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Adam Thirlwell
La novela múltiple
https://www.letraslibres.com/mexico-espana/libros/los-arboles-y-el-bosque
Thirlwell nos propone una suerte de historia internacional de la novela, pero lo hace
enfocando las excepciones más que los grandes lineamientos. El ascenso en el siglo
XVIII de una burguesía con suficiente tiempo libre para leer largas narraciones acerca de
las propias costumbres no figura entre sus preocupaciones. Su relato empieza con el
Tristram Shandy (1759) de Laurence Sterne, esa novela digresiva por excelencia que tanto
fascina a los enemigos del realismo decimonónico. De ahí pasamos a la “adaptación” que
compuso Diderot con Jacques el fatalista y su amo (publicada póstumamente en 1796), luego
de leer fascinado la novela de Sterne y conocer al autor. Y Diderot nos lleva a Pushkin,
quien se habría inspirado en Jacques para la forma de su novela en verso Eugenio Oneguin
(1825), donde las digresiones hacen al entramado. Thirlwell concluye que “la primera gran
novela rusa es una reescritura de la imitación francesa de un experimento vanguardista
inglés”. En ese espíritu de “todo tiene que ver con todo”, a continuación traza caminos
cruzados y heterogéneos que van hacia Carlo Emilio Gadda, Bohumil Hrabal, Witold
Gobrowicz, Vladimir Nabokov, Jorge Luis Borges y –esto sí es sorprendente– Macedonio
Fernández. Aunque el recorrido sea muy entretenido, el libro no está libre de problemas
retóricos, de contenido y metodológicos. El tono, plagado de frases cortas y calificaciones
falsamente ingenuas (“no estoy seguro de que”, “a mí me parece que”), a menudo resulta
exasperante. “Admiro esta manera de pensar, pero no estoy seguro de que Borges tenga
razón”, dice en un momento Thirlwell, como justificándose, pero siempre presenta sus
opiniones como más incisivas u originales que las del resto, incluso cuando el resto es
retórico: “puede parecer extraño que [Kafka] se sienta irremediablemente identificado con
[Dickens]”, dice. Luego aclara: “a mí, en cambio, estas relaciones internacionales no me
parecen tan extrañas”. ¿A alguien realmente le parece extraño o el autor se ha inventado la
extrañeza para mostrarse más listo? Está también el problema de las tradiciones
internacionales invocadas: quizá no sean muy conocidas en Inglaterra, pero un lector
hispanoamericano las dará más o menos por supuestas, más aún si conoce los ensayos
recientes de Kundera, de donde provienen los binomios cardinales de Thirlwell (Sterne-
Diderot, Kafka-Hrabal, etc.). Lo más problemático, sin embargo, es cómo la
argumentación se sitúa casi siempre por encima de los problemas particulares que el
argumento mismo supone. Me temo que, si ha de demostrarse que el estilo es internacional,
no alcanza con pruebas anecdóticas.
Y tampoco ayudan las contradicciones. Nota Thirlwell, correctamente, que “Ulises, como
todas las buenas novelas, está completamente empapada por su idioma”; pero de Gadda –
un autor tan empapado por su idioma como Joyce– juzga que debe volverse internacional
porque “está atrapado en el problema del italiano y su política”. Uno sospecha que la razón
de semejante disparate es que Thirlwell está atrapado en su desconocimiento del italiano,
cosa que por lo menos tiene la decencia de confesar. A la vera de opiniones así, nos
acercamos al problema central de hablar triunfalmente de la “literatura internacional” o el
“lector cosmopolita y transatlántico”, como se define Thirlwell. Es una cuestión de foco.
Pushkin tomó las digresiones de Diderot, Joyce le robó el monólogo interior a Dujardin,
Gombrowicz sintió una revelación al leer la traducción francesa de Joyce, Kafka reprodujo
el humor mecanicista de Dickens, etc. Todo ello es necesario para entender la polinización
cruzada de la literatura; y Thirlwell, para ser justos, aporta numerosos y buenos ejemplos.
Pero el bosque no debería cobrar más importancia que el árbol, porque sin árboles nunca
habría bosque. A fin de cuentas, la literatura internacional es un invento de marketing; en la
realidad, existen solo especificidades. Y el verdadero ensayista cosmopolita –un Auerbach,
un Curtius, un Contini– no es el que lee distintas literaturas aplanando diferencias, sino el
que comprende las minucias sociolingüísticas de cada obra en particular. Podría decirse que
el enfoque de Thirlwell se queda en mero periodismo, pero la cosa es un poco peor: el
autor lee la literatura como si se tratara del periódico. ~