Publicado el 20 agosto, 2018 por Manuel Jerónimo Becerra - @CheMendele
Días atrás, un grupo de intelectuales de diferentes extracciones (Grupo
Fragata) publicó un documento fuertemente crítico al gobierno. En el breve comunicado se destaca una frase que parece sacada de una charla informal, que parece una obviedad a primera vista, pero que de todos modos resulta esclarecedora de la forma en que Cambiemos piensa la política pública: “Gobiernan a la Argentina como si fuera un país de mierda”. Esta frase sacude y enmarca muchas de las iniciativas de “cambio cultural” que promueve el macrismo: para él la estructura productiva, la forma de entender y ejercer los derechos conseguidos, las organizaciones colectivas y muchos más etcéteras son formas erradas y engañosas de comprender lo social. Desde el discurso, entonces, hay una bajada que sostiene que todos los avances virtuosos que –de alguna manera u otra– forman parte de la sociedad argentina son “engaños del populismo”. Para Mauricio Macri somos 40 millones de idiotas que hacen todo mal. Al mismo tiempo esa frase es una buena oportunidad para repasar y defender aquellos aspectos positivos de la sociedad y el Estado argentino. Alguien comentó en las redes sociales: mejorar nuestra autoestima colectiva es un buen punto de partida para combatir a este gobierno. Es una afirmación categórica por la negativa pero promueve un marco de acción por la positiva. Aunque el documento no explicita en detalle las diferentes áreas de la administración estatal, vale la pena detenerse a mirar, tomando algunas pocas variables, nuestro sistema educativo a niveles macro. Para afirmar que nuestra educación no es una mierda tenemos que mirar más hacia afuera que hacia adentro y establecer comparaciones con otros países. Sin embargo, las comparaciones –odiosas–siempre deben hacerse entre países con elementos comparables: por su historia, por sus estructuras sociales y productivas, por su devenir político. Argentina debe ser comparada con el resto de América Latina, no con Australia, Finlandia, Corea del Sur o Singapur. Allí empezaremos a encontrar algo de luz.
Un sistema educativo estable y con pocos actores
En Argentina el sistema educativo tiene dos tipos de gestión bien
diferenciados: estatal y privado. Existe un tercer tipo: de gestión cooperativa, pero mucho más minoritario. En todo el país, la matrícula que asiste a instituciones educativas públicas en los niveles inicial, primario, secundario y superior no universitario es del 73%, contra un 27% de matrícula privada en 2017 (esto incluye las modalidades común, especial y adultos).
Aunque en nuestro país estamos relativamente habituados a la
dicotomía “público/privado”, este esquema es especialmente propio de Argentina y algunos otros países de la región que tienen un sistema educativo regulado y con pocos actores. La educación pública es directamente gestionada por los Estados provinciales, mientras que la privada es “tercerizada” en la contratación de docentes, el mantenimiento de la infraestructura y la selección de la matrícula en establecimientos privados. De estas instituciones la mayoría pertenece a la Iglesia Católica, pero existen otras escuelas alineadas con otros cultos o con ninguno. Los Estados provinciales subsidian una cantidad variable de los salarios docentes de las escuelas privadas. En términos curriculares las escuelas privadas están sometidas a las mismas normas que las escuelas públicas. Esto significa que en Argentina hay un marco regulatorio específico con pocas diferencias cuantitativas –aunque generen diferencias cualitativas– entre ambos subsistemas. Pues bien: en América Latina, y en el resto del mundo, no necesariamente se respeta este modelo que podríamos llamar “binario”. En países como Estados Unidos la desregulación es muchísimo mayor, de manera que han surgido propuestas educativas con una enorme dispersión de la calidad educativa y las modalidades de cursada generando muchas veces estructuras de negocios atomizadas. No está demostrado que estos esquemas aporten ninguna solución al sistema en general. En este link (en inglés y largo) se describen algunas características del caótico sistema educativo estadounidense, que es poco menos que un mercado desregulado. Volviendo a la región, puede consultarse en