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org/wiki/Apol%C3%ADneo_y_dionis%C3%ADaco
Mucho es lo que habremos ganado para la ciencia estética cuando hayamos llegado no
sólo a la intelección lógica, sino a la seguridad inmediata de la intuición de que el
desarrollo del arte está ligado a la duplicidad de lo apolíneo y de lo dionisíaco
Apolo y Dioniso[editar]
En la mitología griega, Apolo y Dioniso eran hijos de Zeus. Apolo es el dios del Sol, la
claridad, la música y la poesía, era descrito como el dios de la divina distancia, que
amenazaba o protegía desde lo alto de los cielos, siendo identificado con la luz de la
verdad; en tanto que Dioniso es el dios del vino y de la fauna, se le asocia el éxtasis y la
intoxicación. Ambos eran deidades muy adoradas en la Grecia Clásica.
Apolíneo y dionisíaco[editar]
Con sus dos divinidades artísticas, Apolo y Dioniso, se enlaza nuestro conocimiento de
que en el mundo griego subsiste una antítesis enorme, en cuanto a origen y metas,
entre el arte del escultor, arte apolíneo, y el arte no-escultórico de la música, que es el
arte de Dioniso: esos dos instintos tan diferentes marchan uno al lado de otro, casi
siempre en abierta discordia entre sí y excitándose mutuamente a dar a luz frutos
nuevos y cada vez más vigorosos, para perpetuar en ellos la lucha de aquella antítesis,
sobre la cual sólo en apariencia tiende un puente la común palabra «arte»: hasta que,
finalmente, por un milagroso acto metafísico de la «voluntad» helénica, se muestran
apareados entre sí, y en ese apareamiento acaban engendrando la obra de arte a la vez
dionisíaca y apolínea de la tragedia ática.
https://es.slideshare.net/amisfitgirl/nietzsche-lo-apolneo-y-lo-dionisaco
https://www.prensalibre.com/opinion/lo-apolineo-y-lo-dionisiaco
Lo apolíneo y lo dionisíaco
“Apolo —nos dice—, en cuanto a divinidad ética, exige mesura de los suyos y, para
poder mantenerla, conocimiento de sí mismo. Y así, la exigencia del ‘conócete a ti
mismo’ y de ‘no demasiado’ marcha paralela a la necesidad estética de la belleza…”. En
efecto, el templo de Apolo, en Delfos, tenía esta inscripción citada por Nietzsche:
“Conócete a ti mismo”, pero también agregaba: “no demasiado”.
De todas formas, para llegar al conocimiento de sí mismo, el hombre emplea la razón, el
pensamiento preciso, claro, que trata de acercarse a la verdad, aunque no pueda o deba
llegar a la totalidad de esta, a su absoluto. Porque, entonces, cae el hombre en el
temible riesgo de equipararse con los dioses, el peor de los pecados o errores por el cual
es horriblemente castigado.
Ahora bien, Apolo es intérprete de los sueños y es a través de estos que llegamos de
manera simbólica (“apariencia”, de acuerdo con Nietzsche) a la suprema verdad, a la
“horrorosa sabiduría de Sileno”, gobernado por la razón. Para poder soportar el inmenso
peso de la verdad (prohibida por los dioses), Apolo “nos muestra con gestos sublimes,
cómo es necesario el mundo entero del tormento, para que el mundo empuje al
individuo a engendrar la visión redentora, y cómo luego el individuo, inmerso en la
contemplación de esta, se halla sentado tranquilamente, en medio del mar, en su barca
oscilante”.
Y aquí se da, más que el enfrentamiento, la unión de Apolo con Dionisos. Pues si Apolo
es “el sueño”, “la apariencia”, “la máscara”, Dionisos será “lo íntimo y horroroso de la
Naturaleza”, esto es, el dios que encarna los instintos (cuya imagen estará representada
en el sátiro); o dicho de otra manera, la expresión de las emociones más altas y
poderosas del hombre, “el símbolo de la omnipotencia sexual de la Naturaleza, que el
griego está habituado a contemplar con respetuoso estupor”.
“El griego dionisíaco —nos sigue diciendo Nietzsche—, quiere la verdad y la Naturaleza
en su fuerza máxima”. Para poder llegar a ella, “se ve a sí mismo transformado
mágicamente en sátiro”.
De este modo, el sátiro barbudo que se embriaga y dirige gritos de júbilo a Dionisos —a
quien representa—, es la sinrazón, lo inconsciente, lo instintivo, la “desmesura”;
también el substrato del sufrimiento y del conocimiento máximo.
Y el héroe que más contacto tiene con Dionisos es Edipo: “¡Edipo, asesino de su padre,
Edipo, esposo de su madre, Edipo, solucionador del enigma de la Esfinge!...”. Edipo, la
sabiduría misma al transgredir la Naturaleza. Por ello, “la sabiduría, y precisamente la
sabiduría dionisíaca, es una atrocidad contra la Naturaleza…”.
http://reflexionesmarginales.com/3.0/23-lo-apolineo-y-lo-dionisiaco-de-principios-
esteticos-a-poderes-de-la-vida/
Una parte importante del pensamiento de Nietzsche gira en torno a la cuestión del ser
humano. ¿Qué significa ser humano? De entrada, traspasar las barreras establecidas y
buscar el placer. El ser humano es un animal que huye del aburrimiento a través del
juego y el estímulo de los sentidos. El ser humano es principalmente vida. La vida no
busca refugio en la religión, no se consuela con la ciencia. La vida sólo se sienta
satisfecha con un incremento de vida, con un aumento de su voluntad, con la afirmación
de cada instante.
Así las cosas, ¿qué tipo de actividad humana facilita la expansión de la vida? ¿Qué
arranca al ser humano de los límites de su existencia social? ¿Qué le proporciona placer?
La producción creativa y entusiasta de la vida misma, en particular el arte de la escritura
y la música. Nietzsche, al igual que su amigo de juventud Richard Wagner, encarna el
ideal de genio artístico que se hace a sí mismo, más allá de toda regla y convención
social. ¿Cuál es el distintivo de un genio? Nietzsche responde: en filosofía es un genio el
pensador que fija de nuevo el valor de la existencia, que “legisla sobre la medida, el
valor y el peso de las cosas” (KSA 1, p. 360).[2] La filosofía es una actividad poderosa,
una herramienta de transformación de la vida. No es una mera descripción de la vida,
sino que produce un cambio en ella; la filosofía misma es este cambio. Pensar es actuar.
No hay que dejarse engañar por cadenas de argumentación y silogismos. En todo ello no
hay más que preliminares y apéndices, excesos lógicos con riesgo de verborrea. Las
verdades de la vida no se apresan por medio de conceptos, ni se imponen a los
hombres. La filosofía ha perdido la voluntad de poder, y triunfa un linaje que trabaja los
pormenores filológicos e históricos de las grandes verdades antiguas. En una carta del 1
de febrero de 1868 escribe a Rohde en un tono sarcástico que “quisiera decir a los
filólogos un buen número de verdades amargas, por ejemplo, que hemos recibido de
unos pocos grandes genios todos los pensamientos ilustradores. Ellos mismos han
puesto algo en el mundo, y no se han limitado a comentar, compilar, explicar, ordenar y
enmarcar a otros autores. Los autores primarios afirman y se afirman, los secundarios,
los filólogos y los historiadores, trabajan lo grande en pequeño, pues carecen de la
chispa creadora” (B 2, p. 249). El joven Nietzsche, que como filólogo clásico tiene que
habérselas con las grandes acciones filosóficas de la Antigüedad, ve así la situación en el
momento en que experimenta el genio filosófico de Schopenhauer.
Nietzsche, que siente una fuerte pasión musical, está a la espera de una oportunidad
que le permita conjugar la filología y la música. Esa oportunidad se le presenta con la
tragedia griega. En una de sus primeras conferencias, en concreto “El drama musical
griego” de 1870, Nietzsche desarrolla la tesis de que la tragedia griega nace a partir de
las fiestas dionisiacas. Nietzsche intenta comprender el delirio de estas fiestas, quiere
analizar cómo el exceso y el éxtasis conducen a la tragedia. La tragedia permite el
tránsito de la embriaguez de las fiestas dionisiacas al orden social o, expresado de otra
manera, el individuo pierde la conciencia de su individualidad en el tumulto de las masas
excitadas. Pero luego siempre vuelve el instante del despertar y se produce la ineludible
transición a la vida cotidiana de la ciudad. La representación de las tragedias al final de
las fiestas dionisiacas no es otra cosa que este ritual de transición al orden establecido.
Por desgracia, la fuerza expansiva de la música de las fiestas cede el protagonismo al
poder de las palabras de la tragedia. En esta conferencia Nietzsche ya ve que la tragedia
se rompe por el desarrollo de la palabra. El logos de la palabra vence al pathos de la
música. La tragedia termina tan pronto como el lenguaje se emancipa de la música e
impone su propia lógica. ¿Qué es el lenguaje? Un órgano de la conciencia. Pero la
música es ser. Con el ocaso de la tragedia la conciencia y el ser dejan de coincidir. Con la
decadencia de la antigua tragedia de la pasión comienza para Nietzsche la nueva
tragedia del logos. Y, según su diagnóstico, nosotros estamos todavía en medio de esta
tragedia.
Esta tesis se defiende con claridad en la conferencia sobre Sócrates y la tragedia, dictada
en febrero de 1870, justo un mes después de su conferencia sobre el drama musical
griego y que, tal como relata en una carta a Rohde, “produjo espanto y tergiversaciones”
(B 3, p. 95). Nietzsche critica el privilegio concedido a la conciencia por el pensamiento
socrático, según el cual todo ha de ser consciente para ser bueno. Sócrates rompe el
poder de la música y pone en su lugar la dialéctica. Sócrates constituye una fatalidad,
pues con él comienza el racionalismo. Con ello queda destrozada la tragedia:
el pathos del destino es desplazado por el cálculo. La representación de poderes de la
vida es sustituida por la escenificación de intrigas bien pensadas y calculadas. El
mecanismo de causa y efecto se impone por doquier. En definitiva, la acción en la
escena pierde su misterio y su ingrediente trágico queda neutralizado por una inflación
de la lógica. Eso explica la razón por la cual Nietzsche considera que Sócrates es el
responsable de introducir un profundo cambio en la cultura, cuyas consecuencias
perduran hasta hoy.
¿Cómo evitar que la voluntad de saber ahogue los poderes vitales del arte?
¿Cómo recuperar la frescura de la vida sin someterla al tribunal de la conciencia? A
principios del verano de 1870 Nietzsche empieza a trabajar en una idea que dará pie a
su conocido escrito El nacimiento de la tragedia griega. Se trata del descubrimiento de
la fusión de dos poderes fundamentales de la cultura, que se identifican con los
nombres de dos dioses: Apolo y Dionisio. La pareja de opuestos de lo “apolíneo” y lo
“dionisiaco” se convierten no sólo en clave de interpretación de la tragedia griega, sino
también en dos poderes fundamentales de la vida.
