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ECONOMIA COLONIAL Y GLOBAL TEXTO 1

La economía de Europa occidental comenzó entrar en un periodo de menos crecimiento a


finales del siglo XVI. No hay duda de que el comportamiento positivo de la población,
comenzado unas décadas después de la Peste Negra de mediados del siglo XIV, estaba dando
ya muestras de agotarse en muchos lados a finales del siglo XVI, sobre todo en la península
ibérica.

Esta evolución demográfica negativa no se debió solamente al renovado ataque de las


epidemias sino también al fuerte impacto de las guerras; por ejemplo: la guerra de los Treinta
Años (1618 – 1648) entre los príncipes protestantes alemanes y el imperio de los Austrias,
amén de consolidar a través del tratado de Westfalia la independencia definitiva de los Países
Bajos protestantes y confirmar la supremacía económica de Ámsterdam, dejó exhaustos a los
territorios germánicos que no se recuperarían demográficamente hasta mediados del siglo
XVIII. Pero, asimismo, parece evidente que nos encontramos ante una relación negativa entre
población y recursos alimenticios.

Uno de los hechos más relevantes que resultan de esta crisis son los cambios en los que serían
las áreas más dinámicas de la economía europea. La península ibérica entra en una crisis que
se arrastrará durante largo tiempo, sin que aquello presuponga, una desaparición completa del
mediterráneo en el flujo de los intercambios económicos, no hay duda de que el eje
organizador de la economía pasa al Atlántico Norte.

Ahora bien, la pregunta obligada aquí es la siguiente ¿esta crisis europea da por supuesto
también la existencia de una crisis en los territorios coloniales americanos de las potencias
ibéricas?

Veamos, la debida cuestión de la evolución de los envíos de metálico de las colonias a la


metrópoli hasta el final del periodo estudiado. Como es sabido, la fuera de independencia de
los Países Bajos protestantes, es decir, Holanda, tuvo en jaque durante largo decenios a la
Corona y sus naves amenazaron varias veces con éxito a las flotas castellanas.

Hay varias fechas y lugares claves en este proceso. En 1643, los holandeses ocupan las Antillas
y este hecho no es más que una continuación de su accionar en el área de la Guayana u el
norte brasileño en función de la producción de azúcar. No hay que olvidar, según nos recuerda
Charles Boxer, que los holandeses, en su guerra de independencia, contra España, realizarían
sus embates sobre todo contra las posesiones portuguesas más que contra las castellanas y así
las colonias africanas y asiáticas portuguesas fueron agredidas a partir de los años 1598 –
1599. La experiencia pernambucana les permitirá a los holandeses una vez abandonado ese
enclave brasileño, desarrollar la industria azucarera en el Caribe, incluyendo Barbados, donde
fundaron varios ingenios azucareros. Las islas pasaran a ser conocidas a partir de este
momento por los ingleses como “sugar islands”. Y hablando del azúcar y de su expansión, hay
que recordar que los “cristianos nuevos” españoles y portugueses jugaron un papel
determinante en la constitución de vastas redes familiares y mercantiles en todo este espacio.
Fueron cristianos nuevos quienes llevaron gran parte de la tecnología de producción azucarera
de Madeira, como también de Sao Tomé a Brasil. Pero, además, las redes mercantiles de la
diáspora marrana alcanzaban puntos tan distantes como Lima, México o Cartagena que a su
vez se entrelazaban con Ámsterdam. Este es uno de los aspectos más evidentes de la
contribución del criptojudaismo a la constitución de la modernidad occidental.

A partir de la paz de Westfalia que puso fin a la guerra de los Treinta Años este proceso se
aceleró. En efecto, desde mediados de siglo, el dominio holandés sobre los mares fue
aplastante y la contrapartida del ascenso holandés fue la caída española al terminar la guerra.
España había perdido su primacía.

Ahora bien, estos crecientes ataques armados a las posiciones españolas en toda América iban
a tener una consecuencia económica paradójica, pues a los efectos de consolidar su defensa
obligaron a la Corona a gastar de forma creciente una parte sustancial de sus ingresos
monetarios en los propios territorios americanos, con el consiguiente resultado multiplicador
de esos gastos militares sobre las economías regionales.

Todos los puntos mencionados fueron los puestos de avanzada más importantes pero no los
únicos, del contrabando contra e monopolio sevillano.

Asimismo, había también un flujo ilegal de plata en dirección hacia Asia vía Filipinas. Como es
sabido, está lejana y aislada colonia funcionó durante más de dos siglos como puente entre los
importantes mercados de Oriente y américa. De la China se enviaban especialmente sedas y
otros textiles de lujo, porcelanas, papel, etc. Pero también arribaban mercancías y especias
desde Japón, la India. Todos esos productos llegaban al puerto de Acapulco en nueva España,
desde allí se enviaban de retorno la plata mexicana tan codiciada por los chinos. En ese
momento, como diría el cronista Bernardo de Balbuena a comienzos del siglo XVII, México
parecía una encrucijada de caminos en donde se juntaban España con la China, Japón con
Italia. También en el caso de las relaciones con esta colonia asiática asistimos a un flujo de
plata no registrada bastante relevante: las discusiones son acaloradas entre los especialistas a
la hora de calcular ese monto, pero evalúan cifran que van de medio millón a dos millones de
pesos anuales para los envíos de metálico en dirección de las Filipinas.

Por otra parte, no hay que olvidar que el contrabando resultará funcional al Imperio. Un
trabajo sobre el contrabando en el Rio de la Plata durante el siglo XVII ha mostrado que,
gracias a al trafico legal e ilegal, la Corona pudo financiar una parte importante de su
estructura administrativa y militar que estaba basado justamente en las actividades
económicas de la elite local, actividades que tenían en el contrabando uno de sus pilares más
sólidos. Pero, además el contrabando generalizado explicaría una parte del misterio que se
halla detrás de la falta de concordancia entre las cifras oficiales y legales y ciertos hechos de
difícil explicación, por ejemplo el aumento del stock monetario en algunos países europeos
como en el caso de Francia, estrechamente ligado al tráfico ilegal con las colonias o el fuerte
incremento de las exportaciones de plata hacia el lejano Oriente realizadas por la Compañía
Holandesa de las indias Orientales.

Tal era el estado de la cuestión hasta que, hace unos quince años, el historiador francés Michel
Morineau publicó un libro fundamental, que de algún modo obligó a repensar todo el
problema de la relación entre el metal americano y la economía europea.
Así pues resulta evidente que en siglo XVII se alteró de forma radical el eje minero
iberoamericano: Potosí sufriendo una imparable crisis que se arrastraría a lo largo de un siglo:
si a finales del siglo XVI aportaba el 40 por ciento de la producción mundial de plata, a
mediados del siglo XVIII no llegaba al 10 por ciento.
MANUELA CRISTINA: LAS ELITES CAPITULARES TEXTO 2

No cabe duda de que en la América hispana la ciudad actuó como un instrumento especifico
de dominación. Los gobiernos municipales no solo contribuyeron al arraigo de los cientos de
villas y ciudades que surgieron al socaire del avance español, sino que convirtieron en las
piezas claves para el desarrollo de la vida urbana en los nuevos territorios.

Quizás por ello, el análisis de los cabildos permite entender los comportamientos de las
oligarquías indianas y, más concretamente, de las elites capitulares.

Ahora bien, a la hora de profundizar en la historia de los concejos indianos no se debe olvidar
la vital importancia que en la misma tuvo el siglo XVII. Es cierto que en un principio el
municipio indiano, como heredero del viejo municipio castellano medieval, recupera su
perdida vitalidad y relieve político, al convertirse su cabildo en un poderoso representante de
los intereses de lo que podría considerarse estado llano. Pero también lo es que pronto se
vería truncada esta etapa de aparente florecimiento por la controvertida política de la
monarquía reinante, iniciándose así un nievo periodo de decadencia al perder los concejos
municipales ese carácter de representatividad de los intereses generales que los había
caracterizado.

Se revela como un periodo cronológico fundamental para la evolución de los cabildos indianos,
al ser estos una de las instituciones que más acusaría los efectos de las políticas de los Austrias.

Efectivamente, fue en 1606 cuando se instauró un verdadero sistema, coherente y completo,


de venta y renunciación perpetua de la mayoría de los oficios indianos, algo que no tenía
precedente en el modelo legal castellano, donde no se reconocía la calidad de perpetuamente
renunciables a los oficios ya vendidos o vendibles.

Ni que decir tiene la cedula de 1606, que implantaba dicho sistema, fue de enorme
importancia para la vida municipal indiana, pues con ella se inició una nueva etapa en la
historia de los cabildos coloniales, toda vez que se modificó sustancialmente la forma de
acceder a los mismos y con ello se determinó también su estructura y composición
socioeconómica. Es evidente que la nueva disposición favoreció de forma definitiva el que al
frente de los gobiernos municipales se impusieran las oligarquías locales que, gracias a sus
recursos económicos, se encontraron en situación de ejercer el control de los mismos a través
de generaciones, propiciándose así el establecimiento de dinastías familiares, incluso, reforzar
su poder mediante la presencia simultánea de varios miembros de la familia.

En otros concejos, sin embargo, lo que hizo el nuevo sistema fue más bien facilitar la
integración de estos grupos dentro de los círculos dominantes, sobre todo en aquellas
regiones, como Yucatán o Chile, donde existían unas elites de carácter aristocrático,
fuertemente cohesionadas y poderosas, y donde el prestigio social que confería los oficios
capitulares se convirtió en un claro vehículo de promoción social. De todas formas, lo que sí
parece claro es que el sistema impuesto en 1606 puso en manos de las oligarquías indianas los
medios necesarios para aumentar su influencia y participación política en la vida ciudadana.
No obstante, partimos del hecho de que la estructura y la composición de los cabildos
estuvieron en gran medida condicionadas por el ámbito geo económico en que estaban
inmersos.

Y es que cada vez se hace más evidente que los cabildos no fueron instituciones de patrón fijo,
sentenciadas a reproducir los mismos esquemas orgánicos en todas las regiones, sino “entes
vivos”, en cuanto que tuvieron libertad para fijar algunos de sus cargos e, incluso, definir sus
competencias y privilegios.

Así lo ha podido verificar Gonzales Muñoz, para quien esta “diversidad dentro de la unidad” se
hace patente en el hecho de que los tres ayuntamientos de Yucatán, aun perteneciendo a la
misma gobernación, presentaran distinto perfil y peculiar, con claros matices diferenciadores,
lo que avala con toda nitidez su tesis de que en Indias ningún cabildo fue exactamente igual a
otro.

Por ello si interesa resaltar que, gracias a los estudios regionales que se han hecho, el cabildo
indiano comienza a dar la imagen de una institución dúctil, adaptada a su zona y, por lo tanto
con personalidad propia. Lo cual, por otra parte, no es extraño, si se tiene en cuenta que no
hubo una sociedad indiana, sino muchas sociedades indianas, y que los concejos no hicieron
sino reflejar fielmente la sociedad en que se encontraban insertos.

De todas formas, a la hora de intentar definir la actuación de las elites capitulares indianas
como grupos de poder se podría afirmar que, al contrario de lo que cabe apreciar en la
organización institucional, el proceso fue de la unidad dentro de la diversidad, en la medida en
que fueron muy similares los mecanismos de que se valieron para controlar las diferentes
esferas de poder.

Basta con recordar que en el siglo XVI eran los beneméritos, es decir, los conquistadores y sus
descendientes los que, avalados además por su condición de encomenderos, señoreaban en
los cabildos de las diferentes ciudades.

En México, concretamente, el hecho de que la influencia y fuerza de los encomenderos se


viera considerablemente mermada por la intensificación de la legislación real no impidió que
durante la mayor parte de la centuria fueran ellos los que controlaran, ya fuera por elección o
por merced real, los cargos capitulares más relevantes.

