuina visión... del propósito de
la historia y de nuestra propia existencia individual”. Volviendo a la expresión “pero
ahora”, así se refiere a la sazón Barth a ella recurriendo de nuevo a la dialéctica
de la paradoja: “El tiempo atemporal, el lugar no espacial, la posibilidad imposible,
la luz de la luz increada caracterizan, pues, al «pero ahora» con el que se
fundamenta a sí mismo el mensaje del cambio, del cercano reino de Dios, del sí
en el no, de la salvación en el mundo, de la absolución en la condena, de la
eternidad en el tiempo, de la vida en la muerte”. Evangelio, paradoja y existencia
son para Barth distintos aspectos de la misma realidad: “¡La misericordia de Dios
triunfa!... esa relación positiva entre Dios y hombre, absolutamente paradójica,
existe. Ése es el contenido del Evangelio, del mensaje de salvación”.

Al cotejar la experiencia pasada de Abraham con la experiencia análoga y actual


del creyente, Barth encuentra en Pablo fundamento para su conocida y polémica
distinción entre historie y geschichte, esto es, en su orden: historia objetivamente
real y verificable del pasado más o menos distante que no nos afecta a nivel
personal y a la cual podemos permanecer indiferentes; e historia subjetivamente
real pero imposible de verificar de manera directa, relativa a nuestro presente
inmediato, y que nos afecta a nivel personal de una manera tan profunda que no
podemos permanecer indiferentes a ella de tal modo que, como lo dice Barth, nos
obliga a optar. Así, pues: “No puede haber boca que hable del pasado sin oído
que oiga el presente… El Génesis nos dice de Abrahán aquello que nos afecta…
la crítica analítica… tampoco… podrá detener la crisis… ella podrá acreditar sólo
que el Abrahán histórico no nos atañe en realidad. Y en la medida en que ella
hace esto, abre la mirada al Abrahán ahistórico del Génesis…”.

En el capítulo 5 titulado El día que se acerca, Barth aborda un asunto al que ya se


había referido previamente: el cambio de condición del creyente en este mundo,
descrito de este modo en el proemio: “El prisionero se convierte en el centinela
que... aguarda con ansia el día que amanece... El justo es el prisionero convertido
en guardián,... apostado en el umbral de la realidad divina”. En este orden de
ideas, Barth afirma: “Es del todo imposible dar un perfil perceptible, histórico y
psicológico, del creyente en comparación con el no creyente”, para volver de
nuevo sobre la idea ya planteada en el proemio: “Él nos hace prisioneros, pero con
ello nos libera”. Pero nos libera para permanecer todavía aquí en condición de
centinelas, no ya de prisioneros. Centinelas y prisioneros que se diferencian, por lo
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pronto, únicamente en su actitud y en su esperanza, y nada más. Barth evoca aquí