Citas bibliográficas:
Apolíneo y dionisiaco
Apolíneo y dionisiaco son dos términos cultos que definen realidades opuestas
Apolíneo es un adjetivo que aplicamos a una persona, a un varón, que posee perfección
corporal y también al individuo tranquilo y sereno, según define la Real Academia
Española. En contraposición dionisiaca es una persona impulsiva, instintiva, orgiástica.
Con un significado filosófico y cultural más especializado, diremos que son dos términos
acuñados por el filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900), inspirados en la
mitología griega y utilizados por él para exponer su personal concepción estética y
referirse a dos actitudes opuestas ante la vida.
http://www.lasangredelleonverde.com/lo-apolineo-y-lo-dionisiaco/
Lo apolíneo y lo dionisíaco
Apolo como dios del sueño, de la luz y del arte representa perfectamente lo apolíneo.
Esta fuerza que ha guiado a buena parte del arte griego antiguo intenta plasmar la
belleza serena del mundo, construir una isla en donde el individuo se encuentre
resguardado del flujo caótico del universo y de la existencia. Lo apolíneo es un principio
sosegador y aquietador, y en las obras bajo el influjo de lo apolíneo nos sumergimos en
la tranquila serenidad de la apariencia bella. En otras palabras, el solar Apolo representa
el principio de racionalización gracias al cual nos sustraemos del flujo salvaje de nuestras
vidas, es el descanso luminoso de nuestras almas. Nietzsche lo asocia al sueño -que no a
la pesadilla- en donde la realidad vaporosa y vagamente se nos presenta como
cumplimiento de nuestros deseos.
Fue con Sócrates que llegó la degeneración del ideal heleno, con él murió la tragedia y el
espíritu de la Grecia clásica. Eurípides fue el ejecutor del ideario socrático y Platón su
más eficaz difusor. Sócrates pretende convertir en inteligible todo, intelectualiza la
pregunta sobre la virtud, sobre el sentido de la vida y, en definitiva, la pregunta sobre la
vida misma. El socratismo estético, tan bien representado por Platón, afirma que “solo
lo que puede ser entendido es bello”, disocia lo instintivo del arte y busca un arte útil,
didáctico, es decir, con moraleja. Sócrates es para Nietzsche el heraldo de la decadencia,
lo opone a lo dionisíaco pues mientras que Dionisos afirma la vida en su radical belleza y
en su radical crueldad, Sócrates solo cree en la vida inteligible negando todo lo demás,
negando, para Nietzsche, la vida misma. Mientras que lo apolíneo pugnaba con lo
dionisíaco, lo admitía ya que asumía que la belleza aquietadora era una creación
efímera, aparente, un divino juego de nuestra imaginación. El socratismo llega más lejos
y pervierte el espíritu de Apolo en el momento en el que cree que la hermosa ilusión
apolínea de orden y estaticidad es lo real, negándole al flujo vital su realidad…
aborreciendo a Dionisos y, por lo tanto, a la vida misma.
http://nichofilosofico.over-blog.es/article-lo-apolineo-y-lo-dionisiaco-38858504.html
LO APOLINEO Y LO DIONISIACO
http://www.scielo.org.co/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0121-
36282006000100011
En la ardiente oscuridad*
Universidad de Antioquia
niconaranjo72@yahoo.com
Summary. The thought of Friedrich Nietzsche’ s The Birth of Tragedy is briefly recounted,
particularly what pertains to the gods Apollo and Dionysus. Artisitic contents in the play
In the Burning Darkness (En la ardiente oscuridad) are analyzed to explain how the world
vision that is displayed in the first published book of the philosopher appears in this piece
by the Spainard. The roads that enabled Buero Vallejo to know this work are traced and,
in this sense, Miguel de Unamuno is granted a fundamental role. The analysis includes a
thorough search of what Aristotle terms the evolution of the plot, its complication and
denouement in Buero Vallejo’ s play, bearing in mind the main characters. The theme of
divine justice as expressed by the Pre–Socratic philosopher Anaximander is also brought
into the essay to explain the presence of the divinities, as understood by Nietzsche, in the
play. An explanation of how a philosophy is given form in a play meant to be
represented, is given.
Key words. Friedrich Nietzsche, The Birth of Tragedy, Antonio Buero Vallejo, In the
Burning Darkness (En la ardiente oscuridad), Anaximander, divine justice, Dionysus,
Apollo, Philosophy, Theatre, Artistic fight against fascism.
En este estudio primero se establece cómo tiene lugar la disputa central que da pie al
desenlace de la pieza para teatro de Buero Vallejo. A partir de ello se muestra la
presencia de la filosofía nietzscheana en la obra, o sea que la construcción del suceso
trágico de En la ardiente oscuridad y el suceso trágico mismo se apoyan en una filosofía
muy contundente e influyente en el pensamiento actual: la de la convivencia de
los dionisíaco y lo apolíneo en el mundo, que se expone en El nacimiento de la
tragedia de Federico Nietzsche.[1] Para probarlo es necesario mostrar cómo conoció
Buero Vallejo este pensamiento y cómo lo entendió. Puesto que la única cita que hace
Buero Vallejo de El nacimiento de la tragedia, y que deja ver su comprensión clara del
mismo es muy posterior al estreno de En la ardiente oscuridad, se estudiará otra vía por
la que Buero Vallejo llegó a la filosofía nietzscheana: una obra de Unamuno. Luego se
hará una exposición concisa de esta filosofía y se explicará cómo la llevó a la obra
teatral, o sea cual fue la apropiación que hizo del ámbito teórico filosófico mediante su
arte.
[Buero Vallejo y la Generación del 98] con las críticas directas a modos de ser del español
(hipocresía, ambición, envidia), a instituciones monárquicas autoritarias (Felipe V,
Fernando VII), a instituciones apoyadas desde el Vaticano (la Inquisición o el poder
abusivo de la Iglesia), a situaciones inamovibles (la incultura, la incivilización), están
apelando al espectador para que se abra a una regeneración de España (Samaniego,
148–149).
En ambas obras, después de que tiene lugar el crimen, el asesino no puede deshacerse
de pensar en lo que el otro ‘ anulado’ le dio y de sentirse poseído por él, en un grado
mucho mayor al que existía antes de haberle dado la muerte. En El otro dice el asesino:
“Le llevo dentro, muerto, ama. Me está matando…, me está matando… Acabará
conmigo… Abel es implacable, ama, Abel no perdona. ¡Abel es malo! Sí, sí; si no le mata
Caín, le habría matado a Caín (…)” (Unamuno, 985). Y En la ardiente oscuridad Carlos,
una vez ha dado muerte a su compañero, repite las palabras que resumen la inquietud
del ciego Ignacio por ver. El pensamiento que expresan hizo que fuera inconquistable
por medio de ‘ la moral de acero’ que rige el Instituto de ciegos del cual Carlos es el
mejor adoctrinado: “Y ahora están brillando las estrellas con todo su esplendor, y los
videntes gozan de su presencia maravillosa. Esos mundos lejanísimos están ahí tras los
cristales… (Sus manos, como las alas de un pájaro herido, tiemblan y repiquetean contra
la cárcel misteriosa del cristal). ¡Al alcance de nuestra vista!…, si la tuviéramos…” (Buero
Vallejo, 132).[4] Esto le da a ambas obras un carácter muy profundo pues el acto mismo
del asesinato se muestra como ineficaz para anular a otro. Ello deja ver una justicia para
los asesinos que no es aplicada por los representantes de la ley humana si no por un
orden superior a ésta que, precisamente, se impone sobre los hombres. Esta cuestión de
la justicia aplicada de manera sobrehumana se torna aún más interesante cuando se ve
que ambos dramaturgos la tratan a un nivel arquetípico, aludiendo con ello a algo que
está por fuera de la voluntad y del deseo humanos.
En la justicia occidental, desde el siglo VI a.C., existe la idea básica, formulada por el
filósofo griego Anaximandro, de que un asesino pierde lo que gana aquel que
precisamente quiso anular. Los estudiosos de los presocráticos, Kirk, Raven y Shofield la
describen de este modo:
(…) la gestación de aquello que se podría describir como “los opuestos” era un estadio
esencial de la cosmogonía para Anaximandro (…) La constante alternancia entre
sustancias opuestas era explicada por Anaximandro mediante una metáfora legal
tomada de la sociedad humana; el predominio de una sustancia a expensas de otra
constituye una ‘ injusticia’ , y una reacción tiene lugar en la aplicación de un castigo
mediante el reestablecimiento de la igualdad —de algo más que la igualdad, puesto que
el malhechor es privado de parte de su sustancia original también. Y ésta le es dada a la
víctima como añadidura a la que ya le era propia, y a su vez conlleva (como puede
inferirse) al kóroV, o sea el “hartazgo”, en la anterior víctima, que ahora comete una
injusticia con el agresor inicial. Por ende, para Anaximandro, tanto la continuidad como
la estabilidad de los cambios naturales eran creados en esta metáfora antropomórfica
(Kirk, Raven, Schofield, 119–120).[5]
No sólo se aplica la idea de Anaximandro a los casos de las obras, sino que la metáfora
que éste emplea facilita el entendimiento de lo que acaece en ellas: la imagen que el
filósofo emplea es precisamente construida a partir de los términos “malhechor”,
“víctima” y de la “destrucción de un equilibrio” entre ellos con consecuencias
contundentes para el que anula al otro. La ley señalada está bien ejemplificada en El
otro y en En la ardiente oscuridad: el mellizo asesino considera a su hermano como un
contrario (por la contraposición que hace entre Caín y Abel citada más arriba) y Carlos
considera a Ignacio como un opuesto, cuya diferencia no puede salvarse:
Carlos. —No.
Ignacio. —Adiós.
Este punto se puede aclarar por dos vías: una es la de estudiar las citas de Nietzsche que
hacen ambos escritores y la otra es la de la apropiación que Unamuno y Buero Vallejo
hacen de la tragedia griega clásica (Johnston, 103), pues es precisamente donde
Nietzsche halló la conciliación parcial de la disputa Dionisos–Apolo. Se deja de lado la
primera por razones ya indicadas y se exploró la segunda. Respecto de la presencia de
Dionisos y Apolo en la tragedia griega dice El nacimiento de la tragedia:
La tragedia como forma artística es la encarnación de tal batalla entre las dos fuerzas y
se hace tangible con mucha más profundidad al espectador. No es sólo que como afirma
Aristóteles, despierte compasión y temor. Nietzsche ve esta guerra entre los dioses a lo
largo de la historia del arte griego. Y si se tiene en cuenta la gran influencia que la
tragedia griega tiene en el teatro posterior, quien haga este teatro se verá influido por
tal batalla y debe recrearla. Los dos dramaturgos españoles han hecho tragedias,
basados en el modelo clásico (Johnston, 103) y su forma artística transmite a su público
una conciencia del mundo que cambia a los individuos como lo hacía la tragedia ática.