En este caso, fue el virrey Toledo quien en 1570 trató de mermar los fueron y atribuciones de
los poderosos encomenderos, ordenando que la elección de alcaldes ordinarios y regidores se
hiciera de forma que los nombramientos recayeran por igual entre encomenderos y vecinos no
beneficiarios de encomiendas.

En Yucatán, por ejemplo, la hegemonía que los encomenderos llegaron a tener en los
gobiernos y las villas fue casi total, no sirviendo de nada el mandato de la audiencia de México
en 1569 de que la elección se hiciese de forma que se turnase en los oficios capitulares los
encomenderos y vecinos “de tres en tres años”, ni tampoco la propuesta del protector de los
naturales en 1580 de que “la mitad de los alcaldes y regidores” fuesen “vecinos encomenderos
y la otra mitad de pobladores que no tengan indios”.
Y análogo fenómeno se produjo en Cartagena, Caracas y Quito al ser los encomenderos los que
de forma clara prevalecían en el gobierno municipal.

Ante esta situación de practico monopolio de los gobiernos municipales por parte de los
encomenderos o beneméritos es evidente que la enajenación de algunos oficios concejiles ya
desde el siglo XVI, propició que en lagunas regiones se iniciara el relevo de las elites
capitulares, al no poder los beneméritos resistir el embate de los nuevos pobladores
enriquecidos. En ello fue sin duda decisiva la mentalidad de unos hombres, como los
encomenderos o sus descendientes, que Vivian anclados en el pasado intentando reconstruir
una sociedad de signo medieval totalmente desfasada, sobre la base de unas encomiendas
cada vez menos rentables o de unas mercedes que creían les correspondían en justicia. No
fueron capaces de comprender que en los albores del siglo XVII el linaje y los méritos han
perdido importancia frente a la riqueza que era la que ya operaba como verdadero agente de
estratificación social. Su falta de realismo acabó mermando su capacidad económica y, por lo
tanto, su influjo y su poder.

Ya no se podía alegar para ingresar en el cabildo la categoría social del aspirante, el linaje o la
limpieza de sangre, ni tampoco se podía excluir a nadie del mismo por la vileza de sus
actividades, ni por su condición de advenedizo, ni siquiera por su falta de pureza de sangre o
de capacidad para desempeñar el cargo, puesto que lo único que interesaba a una monarquía
en bancarrota eran los ingresos obtenidos por esta nueva vía. Se venía abajo así el tipo de
sociedad señorial que los encomenderos y sus descendientes habían intentado fundar, ya que
el dinero bastaba para disolver los tradicionales prejuicios respecto a la indignidad del origen o
de ciertas actividades, como el comercio, la artesanía o la minería. La riqueza los igualaba a
todos, desde el momento en que los oficios eran concebidos como mercancías susceptibles de
compra y venta.

Por supuesto, el proceso no fue igual en todos los territorios indianos. Lógicamente, cada
región, cada ciudad, marcó su impronta e incluso su ritmo. Está claro que los criollos tuvieron
que ceder ante el poder económico de los “recién llegados” y, aunque lograron, como los de
Puebla, asegurar su permanencia en el concejo, este perdió su carácter de “cerrado” para
pasar a constituir un organismo abierto a elementos exógenos y, por lo tanto, más
permeables.

Los encomenderos, pese a su discutible mentalidad señorial, no dudaron en buscar nuevas


fuentes de ingreso cuando el deterioro económico de las encomiendas se hizo evidente.

Sin embargo, en el ayuntamiento de Campeche sí que se pudo apreciar un cambio significativo


en cuanto a su composición socio económica, pues serían los comerciantes los que, por su
mayor vinculación con los intereses marítimos y mercantiles de la villa, aprovecharían el
mecanismo de la venta de oficios para dominar el gobierno municipal. Ahora bien, aunque
este caso constituye una muestra más del amplio abanico de respuestas que la enajenación de
oficios tuvo las Indias, conviene precisar, sin embargo, que en Campeche al empuje de los
comerciantes se les unió también un cierto abandono por parte de los encomenderos, para
quienes era más apetecible residir en Mérida y Valladolid, donde su condición social sería
mucho más reconocida.
Es, por tanto, evidente, que la aparente carga igualitaria o democratizadora que podía
conllevar el sistema consolidado en 1606 es discutible, toda vez que lo único que este sistema
propició fue la constitución de un patriciado urbano privilegiado que concebía el cabildo como
una estructura de poder que podía utilizar en beneficio propio. La venta de oficios fue, pues, el
mecanismo idóneo que la Corona puso para ello en manos de los grupos más poderosos
económicamente.

Qué duda cabe que la renuncia de los oficios a favor de los parientes más o menos directos fue
un factor decisivo para el control de determinados cargos por parte de una sola familia. Es
más, al combinarse las renuncias con las compras de los cargos vendibles y el posible acceso a
los oficios electivos, se favoreció también la presencia simultánea de miembros de una misma
familia en el ayuntamiento.

Como siempre, las situaciones fueron muy diversas en función de las características de cada
municipio. No hay que olvidar que en muchos asentamientos pudieron influir una serie de
factores para obstaculizar la formación de dinastías familiares.

También pudo influir la posibilidad de conseguir buenos ingresos mediante la venta del cargo
bajo la forma de una renuncia, desde el momento en que los oficios se convirtieron en una
bien como cualquier otro, susceptible de compra y venta.

Uno de los mecanismos para consolidar su posición y adquirir cohesión y poder lo


constituyeron las alianzas matrimoniales y las prácticas endogámicas que dichas elites llevaron
a cabo en la mayor parte de los territorios indianos. Es más, en algunas zonas como, por
ejemplo, Yucatán o Paraguay, el dominio de los cabildos por determinados clanes familiares se
debió más a la férrea endogamia aplicada por las oligarquías locales en su política matrimonial
que a la venta y renuncia de los oficios que, en estos casos, lo único que hizo fue acentuar el
proceso.

En otras palabras, en el cabildo existía, como en cualquier otro espacio de poder una tensión,
una lucha permanente por conservar para sí ese flujo de poder, al ser un bien como cualquier
otro y resultar por ello difícil poseerlo indefinidamente de las que se nutría la elite capitular se
unían o se enfrentaban en función de problemas comunes o intereses familiares.

Ahora bien ¿a qué se debía el interés de las poderosas familias por instalarse en los cabildos?
¿Qué era lo que les aportaba el control del gobierno local? Indudablemente prestigio social,
algo nada desdeñable en una sociedad donde la tendencia al ennoblecimiento se mantuvo
inalterable, incluso entre los nuevos grupos emergentes, a lo largo de todo el periodo colonial.

Es más, en la mayoría de los casos dichos oficios exigían desembolsos personales, ya fuera para
costear las festividades locales, los gastos normales que demandaba la ciudad o, en casos
extremos, para hacer frente a situaciones críticas en épocas de catástrofe.

Por tanto, si lo que se buscaba era un posible enriquecimiento, es evidente que este solo se
podía alcanzar por medios ilícitos, es decir, sabiendo utilizar el prestigio y las prerrogativas de
los cargos en beneficio propio. Y no cabe duda de que este fue otro de los mecanismos de que
las elites capitulares y, en última instancia, las oligarquías locales se valieron para afianzar su
poder económico.
Lógicamente, fueron las atribuciones en materia económica, como el control de los productos,
el abastecimiento de las poblaciones o la fijación de precios y aranceles, las que aprovecharon
las elites capitulares para lucrarse, buscando más su propio beneficio que el de las
comunidades que representaban.

Por otra parte, tampoco se puede olvidar cómo el control del gobierno municipal sirvió a las
oligarquías locales como mecanismo para asumir el poder político a nivel gubernamental y
aumentar así sus cotas de influencia o para defender sus intereses frente a las otras
autoridades civiles o religiosas.

Por último también en las relaciones con las instancias eclesiásticas hay ciertos indicios de
cómo los cabildos actuaron en muchas ocasiones condicionados por su carácter oligárquico.

En realidad, los ayuntamientos solo entraron en verdadero conflicto con las autoridades
eclesiásticas cuando estas acrecentaron sus actividades económicas o de alguna forma
atentaron contra los negocios de sus elites.
GABRIEL PAQUETTE: LA HERENCIA HISTORIOGRAFICA TEXTO 4

Los reformistas borbónicos procuraron afirmar que la soberanía renovada de la Corona sobre
su vasto Imperio contra las incesantes intromisiones de molestos contrabandistas y Estados
imperiales rivales, con base en rechazar la noción de España como un poder eclipsado por
acciones de relieve en Europa.

En su lugar se esforzaron por erigir un Estado nación unificado, al servicio de la monarquía y


capaz de inculcar un espíritu patriótico. Tomaron pasos prácticos tanto en el Viejo como en el
Nuevo Mundo para favorecer este objetivo, especialmente en el periodo que siguió al debacle
de la guerra de los siete años, en la que en 1762 los británicos asediaron y capturaron la
Habana y Manila.

Existieron intentos dirigidos por la Corona para reorganizar la Armada, mejorar y expandir el
Ejército y las milicias coloniales modernizar las factorías costeras, modificar la educación
universitaria, promulgar un régimen comercial menos regulado, incrementar los rendimientos
mineros, promover la producción agrícola destinada a la exportación y arrebatar el control de
los bienes eclesiásticos y el patronazgo.

Ya sea bien a causa de esas tentativas o sencillamente de modo coincidente, lo cierto es que a
lo largo del siglo XVIII el imperio español experimentó un importante crecimiento urbano
como mercantil y demográfico. Este repentino aumento fue motivado en gran medida por la
producción basada en las exportaciones e impulsado además por la llegada masiva de esclavos
procedentes de África, lo que fue especialmente significante en Caracas, La Habana y Buenos
Aires.

Algunos funcionarios de alto rango eran totalmente conscientes de la delicada situación que
vivía el imperio. Entre ellos hay que incluir a José de Gálvez, secretario de indias, quien en
1779 advirtió que la España peninsular y su imperio de ultramar requerían tal cantidad de
suministros con objeto de aprovisionar a todas las tropas, pertrechos militares y fortificaciones
que no resultarían una empresa posible ni en el caso de que la Corona tuviera a su disposición
todos los tesoros, ejércitos y arsenales de Europa. Por otra parte, las técnicas empleadas para
incrementar los ingresos y consolidar el poder centralizado provocaron disturbios contra los
impuestos y un amplio trasfondo de resistencia en toda la América española.

La participación española en las guerras revolucionarias francesas en la década de 1790 supuso


más problemas y ralentizó la reforma. De este modo el debilitamiento militar y comercial
español en la primera década del siglo XIX se erigió en marcado contraste con la trayectoria
que caracterizó a la segunda mitad del siglo anterior. Cuando en 1808 los ejércitos de
Napoleón llegaron a raudales a través de los Pirineos y Carlos IV y Fernando VII fueron
obligados a abdicar, la época de los proyectos ilustrados ya había llegado a su fin. El gran
interrogante para los historiadores posteriores fue si cabía alguna posibilidad a los proyectos
ilustrados en la desaparición del imperio.

Al tratarse de la historiografía de los proyectos ilustrados, los historiadores tienen que cargar
además con innumerables conceptos, categorías y perjuicios ligados por sus predecesores.
Resulta a menudo difícil de determinar la influencia del pensamiento ilustrado en la acción de
gobierno, a pesar de que es generalmente aceptado que la política gubernamental no fue
impermeable a las nuevas corrientes intelectuales y que el arte de gobernar en mayor o menor
medida se implicó con la filosofía política del siglo XVIII.

