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No obstante, toda criatura viva sujeta a la muerte se afana por conservar la vida, haya
procreado o no. Algunas especies no humanas lloran, al igual que los seres humanos, por la
pérdida del compañero, y también por la pérdida de otros miembros de la comunidad, en el
caso de ciertos animales sociales y no humanos. Pero de la fauna que habita la "biosfera" que
rodea al planeta Tierra, los seres humanos parecen ser los únicos en advertir que tanto ellos
como sus contemporáneos han de morir, y que la muerte ya arrastró a innúmeras generaciones
anteriores. El historiador griego Herodoto nos refiere que Jerjes, el emperador persa, lloró
luego de revistar a su inmenso ejército expedicionario, al darse cuenta que ni uno solo de sus
miembros estaría con vida cien años m s tarde. Esta conciencia humana de la inevitabilidad de
la muerte conlleva un interés en la muerte, y el interés del Hombre en la muerte provoca, a su
vez, interés en lo que sigue a la muerte.
El espectáculo ofrecido por un cadáver, animal o humano, nos resulta familiar, -pero nadie ha
visto jamás, o nadie ha creído haber visto, una criatura viva y carente de corporeidad. Cuando
alguien ve un fantasma, éste cobra visualmente la forma familiar de los seres humanos que
quien lo ve encuentra a diario en su vida normal. Además, los fantasmas no aparecen
desnudos, sino vestidos, y a veces con la indumentaria de una época anterior a la de quien lo
presencia. Un fantasma que no cobrara forma humana sería Invisible; de hecho, nadie ha visto
un ser humano vivo e incorpóreo, salvo que adoptemos la hipótesis de que un fantasma vive y
carece de corporeidad.
Tal hipótesis no es convincente. Pareciera más probable que la aparente visibilidad del
fantasma sea una alucinación. La visibilidad y la audibilidad son propiedades de la materia.
Pero los vehículos materiales tales como la vista, el sonido y el tacto no son los únicos medio!
de comunicación posibles entre personalidades conscientes, y no es improbable que, en ciertos
casos, la aparición de un fantasma sea el apéndice incidental de una comunicación no visual,
pero auténtica, entre la persona que ve el fantasma y otra persona que esté muerta, o todavía
encarnada al menos, pero físicamente ausente. En el presente libro, en la colaboración
redactada por Rosalind Heywood (p gs. 253-94), el lector hallar expuestos ejemplos diversos:
de comunicación entre dos seres humanos todavía encarnados en la biosfera, entre un ser
humano aún encarnado y otro que alguna vez lo estuvo pero ahora no, a causa de su muerte, y
entre un ser humano y una presencia espiritual que no está encarnada y que, al parecer, no lo
estuvo ni lo estar jamás. Tales ejemplos son experiencias de primera mano de la señora
Heywood. Desde el momento en que, por su propia naturaleza, son experiencias personales de
un ser huma- no individual, y no experiencias idénticas y comunes a cierta cantidad de gente,
es imposible -tal como puntualiza la sefíora Heywood- demostrar que esas experiencias de
comu- nícacíón han sucedido realmente. No obstante, me asombraría sí los lectores del
capítulo de la señora Heywood no llegaran, como yo, a la conclusión de que es más probable
que- tales experiencias sean v lidas y no que sean explicables como meras coincida as o
ilusiones.
En la infancia, la conciencia humana está apenas en sus albo- res; en la vejez, se oscurece y a
veces se extingue. Además, el ser humano puede tener defectos mentales de nacimiento, o
sufrir trastornos mentales en cualquier etapa de la vida, pero tales menoscabos son
excepcionales. Un ser humano normal no sólo goza de vida, sino de conciencia. Al morir, sí no
antes de morir, tal conciencia Contrariamente al cuerpo- desapa- rece, al igual que la vida. El
cuerpo no desaparece. La materia que lo compone no es aniquilada; el cadáver se desíntegra,
pero sus componentes físicos, es manifiesto, continúan existiendo.
Sin embargo, la vida y la conciencia (a diferencia del cuerpo) son invisibles e impalpables. ¨Qué
le ha ocurrido, pues, a la vida que anidaba en este cuerpo ahora ex nime? Y, si se trata de un
cuerpo humano, ¨qué le ha ocurrido a la conciencia entraiíada por la vida de esá persona? En
otras palabras, ¨qué ha ocurrido con su personalidad?
De cualquier manera, vale destacar que la visión epicúrea al respecto no ha sido la más
aceptada, pese a ser, obviamente, la aconsejada por el "sentido común". Acaso prevalezca hoy
en los países occidentales y también en una minoría de países no occidentales cuya
intelligentsia ha aceptado la Weltan- schauung reciente de los científicos occidentales. Lo cual
es dudoso, sin embargo, pues lo cierto es que una abrumadora mayoría de la humanidad, en
todo tiempo y lugar desde que nuestros ancestros despertaron a la conciencia, ha sostenido
que la personalidad de un ser ilumano no es aniquilada por la muerte. Esta conjetura negativa
ha hallado un consenso favorable, aunque en modo alguno ha babído una respuesta un nime
en cuanto al destino de la personalidad después de la muerte, interrogante ineludible para
todo aquel que rehusa aceptar que la personalidad se extingue con la muerte. A este rechazo
general de la hipótesis de la extinción puede juzg r- selo hispirado por el autoengafío o por la
reticencia a afronta una verdad intolerable. Así y todo, el consenso mayoritario de la
humanidad, al rechazar la hipótesis de la aniquilación exige una seria consideración de las
diversas conjeturas -te-niendo en cuenta experiencias tales como las descriptas por la señora
Heywood.
.Una de dichas conjeturas es aun más lógica que la hipó- tesis de que, al morir, se extingue la
personalidad. El cad -ver no es aniquilado, sino reabsorbido por los componentes inanimados
de la biosfera. Dado que la biosfera manifiesta-mente tiene un componente inanimado, puede
presumiese que también tiene un componente vital y uno consciente. El com- ponente
inanimado de la biosfera no se halla sólo en la bios- fera. Se ha descubierto que otros astros,
según el an lisis del espectro de luz que irradian, tienen componentes mate- riales idénticos a
ciertos ' elementos presentes en la composi-cíón física del planeta Tierra. Ahora, especímenes
de materia real han sido traídos de la lun'a, el astro más cercano a la tierra. Sobre esta
analogía, puede conjeturarse que la vida y la conciencia que existen en la biosfera que rodea a
nuestro planeta no se limitan a esta fracción infinitamente pequeña del cosmos estelar, sino
que puede existir, sin estar ligada a la materia, en un orden incorpóreo de la realidad. Esta
conjetura sugiere la ulterior hipótesis de que, así como al morir, un cuerpo humano es
reintegrado al componente inani-mado y material del cosmos, la vida y la personalidad del ser
humano que ha muerto son respectivamente reintegrados a un modo de existencia hipotético,
pero lógicamente creíble, desligado de la materia, vivo y consciente.
Son ejemplo de ello el poema The Retreat ("El Retiro") del inglés Henry Vaughan, y el más
conocido Intimatíons of Immortality from Recollections of Early Childhood ("Insi- nuaciones de
inmortalidad sugeridas por recuerdos de la pri- mera infancia"), de otro poeta inglés, William
Wordsworth.
Aunque Vaugh n vivió un siglo y medio antes que Word- sworth, no hay evidencias, por lo que
sé, de que el poema de Wordsworth haya sido conscientemente inspirado por el de su
predecesor; ambos poemas concuerdan, sin embargo, en registrar un recuerdo idéntico y en
extraer de él una idéntica inferencia. Cada poeta recuerda que, en la infancia, era cons-ciente
de haber habitado un mundo que no es la biosfera del planeta Tierra, y que la niiíez, aún
iluminada por el resplan-dor de este "Empíreo", era jubilosa, en contraste con la vida adulta en
la tierra, en la cual la luz espiritual que esclarecía la infancia se ha disipado. Happy tbose early
days wben I / Shin'd in my Angel-infancy, dice Vaughan ("Dichosos los días prístinos en que
yo/Resplandecía en mi angélica infan- cia"); y Wordsworth: Heaven es about us in our infancy
("En nuestra infancia nos rodea el Empíreó"). Ambos poeta infieren que, al morir, han de
retornar al jubiloso estado de existencia que les fue arrebatado al nacer. Some men a for- ward
motion love, / But I by backward steps would move; / and when this dust lalls to the urn, / In
that state I came, return, dice Vaughan: "Hay hombres que prefieren avanzar, / Pero yo
preferiría retroceder, / y, cuando este polvo caiga en la urna, / Regresar al estado del que
provengo"; y dice Wordsworth: Our noisy years seem moments in the being Of' the eternas
silence, "Nuestros años de estrépito parecen instantes en el seno / Del eterno silencio". Cada
poeta ve la vida humana en la biosfera como un interludio que, a más de breve, es anormal e
infeliz. Del mismo modo, los griegos precristianos consideraban infeliz, y por lo tanto
indeseable, la vida en la biosfera (Sófocles, por ejemplo, en un pasaje famoso, así como
Herodoto al referirnos un di logo entre Solón, el filósofo griego y Creso, el rey de Lidia).
Esta incompatibilidad entre individualidad psíquica y unión psíquica es tan lógica como la
incompatibilidad entre partícu, las de materia y ondas de energía. Ya se ha señalado, empero,
que, la cierto nivel de la observación científica, fenómenos fí-sicos idénticos se presentan, de
modo incongruente pero imperioso, ya como partículas, ya como ondas. Esto nos re- cuerda la
información que la señora Heywood recibió del sabio que parecía salirse de su retrato para
iluminarla. Entre personalidades encarnadas en la biosfera, la individuación y la coalescencia
pueden ser incompatibles; en este nivel espi- ritual, son lógicamente incoherentes; pero, a un
nivel superior, puede trascenderse la lógica mundana. En las palabras que la señora Heywood
recibió, al parecer, del sabio: "Si esos dos hubieran de unirse, en el sentido en que tú pretendes
que lo hagan, a este nivel perderían la identidad. Pero podrán unirse, y sin embargo
conservarla, cuando alcancen el nuestro".
Si Wordsworth hubiese recibido una educación budista, en lugar de cristiana, habría llamado a
su oda "Insinuaciones del Nirvana Esta palabra sánscrita significa "anulación", pero la
condición que denota es ardua de aprender, pues, a este respecto, los textos budistas son
deliberadamente parcos. Cuando condescienden a describir el Nirvana, lo hacen en términos
negativos. La realidad positiva puede implicar un estado en el cual se trasciende la
incompatibilidad entre indi- viduación y coalescencía. La palabra Nirvana no entraña la
extinción de la vida o de la conciencia, dado que es posible alcanzar el umbral del Nirvana
antes de la muerte. Se dice que el mismo Buda lo alcanzó en el instante de la iluminación, pero
que conservó su personalidad encarnada por propia vo- luntad, con el propósito de comunicar
a otras criaturas sensi-bles la vía para liberarse del padecer, que él había descubierto por su
propio esfuerzo espiritual y sin ayuda ajena.
De acuerdo con la doctrina budista de todas las escuelas, el ideal supremo de toda criatura
debería consistir en alcan-zar el Nirvana, tal como lo hizo el Buda, por los propios méritos
espirituales. El Buda ha impartido enseñanzas a sus prosélítos, que bien pueden inspirarse en
su ejemplo. El Buda no sólo era un iluminado, sino un ser compasivo. Desde su muerte, sin
embargo, ya no puede ofrecer ayuda directa y personal a sus seguidores. No puede hacerlo
porque al morir entró en el estado de Nirvana, y a un ser que alcanza el Nir- vana se lo juzga
inaccesible. Para todo aspirante al Nirvana que no esté dotado con el extraordinario poder
espiritual del Buda, las exigencias espirituales son tan severas, y tan ardu la senda, que la
Escuela Budista Septentrional yos acó- litos la denominan Mahayana ("Magna Vía" o
"Gran Vehícu-lo")- ha producido un panteón de salvadores poderosos y accesibles. Se trata de
los bodhisattvas, Budas potenciales que, al igual que el histórico Buda Sidarta Gautama, han
alcanzad el umbral del Nirvana pero aún permanecen en este mundo por propia voluntad, tal
como el Buda antes que lo sorpren- diera. la muerte. Como el Buda, los bodbisattvas actúan a
impulsos de la compasión por sus semejantes, y han permane cido accesibles durante eones y
no, como el Buda, por el lapso fugaz de una vida humana.
Teóricamente, el objetivo que el bodhisattva le ayuda a al- canzar a sus devotos es el Nirvana,
pero de hecho, uno de los bodhisattvas, Amítabha, le ofrece a sus devotos una meta que éstos
pueden alcanzar sin que el esfuerzo del espíritu sea tan extenuante. Esta meta más próxima es
una estadía en el paraíso previa a la próxima encarnación, y el devoto puede ganar tal paraíso
mediante la fe en la gracia salvífica de Ami- tabha. Para los budistas de la escuela Mahayana
que adoran a Amitabha, el Nirvana, la meta final, se ha vuelto remota. El bodhisattva Amitabha
es un salvador, al igual que Vishnu, el dios indio, y que Cristo, la segunda persona del dios trino
de Cristianismo. La búsqueda del Nirvana, que es, prima lacie, un modo de existencia
impersonal, ha sido reemplazada por una relación emocional entre dos personas: un salvador
so-brehumano y un ser humano que le rinde culto. Este último ahora anhela, para su vida de
ultratumba, una estadía en el paraíso en contacto personal con Amitabha.
Los espíritus incorpóreos de los muertos de la raza dorada son, a juicio de Hesíodo,
altruistas y benévolos. más común es la creencia en que la conducta de las almas de los
muertos depende -de la conducta de los vivos. Si se las propicia, se cómpottar n
bondadosamente; si se las olvida o irrita, ten- dr n reacciones perjudiciales. Dado que
disponen, según se cree, de poder para realizar el bien o el mal, conviene índu- cirlas a hacer
el bien -gratific ndolas mediante atenciones pia- dosas: una cremación o sepultura
ritualmente intachable, do- nes costosos, ofrendas periódicas de comida y bebida.
De acuerdo con las doctrinas zoro strica, judía farisaico, cristiana e isl mica, las almas de
los muertos, desencarnadas, sobreviven desde sus respectivas fechas de defunción hasta la
ignorada fecha futura en que se cumplir la resurrección dé todos los muertos. De acuerdo con
las enseñanzas del Buda, según las describen los textos de la Escuela Meridional del Budismo,
el persistente conjunto de estados psicológicos que provoca la reencarnación perdura en
estado incorpóreo du-rante el intervalo que media entre una y otra existencia. Pero, aun en
este período intermedio, es difícil imaginar los vestí- gios espirituales de los muertos en una
forma que no sea corpórea. El Infierno y el Purgatorio de Dante se ubican, al igual que el
paraíso de Amitabha, en el planeta Tierra: el
Infierno en las entrañas del planeta y el Purgatorio en las antípodas de su envoltura biosférica.
La ubicación física del
Paraíso dantesco sería, en términos de la ciencia actual, el ,<espacio exterior"; y, en dichos
términos, el Paraíso sería difícil de localizar, puesto que los científicos actuales admitei-i ignorar
sí el espacio-tiempo (tiempo y espacio son insepara- bles, según los físicos de hoy) es infinito o
si tiene límites.
El deleitable paraíso occidental de Amitabha tiene sus pa- rangones en un fresco del Méjico
precolombino, en Teotihua- c n, en el Kentamentiu del Egipto faraónico y en el Elíseo de los
griegos homéricos; pero los griegos homéricos creían que la admisión en el Elíseo estaba
reservada a una privile- gíada minoría, que no ganaba dicha admisión mediante una buena
conducta en la vida terrena, sino mediante una cuna o una boda aristocr ticas. El destino del
pueblo, y de buena parte de la aristocracia, era una l nguida forma de superviven- cia física en
un submundo donde los muertos eran confina- dos indiscriminadamente, sin contemplar las ac
' ciones realizadas en vida. La concepción homérica del mundo ultraterreno del Hades, sórdido
y oscuro, es comparable a la concepción he- brea del Seol; ambas creencias, además, tienen su
antececlente en el submundo al que los sumerios enviaban a sus muertos.
En la Odísea se relata el viaje de Odiseo al reino del Hades y su invocación a las "almas" o
"cadáveres" (en este contexto, ambas palabras se,, emplean como 'sinónimos) de algunos
muertos. El viento del norte conduce la. nave de Odiseo a la orilla remota del océano, el cual,
según se cree, es un río que circunda la tierra de los vivos. Sin embargo, hay un pueblo d seres
vivientes, los -cimerios, que habita esas márgenes brumosos y distantes (los cimerios, en
realidad, ocu- paban las estepas al norte del Mar Negro hacia el siglo viii a.C., la fecha en que
se supone que se escribió la Odisea). El reino del Hades está en las cercanías, tanto en la
superficie corno bajo tierra. Odiseo cava una fosa junto a un peñasco que hay en la confluencia
de dos ríos, pero las "almas" o "ca-dáveres" ascienden desde abajo de la tierra. Son corpóreas,
pero, en comparación con los vivos, son débiles no sólo físicasino mentalmente. La única
función física que conservan en todo su vigor es la voz, pero los sonidos que emiten, aunque
estentóreos, no son palabras articuladas sino chillidos. Estas sombras no son del todo
insensibles, puesto que Odiseo puede ahuyentarlas amenazándoles con la espada desnuda.
(Resulta extraño que un arma física las pueda intimidar; dado que están muertas, cabe
presumir que no es posible matarlas.) están sedientas por la sangre de los animales que Odiseo
acaba de inmolar. La sangre ha sido vertida en la fosa cavada por Odi-seo; al beberla, las
"almas" o "cadáveres" recobran provi-soriamente sus facultades humanas. Recuperan la
capacidadde expresión y conversan con Odíseo de un modo racional.
Los israelitas creían que por lo menos dos seres humanos, Enoc y Elías, habían sido exentos de
l@ muerte y conducidos corporalmente al Cielo. Los cristianos creen que jesús, una vez
ejecutado, resucitó y ascendió al Cielo en forma corpórea, tras haberse manifestado en forma
corpórea a sus discípulos en diversas oportunidades, luego de la resurrección y antes de la
ascensión. Los cristianos creen además que todos los muertos resucitarán con sus cuerpos en
el Día del juicio.