Buero Vallejo dice: “Si [mis propias obras] intentan ser tragedias, lo intentan ser por su
último sentido, no por su forma” (Cortina, 18). Y también: “[La] tragedia —el género más
moral—no es una lección de moral o, por lo menos, no lo es exclusivamente. Es tan sólo,
y ya es bastante en ese sentido, una aproximación positiva a la intuición del
complicadísimo orden moral del mundo. Pero este orden es misterioso; en última
instancia encierra una metafísica no formulada” (Cortina, 20).[11]
Y para concluir este punto es necesario leer la cita de Nicholas “Es como si la tragedia
fuese, para Buero Vallejo, más estética que moral, pero es claro que la trascendencia
estética del sufrimiento, el desorden y el desespero tiene un valor moral. Significa una
suerte de valentía, que Eric Bentley denomina ‘ la virtud trágica’ ” (119).[12] Nicholas
anexa a lo anterior una nota de pie de página, que cita a Bentley, el cual explica que hay
un elemento de sabiduría en la tragedia:
Apolo es definido por Nietzsche como un dios hermoso, es la deidad del sueño, de la
‘ ilusión’ y la apariencia. Es la deidad de la luz y de las artes visuales, la que gobierna la
hermosa ilusión del mundo interior de la fantasía. Es el dios de la mesura y la
ecuanimidad que posee una ética de control de sí mismo y que siente agrado por las
convenciones. Es profético y tiene la capacidad de curar.
El dios Dionisos es el dios de la fertilidad, llega a los que celebran la orgía dionísiaca (es
un contacto extático con el dios, a nivel interior y para revelar lo oculto), deja ver la
paradoja que habita a los que mediante la intoxicación entran en contacto con él (el
individuo pierde el principio de individuación y, al tiempo que se siente perdido y siente
temor, experimenta un placer en la sensación de haberse desprendido). Esta
ambivalencia es propia de la naturaleza dionisíaca que con su disfrute primordial,
experimentado aún en el dolor, es la fuente común de la música y el mito trágico. Está
asociado a la vida eterna más allá de todos los fenómenos (Silk y Stern, 175) y, por ende,
destruye constantemente el engaño del mundo de los fenómenos (Silk y Stern, 178).
El dios Apolo es, para el pensador alemán, un Dios de la moral, del equilibrio, de la
ilusión con que los hombres se encargan de sobrevivir sin tener que afrontar la verdad
que el mundo dionisíaco abre ante ellos como un abismo. Por lo tanto las reglas de la
justicia, la bondad, la fe humanas, son meras ilusiones hijas de Apolo, que desea
desconocer el caos.
Nietzsche habla de las propiedades de ambos dioses como de fuerzas. Y la tragedia
griega, para él, surge de la unión sucesiva de éstas. Por un lado está la fuerza dionisíaca
que determina el origen de todo y que desestabiliza el orden humano y, tras la
revelación, viene la ilusión apolínea a rescatar al hombre de la visión del abismo que le
proporciona Dionisios, transformando esa visión en una obra de arte. El resultado es que
la creación artística puede evitarle al hombre la muerte, pues le da una ilusión con la
cual sobrellevar la existencia siempre que acaba de ver, dionisíacamente, su sinsentido
lógico. Dado lo anterior es necesario experimentar el caos y ver el abismo, para crear y
luego repetir el proceso. Con tal fórmula se resiste el abismo esencial a la vida.
Nietzsche afirma que, en el período de los grandes trágicos, Esquilo es el único autor de
tragedias que plasma esto en toda su magnitud, afirmando que en las obras de Sófocles
ya la unión colaboradora de las dos potencias o fuerzas ha comenzado a disminuir y que,
en las obras de Eurípides, ya se ha perdido la posibilidad de que haya una presencia de
las fuerzas divinas que llegan a los humanos debido a que el arte se ha vuelto un mero
calco realista. Para el filósofo alemán el arte divino se pierde cuando los hombres lo
intelectualizan dado que si el intelecto gobierna al arte la posibilidad de que surja la
fuerza dionisíaca es nula.[18] Nietzsche culpa al pensamiento socrático de deformar la
idea del arte, pues Sócrates cree que todo es explicable por la razón (y el trágico
Eurípides se rige por la filosofía del que bebió la cicuta).
Por último, para el alemán, Apolo y Dionisos, conviven en una eterna disputa. Si Apolo
trata de imponerse sobre Dionisos mediante la regulación legal, el segundo, que es el
Dios de la intoxicación y del caos, se venga de Apolo destruyendo la ley que Apolo
quería imponer. La contienda entre ambos no cesa. Sólo se concilian en momentos
pasajeros como el de la tragedia griega.[19] Ésta surge de un momento de tregua entre
ambos dioses, pero están allí disponiéndose a nuevos combates (Nietzsche, 40–191). Es
importante tener presente que ambos dioses tienen un significado arquetípico. Para
Nietzsche Apolo es un dios olímpico y Dionisio es un dios ctónico (de la tierra).[20]
Tal es el aspecto que más nos interesa de la filosofía nietzscheana temprana para ayudar
a explicar qué representan Carlos e Ignacio en la obra de Buero Vallejo. Carlos asume
muchos de los atributos que se adjudican al dios Apolo al seguir las pautas impuestas
por el instituto. Pero sólo parcialmente porque su naturaleza real se revela al final.
Quiere prolongar la ilusión de normalidad y la apariencia de bienestar que reina en el
Instituto. Es luminoso, en el sentido de creer que lo que se ve con la luz (de la razón) es
todo lo que hay, también en el sentido de considerarse feliz y bueno. Es notable que al
querer comportarse como los que llama ‘ videntes’ crea que por acercarse a vivir como
ellos viven, llegará a ser normal. Por encima de esa aspiración no haya nada más.
También es mesurado y ecuánime, por ejemplo al creer que Ignacio sólo necesita de un
proceso de adaptación para dejar de ser lo que es o lo muestran las palabras que dirige
a Ignacio para convencerlo racionalmente de cambiar y de curarlo de su mal.
Por el otro lado, Ignacio es un ejemplar de lo dionisíaco, es fértil (pues crea la inquietud
en el Instituto y puede, él solo, causar conmoción entre sus compañeros), empieza a
llevar a los demás a celebrar esa suerte de ‘ orgía’ en la que él ‘ arde’ (como lo dice
expresamente) en ese dolor y en esa inquietud en su búsqueda de la verdad con la
imposibilidad de hallar lo que busca, sin dejar su empeño en buscar su deseo.
Experimenta la pérdida del principio de individuación y hace que otros la pierdan, halla
un deleite en el desprendimiento de éste, y sabe que su dolor hace parte de su
condición. Es un destructor del mundo de los fenómenos que ha creado don Pablo, el
director del centro, y quita el velo de éstos con su aspiración eterna.
En la obra de Buero Vallejo hay una oposición clara entre la estabilidad del Instituto (que
se sostiene en pie por la pedagogía que enseña la “moral de acero”) y la inestabilidad
que crea Ignacio con sus ansias de ver, siendo un ciego. El orden del Instituto es una
suerte de encarnación de la fuerza apolínea, con su ley y su reiteración en la alegría
engañosa que Ignacio detesta cuando dice: “(…) estáis envenenados de alegría (…)”
(Buero Vallejo, 72). Y a un nivel más particular, Carlos representa al alumno que se ha
sometido a las normas de la institución e Ignacio representa al alumno que no se
somete. Carlos ha hecho de sí lo que el Instituto ha querido hacer de él e Ignacio hace de
sí lo que está más allá de la búsqueda que el Instituto le impone, porque está
preocupado por una cuestión más interior, más honda que aquella felicidad de mentiras
que reina allí. Él lo ha expresado bien: “Estoy ardiendo por dentro; ardiendo con un
fuego terrible, que no me deja vivir y que puede hacernos arder a todos… Ardiendo en
esto que los videntes llaman oscuridad, y que es horrorosa…, porque no sabemos, lo que
es” (Buero Vallejo, 74). ¿Cómo podría ser Ignacio obediente al orden apolíneo del
instituto cuando está aunado con la naturaleza y con su caos esencial?
Buero Vallejo no ha hecho a Ignacio ‘ vidente’ en el sentido que dicen los ciegos de la
institución, pues así como la sociedad apolínea, sólo aspiran a un mundo ilusorio del
bienestar. Lo hace vidente en cuanto a la revelación de una inquietud interior (así como
lo está el intoxicado dionisíaco). Ignacio no cree sino en lo que la verdad le muestra y
por esto es que la apolínea Juana lo describe así: “Ese Ignacio tiene algo indefinible que
me repele” (Buero Vallejo, 68). Carlos trata de brindarle esa felicidad fingida que reina
en el Instituto para que deje sus preocupaciones y no afronte el abismo, que es una
propiedad de Apolo en su lucha contra Dionisos.
El falso yo público, por fácil y cómodo que sea, tiene dos importantes repercusiones que
señalan tanto Buero Vallejo como Unamuno. Por una parte destruye las demás formas
auténticas de trato con el mundo, presentando una dura concha que aísla de todo
contacto al yo interior. Unamuno utilizaba con frecuencia la analogía del crustáceo para
este fenómeno psicosocial, argumentando que si el individuo fuera a llevar una vida
totalmente humana, debería dejar expuesto su lado indefenso. Esta analogía
proporciona un modelo muy útil para interpretar la última escena de En la ardiente
oscuridad, en la cual Carlos repite, palabra por palabra, el ardiente deseo de Ignacio por
ver las estrellas. Aquí se revela cómo el espíritu de éste ha entrado en Carlos, que ya ha
dejado exponer su lado más indefenso de sufrimiento, dimensión de su ser que casi
había dominado por completo la dura coraza de la ‘ moral de acero’ que personifica.
Por otra parte el falso yo público, al crear la condición de encierro, podría terminar
eliminando toda vida interior (Johnston, 103).
Ambos dramaturgos hacen un llamado a hacer más rica y más verdadera la experiencia
del mundo.[23] I. Feijoo apunta que Unamuno y Buero Vallejo nos dan “esa esperanza
cuya ilusión vitalizadora sobrepuja a todo conocimiento racional, diciéndonos que hay
siempre algo irreductible a la razón” (Iglesias Feijoo, 64).
