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LOS VIAJES DEL HAMBRE

1.-NÍGER

Entonces, cuando se enfermó, el marabú les dio unos ungüentos para que le
frotaran la espalda, me dijo Kadi, y unas hojas para que le prepararan infusiones.
El marabú no solo es el sabio musulmán de cada pueblo; también es, con
frecuencia, el curandero —que ahora la corrección política llama médico
tradicional: un personaje decisivo—. Kadi lo hizo; la diarrea no paraba. Una vecina
le habló del hospital y que por qué no lo traía. Kadi vino, hace más de seis días —
dijo: más de seis días— y los atendieron, a ella y su bebé, pero lo que no entiende
es por qué le dijeron que él se había enfermado porque no había comido suficiente.

—Yo siempre le di comida, le di la teta, después empecé a darle su comida.


Siempre le dimos su comida. A veces mi marido y yo no comíamos, comíamos
muy poquito, pero a él siempre le dimos su comida: nunca se quedaba llorando,
siempre tenía su comida.

Me dijo Kadi, recelosa, dolida.

—Mi hijo come. Si se enfermó será por otra cosa. Será algún mago, una bruja.
Quizá sea que tragó mucho polvo el otro día cuando pasó ese rebaño muy grande
por el pueblo. O la envidia de Amina, que se le murió su hijito que había nacido al
mismo tiempo. Yo no sé qué es, pero por comida no puede ser, él come.

—¿Y qué le dan de comer?

—¿Cómo que qué? La woura.

Dijo, tan natural: yo no le dije que la woura, esa especie de bola de polenta sólida
de harina de mijo y agua que los campesinos de Níger comen casi todos los días
de su vida, no alcanza para alimentar a un chico de año y medio, que le falta casi
todo lo que el chico necesita. Kadi estaba molesta, resentida:

—Acá me dicen que está así porque yo no le di su comida. Se ve que acá no


entienden. Cuando lo escucho me da miedo, me dan ganas de irme.

Me dijo Kadi. Y se fue, horas más tarde, con su bebé muerto a la espalda.

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Hambre es una palabra rara. Ha sido dicha tantas veces, de tantos modos
diferentes; significa tantas cosas distintas. Conocemos el hambre y no tenemos ni
idea de lo que es el hambre. Decimos hambre y hemos oído decir hambre tanto
que se gastó, que se volvió cliché.

Hambre es una palabra rara. Del famen latino los italianos hicieron fame, los
portugueses fome, los franceses faim; los castellanos hambre, con esa br que
también se mezcló en hombre, en hembra, en nombre: palabras muy pesadas. No
hay palabra, quizá, más cargada que hambre —y, sin embargo, es fácil deshacerse
de su carga—.

Hambre es una palabra deplorable. Poetas de cuarta, políticos de octava y todo


tipo de plumíferos fáciles la han usado tanto y tan barato que debería estar
prohibida. En lugar de prohibida está neutralizada. «El hambre en el mundo» —
como en «¿y qué quieren, terminar con el hambre en el mundo?»— es una frase
hecha, un lugar común, una expresión casi sarcástica usada para sintetizar lo
risible de ciertas intenciones. El problema con esos conceptos viejos y gastados,
limados por el uso fácil, es que de pronto un día algo te hace volver a verlos como
si fueran nuevos, y ahí explotan.

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LOS VIAJES DEL HAMBRE

2.- CALCUTA

Porque Calcuta rebosa de animales. En Calcuta hay vacas indolentes que


destruyen el tránsito, hay cerdos que retozan en la basura tan frecuente, hay
cuervos que se roban comida de las mesas —hay ventanas con redes para evitar
los robos de los cuervos—, hay monos más ladrones más rabiosos, hay pollos que
cacarean en jaulas de agonía, hay perros satisfechos —extrañamente satisfechos—
, hay millones y millones de señoras y señores: quince millones de señoras y
señores.

Algunos comen todos los días. Algunos, incluso, comen animales. En el mercado
central de Calcuta los animales para comer siguen siendo animales hasta que se
los comen. Desolladas, deshuesadas, cortadas en trocitos, selladas al vacío,
amortajadas en celofanes varios, las carnes que comemos en nuestros países cada
vez más carniceros hacen todo lo posible por alejarse del animal que fueron. Que
nadie piense en los ojos tristes de una vaca cuando se come un bife, el balido
tiernito del cordero en el momento del gigot. En los países más pobres los animales
siguen siendo animales hasta el penúltimo momento: sin heladeras, sin cadena de
frío, es la manera de garantizar que lleguen frescos a las mesas. En los países más
pobres, de todos modos, los más pobres nunca comen animales.

En la India suponen que eligieron: que son vegetarianos.

Y entonces, en medio del mercado y de los gritos, un gorrión baja en picado,


revolotea sobre los trozos de animales, va, viene, parece buscar algo; quince o
veinte personas lo miramos, inmóviles de pronto, callados, suspendidos. El pájaro
se va; vuelven las voces, los movimientos, los olores, y todos nos sonreímos
confusos, como si nos disculpáramos. Yo pienso en decir algo sobre el peso de la
rutina y cómo querríamos romperla pero no sé cómo decirlo y pido cuarto kilo de
unas nueces raras.

Y pienso en lo poco que bajan, poco que duran los gorriones.

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En un puesto escondido un hombre vende pescaditos rojos: en una pecera con
adornos de plástico, los pescaditos rojos. Es un salto civilizatorio. Occidente está
tan mal —tan bien— acostumbrado que no suele recordar el valor de lo superfluo.
Le superflu, chose très nécessaire —decía, sin la menor necesidad, el gran
Voltaire—. Lo superfluo es la marca del gran cambio: hacerte con algo que no
necesitabas, pasar de la pura urgencia a ese estado de —muy leve—privilegio en
que podés gastarte unas monedas en un pez rojo e inútil. Rojo importa, pero inútil
es la palabra clave: la conquista del derecho a lo inútil, lo contrario del hambre.
Tener hambre es vivir con lo estrictamente necesario, vivir para lo estrictamente
necesario, vivir en lo estrictamente necesario —y muchas veces ni siquiera—.

Hambre es comerse los pescaditos rojos.

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LOS VIAJES DEL HAMBRE

3.- BIRAUL

Anita es muy escuálida. Anita tiene 17 años, los dientes desparejos, la nariz chata
con su arito de oro en la narina izquierda, el círculo rojo hindú en medio de la
frente, su sari azafrán con un toque de verde; Anita mira como un animal
acorralado. Su hija Kajal tiene una camiseta verde, los pelos largos y parados; Kajal
tiene nueve meses, pesa dos kilos ochocientos y no consigue mantener derecha la
cabeza. Anita se la levanta, la acaricia —pero la mira con un hartazgo raro—. Anita
mira el mundo con un hartazgo raro:

—No, yo nunca fui a la escuela. Nosotros somos pobres, somos casta baja, no
vamos a la escuela.

—¿Y cuando veías que otros chicos sí iban, qué pensabas?

—Nada. Yo jugaba con los chicos, o acompañaba a mi mamá al campo cuando iba
a cosechar, trabajaba un poco. De la escuela no pensaba nada.

—¿Qué quiere decir ser casta baja?

—Cuando uno no tiene tierras o una casa o comida suficiente, eso es ser casta baja.

Dice, y no dice que también quiere decir no poder casarse con personas de otras
castas, no poder vivir en medio de otras castas, no conseguir ciertos trabajos ni ser
aceptados en ambientes distintos. La Constitución india prohibe estas
discriminaciones; la vida india las mantiene y potencia.

—¿Cuando eras chica comías todo lo que querías?

—No. A veces sí, a veces no. A veces comíamos dos veces en lugar de tres, algunas
veces una. A veces no teníamos ni una, y los chicos lloraban.

—¿Vos llorabas?

—No, yo no lloraba. Para qué vas a llorar. A quién le vas a llorar. Yo sabía que mi
papá hacía todo lo que podía para darnos de comer.
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—¿Y qué querías ser cuando fueras grande?

—Nada, no quería nada.

—¿Y qué te imaginabas?

—Nada, dejaba pasar el tiempo.

—¿Pensabas que cuando fueras grande ibas a tener linda ropa, una casa grande?

—No, nunca pensé esas cosas. Esas cosas las piensan otras castas.

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Me decían que acá el hambre era distinto. Es distinto porque a veces no mata. En
la India, el hambre no suele ser agudo: millones de personas llevan muchas
generaciones acostumbrándose a no comer lo suficiente, desarrollando, a lo largo
de generaciones, la habilidad de sobrevivir comiendo casi nada, demostrando las
virtudes adaptativas de la especie. Los humanos sobrevivieron, conquistaron la
tierra porque saben adaptarse a tantas cosas: aquí se adaptaron a casi no comer y,
por eso, millones son bajos, flacos, módicos, cuerpos que saben subsistir con poco.

Madres así de chiquitas que paren bebes muy chiquitos, nenes que llegan al año
pesando cuatro kilos —y nunca caminaron—. Es un fracaso estrepitoso: la
adaptación darwiniana en toda su tristeza. La capacidad del hombre para ajustarse
a la vida desnutrida y producir, para eso, cuerpos que requieren mucho menos,
cerebros que también.

La desnutrición crónica —te explican— no te mata de una vez pero tampoco te


deja vivir como debieras: cuerpos disminuidos, mentes deficitarias. Son millones
que desperdician sus vidas para seguir viviendo.

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LOS VIAJES DEL HAMBRE

4. CHICAGO

La transformación de la comida en un medio de especulación financiera ya lleva


más de veinte años. Pero nadie pareció notarlo demasiado hasta 2008. Ese año, la
gran banca sufrió lo que muchos llamaron «la tormenta perfecta»: una crisis que
afectó al mismo tiempo a las acciones, las hipotecas, el comercio internacional.
Todo se caía: el dinero estaba a la intemperie, no encontraba refugio. Tras unos
días de desconcierto muchos de esos capitales se guarecieron en la cueva que les
pareció más amigable: la Bolsa de Chicago y sus materias primas. En 2003, las
inversiones en commodities alimentarias importaban unos 13.000 millones de
dólares; en 2008 llegaron a 317.000 millones —casi 25 veces más dinero, casi 25
veces más demanda—. Y los precios, por supuesto, se dispararon.

Analistas nada sospechosos de izquierdismo calculaban que esa cantidad de


dinero era quince veces mayor que el tamaño del mercado agrícola mundial:
especulación pura y dura. El gobierno norteamericano desviaba cientos de miles
de millones de dólares hacia los bancos «para salvar el sistema financiero» y buena
parte de ese dinero no encontraba mejor inversión que la comida —de los otros—
.

Ahora en la Bolsa de Chicago se negocia cada año una cantidad de trigo igual a
cincuenta veces la producción mundial de trigo. Digo: aquí, cada grano de maíz
que hay en el mundo se compra y se vende —ni se compra ni se vende, se simula—
cincuenta veces. Dicho de otro modo: la especulación con el trigo mueve cincuenta
veces más dinero que la producción de trigo. El gran invento de estos mercados es
que el que quiere vender algo no precisa tenerlo. Es más, sería una rareza vender
lo que uno tiene: se venden promesas, compromisos, vaguedades escritas en la
pantalla de una computadora. Y los que saben hacerlo ganan, en ese ejercicio de
ficción, fortunas.

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«Mientras 200.000 millones de dólares aterrizaron en el mercado alimentario, 250
millones de personas cayeron en la pobreza extrema. Entre 2005 y 2008 el precio
global de la comida aumentó un 80 por ciento, y nadie se sorprendió cuando The
Economist anunció que el precio real de la comida había alcanzado su nivel más
alto desde 1845, el año en que la revista lo calculó por primera vez», escribió
después Frederick Kaufman.

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La comida subía por todas partes. Los aumentos, por supuesto, no influían igual
en todas ellas. Cuando el precio del trigo se duplica en Estados Unidos el pan
puede aumentar entre un cinco y un diez por ciento —porque la materia prima es
una parte ínfima del precio de los alimentos: transporte, elaboración,
conservación, patentes, publicidad, packaging, distribución, margen del minorista
pesan más. En cambio en Túnez, en Managua, en Delhi, el pan —o el grano con el
que una mujer hará pan o tortillas o chapatis— costará el doble o quizá más.

Y, sobre todo: en los países ricos el consumidor habitual gasta menos de un diez
por ciento de sus ingresos en comida —aunque sus pobres pueden llegar al 25 o
30 por ciento—. En los países del OtroMundo hay más de 2.000 millones de
personas que gastan en comer entre el 50 y el 80 por ciento de lo que consiguen:
un pequeño aumento de los precios los condena al hambre.

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LOS VIAJES DEL HAMBRE

6. BENTIU, SUDÁN DEL SUR

Durante décadas, el tratamiento de los chicos con desnutrición aguda severa —los
que estaban literalmente muriéndose de hambre—consistió en internarlos y tratar
de alimentarlos por boca o por vena. Era una solución costosa —en recursos, en
infraestructura, en personal— pero bastante ineficiente: según los casos y lugares,
entre un tercio y la mitad de los chicos se morían. No hace más de 25 años que
científicos intentaron revisar el proceso: al fin entendieron que el tipo de
alimentación que les daban no sólo no los curaba sino que a veces, al exigir sus
cuerpos debilitados, los mataba.

En 1994 Michel Lescanne propuso a André Briend, un médico nutricionista del


Instituto de Investigaciones para el Desarrollo de París, que trabajaran juntos para
buscar un producto mejor. Durante dos años experimentaron con todo tipo de
materias pero ninguna conseguía suficiente durabilidad, buen sabor o facilidad de
manejo. Hasta que, cuenta la leyenda, una mañana, mientras desayunaba, Briend
se extasió frente a un frasco de Nutella. La leyenda no dice que haya gritado
eureka, pero sí que de ahí le vino la idea de producir una pasta —de maníes— que,
enriquecida con leche, azúcar, grasas, vitaminas y minerales, no necesitaba ningún
agregado, se podía comer sin más preparación, sabía bien, soportaba grandes
calores y podía durar dos años en su sachet de aluminio. Lo llamaron Plumpy’Nut
—nuez regordeta— y cambiaría la forma de tratar la malnutrición infantil.

El plumpy es: dulzura sin azúcar, café sin cafeína, manteca sin colesterol, bicicletas
sin desplazamiento, cigarrillos sin humo, sexo sin contacto, alimentación sin
comida

Al principio los trabajadores de MSF tenían dudas. Algunos médicos se sentían


muy incómodos. El nuevo protocolo indicaba que debían internar a los chicos
durante unos días y, en cuanto recuperaban cierto tono, mandarlos a sus casas con

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sus dosis de Plumpy: les molestaba despedir a un paciente en ese estado, decían
que estaban ofreciendo un tratamiento demasiado incompleto.

Pero los resultados eran extraordinarios: no sólo pudieron tratar a una cantidad
mucho mayor de desnutridos; además consiguieron la recuperación de nueve de
cada diez. Dicen que, hasta entonces, nunca se habían tratado tantas personas en
tan poco tiempo con tal nivel de recuperación.

Y pudieron tratar a una población que antes no: los desnutridos agudos
moderados. Los moderados no se internaban: los hospitales no alcanzan y, de
todos modos, su situación no requiere una intervención médica constante. Pero,
como son muchos más que los severos, son el grupo donde más chicos mueren.

Hay quienes dicen que el Plumpy es un típico producto de la época del sucedáneo:
dulzura sin azúcar, café sin cafeína, manteca sin colesterol, bicicletas sin
desplazamiento, cigarrillos sin humo, sexo sin contacto, alimentación sin comida:
un modo de simular que esos chicos que no comen comen, que esos millones de
paupérrimos van a seguir viviendo.

Su éxito provocó debates. Están, sobre todo, los que cuestionan la idea de
intervenir con un remedio paliativo en una situación estructural, «una respuesta
médica a un problema social»: las famosas curitas en la hemorragia femoral. El
Plumpy es, al fin y al cabo, sólo un remedio parcial para una enfermedad que no
tendría por qué existir: la más evitable, la más curable de todas las enfermedades
conocida.

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El hambre mata más personas cada año —cada día— que el sida, la tuberculosis y
la malaria juntos, y no existe. El hambre no participa del misterio, las sombras
insondables, lo inmanejable de la enfermedad: la impotencia frente a lo
incomprensible. El hambre se entiende demasiado, aunque no existe: es un invento
del hombre, nuestro invento.

Y podría ser, tan fácil, nuestro pasado inverosímil.

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EL ASCO

UNA POSTAL DE SRI LANKA

Lo que vuelve una y otra vez es esa tarde en esa playa, junto a esa carretera, el sol,
la belleza, el asco más extremo: eso es lo que vuelve. Me han preguntado tantas
veces —los periodistas no solemos ser originales— cuál fue mi peor nota. En
general no lo dicen agresivos; el lenguaje traiciona, pero quieren preguntarme cuál
es la nota que más me costó, dolió, perturbó hacer. Y yo, aunque intento variar las
respuestas, no soy original y vuelvo siempre a la misma, a algo que se parece a la
verdad: aquella vez que fui a Ceylán, que algunos llaman Sri Lanka, para escribir
sobre los turistas pedófilos o, dicho de otro modo, los hijos de mil putas que van
allí para cogerse chicos de cinco, seis, diez años.