Los egipcios construían tumbas y las colmaban de regalos. La perdurabilidad de las tumbas y el
valor de los regalos dependía de las riquezas del interesado. Las tumbas de los, faraones y otras
celebridades disponían de un terreno que producía ingresos para la manutención de los
sacerdotes que, a perpetuidad, debían oficiar los rituales en sufragio a los muertos. Esta
práctica alcanzó su cumbre en la erección ymantitención de las enormes pir mides sepulcrales
de los Fa- raones de la Cuarta Dinastía. Al parecer, se pensaba que la tumba era una casa que
su dueño habitaba después de muerto. Requería mayores cuidados y mayor fortuna que los
dedicados a la casa que el constructor de la tumba había habitado en vida, lo cual era lógico,
pues la vida terrena es fugaz, mientras que la de ultratumba permanente, según la conciben
quienes no creen en las reencarnaciones periódicas. A juzgar por el tamaño de las tumbas
principescas del Eginto faraónico y por la prodigalidad de las ofrendas, debía pensarse que el
muerto tenía, en cierto modo, una vida corpórea en el sepulcro. La práctica de la momificación
implica una creencia similar. La mo- míficación preserva al cadáver de la corrupción, y la pre-
servación del cadáver ha de haber sido pensada para Garantizar la perpetuación de la vida del
muerto en su originaria forma
corporal.
Pero dónde reside la persona muerta? ¨En la momia depositada en su tumba? ¨O en la estatua
que reproduce sus formas, animada mediante prácticas mágicas? ¨O en un alma incorpórea e
invisible que vive en la tumba y goza de los dones y de los rituales y ofrendas que se le tributan
perma-nentemente? ¨O en una segunda alma, incorpórea e invisible, que o bien desciende al
submundo de Osiris, dios de los muertos, o bien reside en el Firmamento, con otros dioses?
Un muerto también puede abo'rdar la barca de Re, el díos-sol, y viajar con él en su inexorable
jornada hacia el oeste, a través del cielo, y volver por la noche hacia el este, por debajo de la
tierra.
Sea cual fuere el destino ultraterreno del ser humano, las perspectivas ser n menos
alarmantes si de antemano dispone de instrucciones autoritarias que prescriban cu nto debe
hacer- se. Odiseo y sus compañeros regresaron sanos y salvos de su azarosa visita al reino del
Hades gracias a las pormenoriza- das instrucciones facilitadas por Circe, la hechicera, a las que
Odiseo prestó escrupulosa obediencia. Las instrucciones eso- téricas impartidas a los primeros
Faraones fueron eventual- mente incorporadas al Libro de los Muertos, una guía de ultra-
tumba que se hizo accesible a todos los súbditos del Faraón. En el mundo griego, los devotos
del semidiós Orfeo eran munidos de instrucciones similares, lo cual constituía una de las
atracciones del culto.
Los egipcios faraónicos han ido más lejos que ningún otro pueblo, hasta la fecha, en lo que
concierne a equipo material para la vida después de la muerte, pero la práctica de por sí ha
sido normal. La han seguido, a título de ejemplo, los griegos micénicos, los etruscos, los chinos
de la dinastía Shar)g a la dinastía Ming, los japoneses, y, en América, los mayas.
Los montículos sepulcrales de algunos jefes del Japón prehis- tórico se cuentan entre los
mayores del mundo. Su volumen, ya que no su estructura, excede a las pir mides de Egipto. En
el moderno mundo occidental, los príncipes italianos del Renacimiento solían servirse del genio
de los arquitectos y artistas contempor neos para edificar y ornamentar sus tum- bas. En el
siglo xix, el poeta inglés Robert Browning supo captar este interés del cinquecento por la vida
ultraterrena en su poema The Bishop orders his To'mb in Saint Praxed's Church.
Tal interés no es inusitado. Las criaturas humanas de la especie Neanderthal, hoy extinta, ya
sepultaban ceremonial- mente a sus muertos. No se deshacían de los cadáveres como si fuesen
basura. Hasta fecha reciente, la evidencia material de la cultura humana del Neolitico consiste
ante todo en tumbas, sepulturas, urnas para preservar las cenizas de los cuerpos incinerados,
momias (tanto peruanas como egipcias) y ofrendas mortuoria@. Si nuestros arqueólogos
hubiesen te- nido acceso sólo a los utensilios que la gente empleaba en vida y no a ninguno de
los que utilizaban los muertos, nuestras evidencias para la historia de la cultura humana previa
al alfabeto habrían sido harto más exiguas. El interés del hom- bre en la vida después de la
muerte ha permitido a las gene- raciones posteriores satisfacer su curiosidad con respecto a la
vida antes de la muerte de las generaciones pretéritas. Muchos de,los productos que las han
sobrevivido son parte del equipo con que proveían a sus muertos.
Tal la actitud de los egipcios faraónicos y de los imaginarios obispos del Renacimiento
italiano en el poema de Browning. Tal parece haber sido, en nuestros días, la actitud de
Winston Churchill, de quien se dice que dedicó tiempo, y con suma complacencia, a impartir
instrucciones de antemano en cuanto a la conducta a seguir durante su propio funeral. El trazo
irónico del poema de Browning consiste en que su obispo ima- ginario es un escéptico a
medias; el deleitable interés que le despierta su tumba es estético, no religioso. Pero, aunque
en el fondo de su corazón no adhiriera a la doctrina cristiana de la inmortalidad y la
resurrección de los cuerpos, al menos adhe- ría a ellas nominalmente. En el Occidente de la era
moderna, y particularmente a partir de los últimos y espectaculares pro- gresos de las ciencias
naturales, la convicción de que la muerte conlleva la extinción de la personalidad ha ganado
cada vez m s terreno, y par passu, el horror ante la muerte y la nega- tiva a afrontar el hecho de
la inevitabilidad de la muerte, se han convertido en la reacción característica del Hombre Occi-
dental de hoy, en contraste con la actitud de sus ancestros cristianos, quienes se interesaban
en la muerte y sus conse-cuencias, tanto si estas consecuencias les infunchan confianza cuanto
si les provocaban ansiedad. Este efecto del progreso científico es ilógico. El estudio de los
fenómenos, incluido el estudio de los fenómenos psíquicos, no ofrece información verificable
sobre lo ultraterreno. Sin embargo, la reciente difusión de la creencia en que la muerte
conlleva la extinción de la personalidad parece provenir, al menos en parte, del moderno
incremento de nuestro saber científico.
Acabamos de reseííar una serie de creencias con respecto a lo ultraterreno. ]estas abarcan
convicciones diversas: que la muerte implica la extinción de la personalidad, que implica la
reabsorción de la personalidad por una realidad espiritual atemporal y suprapersonal, que
implica la supervivencia de la personalidad; esta última se manifiesta en formas diferentes.
Puede creerse que la personalidad sobrevive a la muerte, desen- carnada. Puede creerse que
sobrevive autom ticamente, bajo una l nguida forma física, en el reino de Hades o Seol. Otra
alternativa consiste en creer que la supervivencia de la perso-nalidad se puede garantizar
artificialmente, por medios mate-riales (tumbas, momificación, estatuas, ofrendas mortuorias)
o no materiales (rítos y conjuros), o mediante una combina-ción de ambos expedientes.
También existe la creencia enuna resurrección física íntegras, o en una serie de resurreccíores
físicas, en una fecha futura y tras un período de supervivencia incorpórea.
El zoroastrismo creía que la resurrección del cuerpo ha de abarcar a todos los seres humanos
simult neamente y en una ignorada fecha futura, y tal creencia fue adoptada por judíos,
cristianos y musulmanes. Los hinduistas y los budistas creen haberse reencarnado muchas
veces en el pasado y suponen que lo mismo puede suceder infinidad de veces en el, futuro. Los
hinduistas creen, al igual que los prosélitos de las cuatro reli- giones de Occidente, en la
realidad del alma, y al menos una escuela hinduísta cree que el alma humana es consustancial
a un espíritu suprapersonal, última realidad espiritual dentro y más all del universo. Los
budistas, al igual que los hinduis- tas, creen en la realidad de las sucesivas encarnaciones, pero,
al contrario de hínduístas y prosélitos de las religiones occi-dentales, sostienen que el
elemento inmaterial que enlaza las sucesivas vidas encarnadas no es un alma; los budistas con-
ciben dicho lazo como un macizo conjunto de estados psicoló- gicos generado por el deseo y
creador de una cuenta corriente ética heredada de una a otra existencia, a menos y hasta que
se borre el débito de la cuenta. Los budistas también sostie- nen que tal cuenta puede saldarse
mediante el efecto acumu- lativo de la buena conducta, en una serie de existencias, y que, una
vez saldadas por completo las deudas del karma, hayvía libre para salir al Nirvana, cúlmine de
las encarnaciones.
Tanto en el mundo Occidental de hoy como en la intelli~ gentsia contemporánea del resto del
mundo, hay adherentes a cada una de esas concepciones extremas. Una mayoría de la actual
generación aún adhiere a una u otra de las grandes religiones históricas regionales, y otros
representantes de dicha mayoría se aferran a sus r-redos ancestrales con tanto fervor y
sinceridad como sus ascendientes. Hay otros cuya,adhesión no pasa de ser nominal; en el
fondo de su corazón, creen que al morir su personalidad quedará extinta; y el número de
quienes comparten esta convicción va en aumento. La pérdida de las creencias tradicionales en
lo ultraterreno es un hecho reciente. Aun ' en el mundo occidental, la incredulidad era
excepcional hasta la segunda mitad del siglo xix de la Era Cristiana. Hasta esa fecha, la mayoría
de los occidentales aún creían en "la resurrección de los cuerpos y la vida eterna".
Los seres humanos tienen ideales espirituales que trascíen- den el nivel medio de sus
actitudes espirituales. Tienen inte- reses y objetivos que trascienden aun la cima a que pueden
aspirar todos los afanes de una vida humana. Cada ser huma- no parece participar de un
mundo que es más grande, en todo el sentido de la palabra, que el efímero destello de
espacio-tiempo :-- que transcurre su vida fugaz y atribulada sobre la tierra. La doctrina cristiana
-y asimismo la judaica y la isl - mica- le aseguran al ser humano que el mundo en que se
encuentra no se limita a las fronteras físicas, mentales y tem-porales impuestas por el lapso de
la vida humana, sino que se corresponde espiritualmente con la potencialidad espiritual del
hombre. Tal garantía elimina la incompatibilidad entre la potencialidad y la capacidad real, tan
agobiadora para los seres humanos que creen que la existencia se limita a la vida terrena, que
se desarrolla en condiciones manifiestamente insatisfac- torias.
Para quienes creen que la muerte conlleva la extinción de la personalidad del que la padece,
la secuela a la muerte no se presenta en forma de alternativas diversas. Tampoco hay
alternativa para quienes piensan que la muerte implica la reabsorción de una personalidad
temporariamente separada por parte de una realidad espiritual atemporal que es una con-
traparte -aunque de modo diferente- de la realidad física que es uno de los componentes del
ser humano mientras éste vive sobre la tierra. El concepto de Nirvana es enigm - tico; para el
no budista es difícil resolver si el Nirvana supone la extinción de la identidad personal o la,
supervivencia de ésta bajo una forma purificada en la que se ha liberado de todo tipo de
deseo. No obstante, el concepto de vida después de la muerte que incluye al Nirvana también
incluye una va- riedad de expectativas; y, también incluyen@na variedad de expectativas todas
las versiones de lo ultratefteno según las cuales la personalidad del muerto sobrevive a
la@erte física y a la subsecuente corrupción del cadáver.
Las dos ubicaciones de dicha creencia son geogr ficamente remotas, y alrededor del 500 a.C.
los medios de comunicación entre ambas eran escasos. Acaso uno de los conductores haya
sido el Primer Imperio Persa, pues, hacia esta fecha, ese imperio incluía tanto la franja
occidental del subcontinente indio como la franja oriental del mundo griego contempor - neo,
incluida la isla de Samos, cuna y hogar de Pit goras antes de su migración a la ciudad-estado
Crotona, en las co- lonias griegas del sur de Italia. El gobierno imperial persa tomó, en sus
inicios, algunas medidas para mejorar el sistema de comunicaciones. Construyó carreteras de
troncos cada tanto equipadas con caballos de refresco, y abrió canales de agua que
comunicaban el Indo y sus tributarios con el bajo Nílo, via el Océano Indico y el Mar Rojo.
De todos modos, quiza sea lo más probable que la doctrina de la reencarnación haya llegado
tanto al sudoeste de Europa cuanto a la India a través de una Vólkerwanderung de pasto- res
n<5mades que, en los siglos viii y vii a.C., irrumpieron desde la estepa de Eurasia en la cuenca
de Indo, dirigiéndose al sudeste, y desde Tra@ia, dirigiéndose haci:fel sudoeste. Hoy día, entre
los habitantes prerrusos'de Siberia, prevalece la creencia en que las almas de sus tharn n'es
(medicine-men) pueden dejar, y de hecho dejan, sus cuerpos y luego regresan a ellos, siempre
en el término de la misma existencia. Tal creencia no es idéntica a la creencia en la
reencarnación des- pués de la muerte, pero pudo haberla generado, y parece probable que, en
Asia del norte, las creencias y pr cticas del chamanismo,actual sean antiquísimas. El historiador
'griego Herodoto, en el siglo v a.C., nos refiere que Aristeas @iuda- dano de la ciudad-estado
colonial proconeso, en la costa asi - tica del Mar de M rmara, que había visitado la estepa de
Eurasia y había escrito un poema sobre sus habitantes nó- mades- desapareció y reapareció
dos veces y que, mucho después de su segunda desaparición, reapareció no en su ciu- dad
natal, sino en otra distante ciudad-"tado de las colonias griegas, Metaponto, en'la costa del
sudeste de Italia. Hero- doto refiere además la historia de Zalmoxis@ espíritu honrado por los
getas, pueblo nómade de Eurasia, que frecuentaba lo que es hoy en día Valaquia. De acuerdo
con esta historia, Zal- moxis, originalmente había sido un esclavo humano y un dis- cípulo de
Pit goras en Samos, y después se las había com- puesto para que la gente de su tribu, los getas,
creyeran que él había muerto y resucitado a los cuatro años.
Para los budistas, la reencarnación perpetua es la perspec- tíva que se ofrece hasta el definitivo
ingreso al Nirvana. Otro par de hipotéticas alternativas 'post-mortem, mencionadas en el
capítulo precedente, es el confinamiento, normalmente au- tom tico, del. mu rto en el reino de
Hades o, al Seol, y el excepcional traslado de un ser humano con vida al Elíseo, al
Olimpo, o al Cielo.
La característica de este segundo par de alternativas (la cual las distingue de las que ofrece el
budismo) es que, en este caso, quienes son destinados a un sitio determinado des- pués de la
muerte, ya sea grato o desagradable, no tienen el poder de influir, y mucho menos de decidir,
sobre semejante destino mediante su conducta en la vida. La eterna morada de todos, a
excepción de unos pocos elegidos, es sórdida; la vida que llevan en su interior es sombría y
execrable, deploran el destino que les tocó en suerte, y, aunque sea mejor que cuanto puedan
merecer los malvados, es por cierto peor a cuanto sea digno de los buenos. La sombra de
Aquiles, evidentemente, habla en nombre de todos sus compañeros del Hades cuando
pronuncia las invectivas contra su condición al dialogar con Odiseo, que aún no ha muerto. El
esc ndalo se acentúa de- bido al extremo contraste entre el triste reino de ultratumba del
Hades y la dicha ultraterrena del Elíseo; para colmo, los pocos que, sin haber muerto, son
transportados al Elíseo, nada han hecho para merecer tan buena fortuna. Ya hemos men-
cíonado que Menelao fue destinado al Elíseo por la sola razón de ser el yerno de Zeus. En
cuanto a Enoc, que "caminaba con Dios, y estaba ausente, pues Dios 10 llevaba", puede leerse
entre líneas que al igual que Menelao, antes debía su buena fortuna a una "relación especial"
que a algún mérito especial de su parte.
Que los seres humanos sean ' predestinados, antes de nacer, ya al Cielo o al Infierno,
principio distintivo del cristianismo agustiniano, también es poco ético. Con el objeto de
confor-mar a la ortodoxia cristiana, el agustinismo se ve obligado a declarar que los muertos
son juzgados antes de que se les envíe a los destinos previstos para ellos con antelación; pero
es obvio que tal juicio es sólo una formalidad y que tal vere- dicto es una farsa; pues, de
acuerdo con la doctrina agustiniana, el ser humano no ha actuado con libertad antes de morir.
Por malos o buenos que hayan sido, sus actos no le pertenecen; ha sido un autómata., y las
acciones que lo salvan o lo pierden en realidad no son propias; han sido los actos de la
divinidad que tiraba de las cuerdas que determinaban los movimientos
de esta marioneta de Dios Todopoderoso.
En el Egipto faraónico, en la época del Imperio Antiguo, se creía, según hemos dicho, que el
ser humano disponía de la facultad de asegurarse la inmortalidad en una apetecible ultra-
tumba, a condición de que dispusiera de suficientes riquezas como para proveer a la
edificación del sepulcro, a la momifi-cación de su cadáver, al tallado de su estatua y la
consecuente animación mediante ritos m gicos, y la manutención de sa- cerdotes que le
consagraran ceremonias litúrgicas y perpetua- mente le ofrendaran alimentos y bebida a la
momia. El Fa- raón también podía otorgar a los miembros más cercanos y queridos de su
familia, así como a su corte y servidumbre, los medios para asegurarse la inmortalidad en
compañía de su soberano. También en este caso se trata de un privilegio poco ético y nada
equitativo, que eventualmente provocó agitacio- nes contrarias. El régimen del Imperio
Antiguo fue derro-cado por una revolución política y social; los procedimientos para asegurarse
la inmortalidad, originalmente monopolizados por el Faraón y sus favoritos, fueron
paulatinamente acce@.i-bles a todos los súbditos del Faraón, al requerir medios menos
elaborados y costosos; el logro de la inmortalidad en una jubi-losa morada ultraterrena pasó a
depender del mérito y no del favoritismo.