Por un lado están los estudiosos que siguen la tradición de Horkheimer y Adorno y que
consideran enteramente totalitario el legado de la Ilustración. Este enfoque fue actualizado
por Foucault y sus discípulos que enfatizan la estrecha relación existente entre poder y
conocimiento. Desde esta perspectiva, la imagen negativa de la Ilustración entiende cualquier
noción de reforma como un eufemismo de centralización, control socio político y régimen de
coacción. Por otro lado, como un impulso hacia la emancipación del ser humano, un
movimiento liberador y revolucionario.

La Ilustración y el poder estatal se consideran antiéticos, irreconciliables y, de hecho, en claro


conflicto. Este punto de vista considera la existencia de una autentica Ilustración,
forzosamente radical, que fue incapaz de coexistir con el entramado existente de monarquía,
aristocracia, autoridad eclesiástica e imperio colonial. Desde esta perspectiva, la verdadera y
autentica Ilustración se cimentaba en valores exclusivamente seculares, una cultura de libertad
individual, políticas democráticas y libertades de pensamiento y de prensa.

Los historiadores que defienden tales ideas, como Jonathan Israel, rechazan lo que interpretan
como el fracaso de la “Ilustración moderada” cuyas doctrinas eran sencillamente inadecuadas
e insuficientes para afrontar los graves problemas estructurales que Europa enfrentaba
entonces.

A pesar de que entender la Ilustración de manera más amplia conlleva ciertos riesgos, la
Ilustración puede adecuadamente ser entendida como una serie de prácticas comunicativas,
que incluyen la traducción, viajes, recopilación de información, dictamen de decisiones y
elaboración de mapas etnogeográficos. Bajo la bandera de la Ilustración se puede también
incluir a un cierto número de pensadores que operan dentro de los confines de la política,
economía y estructuras sociales del momento, incluso trabajando para fortalecerlos mediante
reformas.

Otros historiadores, por diferentes razones, consideran problemáticas categorías como


“absolutismo ilustrado”. En la influyente sentencia de M.S Anderson, “absolutismo ilustrado”
era “poco más que un conjunto de teorías y aspiraciones” que le otorgaban una “apariencia
intelectual” a las políticas que eran “rara vez genuinamente nuevas y frecuentemente
egoístas”. Entre ellas se incluía la guerra, determinados desarrollos económicos y la
glorificación de la persona del monarca. Desde este punto de vista, los proyectos ilustrados no
eran más que los antiguos proyectos orientados por la razón de Estado, engalanados ahora
para una nueva época que exigía un mínimo de responsabilidad pública y una justificación
distinta para los fines tradicionales de Estado.

El péndulo historiográfico ha oscilado y aún en la actualidad la idea de “absolutismo ilustrado”


o “reforma ilustrada” se considera desde una perspectiva menos cínica y más positiva. En
muchas ocasiones, ministros de gobierno que habían recibido una buena educación
participaban a la vez en la Ilustración. Los funcionarios de Gobierno del Estado eran empleados
de igual manera como escritores políticos o académicos.

El historiador H.M Scott ha defendido persuasivamente que la Ilustración debería ser


interpretada tan solo como el contexto intelectual en que las reformas políticas estaban de
moda y no como la directa inspiración para una legislación concreta.

Una comprensión más completa de la reforma facilita el amplio reconocimiento del papel que
jugaron instituciones tales como las academias provinciales y las Sociedades Económicas en la
política de Estado, así como en dar inicio a los proyectos que obligaron a los oficiales de
Gobierno a responder por sus actos.

Los historiadores, en consecuencia, han prestado cada vez mayor atención a la variedad de
instituciones que brindaron fértil caldo de cultivo para tanto para los nuevos pensamientos
como para los diferentes protagonistas de este proceso que dio lugar de igual modo a la
reforma y a la Ilustración.

Desde el mismo siglo XVIII, ha existido cierta polémica acerca de si España vivió siquiera una
Ilustración. Nadie niega la existencia de una sucesión de reformas; su eficacia, sin embargo, es
discutida acaloradamente por los historiadores en la actualidad.

Por empezar con la Ilustración en si la más acendrada intelectualidad, tanto dentro como fue
de España, sostuvo que la Ilustración española era poco convincente, limitada y sucinta. Esta
tan poco favorable conclusión puede atribuirse a diversas causas. En primer lugar, existía la
tendencia a buscar evidencias de la Ilustración en la “esfera pública” o en la “sociedad civil”,
dominios en apariencia ajenas a la regulación del Estado.

En segundo lugar, entre los historiadores ha calado una tendencia que privilegia los libros
impresos y los panfletos sobre otro tipo de fuentes. Esto quiere decir que tanto la excepcional
tradición oral así como fuentes manuscritas no publicadas, que fueron muy abundantes en
España, fueron completamente ignoradas por los historiadores.

El razonamiento principal era que la Ilustración fue en gran medida un fenómeno con sede en
París defendido por un conjunto de prejuicios anticlericales, una hostilidad heredada hacia las
instituciones y una perspectiva cosmopolita.

Además, la ausencia de revolución en España hasta 1808 estimuló la idea de que era una
sociedad anclada en la tradición, ajena a las influencias exteriores. Esta opinión surgió porque
la Ilustración era considerada un fenómeno cuyos principales axiomas apuntaban y enardecían
el levantamiento revolucionario.

Para los estudiosos interesados en la Ilustración en España, esta interpretación en la actualidad


considerada obsoleta dio lugar a diferentes tergiversaciones. En primer lugar, se originaba una
tendencia errónea a equiparar la escasez de trabajo que compartían los principios de los
filósofos con la falta de la Ilustración en España y en la América española. En segundo lugar,
animaba a algunos historiadores a observar la diseminación de ideas francesas como la
principal medida del impacto de la Ilustración en España. De ahí la profusión de libros o
artículos sobre la difusión en España de la obra de Rousseau o Voltaire, que los historiadores
tomaron como un indicativo del impacto de la Ilustración. La Ilustración, casi por definición, se
consideró francesa, especialmente parisina lo que dio lugar a una visión de la “Ilustración
española” como únicamente el resultado de la difusión de ideas y de textos desde el exterior,
carente de originalidad; una realidad construida con ideas prestadas.

Los índices de libros prohibidos por la Inquisición son una de las fuentes más usadas por los
historiadores interesados en la Ilustración española.
LAS REFORMAS DE LA MONARQUIA PORTUGUESA: TEXTO 5

En el marco de una historia general de Europa y de sus imperios ultramarinos, se considera


comúnmente a los mediados del siglo XVIII como el punto de inicio de grandes
transformaciones y de un ciclo de reformas, asociadas con frecuencia al discutido concepto de
despotismo ilustrado.

Por supuesto, importa desde ya destacar que tanto en Brasil como en Portugal, con
independencia del discutible origen de las políticas reformistas, estas no finalizaron con
Pombal. En consecuencia, uno de los temas más complejos reside precisamente en la dificultad
de calificar las fuentes de inspiración de las reformas pombalinas, en saber si dichas fuentes
pueden ser entendidas como ilustradas y, por último, si las reformas de fin de siglo
compartieron una matriz con la acción pombalina.

Además, la coyuntura pombalina ha sido relacionada con diversas crisis, con cronologías e
incidencias variables, pero que habrían precipitado el impulso reformista. De crisis de Estado y
hasta de las finanzas de la monarquía portuguesa se habla a propósito de sus inicios.

Lo que se pretende con este texto es subrayar las características esenciales de la monarquía
portuguesa a mediados del siglo XVIII para, en parte, en función de ese legado, analizar las
transformaciones sufridas después de 1750 y su imperio atlántico, comparando esas
mutaciones con las que entonces tenían lugar en los imperios vecinos más destacados. La
dimensión comparativa ayuda a comprender mucho mejor las características peculiares del
caso analizado, sobre todo porque se trata, en el caso del imperio español, de una evolución
que, en buena medida, puede considerarse inmersa en una auténtica “historia cruzada”, como
lo fue la independencia de la evolución en ambas monarquías peninsulares. Casi todo aquello
que se va a analizar es bien conocido por la historiografía, principalmente en su dimensión
empírica. Lo que se trata de ofrecer no es una propuesta analítica diversa, valorizando mucho
más las dimensiones “objetivas” y contextuales sobre aquellas que aluden a las genealogías
textuales u a las herencias discursivas, aunque se reconozca n que la opción alternativa es
igualmente defendible.

Alguno de los aspectos peculiares de Portugal en este periodo resultaron solamente de


enfatizar los efectos de una de las herencias históricas más importantes de la monarquía
portuguesa moderna en su dimensión europea: la escasa importancia de los cuerpos políticos
intermedios y de su casi nula expresión territorial.

Al construirse exclusivamente a través de la reconquista y no por vía de la unión dinástica,


Portugal no constituía una “monarquía compuesta”, ni integraba comunidades político
institucionales preexistentes. No se detectaban derechos regionales, ni instituciones propias
de la provincia, ni siquiera comunidades lingüísticas acentuadamente diversificadas.

En Europa, Portugal era una monarquía constituida por un reino único, característica bien
singular. Hay que añadir que los ecos públicos de la intervención de estos poderes locales o
municipales fueron decreciendo claramente en la segunda mitad del siglo XVIII.
Otro aspecto decisivo fue la constitución de una nueva sociedad cortesana de la nueva
dinastía vencedora en 1640.

Otra característica esencial del Portugal del XVIII fue la alianza inglesa, potencia marítima
dominante y el correlativo alejamiento de las cuestiones continentales.

El realineamiento de los equilibrios sociales, políticos y financieros de la monarquía en Brasil,


acentuado en el transcurso del ciclo aurífero de la primera mitad del siglo XVIII, es un hecho
indiscutible y distintivo.

En Europa, Portugal era apenas un pequeño reino y eran sus “dominios” ultramarinos lo que le
conferían la dimensión territorial de monarquía, nombre que según el diccionarista Bluteau, se
daba a “grandes reinos o imperios gobernador por un solo señor absoluto”.

Lo que no ofrece dudas es que Brasil era de forma permanente el foto de atención de las elites
políticas del centro, en particular tras el descubrimiento de la región aurífera a finales del siglo
XVII, lo que explica, en parte, muchas de las propuestas de reforma, algunas de ellas
concretadas durante los reino de don Juan y don José, como la alteración del sistema de la
capitalización para el cobro del oro en 1736.

Antes de comparar las reformas en ambas monarquías ibéricas, importa destacar, en cuanto a
la cronología, que si bien el ciclo de reformas internas en España, contemporáneo de la llegada
de los Borbones, es claramente anterior a la de Portugal, la verdad es que tanto en el caso
portugués como en el español se puede sustentar que las reformas alcanzan los imperios de
forma más notoria en la segunda mitad del siglo XVIII.

Las comparaciones posibles entre los dos imperios atlánticos de las monarquías ibéricas,
aproximadamente por el tratado de 1750, y las reformas que sufrirán a lo largo del setecientos
pueden constituir una clave importante para un mejor encuadramiento de los rasgos
peculiares del caso portugués.

Los gobiernos de estos dos imperios americanos compartían muchas cosas, entre ellas el
hecho de que “todo el mundo podía apelar a los distintos tribunales reales a los cuales estaba
sujeto el propio virrey”.

Pero aquí interesa, esencialmente, enfatizar los puntos de discrepancia, de entre los cuales
sobresalía de inmediato la dimensión y la diversidad de la américa española, más extensa, más
populosa y también más diversificada de lo que estaba en américa portuguesa, en la cual
rápidamente el elemento dominante en términos cuantitativos fueron los descendientes de las
poblaciones de origen africano, procedentes de la utilización de la mano de obra esclava que
venía de África, en detrimento de la amerindia. La pluralidad administrativa española era
también más pronunciada y se traducía en la existencia de múltiples poderes regionales, parte
de ellos con el estatuto virreinal, que en la América portuguesa sólo era conferido a la cabeza
formal del Estado de Brasil. A medida que crece la maquina administrativa de la América
hispánica se vuelve más compleja, en particular por el número más elevado de tribunales
superiores.
Una diferencia importante entre los territorios españoles y portugueses en América consiste
en la mayor afluencia y presencia de africanos en los dominios portugueses.