Fue difícil por muchas razones. Fue, primero, porque llegué a Colombo, la capital,
un domingo a la tarde sin el menor contacto y empecé a preguntarme, como
siempre, qué coño estaba haciendo allí. Pero dí unas vueltas, ví muchachos muy
oscuros con camisas muy blancas jugando al cricket, ví una señora muy viejita —
el cadáver de una señora muy viejita— ardiendo en una pira, ví cientos, miles de
cuervos estridentes y, al final, encontré la manera de empezar a tirar de esa cuerda.
Así que al otro día ya estaba en una playa del sur de la isla, alojado en un hotel
donde casi todos los huéspedes eran pedófilos en busca de chiquitos, y entonces
las cosas empezaron a ser realmente difíciles. Fue difícil, y muchas noches estuve
a punto de salir corriendo. Supongo que no lo hice por esa mezcla de orgullo y
resignación que suele ser lo propio del cronista.

—¿Así que todavía no conoces a Yohan? Ah, pero es maravilloso. Maravilloso. Tal
vez, si me da un ataque de bondad, mañana te lo paso, y vas a ver.

Me dijo aquella vez un señor que se llamaba Bert, ciudadano modelo, alemán,
optómetra, un padre de familia que sólo una o dos veces por año venía a fornicarse
algún niño cingalés. Para que aquel escombro me hablara y me contara yo había
tenido que pasarme varios días con ellos, compartir sus charlas y sus risas, sus

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referencias pegajosas, sus fantasmas. Había tenido incluso que buscar un gigoló
de chicos, decirle que quería sus servicios, seguirlo hasta su casa entre bananos. Y
había pasado, después, por una de las escenas más desoladoras, cuando un chico
de ocho en una playa me invitó a conocer a su mamá en una choza de palma allí
nomás y la madre, muy educada muy amable, después de un té y un rato de charla,
me dijo que por qué no me iba con su hijito a la otra pieza.

—Una o dos horas, o más, lo que usted quiera. Usted le gusta, y si queda contento
después puede regalarnos algo para la Navidad.

Pero lo peor fue algo tan peor que ni siquiera lo conté, entonces, en mi crónica.
Aquella tarde no aguantaba más, así que alquilé una moto y me fui a dar vueltas,
tomar aire. Manejaba por una carretera espléndida: de un lado los campos de arroz
que me gustan como nada; del otro, playas largas y blancas y desiertas.

La belleza atronaba, y los ví casi sin registrarlos: tres chicos de ocho o diez que
jugaban con las olas; seguí andando. Yo tenía mi cámara y un problema: era muy
difícil hacer fotos para acompañar esta historia. Así que paré, volví atrás, me
arrodillé al costado de la ruta y, sin que me vieran, empecé a registrarlos.

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Los chicos, desnudos, jugaban, saltaban, cabriolaban; se reían, se tiraban agua,
perreaban en la arena. Las fotos eran lánguidas, bonitas. No me dí cuenta cuándo
empezaron a abrazarse, a intentar poses raras que, supongo, podían sonarles
sexies; durante un minuto más, o dos, seguí haciendo esas fotos: de pronto,
parecían la ilustración perfecta para el tema. Hasta que entendí que los chicos me
habían visto y lo hacían para mí: que estaban poniendo en escena un show para
mí, su sexualidad chiquita para mí, pornografía para mí. Yo era, en ese momento,
de verdad, un consumidor de su sexo, pornógrafo de ellos —y, en ese momento,
tuve un asco como creo que nunca había tenido. Es duro tener asco de uno mismo.
Me subí a la moto, manejé un rato largo, no se iba.

Todavía.

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LA PARCA

UNA POSTAL DE NUEVA YORK

Nuestro mundo es violencia incesante. Yo lo sé, lo sufrí, soy una víctima de ella.
O, mejor dicho: lo soy casi. Alguna vez debí exiliarme, alguna sentí volar de balas,
alguna me tajearon la cara en una calle oscura; he estado en un par de guerras, en
algún bombardeo de la OTAN, en campamentos de las FARC, en docenas de
parajes confusos y temidos. Pero nunca llegué a estar tan cerca de la parca como
aquella tarde.

Fue tremendo: yo me llevaba a la boca una tajada de salmón ahumado, rosa


intenso, y pensaba en la inmortalidad de los cangrejos, el lamido de un dogo, la
música callada. El pasto era verde esmeralda, el cielo turquesa de celeste, el sol
amable pastelito y a lo lejos la línea de los rascacielos centelleaba de vidrios y
metales; entre ellos y yo, despliegue de muchachos, esplendor en la hierba. Eran
las dos de la tarde en ese prado del Central Park de Nueva York: bajo árboles
añosos, tortolitos se arrullaban y prometían amor en cuatro reencarnaciones
sucesivas mientras se acariciaban el uno al otro las barbas bien cortadas; más allá,
parejas miraban crecer a sus bebés con el orgullo de quien no entiende por qué el
resto del mundo no entiende que ese niño es lo más grande que hubo nunca; muy
despatarrada, una mujer de tantos años se frotaba las carnes blanquecinas con
bronceador y el cuidado de un joyero suizo; gritando bajo para no molestar, ocho
sudacas flacos pateaban una pelota redonda con la conciencia de estar
borroneando la cultura ambiente; echados en lonas en el suelo, media docena de
hombres y mujeres leían libros electrónicos con esa cara de superioridad satisfecha
que últimamente ponen los hombres y mujeres que leen libros, aunque sean
electrónicos; apoyado en un tronco, un hombre canoso miraba todo eso y más con
el interés casi supremo de quien ya entendió que todo eso —y tanto más— podría
suceder igual aunque él no lo mirara.

Más lejos otros pasaban caminando, patinando, trotando o pedaleando, con un


silencio ligeramente aterrador. No creo que hubiera música; el DJ se habría
olvidado en casa las canciones de Simon & Garfunkel, pero sonaban pajaritos,

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trinos. Yo, a todo esto, me llevaba a la boca una tajada de salmón ahumado, rosa
intenso, y las aves cantaban dulce y suave, cuando cayó la rama. La rama no hizo
ruido.

La rama medía más de tres metros de largo, diez centímetros de grueso y cayó con
un silbido leve, casi amable, a un pie de mi pie izquierdo. Contra el suelo hizo un
«plop» que atrajo todas las miradas: es raro verse resucitado en las caras de una
docena de desconocidos. Fue un momento. Yo pensé que tenía que terminar de
morder mi tajada rosa intenso y después desmayarme o llorar, según pidiera el
público. La duda fue fatal, y seguí masticando. Alguien me había explicado que
siempre algún peligro acecha en Nueva York, pero yo no había creído que fuera
para tanto.

No creía; seguía sin creer; tardé más de medio minuto en aterrarme. Fue curioso:
fui, poco a poco, perdiendo la cabeza. Hay gente que entiende los peligros rápido:
que sabe asustarse de inmediato, en tiempo y forma. Yo suelo ser más bobo, más
optimista, más lenteja; en todo caso, pasó un rato hasta que terminé de descubrir
que esa rama había estado a punto de partirme la cabeza.

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De pronto, ese momento nimio, olvidable por lo agradable y lo banal, se volvió
algo. Ese momento podría haber sido una tarde más o la última tarde; al fin no fue
lo uno ni lo otro. Fue la tarde en que terminé de entender que la diferencia entre
muy bien y muerto es nada, que las grandes consecuencias no siempre tienen
grandes causas, que aquel señor pobre de él justo miró para el costado cuando
venía ese coche, que nada nunca está garantizado, que hablar de sí mismo en
tiempo futuro es una presunción intolerable, que no somos ni un poco, que lo
barato sale caro. Fue la tarde, para sintetizar, en que la filosofía más berreta se
adueñó de mi vida. Por eso, aquella tarde, saqué una foto para recordarlo: en ese
prado de la imagen, mis queridos, es obvio que nunca podría pasar nada. Aquella
tarde, en breve, supe que el mundo vive equivocado —y que, peor, no podría vivir
de otra manera—.

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EL TÉ MONGOL

UNA POSTAL DE MONGOLIA

Se dice que yo como cualquier cosa —y que me gusta. Es casi cierto: he tragado
gusanos en México, nidos de golondrinas en Pekín, ratas en el Perú, erizos en
Tailandia, huevas de sollo en Moldavia, huevas de toro en Chascomús, termitas
en Lusaka, hormigas en Colombia, hígado de ganso con cirrosis en París, víboras
en Malasia, grillos en Hong Kong, viejas patas muy secas de chancho en Barcelona
y tantos otros guisos. Pero lo que realmente me pudo fue ese té con leche.

Hacía frío, llevábamos viajando horas y horas. Habíamos salido de Ulan Bator
temprano a la mañana y casi anochecía. Mongolia es uno de los lugares más raros
que conozco: una tierra enorme y vacía, inhóspita, brutal, que el hombre no ha
marcado. Tres o cuatro ciudades, millón y medio de kilómetros para tres millones
de habitantes, mayoría de nómadas que viven en sus ghers, esas tiendas de
campaña redondas que portan de un lugar a otro para que sus rebaños de cabras,
ovejas, yaks, caballos tengan pasto.

Y no hay caminos. La primera huella que dejan los hombres sobre un territorio es
un camino. Antes de construirlos, los imprimen: cuando un trayecto se hacía
costumbre, el campo se iba marcando con las huellas de los que pasaban hasta que,
en algún momento, un jefecito o rey o Estado lo convertían en un sendero, en una
carretera. No conozco espacio humano sin caminos, salvo Mongolia. Aquel día, la
camioneta que nos llevaba iba a campo traviesa, inventando su recorrido por esos
pastos ralos; cientos de metros a la derecha pasaba otra, y otra allá lejos a la
izquierda. De vez en cuando nos frenaba un río: el chofer buscaba la forma de
vadearlo. Había llovido; dos veces tuvimos que esperar que la corriente se
calmara.

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El que recibe será recibido y, además, logra un rato de charla. A cambio le ofrece
al huésped el reparo del fuego y un buen té caliente

Pero teníamos apuro, prisa, afán. Debíamos llegar a ese rincón del distrito de Bat-
Ulzii, provincia de Uvurkhangai, antes del ocaso; el chofer no se atrevía a manejar
de noche. Fue un alivio cuando un hombre a caballo le dijo que el gher de Jiigee
era ése que se veía allá abajo en el valle.

—Qué suerte que nos encontraron acá. Pensábamos desarmar el gher mañana muy
temprano para irnos.

Jiigee y su mujer, sus caras chatas de pekinés sonriente, nos recibieron tan atentos:
en medio de ese desierto raro, la hospitalidad es un deber y un placer y un seguro
de vida. El que recibe será recibido y, además, logra un rato de charla, de noticias.
A cambio le ofrece al huésped el reparo del fuego y un buen té caliente.

—Qué honor para nosotros que tomen nuestro té.

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Dijo Jiigee, y me dio personalmente el tazón gordo. Lo recibí con gusto y la sonrisa
que debía; tenía sed, tenía hambre. Y entonces lo probé: el té era oscuro y la leche
de yak —fortísima, olorosa, un poco agria—, pero lo que lo hacía tremendo era la
sal y la grasa de carnero que lo completaban. Entre los dos conseguían convertir
esa bebida en un compendio del horror, un vomitivo exagerado. Que, por
supuesto, no podía dejar.

—Qué delicia, tan agradecido.

Lo fui sorbiendo, intentando sonrisas. Mientras, Jiigee me contaba —intérprete


mediante— historias de su vida: cómo había aprendido a montar antes que a
caminar, cómo había tenido que buscar una esposa cabalgando millas y más millas
y, sobre todo, eso que yo buscaba: cómo la tecnología le había cambiado la vida.
Su nuevo móvil le permitía enterarse de la cotización de la lana de cachemira en
la ciudad y, así, evitar las estafas de los mercaderes ambulantes que se la
compraban. Jigee estaba contento, se imaginaba en una moto. Yo, mientras,
intentaba tragar la porquería; cada vez que, con esfuerzo sobrehumano, desafiaba
las arcadas con un par de sorbos, mi anfitriona atentísima me completaba el tazón
con más brebaje.

Su reino era el caldero donde hervía: lo revolvía, lo sacaba, lo volvía a tirar desde
lo alto. Se me ocurrió una idea desesperada: le pedí que me dejara fotografiarla
haciéndolo. Se me había ocurrido que quizá su honor quedaría satisfecho con ese
gesto decisivo de nuestra cultura: la fijación del momento en una imagen —que
nadie nunca mirará de nuevo— sería homenaje suficiente. Pero no; debían ser
primitivos e insistieron: si no bebía su té los estaría ofendiendo en serio. La foto,
otra vez, no sirvió para nada. Agarré resignado la tercera taza, cerré los ojos y
pensé en Inglaterra.

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VIVA EL TURISMO

UNA POSTAL DE VENECIA

Hice turismo. Hace tiempo que no lo hacía pero acabo de hacerlo —Cairo, Luxor,
Dahab, Jerusalén, Venecia— y sigo impresionado. Para entendernos: cuando digo
turismo digo viajar sin otra justificación que el viaje mismo. No viajar para
contarlo, no para hacer negocios, no para ver amigos o amores o enemigos o
amores enemigos, no para perorar subido a algo, no para escuchar a quien canta o
perora, no para ver a un médico o un brujo o uno de tantos monjes; no, turismo es
viajar para nada en particular y tanto al mismo tiempo. Viajar para viajar: el viaje,
digamos, en su forma más pura.

El turismo es uno de los grandes inventos de la civilización contemporánea. No


porque sea un gran invento; lo es porque se ha desarrollado tanto que cada vez
influye más en nuestras vidas. Para empezar, es un negocio decisivo: con el diez
por ciento del PIB mundial, con mil millones de practicantes cada año, el turismo
da trabajo a multitudes, se lo quita, cambia nuestras ciudades campos costas,
consigue que personas muy lejanas se conozcan o desconozcan más.

El turismo es una gran metáfora de la civilización contemporánea: una actividad


impetuosa, omnipresente, que podría no existir y no pasaría nada. Salvo, por
supuesto, para los millones que se quedarían sin empleo. Y millones, quizá, sin
ilusión. El turista es un ser contradictorio, ejemplo de la cultura actual: la cultura
de masas con pretensiones de exclusiva. Todos desdeñamos al turista; todos lo
somos, en algún momento. Todos, cuando estamos en nuestras ciudades,
hablamos pestes de esos guiris que vienen a arruinar nuestros paisajes, vaciar
nuestros barrios de sí mismos, molestarnos. Todos, cuando estamos en ciudades
ajenas, ejerciendo nuestra condición, nos herniamos el índice haciendo fotos que
deben mostrar el decorado y nuestras sonrisas, y evitar cuidadosamente la
evidencia de que el entorno rebosa de turistas. Por eso para un turista no hay nada

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mejor que la sensación de que ha llegado a un lugar «donde no hay turistas», ese
rincón escondido donde los turistas —los otros turistas— no consiguen llegar. El
turista suele creer que no lo es: que él no es como ésos. El turista, cuando lo es y
cuando no lo es, detesta a los turistas.

Pero lo somos, y serlo es un esfuerzo ímprobo. No sólo porque hay que caminar
como un poseso, ir de acá para allá cual bola sin manija, pasarse horas y horas
ejercitando músculos perdidos; lo es, sobre todo, porque el turista debe
maravillarse todo el tiempo. Ser turista es aceptar la obligación de la maravilla
permanente, oh ah cáspita guau. Para eso uno se esfuerza, ahorra, lee guías, pispea
Wikipedia, vuela, duerme en camas ajenas, come lo incomible, paga lo impagable,
se deshidrata, aguanta. A cambio nos sentimos destruidos pero satisfechos por
tanto arte y tanta historia y tanto momento irrepetible y tantas experiencias: la
palabra clave es «experiencias». En la jornada del turista todo debe ser increíble
genial instructivo muy enriquecedor; el turista que no se maravilla está perdiendo
plata —e ilusión y trabajo y un buen relato para los largos meses de abstinencia—
.

Entre esa obligación y el tormento de los selfies, el turista no tiene muchas


oportunidades de ocultar los dientes: la sonrisa constante es su cara y su cruz.
Salvo, quizá, cuando practica esas variantes extremas, que se tocan: el turista
religioso, también llamado peregrino o gringo en Benarés, que puede reemplazarla
por la boca medio abierta de la adoración; el turista sexual, también llamado
compañero o huevón en La Habana, que quiere reemplazarla por la boca medio
abierta del deleite.

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Pero aquí, en Venecia, el turismo es un gran oh. Venecia es tan bonita y es el
epicentro del turismo del mundo, una ciudad de 60.000 habitantes que recibe, cada
día, otras tantas visitas: 5.000 toneladas de carne de turista todas las mañanas,
avalanchas de cuerpos decididos a maravillarse sin descanso —y a ser posible en
góndola—. Venecia es, en todos los manuales, el ejemplo de los efectos del
turismo: la vanguardia de ese parque temático en que se van convirtiendo cada
vez más ciudades. (¡Barcelona, teléfono!)

