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Facultad de Humanidades y Artes

Facultad de Educación
Departamento de Español

Análisis crítico sobre la muerte en el


poema “Los ataúdes” de Armando Uribe

Análisis crítico realizado en el marco de la asignatura “Poesía chilena contemporánea”, dictada


por el Prof. Dr. Edson Faúndez, de la carrera de Pedagogía en Español de la Universidad de
Concepción.

Autor: Carlos Ruiz Figueroa


Fecha: Jueves 27 de Septiembre de 2018
La inquietud que alimenta mis ansias de escribir gira en torno a un tema inacabable
de las letras: la inextricable relación entre poesía y muerte. Tal como se observa en
investigaciones, existen diversas perspectivas para concebir la problemática de la muerte, y
estas han variado según el transcurso de las décadas y de las modificaciones en los sistemas
de las sociedades actuales. Recordando las palabras de Philippe Ariès en “Historia de la
muerte en occidente”, se entiende que hace más un tercio de siglo asistimos a un fenómeno
brutal de la muerte, un grito de cambio radical ante el acercamiento antiguo del término
definitivo. Lo anterior es justificado en el hecho de que en la antigüedad (edad media)
existía una aceptación de la muerte, mientras que hoy, con el avance de la modernidad, se
manifiesta un rechazo ante esta, a través de una serie de protocolos y rituales que aceleran
el distanciamiento con la muerte. De hecho, la cultura actual mantiene a este inevitable
acontecimiento encasillado en el silencio y la más pulcra higiene.

Es en este sentido que la muerte viene a ser una problemática, pues la sociedad
confronta sus aprensiones ante este acontecimiento, e incluso los intelectuales contrastan
sus apreciaciones, tal es caso del filósofo Vladimir Jankélévitch, quien dice que la muerte
no le da sentido a nada, mientras que Ferrater afirma que la muerte le da sentido a la
existencia. Es aquí donde la poesía se hace responsable del tema en cuestión. Recordando a
Maurice Blanchot, entendemos que se escribe solo cuando se ejerce una soberanía sobre la
muerte, de tal forma que escribir sirva para aprender a morir -esto último en relación a los
pensamientos de Sócrates. Pero además se entiende que el poeta es responsable de las
grandes inquietudes del mundo, por ende, además de alcanzar un aprendizaje, este escribe
para acoger en lenguaje hospitalario a muertos y moribundos, incluso el poeta habita el
mundo de la tristeza, no por despreciar a la felicidad, sino para ir en búsqueda de aquellos
que se encuentran perdidos en las sombras, ya que todas las criaturas merecen el sueño de
la felicidad. Lo anterior se relaciona directamente con las reflexiones de Elías Canetti,
cuando este menciona que el poeta, además de ser el guardián de las metamorfosis, es el
que enfrenta a la muerte.

Poetas como Carlos Pezoa Veliz, Gabriela Mistral, Pablo Neruda y Nicanor Parra,
han plasmado distintas formas de concebir a la problemática de la muerte. Considerándose
a esta como un acontecimiento inevitable, para luego mutar en entidad palpable, categórica
y antropomórficamente vieja, luego manifiesta su presencia como entidad soberana que está
en todo rincón del mundo, para luego transformarse incluso en una caricatura de anciana
borracha y lasciva. Sin embargo, las perspectivas y concepciones de este gran tema nunca
son definitivas, de tal manera que las percepciones anteriores pueden mezclarse,
reformularse, rebatirse o incluso retomar ideas manifiestas de los autores pretéritos.

En función de la previa contextualización y fundamentos teóricos planteados por los


intelectuales entendidos en la materia, dirijo a continuación mi perspectiva de interés en el
poeta Armando Uribe Arce (1933), específicamente en el poema “Ataúdes” 1, el cual puede
considerarse -según análisis de Gilverto Triviños y Pedro Aldunate- como una transgresión
a las delimitaciones impuestas en la observación del elemento cadáver, quizás impuesto tras
la paletada de Pezoa Véliz. Sin embargo, dichos sustentos teóricos serán abordados más
adelante. Ahora conviene ingresar al texto con las perspectivas abordadas durante el curso.