Cuando se creía que el destino y la morada de los muertos eran decididos según los méritos o
deméritos realizados en vida, los vivos debían afrontar la perspectiva de un eventual castigo o
recompensa, y la esperanza de ser admitido en el Paraíso debía alternar con el temor de ser
recluido en el In- fierno. Pero alrededor del afío 500 a.C., cuando tanto en la India como en
Grecia se había propagado la creencia en la reen-carnación, también se difundió,
simult neamente, la incom- patible creencia en un juicio post-mortem de cuyo resultado
dependía que uno ganara el Paraíso o las tribulaciones del Infierno. La descripción griega del
Elíseo se asemeja a la des-cripción egipcia del Kentamentiu. Podemos conjeturar que los
griegos tomaron tal descripción de los egipcios, y también que los griegos seguían a los
egipcios cuando dieron en creer que la admisión al Elíseo era una recompensa al mérito y no
un privilegio arbitrariamente conferido por la divinidad.
En la pintura que los egipcios hacían de sus. expectativas, el acceso de los justos al Paraíso
ocupa un espacio mayor que la reclusión de los réprobos en el Infierno. En la pintura griega,
por el contrario, los suplidos infernales son gr fica- mente ejemplificados mediante la
descripción cle los destinos de ciertos pecadores míticos. Los etruscos retonwon este cuadro y
lo pintaron con colores aun más c rdenos; y uno de los atractivos de la doctrina epicúrea, según
la cual la muerte conlleva la extinción de la personalidad, residía en que tal
creenda liberaba a los vivos del temor de que la muerte les reservara un destino similar a la de
los legendarios Titión, Ixión, T ntalo, Sísifo y las Danaides.
Es un hecho histórico cierto que las comunicaciones entre la cuenca egea y Egipto, que habían
sido interrumpidas en el Egeo durante la edad oscura postmicó-iica, fueron r@ciadas
en el siglo viii a.C., lo que hace probable que las descripciones posthoméricas del Infierno y el
Paraíso, en Greda, se deri-varan de las egipcias. Osiris, el juez de los muertos, tuvo su
contraparte griega en Radamanto. Entretanto, hacia el afío ó00 a.C., el profeta iranio Zaratustra
(Zoroastro), fundador de la religión que lleva su nombre, había introducido la idea de un "Juicio
Final", en el que todos los seres humanos, tanto los que entonces vivían como los que ya
habían muerto, iban a ser simult neamente juzgados por un juez que acudiría en
representad¨>n del buen dios Ahura Mazda. Tal acontecimien- to cerraría el período vigente de
la historia del mundo, du- rante el cual éste es el campo de batalla donde luchan Ahura Mazda
y su adversario, el dios malo Angra Mainyush. Según se creía, Ahura Mazda alcanzaría
eventualmente la V'lcton'a. Mientras tanto, era deber de todo ser humano pelear en las filas de
Ahura Mazda, para propiciar el triunfo del bien. Cuan-do la guerra entre el bien y el mal llegara
a su predestinado conclusión, todos los seres humanos, vivos o muertos, serían puestos a
prueba mediante una ordalía: la de cruzar un puente estrecho; los justos triunfarían en la
empresa, los perversos se precipitarían, para su perdición, a un mar de metal fundido.
El concepto zoro strico de un juicio universal al fin de una (Spoca de la historia del mundo
difiere del concepto egipcio del juicio de cada individuo inmediatamente después de la muerte;
y, aunque el concepto zoro strico es el más joven de los dos, no hay pruebas de que provenga
del egipcio, ni perece probable que sea así. Al parecer, Zaratustra vivió y predicó en alguna
zona de lo que hoy es el Asia Central So- viética, en una fecha previa a la incorporación de esta
región y de Egipto al Primer Imperio Persa. Parece difícil que antes de ello hubiera algún
contacto entre Egipto y el Asia Central. Por lo demás, es cierto que el concepto zoro strico de
"las últimas Cosas" influyó, y eventualmente subvirtió, la concep- ción hebraica del trasmundo.
Es posible que el zoroastrismo haya comenzado a influir sobre el judaísmo en una fecha tan
temprana como el 539 a.C., año en que la totalidad del Imperio neobabilónico fue ane-xado al
Primer Imperio Persa. Palestina era, por ese entonces, parte del Imperio neobabilónico, y los
exiliados judíos que regresaron a Palestina, así como los que permanecieron en Babilonia,
quedaron expuestos a la influencia del zoroastrismo después que los persas conquistaron el
Asia Central, campo de acción de Zaratustra. Dicha influencia zoro strica no cesó con la caída
del Primer Imperio Persa; éste fue sucesivamente reemplazado por dos gobiernos griegos,
sucesores del Imperio\Persa: la monarquía de los Ptolomeos, a la muette de Ale-jandro Magno
en 323 a.C., y la monarquía Seléucida, que en 198 a.C. le arrebató Palestina a los ptolemaicos.
La influencia zoro strica en la concepci ón judía de lo ultraterreno se hizo manifiesta después
del 1ó8 a.C., año en que el rey séléudda Antíoco IV Epifanes comenzó a perseguir el judaísmo
enPalestina.
Hasta entonces, la mayor parte de los judíos creía, al pare-cer, que tanto los rectos como los
perversos al morir eran confinados en el Seol. Aún no habían adoptado la creencia zoro strica
en una masiva resurrección corporal de los muer- tos, en un futuro Día del Juicio. Los judíos, sin
embargo, habían hallado una compensación psicológica a su deportación temporaria a
Babilonia y su consiguiente fracaso para recon- quistar la independencia política. Habían
llegado a creer que su dios, Jehov , no sólo les iba a devolver la independencia sino a
transformarlos en amos de un imperio mundial seme- jante al Primer Imperio Persa, mediante
la participación de un rey ungido (o sea, ritualmente legítimo). El anónimo pro- feta hebreo del
siglo vi a.C. a quien los modernos eruditoshan bautizado "Deutero-I saías", designó para esta
función al fundador iranio del Primer Imperio Persa, Ciro II. más tarde, los judíos dieron en
creer que el rey ungido (el mesías) que había de oficiar de agente de jehov para otorgar a los
judíos el imperio del mundo sería un v stago de la Casa de David.
El movimiento de resistencia contra el régimen griego se- léucida que comenz<S en 1óó a.C.
dio inmediatez a la esperanzamesi nica. El mesías había de aparecer en Palestina e inau- gurar
un imperio hebreo en este mundo, que duraría un millar de años. Este milenio sería una edad
dorada, y por lo tanto parecía intolerable que los m rtires judíos que habían dado la vida para
colaborar en su advenimiento fueran excluidos de toda participación, precisamente por el
hecho de que habían dado la vida y ya estaban muertos. Consecuentemente' se creyó que los
muertos judíos víctimas de la persecución de Antíoco IV, y, por extensión, todos los justos de
pretéritas generaciones judías, resucitarían para poder participar del triunfo del pueblo hebreo.
Dado que el imperio del mesías había de ser un imperio terrenal, los muertos judíos resuci-
tados debían emerger del Seoi bajo una forma corpórea.
La inmortalidad, al igual que la resurrección de los cuerpos, el juicio Final y el envío de los
justos al Cielo y de los ré-probos al Infierno, vino a integrar, eventualmente, la expec-tativa de
los fariseos, una secta que transformó el judaísmo mediante el añadido de una tradición
mosaica, pretendidamen-te auténtica y conservada por la transmisión oral, a la Ley Mosaica
escrita (la Torah). En esta ampliación de los credos judíos introducida por los fariseos, tanto el
espect culo del Juicio Final cuanto la ejecución de los veredictos en él pro- nunciados derivan
sin duda del zoroastrismo.. Si el cuadro zoro strico no hubiese presentado un Juicio Final,
parece im-probable que los fariseos hubieran llegado a delinearlo inde-pendíentemente. La
creencia en la resurrección de los m rtires judíos del siglo ii a.C. era un caso muy especial, y no
hay nada en la tradición judía originaria que pudiera sugerir la extensión
de un caso especial a todos los judíos y aun a los gentiles.
Los saduceos, que configuraban el establishment eclesi stico y político del estado judío,
reconstituido entre los años 1óó a 129 a.C., negaron la autenticidad, y por tanto la autoridad,
de la ley oral de los fariseos. Como los samaritanos, los sa- duceos sólo en la escritura de la
Torah reconocían'la palabra genuina e imperiosa de jehov . Como la Torah no incluía ninguna
mención a la resurrección de los cuerpos, los saduceos rechazaron este artículo de la fe judío-
farisaica. ste sólo se transformó en parte obligatoria de la doctrina judía ortodoxa después de
la guerra romano-judía del óó al 70 d.C. Los sa-duceos no sobrevivieron a este desastre, pero
los fariseos sí; por lo tanto, a partir de esa fecha, el judaísmo farisaico ha sido
indiscutiblemente la forma ortodoxa del judaísmo. En consecuencia, la imagen zoro strica de
"las intimas Cosas" hoy está incorporada tanto a la doctrina ortodoxa del judafs-
mo como a las dos religiones hijas del judaísmo, la cristiana y la musulmana.
El espect culo del Juicio Final y de la subsecuente agonía de los réprobos en el Infierno y del
júbilo de los beatos en el Cielo es a tal punto dram tico y majestuoso que ha producido un
perdurable efecto en la mente y el corazón de los hombres. Con trazo vigoroso, ejemplifican
ese efecto el Apocalipsis, el Cor n y la Divina Commedia de Dante. Los zoro strícos su- ponen
que el actual orden cósmico aún durar varios millares de años; la primera generación de
cristianos suponía que el juicio Final era inminente; y la decepción que los cristianos sufrieron
durante seis centurias no fue óbice para que el Pro-feta Mahoma esgrimiera, a su vez, la
inminencia del -advení-miento del juicio Final. De hecho, ésta fue una de sus armas principales
durante su campaña proselitista para la conversión al Islam de la mayoría pagana de los
campesinos rabes.
Previamente hemos subrayado que la concepción de los egip- cios y la de los zoro stricos, en
cuanto al juicio de lor, muertos, no son compatibles entre sí; pero la adopción de creencias in-
compatibles es probable en un campo de investigación donde las lúpótesis no son verificables
mediante la observación o el experimento, y la teología, en contraste con las ciencias natu-
rales, es un campo de esta especie. Si la creencia egipcia en un juicio individual
inmediatamente posterior a la muerte no hubiese sido íncorporada a la doctrina del
cristianismo, ni el Cielo ni el Infierno habrían estado listos para recibir, en época de Dinte, a
santos y pmadores; la visión del florentino habría sido. prematura, pues aún no había sonado la
Trompeta apo-calfptica.
Hoy día, la creencia en la resurrección de los muertos es oficialmente obligatorio para los
zoro stricos, los judíos, los cristianos, los musulmanes, los hinduistas y los budistas; y estas seis
religiones aún disponen, en conjunto, de la adhesión de una gran mayoría de la humanidad. La
enseñanza de las cuatro primeras es que un ser humano sólo vive una vida, que su alma
desencamada sobrevive a la muerte, y que en una fecha futura e impredecible, todas las almas
volver n a encar- narse para someterse al Juicio Final, y, según el veredicto, gozar de la
exaltación física del Paraíso o de los tormentos físicos del Infierno. La enseiíanza del hinduismo
y el budismo es que el alma (o, como diría un budista, la cuenta de un karma sin saldar) renace
en forma psicosom tica no una sino innútneras veces. Según el budismo, la cadena de,
renacirnien- tos sólo puede cerrarse sí, en una de las tantas reencarnaciones psicosom ticas, se
saldan cuentas para permitir el ingreso al Nirvaba. El hinduismo no ofrece esta salida. De
acuerdo con el hinduismo, las reencarnaciones prosiguen por lo menos mientras dure el
presente período cósmico (Kalpa), y la cala temporal de la cosmología hinduista es tan vasta
como la de la astronomía moderna.
Es natural que quienes piensan que el ser humano vive y muere una sola vez tengan miedo de
la muerte. Para ellos, la muerte es un viaje compulsivo desde un mundo familiar hacia un
destino ignorado, que acaso consista en la extinción total o bien en un trasmundo sombrío sin
júbilo ni dolor, pero lóbrego. También puede suceder que haya un juicio que envíe la
personalidad sobreviviente o bien al Paraíso o bien al Infierno. Para quienes creen en la
reencarnación, la muerte cumple otra finalidad. Para ellos, al borde de la muerte se extiende
un panorama de reiteradas encarnaciones en la forma psicosom tica que les es familiar. Este
panorama hace que la muerte sea menos aterradora, pero el terror a la muerte es
reemplazado por una renuencia a renacer una y otra vez para someterse a una monótona serie
de vi&s dolorosas. Para medir los alcance! de este temor, basta comprobar la inten- sidad y
austeridad de los ejercicios espirituales realizados por un budista devoto y practicante con ¨l
propósito de hurtarse a la penosa ronda de @stencias y alcanzar la serenidad atem- poral del
Nirvana..
Es difícil creer en la reencarnación de los muertos, 1 @ea que ésta deba suceder una sola vez
o reiteradamente. in- tmsado que tenga ciertos conocimientos de q@ca org nica moderna
y de las 'investigaciones psfquicu modernas, le ser m s f cil creer que, si la secuela de li muerte
no es la extin- ción de la personalidad, dicha personalidad viva desencarnada.
La creencia en los espffitus de nados data de muy an- tiguo y está muy difúñdida. Ya hemos
mencionado que el poeta cl sico Hesíodo, que e"bió hada el 700 .C., presenta a su "Raza de
Oro" sobreviviendo en forma incorpórea luego de haberse extinguido psicosom ticamente. Tal
=mcia en la supervivencia de las almas desencarnadas era normal en el mundo griego
precristíano. Tanto el Hades como el @ se volvieron obsoletos, y el nuevo concepto de
resurrección de los muertos resultaba un desatino para la audiencia ateníen- se de San Pablo:
"Cuando oyeron de la resurrección de los muertos, algunos se. burlaron, y otros dijeron:
'Volveremos a hablar sobre el asunto"'. La segunda réplica, obviamente, era un modo cortés de
poner fin a la @ón. Por lo que se sabe, Pablo obtuvo muy pocos prosélitos en Atenas.
Este af n altruista por la colectividad, que trasciende al ser humano individual, se revela en
la voluntad que demuestran los padres para sacrificarse por sus hijos, y en la voluntad que
demuestran los soldados para sacrificarse por los intereses de su patria. La d diva que Abraham
pretende de Dios no es la inmortalidad personal, sino una progeme en cuyo número pue- ,da
pervivir la raza de Abraham durante siglos, aún después de la muerte de Abraham. También
ésta es una forma de in- mortalidad, pero en lugar de ser individual, es colectiva. Ade- m s, esta
forma de inmortalidad es el fin que persigue la vida en la biosfera. Si es legítimo personificar
metafóricamente a la vida, podemos decir que su preocupación principal es la de perpetuar
una especie, y, para tal propósito, no vacilar en sacrificar las vidas de los especímenes
individuales. Los espe- címenes pueden inmolarse, la especie no.
Cuando el hombre siente, piensa y actúa como animal so- dal, la preocupación del individuo
por lo que le ocurra des- pués de su muerte es mínima. La actitud que el Génesis le atribuye a
Abraham es una expresión de la preocupación de Israel por el futuro de su pueblo en esta vida,
una vida con- tinua y colectiva que pasa de una efímera generación a la otra.
En el siglo viii a.C., los profetas de Israel y jud comenzaron a tratar de formularse una relación
personal y directa entre el profeta como individuo y su dios; el Deutero-Isaías, sin em- bargo,
que escribe en el siglo vi a.C., deja que el arbitrio de sus lectores decida si el "siervo paciente"
que él retrata es un individuo o es la comunidad judía.
El Buda, un coet neo más joven del Deutero-Isaías, sí se apartó de su comunidad ancestral;
repudió su derecho a la corona paterna; abandonó a su mujer e hijo; halló el modo de liberarse
de la penosa cadena de encarnaciones recurrentes; y le indicó la senda a otros seres sensibles.
La defensa de los derechos riel individuo contra los de la comunidad planteada por el Buda era
radical y revolucionaria. No obstante, como ya hemos señalado, no queda claro si los budistas
creen que la personalidad individual sobrevive o no a la extinción de todos los deseos, único
modo de ingresar al Nirvana. Además, el Buda repudió su comunidad ancestral sólo para crear
una nueva comunidad, la orden mon stico budista (Sangha), y tal comunidad de monjes
budistas no es socialmente aut rquico. Es una minoría que para vivir depende de las limosnas
de una mayoría, y esta mayoría laica de feligreses es una comunidad de tipo tradicional. La
experiencia del budismo ejemplifica hasta qué punto influye sobre el hombre su interés por la
colectividad; la rebelión del individuo contra la comunidad no se dio en todo su vigor sino hasta
hace unos 2.500 años; y, hasta que se dio, la preocupación del individuo por lo ul- traterreno
cedió ante una preocupación más abrumadora: el interés en preservar la comunidad y la raza.
Tanto m rtires como ascetas han sido los archiexponentes del individualismo. Los
indivídualistas mundanos @los con- quistadores y los adalides de la industria- no han hecho
sino seguir por la brecha abierta por los individualistas religiosos en el tradicional int@ humano
por la comunidad. En a his- toria del budismo, la concentración del que procura el Nir- vana,
esforz ndose en la tarea ql se ha impuesto, la de afa- narse por la propia liberación, :e
eventualmente condenada por una escu¨la budista, por tratarse de un af n fundado en el
egoísmo, y se eriii,ó un ideal más sociable en la figura del bodhisattva, un Buda potencial que,
al igual que el mismo Buda histórico, ha pospuesto deliberadamente su ingreso al Nirvana para
ayudar a sus semejantes a alcanzar el Nirvana del que el propio bodhisattva se priva
moment neamente. ¨Acaso la reacción del budismo septentrional contra el bu- <iismo
meridional implica un presagio del futuro? ¨Acaso la humanidad volver a la actitud que suele
adjudic rsela a .Abraham? ¨Acaso el interés por lo ultraterreno perder m- portanda, en el
corazón de las Reneraciones futuras, ante el problema del bienestar, no ya de~l individuo, sino
de la raza humana, cuya supervivencia está en manos de cada individuo, @ lo prescribió la
naturaleza, durante el breve lapso que media entre su nacimiento y su muerte?
Acaso ésta sea la Cuestión más grave que afronta la huma- nidad de nuestros días. Por lo
general, pareciera que los seres humanos seguir n preocup ndose tanto por las
consecuencias de la muerte del individuo como por la supervivencia de la raza. Parece
improbable que una de ambas inquietudes logre eclipsar a la otra.