El turismo está cambiando el mundo: obliga a los lugares a parecerse más y más a
la imagen que sus visitantes tienen de ellos, a volverse más típicos, más tópicos,
más tontos —a declinar sus peculiaridades para amoldarse a la postal. Culturas
que se pierden, que se banalizan, poblaciones que ya no inventan sino maneras de
servir. Es, en última instancia, aterrador. Y sin embargo, a veces, me gusta ser
turista: no hay actividad más desprendida, menos pretenciosa. Consiste en
entregarse: dejarse llevar por el saber de otros —guías escritas, guías humanas, los
lugares comunes, las postales— y descansar de sí mismo por unos pocos días. Por
eso, supongo, las llaman vacaciones.

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LA ISLA

UNA POSTAL DE LAS ISLAS MARSHALL

Entonces Yoora y Mikela me preguntaron si no quería conocer el lugar más cool


de toda la isla, y se me hizo difícil rechazar su oferta. Yoora y Mikela tenían diez,
once años: nenas de mundo dispuestas a hacer todo lo necesario para parecerse a
los modelos que el mundo les propone. Yoora y Mikela tenían faldas, un aro, un
anillito, sonrisas, pelos alborotados, y estaban escuchando música de radio en un
claro con un árbol de pan que podía ser una plaza o el patio de un colegio o un
claro con un árbol —de pan. Yoora y Mikela me decían que Majuro nunca es muy
divertido, pero que si quería podían llevarme a ese lugar.

—Es un poco lejos, pero podemos ir.

En Majuro un poco lejos nunca es demasiado lejos —aunque Majuro es sinónimo


de lejos. Majuro es la capital de las Islas Marshall, el lugar más lejos que conozco.
Seguramente nunca vuelva a estar tan lejos: no lejos de casa, lejos de un continente,
lejos de mis míos, lejos de nada en especial; lejos, perfectamente lejos, un lejos que
no precisa especificación ni complemento.

—Vamos. Te llevamos.

Las Islas Marshall son un archipiélago de la Micronesia, 1.200 islas e islotes y


70.000 habitantes en el justo medio de la nada, a miles de kilómetros de cualquier
otra cosa, en el océano Pacífico. Y Majuro es su isla capital.

—¿Vamos derecho por acá?

Les pregunté; Yoora y Mikela me miraron como si fuera tonto —y sólo era recién
llegado. Majuro es un atolón: los atolones son coronas de coral que se formaron
hace millones de años alrededor del pico de un volcán que asomaba de las aguas.
Después se hundió el volcán y quedó sólo el coral: un anillo de coral y tierra que
rodea al vacío —ahora lleno de agua— donde el volcán estaba; el mar adentro, el
mar afuera. La tierra en Majuro tiene cincuenta, cien metros de ancho: siempre se
ve el mar a los dos lados, y en el medio esa calle que va de una punta a la otra, el
único camino.
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—Sí, claro, derecho por acá.

Caminamos; la ruta era un puente largo y torpe. A los lados, cercadas por el mar,
las casas, y entre ellas más árboles de pan, los flamboyanes, cerdos, gallinas, el
barullo del mar, los olores del mar, la amenaza del mar, las tumbas de los parientes
—que descansan en sus pequeños huertos al lado de los vivos, junto al mar. Las
Islas Marshall existen muy poquito. Son uno de esos cuatro o cinco países que no
están afiliados a la FIFA porque —me explicaron— en sus tierras angostas no
cabría una cancha de fútbol. Y solo tuvieron, en toda su historia, quince minutos
de fama cuando los americanos explotaron la bomba atómica más bestia en uno
de sus atolones, Bikini, que se convirtió rápidamente en una forma de mirarse.

—¿Ustedes saben lo que es bikini?

—¿Cómo no vamos a saber?

Me dijo Mikela, y que un traje de baño; entonces le pregunté si sabía de dónde


viene la palabra y me dijo que claro, del inglés. Muchos chicos de Majuro hablan
inglés porque sólo sueñan con irse a Estados Unidos antes de que su isla se hunda.
Si alguna vez se cumple la profecía apocalíptica del calentamiento global, esta isla,
con una altura máxima de tres metros sobre el nivel del mar, va a ser la primera
en desaparecer. Yo estaba allí por eso: trabajo de buscar dramas por el mundo.

–¡Es acá, es acá!

Acá no era nada, o algo muy parecido a nada. Después, de a poco, la fui viendo:
otra playa llena de basura, sólo que en este caso la basura eran coches. Coches
muertos, golpeados, oxidados, con un nivel de violencia que parecía de otro lugar;
entre los coches, una banda de chicos entre diez y quince jugaba a punk, a rock-
stars, a superhéroes. Yo, a hacerles fotos de punks, de rock-stars, de superhéroes.

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–¿Viste que era increíble?

Me dijo Yoora, y me explicó que las tardes, después de la escuela, los chicos más
cool de Majuro venían a encontrarse con sus amigos en el cementerio de los coches.
Que jugaban, bailaban, se inventaban videoclips que nadie miraría, se inventaban
amores que tampoco. Mikela abarcó todo el lugar con un gesto magnífico del
brazo:

—¿No es igualita a Nueva York?

Me preguntó o me dijo y yo no supe qué decirle o, mejor: cómo decírselo. Entonces


ellas me miraron con un poco de pena, porque entendieron —digamos que
entendieron— que me moría de envidia.

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CONFESIONES DE UN MARA

UNA POSTAL DE EL SALVADOR

Estábamos sentados en su taxi, la puerta de su casa, barrio pobre de San Salvador.


Anochecía, y la calle se iba llenando de sombras inquietantes. Freddy me dijo que
no me preocupara, que él tenía su pistola y sabía usarla. Freddy era un mara
aunque ya no lo fuera.

—Yo sigo siendo pandillero. El día que me maten, los diarios no van a decir que
mataron a un taxista sino a un pandillero. Entonces para qué me voy a engañar y
pensar que ya no soy, si estoy manchado para siempre.

La reinserción de los exmaras es difícil: Freddy tenía su pasado tatuado en la piel.

—Cuando estás manchado no te quieren dar trabajo, te tratan mal. Si hasta


hicieron una ley que pueden detener a cualquier que tenga tatuajes de pandilla,
aunque no esté haciendo nada.

Pero Freddy quería guardar sus «manchas» y me decía que, incluso si pudiera, no
las borraría.

—Los tatuajes son para decir que voy a estar ahí para siempre, que no voy a
traicionar. Me obligan a seguir siendo yo aunque no quiera.

Freddy había entrado muy chico en la Mara Salvatrucha. Allí compró, vendió,
amenazó, pegó, mató seguramente. Pasó sus años en prisión, salió, se deshizo en
el crack: tiempos oscuros, en que sólo pedía y robaba para comprarse piedras.
Hasta que un día, hacía tres años, lo tirotearon en un episodio que no quiso
contarme. Freddy se llevó una en el tórax y estuvo días a punto de morir; entonces
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pensó que si Dios lo había salvado debía quererlo para algo, y que tenía que vivir
otra vida.

—Dios nunca permitió que me mataran. Todos mis amigos están muertos pero yo
no: para algo me ha guardado. No ha de ser algo malo, porque Dios no tiene mala
onda, pero sí permite que te pasen cosas malas para que vayas aprendiendo. En
momentos de enojo he llegado a blasfemar, a creer que Dios no existe, pero yo sé
que sí, y que por algo me ha guardado.

Entonces Freddy pensó que quería estar ahí cuando sus hijos lo necesitaran para
impedir que fueran como él. Se empleó como chofer de taxi, trató de escapar de su
pasado. A veces, todavía, la policía lo paraba y, ante los tatuajes, lo amenazaba y
le sacaba la recaudación. Freddy vivía en guardia:

—El peligro que tengo ahora es que los mismos homies me quieran matar, porque
yo ya me abrí.

Un «homi» es un homeboy, uno de la misma banda: no hay peor astilla.

—O que me agarren por la calle los de la 18 y me maten por los tatuajes. O que la
policía un día me quiera cargar cualquier historia.

Me decía, y ya era de noche y las sombras eran más que amenazas y Freddy había
sacado la pistola de la guantera de su carro. Yo le dije que quizás sería mejor irnos
a otro lado y él se rió. No es bueno que un tipo que ha vivido en el culto de la
audacia te considere un flojo.

—No te preocupes, no hay problema.

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Al día siguiente, cuando volvimos a encontrarnos, todo era más tranquilo: brillaba
el sol, Freddy aceptó que le hiciera esta foto. A mí me hacía gracia —pero no se lo
decía, por supuesto— la coquetería con que posaba y exhibía sus manchas. Y fue
entonces cuando se me ocurrió preguntarle qué era lo mejor que había hecho en
su vida y me contó la historia de una tarde en que iba en un bus con un homeboy,
y uno de la 18, la mara enemiga, que no habían visto, le tiró un cuchillazo a su
amigo y él pudo desviarlo con la mano:

—Me cortó pero le salvé la vida. Le salvé la vida a un hombre. Eso debe ser lo
mejor que he hecho.

—¿Y cómo terminó?

—Le sacamos el cuchillo y le dimos al chamaco ése. Si se murió o no se murió no


sé, nunca le pregunté.

Dijo, como quien calla. Y entonces me atreví a preguntarle qué sería lo peor.

—Lo que más lamento es algo que sólo le he contado a una persona: que violé a
una chamaca. Es lo único que aún me arrepiento, todavía sigo oyendo sus
gemidos, como si hubiera sido ayer. Me maldigo, sé que fui un estúpido; si esa
mujer quisiera cualquier cosa para su venganza yo se la daría, ella tiene derecho.
Agarrar a una mujer así no es de hombres, yo no soy digno de llamarme hombre
después de haber hecho esa pendejada.

Me dijo, la voz baja, y de verdad estaba avergonzado. Después soltó una carcajada
que sonó muy falsa y dijo «bueno, así es la vida».

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LA BUENA CONCIENCIA

UNA POSTAL DE NÍGER

Siempre recuerdo el día en que caí en la trampa. Fue hace unos años: Saratou me
contaba su vida; yo la escuchaba y miraba la tabla. En su choza no había mucho
más: un tapiz de cáñamo teñido, las paredes de barro, fogón al fondo, dos ollas
renegridas. Ella hablaba y hablaba; yo le hacía de vez en cuando una pregunta,
con esa cadencia lánguida de las entrevistas con intérprete: mucho tiempo para no
entender nada, para esperar la traducción, para hacer fotos, para pensar en cosas.
Yo pensaba, sobre todo, en esa tabla y Saratou contaba su segundo parto. La
habían casado poco antes de cumplir los 12 años, su primer hijo había nacido
muerto; un año después llegó el segundo:

—Cuando sentí que ya venía me encerré en una pieza, me puse en cuclillas, recé,
rezaba mucho, y al final el bebé cayó sobre una esterilla que había puesto en el
suelo.

Saratou, después, tuvo otros once hijos y, por fin, una fístula obstétrica, una de las
enfermedades más terribles, más clasistas en un continente donde mucho es
clasista y terrible. Estábamos en Dakwari, una aldea como tantas en Níger: casas
de adobe, ni luz ni agua corriente, vidas que no han cambiado nada en siglos. Yo
la entrevistaba para un proyecto de Naciones Unidas; su historia era conmovedora
y yo no podía dejar de mirar esa tabla.

—Entonces llegó la partera, cortó el cordón y puso la cabecita del bebé sobre una
escoba para que no se ensuciara en la arena…

La tabla era lo que los musulmanes llaman alluha, una madera donde los alumnos
de la madrasa copian con tinta y una caña pasajes del Corán para memorizarlos.
Después la lavan, copian otro: una libreta con una sola hoja. No sé qué era lo que
me fascinaba en ella: si su olor de un tiempo muy pasado, si ese dibujo de las letras,
si la madera como papel antiguo, el palimpsesto.

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Hablamos dos, tres horas. En algún momento, Saratou notó que yo miraba su tabla
demasiado, y me preguntó por qué. Se sonreía: hacerme una pregunta era invertir
los roles, un gesto de audacia que la puso nerviosa. Yo intenté ser amable: le dije
que me parecía tan bella, que la felicitaba. Ahí estuvo mi error: después me
explicaron que un elogio así, en su cultura, es un pedido que no se puede rechazar.

—Se la quiero regalar. Por favor, llévesela.

Me dijo Saratou y yo le dije que no, que muchas gracias, y ella que sí, que por
favor, y yo que no le agradezco muchísimo y ella, la cara cada vez más seria, que
si no la llevaba la ofendía. La intérprete me explicó que mi rechazo era violento:
como decirle que su tabla no estaba a mi altura, que ella no estaba a mi altura, que
las despreciaba como solo los blancos saben despreciar y que debía llevármela.
Estaba en un problema —y sonreí.

Sonreír, cuando no hay qué decir, te compra tiempo. Ella me había contado que
cuando se enfermó no pudo cuidar su rebaño y sólo le habían quedado dos cabritas
que, sin macho, no se reproducían; que entonces no podía hacer buñuelos para
vender en la plaza del pueblo y que había días en que no tenía para comer: que el
hambre era más duro que la fístula. Entonces yo le dije que le agradecía tanto su
tabla y que le quería regalar un chivo, y que me sentiría muy mal si me lo
rechazaba.

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Saratou sonrió de otra manera: con una especie de alegría. No era fácil conseguir
el animal: había que comprarlo en un pueblo a diez kilómetros que tenía un
mercado de los jueves —y era martes. Convinimos en que yo le daría la plata y ella
lo compraría; fue entonces cuando se me ocurrió la tontería. Le daría, además,
dinero para alimentarlo por un año con una condición: que lo llamara Martín.
Saratou soltó la carcajada. Después me dijo que ese chivo le iba a cambiar la vida
y que me recordaría para siempre. Yo estaba contento por la tabla y tan contento
por haberla ayudado: satisfecho, probo.

—Si tengo mi rebaño otra vez voy a poder comer todos los días.

Me dijo, cuando nos despedimos. No fue fácil pasar con mi alluha por los
aeropuertos: sobresalía del bolso y era visiblemente musulmana. Por unos días fui
un terrorista descarado, uno que no se resignaba a la clandestinidad. Llegué, por
fin, a París una mañana; antes de subir a casa de mis primos Sebastian y Laurence
compré unos croissants. Mientras desayunábamos les conté la historia de mi
alluha y el chivo Martín; nos reímos y Laurence me preguntó cuánto me había
costado el animal que había cambiado la vida de Saratou. Recién entonces hice la
cuenta y descubrí, con horror, que igual que esos croissants. La buena conciencia
nunca sale demasiado cara.

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LA OPORTUNIDAD

UNA POSTAL DE FILIPINAS

Acá todos saben que la isla se llama Zaragoza porque hace muchos años, cuando
nadie la habitaba porque no había agua dulce, un rey indonesio exilió en una de
sus cuevas por vaya a saber qué desatino a una hija suya princesa que se llamaba
Zara, y después llegó un mercader malayo que se llamaba Goza que vino para acá
porque estaba harto de la gente y descubrió una fuente de agua dulce en el medio
del mar y la usó para beber todos los días y encontró a la princesa y se casó con
ella y por eso el lugar se llama Zaragoza: por la unión de la princesa Zara y Goza
el mercader —me explica, ahora, Rogelio, un pescador gastado, la panza de
cerveza.

—¿Y entonces todos ustedes son sus hijos?

—Claro, somos.

Dice, rotundo, y yo le pregunto cómo sabe la historia: porque sus mayores la


sabían de sus mayores que la sabían de sus mayores.

—¿Y está seguro de que es cierta?

—Sí, claro. ¿Cómo no voy a estar seguro?

Bebemos, y por un momento pienso en decirle que la isla debe llamarse Zaragoza
porque Zaragoza es una ciudad importante de España y seguramente el primer

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español que llegó vendría de allí y le puso su nombre —y me parece una agachada:
arrojarle mi supuesto saber, decirle tonterías. Lo que él sabe es mejor: los
habitantes de esta isla son descendientes de indonesios y malayos y su cuento del
mercader y la princesa es más real, más eficiente para contar su historia que la del
marinero maño melancólico. Me maravilla el mecanismo: cómo sobre una palabra
tan ajena puede crecer un mito tan propio, tan apropiado.

—Por eso siempre los recordamos: ellos son nuestros padres.

Rogelio sabe, y los chicos juegan a que saben. Los chicos de la isla Zaragoza juegan
en el agua: viven en el agua, arman, sin saberlo, figuras en el agua. Los chicos
nadan, bucean, se pelean en el agua, se tiran desde el risco al agua, con gritos,
salpicones, sonrisas, y muy pocas preguntas. Los chicos de la isla Zaragoza nunca
se hicieron preguntas: su vida siempre estuvo clara, porque la isla Zaragoza es
pura agua.

La isla Zaragoza, en el fondo de las Filipinas, es una colina de ciento cincuenta


hectáreas de piedras y casas de madera y pasto ralo que sus trescientas familias
han domesticado para crecer sus huertos, sus chanchos, sus gallinas, sus palmeras,
bananos, flamboyanes y las mejores buganvilias de estos trópicos. Pero la vida de
los isleños es el mar: su actividad principal siempre fue la pesca, que los hombres
traían cada mañana o cada tarde y las mujeres iban a vender en el mercado de
Badián, el pueblo al otro lado del canal. Así que los chicos de la isla Zaragoza
siempre supieron que ser adultos era ser pescadores, y las mujeres, que vender
pescados. Hasta hace unos años, cuando los peces empezaron a escasear, y las
mujeres a pescar y los chicos a jugar menos horas, a trabajar más chicos.

