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El otro como no-cultura y como anticultura

en el discurso épico de la conquista de América1


José A. Valero
University of Wisconsin-Eau Claire

Stephen Gilman señaló hace tiempo la necesidad en que se veía el cronista de la


empresa americana en el siglo XVI de recurrir a modelos literarios previamente
disponibles, para acercar un mundo nuevo a la experiencia familiar. "Neither he -
refiere a Bernal Díaz- nor any one else in his century possessed narrative tools capable
of dealing with a culture different at the root"(103). Lo que afirma Gilman -pionero en
la puesta en relación de las narrativas de la conquista con las novelas de caballerías-
sobre las narrativas lo podemos afirmar también de las ideologías maestras que
sustentan todo el discurso de la conquista, sea narrativo, antropológico, filosófico,
político, o teológico. No es posible entender el moldeado paulatino de la ideología
cristiano-imperial que dominará el discurso de la conquista y colonización de las Indias
sin remontarnos desde 1492 hacia atrás algunos siglos en la historia de la península
Ibérica y de sus ortodoxias discursivas.

Me propongo aquí establecer una taxonomía mínima de narrativas épicas que nos
permita diferenciar los modos en que los diversos textos sobre la conquista
construyen al indio como "otro." Ello me permitirá matizar en alguna medida la
repetida puesta en relación del discurso de la conquista con las narrativas
caballerescas y con las narrativas "de reconquista." El ideal arcaico del guerrero
cristiano es un punto de referencia de buena parte de ese discurso, tal y como señala
Rolena Adorno en un pasaje que bien puede servir de pórtico al terreno de discusión
en que quiero insertarme:

War and military culture as vehicles of self-definition and, concomitantly, of the


positing of otherness, are revealing sites-paradoxically-for getting at notions of
civilization. In the European/American encounter, the figure of the warrior stands as
the reigning symbol of civilized culture. Ironically, this warrior figure was an archaic
one, in both its European and native American manifestations. The conquistador of the
1520s and 1530s was far removed from the chivalric Castillian caballero of the
Reconquest...(218)

1
Espéculo: Revista de Estudios Literarios, ISSN-e 1139-3637, Nº. 20, 2002 Universidad Complutense de Madrid
El pasaje incide en los temas centrales de este estudio: discurso épico, los modos en
que ese discurso proyecta o construye la oposición entre la cultura (el "nosotros") y la
alteridad que la delimita, y los modos en que el enfrentamiento a una alteridad
novedosa y la necesidad de adoptar o proponer formas de interacción con esa
alteridad llevan a una recuperación de elementos culturales de un pasado más o
menos lejano.

Pero la cita de Adorno también me presenta al menos dos problemas. En primer


lugar, la frase "chivalric Castillian caballero of the Reconquest," bajo su aparente
claridad referencial, esconde una oposición sustancial a mi primera diferenciación
entre tipos de discurso épico, al menos si tomamos el adjetivo chivalric como referido a
los héroes de las novelas de caballerías. En su relación con el otro, el caballero
"caballeresco" y el caballero de las guerras llamadas de reconquista parten de un
posicionamiento diferente, aunque ambos se presenten como modelos ideales del
guerrero cristiano. Puesto que los tomo como modelos representativos de dos formas
distintas de discurso épico, explicaré a continuación esa diferencia.

En el contexto de la formación del Estado español en sentido moderno, Gómez


Moriana pone en conexión el discurso de legitimación de la empresa americana con el
que se desarrolló en el último tramo de la Reconquista y luego en las guerras de
religión europeas. En estos dos casos se identifica al otro del discurso como enemigo
no por ninguna acción de agresión que ha cometido, sino por el hecho de profesar
creencias religiosas (musulmanes, protestantes) diferentes. El impulso de eliminación
del otro se legitima en este discurso apelando a un mandato o misión que se delega
desde una esfera-la divina-que trasciende a la relación concreta entre el sujeto que
produce el discurso ("nosotros los cristianos," "nosotros los católicos") y el otro. El
otro, pues, se define por características esenciales independientes de la forma
concreta de interacción con el nosotros.

Llamaré a una de las formas narrativas que corresponden a la ideología así


legitimada narrativa de cruzada, y me interesa ahora establecer una distinción entre
ésta y otra forma de narración épica que al menos en un elemento formal se distingue
de ella: la llamaré por el momento narrativa caballeresca. Me interesa no tanto que la
categoría se pueda aplicar siempre a novelas de caballerías concretas cuanto la validez
de la diferenciación que establezco entre dos formas de la épica respecto a la
construcción del otro. En la narrativa de cruzada, la existencia del otro como enemigo,
la situación de guerra, es un elemento del contenido que es previo a todo otro
contenido, que es previo a la narración misma. Así, el movimiento del héroe en pos de
la eliminación del otro y la consiguiente extensión del orden al que el héroe pertenece
no necesitan de justificación alguna; ésta se halla ya formando parte del horizonte de
expectativas del receptor. El acto de agresión es previo a la narración, y se sitúa en
otro ámbito discursivo que la engloba: el ámbito del discurso histórico, regido por una
narrativa maestra que elabora una visión teológico-providencialista de la historia.
Según esa visión el caballero cristiano tiene la misión de extender la fe a lo largo del
mundo, y el otro, los infieles, obra conscientemente en un intento no sólo de impedir
esa propagación, sino además de hacer caer bajo el "dominio de Satanás" el espacio ya
ganado para la causa de la fe.