el papel que desempeñaban en las antiguas ciudades amuralladas del Antiguo
Testamento los centinelas, adquiriendo este oficio su sentido más cabal y pleno en
la figura del profeta, el centinela por excelencia. Así, pues, para Barth la fe cambia
nuestra condición en este mundo de prisioneros a centinelas, cuya diferencia con
los prisioneros es fundamentalmente que: “… cuando, muy de mañana la sombra
envuelve aún las copas de las encinas, nosotros somos bañados ya por la luz;
vemos ya lo que nadie ve aún; somos los primeros en ver el sol del gran día;
somos los primeros en decir: «¡Señor, ven de verdad!»”. Para reforzar la idea
recurre también a la figura bíblica del peregrino, de paso por este mundo, citando
para ello a Calvino: “aunque son peregrinos todavía en la tierra, sin embargo,
corren presurosos con su seguridad más allá de todos los cielos y llevan ya
tranquilos en su corazón su futura herencia”, para concluir que lo que caracteriza
al creyente es “inquietud en el cronos”. Una inquietud que se mueve entre lo que
Barth llama el Sí y el No de Dios. El Sí está constituido por la paradójica e
inmerecida aceptación del creyente por parte de Dios gracias a la fe. Y el No en el
juicio simultáneo que sirve de necesario trasfondo para valorar en su justa
dimensión su inmerecida aceptación: “en la ira de Dios vemos su justicia, en el
Crucificado al Resucitado, en la muerte la vida, en el No el Sí, en la barrera la
salida, en el juicio el día de la redención que se acerca”. En este contexto la cruz,
−específicamente la muerte de Cristo asociada a ella−, cobra mayúscula
importancia para Barth como para Pablo, al punto de llevarlo a afirmar:
“Prescindiendo de la cruz no se puede entender ni una sola línea de los
evangelios sinópticos”. Sin embargo, aquí comienza a introducir su velada postura
universalista que ha sido tan controvertida y criticada: “Los que no ven a Cristo
según la carne, los que no tienen relación vivencial alguna con él, no por eso
están menos reconciliados con Dios en él que otros… No existe hombre alguno
que no esté en la luz de este acto de obediencia «en Cristo»”. Asimismo, se deja
aquí ya ver de manera sutil que Barth parece suscribir todavía la categoría liberal
del “mito” para referirse a eventos que la ortodoxia cristiana siempre ha
considerado hechos, como por ejemplo Adán y la caída: “entonces pecado en
aquel sentido primero, visible, en huida hacia delante, es sólo la manifestación, la
expresión, el «desbordamiento»… del pecado, el incidente en el tiempo que remite
a una caída que se encuentra «más allá» de lo temporal”, idea que se toma el
trabajo de precisar de manera inequívoca más adelante: “Es igualmente obvio que
tampoco la «entrada» del pecado en el mundo por medio de Adán puede ser en
algún sentido un suceso histórico-físico”.

Por otra parte, Barth llega aquí a uno de los puntos culminantes de su comentario:
“Hay un suspirar, protestar y sentirse débil en la paz de Dios”. La religión es
suspiro para Barth. Así comienza a abordar de manera más directa el papel
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ambivalente de la religión, tanto en su aspecto positivo como “la más elevada de


las posibilidades humanas”, como en su aspecto negativo como construcción
cultural meramente humana que al reclamar méritos para sí misma, obstruye,
resiste y ciega a su cultivador para poder ver la soberana y gratuita revelación de
Dios en Cristo: “La religión estará siempre al albur de objeciones que se refieren,
por ejemplo, sólo a su forma y estructura casual. Porque entre todas las
posibilidades humanas, ella es la más íntima, la más pura, la más vital y la de
mayor capacidad de transformación… Religión es la posibilidad humana de recibir
de la revelación de Dios una huella… Ella es una magnitud ambivalente
suspendida entre cielo y tierra… no hay escapatoria posible de esa
ambivalencia… En esta ambivalencia tiene lugar también toda polémica de las
religiones entre sí y, no en último término, la polémica… contra la religión… Toda
la consideración y respeto que merece la religión dentro de este mundo no puede
impedir que consideremos como nula toda pretensión de absolutez, de
trascendencia y de inmediatez de la religión”. En cierta forma, lo que Barth hace
es trasladar o transponer el papel que Pablo asigna a la ley, también a la religión
en general. La religión, al igual que la ley, pone en evidencia nuestra culpabilidad:
“Quien espera algo distinto no sabe qué es ley, qué es religión, qué es ser elegido
y ser llamado… Precisamente ahí puede y debe estallar la crisis que Dios es para
el hombre… Se necesita, pues, la eliminación hasta del último dato, la catástrofe
de la posibilidad religiosa del hombre, para que se produzca el tránsito del No al Sí
de Dios, para que la gracia pueda ser gracia… Y ahí reside el derecho de la
pretensión esgrimida por la ley, por la religión… la «sobreabundancia» de la
gracia… no puede suceder en instante temporal alguno sin la «abundancia» del
pecado en la religión… La gracia es gracia allí donde la posibilidad religiosa,
tomada en serio, estando en plena pujanza y expansión, es sacrificada. ¡Sólo allí!...
La gracia no es gracia si el indultado no es el juzgado. La justicia no es justicia si
ella no es imputada al pecador. La vida no es vida si ella no es vida desde la
muerte. Dios no es Dios si su comienzo no es el final del hombre”.