este estudio un panorama sobre la privatización de la educación en América Latina. La “estabilidad regulatoria” y estructural del sistema educativo argentino permite una rápida identificación, por parte de las familias, de las variables a analizar a la hora de elegir una escuela para sus hijes. Se podría afirmar que las opciones acotadas en términos regulatorios –pero relativamente diversas en el tipo de propuesta pedagógica–, a diferencia de lo que sucede en un mercado, permiten un conocimiento mayor del sistema educativo de parte de las comunidades interesadas, que no tienen que rastrear demasiado “quiénes están detrás” de iniciativas demasiado heterodoxas, o cuáles son sus antecedentes. Los actores son pocos: los Estados, la Iglesia Católica y, minoritariamente, otros cultos y pequeñas instituciones sin alineamiento religioso. Por otra parte, la educación mayormente pública de nuestro país habilita –o sea, es condición necesaria pero no suficiente– a una integración del tejido social. En un contexto global en el que se atomizan las alianzas colectivas y “lo público” –en general– está asociado, desde los discursos hegemónicos, a la ineficiencia y la baja calidad desde hace al menos 50 años, la escuela pública sí brinda una apertura y diversidad ideológica y cultural. Dicho de otro modo: en un mundo ghettizado, donde las clases sociales y sus subgrupos conforman “burbujas” de consumos culturales y materiales, endogámicos y disociados entre sí, la escuela pública fuerza el encuentro de chicas y chicos que sólo se conocerían, en la adultez, en carácter de empleador/empleado. La escuela pública iguala, pero no en el sentido de que disminuye las desigualdades sociales –sería tener una mirada excesivamente optimista de sus potencialidades–, sino que pone en situación de paridad a chicas y chicos que están separados, fuera de la escuela, por fuertes jerarquías de clase.
La igualdad ante la ley, la más destructiva de las ficciones
liberales, se vuelve realidad por un rato adentro de la escuela.
Si bien es cierto que aún dentro de la educación pública existen
“circuitos diferenciados por clase” –de hecho, todos conocemos colegios públicos de elite, con dinámicas internas radicalmente diferentes a las existentes en los “comunes”–, en términos generales el predominio de la educación pública genera encuentros que sólo pueden producirse allí. La tan criticada rigidez y falta de autonomía de las escuelas públicas respecto de su capacidad para conformar su propio equipo de docentes tiene un punto positivo: la diversidad de miradas que los alumnos conocen a lo largo de su extensa trayectoria escolar. El punto negativo es cuando esto cae en el vicio de la incoherencia y la atomización entre pedagogías diferentes. Es cierto que esta apertura ideológica y heterogénea se verifica más en los centros metropolitanos más importantes de Argentina: Buenos Aires, Rosario, Córdoba. Pero en zonas más apartadas y desfavorables esto se relativiza. Aunque por otra parte, también es cierto que Argentina tiene una estructura demográfica predominantemente urbana y que las tres ciudades nombradas reúnen alrededor de un tercio de la población total. Volviendo al inicio de este apartado, la estructura “público/privado”, binaria, del sistema educativo argentino provee una estabilidad normativa y “reglas del juego claras” no sólo para las familias que eligen las escuelas de sus hijes, sino también para les docentes que trabajamos allí. El subsistema público tiene reglas bastante homogéneas en todo el país, mientras que en el privado sí existe una heterogeneidad compleja de miradas sobre lo educativo que incide directamente sobre la estabilidad laboral. Tradición laica Si bien en Argentina no hay ninguna norma educativa vigente de alcance nacional que garantice la laicidad en las escuelas de gestión estatal –esto queda bajo el paraguas de las autonomías provinciales, como mostramos en nuestro mapa–, la fuerte impronta sarmientina de la ley 1.420 permeó, en el sentido común, cierta tradición laica. Argentina no es un Estado confesional, pero tampoco laico, ya que el Estado nacional –y los provinciales, de acuerdo a sus historias, sus estructuras sociales y sus tradiciones– mantiene una alianza con la Iglesia católica, fundamentalmente de índole financiera, que