En la narrativa caballeresca, por el contrario, los antagonistas se van delineando


como tales en la narración. El otro no está por lo general caracterizado en términos de
valores o creencias, sino en términos físicos y/o geográficos. Es simplemente un
extraño, y dependiendo de sus acciones físicas o verbales se le identifica como amigo
o como enemigo. La narrativa caballeresca parte de una situación de orden, o en
cualquier caso de un desorden privado (p.ej. amoroso) que concierne solamente al
héroe y no a la comunidad cuyos valores personifica. Para que el otro quede
identificado como enemigo a eliminar tiene que darse un acto de agresión de su parte
(un reto, una ofensa, un ataque armado, un rapto). Tiene que poner en jaque el orden
inicial, incitando así al héroe a su movimiento en pos de la restauración de ese orden y
a su consolidación y ampliación mediante la eliminación o transformación del
antagonista.

Puede decirse entonces que la narrativa de cruzada enfrenta al héroe con un otro
previamente conocido, en el sentido de que sabemos en qué consiste su otredad
(infidelidad, herejía, servicio al Diablo) independientemente de su caracterización en la
narración. En la narrativa de caballerías el otro es un otro extraño, y su relación, de
confrontación o no, respecto al héroe, se dibuja a lo largo de la narración. Un infiel, un
hereje, son siempre villanos; un encantador, un gigante, un habitante de una ínsula
remota, pueden resultar enemigos, neutrales o aliados.

Tomando en cuenta esta diferenciación, argumentaría que el discurso de la empresa


americana tiene en términos generales más semejanza con el discurso caballeresco
que con el discurso de cruzada en cuanto a la construcción del otro, aunque durante al
menos las primeras décadas de la conquista hay continuos esfuerzos por validar el
discurso épico de cruzada como forma legítima de construir la relación con el nativo
americano. Sepúlveda y Fernández de Oviedo serían representantes de ese intento.
Hubo incluso la intención por parte de Fernando V de legitimar el discurso de cruzada
por el mismo mecanismo, la bula papal, que validó desde 1493, en opinión de buena
parte de sus intérpretes, el enfrentamiento discursivo al nativo desde una óptica
"caballeresca." El rey escribió a su embajador en Roma, dándole ordenes de solicitar
del papa Julio II la concesión de una bula para declarar "guerra santa" contra los
indios:

Como quiera que Nuestro Señor es testigo que no nos habemos puesto en guerra
contra los infieles enemigos de nuestra fe, con ningun linaje y pensamiento de codicia,
sino solamente por la natural inclinación que tenemos a la dicha guerra por la de Dios
Nuestro Señor, y que por el bien y acrecientamiento de la cristiandad y aún no
sabemos lo que Dios Nuestro Señor querrá que podamos facer en dicha guerra, pero
así porque algunos quieren decir que para mayor justificación de la dicha guerra
convendría que Su Santidad, por su bula apostólica, declarase la guerra contra todos
los infieles y nos diese la conquista de todo lo que nosotros adquiriéramos de las
tierras de los infieles. (Mires, 32-33)

Tal justificación por derecho de una situación de hecho nunca fue concedida, y ello
puede explicar que la guerra contra el indio se tendiera a tratar discursivamente en
términos de épica no de cruzada sino caballeresca. Es decir, la eliminación del otro
debía justificarse en la narración de la conquista mediante un previo acto de agresión
del indio hacia el orden representado por los españoles. En el caso de las Cartas de
Hernán Cortés, por ejemplo, la matanza de indios siempre va precedida en la narración
por alguna acción de agresión por su parte, bien contra los españoles o contra otros
indios presentados como indefensos.

Pero el discurso de la empresa americana tiene desde otra perspectiva más


semejanza con la narrativa de cruzada, en cuanto que la legitimidad del impulso de
aumentar la extensión espacial del orden que el héroe representa se da también por
supuesta previamente a la narración, a pesar de todas las disputas respecto a la
legitimidad de la forma concreta en que se desarrolló de hecho la conquista. Nadie
discute la legitimidad del impulso por aumentar el orden, el ámbito de la cristiandad;
esta legitimidad viene dada por la narrativa maestra que engloba ambos modos
narrativos. La polémica se da sobre si es justificable sólo la transformación o también
la eliminación del otro, y en qué condiciones lo es.

En cualquier caso, es claro ahora que tenemos que trazar una nueva distinción entre
formas de discurso épico. Para empezar, tenemos que distinguir entre el discurso
imperial y el discurso evangélico; lo dicho respecto a la construcción del otro se
aplicaría por lo general al primero, pero aunque en algunas ocasiones se aplica
también al segundo, en este se dan casos-el más notable es el de Las Casas-en que no
se aplica ninguna de las formas de construcción del otro hasta aquí consideradas. En
general, podemos trazar esta segunda distinción entre discursos épicos en base a los
diferentes valores u objetivos últimos que legitiman las acciones del héroe:

(a) extensión territorial y humana del orden temporal representado por el rey o
emperador; idea del servicio a éste, y por vía transitiva, a Dios; servicio consistente en
actuar como instrumento de esa extensión; la "dirección de servicio" está
estrictamente jerarquizada. Las Cartas de Cortés son un claro ejemplo.

(b) extensión humana del orden espiritual representado por la Iglesia (no
necesariamente por el Papa, no siempre reconocido como guía espiritual infalible en
las décadas anteriores a Trento); idea del servicio a Dios, consistente en actuar como
instrumento de esa extensión. En contraste con la forma anterior, aquí la relación de
servicio es directa, de héroe a Dios. Motolinía y su Historia de las Indias de la Nueva
España, con su héroe colectivo, el grupo de frailes franciscanos, podría ser un ejemplo.

En cualquier caso, vemos que ambas formas de narrativa épica tienen su legitimación
última en la idea del servicio a Dios, consistente en la misión por él encomendada de
extender la fe de forma que se salve el mayor número posible de almas el día del Juicio
Final.