Podemos preguntarnos si habr una reacción contra el ex- tremado individualismo económico
de los modernos dirigentes industriales, financieros y técnicos de la industria, así como en el
pasado hubo una reacción contra el individualismo religioso de los monjes budistas y los
ascetas cristianos. El inusitado incremento del potencial tecnológico, en las dos últimas cen-
turias, ha alcanzado un nivel tal que puede hacer peligrar la perduración de la raza humana. La
tecnología militar ha pro- ducido armas nucleares; la tecnología civil ha desecado los recursos
naturales e irreemplazables de la biosfera; la tecnolo- gía médica ha originado una explosión
demogr fica al reducir dr sticamente la asa de muertes prematuras antes que la mayor parte de
la humanidad haya comenzado a despedirse del viejo h bito de la infraalimentación. La
biosfera, hoy día, corre peligro de verse superpoblada, contaminada y agotada.
Este nuevo despertar de un interés altruístico en la post ridad podría ser, en sí mismo, un
modo de religión rediviva; pero parece poco probable que sea la única forma. En la na- turaleza
humana, el individualismo, así como la sociabilidad, es innato; y, aunque el individualismo no
descubra una salida económica, es posible que descubra una salida religiosa. La evolución
religiosa, al contrario de la evolución económica no está condenada por naturaleza a límites
materiales imposi- bles de trascender. La comunión de un ser humano con una entidad
suprapersonal y espiritual subyacente y trascendente a todos los fenómenos carece de límites;
y este nuevo despertar de una forma personal de religión va acompañado, al parecer, por un
mayor interés en las consecuencias de la muerte.
Durante los últimos cien años, estos y otros fenómenos físicos han sido estudiados con
objetividad y rigor intelectual a través de las contempor neas investigaciones sobre la natu-
raleza inanimada. La explotación de los niveles subconscientes de la psique humana ha
expuesto ante los investigadores un reino de realidades no materiales'que es, a su modo, vasto
(por utilizar una palabra del vocabulario acuñado para la descripci<sn de modalidades físicas).
En su inmensidad, el campo psíquico de experiencia del psicólogo moderno y del antiguo
cham n se hallan a la par con el campo físico del astrónomo moderno. Este aspecto del interés
humano en la vida después de la muerte es tratado en la Tercera Parte de este libro. Cuando el
lector considere la Tercera Parte, es probable que llegue a la conclusión -así, al menos, lo
espera el autor de la Primera Parte- de que el grado de preocupación por lo ultra- terreno ha
de persistir e incluso ha de aumentar, par passu con un aumento de la preocupación por
asegurar la supervi- vencia de la raza humana en la tierra durante los eones que, según
estimación de los científicos contempor neos, la bios- fera continuar siendo habitable.
La lógica no puede admitir que dos enunciados, dos creen- cias, x> incluso dos experiencias
sean simult neamente verda- deras si. son contradictorias,, incompatibles, inconsistentes o
incoherentes entre sí. El que piensa por medio de la lógica, cuando enfrenta alternativas
incompatibles, tiene que esco- ger una de ellas, aferr ndose a una para desdeñar a la otra. En la
fecha en que se escribía este libro, comenzaba a sospe- charse que el campo de la lógica, al
igual que el campo de la física newtoniana, no es coextensívo a la totalidad del uni- verso, sino
que es apenas una estrecha franja del campo inte- gral de las experiencias posibles. Se
vislumbraban otras franjas en que dos experiencias incompatibles entre sí podían, sin em-
bargo, ser reconocidas como percepciones de la verdad igual-mente v lidas.
Si consideramos tales formas de experiencia con una mente abierta, arrojar n destellos de
luz sobre la inverificable posibi- lidad de vida después de la muerte, preocupación que ha acu-
ciado al hombre desde la fecha ignorada en que nuestros an- cestros despertaron a la
conciencia.
Segunda parte
SOCIEDADES PRIMITIVAS
El misterio de la muerte siempre estuvo presente para los seres humanos. Nada sabemos de
los pueblos más antiguos y primitivos. Sus pocos huesos dispersos revelan que eran físi-
camente similares a nosotros, pero más all de eso sólo nos queda el misterio. La sepultura más
antigua que conocemos es la de un hombre de Neanderthal, encorvado en una cavidad del
suelo con una pierna de bisonte junto a él. Acaso ésta había de servirle de alimento mientras
viajaba al más all . Los restos de Horno Sapiens hallados en cavernas demuestran que, hace
unos veinte mil años, gente de nuestra misma especie se- pultaba a los muertos en la cueva
que utilizaban como vi- vienda. A menudo había provisiones de comida y acaso de bebida, pero
la evidencia de la muerte había permanecido a la vista hasta que la carne descompuesta
pudiera separarse de los huesos; éstos, entonces, eran pintados con ocre rojo y sepul-tados
con cuidado y en orden. Las sepulturas de Grimaldi, en Monte Carlo, incluían hermosos
brazaletes y una diadema de huesos y conchillas. A los muertos se los vestía para su nueva
vida. Hay, por lo tanto, pruebas de que nuestros lejanos ancestros esperaban una vida después
de la muerte. Esas prue- bas son sólo de orden material.
Los últimos cazadores primitivos han sido reunidos en cam-pos y reservacíones. Algunas
tribus se han extinguido sin dejar descendencia. Pero, afortunadamente, muchos de sus mitos
han sobrevivido y se han registrado sus h bitos fune rarios, de modo que disponemos de algún
dato sobre lo que pensaban del trasmundo. Se trata de gente sencilla que vivía de la
prodigalidad de la naturaleza, cazando y recogiendo lo que encontraran en sus territorios
tribales. Una vida seme- jante restringe el número de integrantes del grupo social. En la
mayoría de los casos, la tribu de cazadores se limitaba a grupos familiares de unos veinte a
treinta individuos. De ha- ber más, no habrían alcanzado los alimentos, Si contaban con un
extenso territorio tribal, los cazadores se dividían en ban- das convenientemente pequeñas;
cada una de ellas operaba sobre un rea determinada y sólo volvían a reunirse una o dos veces
al año, para un breve período celebratorio. En un mun- do así, la muerte es siempre triste, pero
el cuerpo invariable- mente recibe ciertos honores. Acaso se lo envuelva cuidado- samente y se
lo deje en un lugar apartado del bosque, o bien se lo ubique en un sitio especial para que se
descomponga, de modo que los parientes más cercanos puedan conservar alguna reliquia, en
algunos casos el hueso maxilar, en otros el cr neo. En las Islas Andam n las viudas se adornaban
con el cr . neo de sus maridos difuntos, y en el pueblo más primitivo que se conoce, los
aborígenes de Tasmania, los muertos eran cre- mados y sus parientes conservaban las cenizas,
que siempre llevaban, envueltas en piel o en algas, en todas sus peregri- naciones.
Los aborígenes de Australia son los últimos seres humanos que han sobrevivido en una etapa
totalmente paleolítica de la cultura. En cuanto a la muerte, adoptaron diversas actitudes.
La más conocida es la creencia en la continua reencarnación, característica de las tribus del
desierto australiano, en particu-lar de los aranda, que depositaban las almas de los muertos en
medallones de piedra llamados churíngas. Los ancestros revivían en forma de animales y de
hombres. Se volvían enor-mes, y viajaban por el territorio de la tribu dejando señas es-
peciales. Luego desaparecían, pero dejaban sus almas. Las almas emergían de las churingas de
piedra y se transformaban en personas. Entonces afrontaban los varios rituales de íni- ciación
mediante los cuales aumentaba su poder espiritual y su conocimiento interior. Eventualmente
volvían a morir, uno a uno, y cada cual volvía invisible a su churinga. Los mayores que habían
aprendido los secretos sagrados ocultaban las chu- ringas en intersticios de la roca a los que
ninguna persona, ninguna mujer al menos, habría de acercarse. Los hombres representaban los
mitos de los ancestros y entraban al Alche-ringa, la Era del Sueño. Se pintaban y adornaban con
plumas blancas y se transformaban en los ancestros, que eran a la vez hombres y animales
totémicos. Cuando una joven vagaba cerca de terrenos sagrados, podía ocurrir que un espíritu
se escapa-ra de su churinga y entrara en el vientre de ella. Cuando el niño nacía, llamaban a un
anciano para que examinara sus mo- vimientos y su aspecto y reconociera al alma que había
vuelto a vivir en el seno de la tribu. Entonces le daban un nombre al niño. Esa churinga era
secretamente apartada de las otras, en las que aún residía un alma.
No disponemos de ninguna evidencia que nos incite a creer que se le adjudicaba conciencia al
alma de la churinga, aunque ciertos relatos sugieren que se suponía que ésta elegía a su
madre. Resulta claro que la residencia en la churinga no podía ser prolongada, puesto que se
pensaba que el anciano que guar- daba las piedras podía reconocer al recién nacido. En otras
zonas de Australia, las almas habitaban temporariamente un rbol sagrado o una hendidura de
la roca, pero ninguna mujer era iniciada en el culto y se hacía lo posible por mantenerlas
alejadas de los sitios sagrados. No tenían por qué adquirir conocimiento de los mitos, pese a
que engendraran nuevos cuerpos para las almas que debían habitarlos. Acaso esto guar- de
alguna relación con la antítesis entre la naturaleza femenina y la vida del cazador, quien debe
obrar sus hechizos en se- creto. Pero en muchas partes de Australia los espíritus feme- niños
juegan un destacado papel en los mitos, y en Arnhem existe un importante culto a la Gran
Madre.
Acaso esto se deba a ideas culturales que provienen de los agricultores de Nueva Guinea.
También aquí hay otra concep- ción de la muerte: hay una isla de los muertos, de la cual
llegaron los ancestros bajo la forma de dos hermanas gemelas. Las hermanas eran en efecto, la
Estrella de la Mañana y la Estrella del Atardecer. Eran portadoras de cultura y fundaron el modo
de vida de las futuras tribus aborígenes de Arnhem. Se dice que eran gigantescas, pero sus
descendientes eran gente normal que regresaban, al morir, a la isla originaria. Es posi- ble que
esto haya reflejado cierto contacto cultural con los pueblos del Estrecho de Torres.
En Australia sudorientas, quedan tempranos vestigios del paulatino tratamiento que el cadáver
recibía al perder contacto con el espíritu. Al principio, el cuerpo era sujeto a un enta- rimado,
donde se descomponía y desecaba. En esta etapa el espíritu permanecía muy cerca, y todos
tenían sumo cuidado en no mencionar el nombre del muerto por temor a ser lle- vados como
compañeros del difunto. El cuerpo era sepultado provisoriamente hasta que los huesos
quedaban limpios. En- tonces los mayores los exhumaban y los raspaban. El espíritu estaba
muy cerca. A veces se designaba un nifío para el muerto. Cuando se celebraba una fiesta de
recordación, ambos eran contemplados como una sola persona, y las ofrendas al muerto eran
tributadas a su nuevo representante, mientras las almas de los tributarios iban hacia él de un
modo más m gico. Pero en cuanto se limpiaban los huesos, había una despedida general. Se le
quitaba el hueso maxilar, el cual era pintado para que quedara como recordatorio. El resto del
esqueleto era envuelto, apartado y olvidado. El pueblo realizaba una prolongada ceremonia
para ahuyentar al fantasma, y se pen- saba que éste perdía sus poderes. Sólo la viuda y unos
pocos parientes cercanos deseaban visitar en suefíos al muerto. Al
parecer, se pensaba que el espíritu perdía sus poderes y que ya no tenía existencia. Pero las
tribus que realizaban tales ceremonias se han extinguido hace mucho tiempo y las leyen- das
originales se han perdido, de modo que no existe una confirmación moderna de los informes
originales. En sus in- tentos por aprehender las verdaderas creencias de los pueblos primitivos,
el hombre blanco a menudo impuso sus propias ideas, aunque por lo general no advirtiera este
hecho, y lo nativos tendían a ocultar sus misterios sagrados y a decir sólo
lo que, según ellos creían, complacería al poderoso extranjero.
Otro grupo de cazadores paleolíticos que sobrevivieron en nuestro mundo fueron los
bosquimanos. En las viejas épocas, su tierra era tan pródiga en vida animal que no corrían
peligro de morirse de hambre, y vivían en hordas que llegaban hasta el centenar de individuos.
Temían a los fantasmas de los muer- tos, pero así y todo tenían esperanzas de que los parientes
difuntos los ayudaran aconsej ndolos para cazar. Los muertos eran inhumados en fosas de poca
profundidad, cubiertos por c a@ila de piedras, con una particularmente grande en la cima mo
para mantener tendido el cadáver. No-se hacía ningún esfuerzo especial para alejarse de los
muertos, y cuando aú había panteras, hace un siglo y medio, los entierros solían prac- ticarse
en un rincón del refugio de rocas. Los modernos bos-q'uimanos del Kalahari conservan
historias sobre un poderosocreador vagamente descripto como El Capit n, que vive en el cielo
dentro de una casa con techo de pasto. Esta casa tiene habitaciones superiores donde viven
dichosamente los espíritus de los bosquimanos muertos. No necesitan comida ni bebida. Esto,
sin embargo, suena a una reelaboración hecha en base a las predicaciones de algún misionero.
Algunas de las leyen- das más antiguas sugieren que los bosquimanos podían trans- formarse
en astros.
De los cazadores y pescadores de Tierra del Fuego queda tan poco, que todo lo que puede
decirse es que también creían en la persistencia de los espíritus.
Es evidente que las culturas paleolíticas que viven de la caza y de la pesca comparten una
universal creencia en la continuación de la vida después de la muerte, pero ésta difiere
enormemente en cada caso. Tal creencia era muy arraigada, pese a ser muy común, en este
estadio primitivo de la cultura, el espect culo de la corrupción y destrucción del cuerpo ma
terial. Por lo que sabemos, no existe aquí el concepto de recompensa o castigo en el otro
mundo. Pero entonces, la idea de sistemas teóricos que distinguieran la buena o mala
conducta no era parte de la vida cotidiana. La vida y la muerte eran hechos, y al parecer existía
una creencia general, basada ante todo en los relatos de aparecidos, en la vida de los difuntos.
Hasta hace muy poco, los esquimales llevaron vida de cazadores muy especializado!. Su
cultura era asombrosamente rica, si consideramos las arduas concliciones que impone la vida
en el Artico. La mayor parte de los grupos esquimales se componían de sólo una o dos familias
extensas, porque grupos mayores no habrían tardado en agotar el potencial alimentarlo de la
zona. Vivían una vida rica en ceremoniales, rituales m - gicos y danzas colectivas,
especialmente en invierno, cuando nadie podía alejarse mucho del campamento. Muchos de
sus mitos aluden a las aventuras de los ancestros y al mundo de los espíritus. Algunas leyendas
hablan de ancestros que se transformaron en astros celestes; otras, de héroes que eterna-
mente danzan en la aurora boreal. La creencia general era que la mayor parte de los espíritus
iban a un gran submundo don- de la vida continuaba más apagada y menos dichosa que en la
tierra, pero hay muchos relatos que hablan de fantasmas que visitan a sus familias.
La mayoría de las comunidades esquimales creía que el otro mundo era dominio de una
criatura sobrehumana, Sedna, origen de la vida en los mares. Sedna había sido humana
anteriormente, aunque acaso de estatura gigantesca. Estaba unida a un padre cruel, que
decidió matar a la muchacha y, en un viaje en canoa, le cortó los dedos y los miembros y arrojó
el cadáver al mar. Sin embargo, él también se ahogó. Los miembros de Sedna se transformaron
en ballenas, morsas y focas; los dedos de las manos y los pies, en peces. Contínuó viviendo
como Gran Madre, centro de casi todas las creencias religiosas. También había muchos otros
seres espirituales e la mitología esquimal, y todos eran accesibles a través del trance
mediúmnico de un cham n, que podía ser hombre o mujer.
También había espíritus peligrosos que frecuentaban lo hielos. stos eran los Tupilak, curiosas
criaturas mitad hu- manas y mitad animales, siempre delgadas y hambrientas, de- seosas de
tender trampas a los cazadores y a los viajeros soli- tarios. Devoraban a sus víctimas y enviaban
sus almas a la tierras inferiores, gobernadas por Sedna o su padre. La muert como tal no era
muy temida. Pero la muerte privaba a l comunidad de un diestro cazador o de una h bil
costurera. Se temía la magia perversa, portadora de muerte. Pero en el caso de la gente de
edad que ya no podía colaborar en la vida cotidiana, la, muerte era muy aceptable. Una noche
serena, un miembro de la familia quitaba el techo de hielo de un iglú y el anciano moría por
efectos de la intemperie. Irse era el último servicio que tributaba a la familia.
Su alma entonces descendía al mundo subacu tico de Sedna. Pero durante algunas semanas,
ningún miembro de la familia ni nadie que viviera cerca del sitio donde había muerto, utili-
zaría un cuchillo o implemento cortante. Los espíritus solían rondar por un tietnpo, y los
cuchillos podían cortarlos o he-rírlos. Pero a las pocas semanas, el tabú se levantaba.
El trasmundo no era un sitio muy feliz, pero al parecer algunos esquimales tenían esperanzas
de que cierto aspecto del alma volviera a encarnarse alguna vez. Era una creencia confusa y
hay antiguos relatos que hablan de un espíritu doble y otras cualidades espirituales que se
separaban en el instante de la muerte. También era posible recibir noticias de los muertos,
como si fueran gente viva que habitara en otra parte. A veces la gente soiíaba con los muertos,
y unos pocos veían a sus fantasmas. El cham n podía entrar en trance y su espíritu entonces
viajaba al otro mundo, del que solía regresar con consejos y amables recados de los parientes
difuntos. Algunas de las comunidades solitarias, aisladas en su mundo de hielo, temían que la
poderosa Sedna o su maligno padre causaran algún infortunio o irrumpieran en el mundo
superior para atrapar víctimas. El cham n se encargaba de prevenirlo. Ha- llaba un rincón
tranquilo en el iglú donde erigir una espiral de cuerdas de piel que llegaba hasta muy alto y que
tenía una estrecha abertura en la parte superior. Dos o tres personas oficiaban de ayudantes y
asistía toda la familia, que salmo- diaba y tocaba el tambor. Al fin se sentía que el piso se con-
movía y agitaba, y se oía el estrépito del hielo al quebrarse. Entonces el cham n volvía de su
trance y encajaba el arpón en el agujero que había en la espiral de cuerda, atravesando de ese
modo al espíritu. A veces, como prueba de su triunfo, mechones de pelo quedaban adheridos a
la hoja del arpón. Así, al culminar la ceremonia m gica, en medio de una gran tranquilidad, la
familia se sentía a salvo del desastre durante varios meses.