se efectiviza justamente a través del sistema educativo. Del 27% de la matrícula de la gestión educativa privada, la mayoría pertenece a escuelas que los Estados provinciales subvencionan, lo que redunda en un ahorro concreto de fondos para la Iglesia en términos de salarios. El 90% de las escuelas primarias y secundarias confesionales del país tienen algún tipo de subvención. A su vez, de 3249 escuelas definidas como “confesionales”, relevadas por la investigadora Sol Prieto, 3113 pertenecen a la Iglesia Católica. Entre otras cosas, esa tradición laica de la escuela pública argentina permitió impulsar, en el siglo XXI, una Ley de Educación Integral. Si bien su implementación es profundamente desigual en todo el país debido a las ya citadas particularidades regionales de Argentina –por lo tanto, en las principales metrópolis se suele verificar una presencia mayor–, nuestro país es uno de los pocos en América Latina que cuenta con una ley de estas características. Además de Argentina, sólo Brasil, Colombia, Cuba, México y Uruguay tienen dictada normativa al respecto a nivel nacional, tal como se analiza en este informe (es de 2010 pero no ha habido cambios relevantes en la región desde entonces). Es cierto que, además de la heterogeneidad regional, los vaivenes de la política electoral también afectan la efectiva implementación de la Ley de Educación Sexual integral. Sin embargo, la tradición laica es la que ofrece una plataforma para sumar a la ya mencionada igualdad que se registra en la escuela pública argentina. En 2018, las movilizaciones en torno al debate por la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo pusieron a la educación sexual y al rol de la Iglesia Católica –y las evangelistas– en discusión, al interior de las escuelas de gestión estatal. El no alineamiento con ninguna religión habilita también a tomar distancia de ellas y analizarlas con rigor en sus variables culturales, políticas y sociales y cómo afectan a las políticas públicas en nuestro país. A diferencia de los discursos que plantean un “adoctrinamiento abortista y anticlerical”, la laicidad educativa y la educación sexual se fundamentan en el conocimiento de los derechos individuales al propio cuerpo y a las propias creencias: planteos mucho más liberales que quienes dicen defender, en Argentina, posturas liberales. En síntesis, la tradición laica de la educación argentina permite desarrollar líneas pedagógicas basadas en el concepto de la educación como derecho –y no como servicio o consumo–, por fuera de agentes retardatarios de peso como ha sido tradicionalmente la Iglesia Católica. Aunque la mayoría de la sociedad profese esta fe –o algunas otras variantes del cristianismo–, la escuela pública es un espacio común que habilita la libertad de expresión, el diálogo intercultural y el disenso democrático, a priori.
La desigualdad: factor exógeno
Como se describió más arriba, el sistema educativo argentino recibe a
no menos de 12 millones de alumnos y alumnas, sin contar el nivel universitario. Las escuelas públicas argentinas tienen prohibido ejercer el derecho de admisión sobre su alumnado, de manera que a todas esas escuelas ingresa, como se afirmó, una enorme diversidad de perfiles. La heterogeneidad en las aulas es el mayor desafío pedagógico en el siglo XXI, y se acentúan en entornos donde prima la desigualdad social. La desigualdad económica opera casi directamente sobre la desigualdad en el acceso a los consumos simbólicos, esto es, al conocimiento y a la información. Dicho de otra manera: tenemos en la misma aula a una chica hija de universitarios, que tiene en su casa una biblioteca nutrida y habituada a la lectura, sentada al lado de un alumno que acaba de migrar a Buenos Aires, por caso, de una zona rural del Paraguay donde prácticamente no se habla castellano y cuyas dinámicas diarias estaban atravesadas por el trabajo rural. Esto redunda directamente en una diferencia clara en los ritmos de aprendizaje. En un pasado, con una escuela primaria normalizadora y una secundaria excluyente, estos desafíos pedagógicos se resolvían por la vía de la represión y la exclusión. Hoy, con el respeto a la diversidad fuertemente prescripto en la normativa educativa y con la obligatoriedad de la escuela secundaria, deben resolverse dentro