El segundo problema de la cita de Adorno es que puede inducirnos a pensar que la


"cultura civilizada" de que habla es homogénea en cuanto a ese encumbramiento de la
figura del guerrero cristiano como modelo ideal del individuo. Intelectuales como
Sepúlveda desde luego ejemplifican esa visión. Para él la guerra no es propia de
bárbaros, sino todo lo contrario. Se trata de una actividad muy civilizada, y es en ella
donde mejor se puede mostrar la madurez del hombre. "Y aun el deleitarse con la
guerra misma" -escribe- "sea cual fuera su causa, es indicio de ánimo varonil y
esforzado, y prenda de valor ingénito y adulto, segun enseñan grandes filósofos" (53).
En contraste con esta postura, los primeros años de la empresa americana coinciden
con el auge de una corriente pacifista opuesta a ese modelo; este pacifismo tendrá
representantes tan prominentes como Erasmo y Luis Vives. Parte también de una
misma narrativa maestra teológico-providencialista, y en este sentido se ofrece no
como cultura alternativa a la guerrera sino como programa alternativo dentro de una
misma cultura (usando términos lotmanianos de los cuales me ocuparé en seguida). El
modelo de realización de la misión implícita en esa narrativa maestra será no el del
guerrero cristiano sino el del apóstol cristiano, dispuesto antes a morir por la fe que a
matar por ella. No habiendo cambio de narrativa maestra, continuamos aquí dentro
del discurso épico determinado por ella.
En resumidas cuentas, podemos distinguir tres tipos de discurso épico de la empresa
americana, que denominaremos provisionalmente épica de cruzada, épica caballeresca
y épica apostólica. Superpuesta a esta clasificación trazada en base a la posición del
héroe respecto al otro, hemos trazado otra entre discurso imperial y discurso
evangélico, en base al beneficiario inmediato del servicio o misión de expansión del
héroe (Corona o Iglesia). Antes de seguir nuestras consideraciones sobre las distintas
formas que pueden adoptar esos discursos, caracterizaré brevemente la narrativa
maestra que los enmarca a todos.

La Ciudad de Dios es el texto paradigmático de la épica cristiana y su visión


providencialista de la historia. Para San Agustín, el movimiento de la historia en su
conjunto tiene el propósito de asegurar la felicidad de una parte de la humanidad en el
otro mundo. Después de Cristo la historia ha entrado en su última fase, que durará
solamente lo suficiente como para permitir traer bajo la gracia divina a todos aquellos
que habrían de salvarse (en conexión con la urgencia ahí implícita surgieron los
muchos movimientos milenaristas). La teología cristiana construyó una síntesis que
por primera vez intentó dar un significado definitivo al curso entero de los
acontecimientos humanos, que se representa como conducente a una meta definitiva
y deseable, el "Reino de los Justos." La historia no es un puro desarrollo natural sino
una serie de hechos ordenados por revelación e intervención divinas. La Providencia
divina ha salvado a la humanidad de caer completamente en el caos al que su impulso
natural le hubiera conducido.

A su vez, la teología cristiana tiene un componente ecuménico, en el sentido de que


considera el mundo como unidad y totalidad, y el género humano como uno. Se trata
de una idea surgida durante el periodo helenístico, a raíz de las conquistas de
Alejandro Magno, y tomada por el cristianismo vía Roma. El modelo de la ecumene se
opone al modelo de la polis, y en su origen se relaciona con la noción estoica de que
todos los hombres son hermanos, de que la única patria verdadera de cada hombre es
el mundo. Lo cual a su vez conecta con la política de Alejandro de romper las barreras
entre griegos y "bárbaros," política dirigida a sus aspiraciones imperiales. La idea del
Imperio Romano, la realización de la unidad del mundo bajo un organismo político
común, toma en la Edad Media la forma de un Estado Universal y una Iglesia Universal.
A partir de la idea ecuménica, pues, la noción épica de una misión divina adopta
también un componente secular.

Aunque en este sentido vemos que lo que hemos llamado narrativa imperial remite
lógicamente a una narrativa evangélica, los intereses extrarreligiosos harán que se
independice y adopte formas propias, modelos épicos (programas) alternativos al
misional, que de todas formas deben en todo caso enmascararse como
complementarios a él, esto es, como consistentes con la narrativa maestra original,
que es lo que en último término caracteriza a la cultura, al nosotros, frente a las
diversas formas de la alteridad. En palabras de Fernando Mires, "el conquistador
necesitaba hacer la guerra para conquistar, a la vez que necesitaba creer que
conquistaba para cristianizar y, para que eso fuera posible, necesitaba cristianizar la
guerra"(53). En este sentido, podemos pensar que una de las funciones del texto del
Requerimiento sería la de tranquilizar la conciencia de los soldados españoles, a
quienes se hacía ver mediante él que sus matanzas se justificaban por su elevada
finalidad apostólica. El Requerimiento es así un ejemplo de la poca flexibilidad del
discurso imperial para crear argumentos legitimadores que, dada la novedad del otro
que se quiere incorporar al orden, fueran en alguna medida independientes del
discurso teológico. El problema a que remite esa rigidez es el de compaginar-o explicar
la contradicción entre-una consideración del otro como culturalmente semejante
(implícita en los presupuestos narrativos del Requerimiento, cuyo texto comienza
haciendo referencia al Dios "de quien vosotros y nosotros y todos los hombres del
mundo fueron y son descendientes y procreados"(Palacios Rubios 85), y una
consideración del otro como radicalmente distinto, que justifica la dominación y por
tanto el hecho mismo del Requerimiento.

Hay además una razón poderosa contra la legitimación de la guerra por apelación al
oro, los esclavos y las riquezas, esto es, con independencia de los argumentos
teológicos. A la hora de ejercer con fines económicos el dominium sobre tierra y
cuerpos del nuevo continente, hay que tener en cuenta que la esfera económica no es
todavía un ámbito que se autojustifica, en el sentido de que, como dice Breuer, es una
característica de las sociedades precapitalistas que en ellas "production does not exist
as an isolated and independent sphere exercising specific causal effects on other,
separate institutions, but rather as the realization of property relations determined
primarily by extra-economic factors" (104). Y puesto que se trata de reproducir esas
condiciones de producción en la colonia, hace falta también incorporar esos factores
extraeconómicos, esa superestructura en base a la cual quedan establecidas las
relaciones de propiedad. La conquista necesita efectivamente acompañarse de la
cristianización, si es que se quiere utilizar al indígena como mano de obra, sea en
régimen de esclavitud o de servidumbre, y a la vez conservar una apariencia de orden
legítimo.