Armando Uribe, desde el paratexto mismo no posiciona en un espacio incómodo


para las sociedades ultrahigiénicas, el ataúd como lecho definitivo para el reposo de los
muertos. Además, haciendo valer su derecho de poeta como individuo responsable de las
grandes inquietudes humanas, nos ubica desde la primera estrofa en la lucidez insorteable
de la muerte como concepto presente en las instancias de la vida. En este sentido, de
inmediato Uribe resiste ante las imposiciones del poder, el cual busca marginalizar y
exorcizar toda relación con la muerte. Así lo define el último verso de la primera estrofa,
que vincula de forma inexorable a la calavera (símbolo de muerte) en las actividades de los
seres vivos.

Sic transit gloria mundi, y las miserias

también son transitorias –las frecuentes

desgracias y la muerte de las fuentes

que se secan –el pasto de las eras

se estraga –y en las ferias

de los vivientes danzan calaveras.

1
Poema segmentado a lo largo del análisis.
Con esta manifestación categórica del inicio, el poeta continúa su observación
crítica directamente sobre los muertos. Es aquí donde continúa su cariz ético, pues los
poetas se hacen responsables de acoger a los muertos, de entablar diálogos y mantener
vínculos hospitalarios con la vida y la muerte.

Los muertos sufren calambres, pruritos

y otros males. Nadie hay para atenderlos.

Están en el hotel deshabitado

que se llama Ataúd. Es un estado

sin parangón. Los acucian los hielos,

pero son insensibles y ríen con sus rictus.

El poeta, al declarar los pesares de los muertos en los primeros versos de la estrofa,
se está condoliendo con ellos. En términos de Emmanuel Lebinas, esta articulación de la
experiencia de la muerte a través de la poesía se convierte en una notoria señal de
deferencia; es necesario ser deferente con el otro. Continúa de esta forma su lenguaje
poético en las siguientes estrofas. Además, conviene mencionar que la acción de mencionar
a los muertos se emparenta directamente con la acción de “recordar”. Lo cual nos remite a
los planteamientos de Jacques Derrida, quien dice que recordar a los muertos es dialogar
con ellos, y este diálogo existente en la escritura no solo nos hace herederos de los muertos,
sino también sujetos frágiles, que entienden su propia vulnerabilidad al presenciar la partida
del otro. Y entender que nos vamos a morir, es justamente la preparación del ánima para no
hacer sufrir al otro, sino para ir a su encuentro.

Continuando las observaciones, en la estrofa tercera se manifiestan elementos clave


para la conjuración ética sobre la muerte. El poeta resalta el hecho de que los ataúdes dan
forma homogénea al espacio de la muerte, comparándolos con tarros de hojalata. Este
comentario crítico bien puede hacer alusión a los protocolos indiferentes de la sociedad
occidental, que margina a los muertos en contenedores con el fin de homogeneizar y
distanciar a la necrópolis de la vida cotidiana, acción que evita cualquier tipo de contagio.
Y es aquí donde el poema inicia el auténtico diálogo, al invocar a los muertos para que
hablen en los últimos versos de la estrofa. El poeta ha permitido que los muertos hagan
posesión de los versos, revelando así uno de los rasgos más trascendentales de la poesía: un
espacio hospitalario para los difuntos. Conviene recordar en este sentido –y en función de
los planteamientos de Lebinas-, que existe un palabra anterior a la historia y anterior al
lenguaje del ser humano. Esta palabra primigenia es verbo divino, anterior a la expulsión
del Edén; palabra sagrada y secreta, la cual deviene poesía. Y en congruencia, esta es por
antonomasia, espacio del amor, la hospitalidad y la amistad. De esta forma, acentuando la
“deferencia con el otro”, el sujeto poético sufre en demasía con el padecimiento de los
muertos, tanto así que solicita a estos guardar silencio ante el dolor emocional que causa su
deplorable situación, que por cierto revela las señas de la marginalidad, teñidas por la
inmundicia y los seres considerados alimañas, como las ratas.

Ex –hombre con caras de tiza

metidos en cajas que se abren

como los tarros de hojalata,

decid: cómo es ese otro mundo.

Es inmundo.

Propio para la rata.

Se sufren hambres.

No digáis más, que el corazón se triza.