Precisamente al abordar la gracia, es cuando Barth corrige de manera más


puntual el error antinomiano diciendo: “la serie no es reversible… hemos osado
formular la siguiente frase: «Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia»
(5,20). Nos hemos atrevido a concebir en su conexión el culmen del pecado y el
triunfo de la gracia, Saulo y Pablo… se podría desconocer que esa frase es, de
hecho, una frase peligrosa, ambigua, que su contenido es verdad sólo como
referencia al momento eterno del conocimiento de Dios, pero no en sentido físico-
metafísico ni como descripción de un proceso en el plano de la realidad histórica-
psicológica… Es imposible atribuir al hombre, en piadosa impertinencia, la
soberanía de Dios, y a Dios, en piadosa sumisión, la impotencia del hombre”. Un
poco más adelante, comentando el capítulo 6 de la epístola en relación con la
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gracia, sale a relucir de nuevo el carácter paradójico de la experiencia cristiana:


“¡Libres en Dios, ser prisioneros en él! Éste es el imperativo categórico de la gracia,
del existencial pertenecer a Dios”.
En al capítulo sobre la libertad, Barth reitera lo ya dicho en cuanto a que ley y
religión son equiparables en su interpretación del pensamiento paulino: “En este
mundo de la carne «la ley» no desactiva ese proceso, sino que lo incentiva… con
la posibilidad religiosa, más aún, mediante ella, son dadas, despertadas, puestas
en vigor, las pasiones del pecado”, insistiendo así sobre el carácter negativo de la
religión: “la religión… es robar a Dios y, con ello, un apostatar de Dios”. De
cualquier modo, en su carácter negativo evidente ya se vislumbra y anuncia su
carácter positivo como crisis y necesario preludio a la irrupción de la revelación, de
la cual la religión es tan sólo “huella”: “la religión… es la posibilidad con la que
todas las posibilidades humanas entran en la luz de una crisis radical, con la que
el pecado se hace visible y experimentable… Algo de esta crisis constituye el
sentido de toda religión”. La crisis suscitada por la religión es, pues, el lugar desde
el que debe cuestionarse y, de hecho, es cuestionada toda la cultura humana: “la
religión se convierte en signo de interrogación de todo el sistema cultural humano”.
A estas alturas Barth parece llegar al punto más culminante en su exposición del
papel negativo pero siempre necesario de la religión, análogo al de la ley: “La
religión... es una desdicha... cuya presión hace que un suspiro prolongado tan
conmovedor como la segunda carta a los Corintios quede plasmado en palabras...
Ella es la desdicha bajo la que probablemente tiene que suspirar en secreto todo
el que se llama hombre”. Valga decir que, en el cierre de su comentario sobre el
capítulo 7 de Romanos, Barth se inclina hacia quienes opinan que la experiencia
narrada por Pablo aquí no es meramente su experiencia anterior a la conversión
sino la experiencia permanente del apóstol y de todo cristiano convertido mientras
nos encontremos en este marco temporal en que nos encontramos en este mundo.
En al capítulo 8 Barth encuentra ocasión para explayarse en su dialéctica
existencial apelando a las nociones contrapuestas de “carne” y “espíritu”, aunque
su referencia a éste último con minúscula no deja ver claramente si habla del
Espíritu como tercera persona de la Trinidad divina, o del espíritu como referencia
impersonal al ámbito eterno y definitivo de Dios, contrapuesto al ámbito temporal y
preliminar en el que los seres humanos nos encontramos. Sea como fuere, para
Barth la realidad aludida por Pablo con la expresión “Cristo en nosotros” es lo que
nos califica para “andar en el espíritu”, adquiriendo así una perspectiva que incluye,
trasciende y supera la perspectiva “en la carne” y que nos permite identificar a
esta última por lo que es: “Sólo desde la redención puede el hombre
comprenderse a sí mismo como irredento. Sólo desde la justicia puede
comprenderse como pecador. Sólo desde la vida puede comprenderse como
muerto”, muy en línea con lo declarado por el apóstol en su primera epístola a los
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Corintios: “En cambio, el que es espiritual lo juzga todo…” (1 Cor. 2:15). Si la