Unamuno había señalado ya el deseo del asesino en su obra de vivir sin conocer, así
como el Carlos de Buero Vallejo, antes de su “transformación”. En El otro, el otro dice:
“Verse es morirse, ama. O matarse. Y hay que vivir aunque sea a oscuras. Mejor a
oscuras” (Unamuno, 972) con lo que señala que lo que se puede llamar ‘ apoloneidad’
no debe reinar, pues sólo lleva a la ilusión. Los humanos no pueden verse a sí mismos
mediante la razón, no se pueden controlar maquinalmente, pues siempre hay algo más
allá de lo que se ve, y que de todos modos los constituye como seres.[24] Pedro Salinas
ha captado esta interioridad: “Hay un desdoblamiento de la personalidad en El otro que
superficialmente podría tomarse como un recurso teatral. (…) En nuestro caso, ese
desdoblamiento es (…) un drama del alma por excelencia” (García Blanco, 146). Estas
palabras se pueden aplicar, sin problema, a En la ardiente oscuridad. Es decir, con Julián
Zugazagoitia, que los autores proponen esta consigna: “Quedémonos con la inquietud,
con el desvelo que produce en todo ánimo el misterio, que es, en definitiva, acatar
nuestro propio destino indescifrable de criaturas dramáticas” (García Blanco, 158).
Para nombrar la cuestión de la interioridad tanto Buero Vallejo como Unamuno han
usado la imagen de la visión. Por ejemplo dice el personaje de Unamuno: “Si, estalló el
misterio, se ha puesto a razón la locura, se ha dado a luz a la sombra” (Unamuno, 981) y
en En la ardiente oscuridad hay un ciego que es vidente, lo cual para la lógica es un
contrasentido, a menos que se tome la palabra ‘ vidente’ por el que comprende y ve
más allá del común de los hombres. Entonces se entiende que la revelación hace ver
(comprender) distinto. Es gracias a la filosofía nietzscheana que se comprenden palabras
de la obra como “La vida mata, pero da vida, da vida en la misma muerte” (Unamuno,
1021). Se trata de esa transformación al interior del que cambia su modo apolíneo de
ser por un modo dionisíaco, como sucedió a Carlos.
La obra trae dos epígrafes que resultan aclarados si se tiene en cuenta lo que hace
Carlos a Ignacio. El primero es una cita del Evangelio según San Juan: “Y la luz en las
tinieblas resplandece, mas las tinieblas no la comprendieron” (Buero Vallejo, 43), con lo
que apunta el dramaturgo a que las sombras apolíneas no pueden entender la luz de
dionisios.[25] El segundo es una cita de Miguel Hernández:
Se indica que las sombras recogen lo que hay de luz, y a causa de su ceguera lo absorben
y lo recogen en cavernas que no le permiten ser. Es un abrazo ciego, como el que
intentó dar Carlos a Ignacio para transformarlo. Pero Dionisos es claro en las tinieblas,
allí donde la ‘ apoloneidad’ no comprende lo ‘ fuera de lo normal’ , lo que irrumpe en la
lógica impuesta. Muchos son los que han afirmado que “El elemento de la ceguera en
Ignacio y en Carlos, posibilita el distanciamiento del público” (Rice, 10), pero no se trata
tan sólo de un elemento técnico si no de un elemento vital que se ha puesto ante los
espectadores con significados esenciales para su existencia.[26]
Que Buero Vallejo cree en la tragedia como forma de expresión hace que los
espectadores actúen “por directa impresión estética” ya que la emoción es esencial
para suscitar el deseo de efectuar cambios (Rice, 12).[28] Nietzsche, por ejemplo, se
refiere en su libro a Edipo como a un sabio (Nietzsche, 90–91) pues ha conocido la
verdad con el mayor dolor y en contra de la naturaleza organizada por un principio
apolíneo. Esto mismo lo hace Buero Vallejo en su obra con Carlos, para mostrar que
alcanzar la verdad implica un elevado costo psicológico y que en la existencia la
conciencia de esa verdad es, esencialmente, dolorosa. Su lucha es contra lo que se
podría llamar la “apolonización” de la cultura.
Así el desenlace trágico y los móviles profundos de los personajes de En la ardiente
oscuridad obedecen a pautas reconocibles en lo que Nietzshe planteó. Curiosamente
Buero Vallejo en un aparte de su conferencia sobre “Problemas del teatro actual”, en
que habla sobre la participación del público en la acción dramática, deja ver su
entendimiento de las fuerzas divinas del pensador alemán ya mencionadas:
Si ustedes me toleran la relativa pedantería del término, diré que hace algún tiempo,
aludiendo al momento de desorientada y crispada participación en el que nos
encontramos, me permití llamar a todo esto, recordando el felicísimo léxico de
Nietzsche, “una subida de nivel de lo dionisíaco”. Efectivamente, a primera vista parece
que ello se podría calificar así de forma correcta. ¿Estamos en una subida de nivel de lo
dionisíaco? Parece que sí. (…) Pero, a pesar de haber sido yo mismo quien se atrevió a
bautizarlo así hace algún tiempo, tengo mis reservas. Porque lo dionisíaco es una
palabra muy seria y quizá en las actuales manifestaciones protestatarias de la sociedad y
en las actuales manifestaciones protestatarias del teatro no terminemos de advertir su
seriedad profunda —o sea, la salud—que lo dionisíaco tendría que tener. Lo dionisíaco,
ustedes lo saben, y yo me excuso por esta pequeña petulancia de léxico, que ya
reconozco que no es mía, que es nietzscheana; [lo dionisíaco es una de las fases
esenciales de la tragedia], al menos según Nietzsche. Pero es una faceta que, para que el
espectáculo se constituya en algo realmente importante y sólido, necesita [el
contrapeso de lo apolíneo]. Parece que las corrientes actuales, por lo menos estas
formas extremadas de que acabamos de hablar, quieren abundar en lo dionisíaco como
una forma de ruptura cada vez más clara y más radical con las mentiras de la sociedad
actual. Pero quizá no logran una cosa realmente consistente, porque no aciertan o no
pueden unir a ello el contrapeso de lo apolíneo. Y sin ese contrapeso tampoco existe
Dionisos; sólo existe la neurosis (Nicholas 124–125).[29]
(…) Cuando el teatro ha intentado algo realmente integrador, totalizador del hombre,
sus claridades y sus enigmas, ha vuelto a la tragedia, que ya englobó y superó al
ditirambo y que, naturalmente, no es, como se suele decir, un género cerrado y fatídico.
No: es un género esperanzado y abierto (Nicholas 127).[30]
Esta cita, aunque es de 1970 (Nicholas, 124), unos 21 años después de la puesta en
escena inicial de En la ardiente oscuridad, no deja duda sobre el dominio que tenía el
dramaturgo español de la filosofía del alemán. De todos modos, no puede dar cuenta de
cómo es que Buero Vallejo se apropió de las fuerzas divinas de Nietzsche para incluirlas
en su obra. Este trabajo se ha escrito teniendo en cuenta la necesidad de sustentar, con
sujeción a la cronología, la presencia de la primera obra de Nietzsche en esta gran obra
de teatro. Hasta que aparezcan nuevos datos, se sabe que el vehículo para que Buero
Vallejo llegara a Nietzsche fue Unamuno. La cita permite ver en Buero Vallejo, no sólo la
comprensión de la convivencia Dionisos–Apolo en la tragedia, sino la necesidad de ella
para crear un cambio consistente en la realidad. Buero Vallejo llegó lejos pues no le
bastó mostrar a través del arte si no que esperó una acción consiguiente. Vio que la
fórmula de Nietzsche es aplicable en la vida misma, pues con ella definió una actitud del
público y de los dramaturgos.
El pensamiento nietzscheano, sometido a una tergiversación nefasta, fue empleado por
algunos en España para gestar la dictadura que azotó a ese país (Sobejano, 644–663), en
la misma manera en que los dirigentes nazis lo hicieron en Alemania. Buero Vallejo, en
cambio, sin trastocarlo, lo usó en una obra de arte para que se viviera más intensamente
el misterio de la vida, como quería el propio Nietzsche (Naranjo, 143).[31] El filósofo
alemán veía ya, con la lucidez que le era propia, la hecatombe que conllevaba el
maltrato a los judíos de parte de los alemanes en su propia época (Janz, tomo III, 209,
332, 334, 335, 338, 344). Él mismo dijo, refiriéndose a Bernhard Forster: “(…) entre un
ganso antisemita sediento de venganza y yo no existe reconciliación posible” (Janz,
tomo III, 209). Esto desembocaría en el fascismo y en el anti–semitismo nazi, que influyó
a su vez en la dictadura franquista. Es en el contexto de esta última que la pieza teatral
de Buero Vallejo debe leerse, pues su verdad intrínseca ataca de raíz el pensamiento
autoritario militar que tanto se asemeja al instituto de ciegos. Si los nazis no
comprendieron las ideas de Nietzsche fue por incapacidad de ver un pensamiento que
desde El nacimiento de la tragedia hasta las últimas obras es un profundo canto de vida
plena y sana. Buero Vallejo sí asimiló y revitalizó este legado a través del arte. Las
críticas a su falta de propuesta política directa y explícita en su teatro que le hizo el
importante dramaturgo y coterráneo suyo, Alfonso Sastre, no tuvieron en cuenta el peso
filosófico de su obra que, sin adherirse a un partido político establecido al modo
apolíneo, sin embargo toca temas centrales que incumben a la humanidad entera.
https://www.e-torredebabel.com/Historia-de-la-
filosofia/Filosofiacontemporanea/Nietzsche/Nietzsche-Apolineo.htm
Apolíneo
Apolo era uno de los dioses más venerados por los griegos, le erigieron muchos
templos y a su oráculo acudían cuando deseaban conocer el futuro o aspectos oscuros
de su existencia. Los griegos lo consideraron como el dios de la juventud, la belleza, la
poesía, y las artes en general. Pero, según Nietzsche, expresaba para ellos mucho más,
un modo de estar ante el mundo: era el dios de la luz, la claridad y la armonía, frente al
mundo de las fuerzas primarias e instintivas. Representaba también la individuación, el
equilibrio, la medida y la forma, la racionalidad. Para la interpretación tradicional toda la
cultura griega era apolínea, y el pueblo griego el primero en presentar una visión
luminosa, bella y racional de la realidad. Nietzsche es contrario a esta interpretación
pues afirma que es correcta para el mundo griego a partir de Sócrates, pero no para el
mundo griego anterior, considerado por nuestro filósofo como el momento más
característico del espíritu griego. Frente a lo apolíneo los griegos opusieron lo dionisíaco,
representado con la figura del dios Dionisos, dios del vino y las cosechas, de las fiestas
báquicas presididas por el exceso, la embriaguez, la música y la pasión; pero, según
Nietzsche, con este dios representaban también el mundo de la confusión, la deformidad,
el caos, la noche, el mundo instintivo, la disolución de la individualidad y, en definitiva, la
irracionalidad. La auténtica grandeza del mundo griego arcaico estribaba en no ocultar
esta dimensión de la realidad, en armonizar ambos principios, en considerar incluso que
lo dionisíaco era la auténtica verdad. Sólo con el inicio de la decadencia occidental, ya
con Sócrates y Platón, los griegos intentan ocultar esta faceta inventándose un mundo
de legalidad y racionalidad (un mundo puramente apolíneo, como el que fomenta el
platonismo). Sócrates inaugura el desprecio al mundo de lo corporal y la fe en la razón,
identificando lo dionisíaco con el no ser, con la irrealidad.