En la siguiente estrofa se percibe uno de los elementos transgresores del poeta,


puesto que en sus versos dirige la mirada hacia el espacio terrenal definitivo de los seres
humanos. El poeta se concentra asiduamente en la observación del espacio mortuorio,
signado por el deterioro y la descomposición. A diferencia de los otros poetas, este plasma
la permanencia del ser en esta tierra, pues observa como territorio definitivo al hoyo en el
que será depositado el cadáver. “Así se cesa”, verso con el que da sentencia al destino del
ser humano.

“Aiai, aai”, siempre habremos de morir,

somos tan transitorios como las flores,

como los perros, e iremos a dar

a los montones excrementicios o a los hoyos


de donde no se sale aplastados por un dedo

pulgar. Así se cesa.

La estrofa siguiente guarda elementos sustanciales para la relación de poesía y


muerte, ya que si bien el poeta acoge a los muertos en señal de recia posición ética, aun así
plasma golosamente los rasgos más repulsivos para la sociedad hultrahigiénica. El poeta se
conduele con el muerto al plasmar sus dolores como si fuesen de él. En este punto, los
versos comienzan a difuminarse en cuanto al predominio de la voz. Ya no hay seguridad de
si el sujeto poético está siendo infinitamente hospitalario, o si los muertos continúan
manifestándose en posesión de los versos. De esta forma, se entiende que el poema ha
sucumbido en plenitud al devenir, contagiando las voces en señal de acogimiento. En este
sentido, es imposible diferenciar si este poema es solo un espacio hospitalario que permite
dialogar con los muertos, o quizás –en un plano más desgarrador- es la oportunidad de los
muertos doloridos para aferrarse a la voz de la vida una vez más, accediendo al mundo a
través de la posesión del poeta. En cualquiera de los casos, se confirma que este poema, al
igual que muchos otros, es algo más que el lenguaje de los hombres.

“No dudo de Dios, no: dudo de mí.”

“Un mundo que es una carroña fofa”

hizo de mí esta baja estofa,

esta calaña, esta ralea, y -

y lo que es peor, me gobernó el gusano.

No tengo un solo hueso sano.

“Fétidas de miseria” mis heridas

que ya no quiero llamar mías (miasmas)

La estrofa que continúa es un cuestionamiento de la utilidad poética para los


muertos, quienes reposan, eternizados en sus lechos mortuorios. Conviene destacar el hecho
de que el sujeto del poema sufre instantes de duda, en los cuales parece desear
enfrentamiento con los muertos, sin embargo, al comprender el dolor y padecimiento de
estos, se entiende que en realidad sus versos increpantes no son hacia los cadáveres, sino al
acontecimiento de la muerte misma. Es válido sustentarse, en este sentido, el análisis de
Gilverto Triviños, quien explicita que “escribir es, en este caso, un ejercicio del cuerpo
mediante el cual el poeta expresa poéticamente su voluntad de relación profunda con la “alteridad
radical” designada con el nombre muerte. El gesto específico de su inscripción perturbadora en la
historia aún no escrita de las relaciones entre escritura y muerte en la poesía latinoamericana es la
amplificación hiperbólica que descubre, sin “esperanzadas fantasmagorías”, sin consuelos
metafísicos, el cadáver, el cuerpo muerto con todos los detalles escabrosos de su descomposición”.
De esta manera se valida a esta manifestación poética como una de las más descarnadas
formas de hacerle frente a la muerte. Recordamos que según planteamientos teóricos,
escribir es resistir. Y es precisamente lo que el poeta hace en este poema, resiste ante la
inevitabilidad de la muerte.

De qué les sirve la poesía.

Ni siquiera la leen.

Creen que es mariposas

efímeras. Sentados en sus comités

arrellanados en sus fosas

cómodos cuidan sus hidropesías

Luego, el sujeto poético contrasta la visión de aquellos que se entregan


voluntariamente a la muerte por suponer que no hay más destino. En los últimos versos de
la estrofa es el mismo poeta quien revela su carácter de resistencia, esperando lúcidamente
la llegada de la Inexorable. En este sentido, el poeta no solo fustiga a la sociedad en sí, sino
además aquellos que osan emplear la poesía de forma irresponable.

La poesía se mete en la boca

de los tontos, diciendo: “No tenemos

más destino”. Lo dijo el almirante

con vestidura de muerte o de loca.