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—Ahora todos tenemos que salir a pescar, ya no se salva nadie. Cada vez hay
menos peces.

Dice Marjorie, una chica de quince, los ojos tristes, y yo me hago cargo y pongo mi
voz grave y compasiva y le pregunto si está preocupada. Ella me mira como quien
duda si va a ser sincera:

—Bueno, preocupada… Sí, sería un problema. Pero quizá no.

Marjorie me dice pero no me dice —es tan rara la forma en que me habla— que la
falta de peces puede ser su única chance. Si hubiera tantos como hace veinte años,
si la vida siguiera como hace veinte años, Marjorie se casaría con un marido que
los pescaría y terminaría en su casa cuidando a sus hijos —doce, trece, dieciséis—
y, si acaso, cruzaría de tanto en tanto ese canal para vender en el mercado. Si
hubiera bastantes pero no tantos —como hace diez años— ayudaría a su marido
con la pesca todos los días de su vida, hasta que el exceso de niños se lo impidiera
de algún modo y consiguiera por ejemplo que su hijo o hija mayor, siete, ocho
años, salieran por ella. En cambio así, cada vez menos pesca, tiene la excusa
perfecta —externa, irresponsable— para lo que habría querido hacer de todos
modos: escaparse a la ciudad, ser otra. Sería curioso que la degradación del
medioambiente tan temida fuera su salvación.

—No sé, no consigo saber.

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Me dice, y que no se decide: que es su única chance de vivir otra vida pero que
tiene, también, la sensación de que irse es traicionar —a los suyos, su historia, lo
que esperan, a Zara y a Goza. Me dice que le gustaría ser como los chicos todavía.
Los chicos saltan, chapotean, se trepan por el risco:

—Pensar que así era yo hace dos años, tres. Qué raro pensar que yo era así.

Dice, y les grita un grito que no entiendo. A mí qué me importa: yo hago fotos.

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AMOR ETERNO

UNA POSTAL DE OAXACA

Años y años tratando de oír lo que se dicen esos dos. Se hablaban más que se
besaban; en el Zócalo de Oaxaca, en esos días, las parejas se besaban poco —así
que susurraban—. Se supone que el amor es eso donde sobran las palabras; nunca
se dicen tantas. El amor canta, cuenta, rima, rema, promete, se promete: el amor es
más que nada una avalancha de palabras. El amor es esa gozosa incompletud, ese
descubrimiento repentino de que en la vida hay mucho más que lo que suele haber
—que otro mundo se abre—, ese cambio de luz que te lleva a decir y decir una
esperanza, a imaginar que en alguna parte hay un futuro y esta vez no es ajeno.

Ellos se hablaban, yo no llegaba a oírlos: estaba en un balcón, justo encima; podía


verlos pero no escucharlos. Quería escucharlos; me proponía bajar y no bajaba: yo,
en aquel balcón, en el cuarto detrás de aquel balcón, también creía que había
encontrado el amor verdadero. Fue la última vez que lo creí; o quizá ya hubo,
desde entonces, seis o siete.

Creemos que el amor verdadero es amor para siempre, y que cualquier otra
versión es un fracaso. Que hay que amar a una persona y pasarse con ella el resto
de la vida y que cualquier otra opción es un fracaso. Es, supongo, el resultado de
un invento reciente.

El amor conyugal es un invento reciente. Durante milenios los hombres y mujeres


se casaron por razones mucho más razonables. Podía ser una alianza de familias,
fatalidad, interés económico, un acostumbramiento: él y ella vivían en el mismo
pueblo o en el mismo barrio o eran primos, se conocían de chiquititos, se
desposaban de más grandes. En un mundo tanto más quieto, menos comunicado,
los hombres y mujeres se casaban con lo que tenían cerca —y a nadie se le ocurría
que debiera intervenir, en ese zarandeo, una emoción particular. Se casaban,
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debían pasar toda la vida juntos: para que la unidad de producción de bienes y
personas funcionara alcanzaba con que esos hombres y mujeres se trataran con
algún respeto, se preñaran mutuamente algunas veces, aseguraran el
funcionamiento del hogar y su reproducción por vía uterina. Por eso, también, por
su falta de alicientes, era necesario que el matrimonio fuese irrompible por
obligación.

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Y si por ventura alguno de los dos —el hombre, en general— quería sensaciones
más potentes se pagaba una puta o se hacía con una amante o un amante o, al
extremo, montaba casa chica. Pero a nadie se le ocurría que el matrimonio fuera el
espacio para hacer cosas como enamorarse o apasionarse o cogerse con denuedo.
Ni que, por lo tanto, los futuros desposados se eligieran según esos baremos. Sigue
siendo así, en muchos países, muchos más que los que suputamos. En la India, por
ejemplo, donde todavía dos de cada tres bodas son arregladas por las familias de
los novios —que, muchas veces, se conocen en la ceremonia—. Y, contra los que
dicen que ésa es una costumbre arcaica, salta una evidencia: cada vez hay más
indios jóvenes modernos que se casaron por supuesto amor y que, decepcionados,
se divorcian y le piden a mamá que les consiga una pareja en serio.

Pero en nuestros países —en las distintas formas de Occidente— ya hace más de
un siglo que se supone que nos casamos si y sólo si nos amamos y, como el
matrimonio debía ser para siempre, deberíamos amarnos para siempre. Estamos
en un momento de transición, en el medio de un cambio incompleto: cuando una
parte ya cambió y otra todavía no se adaptó a ese cambio. La idea de que el
matrimonio debía durar para siempre se transmutó en que el amor debería ser
eterno.

El problema es que no hay amor que dure tanto tiempo: las palabras se gastan, los
futuros. Entonces fracasamos: no hacemos lo que requiere el cánon, nos amoramos
por un lapso, nos perdemos —y tenemos la sensación de que fallamos: de que no
cumplimos con lo que deberíamos—. Así mi vida, por ejemplo.

Aquella vez bajé, al final, de mi balcón, caminé hacia ellos, pasé muy cerca con la
oreja atenta. Y pude oír que él le decía claro, para siempre. Por eso ahora escribo
estas tonteras: él decía para siempre. Fue en Oaxaca, hace unos veinte años. El
banco sigue ahí; el amor ni se sabe. Quizás, el matrimonio.

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LA VIDA ES UNA PASTA DE MANÍ

UNA POSTAL DE SUDÁN DEL SUR

Si la fotografía fuera un deporte, las fotos de niños estarían prohibidas. Sacarle una
foto a un chico chaval chamaco chino pelaíto botija escuincle mocoso culicagado
pibe es meter un gol con la mano: una trampita pobre. Y, aún así —o por eso
mismo— lo seguimos haciendo.

Tabán, además, no era cualquier niño. Desde mi llegada al hospitalito de Médicos


sin Fronteras en Bentiu, en la frontera entre Sudán y Sudán del Sur, me seguía, me
hablaba, me jugaba —y yo con él. Pero cuando me ofreció ese resto de Plumpy’Nut
me derretí.

Yo nunca había probado el Plumpy’Nut —y es probable que la mayoría de


ustedes, oh lectores, tampoco lo haya hecho. O que ni siquiera lo hayan oído
nombrar, ni sepan si es una droga de diseño, la última película de Disney o el ritmo
que van a tener que bailar este verano. Y, sin embargo, el Plumpy es uno de los
grandes inventos de estos tiempos.

El Plumpy’Nut es el más usado de los RUTF —Ready to Use Therapeutical Food—


o «suplemento nutricional» o, dicho sin la pompa, una pasta de maní enriquecida
con leche, azúcar, grasas, vitaminas y minerales que se usa para rescatar a los niños
con malnutrición severa aguda: a los chicos hambrientos. Lo inventó en 1994 un
científico francés, André Briend, y su uso se extendió a partir de la hambruna de
Níger, 2005. El Plumpy tiene muchas ventajas: provee todos los nutrientes que
precisa un chico menor de cinco años, consigue recuperar a nueve de cada diez,
puede guardarse meses sin cuidados en su sobre de aluminio, se come sin más
preparación y, por eso, los chicos pueden seguir el tratamiento en sus casas —en
lugar de ocupar camas de hospital y recursos humanos que siempre escasean. En
sus diez años de uso intenso, el Plumpy ha salvado a millones.
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Y a Tabán, entre ellos: Tabán, su dedo chiquitito enchastrado de Plumpy. Aquella
tarde Tabán me sonrió con toda la cara y me ofreció su dedo y yo —la vergüenza,
la curiosidad— comí un poquito: el Plumpy era marrón, pastoso, untuoso, muy
comible, leve gusto a turrón de maní; bastante salado para ser algo dulce. Hay
quienes dicen que es un típico producto de la época del sucedáneo: dulzura sin
azúcar, café sin cafeína, mantequilla sin colesterol, cigarrillos sin tabaco, bicicletas
sin desplazamiento, sexo sin contacto, alimentación sin comida: un modo de
simular que esos chicos que no comen comen.

Y están, sobre todo, los que cuestionan la idea de intervenir con un remedio
paliativo en una situación estructural, «una respuesta médica a un problema
social»: la famosa curita en la hemorragia femoral. La discusión puede ser
interminable —y, de hecho, me he pasado los últimos años dándole vueltas a causa
de mi libro sobre el hambre. Pero también es cierto que, a primera vista, un chico
vivo es tanto mejor que un chico muerto. Y que el Plumpy es, al fin y al cabo, sólo
un remedio parcial para una enfermedad que no tendría por qué existir: la más
evitable, la más curable de todas las enfermedades conocidas: el hambre.

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El hambre mata a una persona cada cuatro segundos: una persona cada cuatro
segundos. El hambre mata más personas cada año –cada día– que el sida, la
tuberculosis y la malaria juntos, y no existe. El hambre no participa del misterio,
las sombras insondables, lo inmanejable de la enfermedad: la impotencia frente a
lo incomprensible. El hambre se entiende demasiado, aunque no existe: es un
invento del hombre, nuestro invento. El hambre podría perfectamente no existir.

Pero nos esforzamos: de verdad nos esforzamos. Después el hospitalito de MSF en


Bentiu donde conocí a Tabán fue arrasado por «rebeldes» —siempre son rebeldes.
En Sudán del Sur otra guerra civil lleva años de progreso silencioso, silenciado: ya
mató a decenas de miles y forzó a más de un millón —en un país de doce millones
de personas— al éxodo y el hambre. Sudán del Sur es el país más nuevo del
mundo: acaba de cumplir cinco años y no le importa a nadie. Yo, de tanto en tanto,
me pregunto qué será de Tabán, y sé que no lo voy a saber nunca.

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VIEJO SERÉ COREANO

UNA POSTAL DE COREA DEL SUR

Cuando sea viejo voy a ser coreano. Los miraba —se reían en aquel barco sobre el
río, paseaban en sillas de ruedas supersport, picniqueaban en el cementerio junto
a los viejos un poquito más viejos— y pensaba que quería ser como ellos: que
cuando sea viejo me voy a hacer coreano. Allí los cuidan, o los respetan, o los
temen, o los compadecen —o por lo menos no los tiran a un hueco más o menos
acolchado en cuanto parece que ya no son lo que eran. Seré coreano. Es un alivio:
todo un proyecto de futuro.

Aunque la vejez es, faltaba más, la ausencia de futuro. Pero es, sobre todo, un
invento perfectamente artificial: contranatura. Mucho tiempo me pregunté por
qué la naturaleza había producido un organismo —el nuestro– tan notoriamente
peor cuanto más tiempo pasa, más cansado, más incapaz, más impotente, más feo,
más enfermo cuanto más tiempo pasa. Hasta que, ya más viejo, entendí que la
vejez no es un producto natural sino cultural: la apariencia, la potencia, la salud
del hombre empiezan a deshacerse cuando supera esa barrera que fue, por
millones de años, el tiempo «natural» de su vida: los treinta, treintaytantos años.

No fue fácil. Hace milenios que los hombres dedican grandes esfuerzos a vivir
unos años más: a hacerse viejos. Con tesón, con tanto ingenio, inventaron la vejez.
Médicos, químicos, farmacéuticos, biólogos encabezaron la pelea y fue tremenda
y la victoria, por una vez, parece clara: su prueba son estos cuerpos gastados, cada
vez más fallutos, que ahora somos.

Para que no todo fuera pérdida, las culturas que inventaron viejos les idearon,
como forma de compensación, el respeto a la edad. Pero ese respeto envejeció —y
ahora tantas sociedades lo han perdido. La sociedad contemporánea, que ha
aumentado tanto la vejez, no tuvo tiempo, todavía, de mejorar ese producto cada
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vez más masivo. Por el momento la única solución que suele ofrecer es la mímesis
pava: que ese producto cultural —los viejos— traten de parecerse al producto
natural –los jóvenes–; con lo cual ser viejo está cada vez más desprestigiado. El
mundo está lleno de viejos que simulan no serlo: que se entregan al ridículo de
querer ser lo que ya nunca.

El simulacro es triste —y no funciona, y no parece que vaya a funcionar en los


próximos años. Las técnicas siguen avanzando, cada vez hay más viejos más
viejos, pero nuestras sociedades siguen sin saber qué hacer con ellos –con nosotros.

Para los cobardes como yo —que no nos atrevemos a la salida digna, que
preferiríamos vivir un poco más— está claro que si no hay más remedio que ser
viejo en algún lado, el mejor debe ser Corea. En Corea se mantienen, parece,
aquellos mitos: que los viejos son —más o menos— sabios, que son modelos a
seguir, que corresponde respetarlos. Cuando dos coreanos se conocen, el que
parece más joven no tarda en preguntarle al otro cuántos años tiene —y el otro no
se ofende y le contesta. Es funcional: el más joven tiene que dirigirse al más viejo
con una serie de fórmulas y palabras de respeto y, por lo tanto, hace falta definir
cuál es cuál.

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Son los restos del confucianismo, ese modo chino de pensar el mundo que
pretende que nada pesa tanto como las jerarquías. Por supuesto, en una sociedad
que la técnica cambia a mil por hora, los viejos modos se erosionan —pero
sobreviven. Como en la historia de ese señor que no quería hacer la visita
tradicional del primer día del año, cuando el hijo va a arrodillarse frente a su padre
para mostrarle su respeto y, a cambio, el padre le da un dinero para mostrarle su
cariño —o, quizá, que todavía maneja los billetes. El rebelde, en cambio, le mandó
por celular una foto de sí mismo arrodillado; el padre, entonces, le mandó una foto
de un puñado de wones. O como en la historia, probablemente tan apócrifa como
la anterior, que cuenta que Guus Hiddink, el técnico holandés que llevó a la
selección de fútbol al tercer puesto en el Mundial 2002, basó su éxito en que supo
convencer a sus jugadores de que no siempre debían pasarle la pelota a sus
mayores.

Los viejos del mundo, presentes y futuros, esperamos que nadie saque de esa
lección holandesa las conclusiones obvias: que, dentro de las reglas de la moderna
competencia, no hay ninguna razón para tratarnos bien. Y esperamos, ateridos,
trémulos, que la culpa y alguna forma del agradecimiento alcancen para salvarnos
del tacho de basura. Aunque sea en coreano, con un picnic en el cementerio.

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SILENCIOS DEL FAKIR

UNA POSTAL DE SRI LANKA

Sobre esta foto no sé nada.

Karl Kraus, el gran polemista austríaco de principios del siglo pasado, publicó
durante treinta y tantos años una revista que escribía él solo. Die Fackel —La
Antorcha— se rió, siempre incisiva, siempre amarga, de lo humano y lo divino y
lo vienés; por eso su voz sonó tan elocuente cuando dijo que «sobre Hitler no se
me ocurre nada». A mí sobre esta foto se me ocurren muchas cosas —pero no sé
nada.

Fue hace años. Aquel día yo viajaba por el sur de Ceylán, que ya había empezado
a llamarse Sri Lanka. Ceylán perdió muchísimo cuando cambió su nombre
evocador de tés y muselinas por esa marca de incienso para baños. Pero sus
paisajes seguían siendo bellísimos —selvas fieras, cascadas cantarinas, colinas de
ese verde tozudo de las plantas de té— y la historia en que estaba trabajando era
espantosa. Ya faltaba poco para llegar a Kandy, en el centro de la isla, cuando
vimos, al costado de la ruta, una aglomeración. Le pedí a Suresh, el chofer rasta,
que parara un momento y, sin bajarme de la camioneta, disparé. Creo —todavía
creo— que no entendí del todo lo que estaba viendo, lo que fotografiaba. De hecho,
hice una foto sola y no le dí importancia. No había, en esos tiempos, cámaras
digitales: los fotógrafos eran seres ciegos que sólo veían —lo que podían— en el
momento de encuadrar y enfocar; enseguida volvían a quedarse sin mirada. La
idea de hacer la foto y verla es rabiosamente actual; yo recién pude ver ésta días
más tarde, ya en Bangkok. Fue entonces cuando empezó mi extraña relación con
ella.