de la escuela, lo cual provoca el cuello de botella que se nos presenta en el escenario actual. Como se verá más adelante, esto no es un problema exclusivamente argentino, pero sí exige políticas públicas virtuosas y sostenidas en el tiempo. Sin embargo, Argentina es uno de los países menos desiguales de América Latina, de acuerdo al índice de Gini. Esto significa que, aunque está lejos de los países con los que se suele comparar nuestro sistema educativo (Finlandia, Australia, Corea del Sur), la desigualdad representa un fuerte desafío de inclusión pero aún permite, si el Estado acompaña, pensar estrategias de inclusión real que transformen la cantidad (más pibes adentro de la escuela) en calidad (pibes mejor preparades). Click para ampliar Dentro de la región, Argentina presenta buenos indicadores –por ahora– respecto de la desigualdad social. Esto significa que nuestro sistema educativo –se insiste, con las políticas públicas adecuadas– tiene margen para, en el mediano plazo, absorber la complejidad que presenta la actual coyuntura. Si bien incluir la desigualdad social y la heterogeneidad cultural es el mayor desafío pedagógico –por fuera de lo presupuestario e infraestructural, que son factores mucho más determinantes–, ha habilitado la posibilidad de pensar estrategias de intervención didáctica realmente innovadoras. Las aulas heterogéneas de Argentina –a diferencia de las de Cuba o Finlandia– fuerzan la improvisación y la innovación pedagógica, que permite pensar que les docentes argentines tenemos un capital pedagógico de primera línea en la región.
El ránking perverso
Por todo lo antedicho, las pruebas estandarizadas globales de mayor
difusión –las PISA, o las TIMSS– deben ser analizadas atendiendo, como mínimo, a estas variables que operan en todos los sistemas educativos, con las particularidades de Argentina. En rigor, estos operativos de evaluación pueden proveer información sumamente relevante para pensar la política pública, pero su comunicación se reduce a un ránking que compara escenarios de países que son completamente incomparables. En general, y como recomiendan las páginas 48 y 49 del documento “Profesores Excelentes” del Banco Mundial, las pruebas estandarizadas y los operativos de evaluación son utilizados para responsabilizar a los docentes y generar apoyos en la sociedad civil para atacar el poder adquisitivo de los docentes y restar legitimidad a los reclamos por las condiciones de infraestructura de las escuelas. Si las dirigencias políticas pensaran la educación con parámetros educativos y no marketineros, en vez de escandalizar por un “mal” resultado en un ranking global comunicarían lo que la letra chica de los informes dice: que para mejorar la educación habría que empezar por mejorar el poder adquisitivo de los docentes (página 42 de este informe de PISA, página 95 de este informe del BID).
Virtudes locales, vicios globales
La educación Argentina presenta muy buenos indicadores, pensando
estas acotadas variables, para operar sobre el sistema con política educativa que mejore lo actual, comenzando por los aspectos infraestructurales que son literalmente mortales en algunas jurisdicciones. Más allá de este aspecto crítico y cuyo único responsable es el Estado, en términos pedagógicos operan sobre nuestra educación cotidiana tradiciones y prácticas innovadoras, en general, bastante virtuosas. Esas virtudes son fruto de una historia de más de un siglo de marchas y contramarchas, de marcas de origen y políticas que buscaron ampliar derechos y pensar minuciosamente la educación. El origen del sistema educativo durante la generación del 80, la masificación que habilitó el primer peronismo y la batería de normativa educativa del kirchnerismo han sido los tres grandes momentos de avance del sistema educativo argentino. Naturalmente, cada una de estas coyunturas abrió las puertas a nuevas problemáticas: un aspecto central de la política educativa –o tal vez de toda política pública– es que no hay soluciones definitivas, y cada momento de innovación y avance del sistema genera nuevas problemáticas que deberán ser atendidas en el futuro. La administración del Estado es una historia de nunca acabar, precisamente por su carácter histórico. El mundo y los tiempos cambian, desaparecen algunos problemas y