Para los esquimales, las almas vivían en una región inferior, pero no permanentemente. Existía
un contacto entre los fan- tasmas y los chamanes, y los esfuerzos del otro mundo por dominar
a los vivos extrañaban un auténtico peligro. Pero las visitas oníricas a la tierra de los muertos
no son inusitadas ni particularmente temidas. más al sur, los cazadores de las grandes planicies
nortea-mericanas habían avanzado hasta una vida agraria y sencilla, antes que la introducción
del caballo cambiara la orientación de su cultura al facilitarles la caza del búfalo. Siempre
habían creído en la perduración de la vida después de la muerte, y demostraban poco temor
por la disolución terrena. Conocían muy bien los efectos de la corrupción de los cadáveres,
pues-to que los muertos eran envueltos en pieles de bisonte y depositados en plataformas
elevadas, en la zona occidental de la aldea. Todos recordaban qué cuerpo estaba envuelto en
qu lugar. más tarde, el bulto caía a pedazos; entonces recogían
los huesos y 'limpiaban los cr neos. A menudo pintaban los cr neos y los disponían en un círculo
al que los familiares acudían para comunicarse con los poderes superiores por inter- mediación
de los espíritus. Se suponía que los huesos y el espíritu aún permanecían ligados d¨ algún
modo.
La creencia general era que los espíritus iban al paraíso, descripto como las "Felices Regiones
de Cacería", donde la vida era similar a la de los vivos, aunque más placentera y gloriosa. En
ciertos casos, se creía que esta comarca feliz se hallaba bajo tierra, o hacia el oeste. Unos pocos
relatos la ubican sobre la bóveda celeste, pero este miindo superior de gran belleza era la
morada de los dioses y de unos pocos hé- roes y no de toda la humanidad. Por supuesto que
había muchas variantes de esta creencia, y que sufrió alteraciones con el tiempo, aunque había
un factor constante que consistía en pasar de las tribulaciones de esta vida a una tierra donde
los ancestros vivían felices aventuras de guerra y de caza.
Fenómenos algo similares al de la Danza de los Espíritus ocurren en muchas otras regiones,
particularmente en Mela- nesia y Africa. En Mclanesia surgió un profeta que exhortó a su tribu
a romper con el pasado, a cortar todo contacto con los europeos y a aguardar el envío de
cargamentos que los ancestros les mandarían desde su morada celestial. Los ances tros
siempre perviven en el otro mundo, listos para proteger y auxiliar a sus descendientes. En
algunas partes de Melanesía, aparte de los Cargo Cults, los pescadores creen que las almas de
los abuelos y quiza hasta las de generaciones más remotas recuerdan a sus descendientes y
que regresan a ellos en forma de ave, para conducirlos adonde abundan los cardúmenes. Es-
t n cerca y sólo gradualmente se desvanecen de la memoria, proceso que, al parecer, se
considera recíproco.
En cuanto a los polinesios más avanzados, sus ancestros dejaron el sudeste del Asia durante la
Edad de Bronce, pero en las islas a las que arribaron no había metales f cilmente conseguibles.
Su cultura se basaba en la ascendencia divina de sus jefes. Cuando se los descubrió en el siglo
xviii, gozaban de una avanzada civilización neolítica, basada en la pesca y e cultivo de pequeñas
parcelas. La guerra era endémica en cada grupo de islas, y clanes altamente organizados
luchaban por la supremacía. Las creencias en la supervivencia de la perso- nalidad después de
la muerte eran claras y vigorosas. stas, naturalmente, reflejaban las condiciones sociales de la
tierra. Se conservaban las diferencias sociales, puesto que éstas se basaban en el número de
generaciones que separaban al índi viduo de los ancestros divinos. En el instante de la muerte,
el alma permanecía tres o cuatro días cerca del cuerpo y luego se dirigía hacia el crepúsculo de
la tarde, generalmente hacia una península sagrada del oeste donde el alma o bien se arro-
jaba al mar o bien se embarcaba en un bote espectral y bogaba hacia la tierra del sol poniente.
Con frecuencia solía verse una trémula estela roja sobre las aguas.
Se creía que el otro mundo estaba hacia el oeste, pero al mismo tiempo la mayoría pensaba en
él corno si estuviera debajo de la tierra, con una estructura dividida en capas que a su vez
suponían reinos superiores. Para los maoríes de Nue- va Zelandia, estas capas del trasmundo
eran sagradas, y sólo podía llegarse a ellas realizando una serie de ceremonias des- tinadas a
disipar la sacralidad (tapu), que se fortalecía a medida que uno se elevaba y se reducía cuando
uno regre- saba a los niveles inferiores. La ubicación exacta de estos mundos de los espíritus
jamás estaba clara. Era tan vaga como el Avalón de los celtas, que estaba en alguna parte, cru-
zar.do el mar, siempre hacia el oeste. Los polinesios podían Regar al otro mundo en canoa, y al
navegar hacia el oest-e la embarcación ascendía o descendía hacia otros niveles.
De las Marquesas proviene la historia de Kena, que partió en busca del alma de su amada
muerta, Tefiotinaku. Viajó en canoa y llegó a una isla en la tierra de los muertos, pero tuvo que
viajar bajo el agua hacia una isla más profunda; dos veces m s debió descender, y en cada
etapa hallaba bellezas admi- rables que lo demoraban. Pero en el cuarto submundo llegó a la
morada de la diosa que regía el mundo de las almas. Ob- tuvo permiso para llevarse el alma de
Tefiotinaku, que yacía en un cesto envuelta en telas de corteza. Cuando regresó a la aldea dejó
libre el alma, pero aunque la muchacha parecía real, demostró ser un fantasma intangible
cuando Kena la es- trechó en sus brazos. Debió repetir el terrible viaje al otro mundo, y la diosa
una vez más envió a Tefiotinaku a la tierra en un cesto, aunque esta vez Kena recibió
advertencias de que debía asegurarse de realizar ceremonias de purificación antes de liberar el
alma, que durante todo el viaje luchó por escaparse. Sin embargo, esta vez todo se realizó a
conveniencia y Tefiotinaku fue devuelta a su amante como una hermosa mujer. más tarde,
ambos engendraron hermosos hijos.
Esta historia retrata el alma como una criatura evanescente que sabía que el sitio que le
correspondía después de morir era el submundo donde iban las almas nobles, cerca de la corte
de la diosa. De ahí las luchas para escapar hasta que los ritua- les la devolvieron a la tierra. El
alma, entretanto, no había perdido su aspecto terrenal y conservaba su belleza física. En ese
proceso no había división, salvo que el cuerpo había sido moment neamente descartado.
Los maoríes de Nueva Zelandia veían las tierras de los muertos como una serie de estratos,
por debajo y por encima de este mundo. El status de las almas dependía de su paren- tesco con
los dioses que eran sus antepasados. Entre los dioses existía una constante rivalidad que
provenía del gran poder del engaiío y la destrucción, Whiro, que procuraba arruinar todas las
cosas buenas. El destino de la humanidad era ingre- sar a otro mundo muy semejante a éste,
aunque algo más triste. No había elección de la morada definitiva que se basaio en la conducta,
buena o mala, desempeñada anteriormente.
Tales concepciones polinesias de la muerte son parte de una compleja construcción teológico,
probablemente originada en el sudeste asi tico en el primer milenio a.C. y difundida por las
islas cuando las canoas migratorias enfilaron hacia el océano. El mundo de los espíritus era de
índole aristocr tica y se di- vidía jer rquícamente. Pero esto no era sino el reflejo de la vida
terrena, con sus familias poderosas elevadas sobre el co- mún de los hombres. En todas partes
era posible, para los seres humanos, visitar en sueiíos el mundo de los espíritus, y el mundo de
los espíritus a veces entraba en contacto con la gente a través de los fantasmas de los
antepasados y las visio- nes de las moradas en que éstos vivían. Los parientes muertos se
interesaban en las guerras emprendidas por sus descen dientes.
La unidad cultural y el alto grado de organización jer rquica de los polinesios es más
característica de las culturas de la Edad de Bronce de otras zonas. Es posible que esa conce ón
Pcl de un trasmundo estratíficado con una rígida organización jer rquica fuera un reflejo natural
de su ordinario modo de vida. Sus vecinos del Pacífico, los melanesíos, acaso fueran un
exponente más típico de las culturas,de pesca y labranza del Neolítico. Los grupos tribales eran
populosos, y a menudo llegaban a varios millares de personas que compartían un grupo de
aldeas unidas con propósitos defensivos. Los jefes eran imprescindibles, pero no siempre
hereditarios. Fuera del gru- po tribal, había poca cohesión social, y era común la guerra con
quienes no eran miembros de la tribu. De ahí cierta es- trechez de miras que hacía'que los
pueblos de una costa fueran enemigos por definición. Tal estado de cosas se reflejaba en una
amplia variación en las artes de una zona donde hubiera m s de una aldea.
Los melanesios guardaban hacia los muertos una actitud de ,speto ceremonial. A los difuntos
se les tributaban rituales inerarios y ofrendas. En la mayoría de los casos, se suponía ue sus
espíritus habían de aparecer. La gente recordaba todas is pequeñas faltas que pudieran haber
suscitado la animad- ersión de los muertos. ]stos, sin embargo, solían ser favo- ,-ules. Velaban
por la fortuna de sus familiares, inspiraban a los pescadores e infundían fuerzas a los guerreros.
Al parecer, no se pensaba mucho en una resurrección terrenal. En Nueva Bretafía, los malanga
tallaban tablas ceremoniales con guardas muy elaboradas, compuestas ante todo de p jaros,
serpientes y cabezas estilizadas. A menudo se incluía, en el diseiío ge- neral, una figura que
representaba al difunto, pintada de rojo y blanco. Eventualmente los tallados se deshacían,
pero solían durar por el término de tres generaciones. Durante dicho pe- ríodo, el espíritu
estaba disponible. Se lo recordaba como a una persona viva. más tarde se lo olvidaba. Tampoco
que- daba el monumento, de modo que el alma se había alejado.
No obstante, había sido fuente de inspiración para sus descen- dientes inmediatos durante
mucho tiempo, gui ndolos hacia pródigos bancos de pesca y derrotando a las fuerzas malignas
que los amenazaban durante la guerra.
En las Islas Salomón había una separación social similar. Un grupo de dos o tres aldeas
configuraban una gran unidad social. Aunque la cultura de los pueblos era b sicamente idén-
tica, había variaciones en los estilos artísticos y en los h vitos locales. En Roviana, los jefes
muertos ejercían un poder de ultratumba. ste no era simplemente espiritual, sino que se
vinculaba a reliquías físicas. El cr neo de los muertos era temporariamente sepultado, luego
exhumado y limpiado hasta que los huesos quedaban tersos y blancos. Entonces se ubi- caba la
cabeza en una residencia sagrada, una especie de jaula C(@ n forma de casa desde cuyo fondo
el cr neo vigilaba, con cll,i""i;@)S de conchwas blancas alrededor de los ojos. Esta ca,.,,@i
@:)Iía erguirse en terreno sagrado, cercada por una circun- fer(@,@; a de piedras. Pero cuando
había un peligro inminente, el Gótico era quitado de su lugar de reposo y depositado, con s,,is
íi gicos adornos de conchfflas, en la canoa de guerra a cargo del mando. De algún modo, el
espíritu del jefe estaba de inmediato dentro y encima de ella. Entonces guiaban la embarcación
hacia una aldea enemiga, protegidos por el poder del cr neo. Los guerreros luchaban con más
ardor porque de- fendían su paladión con forma de calavera. Esperaban regre-sar con cabezas
enemigas, como glorioso trofeo de victoria.
Las diferencias entre las actitudes de los polinesios y mela- nesíos hacia los muertos reflejan
las condiciones sociales en que vivían. Los melanesios concebían dioses locales, sin que les
importara mucho la cuestión jer rquica, mientras que los polínesios profesaban un arraigado
culto de los ancestros (ba- sado en sus relaciones con una jerarquía divina) que tiene un
aspecto asi tico. Los rnelanesios creían que los muertos esta-. han fuertemente vinculados a
sus descendientes, al menos mientras se los recordara. Pero los polinesios no corrían peli- gro
de olvidar los nombres de los muertos porque disponían de "recordatorios" que aseguraban la
conservación de los jefes.
Aun en las sociedades polinesias más avanzadas hallamos un lazo entre el espíritu y una
reliquia corporal. Así sucedió en Hawai con los restos físicos del Capit n james Cook: algunos de
sus huesos fueron envueltos en bultos de tela para reve- renciar a su poderoso espíritu, al que
de algún modo se aso- ciaba con Lono (Rongo), el poder creador entre sus dioses. En Nueva,
Zelandia, los maoríes también creían que el alma iba a otro mundo y trataban de apoderarse
de las cabezas de sus enemigos con el objeto de debilitar a los espíritus de la otra tribu. Se
realizaba una ceremonia con la cual la cabeza cuidadosamente disecada, era depositada en el
suelo de la casa, mientras las mujeres mayores danzaban alrededor de ella, mal- diciéndola y
exponiendo sus cuerpos desnudos para debilitar la voluntad de los opositores y atraer sobre
ellos la mala suerte. Se pensaba que la cabeza disecada mantenía algún contacto con sus
antiguos compañeros. Por supuesto que la cacería de cabezas es típica de muchas
comunidades humanas. En la mayor parte de los casos, la cabeza era sólo un trofeo, aunque al
parecer se pensaba que, de diversos modos, preservaba al- guna especie de vida. Las cabezas
utilizadas por los jíbaros del Ecuador, por ejemplo, eran reducidas y lucidas por los guerreros
como símbolo de bravura; pero se les cosía la boca, por temor a que hablaran y maldijeran al
que las llevaba. Aun entre los celtas de la Edad de Hierro se creía que las cabezas- trofeo eran
capaces de hablar y de entonar c nticos.
En otras zonas del Africa, sin embargo, los muertos eran recordados con afecto. En muchos
sitios se erigían im genes para que ellos pudieran retornar, habitarías provisoriamente, y así
convivir con su descendencia. Aquí nos hallamos ante un caso de alma múltiple. La persona
está en cierto modo –dentro de la imagen, y sin embargo los nativos suponen que puede haber
un fantasma suelto, al tiempo que la verdadera alma reside en un mundo feliz de las alturas.
Tales creencias abun- dan en las regiones de la costa occidental del Africa y en el Sud n, al sur
del Sobara, así ccimo en el Congo. Todos estos pueblos provenían del norte. En ciertos casos, la
idea de un vínculo espiritual con.los restos del muerto se relacionaba estrechamente con la
realeza. Pensemos en la preservación de los cordones umbilicales de los reyes BaGanda de
Uganda. Eran especies de paladiones que ligaban el espíritu vital de los jefes a través del
tiempo, cada uno con su historia personal. Eran un medio de establecer contacto entre los
espíritus, inasequibles a nadie que no fuera miembro del clan real. En el pueblo de los
BaGanda, los nifíos solían recibir el nombre de un ancestro que había entrado en el mundo de
los espí- ritus. Se esperaba que una parte de la personalidad ancestral entrara en el niño y
permaneciera para ofrecer su colaboración y sus buenos pensamientos durante la vida. Los
reyes tam- bién eran consejeros, y vivían misteriosamente en la choza donde se conservaban
los maxilares sagrados de los monarcas muertos. Cada rey tenía su casa y su servidumbre. El
sacer- dote, consagrado al beber del cr neo del muerto, solía entrar a la choza y salir en estado
de trance. Solía traer consejos del espíritu, y ante el rey actual actuaba inspirado por el es-
píritu, de modo que los reyes pretéritos y presentes pudieran comunicarse entre sí. Se pensaba
que los espíritus tenían la misma forma que habían tenido en la flor de la edad, pero toda
mutilacíón corporal sufrida durante la vida terrena per-sístía en la forma del espectro. No
queda muy claro si los espíritus vivían en el cielo o bajo la tierra. Sin duda, solían mantenerse
cerca de sus descendientes terrenales, y se los contemplaba con ecuanimidad cuando
aparecían.
Al sur y sudeste de Africa, se creía que los vivos podían ocultar el alma en un sitio a salvo de los
hechizos. Psta podía vivir en un amuleto, o recibir protección dentro de un rbol o una roca.
Esta especie de personalidad separada era también la secreta fuerza vital del individuo.
También en las civiliza-ciones africanas más altas la personalidad podía ser preser- vada fuera
del cuerpo viviente. Un ejemplo bien documentado es el banquillo personal de los ashanti. La
columna central del banquillo es, en cierto modo, un altar que guarda la fuerza vital del
propietario. El banquillo recibe permanentes cuida- dos; al morir el dueño, se lo deposita en la
tumba y sobre él se vuelcan las ofrendas. Con el tiempo se pudrir , pero entonces ya no ser
necesario. La fuerza vital se ha despla- zado, puesto que el altna del dueño entró en el mundo
de los espíritus. sta no tiene ubicación específica, pues las almas son móviles, libres y proteicas.
Aunque no son dioses, ejercen poderes muv superiores a sus atributos terrenales, y se puede
entrar en contacto con ellas mediante adivinos y mediante ofrendas acompafíadas de
plegarías. Cuidan a sus descendientes, y no es asombroso que cada tanto se manifíes- ten
como espectros. Son seres vivos capaces de dispensar fuerza vital que otorgue vigor a los
miembros de la familia. Pareciera que el ser humano tiene más de una porción espí ritual
durante la vida y una mayor unidad en la muerte.