Otra vez me he servido, unas líneas más arriba, de términos (programa, cultura)
entendidos en el sentido en que los usa Lotman; antes de nada, pues, será
conveniente repasar algunas nociones centrales de su llamada "semiótica de la
cultura."

Lotman define la cultura, en términos de teoría de la información, como la "memoria


no hereditaria expresada en un determinado sistema de obligaciones y preceptos"
(213), donde memoria se entiende en el sentido informático, como "la facultad de
determinados sistemas de conservar y acumular informaciones." Las sociedades
humanas tienden a intercambiar y a conservar la información; la historia de las
sociedades humanas puede considerarse como la historia de la lucha por la memoria o,
lo que es lo mismo, como la lucha entre programas culturales por transformarse
en cultura. Las diversas manifestaciones culturales se consideran, para la semiótica de
la cultura, como elementos de un sistema de significación que permite la comunicación
social. La significación de un signo debe considerarse como dependiente de su relación
con no-signos (paradigmática) y con otros signos (sintagmática). El sistema se
organiza como una suma de restricciones (exclusión de fenómenos, que pasarán a ser
no-signos, o exclusión de determinadas formas de relación sintagmática entre signos)
o de reglas (por ejemplo, se establece que un determinado signo está en relación
sintagmática con cualesquiera otros signos del sistema -tal sucedería con la narrativa
maestra o "primer principio" de un sistema). La relación paradigmática entre los signos
y los no-signos correspondientes toma su forma totalizante en la relación entre cultura
y no-cultura:

Culture is understood only as a section, a closed-off area against the background of


nonculture. The nature of this opposition may vary: nonculture may appear as not
belonging to a particular religion, not having access to some knowledge, or not
sharing in some tipe of life and behavior. But culture will always need such an
opposition. Indeed, culture stands out as the marked member of this opposition. (211)

Esencialmente, la demarcación consiste en que "against the background of


nonculture, culture appears as a system of signs." En este sentido podemos entender
la inclusión por Hayden White de la noción de "salvajismo" en un conjunto de
mecanismos culturales que incluiría también, entre otras, las nociones de "locura" y de
"herejía," y que se distinguiría por utilizarse "not merely to designate a specific
condition or state of being but also to confirm the value of their dialectical antithesis,
'civilization,' 'sanity' and 'orthodoxy,' respectively"(151). Más que referir a entidades
concretas, esas nociones denotan una forma determinada de concebir una relación
"between a lived reality and some area of problematic existence that can not be
accomodated easily to conventional conceptions of the normal or familiar." Se trata de
un mecanismo cultural que habrá que habrá que tener muy en cuenta a la hora de
explicar la visión del nativo por los españoles.

Entro con esto en el aspecto de la semiótica de la cultura que me interesa destacar


aquí: la tipología de las culturas. Lotman distingue entre dos tipos fundamentales de
sistema cultural: 1) culturas orientadas hacia la expresión (CE) o culturas textualizadas;
2) culturas orientadas hacia el contenido (CC) o culturas gramaticalizadas. Veamos
cuáles son sus características distintivas.

La CE se funda como suma de textos (modos de uso, ejemplos). Su "libro ideal" es el


Libro Sagrado. En contraste, la CC se funda como metatexto (normas, reglas: ley). Su
"libro ideal" es el Manual. En este aspecto las dos formas de sistema cultural no son
absolutamente antinómicas. CE puede introducir reglas, CC puede introducir ejemplos.
Pero en ambos casos son introducciones secundarias, a posteriori. Las reglas se
aprecian menos que los textos en CE, los textos menos que las reglas en CC.
Poniéndolo en palabras de Umberto Eco, CE sería una cultura hipocodificada, CC una
cultura hipercodificada. Pero la característica diferenciadora central para el presente
estudio consiste en lo que Lotman denomina la oposición fundamental que se
establece en cada tipo de sistema cultural.

En CE, la cultura se opone fundamentalmente a la anticultura. La oposición básica


aquí será correcto/incorrecto (verdadero/falso; bueno/malo). En CC, la cultura se opone
fundamentalmente a la no-cultura. La oposición básica será aquí organizado/no
organizado (cosmos/caos; razón/naturaleza). Aunque Lotman no maneja de modo
explícito un concepto de alteridad, podemos deducirlo sin mayores problemas de su
semiótica de la cultura. El tipo de sistema cultural estaría dado, de forma muy central,
por la forma en que se establece su oposición respecto a lo otro, lo que queda
excluido de ella. ¿Cómo se definen y diferencian a este respecto anticultura y no-
cultura?

Anticulture is constructed here isomorphically to culture, in its own image: it too is


understood as a sign system having its own expression. One can see that anticulture is
perceived as culture with a negative sign, as a mirror image of culture (where the ties
are not broken but are replaced by their opposites). In this kind of situation any other
culture with different expressions and ties is seen, from the point of view of the given
culture, as anticulture.[...] This is the source of the natural tendency to interpret all
'incorrect cultures', those opposed to the given ('correct') one, as a unified system.

Lotman pone el ejemplo de un antagonista de la Chanson de Roland, Marsilio,


calificado en el cantar de gesta simultáneamente de pagano, ateo, mahometano y
adorador de Apolo. Veremos que el "indio malo" reunirá por lo general todos los
adjetivos "anticulturales" a una: bárbaro, ignorante, adorador de ídolos, caníbal,
sodomita, sacrificador de inocentes, cobarde, etc.