Los poetas estamos en veremos

Esperando que se saque los guantes.


Lo anterior se refuerza en la segunda parte (compuesta por solo una estrofa), pues el
poeta señala con sus palabras a aquellos que escriben sin acoger a los difuntos. Aquellos
que no observan más allá de la llegada de la muerte. Los muertos retuercen sus manos ante
la falta de hospitalidad.

II

Los asesinos a la espera

de cuerpos del delito.

Ay, no tenemos más destino,

dicen, lavándose las manos

en sangre tinta negra.

Mientras los muertos retuercen sus manos.

Sin embargo, la tercera y última parte del poema es una sentencia de la realidad
según la perspectiva de este poeta: afirmando que los muertos invocados por la palabra no
manifiestan auténticamente su destino. En este sentido, se define concretamente la
concepción distinta que posee Uribe en relación a los demás poetas estudiados. Uribe, si
bien acoge a los muertos y sus malestares, aun así confronta al acto mismo de morir, pues
en este hecho observa a la muerte como encarnación misma del cadáver. El poeta busca
penetrar en las profundidades del cadáver como un anatomista incipiente. Lo cual se
respalda en el análisis de Triviños: “Escribir, dice Deleuze, es devenir otra cosa que escritor.
Devenir, replica Uribe Arce, es encontrar la zona de indiscernibilidad o indiferenciación tal que ya
no es posible distinguirse de un anatomista fascinado por la mirada del cadáver tapada por la
percepción poética y metafísica de nosotros mismos: la muerte-propia observada en el cuerpo-
propio yacente, en el “hotel deshabitado” que se llama ataúd”. (p. 2). Pero además, este poema
permite una relación directa con los vínculos vitales, ya que la morbosa contemplación de
la muerte da mayor significado experiencia vital, único plano en el cual podemos ser
conscientes del estado de la muerte. En este sentido, conviene citar nuevamente al análisis
de Gilverto Triviños, pues clarifica la postura del poeta, quien manifiesta una relación
particular entre la literatura y la muerte, pero simultáneamente, “entre la literatura y la vida,
ya que es el cuerpo del autor el que es figurado como imagen límite de sí mismo en su condición de
cuerpo “después de la muerte”, en su estado de cuerpo sin vida. La poesía es, de esta forma,
pregunta por el cuerpo y relación de tales sucesos donde, precisamente, la conciencia de ese
cuerpo estalla y se desintegra”. (p. 3).

III

Nunca se supo del destino

de los muertos botados bajo el signo

de la desolación al agua sucia

de mares, ríos, lagos, ductos

de alcantarillas inconclusas.

Manando seguirán los vestidos de luto.

De esta manera, se concluye que el poema comparte los rasgos elementales de la


relación con el otro y la constitución del lenguaje como espacio de la hospitalidad. Sin
embargo, su forma de plantear relaciones con la muerte está principalmente enfocada en el
elemento cadáver, siendo la carne putrefacta su auténtica contemplación para relacionarse
con la muerte, destino inevitable que occidente trata de ignorar y distanciar, pero que es
visibilizado hasta la médula por este poeta. Tanto así, que incluso se considera como una de
las mayores transgresiones a la concepción convencional de muerte en la poesía occidental,
reiterando aquí la acción, quien se toma las atribuciones para descubrir la tierra que cubre el
ataúd y abrirlo descaradamente para confrontar la experiencia de la vida en la
contemplación profunda del elemento cadáver. Uniendo así los extremos de la vida y la
muerte, la síntesis de los heterogéneos, abriendo de par en par los ojos ante la gran
alteridad.
Referencias.

Canetti, E. 1994. “La conciencia de las palabras”. México, Fondo de Cultura económica.
pp. 349-363.

Faúndez, E. 2011. “Canto así, vuelta tan sólo a lo venido. Sobre la humanitas mistraliana”,
en Aproximaciones críticas a la obra de GabrielaMistral. EditorialUniversidad de
Concepción, Cuadernos Atenea, pp. 183-208.

Triviños, G. y Aldunate, P. 2006. “El poeta y la muerte en la poesía de Armando Uribe


Arce. Hacia una física-poética de la muerte”, en Atenea Nº 493, pp. 63-86.

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