religión en su aspecto más positivo era tan sólo un permanente e incalificado
suspirar, la redención es un calificado suspirar que comprende la razón de sus
suspiros: “Si, suspirando por la redención, no estuviera ya redimido, ¿cómo
llegaría él a suspirar? La vida del espíritu resplandece precisamente en la luz en la
que la muerte del cuerpo se hace visible… Ambas cosas conjuntamente, la una
cognoscible y mensurable en la otra; pero la segunda, gracias a su infinita
superioridad cualitativa, anula a la primera… Desde un punto de mira
absolutamente superior ni se afirma ni se niega directamente la carne, pero se
pone en tela de juicio su poder vinculante”.
En el capítulo 9 Barth presenta a la iglesia también como una paradoja, casi como
un mal necesario, pues aunque el evangelio no puede proclamarse sino desde ella,
la iglesia termina con frecuencia anulando el Evangelio, al proclamarlo de manera
meramente “eclesial” y triunfalista y no de manera “existencial”, como se requiere.
Para Barth, la vinculación y simultánea oposición entre Iglesia y Evangelio es
similar a la que se da entre el sacerdote y el profeta respectivamente. Esto es, que
el profeta está constituido para amonestar al sacerdote, pero es inevitablemente
solidario con él en su suerte. Así, la polémica antieclesial debe conservar siempre
su vigencia, pero nunca al punto de descalificar a la Iglesia de manera absoluta,
sino únicamente para dejar muy claro que la gloria compete sólo a Dios y no a la
Iglesia con Él, porque: “la pregunta acerca de Dios suele plantearse con toda
crudeza y radicalismo sólo cuando se ha recorrido hasta el final el callejón sin
salida de la humanidad eclesial… no podemos esquivar a la Iglesia”, pero al
mismo tiempo: “… no podemos dar un paso más allá de ella”. En cierto sentido, lo
que la Iglesia lleva a cabo es canalizar el cauce del río por el que la revelación ha
fluido, pero sin poder disponer a voluntad del agua viva de la revelación sino, por
el contrario, descubriendo que a pesar de todos sus esfuerzos, el canal pudiera
muy bien estar seco: “en nuestro Sí dormitan la cuestión, el lamento y la acusación
de que la Iglesia no tiene a Dios. Como objeción hecha por Dios mismo, no se
debería desoír con tanta facilidad la objeción «antieclesial» de que el canal está
seco, de que… el «tener» a Dios, del que la Iglesia se gloría no sin razón, no es
un tener existencial… Dios como Dios es lo nuevo. En Dios como Dios termina la
solidaridad entre Pablo y los fariseos y comienzan la protesta y el contraste”.
Finalmente, ley, religión e iglesia convergen en su impotencia llevando a nuestro
teólogo a declarar de manera punzante y descorazonada: “Todo lo nuevo que se
pueda emprender en la cima de las posibilidades humanas estará rematado
siempre por un campanario”. La Iglesia se encuentra, pues, inmersa en el drama
de ser juzgada por lo mismo que ella ha instituido: “todo eso es lo que constituye
el drama auténtico de la Iglesia. Ella es juzgada por lo que ella instituye. Ella se
hace añicos chocando contra lo que la cimienta. Ella muere de lo que vive”. Barth
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se sirve aquí de la distinción a la que recurre Pablo entre Esaú, el desechado, y