En sus obras posteriores, Nietzsche recoge y desarrolla esta idea del inicio de la
decadencia occidental en la Grecia clásica: Platón instauró el error dogmático más
duradero y peligroso: "el espíritu puro", el "bien en sí", el platonismo o creencia en la
escisión de la realidad en dos mundos (el "Mundo Sensible" y el "Mundo Inteligible o
Mundo Racional"). Este dogmatismo es síntoma de decadencia pues se opone a los
valores del existir instintivo y biológico del hombre. La degeneración de la cultura en
virtud de la filosofía griega triunfó en la cultura occidental con el ascenso de la moral
judeocristiana y del monoteísmo, pervirtiendo desde la raíz el mundo occidental. Así, la
crítica de Nietzsche a la cultura occidental se refiere a todos los ámbitos, pues "Filosofía,
religión y moral son síntomas de decadencia" ("La voluntad de poder"), la filosofía por
inventar un mundo racional, la religión un mundo religioso y la moral un mundo moral;
en definitiva, la decadencia del espíritu griego antiguo supuso el triunfo de lo apolíneo
sobre lo único real, según Nietzsche, lo dionisíaco.
https://www.e-torredebabel.com/Historia-de-la-
filosofia/Filosofiacontemporanea/Nietzsche/Nietzsche-Dionisiaco.htm
Dionisíaco
Concepción del mundo típica del mundo griego anterior a la aparición de la filosofía.
Representa el “espíritu de la tierra” o valores característicos de la vida.
El dios griego Dionisos (Baco para los romanos) era el dios de la vida vegetal y del
vino, fue muy importante para este pueblo, y a él rindieron culto las bacantes. Nietzsche
hace una interpretación de este dios que va más allá de su significado ordinario,
considerando que con esta figura mítica los griegos representaban una dimensión
fundamental de la existencia, que expresaron en la tragedia y que quedó relegado en la
cultura occidental: la vida en sus aspectos oscuros, instintivos, irracionales, biológicos.
Aunque Nietzsche explica este término en su obra juvenil “El nacimiento de la
tragedia”, nunca lo abandonó, y lo podemos utilizar como metáfora de lo que más tarde
llamó “voluntad de poder”.
https://aquileana.wordpress.com/2007/08/15/lo-apolineo-lo-dionisiaco/
Los dioses griegos, con la perfección con que se nos aparecen ya en Homero, no pueden
ser concebidos, ciertamente, como frutos de la indigencia y de la necesidad. Todas estas
figuras respiran el triunfo de la existencia, un exuberante sentimiento de vida acompaña
su culto. No hacen exigencias: en ellas está divinizado lo existente.
I) Apolo.
El dios de la bella apariencia tiene que ser al mismo tiempo el dios del conocimiento
verdadero. Pero aquella delicada frontera que a la imagen onírica no le es lícito
sobrepasar para no producir un efecto patológico, pues entonces la apariencia no sólo
engaña, sino que embauca, no es lícito que falte tampoco en la esencia de Apolo:
aquella mesurada limitación, aquel estar libre de las emociones más salvajes, aquella
sabiduría y sosiego del dios-escultor. Su ojo tiene que poseer un sosiego solar: aun
cuando esté encolerizado y mire con malhumor, se halla bañado en la solemnidad de la
bella apariencia. La mirada, lo Bello, la apariencia delimitan el ámbito del arte apolíneo;
es el mundo transfigurado del ojo, que en sueños, con los párpados cerrados, crea
artísticamente.
Para poder respetar los propios límites hay que conocerlos: de aquí la admonición
apolínea: conócete, a tí mismo. Pero el único espejo en que el griego apolíneo podía
verse, es decir, conocerse, era el mundo de los dioses olímpicos: y en éste reconocía él
su esencia más propia, envuelta en la bella apariencia del sueño. La mesura, bajo cuyo
yugo se movía el nuevo mundo divino, era la mesura de la belleza: el límite que el griego
tenía que respetar, era el de la bella apariencia. La finalidad más íntima de una cultura
orientada hacia la apariencia y la mesura sólo puede ser, en efecto, el encubrimiento de
la verdad.
Apolo
II) Dionisios.
El arte dionisíaco, en cambio, descansa en el juego con la embriaguez, con el éxtasis. Dos
poderes sobre todo son los que al ingenuo hombre natural lo elevan hasta el olvido de sí
que es propio de la embriaguez, el instinto primaveral y la bebida narcótica. Sus efectos
están simbolizados en la figura de Dionisos. En ambos estados el principium
individuationis queda roto, lo subjetivo desaparece totalmente ante la eruptiva violencia
de lo general-humano, más aún, de lo universal-natural. El éxtasis del estado dionisíaco,
con su aniquilación de las barreras y límites habituales de la existencia, contiene,
mientras dura, un elemento letárgico, en el cual se sumergen todas las vivencias del
pasado.
Dionisios.
https://www.arteallimite.com/2016/06/27/armonia-versus-vitalidad-el-choque-entre-
lo-apolineo-y-lo-dionisiaco/
Naturaleza contra civilización, armonía versus caos, luz ante oscuridad. La dualidad de
lo apolíneo y lo dionisíaco se remonta a los dioses griegos de Apolo, dios del sol, y
Dioniso, dios del vino y la embriaguez. Fue Nietzsche, en su obra El nacimiento de la
Tragedia, quien daría mayor alcance a esta dualidad tan conocida en el arte.
En una oposición que se atrae, cada uno de estos polos supone la presencia del otro. Un
ejemplo de lo apolíneo en el arte es la representación de la calma y luz contenida en lo
divino. En la Europa Medieval esto se opone al demonio, o dios terrenal, quien encierra
en sí el desenfreno e impulso vital propio de lo dionisíaco. También este goce placentero
se podía ver en la antigua Grecia, en donde se llevaban a cabo carnavales en honor a la
cosecha de vid. Se bebía vino y se ingerían narcóticos en un ambiente de absoluta
permisividad.
Las guerras mundiales que marcaron la primera mitad del siglo XX influenciaron
profundamente la sensibilidad de los artistas de aquel período. Surgieron movimientos
vanguardistas que retrataban con crudeza el período entre guerras. Un ejemplo de
aquello son los paisajes pintados por Max Ernst (1891-1976), que muestran un
panorama desolador e infernal surgido como producto de barbáricas batallas armadas.
https://revistas.uis.edu.co/index.php/revistafilosofiauis/article/view/3511/4891
RESUMEN
en Nietzsche el pensar mismo se presenta orientado hacia una destrucción total de las
categorías metafísicas, pero también como una apertura de caminos que muestran un
nuevo modo de hacer filosofía para habitar y relacionarse con el mundo. En este
sentido, el problema general que recorre nuestra investigación es indagar si Nietzsche
efectivamente logra destruir la metafísica y anunciar una nueva experiencia del ser, o
queda apresado por las estructuras de las categorías metafísicas.
ABSTRACT
En Nietzsche el pensar mismo se presenta orientado hacia una destrucción total de las
categorías metafísicas, pero también como una apertura de caminos que muestran un
nuevo modo de hacer filosofía para habitar y relacionarse con el mundo. En este
sentido, el problema general que recorre nuestra investigación es indagar si Nietzsche
efectivamente logra destruir la metafísica y anunciar una nueva experiencia del ser, o
queda apresado por las estructuras metafísicas.
La metafísica que Nietzsche combate no puede ser superada a través de una simple
inversión, que significa repetir su lógica en otros términos, ni mediante la destrucción
absoluta de la disyunción, que significa la afirmación de un monismo que supone la
ausencia de libertad. Nietzsche lleva adelante tal destrucción a partir de la figura del
filósofo topo, cuya tarea consiste en realizar un análisis genealógico de la cultura,
socavando sus fundamentos y sus presupuestos últimos con el objeto de hacer estallar
las bases de las categorías que rigen el pensar occidental. Fundamento, bien, verdad,
ciencia y razón son algunos de los conceptos que somete a dicha destrucción. Como
sostiene Cragnolini, su tarea consiste en llevar estos conceptos al límite del
pensamiento, para, de este modo, mostrar qué significan en realidad, y allí, en el límite,
observar sus grietas y fisuras para lograr moverse por medio de ellos. En este sentido,
como afirmamos arriba, la filosofía de Nietzsche no apunta a una simple inversión ni a la
destrucción de las oposiciones metafísicas en pos de un monismo, sino que su tarea
puede ser caracterizada como subversiva. Así, pues, sostenemos que en El nacimiento
de la tragedia Nietzsche socava las bases mismas del sistema del pensamiento
metafísico, y destruye su fundamento: la arkhé, en torno al cual se han constituido el
pensamiento y la cultura occidental en su totalidad. De este modo, queda en suspenso
todo par de contrarios de la lógica de oposición y se revela lo que verdaderamente hay
que pensar: el entre, el medio de las oposiciones (Cragnolini, 2007, p. 14).
Mucho es lo que habremos ganado para la ciencia estética cuando hayamos llegado no
sólo a la intelección lógica, sino a la seguridad inmediata de la intuición de que el
desarrollo del arte está ligado a la duplicidad de lo Apolíneo y de lo Dionisíaco […]
entre los cuales la lucha es constante y la reconciliación se efectúa solo
periódicamente (KSA I, GdT 1, p. 25. NdT 1, p. 40).
Apolo no es solo el dios del sueño, que produce la forma bella, sino también el dios que
produce la forma real de las cosas y del mundo en general. Es el principium
individuationis, el fundamento de la particularidad que aparece en el espacio y en el
tiempo. Por otro lado, la embriaguez es aquel estado en que salimos de nosotros
mismos, donde aparece el caos, el devenir es constante, se está fuera de sí y se forma
parte de un caos informe, dado que:
[…] cuando se produce esa misma infracción del principium individuationis, asciende
desde el fondo más íntimo del ser humano, y aún de la misma naturaleza, habremos
echado una mirada a la esencia de lo dionisíaco a lo cual la analogía de la embriaguez
es la que más la aproxima a nosotros […] en cuya intensificación lo subjetivo
desaparece hasta llegar al completo olvido de sí… (KSA I, GdT 1, p. 28. NdT 1, pp. 43-
44).
Las tragedias griegas, entonces, surgen a través de las fuerzas dionisíacas encarnadas en
el poeta trágico, quien exaltado por la divinidad intuye tal acontecimiento apropiante —
que consiste en la manifestación apolínea del movimiento caótico - dionisíaco—.
