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ÁÁ ngel Faretta
Desde Griffith y Buster Keaton –hasta Forrest Gump– pasando por lo que el viento se
llevoó , al cine norteamericano siempre se lo imaginoó desde lo dixie, desde el Sur.
Esta tradicioó n trae aparejada, necesariamente, una toma de distancia, una reaccioó n
con respecto a los imperativos de la apropiacioó n de y por la teó cnica y del estado de
movilizacioó n general de la modernidad liberal.
N. B.: Es posible que el cine no haya empezado con un caraó cter universal pero es
seguro que terminoó como tal.
El cine fue aquello que pudo ser creado por Griffith, y en Ámeó rica, en la medida en
que se dio una situacioó n de un doble desplazamiento histoó rico, interna y
externamente. Como americano, Griffith se hallaba por ese entonces en la situacioó n
de fuera del “reino del espíóritu” a la que lo habíóa sometido el dictum de su padre
europeo; algo ajeno a sus intereses, un ente monstruoso, nocturno, una suerte de
aventura de su voluntad de poder, algo entre teratoloó gico y fantaó stico, un ente
incatalogable, fuera de toda proporcioó n, medida y canon. Lo americano se sintioó un
hijo bastardo y deforme. Una criatura pesadillesca de los suenñ os de la razoó n. Tal
apeó ndice pesadillesco y nocturno de la patriarcal Europa se sintioó tempranamente
desheredado, abandonado a su suerte y a un destino que, para decirlo con timidez,
se presentaba desolador.
Volviendo a Poe, eó l ensaya y conquista ese lugar negado; tambieó n lo inventa y esa
invencioó n –creemos– proyecta una imagen especular, doble: el abismo y el encierro,
el lugar abierto y el lugar cerrado, el veó rtigo y la claustrofobia. Se recuerda con
insistencia la obsesioó n de Poe por el “entierro prematuro” por el “emparedamiento”,
el pozo y el peó ndulo, y la cieó naga que se traga –literalmente– la casa de Usher y a sus
habitantes. Pero se olvida su simeó trico avatar: el escalofríóo por el paisaje, el terror a
los espacios abiertos y desconocidos (el mar en Gordon Pym, en el Relato
encontrado en una botella; el Maä elstrom...); la llanura que rodea la casa de los Usher
no es menos temible que la mansioó n. Este doble terror muestra claramente coó mo ese
maó rtir-catalizador que fue Poe, resolvioó imaginariamente esa situacioó n de
desvalimiento del joven americano frente a Europa: la convirtioó en metaó fora, desvíóo.
Con Herman Melville, el suenñ o, el breve interregno utoó pico calvinista se hunde junto
a los tripulantes del Pequod, cuyo capitaó n Áhab ha revelado la fase nihilista en la que
ha ingresado el espíóritu de pionerismo de cunñ o puritano. EÁ ste se ha vuelto pura
disolucioó n, desembocando en la nada, en lo blanco e indiferenciado –como el color
de la ballena– de una movilizacioó n total, donde los variados marinos, –en calidad de
razas, credos y procedencias– que tripulan la nave sirven soó lo como coartada para
los fines subjetivistas extremos de Áhab. Pero para ello debe simular proseguir,
siquiera intermitentemente, con los fines eó pico-pioneros del primer capitalismo
aventurero –en su fase calvinista puritano fundacional–, haciendo de sus marinos, y
a lo largo del viaje y de la accioó n del relato, sucesivamente: objetos de una paga, de
un salario racional y convenido de antemano; luego recompensados por un plus (el
dobloó n de oro) maó ntico religioso; y, finalmente, e in extremis, pasivas víóctimas
vicarias de la obsesioó n nihilista de Áhab, y en cuyo apocalíóptico final puede verse
con claridad coó mo las fases utoó pica, pionera, y puritana rozan lo demoníóaco al
completar, uroboó ricamente, el cíórculo vicioso de su propio demonismo latente.
Recueó rdese que Ismael –al igual que el narrador sin nombre de Usher– soó lo
sobrevive “para contar el cuento”
Tenemos, entonces, que hacia los primeros anñ os de este siglo Griffith teníóa
despejado el terreno imaginario en el cual sus antecesores trabajaron
metafoó ricamente: la asimilacioó n del espacio abierto, la incorporacioó n simboó lica del
territorio llamado Ámeó rica, ese lugar que no existe, ese “no hay tal lugar” que
nombra la Utopíóa. Ese lugar es entonces el de El nacimiento de una nacioó n y del cine;
pesadillesco procedimiento narrativo-representativo que se desprendioó de su lastre
teó cnico, el cinematoó grafo, culminacioó n positivista de lo “real” europeo. El lugar del
hijo fue entonces conseguido y concebido como una traó gica aceptacioó n de su
otredad, de su caraó cter de otra cosa.