En CE, lo opuesto de lo que constituye la característica definitoria de la cultura,


consituirá la característica definitoria de la anticultura. Por ejemplo frente al "adorar a
Dios," tenemos el "adorar al Diablo" (a ídolos, al anti-Dios). Frente a "nosotros" los
cristianos, tenemos herejes e indios caribes. En CC, lo opuesto a "adorar a Dios" es "no
adorar a Dios." Frente a "nosotros" los cristianos, tenemos gentiles e indios taínos.

En CE puede no haber intento alguno de expansión (Lotman adscribe a este tipo de


cultura las características de esoterismo y falta de celo misionero). Si lo hay, es a costa
de la destrucción de la anticultura y de la instauración allí (por desplazamiento
espacial) de la cultura. Cultura y anticultura no pueden coexistir sino en situación de
guerra. El modo de discurso épico propio de CE es, pues, la épica de cruzada, con su
apelación a lo irracional: las emociones y la fe. Se parte del presupuesto de que se da
una diferencia insuperable. En CC se concibe la cultura como un principio activo que
debe expandirse y que considera la no-cultura como la esfera de su expansión ideal.
Cultura y no-cultura pueden estar en relación de coexistencia pacífica, la segunda
transformándose progresivamente y sin violencia en la primera. Expansión por
incorporación (organizar lo antes desorganizado; la no-cultura es en realidad no-
todavía-cultura): "In one type of culture, knowledge spreads by its expansion into
areas not yet known to it, but in the opposite type of culture, the spread of knowledge
is possible only as a triumph over falsehood"(221). El modo de discurso épico propio de
CC es, pues, el discurso evangélico, ya que se basa en el presupuesto de una igualdad
potencial. Así, CE concibe la expansión principalmente como un aumento espacial del
orden, para el cual suele ser necesaria la destrucción física de los habitantes de ese
espacio, en la medida en que se opongan a esa expansión. CC, por el contrario, concibe
la expansión como un aumento espiritual del orden, como la transformación del otro
en parte del nosotros. Bartolomé de las Casas contrapone explícitamente las dos
formas de expansión en lo que respecta a las Indias: "El fin de todo este negocio y lo
que tiene Dios por principal es la predicación de la fe, dilatación de su Iglesia, no por
los desiertos y campos de aquellas tierras, sino por aquellas gentes naturales dellas,
convertiéndolas y salvándoles las almas"(274).

A grandes rasgos, la diferencia que establece Lotman entre CE y CC, o más en


concreto entre la consideración del otro como anticultura y como no-cultura,
corresponde a la que traza Hayden White entre la consideración de lo que él llama "lo
anormal" (lo otro) en modo de contigüidad y en modo de continuidad. Las concepciones
neoplatónica y aristotélica de la relación entre lo humano y lo animal ejemplifican para
White el modo de continuidad, y las teorías fisicalistas, entre las que incluye la de
Sepulveda, ejemplifican el modo de contigüidad. Pero si para Lotman las dos formas
de consideración del otro son mutuamente excluyentes, para Hayden White son
complementarias, se refuerzan una a la otra:

Of course, neither mode is conceivable without the other, so that in any given system
of imagined relationships it is necessary to determine which mode is to be regarded as
structural and which as functional. In general this determination will be dictated by the
interests of the classifier -that is to say, whether he will wish to construct a system in
which either differences orsimilarities are to be highlighted and whether his desire is to
stress the conflictual or mediative possibilities of the situation he is describing. The
two modes of relationship, continuous and contiguous, also engender different
possibilities for praxis: misionary activity and conversion on the one side, war and
extermination on the other. (190)

Como ejemplo de un sistema en que son las diferencias las que se resaltan, y en busca
de dirimir la cuestión de si los dos mecanismos culturales de enfrentamiento al otro se
excluyen mutuamente o complementan, y de la medida en que esta cuestión es
planteable en abstracto, sin referencia a la narrativa maestra que gobierna la cultura
específica, pasamos a examinar el Demócrates segundode Sepúlveda. En particular
debemos estar atentos a la forma en que el previsible uso funcional del modo de
contigüidad se acompaña, si es que lo hace, del uso estructural del modo de
continuidad. Adelantamos que sí se da tal acompañamiento, y que por tanto al menos
en este caso se ejemplifica la complementariedad entre los dos modos de
representación del otro que según Hayden White es habitual.

La "justa guerra" exige, según Sepúlveda, además de recto ánimo y recta


manera, justas causas y legítima autoridad. Esto último está garantizado para
Sepúlveda por la Bula papal de 1493. Entre las justas causas, la que concentra la mayor
parte de sus esfuerzos argumentativos es la de "someter por las armas, si por otro
camino no es posible, a aquellos que por condición natural deben obedecer a otros y
rehusan su imperio. Los filósofos más grandes declaran que esta guerra es justa por ley
de naturaleza"(81). Y la ley de naturaleza, regida para Sepúlveda por la idea aristotélica
de los lugares naturales, y con la que identifica el derecho natural, "se reduce, como
enseñan los sabios, a un solo principio, es a saber: que lo perfecto debe imperar y
dominar sobre lo imperfecto, lo excelente sobre su contrario " (83, cursivas mías).

Aquí tenemos resumido el esquema de la épica: el sujeto de esa transformación será


el conquistador o el misionero y, transitivamente, el emperador y Dios mismo. El
objeto de esa transformación será el 'otro' nativo y, transitivamente, el Demonio.
Además de estos dos elementos, la fórmula incluye la noción de un "deber ser," y por
tanto de una misión. La conquista se enmarca así en el esquema de una épica imperial
de cruzada, subordinada a una narrativa maestra teológico-providencialista cuyo tema
es el triunfo de Dios sobre el Demonio.