Es una tradición irrefutable que, en su forma más antigua, la tragedia griega tuvo como
objeto único los sufrimientos de Dioniso, y que durante larguísimo tiempo el único
héroe presente en la escena fue cabalmente Dioniso. Mas con igual seguridad es lícito
afirmar que nunca, hasta Eurípides, dejó Dioniso de ser el héroe trágico, y que todas
las famosas figuras de la escena griega, Prometeo, Edipo, etc., son tan sólo máscaras
de aquel héroe originario, Dioniso. La razón única y esencial de la “idealidad” típica,
tan frecuentemente admirada, de aquellas famosas figuras es que detrás de todas esas
máscaras se esconde una divinidad […] Dioniso verdaderamente real aparece con una
pluralidad de figuras, con la máscara de un héroe que lucha, y, por así decirlo, aparece
preso en la red de la voluntad individual […] En verdad, sin embargo, aquel héroe es el
Dioniso sufriente de los Misterios, aquel dios que experimenta en sí los sufrimientos
de la individuación (KSA I, GdT 10, pp. 71-72. NdT 10, pp. 96-97).
La imagen primordial del ser humano, la expresión de sus emociones más altas y
fuertes, en cuanto era el entusiasta exaltado al que extasía la proximidad del dios, el
camarada que comparte el sufrimiento, en el que se repite el sufrimiento del dios, el
anunciador de una sabiduría que habla desde lo más hondo del pecho de la naturaleza,
el símbolo de la omnipotencia sexual de la naturaleza, que el griego está habituado a
contemplar con respetuoso estupor (KSA I, GdT 8, p. 58. GdT 8, p. 80).
El coro ditirámbico es un coro de transformados, en los que han quedado olvidados del
todo su pasado civil, su posición social: se han convertido en servidores intemporales
de su dios, que viven fuera de todas las esferas sociales. […] Transformado de este
modo, el entusiasta dionisíaco se ve a sí mismo como sátiro (ya que la procesión de los
sátiros en su origen se hace en honor de Dioniso), y como sátiro ve también al dios, es
decir, ve, en su transformación, una nueva visión fuera de sí, como consumación
apolínea de su estado. Con esta nueva visión queda completo el drama (KSA I, GdT 8,
p. 61. NdT 8, p. 84).
Así queda configurada la obra de arte que se expresa en las tragedias, esto es, “como
coro dionisíaco que una y otra vez se descarga en un mundo apolíneo de imágenes”
(KSA I, GdT 8, pp. 59-60. NdT 8, pp. 82-83). El objetivo del coro es extasiar
dionisíacamente al público hasta el momento en que el héroe trágico aparezca, para que
no solo vean a un hombre con una máscara sino a una figura nacida de su propio éxtasis.
Ahora bien, comprender las fuerzas apolíneas solo como esfuerzo y defensa frente al
devenir-caos de las fuerzas dionisíacas es reducir el ser a principio (como fundamento de
lo ente), esto es, al instinto de auto - conservación con caracteres onto-teo-lógicos de la
ciencia metafísica. Pero lo que pretendemos aquí es abrir un camino, entre otros, cuya
comprensión del ser supere las vías del modo de fundamentación metafísica, socavando
su presupuesto fundamental, el de su unidad. Ello conlleva la necesidad de redefinir, en
términos no metafísicos, la relación ser-ente, donde el problema por pensar sea el
medio, el entre de aquellos polos, y no la decisión de uno de ellos. Desde la perspectiva
del joven Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, dicho problema podría enunciarse
así: lo que en un primer momento Nietzsche parece insinuar como liberación de lo
dionisíaco —en favor de la bella apariencia de la racionalidad de las formas ordenadas:
la entidad del ente— es, en realidad, en vías a la superación de la metafísica y al pensar
por oposiciones, liberar lo dionisíaco. Si partimos de la tesis general de la obra, según la
cual lo apolíneo y lo dionisíaco son fuerzas complementarias de la génesis de lo real,
pareciera que en el transcurso de la obra Nietzsche va inclinando la balanza y, en última
instancia, reduce lo apolíneo a lo dionisíaco. Esto es así, pero debemos señalar cómo
debe interpretarse, pues leído desde la tradición metafísica pareciera haber aquí una
decisión por uno de los polos, donde lo dionisíaco se presenta como el fundamento y el
presupuesto que coincide con la unidad que configura a la metafísica en cuanto onto-
teo-lógica —recordemos que para Heidegger la metafísica se ha constituido, en cuanto
tal, onto-teo-lógicamente: “La constitución de la esencia de la metafísica yace en la
unidad de lo ente en cuanto tal en lo general (onto-logía), y en lo supremo (teo- logía)”
(“In der Einheit des Seienden als solchen im Allgemeinen und im Höchsten beruht die
Wesensverfassung der Metaphysik”) (Heidegger, 1990, p. 133)—. Pero liberar lo
dionisíaco significa, en el contexto nietzscheano, la imposibilidad de toda reducción
disyuntiva en la comprensión de lo real; ello posibilita la apertura y el movimiento que
fluye por medio de toda oposición, generando y destruyendo toda multiplicidad
(Esperón, 2010, pp. 94-96). Lo dionisíaco es el escalón que nos lleva a pensar la realidad
por medio o entre las oposiciones metafísicas donde, aleatoriamente, con necesidad, se
producen multiplicidades y se aniquilan.
Liberar lo dionisíaco significa la afirmación del ser como devenir, cuya intercesión forma
al mundo de las apariencias ordenadas, en el sentido de “libre ejercicio de las fuerzas
metaforizantes de una vitalidad inventiva originaria que no se contenta con haber
alcanzado un plano de seguridad y libertad garantizada por la ciencia” (Vattimo, 2003, p.
51). Desde esta perspectiva, siguiendo el análisis nietzscheano de la tragedia, Deleuze
sostiene que “Dionisos es presentado con insistencia como el dios afirmativo y
afirmador” (Deleuze, 1986, p. 23), porque Dionisos se expresa en la multiplicidad de
entes diferentes; esto significa afirmar el dolor del crecimiento más que los sufrimientos
de la individuación. La multiplicidad es afirmada por Dionisos y no justificada o
fundamentada en una instancia o nivel superior, lo que supone la reducción disyuntiva.
Dado que en el sufrimiento y el desgarro dionisíaco no hay posibilidad de sustracción, el
sufrimiento se convierte en plena afirmación del movimiento de múltiples y diferentes
intensidades en interrelación sobre un plano inmanente. De este modo, puede
sentenciar Deleuze: “Dionisos afirma todo lo que aparece, incluso el más áspero
sufrimiento, y aparece en todo lo que afirma ya que la afirmación múltiple o pluralista es
la esencia de lo trágico” (Deleuze, 1986, p. 28). En este sentido, lo trágico afirma la
diferencia, esto es, la fiesta de lo múltiple como única dimensión, y solo lo trágico se
halla en la multiplicidad; la tragicidad es la afirmación de lo diferente en cuanto tal:
“Trágico designa la forma estética de la alegría” (Deleuze, 1986, p. 29). Lo trágico remite
a la alegría que trae el juego a los niños, dado que jugar es afirmar el devenir, y el
devenir se resuelve en diferencia-diferenciante que diferencia lúdicamente. Podemos
afirmar que lo trágico no está fundado en una oposición reduccionista y totalizadora,
sino en una relación esencial con la alegría de afirmar lo múltiple, que es movimiento de
fuerzas dionisíacas. Es por ello que Nietzsche revindica, contra el pathos de pesadumbre
y dramatismo de la tragedia, al Dionisos heroico, afirmador, que baila y canta.
De este modo, el arte trágico afirma el devenir, y el devenir se afirma en el arte. “Según
Nietzsche lo trágico nunca ha sido comprendido: trágico = alegre […]. No se ha
comprendido que lo trágico era positividad pura y múltiple, alegría dinámica. Trágico es
la afirmación: porque afirma el azar y, por el azar, la necesidad; porque afirma el devenir
y, por el devenir, el ser; porque afirma lo múltiple y, por lo múltiple, lo uno” (Deleuze,
1986, p. 55).
Aquí el mar es la comprensión nietzscheana del ser como devenir de fuerzas diferentes,
siempre oscilante y sin puntos fijos de donde sostenerse. Fuerza es superación, devenir
y negación de la identidad de lo particularizado; además, fuerza es siempre apertura
hacia una posible novedad que engendra multiplicidad. La filosofía dionisíaca no apunta
a la sustitución de un ente, fundamental y supremo, por otro (onto-teo-logía), sino que
es la afirmación de la potencia, del flujo de fuerzas diferentes, como condición de
posibilidad de la emergencia de toda multiplicidad, esto es, de la afirmación, sin más, de
la multiplicidad. Ello destruye el principio de identidad, supuesto en la metafísica, que
posibilita la reducción de la realidad a la lógica de oposición.
Para concluir, entonces, lo dionisíaco puede ser comprendido como el flujo de fuerzas
que funda todo fenómeno; y como expresión estética trágica, debe ser comprendido
como “puesta en escena” de fuerzas dionisíacas a través y por medio de recursos
apolíneos. Así, concluye Nietzsche:
El éxtasis del estado dionisíaco, con su aniquilación de las barreras y límites habituales
de la existencia, contiene, en efecto, mientras dura, un elemento letárgico, en el que
se sumergen todas las vivencias personales del pasado [...] Consciente de la verdad
intuida, ahora el hombre ve en todas partes únicamente lo espantoso o absurdo del
ser […] Aquí, en este peligro supremo de la voluntad, aproximase a él el arte, como un
mago que salva y que cura: únicamente él es capaz de retorcer esos pensamientos de
náusea sobre lo espantoso o absurdo de la existencia convirtiéndolos en
representaciones con las que se puede vivir (KSA I, GdT 7, pp. 56-57. NdT 7, pp. 78-79).
“El SOCRATISMO” COMO LA PUESTA EN MARCHA DE LA RACIONALIDAD TECNO-
CIENTÍFICA
Dioniso había sido ahuyentado ya de la escena trágica, y lo había sido por un poder
demónico que hablaba por boca de Eurípides. También Eurípides era, en cierto
sentido, solamente una máscara: la divinidad que hablaba por su boca no era Dioniso,
ni tampoco Apolo, sino un demon que acababa de nacer, llamado Sócrates. ésta es la
nueva antítesis: lo dionisíaco y lo socrático, y la obra de arte de la tragedia pereció por
causa de ella (KSA I, GdT 12, p. 83. NdT 12, p. 109).