En Africa no hay unidad de creencias, y el hogar de los muertos parece ubicarse ante todo
en el cielo, pero muchos ,pensaban que sus parientes muertos circulaban cerca de ellos, en la
tierra, aunque habitualmente invisibles. La mayor uni- dad de pensamiento que puede
registrarse se halla en los relatos que aluden al origen de la muerte. Por todas partes oímos
que el creador", desde su morada celeste, envió un mensajero para anu@iciarle a los hombres
que habían de vivir para siempre y que algún enemigo (por lo general un espíritu mahgno)
induje al mensajero a reposar mientras él enviab un mensaje falso. En algunos casos los seres
humanos reci- bían poderes sexuales para que su vida terrenal dejara de ser permanente. Pero
el caso es que Dios había tenido el propósito de darle la vida al hombre y que algo había inter-
ferido en sus intenciones.
Otra zona habitada largamente por pueblos de una avan- zada cultura de la Edad de Hierro es
Indonesia. Entre esos pueblos remotos que,no fueron convertidos ni al hinduismo ni al Islam,
pervive la creencia en un universo de criaturas espirituales donde las almas humanas son
recordadas y re- cuerdan la vida. Entre los batak de Sumatra las almas son plurales, aunque las
tradiciones divergen en lo que respecta al número de cualidades espirituales incluidas en tal
categoría. El alma externa muere al morir la persona, pero el alma puede permanecer en el
mundo de los espíritus e inspirar a los chamanes. Reúne las mismas condiciones vitales que la
semi- lla de arroz, que permanece seca en un canasto hasta que se la siembra. El alma también
puede reencarnarse, y con fre- cuencia en un animal, tal como el temido y respetado tigre.
Entretanto, los cr neos de la gente importante eran guardados en grandes sarcófagos de piedra
con forma de embarcación, con im genes de espíritus labradas en la proa. En Borneo algunas
tribus sepultaban a sus muertos v abrían una puerta al otro mundo llevando una vara fina 'v
quebr ndola. Al regresar del funeral, los deudos, uno a uno, pasaban sobre l vara partida.
Cuando terminaban, el sacerdote de la alde unía la vara y la ataba. Los deudos se alejaban y se
frotaban totalmente, para ahuyentar la contaminación de la muerte; se suponía que el espíritu
despertaría al día siguiente, vería las ofrendas mortuorias y advertiría que estaba muerto. Se
iría pues a la tierra de los muertos, en lugar de quedarse par,
amedrentar a los vivos.
Llevaría mucho tiempo registrar las múltiples variantes de las creencias humanas en cuanto al
destino del alma en los estadios previos al alfabeto, pero podemos declarar que no hay mucha
unidad en ello. Las evidencias no sugieren que nada, salvo la simple fe en la supervivencia, sea
arquetípico e inalienable en la personalidad humana, Uno puede asociar los diversos relatos
del viaje del alma al otro mundo con sue-ños del pasaje a través de la vida, que a menudo
asumencualidades numínosas. Pero la creencia b sica consiste en que la personalidad pervive y
puede -ser despertado de su sueiío, o bien en que éste puede continuar sin interrupción. Sin
duda, esto halla un respaldo en la experiencia. El más universal de los fenómenos
experimentados en relación con la muerte es la realidad de los fantasmas. No existe cultura en
queindividuos especialmente dotados no puedan caer en trance y conversar con las almas
desencarnadas. Muchos modelos de conducta típicos de los primitivos charnanes pueden ser
investigados científicamente en la moderna sesión de espi-ritismo. Las descripciones son las
mismas, mientras que los detalles reflejan las normas culturales de la audiencia.
AD BosHiER
Entre las naciones negras del sur de Africa, las de lengua bantú, existe la creencia de que
todas las personas poseen un espíritu con el cual nacen. Incluso pueden, durante la vida,
heredar el espíritu de familiares muertos. La influencia de estos espíritus puede ser muy
poderosa y es capaz de alterarcompletamente la conducta del receptor. De modo que cuando
un hombre o mujer africanos actúan de manera extraña, los de su tribu, según su filosofía
habitual, adjudican tal conducta a la naturaleza de ese espíritu o moya.
Una de las más poderosas de estas manifestaciones espirí- tuales es la que exige que el
individuo poseso sea entrenado e iniciado como sangoma, médico-brujo.* Suele ocurrir que se
le atribuya a una persona ordinaria el espíritu de un caza- dor, debido a su amor por la caza y
su éxito en ella. Lo mismo puede aplicarse a cualquier oficio o profesión, pero cuando de
alguien se dice simplemente que posee "el espíritu", se entiende por ello las características
religiosas que hacen al médico-brujo. Los moya (que también significa h lito y viento) pueden
manifestarse en cualquier adulto, y su pre- sencia en hombres y mujeres de cualquier color,
credo,o raza, es abiertamente admitida por los africanos Esto surge de su creencia en un Dios
supremo que rige a todos los seres huma-
nos. Sin embargo, se juzga presuntuoso y en verdad virtual- mente imposible acercarse a Dios
por medios directos. Exís- ten pues intermediarios a quienes los mortales pueden acucur para
que comuniquen sus pensamientos a Dios. Se trata de los espíritus de los ancestros muertos.
Esta creencia le valió a los africanos el erróneo título de "adoradores de los ante- pasados". En
realidad, lo que hace el africano es adorar i Dios, sólo que dicha comunión se realiza mediante
los espí ritus ancestrales.
La raza, la lengua, la clase, una multitud de factores dividen a la humanidad en la tierra, pero
el credo africano afirma que tales barreras desaparecen en el mundo espiritual, De acuerdo
con ello, cualquier individuo de cualquier grupo étnico puede ser aceptado en la sociedad
tribal africana, lo cual depende de la armonía reinante entre los espíritus de dicho individuo
y los de la tribu.
Tales creencias tradicionales me eran desconocidas hace veinte años, cuando llegué a las
comarcas salvajes del Africa En un esfuerzo por descubrir el Africa comentada por explo
radores pasados, busqué esas regiones que en los mapas aparecían como zonas desiertas.
Como no contaba con ningún recurso financiero, viajaba a pie y vivía de los recursos natu-
rales. Al poco tiempo entré en contacto con las creencia tribales y me informaron que yo tenía
"el espíritu".
No mucho después de afrontar el desierto, la montaña y lij selva africanas, descubrí que me
era esencial un retorno perió dico a la civilización y a la compañía de quienes eran mis
semejantes. Tales visitas solían ser fugaces y yo no tardab,3 en lanzarme nuevamente a esas-
regiones salvajes que tanto ffl(@ seducían. Mis ocasionales visitas a la ciudad y a mis amigo@
exigían de mí cierto aspecto civilizado. Me fue necesario, era consecuencia, organizar al@in
medio de procurarme ingresos Las serpientes siempre habían ejercido cierta fascinación sobr(;
mí y, cuando me encontraba con ellas -,i mis deambulaciones sentía siempre el impulso de
capturarlas. Este deporte s( transformó en un medio de vida, de modo que empecé a bus
cartas y a extraerles el veneno con un propósito determinado, pues existía un mercado para
dicha sustancia en el mundo de la medicina. Al transformarme en un cazador de serpientes
profesional me relacioné sin darme cuenta con la criatura m @inextricablemente vinculada a
las creencias nativas tradicio-nales.
Tras vagar por buena parte del Africa meridional, oriental y central, mi extremado interés en
los pueblos tribales me condujo a una escarpada cadena de montañas en la zona noroes- te del
Transvaal, no muy lejos del Río Limpopo. Estas monta- fías, las Makgabeng, habían recibido
muy poca atención de los extranjeros y cuando yo llegué a ellas por primera vez en 1959, fue
como descubrir una antigua ciudad-fantasma. Por todas partes hallé abundantes vestigios de
pueblos extin- guidos: ruinas de piedra, cuevas fortificadas, laderas parcela- das en terrazas, y,
lo más interesante de todo, una verdadera galería de pinturas rupestres. Había en las cuevas
una pro- fusión de escenas con figuras humanas, animales y simbólicas, ejecutadas con una
variedad crom tico que conservaba su es-plendor a pesar de los años . P(se a tener reputación
de no ser muy amiga de los extran- jero@, la gente de Makgabeng toleró mi presencia, lo que
me pcimitió examinar esta asombrosa fortuna en arte rupestre. Aunque esta voluntaria tarea
me consumía casi todo el tiempo, aun me sentía impulsado a realizar viajes ocasionales a la
civi-lizaci(Sn para una dosis periódica de "equilibrio". La alter- nada frecuentación de la ciudad
y esas comarcas salvajes con- tribtiia a acrecentar mi asombro y mí interés, tanto por las
noticias de los lanzamientos espaciales como por el sacrificio de tina bestia en una ceremonia
tribal para propiciar la lluvia.
Eii una de esas visitas, en 19ó2, contraje matrimonio, y mi tiiujer, una artista, me acompañó a
las montañas para hacer copi,,is de las pinturas de las cavernas. Durante el mismo añ , !nís
actividades llegaron a oídos de dos antropólogos, de modo que recibí, por vez primera, tanto
una ayuda financiera como una guía profesional. Walter Battis y R ymond Dart insistieron en
que yo continuara estudiando a ese pueblo en forma directa, como lo había hecho siempre,
pero gradual- mente comenzaron a embarcarse en proyectos relacionados con ciertos aspectos
de la vida tribal. Dos años más tarde, circunstancias extraordinarias interrumpieron mí labor en
Mak- gabeng y me llevaron a investigar una montaña en Suazilandia, pues había interés en
explotar sus vastas reservas de mineral de hierro.
M trabajo inicial en esa montaña, conocida como el Pico Bomvu (rojo), reveló que los depósitos
de mineral estaban mezclados con antiguas excavaciones realizadas por el hombre, que
posteriormente habían sido rellenadas. De los nativos suazis recibí el dato que ese lugar, donde
había de operar una gran compañía minera, había sido explotado por su propio pueblo desde
tiempos muy remotos. En realidad, hasta lo tiempos a los que se extendía su tradición oral, la
tribu había trabajado en los filones del Pico Botnvu no sólo por el mineral de hierro sino por el
pigmento rojo al que ellos otorgaban tanto valor. Las antiguas obras que yo había descubierto
en la montaña testimoniaban la fidelidad del informe de los suazis. más tarde, cuando mi
colega Peter Beaumont some-tió los obrajes y estratos a la prueba del radio-carbono, com-
probamos que la hematita roja y su brillante variedad negra, la especularíta, había sido
atrancada a estas montañas durante muchos milenios. Las fechas se remontaban, de hecho, al
tercero, cuarto, sexto, décimo, vigésimo tercero y vigésimo noveno milenios antes de la
actualidad. La fecha más remota que obtuvimos fue de 43.200 años atr s, El Pico Bornvu, por lo
tanto, es la -obra de minería más antigua que se conoce. Adidonalmente, llegamos a la
conclusión de que se habían extraído cerca de cien millares de toneladas de hematital y que
esta notoria empresa se había realizado con herramientas de piedra! Mis investigaciones
preliminares provocaron cierta agitación entre los suazis, pues se profetizaba que los espíritus
ng habían de tolerar la presencia de mineros modernos, equi- pados con m quinas y dinamita.
Los temores de los tribeiíos ante la ira de la gran serpiente Inyoka Makhanda Khanda y los
espíritus ancestrales hacia la proyectado explotación de los depósitos de mineral se agudizaron
a tal punto que a la com-pañía se le sugirió que le ofrendaran a la nación suazi una
parte de la montaña.
En forma contempor nea al ascenso de la razón, en el meso- Utico, surgió la idea de que la
sangre era la fuente de la vida. Ya se matara a un enemigo humano o a una presa animal, la
evidencia más tangible de la muerte de esa criatura era la pér- dida de sangre. La excesiva
pérdida de sangre daba por resul- tado la muerte, con la excepción de las mujeres, que perdían
sangre con la misma regularidad con que la luna cumplía sus ciclos místicos. Este fenómeno
femenino sufría, sin embargo una interrupción, o sea cuando la sangre era contenida durante
nueve lunas, consagrada a engendrar una nueva vida. Además, el ingreso de esa nueva vida al
mundo iba acompañado de un flujo de sangre que tampoco esta vez era fatal a la madre.
Las asociaciones entre sangre y vida-y-muerte son múlti- ples, especialmente para el hombre
primitivo. Al reflexionar sobre los años en que viví como cazador, evoco con toda vivi- dez los
interminables días en que seguía el rastro de la pres herida. Ya fuera solo o en compañía de
cazadores bosquima- nos o bantúes, nada era mejor como espect culo de triunfo que la visión
de las manchas de sangre, que nos impulsaban a recorrer increíbles distancias.
En cuanto aceptamos que nuestros lejanos antepasados, los primeros que comenzaron a
sopesar causas y motivaciones, veían el papel desempeñado por la sangre tal como lo sugieren
los datos antropológicos, querríamos saber cómo actuaban par incrementar, promover,
garantizar y aun inducir la vida. Sin duda, muchos rituales surgieron a dicho efecto, y aun al
pre- sente no faltan en el mundo ceremonias de fertilidad. En este caso lo único que nos
interesa, sin embargo, es ver hasta qué punto esos ritos tienen por propósito asegurar la vida
del hombre después de la muerte.
El acto de inhumación es, de por sí, un intento para ayudar al difunto en su viaje al otro
mundo. Como medida adicional al respecto, se adoptaban ciertos métodos, tales como el de
ubicar al cadáver en determinada posición y el añadido de enseres que pudieran ser útiles en el
otro mundo. Nada es m s común, entre estas mercancías funerarias, que la hematita. La
cantidad puede variar de unos pocos terrones, como los que se hallaron en la sepultura
Neanderthal de Chapelle-aux-Saints (entre 35.000 y 40.000 años de antigedad), a casos como
el de la Dama Roja de Paviland, cuyos restos fósiles estaban cu- biertos por una costra de ocre
molido con el que se la había untado en el momento de sepultarla.
Las sepulturas con ocre son universales y en algunas zonas han persistido hasta el presente.
Ello nos permite apreciar la difundida creencia en los poderes revitalizadores de la madre
tierra, cuya sangre sagrada puede devolver la vida. Así como la excesiva pérdida de sangre
determinaba la muerte, la in-clusión de la sangre de la tierra podía infundir la vida una vez
más. Tan poderosa era la fuerza vital atribuida a esta sustancia que, tal como hemos visto, fue
la causa de la pri- mera aventura minera del hombre; por otra parte, la continua demanda
existente en esa región bastaba por sí sola para expli- car la extracción de millares de toneladas
de hematita me- diante el solo empleo de herramientas de piedra. Tanto el empleo universal
del ocre como medio de asegurar una forma de reencarnación cuanto la antigua explotación
minera de hema- tita (el mayor filón de hierro del mundo) indican que el inte-
rés del hombre en la vida después de la muerte fue la primera motivación de la industria.
Una vez concluidas las investigaciones preliminares en Pico Bomvu, y tras dedicarme a un
pequeño estudio del mencionado simbolismo del ocre rojo, partí nuevamente hacia las
remotas montañas Makgabeng. Así comenz<S mi quinto año en esas montañas, y por primera
vez mi mujer y yo regres bamos con un Land-Rover. Poco después de nuestra llegada, me pidíe-
ron que asistiera a una reunión del jefe africano local y de los ancianos de la tribu. El objeto de
dicha reunión, supe más.tarde, era discutir la severa sequía que durante \años había v ciado a
esa región, gan ndole el título de "cinturón de las as>'. unto al último de los pozos de agua al
borde de la mon- a, escuché cómo los canosos ancianos, uno tras otro, se )rporaban para
expresar sus puntos de vista con respecto atroces acciones de la naturaleza. Entre los temores
enun- ,,: ese día, imperaba, casi por unanimidad, la apre'nensión .,-e los espíritus ancestrales
hubiesen sufrido una ofensa Acaso muchos de los jóvenes no se fueron a trabajar en las .dades
y en las minas, olvidando así los h bitos de sus res?" "¨Y qué del Dios de los blancos? ¨Acaso los
mi- neros no le dijeron a nuestros padres que él secaría los -hos de nuestras mujeres e
impediría las lluvias a menos que )pt semos el credo que ellos predicaban?" En cierto mo- nto,
un hombre de edad muy avanzada sugirió que, como vivía en las cavernas de las montañas, con
toda seguridad @aba más cerca de los ancestros, pues los antecesores de esta bu también
habían sido montañeses. ¨Cu l era, pues, mi inión sobre el asunto? lentras el anciano hablaba,
re- rdé un hermoso conjunto de tambores sagrados de madera, ,e había descubierto años atr s
en una caverna. Al respon- rle al anciano de la tribu, indiqué el distante crespón de- ,o del -,lal
yacían ocultas estas reliquias sagradas y pregunté .. qué los tambores komana de la tribu
habían sido relegados ese lugar, clcnde se pudrirían. Reaccionaron con sorpresa y xba. ¨Cómo
se había quebrado el hechizo que hacía invi- bles tanto los tambores como su escondite a todo
el mundo, dvo a quienes los guardaban? Traté de disipar su preocupa- .ón y pedí una
explicación por esa extraña conducta, pues )s tambores, en los que habitaba el espíritu de la
tribu, nc> staban bien preservados. Dando por supuesto que eran los ,spíritus quienes me
habían revelado la ubicación de la caver- ia, me explicaron que la posición y la condición de los
tam- )ores ejemplificaban el dilema de la tribu. Para sus proge- iitores había sido imposible
ceder ante las demandas de los nisioneros, de modo que, en lugar de destruir los objetos
sagrados, los habían escondido. El ignorado poder del espíritu del hombre blanco les había
vedado la adecuada utilización d los tambores, tal como su creencia tradicional había rechazad
la Sagrada Biblia. La gente de Makgabeng se hallaba, pues en una difícil situación espiritual y
me pedía que los aconse- jara en cuanto a la actitud que debían adoptar para apaciguar a Dios
y los ancestros.
Debo confesar que, pese a mi educación cristiana, me im- portaba más la felicidad de la tribu
que los misioneros que habían visitado la zona, muy brevemente, hacia fines del siglo pasado.
Por lo tanto, alenté al jefe para que regresara los tambores a un sitio de honor. En respuesta a
sus temores, l aseguré a esa gente que el hombre blanco no se vengaría por tales acciones, ni
tampoco los "ancestros" del hombre blanco. Durante el debate subsiguiente, en que se
trataron los diversos problemas técnicos que implicaban el traslado de los tambores y los
rituales, sentí alarma cuando alguien preguntó de dónde se obtendría la sangre necesaria. Los
sacrificios humanos no son inusuales en ciertas zonas del Africa donde se realizan ceremonias
para concluir con graves sequías. Temeroso de verme comprometido en un asesinato ritual, le
supliqué al consejo que no considerara una acción semejante, pero de inme- diato me
aseguraron que no se trataba de sangre humana. Para mi asombro, me refirieron entonces que
la sangre sa- grada de Mamagolo, la Gran Madre, no se podía obtener en la región. Apenas me
atrevía a creer que los tribeños aludie- ran a la hematita; requerí más detalles de esa "sangre".