En otras variantes argumentativas, la ley parece transformarse en la del imperio de la


fuerza. La ley divina y natural manda que "lo más perfecto y poderoso domine sobre lo
imperfecto y desigual"(83). Uniendo las dos formulaciones de la ley natural, tenemos
la equivalencia excelencia=poder. Vemos aquí cómo en su uso de argumentos
naturalistas el discurso imperial tiende a desligarse del discurso evangélico, a mostrar
su independencia de motivación respecto a él. Se trata de un desliz que Sepulveda
corregirá en el debate de Valladolid, donde abandona por completo esta
argumentación en base a la idea aristotélica de los "lugares naturales," central en
el Demócrates segundo. Aquí el núcleo retórico de la argumentación es el siguiente
símil múltiple:

Y así vemos que en las cosas inanimadas la forma, como más perfecta, preside y
domina, y la materia obedece a su imperio... Y del mismo modo, en el alma, la parte
racional es la que impera y preside, y la parte irracional la que obedece y le está
sometida... Por eso las fieras se amansan y se sujetan al imperio del hombre. Por eso el
varon impera sobre la mujer, el hombre adulto sobre el niño, el padre sobre sus hijos,
es decir, los más poderosos y más perfectos sobre los más débiles e imperfectos. Esto
mismo se verifica entre unos y otros hombres, habiendo unos que por naturaleza son
señores, otros que por naturaleza son siervos[...] Tales son las gentes bárbaras e
inhumanas, ajenas a la vida civil y a las costumbres pacíficas. Y será siempre justo y
conforme al derecho natural que tales gentes se sometan al imperio de príncipes y
naciones más cultas y humanas, para que merced a sus virtudes y a la prudencia de sus
leyes, depongan la barbarie y se reduzcan a vida más humana y al culto de la virtud. Y si
rechazan tal imperio se les puede imponer por medio de las armas, y tal guerra será
justa según el derecho natural lo declara. (83, 85)

El afirmar que los nativos son esclavos por naturaleza implica demostrar que se
caracterizan por una inferioridad insuperable respecto de los españoles. Se trata, pues,
de construir su otredad no como no-cultura sino como anticultura. Una de las
estrategias significativas cara a este fin será la comparación de los nativos con los que
hasta el descubrimiento venían siendo los representantes por antonomasia de la
anticultura: los musulmanes. Pues bien: los indios salen perdiendo en la comparación,
pues los musulmanes, aunque infieles, al menos tienen leyes (91). La implicación es
obvia: si la guerra contra los musulmanes está justificada de antemano, tanto más
debe estarlo la guerra contra los indios. Los nativos son exactamente la imagen
invertida de los españoles:

... en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como
los niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia
como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas, de los
prodigiosamente intemperantes a los continentes y templados, y estoy por decir que
de monos a hombres. (101)

Una preterición significativa: solo "está por decirlo" porque si lo dice sin más
contradice el supuesto de que el sometimiento del indio se justifica por la posibilidad
de cristianizarlo en el futuro. Vemos aquí asomar la inconsistencia entre el discurso
imperial y el evangélico, inconsistencia que se intenta ocultar con el artificio de una
figura retórica. Si los indios son cristianizables (o sea, si se deben considerar como no-
cultura), no se justifica la guerra contra ellos, ni por tanto su esclavización ni la toma de
sus tierras. Por otra parte, si se concluye que los indios no son cristianizables (y se les
debe considerar entonces como anticultura), no se justifica la apelación a la misión, y la
legitimidad de la empresa -materializada en la Bula de Alejandro VI - quedaba en
entredicho, junto con la autoridad misma del papa. La única posibilidad lógica es
distinguir entre dos tipos de indios, tainos y caribes, buenos y malos, y dividir el
espacio del otro en dos ámbitos separados, uno de no-cultura y otro de anticultura.

Tras extenderse sobre las cualidades de los españoles, Sepúlveda vuelve a incidir
sobre la barbarie de los nativos: "hombrecillos en los cuales apenas encontrarán
vestigio de humanidad," "tampoco tienen leyes escritas, sino instituciones y
costumbres bárbaras," "comían carne humana," "se hacían continuamente la guerra
unos a otros" (105), "muchas veces, miles y miles de ellos se han dispersado huyendo
como mujeres delante de muy pocos españoles"(106). Admite que los de México
"tienen ciudades racionalmente edificadas y reyes no hereditarios, sino elegidos por
sufragio popular, y ejercen entre sí el comercio al modo de las gentes cultas," pero
esto es algo que "sólo sirve para probar que no son osos, ni monos, y que no carecen
totalmente de razón"(109). Vemos que la antítesis cultura/anticultura no puede
sostenerse sin dejar plenamente al descubierto la inconsistencia a que referíamos (si
son animales, ¿cómo cristianizarlos? ¿cómo se explica la bula papal? ¿qué venimos a
hacer a las Indias?¿Dónde queda la legitimación ideológica de la empresa?) La solución
de Sepúlveda consiste en suponer una escala de animalidad-humanidad, pero fuera de
la cual se sitúan los españoles, como modelo de humanidad, y dentro de la cual se
sitúan los indios, que de algún modo tienen que presentarse como condenados a estar
siempre en algún punto intermedio de la escala -en paralelismo, desde los símiles del
propio Sepúlveda, con las mujeres. La alternativa serían los argumentos, desarrollados
antes por Vitoria, de la "infancia" o potencialidad de racionalidad "completa" de los
indios, pero desde el paralelismo con los niños no se justifica la guerra contra el indio ni
el privarle de sus tierras.