Para explicar esta última dimensión tal vez pueda invocarse otra diferencia, particularmente
notoria en el siglo XVIII: los flujos de circulación de personas entre Europa y América eran, en
términos relativos, más importantes en el caso portugués y, sobre todo, tenían un peso más
relevante en la estructuración de sus elites americanas. En otras palabras, los naturales de la
península fueron mucho más abundantes y significativos en la configuración de los equilibrios
de poder en Brasil, cuya población se multiplicó por 10 a lo largo del siglo XVIII, que en las
Américas españolas.

Pero lo que se revela más impresionante no son solo los volúmenes de la emigración
portuguesa a Brasil, sino sobre todo la naturaleza de esta y el papel aparentemente estructural
que adquirió en la configuración de las propias sociedades de la América portuguesa. A pesar
de que la emigración española se modifica en el siglo XVIII, pasando a tener orígenes
geográficamente más diversificados, el primer ligar de partida continuaba siendo Andalucía, y
los criados eran el grupo más numeroso. Es cierto que en las provincias del norte
proporcionaban ahora más gente que los emigrantes eran principalmente masculinos y que
constituían la base de reclutamiento de la mayoría de los negociantes de ciudades como
México y Buenos Aires. Solo que ese patrón, similar al portugués, no era ni universal, ni
siquiera dominante. En efecto, la emigración “espontanea” portuguesa tenía sobre todo origen
en el norte de Portugal, particularmente en la zona del río Miño seguida por las islas, y por
zonas del centro del reino y de Lisboa. Era una emigración en su mayoría joven, masculina, y
según indicios disponibles, alfabetizada, que se veía inmersa en gran medida dentro de una
lógica de expulsión de hijos excedentarios de grupos domésticos de labradores
razonablemente prósperos del nordeste, la zona agrícola más rica y densamente poblada de
Portugal, y también de hijos de artesanos.

Como conclusión, a finales del periodo colonial, los negociantes al por mayor,
fundamentalmente nacidos en el nordeste del reino, integraban o incluso hegemonizaban
todos los municipios principales de la América portuguesa.

Todo lo que se ha dicho hasta aquí es esencial para explicar la diferencia entre las reformas de
la segunda mitad del setecientos en los territorios americanos de ambas monarquías ibéricas.
Y hay quien sostiene que “en términos generales, Brasil y Portugal permanecieron en contacto
muy estrecho y con menos diferencias entre sí que entre la América española y España. En la
diversidad de las reformas también pesó el hecho de que en las monarquías portuguesas no
existieron siquiera categorías para clasificar de forma diversa las elites nacidas en el reino de
las naturales de América.

Normalmente, el inicio del ciclo de reformas de la monarquía portuguesa y sus dominios es


atribuido al reinado de don José, pues a lo largo de todos esos años coincidió con la presencia
del futuro marqués de Pombal en la Secretaría de Estado. El reinado se basaba, efectivamente,
en una inmensa producción legislativa, tal como atestigua uno de los más próximos
colaboradores del ministro, después de algunos años de la muerte del rey.
A pesar de ello, desde hace mucho tiempo, los historiadores difieren sobre la forma de encarar
esas persistentes intervenciones. Por un lado, hay quien duda de su coherencia, así como de la
unidad del periodo considerado.

El principal intermediario, el abastecedor hegemónico de los navíos que demandaban de los


puertos portugueses, era Inglaterra, aunque Francia, que en este comercio ocupaba una
posición cinco veces inferior, nunca dejase de querer disputarle la primacía. Como las balanzas
comerciales de Portugal con Inglaterra eran crónicamente favorables a esta puede afirmarse
que uno de los principales productos de la exportación portuguesa era el oro de Brasil, que
proporcionaba un medio de pago a Inglaterra, donde las monedas portuguesas tenían una
gran circulación siendo este el destino de la mayor parte del oro acuñado en la monarquía
portuguesa.

De forma sumaria y esquemática, las principales disposiciones del reinado josefino, en lo que a
Brasil se refiere, se centran en cuatro puntos, que no corresponden ni a una jerarquía de
importancia, ni a una secuencia temporal: disposiciones sobre comercio, sobre administración,
sobre hacienda y, finalmente, sobre la guerra y la política internacional.

La creación de compañías comerciales monopolistas fue un rasgo definitorio. Todas surgirán


en respuesta a reales o simuladas solicitudes y todas suscitarán reacciones más o menos
acentuadas.

La “política económica” pombalina, en sus primeros esbozos, no constituía una respuesta a


una crisis comercial y financiera, al contrario de lo que se ha afirmado muchas veces. Más allá
de las convicciones programáticas mercantilistas, antes sugeridas, fue la reacción a
circunstancias concretas, combinadas con los objetivos personales de Carvalho, en los que se
incluye la conquista del poder, lo que fue dando forma a las cosas.

Globalmente, los efectos del declive se manifestaban en una disminución de la capacidad


portuguesa para pagar las importaciones. En síntesis, más que de “crisis”, será adecuado
hablar de modificación parcial de la inserción de la economía portuguesa en el comercio
internacional, asociada a una disminución del papel de Inglaterra como principal socio e
intermediario comercial.

Una de las características fundamentales de la administración portuguesa en la colonia era su


división, no sólo espacial, sino también sectorial, en varias instancias, las cuales mantenían
todos los canales de comunicación política con Lisboa y que, frecuentemente, chocaban entre
sí. Esto se tradujo a la administración militar, a la organización fiscal, a la judicial, a la
eclesiástica y también a la estructura administrativa local principal instrumento de integración
política de la colonia y de sus elites en el espacio imperial.

Por último, habrá que señalar que la política internacional, con su traducción militar, fue uno
de los factores que más pesaron en las vicisitudes del reinado, incluyéndose ahí diversos
acontecimientos imprevistos.
CRISIS IMPERIALES: TEXTO 6

En 1750, Fernando VI, soberano desde 1746, se ha identificado ya con una política que busca
desligar a España de la participación automática en los conflictos europeos, consecuencia de la
estrecha alianza con Franca y de las ambiciones italianas que marcaron el reinado anterior.

En ese mismo 1750 se dio la más ambiciosa tentativa por cerrar el contencioso entre España y
Portugal en la costa sudamericana del Atlántico Sur: el Tratado de Madrid que transfiere la
Colonia del Sacramento y las tierras misioneras al este del rio Uruguay al de Portugal.

Desde entonces, y por algo más de una década, la política española buscó mantener abierta
esa alternativa pacífica a la anterior alianza francesa, de resultados decepcionantes. Pero los
obstáculos se revelan pronto muy fuertes. En cuanto a la reconciliación con Portugal, la
reacción de las poblaciones guaraníes a la cesión acordada en Madrid es la que podía
esperarse de las victimas más que seculares del impulso expansivo portugués.

Para entonces una nueva vuelta en la tuerca en el conflicto de poder en Europa relega las
relaciones entre las potencias ibéricas a un segundo plano. En 1755, estalla la que será la
Guerra de Siete Años; Inglaterra entra en ella al año siguiente; España mantiene su
neutralidad, y ni siquiera la muerte de Fernando VI y el ascenso al trono de Carlos III, menos
apegado a una política sistemática de paz, la aparta de ese rumbo. Pero en 1761 se encuentra
en guerra con Inglaterra, por iniciativa de esta, y firma al año siguiente un nuevo pacto de
familia, ostensiblemente defensivo, con Francia y los soberanos borbónicos de Italia.

El intento de invasión española a Portugal es contrarrestado mediante un desembarco de


tropas británicas en Lisboa y termina en retirada; salvo la toma de la Colonia de Sacramento,
España no se anota éxitos en ultramar.

No es extraño que, tanto España como para Portugal, los quince años abiertos por la Paz de
París hayan estado marcados por la obsesión de la preparación militar que constituyó uno de
los móviles más eficaces del impulso reformador. El progreso de ambas pudo medirse en la
Guerra de 1776 – 78, que tuvo por teatro la disputada área atlántica entre Santa Catalina y el
Plata. Al nuevo ejército portugués en Brasil, cuya creación se ha evocado ya, España iba a
oponer el organizado en torno a la fuerza expedicionaria remitida desde la península bajo el
mando de Pedro de Covallos, primer virrey del Rio de la Plata.

El Tratado de 1778 iba a entregar a Colonia a la soberanía española junto con las isas de
Fernando Poo y Annobón, frente a la costa de Guinea, con derecho a traficar en ellas, de este
modo, España ganaba por primera vez acceso a las fuentes de tráfico negrero.

Pero España parecía autorizar mayor confianza en las posibilidades de una política internación
al y militar más activa que parecía favorecerla en el orden internacional.

Esa confianza parecía confirmada en el nuevo conflicto en el que España iba pronto a
participar, el desencadenado en torno a la Guerra de Independencia de los Estados Unidos.
Luego de años de discreta ayuda francesa y española a los rebeldes norteamericanos, en 1778
Francia declara la guerra a Inglaterra; España comienza por ofrecer su mediación, que termina
por transformarse en ultimátum.

Pero hay en el espacio un elemento inquietante: las potencias borbónicas han logrado vencer
apoyándose en un desafío dirigido a la vez contra el orden colonial y el orden monárquico,
protagonizado por los revolucionarios de la América inglesa.

Meses después de la muerte de Carlos III, ocurrida en Diciembre de 1788, un conflicto aún más
vasto iba a estallar en Francia, en cuyo origen influyen también las tensiones suscitadas por
ese costo creciente de la política exterior y la bélica.

En la interminable agonía de su antiguo régimen que duraría unos veinte años, no era solo el
lazo colonial el que se acercaba a su fin. El cambio de régimen en Francia fie desde el comienzo
juzgado inaceptable, por el nuevo soberano Carlos IV, y su ministro Floridablanca, que bajo su
padre había sido el autor de reformas y ahora se consagra con la misma energía a oponerse a
la marea revolucionaria.

En todo caso, en 1793, una España aliada con Inglaterra y Portugal se incorporaba a la
coalición antirrevolucionaria y anti francesa; la guerra, comenzada en el Rosellón, iba a ser
llevada en 1794 a territorio español.

A la vez que un inesperado retorno al pacto de familia con quienes habían ejecutado al jefe de
la rama francesa de los Borbones, esta alianza era la admisión de que España no tenía otra
alternativa frente a una Francia aparentemente invencible por esa poderosa liberación de
energía expansiva que había sido la Revolución.

Francia está de nuevo en guerra en 1803; el gobierno español busca ahora permanecer
apartado, en octubre de 1804 la marina británica ataca y captura naves españolas de retorno
de Indias y se apodera de un rico tesoro metálico; la respuesta inevitable es la guerra,
declarada en 1805; en octubre de ese año una nueva y más desastrosa derrota naval franco
española en Trafalgar quiebra más que en cualquier momento del pasado el contacto marítimo
entre España y sus tierras americanas.

La alianza se torna cada vez más desigual. Los efectos desfavorables de la superioridad naval
británica pesaban a corto plazo más sobre España que sobre una Francia capaz de extraer
vastos recursos de su fortaleza europea, pero además, habiendo entrado en la alianza porque
el abrumador poderío francés no le dejaba alternativa, el gobierno español no podía evitar el
progresivo deslizamiento de aquella hacia una relación de vasallaje.

Más dependiente que España de sus territorios de ultramar, el reino portugués, se había
apegado obstinadamente a una neutralidad que le permitía retener, en medio de un mundo
en guerra, su base europea a la vez que la colonial. Esa neutralidad implicaba una brecha en la
barrera mercantil que Napoleón buscaba erigir contra Inglaterra en Europa continental.