surgen otros, y el rol del Estado y de la política es tomar esas problemáticas y enmarcarlas, contenerlas e ir buscando soluciones. Desde ya que la educación argentina presenta signos de una crisis pedagógica. Pero por fuera de los diagnósticos catastrofistas del prime time televisivo, lo cierto es que esa crisis se presenta fundamentalmente en el nivel medio, y lentamente comienza a trasladarse al nivel superior. Como se manifestó antes, estas problemáticas están directamente asociadas a la universalización de un nivel secundario pensado originalmente como elitista y excluyente. Sus tradiciones pedagógicas enciclopedistas y academicistas funcionan como un freno interno para la renovación pedagógica que este nivel necesita. Esto redunda en cifras altas de abandono del nivel medio, pero también en egresados y egresadas que muchas veces no manejan las habilidades básicas para encarar el nivel superior o el mercado de trabajo. Sin embargo, este problema no es privativo de Argentina: puede leerse en estos papers de la OCDE, el BID, la UNESCO y el SITEAL que es un problema que afecta, como mínimo, a América Latina, y también al resto del mundo (específicamente el informe de la UNESCO lo plantea en ese sentido). Los males pedagógicos –para diferenciarlos de los presupuestarios e infraestructurales– de la educación Argentina no son una exclusividad de nuestro país. Por el contrario, los aspectos virtuosos del sistema son fruto de políticas públicas locales explícitas. Los problemas financieros e infraestructurales sí dependen exclusivamente de la dirigencia política, y operan sobre los puntos positivos que tenemos en nuestras escuelas. Dicho de otra manera: el sistema educativo argentino tiene una “capacidad instalada” que puede habilitar un margen temporal dentro del cual sobrevivir a la destrucción macrista. Por la propia dinámica de la (no) política pública educativa de Cambiemos, las tradiciones de mediano y largo plazo que operan diariamente en el sistema educativo tal vez le permitan sobrevivir a la espera de un gobierno que ensaye políticas virtuosas.
Cambiamos futuro por pasado
El acto fallido de María Eugenia Vidal en plena euforia luego del
triunfo electoral de 2015 se transformó en uno de los paradigmas de gestión de este gobierno: volver hacia atrás, o fugar hacia un futuro muy parecido a los peores pasados.
Como un revival de las peores decisiones educativas que ha tomado la
dirigencia política argentina, el macrismo desmanteló interesantísimos programas nacionales que apuntaban a algunos de los problemas mencionados y que surgieron durante la primera década del siglo bajo el gobierno kirchnerista. Adicionalmente, fue vaciando por etapas el entramado entre universidades, investigación y desarrollo. La principal política del macrismo para el campo del conocimiento es recortar salarios y desfinanciar sus agencias más importantes. Para lograr esto se vale de una retórica fuertemente agresiva –acompañada de ejércitos de trolls en las redes sociales– que descalifican cualquier reclamo en general, y que provenga de estos sectores en particular. La otra cara de la retórica de la “innovación” y el “futuro” a la que tanto gustan de echar mano los dirigentes cambiemitas es la explosión de las escuelas con muertes de docentes, el abandono del CONICET, el apagón literal a las universidades, la fuga de cerebros.
En lo estrictamente educativo, Cambiemos ha elegido no reconocer los
legados virtuosos de la educación argentina y al mismo tiempo agravar problemas que dependen exclusivamente de decisiones políticas pero que impactan sobre la potencialidad del sistema: recorta salarios, abandona edificios, aísla experiencias, agrede mediáticamente. La educación argentina no es una mierda, ni muchísimo menos. Pero Mauricio Macri, Esteban Bullrich, Alejandro Finocchiaro, María Eugenia Vidal, Gabriel Sánchez Zinny, Horacio Rodríguez Larreta y Soledad Acuña parecen creer positivamente, en su fuero íntimo, que los docentes efectivamente somos una mierda. Lo dramático es que se va convirtiendo en una profecía autocumplida: pensando que todo está arruinado y no sirve para nada, efectivamente van camino a arruinar un sistema relativamente bueno –bastante aceptable para la región, al menos– y de apagar las luces de la innovación pedagógica.