Recordemos que para Lotman la anticultura se construye isomórficamente a la


cultura, como su imagen especular. La culminación de esa construcción isomórfica
debe darse, lógicamente, atribuyendo a los nativos el carácter opuesto al que define
en último término el nosotros cristiano. Si los cristianos rinden culto a Dios, los nativos
"veneran como a Dios al demonio, a quien no creían tributar mejor ofrenda que
corazones humanos"(111). Significamente, tras esta contraposición esencial la
exaltación retórica de Sepúlveda en pro de la guerra llega a su cénit:

¿Cómo hemos de dudar que estas gentes tan incultas, tan bárbaras, contaminadas
con tantas impiedades y torpezas han sido justamente conquistadas por tan excelente,
piadoso y justísimo rey como lo fue Fernando el Católico y lo es ahora el César Carlos, y
por una nación humanísima y excelente en todo género de virtudes? (111)

Aquí la prosa de Sepúlveda está desorbitada, y cae en un último desliz. Tras la


anterior contraposición entre los bárbaros y la "nación humanísima" de la que es
representante, y tras señalar antecedentes como el Diluvio Universal, Sodoma y
Gomorra, y la guerra santa de los judíos contra Cananeos, Amorreos y Fereceos, deja
escapar: "Podemos creer, pues, que Dios ha dado grandes y clarísimos indicios
respecto del exterminio de estos bárbaros"(115).

Esta es la tendencia natural en la consideración del otro cuando lo que se pretende es


legitimar o instaurar como cultura un discurso épico imperial de cruzada, pero no se
puede llevar al extremo, pues el discurso imperial se desligaría entonces del
evangélico, y con él de la narrativa maestra teológico-providencialista. Es decir, se
presentaría no como programa que aspira a ser cultura sino como cultura distinta de
por sí, de carácter últimamente no religioso sino simplemente racista o pragmático.
Por eso, dada la necesidad de legitimar su programa mediante su inserción en el marco
de la narrativa maestra teológica, debe matizar la imagen que viene dando del nativo.
Así refiere a él ahora como "prójimo nuestro"(135). Ayudémosles, se está diciendo,
porque son nuestros semejantes. Pero la mejor forma de ayudarles, o al menos la más
justa, es hacerles la guerra, porque son casi monos, o en todo caso "perversos
idólatras"(143).

Pero si el indio bárbaro sirve para justificar la guerra y el indio semejante sirve para
justificar la misión, parece después que la línea de distinción o el criterio de ubicación
dentro de la escala de animalidad-humanidad vienen dados por la resistencia o no
resistencia del indio a la agresión de los españoles. Antes se criticaba a los indios por su
cobardía, por huir "como mujeres." Ahora parece que el "indio semejante," el que ha
de quedar vivo para cristianizar, es precisamente el que se niega a defenderse. Al
menos eso es lo que se deduce del violento pasaje del Deuteronomio que Sepúlveda
utiliza como justificación adicional para el exterminio:

Cuando te acerques a expugnar una ciudad la ofrecerás primero la paz [eso hace el
Requerimiento, ofrecer una paz condicionada], y si la aceptare y abriere primero sus
puertas, todo el pueblo que haya en ella será salvado y te servirá con tributo; pero si
no quiere la alianza contigo y emprende hacerte guerra, la combatirás, y cuando el
señor Dios tuyo la entregue en tus manos, pasarás al filo de tu espada todo lo que
pertenezca al género masculino, reservando sólo las mujeres y los niños y las bestias
de carga que haya en la ciudad, y dividirás toda la presa entre tu ejército, y comerás de
los despojos de tus enemigos. (167)

Con esto y una fórmula como el requerimiento, el exterminio de los indios no sólo se
justifica sino que se vuelve tarea imperiosa por provenir de mandato divino.
Paradójicamente, se salvan los seres aparentemente más alejados de una potencial
cristianización. Mujeres y niños estarían doblemente alejados de la racionalidad ideal
del varón cristiano: por ser indios, inferiores a cristianos, y por ser mujeres y niños,
inferiores a varones. Y vemos aquí que las contradicciones se multiplican, porque con
respecto al varón el estatus de la mujer y del niño son de por sí muy diferentes.
Recordemos el famoso pasaje de Sepúlveda en que se propone que el bárbaro debe
subordinarse al varón cristiano "como el niño al hombre, la mujer al varón." Aquí, en
esta aparentemente consistente serie de símiles, se condensan los dos tipos de
cultura, o de programas culturales, en lucha por la hegemonía (por la "memoria," por
erigirse en código dominante, en (sub)narrativa maestra en lo que atañe a la empresa
americana).

Desde el símil indio/mujer, nos situamos en la perspectiva propia de CE. La oposición


entre el indio y el varón cristiano es vista aquí como insuperable, pues la mujer nunca
puede llegar a ser hombre. Si trazamos el paralelo indio/mujer, estamos negando que
el indio pueda tener dominio sobre sus tierras; a lo más, pueden serle dadas
en usufructo (veremos la distinción en breve), como a la mujer la casa, que pertenece
al hombre. El modo de discurso que se justifica desde este símil es la épica de
conquista.

Por el otro lado (y probablemente Sepúlveda no fue consciente de la inadecuación


del símil a sus intenciones), el niño eventualmente será hombre, por lo que con el símil
indio/niño nos situamos en una perspectiva propia de CC, y estamos viendo la
población indígena como no-cultura, esto es, como no-todavía-cultura. El discurso así
legitimado es una épica evangélica y, parecería, pacifista. El indio es un cristiano en
potencia, y no se justifica la guerra contra él. Además, tiene dominio sobre sus tierras.

Domingo de Soto definió el dominium como "una facultad y un derecho que se tiene
sobre algo para utilizarlo para propio beneficio por cualquier medio permitido por la
ley." Pero los tomistas mantuvieron la distinción del derecho romano entre dominium y
mera posesión, por lo que Soto continúa: "el dominium debe distinguirse de la
posesión, uso o usufructo... pues no se trata de la simple capacidad de usar algo y
tomar su producto, sino de enajenarlo, regalarlo, venderlo o abandonarlo"(Pagden
82). La distinción, comenta Pagden, tuvo importantes consecuencias cara a las
disputas sobre los derechos de los indios, pues "it was introduced by Soto precisely to
deal with the problem of the rights of children before the age of reason; for children
do have dominium even if they cannot be allowed to exercise it -a condition in which,
as we shall see, the Indians might be said to be"(82).