En Noviembre de 1807 los franceses entran en Portugal y toman Lisboa, abandonada por el
príncipe regente y su corte después de días de vacilaciones cortadas por el imperioso consejo
británico.
El sistema político de las indias ha sido puesto todo él en entredicho. La desaparición del
monarca, a la vez cumbre y fuente de legitimidad de esa inmensa, contradictoria maquina
administrativa, amenaza a la vez la cohesión de esta y la de los territorios que sumariamente
gobierna. Ello crea nuevos riesgos y oportunidades para esos territorios y sus habitantes, pero
en los veinte años de progresiva agonía que han precedido a ese derrumbe hay quienes se han
preparado para montar las nuevas alternativas.

Hasta aquí se ha examinado el ocaso del imperio americano de España desde la óptica del
cerco de amenazas exteriores al fin irresistibles. Volvamos ahora al propio imperio, para seguir
por dentro su paulatina reubicación en un nuevo mundo de ideas y realidades.

La realidad en primer lugar. A partir de 1796, el lazo imperial había sido mortalmente
debilitado: el envío de hombres y recursos de la península a las indias se tornaba difícil. La
creación de una administración unificada por lo menos en la cima y de un ejército de
dimensiones reamente imperiales, quizá el más importante legado de la reforma borbónica,
quedaba por ello amenazada. La quiebra del vínculo atlántico hería el núcleo mismo del poder
español; el tesoro indiano, que había sostenido por siglos al poder metropolitano, ya no podía
hacerlo. Mientras la plata se acumulaba en los puertos coloniales, en la metrópoli la penuria
financiera obligaba a partir de 1793 a extremar el uso de los vales reales empleados ya
durante la Guerra de Independencia de Estados Unidos.

Pese a los aumentos impositivos y las donaciones extraordinarias requeridas de estamentos y


municipios, el ciclo de emisión y devaluación no pudo ahora ser interrumpido y al llegar la
efímera paz en 1802, los vales se cotizaban al 25 por ciento de su valor nominal.

La Francia revolucionaria conoció estrecheces más angustiosas, y aún Gran Bretaña debió
resignarse a financiar la guerra reemplazando en la circulación interna, la moneda metálica por
billetes que no dejaron de devaluarse. Esto no quita que España, que intentaría primero
retener y luego reconquistar su imperio, se viera limitada, más que por su debilidad militar,
por una penuria financiera que se acercaba cada vez más a la indigencia.

Junto con el lazo político financiero, el mercantil sufre un golpe durísimo, tan duro que la
Corona misma, para paliarlo, debió abrogar parte del monopolio mercantil que el nuevo
régimen comercial había asegurado a la metrópoli.

De este modo, la Corona alienta a la vez una participación más activa de las colonias en un
comercio más riesgoso, y la inserción de estas en corrientes mercantiles nuevas, como la que
las ligará con intensidad nunca antes conocida a Estados Unidos o el norte de Europa
continental, o menos nuevas, pero tradicionalmente vedadas total o parcialmente al comercio
legal, como el Brasil y las Antillas no españolas.

La razón para esas concesiones es más fiscal que económica: el comercio es la fuente principal
de ingresos, y su estancamiento tendría consecuencias gravísimas.

Pero ofrecía otra lección acaso más importante: revelaba la flaqueza creciente del orden
imperial y monárquico, en el momento en que la crisis entraba a afectar, más allá de las
relaciones de poder entre Estados, el orden político de cada Estado.
DOS AÑOS CRUCIALES: 1808 – 1809: TEXTO 7

El periodo que va de los levantamientos peninsulares de la primavera de 1808 a la disolución


de la Junta Central en enero de 1810, es sin duda la época clave de las revoluciones hispánicas,
tanto en el tránsito hacia la Modernidad, como en la gestación de la independencia.

Los acontecimientos y la evolución de los espíritus que han conducido a esta primera ruptura
son los que se han producido durante ese corto lapso de tiempo.

La España peninsular va a recorrer la mayor parte del camino que la separa de la victoria de la
Modernidad política. El tradicionalismo de la época de los levantamientos deja paso a un
debate político muy moderno. Las circunstancias militares y políticas interrumpirán luego
durante unos meses, la concretización de la victoria, pero ideológicamente las elites más
modernas ya han ganado la batalla a finales de 1809.

América sigue la evolución ideológica de la Península y pasa al mismo tiempo en menos de dos
años, de un patriotismo hispánico unánime y exaltado a una explosión de agravios hacia los
peninsulares, que son la causa de una ruptura que es ya casi irreversible.

Para comprender estos años cruciales es indispensable mantener siempre una visión de
conjunto, considerar la monarquía como lo que es todavía, una unidad, y analizar las
consecuencias que los sucesos en una de sus partes tienen para las demás. En esta visión de
conjunto es normal que los sucesos de la España peninsular tengan una importancia
primordial, puesto que en ella se encuentra el centro político de la monarquía, se juega
militarmente su destino y se toman las decisiones generales frente a las que reaccionará
América. Las coyunturas políticas peninsulares son las que marcan entonces los ritmos de la
evolución americana.

Dicho de otra manera, la visión global de la coyuntura política se impone pues por varias
razones. La primera, porque un estudio de las causas locales, no puede explicar el rasgo más
espectacular de este periodo: la simultaneidad y semejanza de los procesos de independencia
en los diferentes países. Las causalidades internas, sean cuales fueren, no pueden llevar más
que a la constatación de una diversidad: diversidad de las estructuras sociales y económicas,
de los niveles culturales, de la toma de conciencia de esos sentimientos de singularidad que
serán llamados más tarde nacionales.

La segunda, porque todas las fuentes de la época nos lo indican. Una lectura incluso superficial
de esas fuentes muestra el lugar central que ocupaban entonces los problemas generales y,
sobre todo, las cuestiones relacionadas con los gobiernos provisionales constituidos en la
Península para el conjunto de la monarquía. Las gacetas, los bandos, las actas de los cabildos,
las correspondencias privadas, muestran sin lugar a dudas que lo que preocupaba ante todo a
los americanos de esta época era, por ejemplo, la lucha contra Napoleón, la constitución de la
Junta Central en España, la elección de diputados americanos encargados de representarlos en
ella, la convocatoria de las futuras Cortes, la reforma del sistema político.
Sin esta perspectiva global hay que dejar de lado, como no pertinentes, la mayor parte de las
fuentes, y limitarse a seleccionar en la enorme masa de documentos disponibles cualquier
manifestación de particularismo americano como prolegómeno de la futura independencia. Se
olvida con frecuencia que, si había particularismo, es porque había una unidad política más
amplia y que el problema fundamental de la época era, precisamente, como conjugar lo
particular con lo general.

Lo que puede defenderse para después de 1810 es totalmente inadecuado para el periodo
1808 – 1810. La explicación de esta óptica, a nuestro modo de ver inadecuada, que equivale a
dejar en el olvido esos años cruciales, procede, sin duda, del carácter muy “nacional” que han
revestido los trabajos históricos.

En España, América fue pronto echada en olvido y los historiadores se centraron, al tratar esta
época, en la revolución liberal. En América, la necesidad de crear un imaginario nacional para
los nuevos países independientes llevó a los historiadores a una visión en la que las
causalidades internas ocupaban el primer lugar; el resto de Hispanoamérica y, sobre todo, la
Península servían de mero telón de fondo a la narración histórica, sin que se les atribuyese una
causalidad muy definida.

En efecto, todos los documentos oficiales españoles significativos, de la Junta Central o del
Consejo de Regencia, y la mayoría de los escritos políticos importantes han sido reproducidos y
reeditados entonces en Nueva España.

Y fueron precisamente esos acontecimientos y el conocimiento que de ellos tuvieron os


americanos los que provocaron sus acciones y sus reacciones.

El primero de estos acontecimientos, el que marca de una manera definitiva a todo el mundo
hispánico, son las abdicaciones de Bayona de finales de mayo de 1808 por las que la Corona de
España pasa de los Borbones españoles a José Bonaparte. Los acontecimientos posteriores son
conocidos: a medida que llegaba a las provincias españolas la Gazeta de Madrid del 25 de
Mayo en la que se anunciaba estas abdicaciones empiezan los levantamientos contra los
franceses y la formación de juntas insurreccionales en nombre de la fidelidad a Fernando.

En México, la noticia de los levantamientos peninsulares dio lugar a manifestaciones populares


de amplitud desconocida hasta entonces en la ciudad.

No por conocidos estos hechos dejan de ser sorprendentes. Son varias las razones. En primer
lugar, la reacción no tiene precedentes. No era esta la primera vez que una monarquía del
Antiguo Régimen conocía un cambio de dinastía sin que esto provocase una conmoción
semejante. El mismo Napoleón, que tenía experiencia en este tipo de acciones, no había
previsto para la monarquía hispánica más que algunos disturbios sin importancia. En segundo
lugar, hay que señalar el origen popular del levantamiento, pues una buena parte de las elites
gobernantes españoles, resignados o cómplices, ya habían aceptado al nuevo monarca. En
tercer lugar, sorprende la identidad de reacciones tanto en España como en América. Las
proclamas y manifiestos publicados entonces a ambo lados del Atlántico son absolutamente
semejantes entre sí en su lenguaje, en sus temas, en los valores de referencia.
Estos hechos sorprendentes permiten captar una serie de rasgos característicos del mundo
hispánico en esta época. El primero es que, a pesar de su carácter tradicional, la sociedad tiene
un conocimiento suficiente de los acontecimientos políticos.

Pero hay ciertamente una difusión bastante amplia de las noticias y otras formas de opinión
pública que habría que estudiar y en las cuales desempeña un papel importante la transmisión
al pueblo de los gérmenes de opinión publica que existen en las elites. Incluso en el campo, en
pueblos indígenas que parecen lejos de todo, hay siempre gente que sabe leer, que es capaz
de recibir noticias escritas y con un conocimiento de personajes y acontecimientos de orden
general. Las sociedades hispánicas que van a entrar en el proceso revolucionario son,
ciertamente, sociedades de Antiguo Régimen, pero sociedades cultivadas, con una educación
de tipo antiguo en plena expansión.

La segunda característica remite a los valores del conjunto de la Monarquía. La exaltación


patriótica que se desprende de todos los impresos peninsulares y americanos y de las
ceremonias cívicas están fundamentadas esencialmente en valores antiguos: fidelidad al rey,
defensa de la religión, de las costumbres de la patria. Es verdad que existen entonces, como se
verá pronto en la prensa, hombres que se inspiran en la Revolución Francesa, como existen en
América algunos que desean la independencia, pero ni unos ni otros, en esta primera época,
pueden manifestar abiertamente sus aspiraciones, tan fuerte es el tradicionalismo de la
sociedad. La hostilidad de la Revolución Francesa, vista como regicida, impía y perseguidora de
la religión no había sido solamente un tema de propaganda oficial, sino que tenía profundas
raíces en la opinión.

Los vínculos personales de vasallaje para con el rey y la identificación del catolicismo a lo
español, que habían sido durante siglos elementos esenciales de la unidad de la monarquía,
continúan siendo totalmente operativos.

La unanimidad y la intensidad de la reacción patriótica, el rechazo por la población de unas


abdicaciones a las cuales no ha dado su consentimiento, remite a algo mucho más moderno: a
la nación y al sentimiento nacional. La palabra nación aparece en una multitud de escritos,
algunas veces, con un sentido moderno, como el conjunto de los españoles; en la mayoría de
los casos, con una clara connotación de corona o reino, como una comunidad política antigua.
Aunque quienes actúan y se expresan son los reinos, las provincias, los pueblos y otros cuerpos
de una sociedad de Antiguo Régimen, su unanimidad misma les hace tomar conciencia, a veces
con admiración, de su extraordinaria unidad. La palabra nación ya no designa nunca en la
España peninsular a las comunidades particulares en el seno de la monarquía, sino solo a “la
nación española”.