Que dura todavía: desde entonces la he mirado tantas veces —y la sigo mirando.
Me suelo detener en esas caras serias, calmas, desapegadas, que me fijan como si
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esperaran de mí algo; en esas caras jóvenes pegadas, que cuentan y no cuentan un
cuento de amor raro; en esas caras parecidas tan distintas, una ligeramente
desdeñosa, expectante la otra; en esos ganchos —sobre todo esos ganchos— que
estiran la piel del muchacho colgado hasta lo inverosímil —colgado hasta lo
inverosímil— y lo convierten en un pescado muy rabioso. Otras veces me pierdo
en los detalles: los billetes colgando del cuello del colgado, las cintas que adornan
esos ganchos, la marca japonesa o coreana del camión en el fondo, la mano que se
agarra de esa cuerda roja como si se agarrara

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Y también, infaltables, los reproches. Porque cada una de esas veces pienso en lo
que habría querido —habría debido, pienso— preguntarles y no les pregunté.
Entonces, a veces, me entretengo inventándole historias al colgado: pienso, por
ejemplo, que se hizo fakir porque venía de una larga familia de fakires e imagino
la desazón de su abuelo que caminaba sobre llamas al ver a su nieto tan aculturado
que pende de una grúa, y las peleas con su madre que habría querido que
estudiara para técnico dental y cómo su rebeldía consistió en mantener la tradición
y lo que le dice su hermana cuando le cura amorosa las heridas mientras piensa
que va a tener que casarse con un pusilánime que nunca se destruirá como un
hombre cabal y él, relajado, desatento, sueña que esas manos que lo calman son
las de su amigo. O pienso que el muchacho sabe que es el dueño de un saber
furiosamente raro, que tan pocos en el mundo pueden hacer lo que él sí puede y
que tendría que conseguir que el mundo lo entienda y reconozca y se imagina por
ejemplo en un teatro de Bombay o, en sus noches más locas, dirigiendo un reality
show en la televisión inglesa con una panda de blanquitos lechosos que se matan
por hacer una vez en la vida una pizca de lo que él hace cada mañana antes del
desayuno. O pienso que el muchacho llora alguna tarde preguntándose por qué
no puede ser como los otros, banal como los otros, feliz como los otros, un
campesino cosechando su arroz cuando las lluvias pasan y decide que sí, que
puede, que lo va a hacer aunque sabe que miente. O pienso en que la piel de esa
espalda se desgarra y cae, sangra y cae, estalla y cae, la tradición se rompe y la
extrañeza y el muchacho. Y así: otros días se me ocurren otras y otras; sobre esta
foto no sé nada, pero pocas me han mostrado tanto.

Entonces, en general, si me descuido, pienso también en los caprichos de la


fotografía –o la memoria. En la paradoja, sobre todo, de que un momento tan
menor, tan fugaz se me haya vuelto permanente. Mientras tantas situaciones que
alguna vez me parecieron decisivas se fueron sin que me quede, de ellas, ni el
recuerdo.

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LA CHINA ROSA

UNA POSTAL DE CHINA

Hay veces —pocas veces— en que realmente creo que una imagen dice más que
mil palabras; esta foto terminaría por ser una de ellas, pero yo no lo sabía todavía.
Una foto, en aquellos tiempos, era pura zozobra: el fotógrafo la veía, la componía,
disparaba, y tenía que esperar horas o días hasta saber qué acababa de hacer. O
más si estaba, como yo, de viaje: las revelaba ya de vuelta, cuando no había vuelta
atrás, y recién entonces sabía si tenía las fotos que necesitaba. Ahora, cada vez que
un fotógrafo mira la imagen que acaba de fijar en la pantalla de su digital —cada
vez que miro la imagen que acabo de fijar en la pantalla de mi digital— siento que
hacemos trampa, algún tipo de trampa, y me acuerdo de los tiempos en que la
fotografía era un misterio.

Corría 1991 y yo, mientras hacía fotos y más fotos —para los malos fotógrafos la
fotografía es, al fin y al cabo, otro abuso de la estadística—, me desgañitaba por
encontrar palabras para sintetizar aquello que llamé, entonces, la China Rosa: el
país socialista más grande del mundo recién lanzado al camino del capitalismo
furibundo. Al cabo de unos días me pareció que podían estar en Tien An Men, esa
plaza en el centro del imperio donde sólo dos años antes el gobierno había matado
a cientos de manifestantes que querían participar.

«Ahora, en cambio, somos miles los que avanzamos por la plaza a paso vivo,
formados cuatro en fondo. Casi todos son chinos de provincias y, en vez de
vociferar la muerte de aquel tigre de papel, la debacle del imperialismo, comentan
los precios de esa radio, aquella zapatilla.

—Tiene binorma y sintonizador universal, es una ganga.

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Dicen, pero no dejan de cumplir el rito. Al fondo, dentro de un pastel de cemento
de 50 metros de alto nos espera el cuerpo encerado de quien fuera en vida Gran
Timonel, Venerado Presidente y Enemigo Implacable de los tigres de cualquier
gramaje. Allí yace, con la cara anaranjada de melón maduro y el pecho cubierto
por la bandera roja, rodeado de flores y cipreses de plástico, el camarada Mao. Un
soldado nos apura con brazadas de ahogado y trotamos frente a la momia, que
casi no nos mira. A la salida, ya lejos del silencio pero todavía dentro del mausoleo,
tenderetes venden galletitas, rollos de fotos, juguetes a pilas, prendedores del
muerto, rayban de Hong Kong y perlas falsas.»

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Me pareció que era una síntesis posible: la tumba del revolucionario ya empezaba
a mezclarse con un mercado persa y China era un híbrido increíble, un monstruo
que empezaba a ser otro pero no quería que se supiera todavía. Contarlo era difícil:
mi segundo día en Pekín, cansado de un viaje interminable, había consistido en
una comida en la agencia oficial de noticias donde tres funcionarios muy amables
me dijeron que no iba a poder hacer ninguna de las notas que habíamos pactado.
Tenía un mes y ninguna cita por delante. Caminé, busqué, charlé con quienes
pude. Los cambios eran nuevos, incipientes; se notaban en las historias que te
contaban, pero no en edificios, ropa, coches, todo eso que, años más tarde,
moderno y refulgente, llenó las calles de las ciudades chinas.

Entonces, las primeras publicidades asomaban en algunas paredes de Pekín: más


de un chino me comentó su extrañeza ante esas imágenes que reemplazaban
lentamente las consignas socialistas. Una era, gigante, esa mujer: una joven vestida
occidental que miraba como quien espía, quien no se atreve todavía. Esa mujer
mirando de rabillo no era ya la China Roja; no era, todavía, la Dorada. Era, me
pareció, la verdadera China Rosa.

Y era la imagen de un tiempo donde todo era tan nuevo que ni siquiera nos había
dado tiempo de pensar en esa extraña paradoja: muchos nos pasamos décadas
deplorando el poder norteamericano —político, económico, cultural— y
suponiendo que, para cambiar, necesitamos su debilidad o su final. Pero si ese
final da paso a una cultura tan distante como la china, el cambio de poderes nos
va dejar todavía más lejos, más dejados, más desdeñosamente afuera, o sea: que
nuestra única esperanza de seguir en la periferia cercana está en que nuestros
dominadores se mantengan.

Es improbable: China avanza. Empresas chinas, dibujitos chinos, comida china,


modos chinos, idioma chino, pop chino, ipads chinos, mil millones de chinos,
dictadura china: la perspectiva parece complicada. La China nos mira, cada vez
más presente, desde detrás de una cortina americana.

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EL PROGRESO

UNA POSTAL DE UGANDA

Lo que los asustaba era la mosca. Íbamos por caminos imposibles, cruzábamos ríos
y páramos y búfalos y bosques donde no entraba el sol pero todo su terror era la
mosca.

—¡Cuidado, hay que sacarla, hay que sacarla!

Cada vez que una se colaba en la camioneta, mi guía y traductora revoleaba los
brazos cual molino; el chofer, un señor gordo y reposado, con más pudor hacía lo
mismo. La mosca tsé-tsé contagia la enfermedad del sueño: en el norte de Uganda
muchas vacas y personas se mueren de eso.

—¿Y no tienen miedo de los mosquitos, la malaria?

—Mosquitos hay tantos que no vale la pena ni tratar de pararlos. Y de la malaria


nos curamos, nosotros.

Me dijo la señora. La frase era rara pero no pregunté; hacía calor, estaba cansado
y no tenía ganas de escuchar la respuesta. Íbamos hacía Aru, un pueblo en la
frontera entre Uganda, el Congo y Sur Sudán: un fin del mundo que, en los últimos

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treinta años, vio pasar refugiados y más refugiados de un país a otro, y al otro, y
al tercero; uno o dos siempre estaban en guerra. Pero nosotros buscábamos otra
historia: la de las paradojas del progreso. O como quiera que aquello se llamara.

Aru era un pueblo sin asfalto, su pensión de diez dólares donde la luz se cortaba
a las once. Y yo debía contar el choque entre tradición y modernización, los
esfuerzos que hacían las autoridades sanitarias de la zona para convencer a las
mujeres de que fueran a parir a los nuevos centros de salud. Hace quince años,
nueve de cada diez mujeres parían en sus casas, y una de cada cien moría en el
intento. Ahora, la mitad pare en esos centros y la tasa de mortalidad también se
partió al medio. Pero muchas se resisten y prefieren las viejas costumbres: hay
casos sorprendentes en que la tarea más difícil de los gobiernos no es ofrecer los
medios necesarios para vivir —un poquito— mejor, sino conseguir que las
personas se decidan a usarlos.

—Igual nos faltan tantas cosas. Personal, equipamiento, medicinas…

Me dice ahora Eunice, la partera a cargo de la salita de Vurra, una aldea más chica
todavía, más lejos todavía, a metros de Sudán. Eunice nació acá mismo pero vivió
refugiada del otro lado varios años, cuando soldados de Idi Amín mataron a su
padre y sus hermanos. Después volvió, fue a la escuela, se embarazó de su
maestro, parió un chico, estudió enfermería; entonces un hombre del pueblo se
prendó de ella y fue a pedírsela a su madre en matrimonio. Ofreció tres vacas y
diez cabras; los viejos de la tribu dijeron que era poco, él arguyó que Eunice ya
tenía un hijo; al final negociaron: él prometió que, cuando pudiera, traería más
animales, los viejos aceptaron. Ella no lo quería pero tuvo que aceptar el dictamen
de los viejos; lo dejó, años después, porque él no la dejaba trabajar —y fue un
escándalo—.

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Eunice sabía lo que quería y estaba dispuesta a conseguirlo. Ahora se ocupa de
esta sala, y me habla del placer de traer un chico al mundo y de tantas cosas que
faltan, remedios, instrumentos, que no tiene guantes de látex y cada madre debe
traer los suyos —y muchas no pueden y ella debe trabajar a mano limpia. Me dice
que los hombres se oponen a que sus mujeres vayan a verla y me cuenta la historia
de una mujer que empezó su trabajo de parto y le pidió a su esposo que la llevara,
pero él se fue a buscar una vaca perdida. La mujer pasó horas de dolor, sola, a los
gritos, hasta que sus vecinos la escucharon. Se estaba desangrando; cuando por fin
consiguieron una camioneta para llevarla al hospital ya era tarde. Entonces la
autoridad regional sacó un decreto que obliga a los hombres a llevar a sus mujeres
a la sala en cuanto empiezan las contracciones; los que no lo hacen tienen que
pagar 5.000 shillings —más de dos dólares— de multa.

—¿Y ha habido muchas multas?

—Bastantes, pero casi nunca las pagan. Usted sabe, son amigos o parientes de los
que deberían cobrarlas...

La sala son tres cuartos muy limpios, una camilla o dos en cada uno, posters
educativos, lamparitas desnudas, un par de armarios con remedios y tres docenas
de mujeres esperando afuera, a la sombra de un mango. Yo pienso una vez más en
la injusticia, en nuestra salud y la de ellas, y me sacudo más mosquitos. Eunice me
ve y me dice que la malaria es un problema, que con remedios apropiados se
podría curar fácil pero que les mandan pocas dosis entonces los enfermos toman
menos que lo necesario y el parásito se vuelve resistente —y mueren muchos que
deberían salvarse—. Yo me indigno, pienso en las diversas formas del asesinato
pero no puedo imaginar, ni por asomo, que unos días más tarde, ya en Madrid,
voy a empezar a sudar como un cochino, cuarenta grados cinco, el cuerpo hecho

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un harapo, la cabeza explotando, y un médico asombrado me va a decir pero cómo
puede ser que se haya pescado una malaria.

—¿De verdad quiere que le cuente?

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LA ESCUELA DE LA SELVA

UNA POSTAL DE BRASIL

Aquella tarde, en cuanto llegué a La Macaxeira, Gaúcho me llevó hasta la escuela.

—Hicimos una escuela.

Me dijo, y repetía: hicimos una escuela. La escuela era una gran choza de troncos,
caía la noche: la escuela estaba vacía de escolares. Gaúcho me dijo que teníamos
que volver al día siguiente, que ya iba a ver cómo todos los chicos de La Macaxeira
venían a la escuela. Gaúcho era un militante del Movimiento Sin Tierra, La
Macaxeira una finca en medio del Amazonas brasileño que mil familias
campesinas habían ocupado meses antes: en los años noventa el MST tomaba
predios en la selva para plantar y comer; a veces la policía los sacaba a tiros.
Gaúcho tenía cuarenta y tantos años, ocho balazos en el cuerpo, una mujer, cinco
hijos y la idea de que haber construido una escuela le daba a su vida algún sentido.

—Yo no pude ir a la escuela, pero ahora hice una escuela.

La escuela daba sobre la plaza: un gran espacio abierto con su mástil de palo para
la bandera roja, el cadáver de un árbol enorme, seco, todavía de pie, una tarima
con techito de palma para las asambleas y tres chozas de troncos: la iglesia católica,
la adventista y la de la Asamblea de Dios. Todo alrededor, La Macaxeira era un
trozo de selva desbastada, ocupado por calles de tierra y chozas de palma; no
había, por supuesto, ni agua corriente ni electricidad ni negocios ni coches; no
había, tampoco, ningún lugar para que durmiera un visitante. Oscurecía, así que
Gaúcho le pidió a una vecina que me dejara su choza para pasar la noche.

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—Los hijos de la Gorette están afuera, en la ciudad. Ella te va a dejar su lugar, no
te preocupes.

La Gorette me sonrió y me dijo que claro, que podía usar su casa todo lo que
quisiera: una princesa ofreciendo su reino. Yo lo acepté, le agradecí quince veces.
La cabaña de Gorette estaba dividida en dos por una mampara de hojas de palma;
tenía una ventana sin vidrios, una puerta sin hojas, el piso de tierra. Cuando me
quedé solo hice algo horrible e inevitable: me puse a curiosear. En la cabaña de
Gorette había un hornito de barro, 4 platos de lata, 3 vasos, 1 machete, 5 cucharas,
2 cacerolas de latón, 2 hamacas de red, 1 tacho con agua, 3 latas de leche en polvo
con azúcar, sal y leche en polvo, 1 lata de aceite con aceite, 2 latas de aceite vacías,
3 toallitas, 1 caja de cartón con muy poca ropa, 2 almanaques de almacén con
paisajes, 1 pedazo de espejo, 2 cepillos de dientes bien usados, 1 cucharón de palo,
media bolsa de arroz, 1 radio que no captaba casi nada, 2 diarios del Movimiento,
1 cuaderno a medio usar, 1 balde de plástico para traer agua del pozo, 1 palangana
de plástico para lavar los platos y 1 muñeca de trapo morochona, con vestido rojo
y rara cofia. Ésas eran sus posesiones en el mundo, junto con 3 troncos para
sentarse, 1 candil de kerosén y exactamente nada más. Nada más. Pensé en un
inventario posible de mis bienes; decidí dejar de pensarlo. Al rato me acosté en la
hamaca, pero no conseguía acomodarme: entonces no sabía. El desvelo fue largo;
al final me acosté en una manta en el suelo: era más cómodo. Estaba por dormirme
cuando me sobresaltó la voz de un vecino:

—Tenga cuidado con la cobra.

Me dijo, desde el marco de la puerta.

—¿Qué cobra, de qué habla?

—La cobra, la serpiente, jefe: esto es la selva. Mejor súbase a la hamaca; si no, lo va
a morder la cobra.

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La hamaca, de pronto, me pareció el mejor de los mundos posibles. Pasé una noche
complicada, me desperté con las primeras luces. La Macaxeira se fue llenando de
ruidos, movimientos, y al fin Gaúcho vino a buscarme. Antes de llevarme a ver
sus cultivos me dijo que quería que pasáramos otra vez por la escuela.

—Mis hijas están en la escuela, ¿se da cuenta?

Me dijo, como si me dijera que se habían ganado la mejor lotería. En la escuela


varias docenas de chicos coreaban sus lecciones, escribían sus cuadernos. Yo los
saludé, ellos me contestaron, Gaúcho me dijo estas son mis nenas, Iara y Araci; yo
les hice esta foto. La foto miente: ahora, Iara y Araci deben tener casi treinta años.
A veces las miro y me pregunto qué será de ellas. Es un error, supongo: el
periodista es un ave de paso.