No sólo la racionalidad en acto sino también la racionalidad en potencia


avalan dominium. Pagden nos lleva de la mano de Vitoria a distinguir entre lo
"irracional" y lo "a-racional," distinción que corresponde a la distinción CE/CC, y que
nos hace ver claramente que la atribución o no de dominium al nativo es dependiente
de su consideración en términos de no-cultura o de anticultura:

The definition of dominium as natural to man by virtue of his rationality, which is


what makes him an object of justice, raised for Vitoria what seemed to be a potencial
threat to any definition of dominium which made it a natural right independent of
possesion: namely the status of children. Children, claimed Vitoria,
have dominium, which is nothing other than the right to use something according to
its proper use, because unlike, say, lions, they can be said to suffer injury; and because
in law their goods are held independent from those of their tutors. But, as they cannot
make contracts, they own these goods only as their inheritance. The legal concept of
inheritance can also, he implied, be transferred to a consideration of infantile
psychology, for however irrational children may seem to be-and they are, he claimed in
another lecture on the limits of human obligation, truly un-rational-their reason is
potential (just as their goods are potentially theirs) and since 'nature never fails in
what is necessary,' that potential cannot ever fail to become actual. As we shall see,
this observation offered a powerful analogy with the condition of the indian. (84)

Hemos visto cómo la proliferación de conceptos como "salvajismo" o "barbarie" es


propia de una cultura de tipo CE, inclinada a la construcción del otro como anticultura,
como reflejo invertido del nosotros. Hemos visto también cómo el caso de Sepúlveda
ilustra una encrucijada de crisis cultural, en que la emergencia sincrónica de una nueva
alteridad y de nuevos intereses materiales empiezan a amenazar y a presentar
indirectamente como inadecuada la narrativa maestra que hasta entonces daba
consistencia a esa cultura. Sepúlveda intenta salvar el problema que supone la
aplicación de la oposición cultura/anticultura respecto al nuevo "otro" sin restar
legitimidad a los intereses materiales. Apunta, quizás inconscientemente, a la solución
que ya indicó Vitoria y que reencontraron sus sucesores: la postura paternalista, la
construcción del otro en base al símil con el niño sobre el que se debe ejercer tutela. Si
no desarrolla el símil, es quizás porque no le parece, con razón, que pueda justificar la
guerra contra el indio. En términos de Hayden White, diríamos que el símil tiene un uso
estructural y no funcional. Sólo hará falta que la guerra, con los años, se haya hecho
innecesaria por el agotamiento del potencial de defensa organizada de los nativos,
para que el símil pase a ser central cara a la legitimación del dominio de los nativos por
los europeos. Así, podríamos decir que la contradicción entre el discurso imperial y el
evangélico más que resolverse se disuelve.

Pero el control progresivo del espacio del otro que permitió esa disolución no sólo
representó el paso de una CE a una CC, la sustitución de la oposición
cultura/anticultura por la oposición cultura/no-cultura (no todavía cultura). Como dice
Hayden White, la dialéctica de la "escala de humanidad" ahora implicada "renders
unstable any attempt to draw, on its basis, a definitive distinction between natives and
'normal' men. Every attempt to draw such a distinction is, in fact, if carried out
vigorously, driven ultimately to the apprehension of the common qualities" (189). Así
pues, representó también una desespacialización de nociones de contraste como las
de "salvajismo" y "barbarie," y su interiorización psíquica por un proceso de
compensación. El salvaje, desde esta nueva concepción, reside en cada uno de
nosotros, forma el contenido reprimido tanto del nosotros como del otro, es el otro en
nosotros.

OBRAS CITADAS
Adorno, Rolena. "Arms, Letters and the Native Historian in Early Colonial
Mexico." Hispanic Issues 4 (1989): 201-224.

Breuer, Stefan. "The Metamorphoses of Natural Law: on the Social Formation of the
Pre-Bourgeois and Bourgeois Foundations of Law." Telos 70 (1987): 94-114.

Casas, Bartolomé de las. Obra indigenista. Ed. José Alcina Franch. Madrid: Alianza, 1985.

Gilman, Stephen. "Bernal Díaz del Castillo and 'Amadís de Gaula'." En Studia
Philologica. Homenaje ofrecido a Dámaso Alonso. Vol. 2. Madrid: Gredos, 1961.

Gómez-Moriana, Antonio. "Narration and Argumentation in the Chronicles of the New


World." Hispanic Issues 4 (1989): 97-120.

Lotman,Yury M. y B.A. Uspenskij. "On the Semiotic Mechanism of Culture." New


Literary History 9 (1978): 211-232.

Mires, Fernando. La colonización de las almas. San José (Costa Rica): Editorial DEI, 1987.

Pagden, Anthony. "Dispossessing the barbarian: the language of Spanish Thomism and
the debate over the property rights of the American Indians." En Languages of Political
Theory in Early-Modern Europe. Ed. Anthony Pagden. Cambridge: Cambridge University
Press, 1987. 79-98.

Palacios Rubios, Juan López de. Texto del "Requerimiento." En M. Orozco y


Berra, Historia Antigua y de la Conquista de México. Tomo IV. México, 1880. 85-86.

Sepúlveda, Juan Ginés de. Sobre las justas causas de la guerra contra los indios
(Demócrates Segundo). Ed. bilingüe latín-español, de Angel Losada. 2ª ed. Madrid:
C.S.I.C., 1984

White, Hayden. Tropics of Discourse. Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1978.

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