La descripción no dejaba lugar a dudas de que la sangre de la Gran Madre no era sino el ocre
rojo, ante lo cual me comprometí en el acto a conseguírsela. Declinaron mi oferta con gratitud,
explic ndome que los alfareros de la tribu ya habían provocad la ira de los espíritus al emplear
un polvo rojo que se obte- nía en los comercios europeos como sustituto del mineras
genuino. El material que ellos requerían provenía de las en- trañas de la tierra, de los sitios
donde moraba la gran ser piente. Hacía mucho tiempo, me explicaron, lo habían ex-
traído individuos que entonces viajaban por el país y comer ciaban con ese mineral.
Conteniendo mi entusiasmo, describí minuciosamente las antiguas minas del Pico Bomvu, de
las que ofrecí, una ve m s, traerles un cargamento de ocre. Aún dubitativos, a caus del esmalte
pintado que los alfareros habían comprado a los comerciantes blancos, los ancianos de
Makgabeng dijeron que tendrían que ver el ocre de Bomvu antes de aceptarlo. No obs-tante,
concedieron que valía la pena tomarse el trabajo, pues ,sin la sangre sagrada era imposible dar
vida a los tambores; y, @por lo demás, los tambores, a menos que fueran nutridos con
,esta sangre, no podrían cumplir con la función de comunicarlos ,con los ancestros muertos.
Maravillado ante la secuencia de hechos que me había lle- vado a conocer el ocre rojo, los
sitios donde podía hall rselo y, sobre todo, la supervivencia del antiguo simbolismo de sus
@Ipoderes revitalizadores, partí hacia la tierra de los suazis.
Al cabo de un mes volví al Makgabeng con unas doscientas 'hbras de hematita en forma de
roca. Apenas la vieron, los .ancianos declararon con entusiasmo que ese era el material
,empleado por sus antepasados, y de inmediato se lo pasaron a un grupo de viejas mujeres
para que lo molieran. Tanto los hombres como las mujeres que menstruaban tenían vedado
moler el ocre y sólo las mujeres que habían pasado la meno- pausia podían prepararlo.
Semanas más tarde advertí que los tambores habían sido sacados de su escondite, pero jamás
volvió a mencion rselos, ni a los tambores ni a ninguno de los problemas tratados du- rante ese
día junto al pozo de agua. Para mi gran alegría, no obstante, la siguiente estación trajo algunas
de las lluvias más copiosas que cayeran durante décadas; la sequía se interrumpió y la tierra
manifestó su notorio poder de recuperación. Die ciocho meses después del incidente del
ocr@idio, yo vivía solo en una caverna del Makgabeng, aún dedicado a indagar la culturas
pretérita y presente de ese pueblo. Un día, al ama- necer, un hombre se acercó a la caverna
donde yo vivía y me invitó a una reunión que iba a celebrarse en cierto pueblo do días más
tarde. De modo algo sorprendente, el hombre negó conocer la índole de dicha reunión; lo
único que sabía es que me esperaban allí antes del alba. No sin suspicacia, le asegur que
acudiría al crepúsculo, tal como lo pedían.
Dos días más tarde hallé la aldea indicada, hogar de la mayor parte de los médicos-brujos
locales, que bullía de actividad, pues muchos tribefíos iban de un lado a otro o se reunían en
grupos para charlar. Tras el habitual intercambio de saludos, me dejaron atónito al anuncíarme
que se había organizado el ritual que se imponía para tener la certeza de que los espíritus
ancestrales me aceptarían como iniciado de la tribu. Un viejo médico-brujo me explicó que los
varones de la tribu habían decidido, tiempo atr s, integrarme a su pueblo, pero como est era la
primera vez que ello ocurría con un hombre blanco, era necesario obtener el consentimiento
de los espíritus. Abru- mado por la sorpresa y la emoción, fui conducido al patio cen-tral,
donde había una anciana sentada, parcialmente cubierta con una tela bordada. Era Maledi, la
más alta de las sangomas Makgabeng, y una mujer de la cual yo había intentado durante aiíos
obtener información. En ese momento ella aguardaba el retorno del espíritu de su abuelo, el
cual era su guía principal. Al parecer, había venido un poco más temprano, pero le había
informado a su nieta que iba hacia la cima de una montañ cercana a recoger un poco de té
silvestre. Al regreso "habla- ría¯ con ella. Cuando pregunté para qué necesitaba el té me
respondieron con naturalidad: "Porque le gusta", y cu ndo pregunté cómo viajaba, me dijeron:
"Con el viento, los espí-ritus siempre vuelan con el viento".
El problema de mi iniciación había surgido de modo tan súbito que sólo más tarde advertí
hasta qué punto dependí de la decisión de los ancestros de la tribu. Por fortuna, no obstante,
ellos aprobaron mi ingreso en la escuela de los varo- nes jóvenes', después de lo cual me
dieron oficialmente mis nuevos nombres tribales.
Apenas partieron los espíritus, Maledi, su ayudante, y dos de los brujos me condujeron a una
caverna de las montañas, a dos millas de distancia, que yo había descubierto en mi segundo
viaje al Makgabeng. Algunos de los símbolos pín- tados en el techo de esta pequeña caverna se
parecían un poco a las figuras que adornaban los muros de la aldea de Maledi; intrigado por la
semejanza, más de una vez vo le había preguntado a la anciana qué significaban. Durante casi
siete años, ella me había negado conocer la existencia de la caverna, asegur ndome que las
pinturas de los muros de la aldea eran meramente decorativas. Ahora, al detenernos ante la
pared de roca que fortificaba la boca de la caverna, Maledi me dio la bienvenida oficial a su
hogar espiritual, donde ellaacudía para comulgar con sus ancestros y donde iniciaba a las
jóvenes de la tribu. Dentro de la caverna, Maledi se puso a interpretar los símbolos
geométricos y admitió que los que había en los muros de su cabaña tenían una significación
idén- tica. Cuando le recordé su pretendida ignorancia pasada, ella me replicó, sin inquietarse,
que sólo ahora que yo era un ni- ciado podía revelarme tales secretos. Antes de mi aceptación,
los ancestros la habrían castigado con severidad en caso de descubrírmelos.
Los próximos siete días fueron los más excitantes de mi vida, pues los médicos-brujos
Makgabeng comenzaron la tarea de instruirme en el saber de su pueblo, conocimiento que
poseen todos los varones iniciados. En el decurso de nuestra discusiones, los médicos-brujos
aludieron a las excelentes llu vias que se habían precipitado, y declararon que ésta era una
prueba del éxito de los rituales relativos a los tambores sa- grados y al ocre rojo. En realidad,
reiteraron varias veces el gran alivio experimentado por la tribu al ver que tanto Dios como los
ancestros habían aprobado su retorno a las antiguas
ofrendas de sangre de sus antepasados.
Con esta primera iniciación, fui aceptado como médico-brujo en diversas tribus; luego, siete
años más tarde, de vuelta en Makgabeng, atravesé la próxima etapa de la educación tribal, la
escuela de los varones viejos. La primera escuela consiste en un período de instrucción que
prepara a los jóvenes para la vida adulta y les enseña la historia, las creencias y los h vitos de la
tribu. La segunda escuela atiende a conocimientos más ,altos y pone más énfasis en el credo y
los rituales religiosos Ser entrenado como médico-brujo requiere ahondar aun más en lo
religioso, dado que los médicos de la tribu son los sacer- dotes y sacerdotisas de su credo.
Uno suele leer con frecuencia acerca de la naturaleza severa y prohibitiva de los brujos
africanos. Aunque ese puede ser el caso de ciertos individuos, la mayoría de aquellos con quíe-
nes trabajo tienen todo el humor que es tan característico de los africanos en general. La
habilidad para mantener este humor aun con respecto a ellos y a su profesión los transforma
en compañeros gratos y placenteros. Es típico, al respecto, un di logo que oí por casualidad,
entre una bruja y su mofletuda sobrina, también una sangoma. La vieja tía, reproch ndole a la
mujer más joven su falta de respeto, la amenazó con re- gresar después de su muerte e
infligirle a la sobrina un dolor de cabeza. Sí bien en este caso tales comentarios eran en broma,
sospecho que hay cierto motivo ulterior detr s del increílble.cuidado y respeto con que se trata
a los mayores, pues en la medida en que el espíritu conserve las características que esa
persona tuvo en vida, el modo' en que se la trate en la tierra puede afectar en mucho su
conducta posterior. Un alm a la que se ha tratado con miramientos, respeto y afecto hasta el
fin, es muy probable que produzca un espíritu satisfecho. Esto es muy importante, pues se
sostiene que el espíritu an-cestral más cercano suele ejercer una gran influencia sobre una
persona. Sea cual fuere el motivo, sus creencias tradicionale por cierto se oponen al maltrato
de viejos y débiles.
Aunque los ancestros pueden viajar a su antojo, el sitio más indicado para establecer
contacto con ellos es el lugar donde están sepultados sus cuerpos. Así, constantemente hay
indi-viduos que realizan peregrinaciones por todo el subcontinente hasta las tumbas familiares,
con el propósito de orar o de pre- sentar ofrendas. Asimismo, con frecuencia hay delegaciones
de la tribu que viajan hacia donde se erige la tumba de un jefe del pasado, puesto que el
espíritu del jefe es el máspoderoso de la tribu y hay ciertos requerimientos que deben
vehiculizarse por su intermedio.
El horror a la muerte que manifiestan ciertos pueblos no alcanza la misma intensidad entre los
bantúes; no obstante, la congoja expresada por parientes y amigos ante el alejamiento físico de
una persona es indudablemente auténtica. El muert merecer el luto de sus allegados pese a
que aún vive, pues lo único que ha hecho es cortar las amarras que lo hacían visible y lo ligaban
a la tierra. Ahora, cuando hereda nuevas habilidades e ingresa a otro reino, los deudos
realizar n cier- tas ceremonias para asegurarle el bienestar. Pues el espíritu aún debe comer,
beber y gozar de ciertos lujos como el rapé, la cerveza y el tabaco. En las zonas tribales
habitadas por los Makgabeng, los campos se dividen en sectores y cada porción lleva el
nombre de un miembro de la familia. Cuando muere una persona, la tierra que lleva su nombre
no es cultivada durante un año, de modo que el espíritu pueda labrarla a su gusto para
cosechar sus productos y consumirlos en el otro mundo. Si muere el jefe de la familia, los
campos de la familia no se labran durante un año; si muere un jefe, ningún miem-
bro de la tribu puede plantar nada durante un año. Así, los que tanto por su edad como por su
rango merecen más res- peto, son los que gozan de más atenciones en el más all .
Mientras que un cristiano debe llevar una vida justa para asegurarse la salvación personal, el
africano tradicional no pro- cura semejante fin. Si buscamos una causa a nuestro respeto por la
moral durante la vida, hallaremos que para un africano tal conducta obedece a la presencia de
sus espíritus ances-trales. Tras la muerte corporal, todos los bantúes entrar n al mundo de los
espíritus, y para ingresar en él uno no depende de un juicio final. Mientras se vive como
mortal, sin embargo, la conducta de uno es continuamente juzgada por un conjunto de
espíritus con tenaz sentido crítico. Los ancestros exigen constantes atenciones, y la menor
negligencia que afecte su bienestar basta para que de inmediato revelen su naturaleza
desp¨>tica y temperamental.
Un inconveniente que esta creencia ofrece a quien la con- templa desde afuera es la extrema
intolerancia que estos an- cestros demuestran a todo lo novedoso. Este estado de cosas, sin
embargo, parece existir en todo el mundo entre las gene- raciones vivientes de más edad y las
más jóvenes, de modo que en Africa, al igual que en todas partes, actúa como una especie de
sistema de frenos que acaso conserve un equilibrio entre el progreso y el estancamiento.
Pese al paulatino ablandamiento que manifiestan las gene- raciones de espíritus más
recientes, éstos aún exigen obedien- cia absoluta de sus descendientes. En consecuencia, aun
en el enorme complejo urbano de Soweto, en las afueras de johan- nesburgo, las sangomas (y
aquí hay cerca de un millar) son completamente obsecuentes con sus ancestros. Suelen
circular, ocasionalmente, historias acerca de espíritus ofendidos que toman la vida de los
mortales descarriados, y, dentro de ese mundo de cemento y acero, aún suelen realizarse
sacrificios a los muertos. Sólo después de la iniciación descubrí que africanos sofísticados que
gozaban de una alta educación admi- tían abiertamente que aún creían en el culto de los
ancestros. Er@ !@s c7ludades, tales creencias suelen ocultarse por temor al ridículo, mientras
que en las zonas tribales no hay necesidad de esconder las creencias tradicionales sobre la vida
después de la nitierte, salvo ante los misioneros.
Así como los ancestros son los servidores de Dios, los mé-dicos-brujos son los servidores de
los ancestros. Cuando al-quícn muere, el cuerpo es depositado en la tumba y se ofician os ritos
correspondientes. Uno, diez o aun cincuenta años m s tarde, cualquier africano habr de
admitir que si uno abriera esa tumba los restos del individuo todavía estar n allí. El espíritu o
moya del muerto, sin embargo, sobrevive, y a partir del instante en que se despide del cuerpo
comienza a buscilr otro cuerpo mediante -el cual expresarse. Entre los tribeños no existe la
creencia en la igualdad, de modo que jiav gente con un gran espíritu y otros que hacen las
veces )S iliodestos marginados de la sociedad. Los últimos tie-i)@: Lin espíritu, como
todos los seres, pero el suyo es menos e' iiic y sólo requiere un mínimo de atención. Los
prime- l),,i el contrario, suelen ser buscados por espíritus más I'()Sk)s, al punto de que, si se
dan las condiciones, el indi- ) e., poseído por completo y obligado a consagrar su vida ii
itiicestros.
La persona así escogida es guiada, habitualmente mediant@, sus sueiíos, a la casa de un brujo
calificado, donde comienza si! iniciación. El neófito aprende cómo atraer al espíritu, cóm(5
comprenderlo, y cómo inducirlo a realizar ciertas tareas, tales como adivinar enfermedades o
ubicar objetos perdidos. El íni ciado descubre que estos ancestros pueden ser impúdicos exhi
bicionistas, a veces extremadamente exigentes, y otras des- vergonzadamente vanidosos. Tal
vanidad se refleja en sus servidores mortales, continuamente forzados, mediante suefíos o
compulsiones internas, a la obtención de cuentas, brazaletes, plumas y todo tipo de bellos
atuendos.
Los espíritus son tan individuales en su enigm tico reino como nosotros lo somos en la tierra.
Por lo tanto, sus capri- chos y deseos jamás se manifiestan de la misma manera @@. diferentes
apreiidíces o brujos. El modo de vestir, de comer, de beber, de bailar, y toda forma de
comportamiento, depen- den del dictamen de los antepasados. En realidad, pareciera que la
personalidad individual del sangoma queda casi total- mente abrumada por sus espíritus
ancestrales.
Los médicos-brujos con quienes estudié transmitían cuanto habían aprendido de sus propios
maestros y antepasados. Pero constantemente me repetían que ante todo yo debía seguir las
instrucciones impartidas por mis propios espíritus para obtener el éxito.
Pese a la diversidad de temperamentos individuales que uno encuentra en el mundo de los
espíritus africanos, hay ciertos ritos que cuentan con la aprobación de la mayoría de los
espíritus, tales como la ejecución del tambor, la danza y el canto. Otro elemento en el que
suelen coincidir casi todos lo$' médicos-brujos es la insistencia en que sus servicios al pueblo
sean bien recompensados. El fracaso en las instruc- ciones dadas a un paciente o cliente es un
horrible insulto al espíritu que es, por supuesto, el responsable por la cura o el éxito.
Finalmente, hay una observación que todo novicio o brujo calificado debe tener en cuenta; se
trata de la ofrenda de sangre, el más esencial de todos los elementos, a los es-
piritus.
El sacrificio periódico a los ancestros es crucial, pues sin esta sangre revitalizadora son
incapaces de asumir la plenitud de sus poderes. ¨Quién, sabiendo que depende de sus ances-
tros difuntos para sobrevivir, dejaría secar la fuente que lo alimenta? Las ofrendas ocasionales
de cabras y vacas a los muertos ilustran la continua creencia de los me@dico-brujos en una
práctica antes observada en la antigua Grecia y regis- trada en la Odisea homérica: "Los
espíritus de los muertos podían ser convocados; se congregaban en grupos cuando se
degollaba a un animal, para sorber su sangre y recobrar la vida, aunque fuera por un tiempo
breve". La Eucaristía es el ejemplo más famoso de relación entre la vida y la sangre, o mejor
dicho, un símbolo de la sangre: el vino que representa la sangre del hijo de Dios. Por lo, que
sabemos hasta el presente, sin embargo, esos notables albores de la industria en Suazilandia,
las antiguas minas del Pico Bomvu, ofrecieron el ejemplo más remoto que'se conoce del
interés del hombre por la vida después de la muerte.
CRispiN TICKPLL
Las antiguas civilizaciones de América culminaron en forma violenta hace unos cuatrocientos
o quinientos años. Sólo po- demos percibirlas a través de una lente empañada. Como la mayor
parte de los pueblos, los aztecas, mayas e incas, así como sus predecesores durante miles de
años, creían que la vida de algún modo continuaba después de la muerte. Pero el conocimiento
que tenemos sobre sus creencias es penosa- mente exiguo y fragmentario. Para colmo, está
deformado por el mismo impacto que destruyó dichas sociedades y por el medio a través del
cual lo hemos obtenido.