Basta con recordar las consecuencias de las tesis socráticas: “la virtud es el saber; se
peca sólo por ignorancia; el virtuoso es el feliz”; en estas tres formas básicas del
optimismo está la muerte de la tragedia. Pues ahora el héroe virtuoso tiene que ser un
dialéctico, ahora tiene que existir un lazo necesario y visible entre la virtud y el saber,
entre la fe y la moral, ahora la solución trascendental de la justicia de Esquilo queda
degradada al principio banal e insolente de la “justicia poética”, con su habitual deus
ex machina (KSA I, GdT 14, p. 94. NdT 14, p. 122).
¿Cómo aparece ahora, frente a este nuevo mundo escénico socrático- optimista, el
coro y, en general, todo el sustrato dionisíaco-musical de la tragedia? Como algo
casual, como una reminiscencia, de la que sin duda cabe prescindir, del origen de la
tragedia, mientras que nosotros hemos visto, por el contrario, que al coro sólo se lo
puede entender como causa de la tragedia y de lo trágico en general (KSA I, GdT 14, p.
95. NdT 14, p. 122).
Con respecto al arte, se da una radical inversión del sentido estético. El nuevo arte es,
radicalmente, canónico, y establece los parámetros de la belleza de acuerdo con la
proximidad al ideal inteligible: todo tiene que ser comprensible para ser bello, análogo al
principio socrático de “solo el que sabe es virtuoso” (KSA I, GdT 12, p. 85. NdT 12, p.
111). De este modo, toda dimensión dionisíaca de la tragedia y del mundo es expulsada
del ámbito de la belleza; bello y trágico son nociones que se repelen, una aniquila a la
otra. La razón lógica no se limita a la mera descripción teórica del devenir múltiple de lo
real, sino que determina el mundo a imagen y semejanza de aquella idea que es capaz
de entender. Esta razón es la que se ha consumado en la moderna metafísica, que se
despliega actualmente a través de la tecno-ciencia. Ella transforma, domina y manipula
lo real conforme a un modelo permanente e invariable de perfección: “la idea”, y
pretende corregir el flujo del devenir de fuerzas allí donde este no se ajusta a la
determinación ideal. Todo devenir-múltiple es imperfecto, por ende, peligroso para el
ideal de seguridad y estabilidad que proporciona la idea. La ciencia se
vuelve praxis negativa contra el devenir de fuerzas diferentes.
Frente a este pesimismo práctico, Sócrates es el prototipo del optimismo teórico, que,
con la señalada creencia en la posibilidad de escrutar la naturaleza de las cosas,
concede al saber y al conocimiento la fuerza de una medicina universal, y ve en el
error el mal en sí. Penetrar en esas razones de las cosas y establecer una separación
entre el conocimiento verdadero y la apariencia y el error, eso parecióle al hombre
socrático la ocupación más noble de todas, incluso la única verdaderamente humana
(KSA I, GdT 15, p. 100. NdT 15, p. 129).
En el “socratismo-platonismo” solo se desarrolla el logos racional, cuyo carácter esencial
es la objetivación. Como consecuencia de ello se inauguró el pensamiento tecno-
científico que domina toda la historia occidental y se consuma en la moderna metafísica
de la subjetividad, en la que la razón y la acción del hombre se han vuelto instrumentos
para el dominio técnico de lo real. La ratio socrática es la fe en la organización científico-
técnica del mundo, que somete los instintos universales inmediatos a las exigencias
universales del saber. En la perspectiva del nuevo ideal de hombre hay otro elemento
decisivo: el paso a primer plano de la conciencia como instancia suprema de la
personalidad. La conciencia es elevada a instrumento para el saber fundamentado, es el
lugar de la ratio organizadora y clasificadora de la totalidad de lo real. La situación de
privilegio de la conciencia en su estructura formal, saber que no se sabe, es correlativa a
la visión del mundo como sistema racional que lleva consigo la organización y el dominio
tecno-científico de todo lo real. Ello se muestra claramente en la obra de arte, donde el
actor con su máscara y el público expectante nunca dejan de ser conscientes de sí, no
salen fuera de sí, sino que, aunque se simula ser otro, siempre se está en relación con la
propia identidad y continuidad de conciencia, que nunca ha de perderse.
La ratio socrática proporciona las condiciones subjetivas de la unidad de la conciencia,
que ahora es inalienable.
Pues es destino de todo mito irse deslizando a rastras poco a poco en la estrechez de
una presunta realidad histórica, y ser tratado por un tiempo posterior cualquiera como
un hecho ocurrido una vez, con pretensiones históricas… Pues ésta es la manera como
las religiones suelen fallecer: a saber, cuando, bajo los ojos severos y racionales de un
dogmatismo ortodoxo, los presupuestos míticos de una religión son sistematizados
como una suma acabada de acontecimientos históricos, y se comienza a defender con
ansiedad la credibilidad de los mitos… (KSA I, GdT 10, pp. 73-74. NdT 10, pp. 98-99).
Por otro lado, pareciera que Nietzsche propone o prepara un retorno a la experiencia
trágica al afirmar:
En esta cita la vuelta al pensamiento trágico no se propone como mero retorno al mito,
sino como un tipo de pensamiento peculiar, dado que la filosofía de Nietzsche es punto
de inflexión de modos de pensamiento, pues la metafísica occidental, cuya característica
distintiva es el devastador desarrollo tecno-científico del mundo y la cultura actual, ya
ha desplegado todas sus posibilidades. En este sentido, Nietzsche abre caminos para
pensar la realidad desde “otro lugar” o desde un “lugar fundamentante”, dado que la
recuperación del elemento dionisíaco otorga una dimensión sagrada a la realidad que
excede el logos hegemónico constituido en la historia de la metafísica occidental.
CONCLUSIÓN
Lo dionisíaco como zwischen: movimiento, apertura y diferencia absoluta. El fin de la
metafísica y el tránsito hacia otro modo del pensar
Por otro lado, cuando Nietzsche considera que en la Grecia del siglo V a. C. se impuso el
espíritu socrático, es decir, comenzó a organizarse el mundo como sistema de leyes
estables que la razón puede conocer y organizar a favor de la sociedad, está afirmando
que se impuso la civilización de la forma delimitada, de lo definido, la estabilidad de la
verdad como adecuación a reglas que posibilitan el desarrollo de la ciencia, donde se
pierde la dimensión de la sensibilidad para experimentar lo excepcional, las zonas de
horizontes no definidos, poesía o mito, por ejemplo, justamente de donde otras
civilizaciones han obtenido su fuerza creadora. En fin, cuando Nietzsche afirma que el
elemento socrático, la ratio fundamentadora, se ha independizado completamente y se
ha impuesto al elemento dionisíaco, muestra, a su vez, el malestar de la cultura
occidental que se manifiesta en la configuración de un hombre mediocre, dispuesto
como mercancía, que se define como trabajador y consumidor.
El signo característico de esta “quiebra”, de la que todo el mundo suele decir que
constituye la dolencia primordial de la cultura moderna, consiste, en efecto, en que el
hombre teórico se asusta de sus consecuencias, e, insatisfecho, no se atreve ya a
confiarse a la terrible corriente helada de la existencia: angustiado corre de un lado
para otro por la orilla. Ya no quiere tener nada en su totalidad, en una totalidad que
incluye también la entera crueldad natural de las cosas. Hasta tal punto lo ha
reblandecido la consideración optimista. Además, se da cuenta de que una cultura
construida sobre el principio de la ciencia tiene que sucumbir cuando comienza a
volverse ilógica, es decir, a retroceder ante sus consecuencias (KSA I, GdT 18, p. 119.
NdT 18, p. 149).
La lucha entre Dionisos y Apolo que aparece en El nacimiento de la tragedia es una lucha
histórica donde lo que está en juego es el principio de identidad, también como
configuración de las estructuras sociales que diferencian lo verdadero de lo falso, como
jerarquía de los conceptos y límites de los sujetos. En la época en que la tragedia ha
muerto en manos del ideal del socratismo es posible reencontrar o rememorar (An-
denken) a Dionisos en todo aquello que se da (Es-gibt), en aquello que, por su fuerza
diferenciante, desborda, en aquello donde hay exceso, y el ámbito del exceso es,
fundamentalmente, el arte, porque es allí donde se borran todos los límites, tanto de lo
real como de lo aparente; el arte se convierte en una violación y transgresión de toda
identidad entitativa y personal. El juego como exceso, que el arte representa, nos
empuja al abismo (Ab- grund), a la desfundamentación, dado que acontece sin más. No
hay necesidad de un fundamento último y absoluto, sino un devenir de fuerzas azarosas,
es decir, ningún fundamento trascendente ni trascendental; solo un exceso de juego
artístico que rompe y perfora por el medio toda estructura sistemática, social, científica
y cultural en general. La experiencia sagrada que el arte proporciona destruye toda
organización jerárquica dirigida por la subjetividad y fluye por medio de las oposiciones
metafísicas, creando multiplicidades y generando nuevos sentidos —la destrucción
nietzscheana del platonismo, y, en especial, la concepción del arte como subversión, ha
dado lugar a la recepción de su pensamiento en numerosas corrientes artísticas del siglo
XX, por ejemplo, las vanguardias, el expresionismo, el surrealismo, el dadaísmo,
etcétera—.
Habíamos afirmado que originariamente la tragedia era un gran canto del coro. La
preponderancia del coro correspondía al primado de la dramatización sobre la acción.
En el drama lo importante es el phatos, lo que se sufre, más que la concatenación lógica
y causal de las acciones. El drama sucede solo en la medida en que se llega a la afección.
Así, el verdadero protagonista del drama es Dionisos, el sufrimiento —Sufrimiento en el
sentido de la configuración dionisíaca en un ente, cuestión que puede llevar al equívoco
de comprender lo dionisíaco en relación con matices negativos, pero, por el contrario, lo
que subyace a nuestra interpretación es la afirmación dionisíaca del ser como devenir—.
representado en el drama es el de Dionisos (como afirmación absoluta del devenir), es el
sufrimiento de la individuación. De este modo, todos los horrores trágicos son máscaras
del dios: Prometeo es Dionisos, Edipo es Dionisos. Todos ellos despliegan el phatos del
sufrimiento de Dionisos en la individuación, de la que él, sin embargo, siempre se
sustrae. Así, parafraseando a Nietzsche, Dionisos se sustrae al lenguaje de Apolo,
aunque él también lo hable. Lo que sucede en torno al coro es una visión que implica el
sustraerse de Dionisos en cada una de las máscaras o individuaciones. Ahora bien, no
estamos diciendo que Dionisos sea considerado como fundamento de Apolo, sino que el
sustraerse mismo es el phatos, la superación de la individuación, en el sentido de que lo
dionisíaco no se detiene ni agota en los límites de esa configuración, sino que la excede;
ello conlleva la supresión del principio de identidad como fundamento de todo ente: ser
siempre otro y estar siempre en otro lugar. Esto significa, por un lado, que Dionisos es un
sin rostro porque tiene el rostro de todos sus héroes, porque es la inaparente
posibilidad de todas las apariencias, las realizadas, las todavía no realizadas y las que
nunca serán; pero, por el otro lado, Dionisos es aquello que amenaza toda figura, y
también es la posibilidad de todo aparecer. ¿Qué significa Dionisos?