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BUEYES, CORAZONES

UNA POSTAL DE MADAGASCAR

El ruido a lata de la rueda izquierda, el traqueteo de madera mal juntada, los


resoplidos de los bueyes, los pedos de los bueyes, los gritos y chistidos y
chasquidos del chico carretero, el choque de sus riendas sobre el lomo de los
bueyes: un mundo de sonidos que yo no conocía. La carreta de bueyes rodaba
lenta por la pista de tierra despareja, me zarandeaba a cada paso.

El sol ya iba cayendo. En la región de Marovoay, al norte de la isla de Madagascar,


yo venía de pasar el día en un pueblo, Nyatanasoa, donde me contaron sus peleas
por la tierra: yo preparaba un libro sobre el hambre en el mundo y buscaba
historias sobre el hambre de mañana.

En África, las apropiaciones de tierras son la principal amenaza para la


alimentación de un continente ya suficientemente desnutrido. Más de un tercio de
los 800 millones de hambrientos del mundo vive en África negra, y Oxfam calcula
que, en la última década, empresas y estados extranjeros ya se apoderaron de más
de medio millón de kilómetros cuadrados africanos: la superficie de España, por
ejemplo. En Marovoay, hacía muy poco, una empresa británica había recibido del
gobierno malgache 30.000 hectáreas que siempre usaron los pastores de cebúes. La
zona estaba en módico pie de guerra: había habido enfrentamientos, tiros,
incendios de casas. Por el momento, los agricultores se peleaban contra los
ganaderos, como toda la vida, y los británicos intentaban —como toda la vida—
sacar beneficios de ese enfrentamiento prometiendo su apoyo a unos y otros.

Los agricultores eran pobres pobres, y me hablaban mucho de esos ganaderos ricos
que no les dejaban siquiera enterrar a sus muertos en las tierras que siempre
habían trabajado. Así que yo había ido a ver a Adaniangy, el jefe de los ganaderos,
el rico de esas tierras, que vivía en una choza más que miserable y me explicó que
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la riqueza no consiste en comprar cosas ni en darse vaya a saber qué lujos sino en
tener vacas —él, unas cuatrocientas— y en poder construirse la mejor tumba
posible. Entonces, cuando yo le pregunté por qué gastarse tanto más en la tumba
que en la casa, su lógica no dejó lugar a dudas:

—¿Usted dónde se cree que va a pasar más tiempo?

Horas después, en ese atardecer, en la carreta, el chico carretero y su acompañante


muy fornido conversaban. Sonaban raro; Tatá, mi intérprete, me explicó en
susurros que me tenían miedo, que se preguntaban por qué habían aceptado
llevarme, que temían que los robara: que los blancos a veces se roban un hombre,
una mujer, un nene —que no aparecen nunca más—.

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-¿Cómo?

—Sí, aquí todos saben que los blancos a veces se llevan a alguien para sacarle los
órganos, para sacrificarlo. Aquí la empresa ésta, la de los ingleses, cuando llegó
sacrificó a un hombre para asegurarse buenas cosechas. ¿No sabías?

Me dijo Tatá, y le pregunté cómo sabía:

—Aquí todo se sabe. Están hablando de eso, están muy asustados.

Ahora el susto era mío. Se lo dije:

—Espero que no se lo tomen en serio, que no reaccionen.

—No te preocupes.

Me dijo Tatá, y me explicó:

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—Ellos creen que tienes algún poder especial, que no pueden hacerte nada. Sólo
esperan que no quieras comértelos, que de verdad estés aquí por lo que les dijiste.

(Días más tarde me contarán que los primeros misioneros cristianos que llegaron
a la isla hablaron de «conquistar el corazón de los malgaches», y que esa
declaración de dizque amor cristiano fue usada por los sacerdotes locales para
convencer a los suyos de que esos hombres también les robarían, con todo el resto,
las entrañas. Y que desde entonces subsiste la idea de que los blancos somos
ladrones de órganos y las madres malgaches todavía amenazan a sus nenes que se
portan mal con mandarles el blanco que les va a sacar el riñón o alguna otra
víscera. Hablemos, cuando podamos, del choque de culturas. O de las confusiones
que ayudan al despojo.)

Pero yo no terminaba de confiar en la fuerza de ese malentendido. Caía la noche,


el miedo se hacía espeso, quedaba mucho trecho todavía. El mundo eran las gibas,
ancas, cuernos, lomos húmedos, el yugo de madera, la bosta entre las patas,
moscas alrededor, el polvo; la imagen era exótica y monótona, dos cualidades que
no suelen juntarse. Yo sólo esperaba que la ilusión de mi poder sobreviviera hasta
el final del viaje: que un mito me protegiera de otro mito para llegar, sano y salvo,
a alguna parte. El chico carretero me miró una vez más, amenazante y aterrado, y
les pegó a sus bueyes para que apuraran.

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LOS MESSITOS

UNA POSTAL DE MALÍ

Es muy difícil, estos días, en cualquier calle de cualquier pueblo de cualquier país
de África, hacer fotos sin que aparezca alguno: parece que son cada vez más. Por
supuesto, no podemos saber cuántos: el África y los números no se llevan muy
bien. Pero, a ojo de buen cubero —qué será un buen cubero— o a mano alzada —
la próxima vez que me levantes la mano…—, calculo que han de ser varios
millones.

Supongamos: en África hay unos 300 millones de chicos de menos de diez años. Y
yo diría —sin arriesgar ni un poco— que uno de cada veinte lleva una camiseta
del Barcelona que dice, a sus espaldas, 10 y Messi. O sea que hay, en cada
momento, en todo momento, sólo en África, unos 15 millones de messitos. Va de
nuevo: hay, en cada momento, en todo momento, sólo en África, más messitos que
habitantes tienen Madrid, Barcelona y Valencia juntas.

Muchos son analfabetos; muchos se buscan la vida como pueden, trabajan desde
que cumplen seis o siete, piden por la calle, no comen suficiente, no tienen un gran
futuro por delante —pero son Messi: de algún modo son Messi. Llevan su
camiseta.

La camiseta de fútbol se ha convertido definitivamente en uno de los atuendos


más usados. El amor a la camiseta se hizo literal: no es la fidelidad a un club, a una
historia común; es el amor de millones a un tejido. Las camisetas son el verdadero
uniforme del mundo pobre. Proveen un suplemento: no sólo te cubren el pecho;
también te hacen alguien, hablan sobre tí. Y buena parte de esas camisetas dicen
Messi.

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Las camisetas, por supuesto, no son «originales». El Barcelona, Messi, el fisco
español, el argentino, la Fifa y otras mafias, los infinitos intermediarios gordos, no
hacen plata con ellas. Las camisetas son bellamente falsas y suelen estar gastadas
o raídas o andrajosas: el chico que la lleva no siempre tiene otra. Pero la lleva con
un orgullo estrepitoso.

—¿Y vos sabés quién es Messi?

—Claro, cómo no voy a saber.

Me contestó, intérprete mediante, en una calle polvorienta de un pueblo


polvoriento, uno de nueve o diez años con más dientes que cabeza:

—El inventor del fútbol.

Me dijo, y se fue pateando una pelota hecha pelota. Yo había ido a Malí para
caminar días y días detrás de unos pastores nómadas, sus vacas, sus ovejas. Malí
es uno de los países más pobres del continente más pobre y ahora, para completar,
hay guerra y Al Qaida. Pero también es bello y orgulloso y loco por el fútbol. En
Malí el fútbol es una religión —con dioses cada vez más extranjeros. Uno puede
pasarse días y días dando vueltas por sus rincones más recónditos sin ver una sola
camiseta de un equipo local. (Que los hay, lo hay. Pero son un escalón en la trepada

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hacia el fútbol verdadero, el que viste a los chicos, el que todos pretenden.
Cualquier parecido con mi país no es pura coincidencia.) Y, en cambio, miles de
messitos.

—¿Y lo viste de verdad alguna vez?

El muchacho ya lucía crecido, quizá quince, y vendía chucherías y hablaba un poco


de francés. Yo le había dicho que era argentino y entonces él me preguntó si había
visto a Messi alguna vez. Yo le dije que sí, que alguna vez. ¿Y cómo es? Bueno, así
como se ve, tranquilo, bajito. ¿Cómo que bajito? Sí, bajito. Qué va a ser bajito, no
me mientas.

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Yo intenté mantener la posición pero el muchacho se iba cabreando demasiado
rápido y me llevaba media espalda. Estábamos en uno de esos cruces de caminos
donde sobra gente que no tiene nada que hacer, y se fue juntando mucha
alrededor. El tipo les dijo que yo decía que Messi era bajito y, en lugar de
indignarse, los amables contertulios se convencieron de que estaba loco y
empezaron a reírse a carcajadas, me palmeaban la espalda, mucho bonjour, mucho
salaam aleko. Fue un alivio.

Tantas veces me pregunté si Messi sabe. Lo miro, vuelvo a mirarlo y me pregunto


si sabe —si sabe en serio, de esa forma en que uno sabe las cosas que realmente
sabe— que el mundo está lleno de messitos: que en cada rincón del mundo hay un
chico con una camiseta con su nombre, un chico que quiere ser como él. Me
pregunto si sabe y cómo es, si sabe, vivir con esa gloria y esa carga.

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TRAMPAS DE LA BELLEZA

UNA POSTAL DE ETIOPÍA

Yo también soy culpable: está tan claro. Ella no; ella, además, no debía tener ni
doce años. La sigo viendo, de tanto en tanto, en esta foto, y a veces me pregunto
qué habrá sido. Las imágenes viejas nos acechan, son evidencias de la facilidad de
los olvidos —o, al contrario, lo azaroso de ciertos recuerdos. No sé quién era; no
sé, por no saber, ni siquiera su nombre. Sólo sé —¿cómo podría no saberlo?— que
su belleza hace que, cada vez que paso fotos, entre docenas o cientos miro ésa.

Yo estaba en Addis Abeba, la capital de Etiopía, para escribir sobre Tsehay. Corría
2008: ese año, por primera vez, el mundo tenía más habitantes urbanos que rurales,
y yo tenía que contar historias de migrantes del campo a la ciudad. Tsehay venía
de un pueblito de Gondar, en el norte del país. La habían casado a sus 9 años; a
sus 11, cuando debía consumar su matrimonio, se escapó con un tío que la llevó a
la capital y la vendió como sirvienta casi esclava. Ahora, ya 19, seguía trabajando
por cinco dólares al mes pero intentaba aprender a leer en una escuela para chicas
pobres. En aquel aula, la luz brutal del mediodía filtrada por unas telas rotas,
estaba ella, la belleza sin nombre.

Siempre me intrigó ese momento en que un nene o una nena descubren que les
tocó en la tómbola el arma poderosa: que son bonitos, que los demás los miran
diferente, que los tratan distinto, que están dispuestos a darles cosas que a otros
no. Me intriga ese momento del descubrimiento del poder que usarán durante el
resto de sus vidas —o una parte del resto de sus vidas. La nena de Addis Abeba,
se nota, ya lo sabe: la manera en que mira al extranjero o a su cámara o algo que
está más allá, quién sabe dónde.

Es inquietante ver la belleza de una mujer en una nena: hay tabúes que importa
respetar. Así que mejor pensar en términos teóricos: el azar de la belleza, el rol de
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la belleza. En un mundo plagado de injusticias, no hay injusticia mayor que
aquello que llamamos belleza: tenerla o no tenerla no depende, en principio, de la
suerte. En un mundo hecho de desigualdades, no existe desigualdad más
implacable: los que la tienen ganan de tantos modos, los que carecen pierden de
otros tantos. Esta nena ya sabe: ya se dio cuenta de que la casualidad de ciertas
formas, la posibilidad de su nariz, el acaso de la curva de sus labios, el albur del
brillo de sus ojos le servirán para conseguir ciertas cosas —y la pondrán en riesgo.
Nadie envidia, nadie acecha, nadie roba a quien no tiene nada.

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Pero es probable que nadie o casi nadie prefiriese —pudiendo preferir— no ser
bonito a ser bonito. Los bonitos consiguen mejor trato en casi todos lados, y se
apilan los estudios que muestran que ganan entre 10 y 20 por ciento más, en
empleos semejantes, que los maldibujados. Porque los bonitos gustan a sus
posibles clientes o socios o jefes y eso ayuda mucho, y encima se gustan y entonces
se tienen más confianza y consiguen que los demás les tengan más confianza. Es
lo que ahora llaman el «beauty premium», el bono de la belleza.

Y, por supuesto, es obvio que en el terreno menos igualitario de nuestras


sociedades —la vida sexual— la belleza es la ventaja decisiva. Hablamos tanto de
democracia; sufrimos calladitos la tiranía del buen ver. No la cuestionamos;
intentamos ser parte de los que tiranizan. Por eso la aspiración a la belleza. La
civilización consiste en tratar de adquirir por artificios lo que la naturaleza te ha
negado: el negocio de la belleza nunca cesa. Las industrias de creerse más bonito
—cosméticos, perfumes, cremas— mueven unos 600.000 millones de dólares al
año; eso, sin contar actividades más brutales como la cirugía plástica o más
omnipresentes, como la moda y sus derivaciones. Así, las desigualdades naturales
se complementan con las desigualdades sociales: plata mediante, la condena a no
ser bello, que solía ser inapelable, se combate —cada vez más ferozmente se
combate— con afeites y tratamientos y dietas y bisturíes diversos.

Y dicen que nadie se arrepiente —mucho— de gastar en su apariencia: que la


inversión rinde, que la belleza obliga. Yo lo compruebo cada tanto: en mi
computadora hay muchas fotos de Tsehay —tuve que hacerle muchas fotos—
pero, cuando busco algo en esas carpetas africanas, mi mirada siempre se para en
ella, la sin nombre.

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NUESTRAS CAMISAS, SU DOLOR

UNA POSTAL DE BANGLADESH

Le daba, sobre todo, vergüenza horrible que le hiciera una foto. «No, yo no soy de
esas personas que salen ahí», me dijo, y tuve que insistirle un rato largo: a veces
—muchas veces— hacer tu trabajo supone convencer a personas de que hagan eso
que no quieren. Shimu era tan chiquita, parecía tan indefensa.

–Yo no sé cómo contestar a tus preguntas.

Shimu me había dicho que no tenía cumpleaños: que nunca supo qué día había
nacido. Tampoco sabía su edad: creo que 22 o 23, dirá —pero después, cuando
cuente su historia, resultará que quizá sean 24 o 25.

—¿Y no quieres elegir un día y decidir que ése va a ser tu cumpleaños, y


celebrarlo?

—No, para qué. Yo soy pobre. Con lo que cuesta celebrar un cumpleaños, es una
suerte no tener.

Shimu sí sabía que nació en un pueblo del distrito de Natore, en el norte de


Bangladesh, donde su padre cultivaba media hectárea de tierra –que no alcanzaba

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para dar de comer a la familia. También sabía que su madre se murió cuando ella
tenía tres o cuatro años, pero no cómo ni por qué: Shimu creía que se había
envenenado con un pescado que pescó su abuelo, pero no estaba segura. Y sabía
que entonces se fue a vivir con una tía y después con su padre y su nueva esposa,
y por fin con una hermana mayor y su marido. Allí, cuando tenía 9 o 10 años,
Shimu descubrió, casa de un vecino, una extraña caja donde había personas que
se movían, hablaban, hacían cosas: estaba impresionada. La primera vez que vio
una muerte en una serie de televisión, Shimu lloró: nadie le había contado que el
muerto no había muerto de verdad. En esos días Shimu empezó a ir a la escuela,
pero unos meses después su hermana la sacó: si se pasaba tanto tiempo en clase,
le dijo, cómo iba a ayudarla con las tareas domésticas y el cuidado de su hijo.

—¿Y no intentaste seguir yendo?

—No, me gustaba no ir. No tenía que estudiar, tenía más tiempo para jugar con
mis amigas y con mis muñecas.

Y también para ir a buscar leña, lavar la ropa, barrer la choza, acompañar a su


hermana al mercado. En el mercado había un vendedor de melaza que la miraba,
le hacía caras; Shimu a veces le sostenía la mirada. Un día él se le acercó y le dijo
que le gustaba y que quería casarse con ella. El muchacho tenía como 17 años;
Shimu tenía 11 o 12 y no entendió del todo. Matrimonio era, para ella, una palabra
que había escuchado aquí y allá, en la televisión, en alguna charla de vecinas, y
poco más que eso.

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Pero su familia aceptó la propuesta y, desde entonces, su vida se aceleró: en
muchos momentos, Shimu sentía que se le escapaba. Meses después de su primera
regla ya tenía una hija y un marido que le pegaba mucho; unos años más tarde, su
segundo hijo y los golpes que seguían, aumentaban. Hasta que no soportó más:
necesitaba acabar con todo eso. Su madrastra le dijo que su única chance era dejarle
a los chicos e irse a trabajar a la ciudad.

—Tenía razón. En el pueblo no tenía cómo ganar plata, no hay ningún trabajo, y
yo necesitaba ganar plata para ellos.