No hay futuro educativo pauperizando docentes y científicos, no hay
futuro educativo desmantelando iniciativas interesantes que podían ser mejoradas, no hay futuro educativo con escuelas que estallan y universidades paralizadas, no hay futuro educativo promoviendo la desigualdad social, no hay futuro de ningún tipo alentando la violencia y el oscurantismo.
No hay futuro educativo con Cambiemos.
¿Y el futuro?
El siglo XXI viene con la reducción global de las reservas de
combustibles fósiles –y el consecuente aumento de su precio– y la migración de la producción industrial hacia países donde la mano de obra tiene costos irrisorios. El siglo XXI viene cargado de posverdades que, tras la reivindicación de la libertad de expresión, ocultan discursos violentos y excluyentes. El siglo XXI viene con las mujeres como un movimiento revolucionario –tal vez, en las formas en que puede darse una revolución en el siglo XXI– sin líderes a la vista, multicéfalo, cuestionador del sentido común con el que nos hemos criado en los últimos quince mil años. Un tsunami de reivindicaciones bajo las nubes reaccionarias de un patriarcado que recrudece en su violencia. Lo dijo Gramsci: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos.” ¿Cómo se para Argentina en ese escenario? ¿Cómo pensar la educación en lo que queda del siglo? ¿Qué debates podemos poner a circular en la escuela en estos años claroscuros? Un latiguillo cambiemita muy repetido, cuando sus principales referentes tienen que abordar el tema educativo, es “debemos formar para los trabajos que aún no existen”, como si esto fuera posible. ¿Deseaba la niña Beatriz Preciado, en una plaza de su Burgos natal, franquista, que el mundo habilitara una liberación sexual que le permitiera asumirse públicamente como se sentía, ser parte clave de ese cambio de paradigmas, y llamarse Paul? ¿Pensaba el niño Neil Armstrong, mientras miraba el cielo de Ohio, en cómo haría para llegar a la luna? ¿Lo formó su escuela para dejar su huella? ¿Fantaseaba la niña Margaret Atwood, mientras acompañaba a su padre por los bosques canadienses, con reclamarle por Twitter a la vicepresidenta de un país en la otra punta del continente para permitir la legalización del aborto, luego de que los personajes de una de sus novelas cobraran vida frente al Congreso? ¿Imaginaba el niño Mark Zuckerberg, mientras miraba la televisión, cómo podía prepararlo su escuela para declarar frente al Senado de Estados Unidos por un escándalo de filtración de datos para intereses oscuros de parte de su millonaria pero decadente empresa? Los docentes no tenemos la llave del futuro y, por lo que se ve, tampoco la tienen los responsables políticos de la educación en Argentina bajo el gobierno de Cambiemos. Sólo se limitan a “la incertidumbre” y una aproximación fetichista de las nuevas tecnologías aplicadas a la educación. Pero no. Quien esto escribe sostiene que una función central de la escuela del futuro es atacar las posverdades y los discursos hegemónicos – excluyentes, individualistas– mediante la recuperación de lo artesanal en la educación y, en ese marco, ofrecer a nuestras alumnas y alumnos criterios que les permitan jerarquizar y cuestionar la información que reciben como bombas de napalm. En la formación de sujetos críticos –que no significa enmarcados en un discurso específico, sino cuestionadores de la hegemonía– tal vez encuentren –nuestros alumnes: nosotros ya estamos viejes– las claves para descifrar un futuro inestable y complejo sobre el que Argentina, como país, aún no se ha expedido. Entre otras razones, porque resignando soberanía como hace Cambiemos ese margen de decisión se reduce al mínimo. El sistema educativo argentino –predominantemente inclusivo, laico, público, estable, innovador– deberá ir descifrando las pistas que el futuro deja en nuestro presente por sí mismo. No podemos confiar en un gobierno que sólo atina a la fuga de capitales, a la concentración económica y a la distribución regresiva del ingreso que, además, prácticamente no tiene cuadros educativos en su gabinete. El futuro de la educación argentina lo pensaremos los docentes y los académicos que hoy estamos siendo blancos de los misiles del macrismo. Rescatando nuestras mejores tradiciones, y combinándolas con nuestra innovación. La educación, y el futuro, se hacen con alquimia.