La nación, palabra clave: del vocabulario político moderno, que se identificará luego con los
antiguos reinos o con las provincias, a los que dará el fundamento de su independencia, hace
ahora su primera aparición solemne para designar al conjunto de la monarquía.

El tradicionalismo tampoco es incompatible con un profundo y universal deseo de cambio. La


reivindicación de Fernando VII “el deseado” tiene un carácter mesiánico que es anterior,
incluso, a su cautiverio.
El deseo de reforma social y político es, efectivamente, universal en 1808. Fernando VII es más
que una persona concreta, es el símbolo de la regeneración, la expectativa de una nueva
sociedad en la que reinará la justicia y que se encarnará luego en las constituciones.

El rechazo del invasor y la fidelidad a Fernando VII fueron fenómenos menos muy
espontáneos, como lo fueron también en muchos casos la formación de las diferentes juntas
provinciales españolas. Pero, desde el primer instante se presenta el problema que va a
dominar toda la escena política española y americana durante los años siguientes: ¿Quién
gobierna y en nombre de quién?

Si el rey desaparece, el poder vuelve a su fuente primera, el pueblo. Estos razonamientos


emplean a veces el vocabulario de la neo escolástica española o el de la moderna soberanía
del pueblo, otros las referencias jurídicas a las antiguas leyes medievales, otros muchos las
mezclan todas.

La doctrina absolutista del origen divino directo del poder regio se derrumba sin debate en la
medida en que no ofrece base teórica alguna a la resistencia. Las teorías pactistas se imponen
por el hecho mismo del levantamiento. Por las circunstancias, y sin que nadie se lo hubiese
propuesto, la soberanía recae repentinamente en la sociedad.

En efecto, legitimar los gobiernos provisionales por el retorno de la soberanía al reino o a la


nación lleva inmediatamente al problema de la representación política.

Pero esta representación improvisada no podía ser satisfactoria y muy pronto se busca la
manera de conferir una legitimidad indiscutible a las nuevas autoridades. De ahí que, desde las
primeras semanas del levantamiento, la petición de Juntas Generales, Congreso o Cortes fuese
universal. Ciertas provincias reúnen incluso antiguas instituciones representativas
desaparecidas o que no habían existido nunca aisladamente.

Para crear un gobierno único que fuese capaz de dirigir la guerra hacía falta también superar la
fragmentación del poder. En efecto, el “pueblo” que reasume la soberanía es en la práctica los
“pueblos”.

Se trata pues de las comunidades políticas de tipo antiguo representado por las ciudades
capitales, que se consideran como su “cabeza”.

En el imaginario dominante en todo el mundo hispánico de esta época, el “pueblo”, origen de


la soberanía, se piensa ante todo como un conjunto de “pueblos”, es decir, como comunidades
políticas particulares con sus ciudades capitales. El viejo imaginario medieval aún intacto en la
época de los Austrias, permanece todavía muy vivo.

Por su composición la nación se concibe aún, implícitamente, como un conjunto de reinos, de


comunidades políticas antiguas, con igual peso, aunque sea diferente el número de sus
habitantes.

Todas las fuentes americanas muestran, como ya hemos dicho, el mismo patriotismo exaltado,
la misma fidelidad a Fernando VII, la misma determinación de resistencia al invasor, que la
península. Los temores de algunos peninsulares de que América reconociera al usurpador van
a ser inmediatamente desmentidos. Los americanos rechazan las abdicaciones y declaran en
todos los tonos su condición de españoles y de patriotas.

Como en la península, el primer reflejo ante las abdicaciones es constituir juntas que reasuman
el poder soberano dejado vacante por el rey.

El problema americano era idéntico al de la península: ausente el rey, cesaban también todas
las autoridades delegadas y había que constituir juntas que encarnaran la soberanía reasumida
por el pueblo.

Es en este contexto de aspiración a poderes dotados de una legitimidad indiscutible es donde


hay que situar la Independencia de la que se habla con frecuencia entonces y que no hay que
confundir con la de años posteriores. La independencia de la que hablan los documentos de
esta primera época no es una tentativa de secesión del conjunto de la monarquía, sino, al
contrario, una manifestación de patriotismo hispánico, la manera de librarse de la dominación
francesa en la que se piensa que está a punto de caer la península.

Por eso, no es en absoluto ilógico que los americanos, que reciben la noticia de las
abdicaciones antes de recibir la de los levantamientos, puedan pensar que la España
peninsular está perdida, que las autoridades peninsulares colaboran con el invasor.

La independencia se concibe como patriotismo español, y está destinada a dar a América la


representación supletoria o residual del conjunto de la monarquía.

Ahora bien, aunque las reacciones americanas fueran las mismas que las peninsulares, ya que
idéntico era el imaginario político, las tentativas americanas para formas juntas como las
españolas no tuvieron éxito en 1808. Aunque el problema de legitimidad del poder fuese
idéntico a ambos lados del Atlántico, no lo eran las circunstancias. No hay en América ni tropas
extranjeras, ni levantamiento popular, ni guerra próxima, es decir, no existen las mismas
circunstancias que han originado en la península los poderes insurreccionales y después la
formación de Junta Central.

También, en cuanto se supo que la metrópoli resistía al invasor, los americanos dieron
prioridad a la ayuda que podían prestarle para la guerra.

La confusión que reinó en América en el verano de 1808 en cuanto a la verdadera situación


militar y política de la península nos lleva a hacer algunas consideraciones sobre un factor
físico, la distancia, que va a desempeñar un gran papel en la evolución de las relaciones entre
España y América.

Acostumbrados en nuestros días a una información rápida, regular y continua, nos es fácil
imaginar las consecuencias de una información que es, por el contrario, lenta, aleatoria,
discontinua e incierta. No solo los plazos de trasmisión se cuentan siempre por meses sino que
esos plazos son también variables, como variable es el lugar de donde proceden los barcos y
las noticias. Por otra parte, cuando las noticias llegan, llegan todas juntas y la prensa va
después difundiéndolas poco a poco, en espera de la siguiente llegada.
Quedan, en fin, las noticias falsas que siempre existen y son inverificables durante largos
periodos de tiempo. Y lo mismo pasa en la península con las noticias llegadas de América.

Todas estas dificultades de comunicación, relativamente tolerables en tiempo de paz, se


convierten en factores muy graves en tiempos de guerra y de crisis política.

Entre esos acontecimientos ocupa un lugar muy importante la situación militar en la península.
La coyuntura militar determina en buena parte la coyuntura política, pues de ella dependen,
de hecho, el prestigio y la existencia de los gobiernos peninsulares. Por eso, las fechas bisagras
de nuestro periodo corresponden a las grandes fases bélicas de la guerra de independencia
española.

Este periodo acaba con la contraofensiva que emprende Napoleón en persona en Noviembre
del mismo año y con la reocupación de Madrid por los franceses el 2 de diciembre.

La última fase militar de nuestra época, fundamental para los acontecimientos americanos,
empieza el 19 de Noviembre de 1809 con la gran derrota española de Ocaña que obliga a
Wellington a retirarse hacia Portugal y abre las puertas de Andalucía a las tropas francesas.

Si nos hemos extendido sobre estos acontecimientos no solo es para trazar el marco
cronológico de los problemas políticos sino también para mostrar hasta qué punto los
americanos estuvieron sometidos durante todos estos años a una avalancha de noticias que
provocaban alternativamente la esperanza o la decepción, el optimismo o la desilusión.

La desconfianza de los americanos hacia las noticias llegadas de la península es el principal


efecto infortunado de la distancia y de la propaganda.

Con la Junta Central se resolvía en la práctica el problema de la unicidad del poder, y por eso
fue reconocida tanto por la península como por América, pero su legitimidad era al fin y al
cabo precaria, ya que emanaba solamente de la delegación de las juntas insurreccionales
peninsulares.

De lo que se va a debatir realmente durante los años siguientes, a través de las modalidades
prácticas de la representación, es ¿qué es la nación? ¿Cuál es, en su seno, la relación entre la
España peninsular y América?

El primer tema ocupa el lugar central en el imaginario político moderno y fue el tema central
de la Revolución Francesa ¿la nación está formada por comunidades políticas antiguas, con sus
estamentos y cuerpos privilegiados, o por individuos iguales? ¿Es un producto de la historia o
el resultado de una asociación voluntaria? ¿Está ya constituida, o queda por constituir?
¿Reside en ella la soberanía? ¿De qué tipo de soberanía se trata?

El segundo tema planteaba pública y tajantemente el peligroso problema de la igualdad entre


españoles y americanos que provenía de la época de la Conquista, se había manifestado a
menudo en querellas sobre los cargos públicos y ahora adquiría una importancia crucial. El
problema concernía a la identidad misma de las Indias.

El problema es mucho más urgente para la representación americana, a causa de lo que sabían
los mejores observadores y se veía confirmado por las noticias de América: los americanos
querían ejercer los mismos derechos que los otros españoles, la situación no puede
prolongarse sin despertar serias tensiones.

Problema urgente, pues, pero de solución delicada, ya que en bastantes medios peninsulares,
mal informados de las cosas de América, se tiende a considerar a las indias como colonias o,
por lo menos, como reinos subordinados y, por lo tanto, con menos derechos que los reinos de
la península.

Las reacciones de los americanos fueron ambivalentes. Hubo, por una parte, la satisfacción de
poder participar, por primera vez en el poder soberano, pero, por otra, una profunda
insatisfacción ante la desigualdad del trato que se les daba. La real orden cristaliza el
descontento silencioso que existía ya en América desde la constitución de la Junta Central.

Presente desde la época de la Conquista, la reivindicación de la igualdad, e incluso de prioridad


para los americanos en la atribución de “distinciones, privilegios y prerrogativas” se convierte
ahora, cuando todo el mundo hispánico está pasando a la política moderna, en petición de
igualdad de representación.

Por el momento, aunque el resentimiento vaya acrecentándose, toda América se lanza con
ardor a la elección de sus diputados para la Junta Central.

Por primera vez, tanto en España como en América, tiene lugar una votación general que va a
preparar la vía a la política moderna.

El estudio de estas elecciones y las instrucciones que los cabildos redactan para el diputado
son una extraordinaria fotografía del imaginario político y social y de las aspiraciones de
América en estos años de transición del Antiguo Régimen a la Modernidad y del común
patriotismo hispánico a la independencia.

En las instrucciones coexiste un deseo de reformas económicas y administrativas con


peticiones de privilegios de todo tipo para la ciudad o la región y, a veces, de vuelta al estado
anterior a las reformas borbónicas.

En la parte política se encuentran expresados de nuevo con solemnidad los sentimientos


patrióticos de estos tiempos de guerra: la libertad del monarca, la victoria militar y la
prosperidad de la nación.

Las elecciones revelan, pues, un tradicionalismo muy extendido y un patriotismo hispánico


muy arraigado; pero también unas luchas políticas muy fuertes. En ellas aparecen conflictos
externos de los cabildos con las autoridades reales o conflictos internos, también entre
diferentes partidos con prolongaciones a veces en diferentes regiones peninsulares.

Impresos patrióticos destinados a encender los ánimos en la lucha contra el invasor, pero
también llenos de opiniones de todo tipo, desde las más tradicionales a las más modernas,
sobre las soluciones políticas que deben aplicarse a la reforma de la monarquía.

Las corrientes políticas del mundo hispánico que salen a la luz en 1808 pueden agruparse
esquemáticamente en tres grandes grupos: los absolutistas ilustrados, partidarios de
considerar a esta como un poder provisional encargado únicamente de suplir al rey y de dirigir
la guerra. Los constitucionalistas históricos que quieren, inspirados en el modelo inglés, la
reforma de la monarquía y la instauración de un sistema constitucional mediante la
restauración de las antiguas Cortes. Y los más revolucionarios, que serán después llamados,
liberales partidarios de la soberanía del pueblo y de una constitución inspirada en la francesa.