Shimu sólo sabía de Dhaka lo que había visto por la tele: un lugar grande repleto
de coches y caos y personas. Cuando llegó se asustó mucho: no sabía, no entendía.
Pero también le gustó esa sensación de caminar por la calle sin que nadie supiera
quién era. A los pocos días consiguió trabajo en una fábrica de ropa. Le pagaban
unos 25 dólares al mes por jornadas de 10 o 12 horas, seis días por semana –pero
no tenía otra salida. Cuando yo la encontré vivía de eso, comía casi siempre y, me
contó muy orgullosa, podía mandar a su hijo mayor a la escuela coránica

—¿Lo mandas porque eres muy religiosa?

—Sí, siempre quise que mi hijo pudiera ir a una madrassa.

—¿Y por qué piensas que Alá te mandó tanto sufrimiento?

—Alá escribió ese destino para mí, así que yo debía merecerlo.

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Para que haya personas felices, algunos tenemos que ser infelices. Y a mí me tocó
no tener nada, ni dinero, ni educación.

Gracias a la explotación de cinco millones de mujeres como Shimu, Bangladesh se


ha convertido en el segundo exportador mundial de ropa; gracias a esa
explotación, los alegres consumidores occidentales podemos comprar cada vez
más camisas, camisetas, pantalones, bragas –y llevar sobre nuestros cuerpos su
dolor.

Shimu, si tuvo suerte, debe seguir allí. Yo la recuerdo cada vez que una de esas
fábricas —edificios precarios de ocho o diez pisos atiborrados de trabajadoras, sin
las menores condiciones de seguridad— se incendia o se derrumba, y cada vez que
veo una prenda made in bangladesh, la marca de la infamia.

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BEIESAS DE MIHAMI

UNA POSTAL DE MIAMI

Amanecía a duras penas: eran casi las siete, llovía y, en la avenida más bella de
Miami, en el viento y el agua, la sombra todavía, miles correteaban. Algunos iban
vestidos de romanos, otros de supermanes, batmanes, superchicas, de diablos o
diablitas o bailarinas con tutú o putas de cabaret de western, de esqueletos; otros
llevaban carritos de bebés, sillas de ruedas; otros se habían disfrazado de sí
mismos y eran los más raros. Chorreaban, chapoteaban: hay momentos que son
un gran error, una suma de errores, y eso los hace inmejorables.

Después, por supuesto, cuando supe que estaban corriendo la Media Maratón de
Halloween —que había empezado a las cinco y media de la mañana y terminaría
hacia las ocho, con el día—, la magia se rompió como cualquier juguete. Pero ese
momento fue increíble. Y sucedió, además, en la avenida más bella.

No es fácil hablar de la beiesa de Mihami o la beshesa de Mashami. Quien las


ensalce corre el riesgo de variados improperios. Conozco más de dos que me
dirían que hablar de belleza en Miami es como hablar de la lealtad de un
vicepresidente o de la generosidad de un banco: necedades. Y que lo que se
impone es denostarla en nombre de vaya a saber qué puridad.

Y, sin embargo, esa avenida. La avenida se llama Douglas MacArthur, del nombre
de un general americano que ganó la guerra con Japón y creyó que podía
convertirse en Hirohito sustituto o algo así. La avenida, con ese nombre belicoso,
corre plácida entre Miami y Miami Beach, en el medio del agua: palmeras en el
medio, el mar a los dos lados, sus verdes, sus esmeraldas, sus celestes, porque la
avenida MacArthur es, en verdad, una especie de puente. Que tiene, de un lado,
los cruceros enormes que ya no son medios de transporte sino enormes centros de
entretenimiento cama adentro, donde el mar es otra postal en las ventanas. Y del
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otro lado más agua y esas casas falso toscano o falso francés o falso griego de
decenas de millones con su insolencia, sus lanchas, sus veleros, y al fondo, contra
el sol cuando hay sol, el cielo cuando hay cielo, la línea de rascacielos más blanca
del planeta y unas grúas portuarias que le dan su toque tecnotrash. Aviones la
sobrevuelan todo el tiempo y el horizonte alrededor parece interminable, redondo
como un huevo. Es magnífico, es kitsch, es tan brishoso.

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Y tiene sus formas de vida. Por la avenida MacArthur los coches avanzan en
bloque, al mismo ritmo, porque el miedo los disciplina y ninguno quiere pasar de
las 50 millas autorizadas. Hasta que aparece, de tanto en tanto, rugiendo como un
sapo, la famosa ferrari amarilla, especie por cuya extinción se alarman las oenegés
ecololós y otros colectivos financieros. Por la avenida, por supuesto, no camina
nadie: no hay por dónde ni por qué caminar. Por eso, también, la avenida es una
síntesis de la ciudad americana actual, pero no hay ninguna evidencia de que,
como se ha dicho por ahí, el 74,6 por ciento de las tetas que la atraviesan sean, en
realidad, sacos de siliconas.

Es tan Miami —y a mí me gusta ir a Miami—. Miami es el mejor crisol de la cultura


pop-hortera-nuevorrica y es, también, un mejunje de civilizaciones formando una
distinta: restos de Cuba, de Nueva York judío, de Port-au-Prince, de Medellín, de
Palermo sobre un decorado mar Caribe, flamboyanes y plata, mucha plata: plata
sucia, mafias diversas, políticos ladrones, financistas ladrones, escapados varios,
pobres y otros migrantes, buscavidas de todos los colores. Miami es una muestra
de la capacidad de reinvención constante de los hombres: eso que llaman, ahora,
horriblemente, resiliencia —porque decir resistencia les suena preocupante—.

Es atractivo y asquerosito y tan revelador: me gusta. Por eso llevo años con un plan
secreto –no debería decirlo– que repito entusiasta: cada vez que vuelo a América
hago una escala de 24 horas en Miami. Llego, alquilo un auto, empiezo a dar
vueltas sin demasiado rumbo, trato de perderme; cuando me canso paro en uno
de esos moteles que en las películas sirven para matar y en la realidad para
coger/follar/tirar, y duermo —solo—. Y a la mañana siguiente me pierdo un rato
más, y vuelta al aeropuerto. Lo disfruto, miro, hago fotos, trato de entender algo,
pienso tonterías. Por ejemplo, por qué será que hacemos largos viajes para visitar
con reverencia los restos que dejaron los nuevos ricos viejos —sus palacios templos
parques fortalezas— mientras desdeñamos las construcciones de los nuevos ricos

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nuevos. Como si el tiempo con su pátina legitimara a aquellos truchimanes, como
si nos permitiera borrar el peso social, económico, político de Versailles o la
Alhambra o San Pedro —y quedara solamente su belleza supuesta—. A mí me
gusta ir a mirar Miami con esos mismos ojos: la mirada del turista futuro o del
historiador, que busca en esos monumentos recién hechos las ruinas del mañana.
Y les hace, incluso, alguna foto.

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ODIAR A KIM

UNA POSTAL DE HANOI

Pocas veces odié tanto mi trabajo como aquella tarde que pasé con Kim. Fue
rápido: no llevábamos quince minutos conversando y ya me tenía lo que suele
llamarse, en buen criollo, los huevos por el suelo. Kim, se notaba, era muy buena
para eso. Kim, en esos días, tenía 17 años y era una de las chicas más famosas de
Vietnam: a las chicas deberían empezar por prohibirles tener 17 años y, justo
después, prohibirles absolutamente ser famosas. A los chicos también: sin
miramientos. Pero se veía que las autoridades vietnamitas, tras tantos años de
combate, se habían relajado. Así que Kim se divertía ejerciendo su poder.

—¿Y cómo se te ocurrió empezar a cantar?

—Qué pregunta tan tonta.

El periodista suele creerse una persona medianamente afortunada: tiene un trabajo


que le gusta un poco, a veces incluso le pagan un dinero; otros —que lo ven muy
de lejos— le dicen que lo envidian. Pero el verdadero privilegio del periodista es
que el mundo entero cree —de formas caprichosas— en los medios y, por eso, es
raro encontrar alguien que no le siga el juego: te reciben, te hablan, te dicen cosas
que no deberían decirte para cautivarte o sorprenderte, se hacen los interesantes
para salir interesantes después en los papeles —que ya no son papeles.

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—¿No se te ocurrió ninguna pregunta mejor?

Hasta que se cruza con alguien que, por convicción, por conchudez o porque tiene
ganas de jugar o porque no tiene ganas de jugar o porque le cayó mal el guiso de
serpiente, decide que no. Kim quería mostrarme su poder y yo estaba en Hanoi
para contar su vida en una publicación del Fondo de Población de Naciones
Unidas. Hanoi cae medio lejos: no podía volverme sin entrevistarla y explicar que
era una maleducada. Así que debía reprimir mi lógica voluntad de enviarla a
algún sitio recóndito materno.

—Te propongo un juego.

—Ufa.

—Te propongo un juego ufa: vos debés ser más inteligente que cualquier
periodista. Pensá una pregunta que no te hayan hecho nunca y contestala.

Kim me miró con un dejo de interés.

—¿Qué es lo que te da más miedo en la vida?

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Dijo, o algo así. Kim, para colmo, se empeñaba en ignorar a la intérprete y
hablarme en inglés: su inglés no era tanto mejor que mi vietnamita. Yo le dije que
la pregunta no era muy rara y que además ella no debía tener miedo de nada.

—Sí, tengo. Tengo miedo de convertirme en una cantante pop. Yo tengo que ser
una cantante de hip-hop, pero parece que todo el mundo me quiere hacer una
cantante pop. Ojalá me sepa defender. ¿Y a vos, qué te da más miedo?

—En este momento, tener que entrevistar a una cantante pop de 17 años que se
cree muy viva. Hace mucho que no me pasaba nada tan idiota.

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Kim hizo todo lo posible para no reírse, pero no lo consiguió: al fin y al cabo era
una chiquita de 17 años. Entonces, como prenda de paz, me dijo que ni siquiera se
llamaba Kim sino Le no sé qué pero que unos años antes, cuando empezaba su
carrera, había decidido llamarse Kim —y desde entonces. La carrera era un éxito:
sus discos hablaban de sexo, drogas, «cosas malas», y empezaron a venderse bien.
Pero Kim se hizo famosa cuando uno de sus temas fue seleccionado como la
canción recontra pop de la Asian Football Cup 2007.

—Sí, era música pop. Yo canto hip-hop para los chicos, pero los mayores no
quieren escuchar eso. Y yo quiero que ellos también compren mis discos.

—¿Por qué? ¿Te importa ser famosa?

—Sí, a todos nos importa. ¿Quién no quiere ser famoso?

—Y para eso cantás pop.

Kim me miró con un odio tranquilizador. Más tarde, en la calle, fue otra lucha
conseguir que se sacara, para la foto, su babero de osito de peluche: decía que era
demasiado conocida, que si se lo sacaba todos iban a venir a molestarla. Al fin se
lo sacó y no vino nadie. Entonces aproveché su desazón para preguntarle lo que
me intrigaba:

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—Vietnam peleó una larga guerra contra los Estados Unidos. ¿No te parece
curioso que hagas una música tan americana?

—Yo soy demasiado joven como para hablar de política. Ví algunas películas sobre
la guerra: fue terrible, tantas muertes. Pero estamos tratando de curar esas heridas.
Yo prefiero la tolerancia, el perdón.

—¿Entonces no ves ninguna contradicción?

—No sé, no quiero hablar de eso. Ahora la guerra es el pasado. No miremos el


pasado, miremos el futuro.

Dijo, y volvió a ponerse, esperanzada, su babero de osito de peluche. A veces uno


gasta, dispendioso, su odio en gallinazos.

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UN MURO

UNA POSTAL DE JERUSALÉN

Había vuelto al Muro de Jerusalén. Había vuelto a pararme bajo el rayo del sol,
más cerca de la ausencia de algún dios, frente a esa pared que son tantas paredes:
la que queda del templo de Salomón, la que queda de la ciudad que aquellos
latinos arrasaron hace ya veinte siglos. Había vuelto, treinta años después, y por
eso recuperé esta foto —de aquel año: 1985, la primera vez.

Aquella vez fui con temblores. En realidad, aquella vez fui muchas veces. Estaba
conociendo la ciudad más extraña del mundo, la más extrañada: daba vueltas y
más vueltas por Jerusalem y muchas veces pasaba frente a la pared que ciertas
tradiciones llaman Muro de los Lamentos, otras el Muro Occidental. Y la miraba
desde afuera, y pensaba en entrar, acercame, pero no. Pensaba, sobre todo, en la
injusticia: tantos abuelos y bisabuelos y tatarabuelos y más choznos míos habrían
dado lo que no tenían por estar allí: tantos judíos a través de tantos siglos
deseándolo, despidiendo cada año con la frase ritual que prometía que el año
siguiente se encontrarían en Jerusalén —y el que estaba era yo, que nunca lo había
dicho. Tantos que hubieran dado todo y el que estaba era yo, un ateo, aquel al que
menos le importaba. Veía, cada vez que pasaba, docenas de hombres con sus
gorros redondos, chaquetas negras, patillas enredadas, que se acercaban al muro
para hablarle al dios de mis ancestros, y yo no. Yo me quedaba afuera; desde lejos,
a lo lejos, les sacaba fotos. Y me decía que no lo merecía, hasta la última vez.

Es raro ser judío. No necesito creer en nada para ser argentino o español: es un
hecho, una fatalidad, madres, padres, un azar geográfico. En cambio ser judío
parece necesitar una creencia, la confianza en la existencia de algún dios o, al
menos, el alimento de una tradición. Existen —por supuesto que existen— judíos

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ateos, pero entonces no se sabe bien qué son: ¿portadores de sangre, de una
cultura, de un pasado?

Siempre me costó mucho ser judío: me molesta sobre todo esa creencia en un dios
que nos habría elegido entre todos los pueblos, sobre los demás. Pero sí me
enorgullece ese invento increíble, el producto de aquella derrota de hace dos mil
años: una forma de subsistir como comunidad que no se basó en coerciones,
monarcas, territorios comunes sino en la tradición o, mejor dicho: en la cultura.
Cuando los romanos destruyeron este templo, cuando dejaron sólo esta pared,
empezó la gran diáspora. Desde entonces los judíos se dispersaron por el mundo
y fueron, casi siempre, un grupo más o menos marginal dentro de sociedades
siempre ajenas. Fueron, durante tanto tiempo, un caso único: un pueblo sin Estado.
Se ha dicho demasiadas veces: durante siglos, la única patria de los judíos fueron
sus libros, su historia, su memoria —su dios, mal que me pese.

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Por esa desgracia original —la pérdida del reino— la historia judía es una historia
privilegiada: no conoció tiranos, señores explotando, ejércitos brutales. Hasta hace
poco: los judíos supusieron que, en condiciones extremas, precisaban un Estado
que los defendiera. Y lo formaron en condiciones extremas: después del
Holocausto. En 1948 fundaron el Estado de Israel y empezaron a ganar algunas
guerras: la diferencia ya no era, el orgullo había perdido sus razones frente a la
prepotencia de un Estado más. Que ahora reprime, encierra, mata: un pueblo al
que legitima su condición de víctima produce, a su vez, víctimas. Y en lugar de
centrar su identidad en ese muro que recuerda una pérdida, la defiende con unos
muros que dividen todo su país para dejar afuera a quienes perdieron el territorio
que ellos les ganaron. La historia a veces es un chiste malo.

Aquella primera vez también era verano: agosto del ‘85. Me estaba yendo de
Jerusalén: la última vez que pasé frente al muro decidí tocarlo. Me lavé las manos
en la puerta, me puse la kipá de cartón que ofrecen a los forasteros, me acerqué
hasta las piedras. Ví —escuché—como los hombres a mi lado hablaban con su dios,
y supuse que tenía algo que explicarle: le dije, en un susurro, por qué no podía
creer en él, por qué estaba seguro de que no existía. Presumo que entendió.

Pero esta vez, treinta años más tarde, ya no le dije nada.

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MEA CULPA

UNA POSTAL DE ZAMBIA

El muchacho se la sacó sin el menor reparo y ahí estaba, regando aquel rincón
como quien canta; no lo miraba nadie. Yo sí: los extranjeros somos los tontos del
pueblo, los que no sabemos lo que saben todos, los que nos sorprendemos de lo
que no sorprende. Para eso, en general, tiene gracia viajar: para volverse el tonto,
poner en duda lo sabido.

A muchos África les duele; a mí me huele. También me duele, a veces, pero me


huele todo el tiempo: no conozco zona del mundo tan fragante. África rebosa en
sus olores. Está el olor de la sangre en los mercados, las verduras raras, las
especias; el olor de sus árboles y plantas, navegando en el aire acalorado; el olor
del dinero —el olor tan sobado, transpirado, obsceno de los dineros africanos—;
el olor de la bosta de bestias en las calles; el olor de esos gases de coches viejos en
las calles; el olor, en cualquier sitio donde se junta gente, del jabón de coco con que
muchos se lavan. Y está el olor de cuerpos negros: la corrección política salta
cuando lo oye, lanza cuando lo oye sus grititos, pero sería tonto negar que no hay
mayor identidad de raza que el olor. Yo no lo sabía, no lo había entendido: me
pasé años de vergüenza y silencio, callando lo fuerte que me resultaba el olor a
sudor de muchos negros –un olor acre, penetrante, a veces bruto-, hasta que un
zambiano me dijo que los blancos olíamos a muerto. Era recíproco, nos olemos
mal, y esa reciprocidad fue una autorización, un gran alivio.