Jacob, el elegido, para distinguir entonces dos Iglesias que se entrelazan entre sí
convergiendo y divergiendo al tenor de la soberanía divina: la de Esaú: “en la que
no se produce el milagro y en la que, por tanto, todo oír y hablar de Dios no puede
sino poner de manifiesto que todo hombre es falaz” y la de Jacob: “en la que se da
el milagro de que la verdad de Dios resulte visible sobre la mentira del hombre”.
En cuanto a su visibilidad histórica: “La Iglesia de Esaú es radicalmente la única
Iglesia posible y visible… Y la Iglesia de Jacob es radicalmente la Iglesia imposible,
invisible y desconocida… sin extensión ni delimitación… sin historia… en ella la
gracia, el llamamiento y la elección libre de Dios son a la vez una cosa y todo,
principio y fin”, no obstante lo cual: “En toda su cuestionabilidad, Esaú vive de
Jacob”, para concluir: “¿Qué otra cosa podemos hacer sino dejar que este
interrogante actúe en nosotros y «aguardar el milagro»… No hay más remedio que
tomar muy en serio el drama de la Iglesia, de la Iglesia de Esaú, la única que
conocemos, y, por tanto, pelear con Dios, con el Dios de Jacob: «No te dejaré ir si
no me bendices»”. Y cabe decir que el milagro por excelencia al que se refiere
Barth junto con todos sus colegas existencialistas, tales como Bultmann y Tillich,
no es otro que la fe: “la fe o es milagro o no es fe”. Barth defiende así la doctrina
de la predestinación, con todo su escándalo, dentro de la más pura tradición
agustiniana y reformada, llegando a suscribir incluso la polémica “doble
predestinación” en versión existencial. Pero con sus inquietantes alusiones y
declaraciones de corte universalista y su recurso constante a la dialéctica de la
paradoja, alternando entre ambos polos de la misma, a veces parece dar a
entender que, de un modo u otro, la predestinación cobija a la vez a todos los
individuos y a ninguno. De hecho, así como Pablo plantea la posibilidad de
salvación al margen de la pertenencia étnica al pueblo de Israel, Barth hace una
trasposición de esta idea planteando a su vez la posibilidad de salvación al
margen de la iglesia como un reproche dirigido por Dios contra su pueblo: “si se
reconoce esto, si se cuenta con la eventualidad de que pueda haber salvación
también fuera de la Iglesia, que Esaú podría ser también el Jacob elegido…
¿Puede desconocer la Iglesia el reproche de que Dios ha hecho prescindiendo de
ella, sin ella y antes que ella lo que era su don y cometido, lo que justifica su
existencia?”. De cualquier modo, insiste en que: “La Iglesia puede (¡y debe!) cuidar
el cauce fluvial por el que tal vez discurra la corriente sacra si ha sonado la hora
de Dios. Pero ella no puede ni debe forzar la corriente”. Y si la culpa del mundo es
no poder, la culpa de la iglesia es no querer reconocer ésta, su condición
existencial problemática, al punto que, en relación con la Iglesia Barth afirma:
“Culpa significa: podemos, pero no queremos”. La problemática de la Iglesia pasa,
además, por la renuencia a comprender que: “Dios, en su insondable libertad se
deja encontrar por los que no le buscan y se revela a los que no preguntan por él”,
razón por la cual no debe sorprendernos que: “Los que están fuera tienen, como
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tales, un fino olfato para percibir la miseria y culpa de la Iglesia… Lo que hay que
decir desde Dios contra la Iglesia se dirá de hecho, con razón o sin ella, contra ella
desde el «mundo»”.
Por otra parte, un rasgo adicional característico de Barth es su suspicacia y latente
sospecha hacia los más excelsos desarrollos culturales de los diferentes pueblos a
través de la historia, desarrollos que se suelen vincular al cristianismo con
actitudes triunfalistas y censurablemente orgullosas, como si entre estas formas
culturales y el cristianismo se pudiera dar una relación de mutua identidad, o dicho
de otro modo, como si estos desarrollos fueran una expresión natural e inherente
al cristianismo más auténtico. Al respecto hace la siguiente advertencia: “El
cristianismo... No le gusta que se hable en tono demasiado alto y confiado del
desarrollo creativo del mundo... No actúa como refuerzo de ‘ideal’ alguno... adopta
una postura más bien fría frente a la ‘naturaleza’, a la ‘cultura’… o al progreso...
Donde se construyen torres, siempre hay algo que huele mal... Husmea siempre
ahí... la amenaza de la idolatría... Ve el signo de interrogación encima de toda
altura humana”. Por el contrario, la humildad debe caracterizar a la Iglesia en
todas estas circunstancias, sin que ello le lleve a negar necesariamente la cultura,
pero tampoco a afirmarla a ojo cerrado.