Las mismas corrientes políticas existen en América, aunque encubiertas todavía en esta época.

La evolución se produce gracias al desarrollo de la opinión pública, especialmente por la


multiplicación de las sociabilidades modernas y de la prensa.

La victoria política de los revolucionarios es consecuencia de la victoria ideológica, de la que es


un signo inequívoco e irreversible la mutación del lenguaje. Progresivamente las palabras
adquieren un nuevo sentido y se imponen los nuevos vocablos del léxico revolucionario
francés con sus oposiciones dualistas: antiguo y nuevo, tinieblas y luz, ignorancia e ilustración,
despotismo y libertad.

América aparece durante estos años desfasada en relación con la intensidad del debate
peninsular y con la profundidad de las mutaciones ideológicas de la península. Sin embargo, el
debate atraviesa el Atlántico gracias a los folletos y gacetas llegados de la península, contra los
cuales nada pueden las autoridades, ni siquiera las más opuestas a las nuevas opiniones.

Una buena parte de la actividad de edición americana está constituida por la reedición de
estos impresos. Los libros, folletos, las proclamas y los periódicos más importantes se
reimprimen en cuanto llegan a América o son publicados por la prensa. Las nuevas referencias
ya no tienen por qué utilizar los caminos tortuosos del contrabando y de la clandestinidad:
llegan públicamente a través de los impresos peninsulares.

El descontento y la desconfianza hacia los gobiernos peninsulares crecen sin cesar en 1809 y
llevan a tentativas de formación de juntas americanas.

A finales de 1809 la situación es crítica en España. La ofensiva francesa provoca acusaciones de


traición contra los miembros de la Junta Central, la formación de una junta independiente en
Sevilla y la huida a Cádiz de una parte de los miembros de la Junta Central.

El reconocimiento que América había otorgado, por patriotismo y por sorpresa, al nuevo poder
peninsular en 1808 le será ahora negado por casi toda América del Sur. Para muchos
americanos la península estaba ahora irremediablemente pérdida y el Consejo de Regencia no
era más que un espectro destinado a durar muy poco o a gobernar bajo la tutela de la junta de
Cádiz, del consulado y de sus corresponsales de América.

En la intención de los redactores, el manifiesto era una condena absoluta del despotismo del
Antiguo Régimen y un anuncio de la libertad que traía el nuevo régimen. Pero, también
equivalía a decir a los americanos que durante tres siglos habían estado en la servidumbre. Por
eso, muchos de estos la interpretaron no como la llamada a apoyar un nuevo régimen político
sino como un estímulo para formar sus propios gobiernos, que eso fue lo que precisamente
hicieron las elites formando sus propias juntas. Pero, en otros casos, sirvió incluso de base a
levantamientos sociales.
De todas manera eran, sin duda, ya demasiado tarde. Nadie podía saber cuándo tendrían lugar
las anunciadas Cortes y las disposiciones electorales de entonces volvían a consagrar,
agravada, la desigualdad entre España y América.

Algunas regiones americanas volverán a aceptar, como en 1808, el nuevo gobierno peninsular
y continuarán luchando por sus derechos dentro de la monarquía, sin romper con la península.
Las elecciones para Cortes tendrán lugar en México, América Central, Perú; muchos diputados
americanos participarán a las Cortes donde combatirán por la igualdad total de los dos
continentes. La constitución será también aplicada en esas regiones de América.

Sin embargo, la unidad moral del mundo hispánico está ya rota y la política moderna en
marcha. Los americanos empiezan, efectivamente, a tomar en mano su destino, aunque
tengan todavía que transcurrir bastantes años para que el paso a la política moderna sea total
en América y la separación con la España peninsular, definitiva y general. Se olvidarán
entonces estos “dos años cruciales” en los que surgieron los agravios políticos que llevaron a la
independencia: los provocados por el fin del absolutismo y la irrupción brusca de una
necesaria representación política de los diferentes “pueblos” de la monarquía. Olvido
necesario; puesto que, para construir una explicación histórica de la ruptura era necesario
apelar a “naciones preexistentes, ya que solo la nación podía en un sistema de referencia
moderno justificar la independencia”.
TEXTO 8: LA SOCIEDAD COLONIAL A COMIENZOS DE LA GUERRA DE INDEPENDENCIA

Las colonias y territorios británicos del continente americano se desarrollaron con


extraordinaria rapidez en la primera mitad del siglo XVIII. Las trece colonias que, que como
comunidades políticas en igualdad de derechos, coordinaron a partir de 1774 su resistencia en
el Congreso continental, representaban a grandes grupos de población muy diversos y
observaban con celo de vecinos sus diferencias de fuerza en la unión.

La conciencia regional se encontraba tan fuertemente arraigada como la con ciencia de la


comunidad de intereses frente al poder colonial. Entre los habitantes de las cuatro colonias de
Nueva Inglaterra (Nueva Hampshire, Massachusetts, Connecticut y Rhode Island), de las cuatro
colonias centrales se había desarrollado una conciencia de sus propios intereses regionales.
Las condiciones del suelo, el clima y la forma económica aportaron lo suyo.

Eb Nueva Inglaterra, pese a sus tierras pobres y pedregosas, la mayoría de las personas vivía en
el campo y del campo. La mayor parte de las fincas era explotada para cubrir las necesidades
de las familias de sus propietarios.

Una yunta de bueyes uncida al arado, que más rasgaba el suelo que lo rozaba, era todavía en
1775 el instrumento más importante del agricultor del Nuevo Mundo. La disponibilidad de
mano de obra esclava tampoco había conducido a implantar métodos cualitativamente nuevos
en la agricultura: más bien fomentaban unos métodos basados en una mano de obra intensiva
y una explotación primitiva.

Tanto los precios como la falta de tierras cercanas a las costas habían aumentado
sensiblemente, a mediados de siglo, al menos en Nueva Inglaterra. Aquellos que carecían de
capital y buscaban tierras tenían que irse a probar fortuna en el interior del país, en las baratas
tierras fronterizas. En las colonias centrales y en Nueva Inglaterra la cosecha más codiciada era
del trigo.

Cuando las tierras, no abonadas en su mayoría, no daban ya el suficiente trigo, ocupaban su


puesto el maíz, el centeno y la avena. Una parte de las haciendas estaba compuesta todavía
por bosques apenas talados que servían de pasto a las vacas, los caballos y los cerdos. La caza,
con trampas o escopeta, era el complemento de la agricultura en el interior del país.

Las plantaciones producían ya, en forma de monocultivo, para el mercado europeo. En cuanto
a sus necesidades de productos manufacturados, dependían de la predisposición a otorgar
créditos por parte de las casas comerciales de Londres, Liverpool, Bristol o Glasgow.

La capa de comerciantes era especialmente consciente de las posibilidades de desarrollo de


toda la economía de las colonias incluyendo la construcción de buques y el comercio mundial.
Ello era el factor determinante en la vida de las ciudades costeras, en las colonias centrales y
en Nueva Inglaterra. Se habían formado cinco grandes ciudades costeras que ejercían ya
funciones de centros urbanos: eran centros comerciales, centros culturales y centros de poder
político.
Las ciudades costeras se diferenciaban entre sí menos por su estructura que por sus
correspondientes territorios interiores, por lo que podían actuar de manera especial como
centros de comunicación e integración, sin lo que no hubiesen sido posibles un movimiento
independentista coordinado y la fundación de un Estado duradero.

No obstante, las disputas entre ellas permitían que los representantes de las clases medias
tuviesen éxito en las cámaras de diputados. En Carolina del Sur, los propietarios de las grandes
plantaciones, auténticos emuladores de la aristocracia rural inglesa, pudieron mantener su
influencia política aun después de la Declaración de Independencia.

La mayoría de la población se veía a sí misma como “the common people”. Entre esas capas
medias se encontraban los artesanos y los agricultores. Su conciencia política desempeñó un
papel importante en la propaganda por la independencia y por las nuevas constituciones.

Las continuas comparaciones con las condiciones de vida en Europa corroboraban a las capas
medias en la conciencia de sus éxitos. Incluso los jornales de los artesanos no independientes
superaban por término medio en un 100 por ciento a os jornales que se pagaban en Inglaterra.

En numerosos relatos de viaje se señala que en las colonias los más ricos no nadan en la misma
abundancia que los ricos de Europa, pero tampoco los más pobres llevan la mísera vida de los
pobres en Europa. Sin embargo, lo arraigada que se encontraba la conciencia general de una
estructura de clases, también en la sociedad colonial, hacia 1776, lo muestran los conceptos
frecuentemente utilizados por los publicistas políticos: para los que vivían con el mínimo
necesario para la existencia o por debajo de este. Las tres clases, no obstante, compartían los
valores de las capas medias, con sus ideales de laboriosidad, deseos de propiedad, esperanzas
de un crecimiento económico ilimitado y firme creencia en la independencia de toda persona
trabajadora y en la capacidad general de mejora de las condiciones sociales.

Algunos aspectos del primitivo puritanismo habían entrado a formar parte de las nuevas
concepciones, pero, en su manifestación pura, el calvinismo había perdido su influencia
también en Nueva Inglaterra hacia 1760, teniendo que cederle el puesto a los valores de la
Ilustración, que ya no tenían solamente una fundamentación religiosa.

La definición que se dio de la “revolución americana” en el primer apartado encierra una


interpretación de sus causas. No fue una opresión política del tipo de un Antiguo Régimen del
continente europeo lo que impulsó a los americanos a la lucha por la “libertad y la república”.
No fue la ruina económica, provocada por leyes relativas al comercio y al transporte marítimo,
lo que convirtió en rebeldes a comerciantes y plantadores. La causa principal de la revolución
consistió más bien en la confluencia de dos tipos de desarrollo que se excluían mutuamente: la
creciente autonomía económica y la política de las sociedades coloniales y la política colonial
imperialista que se implantó a partir de 1763.

La Ley del Timbre de 1765 imponía un puro impuesto sobre el consumo sin ninguna
participación de las asambleas de colonos. Estas protestaron violentamente por ese deprecio a
sus competencias.

Después de una ola de fuertes protestas y violentas manifestaciones en las colonias, el


parlamento anuló en 1766 la Ley del Timbre.
Los comerciantes de las colonias reaccionaron de nuevo con acuerdos de no importación y las
asambleas con renovadas resoluciones de protesta. En 1770 el Parlamento suspendió esos
impuestos. Como señal de advertencia de su soberanía, mantuvo solo el impuesto sobre el té.
Las tensiones que se produjeron entre la población civil y las tropas condujeron en Boston, en
marzo de 1770 a una sangrienta batalla callejera entre grupos del pueblo y una unidad armada
de casacas rojas. Los cinco ciudadanos de Boston que allí quedaron muertos se convirtieron en
los primero mártires de la revolución; el 5 de marzo pasó a ser el día conmemorativo de la
matanza de Boston. No se produjeron al principio actos de solidaridad que estuviesen a la
altura de este hecho. Pero, con inteligente previsión, los adversarios más decididos del
régimen colonial, bajo dirección del tribuno del pueblo de Boston, Samuel Adams, organizaron
a partir de 1772 en todas las colonias “comités de correspondencia”, con el fin de informarse
mutuamente y de influir sobre la opinión pública mediante la publicación de noticias
adecuadas, cartas de lectores y panfletos. La provocación decisiva al poder colonial provino, en
Diciembre de 1773, de un grupo de ciudadanos de Boston, los cuales, disfrazados de indios,
asaltaron tres barcos que se encontraban en el puerto y, ante los ojos de una divertida
multitud, arrojaron al agua 342 cajas de té, con el fin de impedir la recaudación de impuestos
que iría unida a su venta. A ese “tea party” en Boston reaccionaron en 1774 la Corona y el
Parlamento con unas leyes que fueron calificadas por los colonos de Actas Intolerables: el
puerto de Boston fue clausurado hasta que la ciudad hubiese pagado daños y perjuicios; el
derecho procesal fue cambiado de tal forma que un funcionario de la Corona que hubiese sido
acusado de un grave delito en alguna de las colonias, seria juzgado en Inglaterra y no en la
colonia correspondiente.