Lo uno y lo otro. Dioniso es la posibilidad que vuelve posible, como la posibilidad que
niega toda posibilidad. Si se quiere pensar verdaderamente a Dioniso antes e
independientemente de Apolo, es decir como la dýnamis antes e independientemente
de la energeia —si verdaderamente hay voluntad de sustraerse, como está en la
intención de Nietzsche en la época de El nacimiento de la tragedia, a los silogismos de
Aristóteles, a la reconciliación con la dialéctica, a la certeza consoladora de la ciencia—
entonces es necesario pensar la sombra, o bien: Caos y Noche, como la posibilidad que
no necesita de nada, ni siquiera de ser “posibilidad”. Este Dionisos es verdaderamente
aídios (Vitiello, 1999, p. 88).
Es evidente que Nietzsche comprende al ser como devenir que todo destruye para
volver a construir; eso es Dionisos, flujo que fuga por el medio de oposiciones de la
metafísica. Del mismo modo que en Heidegger aparece una comprensión del ser
como Ab-grund, Nietzsche comprende al ser como devenir en la figura Dionisos, y, en
este sentido, también hay aquí una problematización de Dionisos como abismo, en
cuanto posibilidad posibilitante, diferencia diferenciante, vida que acepta la muerte para
dar nueva vida —Vitiello considera que, llegado a este punto, Nietzsche se mantiene
dentro de la tradición metafísica en cuanto piensa dentro de las oposiciones metafísicas,
pues Dionisos representa la contradicción vida-muerte, posibilidad-imposibilidad;
justamente esta cuestión es la que discutimos en este apartado (92)—.
Lo dionisíaco también puede ser comprendido como juego, en tanto genera límites en el
tiempo y a su vez los excede, los disuelve en la donación que implica la apertura
del medio, de la diferencia. Pero la diferencia es diferenciante, es una diferencia móvil
que diferencia lúdicamente. Jugando, Dionisos perfora el engaño ficcional apolíneo,
atraviesa las figuras aparentes para sumergirse en el flujo de fuerzas cósmicas. Las
figuras finitas y temporales son experimentadas como baile y danza en la tragedia. Solo
así el hombre deja de ser amo y señor del mundo para volverse parte del devenir; siente
y percibe la realidad dinámica, donde nacimiento y muerte son formas trágicas de la
misma existencia que se repiten continuamente en el seno de la diferencia.
Ese aspirar a lo infinito, el aletazo del anhelo dentro del máximo placer por la realidad
claramente percibida, nos recuerdan que en ambos estados hemos de reconocer un
fenómeno dionisíaco, el cual vuelve una y otra vez a revelarnos, como efluvio de un
placer primordial, la construcción y destrucción por juego del mundo individual, de
modo parecido a como la fuerza formadora del mundo es comparada por Heráclito el
Oscuro a un niño que, jugando, coloca piedras acá y allá y construye montones de
arena y luego los derriba (KSA I, GdT 24, p. 153. NdT 24, p. 188).
*
Las obras de Nietzsche se citan según las Sämtliche Werke in 15 Bäden. Kritische
Studienausgabe — abreviadas como KSA— Hrsg. von G. Colli und M. Montinari,
Deutcher Taschenbuch Verlag/Walter de Gruyter, München/Berlin/New York, 1980. En
adelante utilizaremos para las referencias bibliográficas la sigla mencionada (KSA), el
tomo y la sigla de la obra particular en cuestión, el capítulo y la página, en este caso,
para El Nacimiento de la Tragedia, KSA, I, GdT. Por otro lodo, todas las citas textuales de
la obra de Nietzsche se harán según las traducciones de Andrés Sánchez Pascual, que
pertenecen a la editorial Alianza de Madrid, 1986; en cualquier otro caso será aclarada
la procedencia de la traducción de los textos.
REFERENCIAS
Los griegos, que en sus dioses dicen y a la vez callan la doctrina secreta de su visión del
mundo, erigieron dos divinidades, Apolo y Dioniso, como doble fuente de su arte. En la
esfera del arte estos nombres representan antítesis estilísticas que caminan una junto a
otra, casi siempre luchando entre sí, y que sólo una vez aparecen fundidas, en el
instante del florecimiento de la «voluntad» helénica, formando la obra de arte de la
tragedia ática. En dos estados, en efecto, alcanza el ser humano la delicia de la
existencia, en el sueño y en la embriaguez. La bella apariencia del mundo onírico, en el
que cada hombre es artista completo, es la madre de todo arte figurativo y también,
como veremos, de una mitad importante de la poesía. Gozamos en la comprensión
inmediata de la figura, todas las formas nos hablan; no existe nada indiferente e
innecesario. En la vida suprema de esta realidad onírica tenemos, sin embargo, el
sentimiento traslúcido de su apariencia; sólo cuando ese sentimiento cesa es cuando
comienzan los efectos patológicos, en los que ya el sueño no restaura, y cesa la natural
fuerza curativa de sus estados. Mas, en el interior de esa frontera, no son sólo acaso las
imágenes agradables y amistosas las que dentro de nosotros buscamos con aquella
inteligibilidad total: también las cosas serias, tristes, oscuras, tenebrosas son
contempladas con el mismo placer sólo que también aquí el velo de la apariencia tiene
qué estar en un movimiento ondeante, y no le es lícito encubrir del todo las formas
básicas de lo real. Así, pues, mientras que el sueño es el juego del ser humano individual
con lo real, el arte del escultor (en sentido amplio) es el juego con el sueño. La estatua,
en cuanto bloque de mármol, es algo muy real, pero lo real de la estatua en cuanto
figura onírica es la persona viviente del dios. Mientras la estatua flota aún como imagen
de la fantasía ante los ojos del artista, éste continúa jugando con lo real; cuando el
artista traspasa esa imagen al mármol, juega con el sueño.
¿En qué sentido fue posible hacer de Apolo el dios del arte? Sólo en cuanto es el dios de
las representaciones oníricas. El es «el Resplandeciente» de modo total: en su raíz más
honda es el dios del sol y de la luz, que se revela en el resplandor. La «belleza» es su
elemento: eterna juventud le acompaña. Pero también la bella apariencia del mundo
onírico es su reino: la verdad superior, la perfección propia de esos estados, que
contrasta con la sólo fragmentariamente inteligible realidad diurna, elévalo a la
categoría de dios vaticinador, pero también ciertamente de dios artístico. El dios de la
bella apariencia tiene que ser al mismo tiempo el dios del conocimiento verdadero. Pero
aquella delicada frontera que a la imagen onírica no le es lícito sobrepasar para no
producir un efecto patológico, pues entonces la apariencia no sólo engaña, sino que
embauca, no es lícito que falte tampoco en la esencia de Apolo: aquella mesurada
limitación, aquel estar libre de las emociones más salvajes, aquella sabiduría y sosiego
del dios-escultor. Su ojo tiene que poseer un sosiego «solar»: aun cuando esté
encolerizado y mire con malhumor, se halla bañado en la solemnidad de la bella
apariencia.
El arte dionisíaco, en cambio, descansa en el juego con la embriaguez, con el éxtasis. Dos
poderes sobre todo son los que al ingenuo hombre natural lo elevan hasta el olvido de sí
que es propio de la embriaguez, el instinto primaveral y la bebida narcótica. Sus efectos
están simbolizados en la figura de Dioniso. En ambos estados el principium
individuatiotis (principio de individuación) queda roto, lo subjetivo desaparece
totalmente ante la eruptiva violencia de lo general-humano, más aún, de lo universal-
natural. Las fiestas de Dioniso no sólo establecen un pacto entre los hombres, también
reconcilian al ser humano con la naturaleza. De manera espontánea ofrece la tierra sus
dones, pacíficamente se acercan los animales más salvajes: panteras y tigres arrastran el
carro adornado con flores, de Dioniso. Todas las delimitaciones de casta que la
necesidad y la arbitrariedad han establecido entre los seres humanos desaparecen: el
esclavo es hombre libre, el noble y el de humilde cuna se unen para formar los mismos
coros báquicos. En muchedumbres cada vez mayores va rodando de un lugar a otro el
evangelio de la «armonía de los mundos»: cantando y bailando manifiéstase el ser
humano como miembro de una comunidad superior, más ideal: ha desaprendido a
andar y a hablar. Más aún: se siente mágicamente transformado, y en realidad se ha
convertido en otra cosa. Al igual que los animales hablan y la tierra da leche y miel,
también en él resuena algo sobrenatural. Se siente dios: todo lo que vivía sólo en su
imaginación, ahora eso él lo percibe en sí. ¿Qué son ahora para él las imágenes y las
estatuas? El ser humano no es ya un artista, se ha convertido en una obra de arte,
camina tan extático y erguido como en sueños veía caminar a los dioses. La potencia
artística de la naturaleza, no ya la de un ser humano individual, es la que aquí se revela:
un barro más noble, un mármol más precioso son aquí amasados y tallados: el ser
humano. Este ser humano configurado por el artista Dioniso mantiene con la naturaleza
la misma relación que la estatua mantiene con el artista apolíneo.
Así como la embriaguez es el juego de la naturaleza con el ser humano, así el acto
creador del artista dionisíaco es el juego con la embriaguez. Cuando no se lo
haexperimentado en si mismo, ese estado sólo se lo puede comprender de manera
simbólica: es algo similar a lo que ocurre cuando se sueña y a la vez se barrunta que el
sueño es sueño. De igual modo, el servidorde Dioniso tiene que estar embriagado y, a la
vez, estar al acecho detrás de sí mismo como observador. No en el cambio de sobriedad
y embriaguez, sino en la combinación de ambos se muestra el artista dionisíaco.
Pero el mundo griego nunca había corrido mayor peligro que cuando se produjo la
tempestuosa irrupción del nuevo dios. A su vez, nunca la sabiduría del Apolo délfico se
mostró a una luz más bella. Al principio resistiéndose a hacerlo, envolvió al potente
adversario en el más delicado de los tejidos, de modo que éste apenas pudo advertir
que iba caminando semiprisionero. Debido a que los sacerdotes délficos adivinaron el
profundo efecto del nuevo culto sobre los procesos sociales de regeneración y lo
favorecieron de acuerdo con sus propósitos políticoreligiosos, debido a que el artista
apolíneo sacó enseñanzas, con discreta moderación, del arte revolucionario de los cultos
báquicos, debido, finalmente, a que en el culto délfico el dominio del año quedó
repartido entre Apolo y Dioniso, ambos salieron, por así decirlo, vencedores en el
certamen que los enfrentaba: una reconciliación celebrada en el campo de batalla.