—Y encima ese color tan pálido, tan como de cadáver.

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Me dijo aquel zambiano y descubrí que cada cual encuentra los zombis donde
puede, el placer donde puede, los aromas y gustos y sabores y asquitos donde
puede. Lo raro es este intento de unificación forzosa que la cultura occidental
emprendió hace un par de siglos –y la televisión y ahora internet prosiguen con
fanfarria. Hay unas pocas diferencias que subsisten –y los olores, los olores. A
menudo, incluso, el olor rotundo del orín, aquella esquina.

—¿A qué, me dice?

—A meo, señora, ¿no lo huele?

—Ay, ¿cómo dice esas cosas?

Y, para producirlo, la exhibición que la costumbre dominante desaprueba,


condena. Cuando el mundo estaba lleno de culturas diferentes, cada cual tenía sus
tabúes. Había unos pocos que compartían casi todas: el tabú del incesto es –más o
menos- universal. Pero hay tantos que no. Los tabúes de lo que se puede o no
mostrar del cuerpo, por ejemplo, son de lo más variado. En África o América, sin
ir más lejos, a ningún pueblo se le ocurrió ocultar las mamas de las hembras hasta
que llegaron los europeos y les mostraron que eran demasiado importantes como
para dejarlas descubiertas —y, por eso, demasiado importantes como para no
tratar de descubrirlas.

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Los sexos de ambos sexos, en cambio, vienen tapados de hace siglos y siglos. Pero
no todo el tiempo. En Bolivia suelen verse las cholas que se acuclillan en cualquier
rincón; en casi todo África los hombres mean en público. En tantas calles, esos
hombres con su trozo en la mano, bautizando el mundo con sus jugos. Hombres
tranquilos —ni mirada furtiva ni apuros insalubres— que emiten, gotean, se la
sacuden, se la guardan, miran en torno satisfechos. Hombres que, sin tabú que los
pare, llenan las calles africanas de ese olor espeso, ácido, amarillo. En cambio, me
decía una vez una mozambiqueña en su ciudad, Maputo, si se me ocurre comer
caminando por la calle, cualquier cosa, una galleta, una frutita, no te podés
imaginar cómo me miran, las cosas que me dicen: verme comiendo los excita tanto,
los subleva.

Lo bueno de viajar, decía, de hacer fotos, de contar historias: descubrir diferencias,


entender que ninguna forma es absoluta, que todas son inventos que pueden ser
o no ser, que van y vienen. Poder hacer, frente a cualquier afirmación tajante, la
mea culpa del caso. Ser el tonto del pueblo, no creer –nunca creerse– que uno sabe.

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EL MIEDO, UN DIOS

UNA POSTAL DE EGIPTO

Ahora que el Islam está en todas las sospechas, en todos los temores, he recordado
mucho a Reham. Cuando la conocí, hace casi diez años, Reham tenía 25 y el cuerpo
y la cabeza y media cara tapados por diversas telas: era, claramente, una mujer
musulmana. Pero no siempre lo había sido.

Reham había nacido en Suez, Egipto, primera hija del patrón de una pequeña
empresa de transportes y una empleada pública. La familia se mudó a El Cairo
cuando ella tenía diez años; su vida era tranquila: siempre le gustó escribir su
diario, dibujar, y, ya en la adolescencia, salir con sus amigas al cine, al mall,
escuchar música, bailarla. Su formación fue la de tantas chicas de clase media
urbana: una escuela laica, la tele, el aprendizaje de los principios del Islam —
aunque su padre y su madre no eran particularmente religiosos. Cuando terminó
el bachillerato, Reham quiso estudiar psicología o literatura pero las notas no le
alcanzaron —y eligió servicio social. Al principio no le interesaba demasiado; poco
a poco, la posibilidad de ayudar la fue atrapando. Cuando se recibió encontró
empleo en una oenegé que enseña a mujeres de los suburbios a leer y escribir. Ya
había pasado allí más de tres años trabajando allí cuando llegó esa tarde.

—Hacía calor, esa tarde. Tanto calor.

Esa tarde Reham salía de su local con una compañera; eran poco más de las tres,
caminaban por una calle estrecha de un barrio suburbano. Reham usaba
pantalones, una blusa, su pañuelo habitual en la cabeza. De pronto, una mano la
agarró desde atrás; Reham gritó, se defendió, pero ahora las manos eran dos y

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seguían bajando por su cuerpo. Reham gritaba más, el muchacho de las manos
intentaba agarrarla para llevarla a alguna parte, Reham se defendía; todo duró
unos segundos, hasta que los gritos atrajeron a un par de vecinas y el muchacho
corrió. Reham cayó al suelo, lloraba; el muchacho, desde la esquina, la miraba
como si esperara el momento de volver a empezar. Al fin se fue. Durante meses,
Reham no pudo caminar por la calle sin mirar para atrás.

El acoso sexual es un fenómeno global, pero en El Cairo alcanza cotas invencibles:


no hay mujer cairota que no sea víctima frecuente de ataques y manoseos —cada
vez más abiertos, descarados— y la cuestión se ha transformado en un problema
nacional. A Reham ya le había pasado antes, y alguna vez se había sentido
culpable:

—¿Culpable de qué?

—Culpable de usar ropa ajustada, de hacer que la gente se ocupe de mi cuerpo.


Eso me hacía sentir mal.

—¿Tan agresivo es ponerse bluyines?

—Soy un poco robusta, y había gente que creía que lo hacía para provocarlos.
Quizás es gente que tiene problemas, pero yo los ayudo usando estas cosas.

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Parece pura paranoia: es una idea común. Hace pocos meses el rector de la
Universidad del Cairo, la más prestigiosa del país, justificó un ataque sexual en su
campus porque la víctima se había sacado su abaya –su túnica– y exhibía «ropas
de colores»; estaba evaluando, dijo, la posibilidad de expulsarla.

Hace treinta años, cuando lo conocí, Egipto era un país laico donde las mujeres se
vestían sin prejuicios y participaban de muchas actividades junto con los hombres.
Ahora, el Islam ha ganado terreno y se ven cada vez más hiyabs, más abayas, más
mujeres tapadas caminando cuatro pasos detrás de sus maridos.

El ataque fue una de las razones de Reham; otra fue que su novio, un ingeniero
informático, le insistía. Lo cierto es que decidió «acercarse a Dios» y una vía fue
dejar los bluyines y las camisas que solía usar y vestirse con túnicas y pañuelos
que ocultan su cuerpo por completo. No es la única: muchas jóvenes se sienten
más seguras con el vestido tradicional musulmán. Les sirve para poner una doble
barrera entre sus agresores potenciales y sus cuerpos: la túnica dice que no quieren
entrar en ningún juego de seducción, y que se ponen bajo la protección de una
comunidad: que su dios —y los seguidores de ese dios— las protejen. Le pregunto
si no sería mejor no necesitar esa protección, que los hombres no fueran una
amenaza.

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—Sí, seguramente. Aunque quién sabe, quizás Alá lo hace para mostrarnos que
tenemos que acercarnos a Él. Y si es así, se lo agradezco, claro.

El maestro Voltaire escribió alguna vez que las religiones son la forma más
pomposa del miedo. Una religión es, antes que nada, un movimiento defensivo:
contra las asechanzas de la vida inmanejable, contra la soledad intolerable, contra
la muerte inconcebible, una religión son las palmadas en la espalda de un buen
dios que te dice que todo va a estar bien, que todo tiene algún sentido, que
perteneces a una gran familia, que vivirás para siempre en algún cielo. Si no
temiéramos lo que no podemos entender, las religiones se quedarían sin materia
prima. Y quienes se defienden siempre están prontos a atacar: el mismo miedo los
convence de que si no atacan serán destruidos. Todas las religiones, en algún
momento, han visto a los que no creen en ellas como enemigos irredentos. El
cristianismo, en su momento más potente, hacía cruzadas, inquisiciones, pogroms;
el Islam, en su momento más potente, lanza guerras y bombas y multitudes contra
los infieles.

Yo, más banal, temía las fotos: el momento en que debería decirle a Reham que
debía hacerle fotos. El Islam muchas veces las condena. Se lo dije y ella dudó:

—¿No podríamos evitarlo?

Me preguntó, para que le dijera que no, que había que hacerlo. Reham quería que
le sacara fotos; solo necesitaba que yo le diera una razón. Se la dí: le dije que

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servirían para mostrar a quien las viera la decisión que había tomado, para darles
ejemplo. A veces uno dice cosas que no cree para conseguir algo; a veces uno
necesita que le digan cosas que no cree para hacer lo que no debería pero quiere.
A veces —tantas veces— uno posa. A veces —otras— reza. A veces —menos— se
hace cargo, y enfrenta lo que sea.

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LA BOCA ABIERTA DE LA POSVERDAD

UNA POSTAL DE ITALIA

La cola, esta mañana, se desborda de chinos. Es marzo, temporada baja, pero en


Roma los turistas no se toman vacaciones —y en estos días los chinos son mayoría
abrumadora. A veces pienso que el gobierno chino fomenta el turismo de los suyos
para que nos vayamos acostumbrando: para que nos resulte cada vez más natural
ver que se quedan con el mundo. La cola, en cualquier caso, se desborda de chinos
que se ríen nerviosos como se ríen los chinos y esperan su turno para pasar la
prueba. Adelante, al final de la cola, los espera la Bocca.

La Bocca della Verità es una de las farsas con más rating de ese país de farsas
gloriosas que es Italia. La Bocca es una máscara de mármol, una cara redonda de
un metro de diámetro pegada a un muro a la entrada de una iglesia de mil años,
en medio de lo que fue, hace dos mil, el mercado de ganado de Roma. La Bocca es
de aquellos tiempos: dicen que era la tapa de un desagüe en un templo de
Hércules, y parece ser la cara de un dios que llamaban Océano. Pero lo que le dio
la fama es un mito reciente, no más de cuatro o cinco siglos: que si quien mete la
mano en esa boca ha mentido, la Bocca se la muerde. La primera vez que la ví, en
los setentas, la Bocca estaba sola, casi abandonada: de tanto en tanto una persona
se acercaba, miraba a todos lados y —furtiva, vergonzante— le metía la mano; esta
mañana la cola de chinos tiene una cuadra y todos pasan, uno tras otro, y meten.
Lo hacen, faltaba más, para la foto; lo hacen, también, porque quién sabe.

Son graciosos: no creen pero creen. Todos saben que no es cierto: todos saben que
la Bocca nunca mordió una mano, que es de piedra, que las piedras no muerden
y, sin embargo, en el momento en que meten la suya sus caras tienen ese raro rictus
de suspenso y miedito. Son, creo, la mejor puesta en escena de la superstición que
he visto en mucho tiempo.

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La superstición —que algunos llaman religión— es eso: saber que algo no puede
ser y no creerlo, y creerlo sin embargo. Imaginar por ejemplo que una boca de
piedra puede morderte o que un señor puede resucitar o hacer resucitar o caminar
sobre las aguas o una señora concebir con un soplo o parir siendo virgen o esas
cosas. Saber que es falso pero creer que es cierto: durante mucho tiempo lo
llamaron superstición; ahora lo llaman «posverdad».

La palabrita está por todos lados, y ya cansa. A veces es así: una palabra que no
estaba aparece de pronto, se vuelve la cantinela de un momento, la canción del
verano. Y, a veces, viene una institución supuestamente venerable y la sanciona:
el Diccionario Oxford dice que «posverdad» es la palabra del año del año que pasó.

Un nombre nuevo para algo tan viejo: la dizque posverdad tiene una tradición tan
antigua en nuestra civilización que resulta curioso que ahora se sorprendan tanto.
Siempre nos gustó que nos contaran historias increíbles que queríamos creer. La
gran diferencia es que ahora te las cuentan sobre temas menores: no es lo mismo
convencerte de que Obama no nació en los Estados Unidos que afirmar que un
dios inventó el mundo hace 5777 años; no es lo mismo publicar que Hillary Clinton
explota criaturas que sostener que tenemos un alma inmortal que se va a pasar la
eternidad en un resort lleno de ángeles. Son momentos, magnitudes, diferencias.

Mientras, indiferentes, los chinos siguen pasando, se ríen nerviosos —como se ríen
los chinos—, saben que la Bocca no los va a morder pero temen que los muerda,
se hacen la foto que justifica todo. Yo, desde un rincón, hago lo mismo: sé que no
los va a morder, espero que los muerda, hago la foto. La única verdad —me digo—
es que, pronto, si el mundo sigue así, si los Estados Unidos siguen suicidándose,
si Europa se desarma en tonterías, todos seremos chinos, sus risitas nerviosas. ¿O
eso también será una posverdad, un mito, una tontera?

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LA RETAGUARDIA

UNA POSTAL DE EL CAIRO

Hay modos de mirar las cosas: modos tan diferentes de mirar las cosas. Yo lo
intentaba; juro que lo intentaba.

Había llegado por azar: una mala combinación de aviones, viniendo de Sudán, me
hizo parar tres días en El Cairo. Me ha tocado El Cairo con alguna frecuencia: me
dan placer su luz, sus casas arruinadas, sus gritos, sus sonrisas, sus motos como
balas y su caos y sus oasis; placer sobre todo sus cafés con narguile, el tiempo de
fumar como si nada más. Pero aquella vez era verano, hacía un calor de rayos y
allá afuera hacían una revolución.

Siempre me gustaron las revoluciones. Y escribir, con ese aire frívolo bobito:
«siempre me gustaron las revoluciones». Para después justificarme: ese momento
en que nada está en su sitio —porque ha dejado de haber sitios—. La revolución
cairota era bastante permanente: ya llevaba más de un año y había hecho caer el
gobierno de décadas del caudillo Mubarak, pero no terminaba de entronar al
sucesor. En esos días, miles de Hermanos Musulmanes, el partido religioso que,
junto con los jóvenes progres tuiteros, la había empezado, quería terminarla con la
proclamación de su líder Mohamed Morsi como presidente.

Aquí, en Tahrir, sí hablaban de revolución y cantaban brutales y yo quería creerles

Los detalles, a esta altura, importan poco: ya casi todos los hemos olvidado. Lo
que sí recuerdo es esa plaza. La plaza Tahrir, enorme junto al Nilo, había sido,
desde el principio, el centro y el símbolo de esa revolución; para entonces —junio

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de 2012— miles y miles de personas se habían instalado en esa plaza. Aquello no
era una manifestación; era un espacio —donde mucho pasaba al mismo tiempo—
. Había actos aquí y allá, con oradores y consignas muy variadas; había personas
que dormían, personas que leían o rezaban o leían el Corán o rezaban el Corán,
personas que charlaban se abrazaban se peleaban, personas que compraban un
pantalón o un patito de plástico, personas que los vendían, personas que bailaban,
personas que se lavaban de denuedo, personas que comían o bebían o recordaban
algo. No había alcohol porque eran musulmanes, había cierto orden, había el calor
estrepitoso, mucha mugre, había miles que caminaban sin parar. Y había cafés —
tés— improvisados con sus mesas y sus sillas, charcos como esteros, motos
banderas cámaras de tevé pero no tantas, chicos pero pocos mujeres pero pocas,
perros flacos; había cabreo, había cortesía, no parecía haber miedo. Había —creí
que había— alguna forma del arrojo. Había resolución. Había hombres grandes.

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Durante el día el sol los aplacaba; descansaban, dormían, esperando el momento
de volver a empezar. Que llegaba cuando el sol caía; en Tahrir la manifestación
era, más bien, el eterno retorno de lo maldormido. Por las noches cantaban; las
canciones no eran largas ni tenían buena música. Eran, más bien, frases sucintas
concentradas, viejo canto tribal donde uno dice y los otros, sin perder el ritmo, le
contestan. Pero había algo en el idioma de los árabes que les daba una fuerza que
hacía mucho tiempo no escuchaba. Con la noche, el clima se iba haciendo más y
más brutal.

En Egipto, hace poco menos de cuatro mil años, una revolución popular buscó la
vida eterna para todos —y no sólo para los reyes y un par de sacerdotes—. Es
probable que, entonces, ni siquiera le dijeran revolución sino alguna otra cosa:
revelación, invento. Aquí, en Tahrir, sí hablaban de revolución y cantaban brutales
y yo quería creerles.

Me pasé esos tres días en la plaza, caminando, conversando, haciendo fotos.


Quería creerles, siempre quise creer en las revoluciones. Pero veía demasiados
rezos, demasiadas mujeres cubiertas desde los pies invisibles hasta la invisible
coronilla, demasiadas mujeres caminando cuatro pasos detrás de sus maridos,
demasiados hombres arrodillados y golpeando sus cabezas contra el suelo: miles
de hombres humillándose al dios y al fondo, afuera, sus mujeres —de negro hasta
las bolas—. Buscaba lo nuevo y me encontré con lo más viejo. Quise vanguardias
y me topé la reta.

Fue entonces cuando hice esa foto. Había tomado muchas: caras abiertas en un
grito, banderas en el viento, puños hacia el cielo —fotos de una revolución—. Ésta
no era. Habría podido ser sus gestos, habría podido ser un homenaje al rezo; no
fue, dice otra cosa. Lo bueno de las fotos es que parecen mostrar la realidad. Lo
mejor es que postulan que eso existe.

Ahí está el truco.

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