En su conocimiento, la mayoría parlamentaria y la administración convirtieron cada vez más en


una cuestión de principios el conflicto sobre los derechos que tenían los colonos a gobernarse
a sí mismo en el imperio. No trataron de enfrentarse a las tendencias independentistas,
haciéndoles ver las ventajas que tenía el comercio bajo la protección del poderío naval
británico. En lugar de esto, le plantearon a los colonos, sin la menos perspectiva de un
compromiso, la soberanía del “King in parlament”; reprochándoles más republicanismo y
mayor decisión para la rebelión de lo que ellos mismos se atrevían a manifestar en esa fase del
conflicto.

De hecho, las ideas y los valores políticos desempeñaban un papel importante en la conducta
política de los colonos, y, por tanto, la revolución tenia efectivamente bases ideológicas por
ambas partes. Aquellos que defendían los intereses de los colonos se aprovecharon de las
ideas y las normas constitucionales de los whigs, canonizada ya en Inglaterra desde 1688.

Un intento de las tropas reales acantonadas en Boston por poner también bajo control el
territorio que rodeaba la ciudad condujo en Abril de 1775, a los primeros combates con la
milicia nativa, en las aldeas de Lexington y Concord. Los soldados del rey después de haber
sufrido duras perdidas, tuvieron que batirse en retirada. Los comités de correspondencia,
implantados en todas las colonias, difundieron rápidamente la noticia redactada en términos
patrióticos y revolucionarios. En Mayo de 1775 se celebró en Filadelfia el Segundo Congreso
continental de las Doce Colonias, en él se proclamó la existencia de un ejército continental y se
eligió a George Washington comandante en jefe. En Agosto de 1775 Jorge III declaraba que las
colonias se encontraban en estado de rebelión. En Enero de 1776, con la proclamación más
ardiente de la revolución “Sentido Común”, Thomas Paine exhortaba a los colonos a que
luchasen abiertamente por la independencia y a que se manifestasen por la forma de gobierno
republicana. Mientras tanto, la facción de los whigs moderados, que confiaban todavía en que
se llegara a jun acuerdo, seguía oponiendo resistencia, en el Congreso continental y en algunas
de las asambleas, a la proclamación de la independencia.

A la ruptura del tratado de soberanía añadía el Congreso toda una lista de casos en que el
monarca no había cumplido con sus deberes. El mismo rey se había destituido de su cargo.
Thomas Jefferson, autor del borrador, que sólo sufrió algunos cambios, antepuso a la lista los
famosos preámbulos, en los que se utilizaban categorías del derecho natural racional y se
recurría a la libre posibilidad de desarrollo del individuo para justificar el fin, la forma y la
legitimación del poder político.

No fueron móviles democrático radicales, ni proyectos de reforma social lo que impulsaron a la


elite política, reunida en 1776 en Filadelfia, a manifestarse de este modo por la soberanía
popular, por el postulado de la igualdad entre los hombres y por el derecho de los gobernados
a destituir a los gobernantes que se opusiesen a los intereses del pueblo, definidos como “vida,
libertad y búsqueda de la felicidad”.

Todo el que rechazase la Declaración de Independencia, viese a los nuevos gobernantes como
usurpadores y se considerase a sí mismo “leal” era proscrito como “tory”, físicamente atacado,
cubierto de pez, emplumado y, si huía al territorio protegido por las tropas inglesas y dejaba
bienes, frecuentemente expropiado. Desde su ocupación por los británicos en el verano de
1776, la ciudad de Nueva York se convirtió en el lugar de asilo y baluarte de los leales a la
Corona. Pero también en los territorios fronterizos con la zona india, desde el norte de Nueva
York hasta Georgia, siguieron siendo fieles a la Corona algunos colonos. Muchas tribus indias y
una parte de los pioneros esperaban de la lejana metrópoli inglesa más ventajas, y también
más protección para sí mismos, que de los ambiciosos políticos de las colonias costeras. No
solo los que ocupaban cargos reales, sino también las minorías poco asimiladas, como una
parte de los holandeses y de los franceses en Nueva York, una parte de los alemanes en
Pensilvania y Carolina del Sur, los escoceses y los irlandeses en Carolina del Norte y también
una parte de los negros libres, no veían el menor motivo para apoyar a los insurrectos.

Solo una guerra de seis años y medio en los bosques americanos y en el Atlántico y la creciente
oposición de comerciantes y políticos en Inglaterra movieron al gobierno británico a reconocer
la independencia del nuevo Estado.
TEXTO 10: LA NUEVA FRANCIA

La tradición historiográfica quebequense casi siempre ha reducido a la Nueva


Francia sólo a su componente lorenziano, donde se concentraban los centros
de población más importantes.1 Pero la Nueva Francia era mucho más que
“Canadá”;

Ahora bien, la historia de todos estos territorios


es indisociable, pues se trata sin duda de partes integrantes del imperio francés
en América del Norte.

En la periferia del mundo atlántico de los siglos XVII y XVIII, pequeñas colonias
francesas que se extendían desde Terranova hasta el Golfo de México
intentan encontrar una vocación que pueda volverlas valiosas a los ojos de la
metrópoli. La pesca, que lleva a los europeos a América del Norte en el siglo
XVI, sigue siendo el principal recurso de exportación, pero lo esencial de su
explotación se encuentra en manos de los armadores metropolitanos. Las
pieles hacen que los franceses se trasladen muy adentro del continente, pero
resultan atractivas sólo para algunos mercaderes provenientes de La Rochelle
y algunos sombrereros parisinos. Sin embargo, las pieles obligan a Francia a
establecer alianzas con una multitud de naciones amerindias y con ello a
desempeñar un papel político importante en los Pays d’enHaut y en Luisiana.
Durante la primera mitad del siglo XVIII, la fuerza militar amerindia permitirá
a los gobernantes contener las veleidades expansionistas de las colonias británicas
del litoral atlántico

Sin suficiente apoyo amerindio


y ante un adversario dispuesto a poner fin a la presencia francesa, las
colonias del norte son conquistadas, mientras que Luisiana se transfiere a España
por el Tratado de París de 1763.
Este artículo ubicará la historia de la Nueva Francia en el marco más amplio
del desarrollo de los imperios europeos en América, teniendo en cuenta
el desarrollo económico, demográfico y social, así como las apuestas geopolíticas.

La riqueza generada por la explotación de las colonias españolas en el siglo


XVI suscita envidias en la Europa del norte, pero en todos lados el Estado era
todavía demasiado embrionario como para concebir una política colonial coherente.
En Francia, las ambiciones dinásticas en la península italiana dominan
la política exterior antes de 1559 y, posteriormente, las guerras de religión
impiden toda implicación seria antes de la pacificación del reino con el Edicto
de Nantes (1598) de Enrique IV. Entonces, la aventura americana se dejó
esencialmente en manos privadas. Debido a la debilidad del Estado y a la ausencia
de asentamientos duraderos de población, Marcel Trudel califica este
periodo como “intentos vanos”, visión que predomina ampliamente en la historiografía.

no toma en cuenta los logros duraderos de los armadores normandos,


bretones y vascos, que fundan un comercio lucrativo al explotar el
bacalao de los grandes bancos de Terranova y las ballenas del Golfo y del río
San Lorenzo. Estas actividades,muy lucrativas para los comerciantesmetropolitanos,
garantizan la preeminencia francesa en la región y fortalecen los lazos
con los pueblos autóctonos.

Además, es importante hacer notar que los circuitos económicos fundados


entonces en la pesca continuarán dominando las exportaciones de la América
septentrional francesa hacia Europa durante todo el periodo colonial

La creciente demanda de pieles canadienses, particularmente de castor,


utilizado en la industria sombrerera, propicia que los comerciantes se especialicen
en este sector. Los primeros viajes en los años 1580 resultan muy rentables,
pero en cuanto se multiplica la competencia, las ganancias caen y los comerciantes
piden al rey un monopolio. Esto da a la Corona el medio para
colonizar el territorio gastando poco y exigiendo que los poseedores lo
pueblen. Ahora bien, la larga experiencia del comercio brasileño había
demostrado la importancia de establecer vínculos con los pueblos autóctonos
y de contar con intérpretes (llamados truchimanes) para garantizarlos. Los
poseedores de monopolios no se muestran hostiles de inmediato al envío de
colonos, pero es sobre todo la incapacidad de la Corona para proteger el monopolio
lo que frena el asentamiento.

los intentos
por implantarse se multiplican al empezar el siglo XVII sin arrojar resultados
convincentes. A pesar de tener presencia en Acadia a partir de 1604 y
en el valle lorenziano a partir de que Samuel de Champlain funda Quebec en
1608, la influencia francesa sobre el territorio sigue siendo frágil y son pocos los
voluntarios para establecerse en una región donde el escorbuto hace estragos
cada invierno.

emprende la creación de compañías comerciales


con el fin de desarrollar el tráfico colonial y la marina mercante. Así, funda la
Compañía de los Cien Asociados, encargada de establecer una colonia católica
en el valle de San Lorenzo en 1627. Para contrarrestar el empuje inglés y
holandés en el Caribe, lanza la Compañía de las Islas de América

Estas actividades
6 Abenon y Dickinson, Les français en Amérique, p. 124.
10
dossier
son indisociables y deben ser consideradas como la elaboración de una primera
política colonial con miras a posicionar mejor a Francia en el tablero imperial.
En la América septentrional, las ambiciones de Richelieu se toparon con unos
corsarios provenientes deDieppe que estaban al servicio de Inglaterra, los hermanos
Kirke, que interceptan la primera flota de la Compañía de los Cien Asociados
en 1628 y toman Quebec al año siguiente. Todos los inmigrantes son
obligados a regresar a la metrópoli, e incluso si la paz devuelve el territorio a
Francia en 1632, los ánimos están por los suelos; la Compañía ya no tiene los
medios para armar flotas igual de impresionantes.
El desarrollo económico no contribuye mucho al poblamiento. En efecto,
en esa época, la trata depende básicamente de una mano de obra amerindia y
sólo requiere la presencia de algunos intérpretes al lado de los proveedores y
de algunas decenas de viajantes de comercio y encargados de la logística en un
almacén que hace las veces de sitio para efectuar el trasbordo de las embarcaciones
autóctonas a los navíos de alta mar. A pesar de toda la atención puesta
en Champlain (sobre todo en estos años en que se conmemora la fundación de
Acadia y de Quebec),7 éste realizó pocas cosas en concreto; a su muerte en
1635, la colonia cuenta con apenas 400 personas, de las cuales sólo 130 se quedarán
definitivamente en la región y sin ninguna infraestructura digna de ese
nombre.
Debido a esta relación de fuerzas, el abasto de pieles sigue
siendo caótico durante la primera mitad del siglo, dependiendo de la buena
voluntad y de las necesidades de los cazadores y comerciantes autóctonos.
A pesar de todo, las colonias comienzan a tomar forma en la década de
1630.

los jesuitas y las órdenes femeninas que están ligadas al


trabajo de evangelización (ursulinas y hospitalarias) hacen llegar hombres para
construir las infraestructuras y producir los alimentos; la SociedadNotre-Dame
para la Conversión de los Salvajes intenta crear una comunidad cristiana modelo
enMontreal a partir de 1642. Sin embargo, a pesar de la gran importancia
otorgada a estas iniciativas en la historiografía tradicional, es necesario reconocer
que la religión no puede reemplazar una economía dinámica para retener
a los colonos en el lugar.

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