En el mismo orden de ideas que hemos venido considerando, Barth aborda


también el segmento final de la epístola a los Romanos, el que tiene que ver con
los capítulos éticos de este escrito paulino. Los principios éticos que rigen la
conducta de los individuos tienen su raíz en Dios pero a fin de cuentas se
concretan en la historia humana de diversas maneras, dependiendo de la cultura
en que se expresen. Y como expresiones culturales del ser humano también
deben ser vistos con cautela y sospecha, como todo lo humano, sin triunfalismos
ingenuamente optimistas. Así, la ética es para este teólogo “la gran perturbación”
en que se encuentra todo ser humano. Una problemática existencial ineludible y
siempre insegura como fundamento o asidero y que, por lo mismo, no puede
reducirse a normas, programas o moralismos diversos. La exhortación ética se
reduce, entonces, a la penitencia: “¿A qué se puede exhortar, invitar y urgir al
hombre en esta dirección?... a decir Sí a la problemática de su existencia, que es
la verdad del hombre. Cabe exhortarle a la acción ética primaria… exhortarle a la
penitencia… ¡Basta la gracia también para la ética!... Basta con hacer que se
tambalee la maldita seguridad del hombre y con llevarlo a su destino mediante el
hombre nuevo en Cristo. Basta con despertarlo del sueño de los justos y
convertirlo en un sacrificado”. Se explica esta depreciación de la ética como
respuesta a la confianza optimista de la teología liberal en la ética, al punto de
haber llegado a reducir el cristianismo a ética en el mejor espíritu kantiano. Sin
embargo, Barth reivindica una ética no codificada, sin catálogos ni programas
previos, en la dinámica creativa del amor ágape a Dios y al prójimo, pero que
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justamente por carecer de inequívocos referentes previos, puede muy bien


malinterpretarse en refinada y sutil óptica antinomiana, como ha sucedido con
corrientes como la ética situacional y el grosero relativismo posmoderno que se ha
introducido incluso en la iglesia pretendiendo justificar métodos evangelísticos de
corte maquiavélico en los cuales el fin justificaría los medios, como sucedió, por
ejemplo, con el llamado “apostolado sexual” de los antiguos Niños de Dios de
David Berg, últimamente autodenominados La Familia. Sea como fuere, Barth
considera como igualmente inseguros y cuestionables el “proyecto de la vida
precisa” de los cristianos excesivamente escrupulosos a los que Pablo llama
“débiles” en la fe, y el “proyecto de la vida libre” de los que Pablo llama a su vez
“fuertes” en la fe. Ninguno de estos proyectos puede imponerse sobre su
contraparte si al hacerlo se sacrifica la comunión entre ellos, que es finalmente el
cometido principal que se persigue mediante la ética del amor ágape.

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