La historia de ese impacto -de cómo pequeños grupos de aventureros españoles, en nombre
de Dios y del oro, exter- minaron toda una civilización- es a la vez intensamente ro- mántica y
profundamente desagradable: por una parte, una sociedad de la última Edad de Hierro, con las
ventajas de la pólvora, los caballos, el espíritu de cruzada y la iniciativa individual; por la otra,
una sociedad de la Edad de Piedra tardía, rica, colectivista, reservada y ceñida a su medio am-
bíente. Lamentablemente, las riquezas hicieron que los espa- ñoles se comportaran, como dijo
un observador, como bes- tias salvajes; los intrincados mecanismos no pudieron sobrevivir al
mal funcionamiento del engranaje principal; y la transmu- tación del medio -desde la
introducción de la viruela en México a la obstrucción de los sistemas irrigatorios de Perú- trajo
como consecuencia una desintegración social que aún hoy es evidente.
Hoy día quiza seamos más tolerantes hacia la alterídad, o al menos más conscientes de la
relatividad tanto de las ideas como de la organización humanas. Pero vale la pena pregun
@arnos cómo se habrían comportado los modernos exploradores le la luna si selenitas
extraños aunque no menos provistos de ,iquezas hubieran intentado -sin que ello sirviera de
mu--ho- atacar a los astronautas intrusos, hubieran rechazado t odas las pretensiones de los
terr queos y hubieran reclamado que los dejaran en paz. La gente a cargo de la próxima expe-
dición habría demostrado, por cierto, un enf tico y –para ella- justificado af n por poner a los
selenitas en el lugar correspondiente, apropiarse de sus riquezas y enseñarles –en caso de que
se mostraran dispuestos a recibir enseñanzas- las virtudes del sistema ideológico de turno.
Así ocurrió con los españoles en México y Perú. Lejos de reconocer los valores de la
civilización que habían descubierto, sistem ticamente se dedicaron a eliminarla. El único Dios
era su Dios, las únicas creencias, sus creencias. En realidad, uno de los interrogantes en boga,
que subsecuentemente fue desarrollado con gran celo teológico, era si podía concebirse
que los indios tuvieran alma, y ni hablar de su derecho a la vida ultraterrena. Entretanto, nadie
dudaba de que la religión azteca era obra del mismo demonio. El culto del sacrificio
humano, a cargo de sacerdotes con larga cabellera untada de sangre seca y cuerpos punzados
por espinas de maguey, pare. cía una prueba definitiva. Ningún horror excede al que per-
petran los otros.
El resultado consistió en la destrucción de toda una socie- dad, tanto en sus aspectos
espirituales cuanto materiales. El pegamento que los unía fue disuelto, y con las pocas piezas
que nos quedan no podemos comprender cu l era su aspecto exterior y mucho menos cómo
estaba conformada interior- mente. A esto se suma otro problema. Los aztecas y los
incas, las culturas predominantes a principios del siglo xvi, no eran sino recién llegados a la
escena de la civilización. Man-tenían una spera relación con sus predecesores, y absorbían
y se apropiaban de todo aquello que no llegaban a rechazar. Tal como lo consignó un jefe
mexicano en épocas del empera- dor ltzco tl, más de un siglo antes de Cortés:
"No conviene que todo el pueblo conozca las pinturas. Los siervos comunes se confundir n, y
la tierra ser pervertida, porque en los docu-mentos hay muchos embustes..."'
Los mismos españoles no podrían haberío dicho mejor. Comprender en la actualidad cómo los
aztecas, los mayas y los incas y sus predecesores juzgaban la vida y la muerte –y la vida
después de la muerte- es a tal punto una empresa conjetural que más vale reconocerla así
desde un principio.
Describir las evidencias es una tarea breve. En México hay cerca de doce libros de papel
pintado o códices -mayas, míxtecas y aztecas- anteriores a la conquista, así como otros que se
compusieron después, de los que queda una cantidad mayor. Constituyen el único resabio de
los millares que algu- na vez hubo en las bibliotecas de las principales ciudades. Vale la pena
citar una observación del Obispo Landa de Yucat n: "Hallamos un gran número de libros con
tales ca- racteres, y como éstos sólo contenían superstición y mentiras del diablo los
incineramos a todos, lo cual los indios deplo- raron a un grado asombroso y lo cual les causó
una gran angustia". En Perú no había documentos escritos. Las tablas pintadas del principal
templo incaico, en el Cuzco, ilustraban ciertos mitos y propuestas teológícas. Por lo demás, los
incas transmitían la información administrativa mediante la distri- bucíón de nudos en cuerdas
de diverso color, los quipu. Es poco lo que éstos pueden decirnos, Menos aun puedes decir-
nos los granos con pinturas ídeogr fícas del pueblo mochica, muy anterior a los íncas. quiza
sean más adecuados a nuestros propósitos, en primer lugar, los escritos de aztecas, incas y
otros en el nuevo alfabeto europeo correspondiente, a veces en la lengua local, a ve-
ces en español; y, en segundo lugar, los escritos de los mis- mos espaiíoles, soldados,
sacerdotes,- leguleyos y administra- dores, quienes, por una serie de razones que oscilaban
entre la propaganda misionera y el af n por apropiarse de las tierras, querían determinar las
pr cticas de un pasado que no tardaría en desaparecer. Aunque la obra de los españoles sea
inapre-ciable, hay que leerla con cierto escepticismo. Inevitablemente, ellos veían lo que se
adecuaba a su propia concepción de las cosas y cometían las subsecuentes distorsiones; en
cuanto a sus informantes, es muy probable que reelaboraran las cosas según su propio criterio,
ofreciéndoles a los españoles una versión depurada o mejorada que incluyera una alta dosis de
los elementos que, según aquéllos, podrían interesarles a éstos.
Disponemos además de las evidencias arqueológicas, profu- sas pero poco específicas.
Constituyen nuestra fuente de ín- .formación sobre el pasado más remoto. Mientras que los
templos de Tenochtitl n fueron arrasados para echar los d- mientos de la ciudad de México, los
imponentes edificios ma- yas, abandonados durante cinco siglos o más, han sobrevivido
intactos en la jungla. En Perú, todo nuestro conocimiento sobre civilizaciones preincaicas
proviene virtualmente de los contenidos de las tumbas: momias, joyas, alimentos, y algunas
piezas de alfarería que se cuentan entre las más elocuentes que se hayan confeccionado jam s.
Nos quedan, por fin, las tradiciones orales. El paso de cua- trocientos años y la instalación de
una civilización extraña no han eliminado el car cter específico de la sustancia subya- cente.
Puede que hoy constituya una deformación del pasado y que nos señale antes los
fundamentos que la superestructura de la antigua civilización. Pero el modo de apreciar la vida
y la muerte en México aún tiene cierta vigencia. Mediante 1 an lisis de estas curiosas
perspectivas, al menos podemos conjeturar el pensamiento del común de la gente de hace
muchas generaciones.
En todo caso, los fundamentos son el sitio adecuado para comenzar. Todas las antiguas
sociedades americanas, desde las m s primitivas a las más complejas, compartían' un origen
común. Desde hace unos cuarenta mil años, los pueblos caza- dores del Asia se trasladaron
desde las tierras bajas de lo que es hoy el Estrecho de Bering hacia Alaska, dispers ndose más
tarde hacia el sur y adapt ndose simult neamente a condicio- nes nuevas e inmensamente
variadas. El alza del nivel del mar que siguió al fin de la última era glacial levantó el puente
levadizo, y la subsiguiente comunicación con el mundo exte- rior (tema harto controvertido)
fue, en el mejor de los casos, intermitente. Los invasores distaban de ser uniformes al co-
mienzo, y en el curso de los milenios conservaron amplias divergencias. Pero, ya por recíprocos
intercambios, ya en vir-tud de lo que habían heredado, continuaron manteniendo cier-
tas ideas y pr cticas comunes.
Por supuesto, sus creencias religiosas nos son desconocidas, pero, según los vestigios que han
sobrevivido, debieron aseme-jarse a las de los pueblos cazadores de todo el mundo. La
introducción de la agricultura y las comunidades sedentarias propiciaron un complejo sistema
de creencias manejado por individuos dotados o una clase sacerdotal y fundamentado en los
ciclos anuales de la naturaleza. La preocupación específica por el más all es evidente desde la
época de los primeros labradores. En México, el cadáver frecuentemente era sepul- tado con
estatuwas femeninas de arcilla, que al parecer sim- bolizaban la fertilidad y la continuidad de la
vicla. Acaso se las destinara a acompañar al propietario en sú viaje a lo desconocido, En Perú,
los alimentos y enseres depositados en la tumba también revelan el af n de proveer a las
futuras necesidades del alma.
Las reflexiones sobre el más all , de hecho, eran muy dife@ rentes en las dos zonas altamente
civilizadas de la antigua América: por una parte, la región hoy cubierta por México
y sus vecinos meridionales (Mesoa@rica); por la otra, Perú y sus vecinos del norte, del sur y
del este.
Se deduce que la moralidad de su vida era relevante sobre todo en cuanto concernía a su
modo de morir. Los pueblos mesoamericanos tenían un rígido código moral, pero no se
inquietaban por los pecados individuales. Es aquí donde más lejos nos encontramos de la
tradición cristiana: las nociones de lucha personal, conciencia personal, y redención personal
les eran totalmente ajenas. Lo mismo ocurría con nuestro acostumbrado dual-'lsno entre Dios y
el diablo, el bien y el mal, lo justo y lo injusto. El dualismo de ellos estaba en el supremo Dios
Ometéotl -el Seiíor Dual y la Dama Dual-, padre y madre a la vez, creador de todos los dioses y
los hombres y no menos misterioso que la Trinidad. Los otros dioses, al igual que los hombres,
tenían aspectos buenos y Ma. ]Os, Y características que variaban según el tiempo y la circuns
tancia. NO h3bIa ninguna Certeza de que lo que a los hombres @es parecía el bien obtuviera
un triunfo fi@al.
a -> quien robó el primer maíz
Para los hombres y en ciertos aspectos era el rotector de la humanidad, cayó en desgracia, y
padeció en manos de Tezca. tlipoca @l Espejo Hu@cante-, elev ndose mediante el sa crifício Y
convirtiéndose en la estrella vespertina. Pero si la moralidad personal incidía poco en el
Proceso de amd la vida y la muerte, los actos colectivos de la hum ' ad eran esenciales a la vida
misma. El mundo presente era el quinto desde la creación. Sus cuatro predecesores habían
cuitninado en una cat strofe y no cabía duda de que al actual le ocurriría lo mistno. Entretanto,
a los hombres les cabía la responsabí- Edad de velar por que continuara el ciclo de la vida. Se
prac- tícaban diversas clases de sacrificio. Otietzalcóatl había inrno- lado serpientes, aves y
tnariposas. Pero Tezcatliooca lo había qe@rotado, y a partir de entonces el sacrificio @umano
era el uruco que tenía valor. Así, era necesario ahogar niños para Tlaloc, el dios de la Envía;
antes que brotaran las cosechas, Xipe Totec, el dios del œ!rano, exigía la sangre de una víctítna
que era desollada y cuya Piel era tefíida de amarillo y ves- tida por el sacerdote; el gran
Huítzilopochtli -P iaro que Canturrea a la Izquierda-, el dios tribal de los aztecas, que
representaba al sol en su cenit, necesitaba sanrre humana -agua preciosa- para facilitar su
cotidiano viaje a través del cielo. Para los aztecas, el sacrificio implicaba un acto de honor antes
que de crueldad. Antes que el cuchillo de obsi-diana le arrancara el corazón, la víctima
saludaba al sacerdote:"Oh amado padre". y el sacerdote solía responderle: "Oh amado hijo". El
sacrificio era simplemente el medio para conservar la vida en un mundo arduo y sobre todo
fr gil.
Para los que no lograban ingresar a ninguno de los tres paraísos, las perspectivas eran
sórdidas. El alma iba al Cielo Septentrional o Sitial de los Muertos, en un viaje que llevaba
cuatro aiíos, y atravesaba ocho lubmundos antes de alcanzar su meta final en el submundo
noveno. Antes de la cremación o la inhumación, el sacerdote inst@a al cadáver sobre las peri
pecias que lo aguardaban, equip ndolo con una buena provi- sión de comida, agua, estandartes
de papel y un perro (el xoloitzcuintli sin pelo). En la boca le colocaba una cuenta de jade, para
sustituir el corazón, y le dejaban presentes para que se los llevara al Señor y a la Señora del
Mundo Subterráneo. El viaje, en cierto modo, representaba un regreso a los oríge- nes del
pueblo americano, en las remotas regiones del norte. Los detalles varían. Según una versión, el
alma primero debía cruzar un ancho río, aferrándose a la cola de su perro mas cota;* luego
debía atravesar altas montañas cuyas laderas
Xolotl significaba, en lengua náhuatl, "perro" y "gemelo". Xolotl era el doble de QuetzaIcoatl, a
quien había acompañado en su descenso a los Infiernos; representaba la parte inmaterial del
hombre y era quien mejor podía guiar al alma en los vericuetos del trasmundo, que sólo él
conocía. (N. del T.) periódicamente chocaban entre sí; luego recorrer un pasaje donde el viento
era tan frío y spero como las hojas de obsi- diana; luego abrirse paso a través de las rocas;
luego eludirr fagas de dardos; luego ahuyentar jaguares y otras bestias feroces que intentaban
devorarle el corazón; luego trepar por desfiladeros de roca quebradiza; y finalmente llegaría al
lugar de las tinieblas'y el piadoso olvido. Según algunos, el alma podía regresar una vez al año a
la tierra en busca de alimentos, antes de regresar a las sombras.
Esta versión es simple y obviamente sospechosa. Hay mu- chas cosas que quedan sin explicar.
Sea cual fuere el pesi- mismo de los aztecas, resulta difícil creer que sus líderes -desde los
sacerdotes o los guerreros que morían en la cama a los mercaderes y al propio emperador- la
aceptaran lite-ralmente o carecieran de otras esperanzas, acaso bajo el pa- tronazgo de los
dioses particulares que invocaban. Dur n, que escribía hacia 1580, consigna un discurso del rey
de Texcoco a la muerte del emperador azteca Axayacatl en 1481:
"... Ahora has ido al lugar donde encontrar s a tus padres, parientes y nobles ancestros. Como
el p jaro que vuela has ido allí para regocijarte en el Seííor de Todo lo Creado del Día y de la
Noche, del Viento y del Fuego...
ste no parece ser el sitio aterrador antes descrípto. Pero hasta los emperadores podían
llamarse a engaño. Una extraña historia refiere que el emperador Moctezuma, desesperado
ante la cercanía de los españoles, decidió abandonar el trono y refugiarse en el mundo
subterr neo. Lamentabletnente, los mensajeros que envió volvieron con el siguiente mensaje
del dios:
"... Quienes aquí habitan ya no son como eran en el mundo, sino que difieren en forma y
modales; previamente t@an goces, descanso y ale- gría; ahora todo es tormento; este lugar no
es un deleitable paraíso, como pretende el antiguo proverbio, sino una continua tortura; ve y
dile a Moctezuma que si viera este lugar quedaría helado de terror, y aun se volvería de
pi¨dra ... "S
También hemos de tener en cuenta el escepticismo predo- minante en la poesía azteca que
nos ha quedado. está llena de nostalgia por las delicadas aunque transitorias cosas de la vida y
de incertidumbre ante el futuro. La belleza del mundo es tanto más grande al ser pasajera. Los
hombres son como flores que no tardan en marchitarse o canciones que se esfu-
man en el aire.
". . Basta un día para que nos vayamos, basta una noche para que perdamos nuestra carne. . ."
El espejo reluciente (elmundo perfecto) contrasta con el espejo humeante (Tezcatli-
poca: el mundo real).
... ¨Acaso las flores nos acompañan al reino de los muertos? Es cierto, realmente es cierto que
debemos partir. ¨M s adónde, oh adónde varnos? ¨Alff estaremos muertos, o aún
perviviremos? En ese lugar, ¨vuelve a existir la existencia?"4
Nadie sabía la respuesta. Las creencias ortodoxas podían otorgar consuelo o desesperación,
pero la muerte conservaba su misterio. Los mitos de otras regiones de Mesoamérica parecen
haber sido variaciones sobre el mismo tema. Es cierto que, de acuerdo con Mendieta, el
pueblo de Tlaxcala (principado inde- pendiente sobre la montaña dé México) creía que los
príncipes y señores se transformaban, al morir, en nubes, en aves sun- tuosamente
emplumadas o en-piedras preciosas, mientras que el común de la gente se convertía en
comadreja o en fieras hediondas. Pero ésta parece una leyenda aislada sobre la dis-
tinción de clases. Aun en el lejano Yucat n, los mayas tenían una cosmología similar a la de los
aztecas, aunque expresada en diversa nomenclatura. En épocas de la conquista española
la civilización maya estaba en decadencia y había sufrido, al igual que los aztecas, la influencia
tolteca. Como resultado, nos es casi imposible discernir las características específica- mente
mayas de las que son mejicanas en general. 'Nmbién ellos creían en un cielo dividido en trece
regiones y en un submundo dividido en n destino de] alma era diferente. un
paraíso maya, un sitio de muer- tos en batalla, las víctímás muertas al dar a luz, y los suicidá
para siempre. En el mundo subterráneo al que i gobernado por de- MOniOs torturadores,
reinaba el hambre y la deso. lación.
También esta concepción parece excesivamente simple. Es obvio que se remonta a fechas
muy antiguas, acaso a una época ' previa a la incorporación de los Paraísos Oriental y Oc-
cídental del dios del sol por parte de los aztecas. Pero en modo alguno parece congeniar con
las 2randes tradiciones intelectuales de la casta sacerdotal de los -mayas, y más bie parece
tratarse de una historia relatada a los extranjeros o a los simples.
En el México moderno la muerte aún ocupa un sitio es- pecial. A la gente le gusta referirse a
ella con cierto desgano, demostrar una indiferencia poco proporcionada con la fasd-nación
nacional que ella ejerce. La rapidez con que se la inflige a los otros acaso no inplíque tanto una
carencia de em- patía como un h bito que sobrevive a las generaciones, qta s, en el fondo, la
s@nsacíón de que lo que cuenta es la colectividad de la vida y que la muerte es, al fin y al
cabo, parte del proceso tierra renovarla. Entre los mexicanos de ori- gen indio, las almas
regresan por alimento el día de los mues- tds. Se cuece un pan especial, y en algunas a-Ideas
las tumbas se cargan de contadas y ejavelones. Se vela durante toda la noche, a la luz de las
burlas, y por la mañana la comida ha perdido misteriosamente su sabor. Para los habitantes de
las ciudades, tal celebración es más bien la excusa para un festejo; pero las calaveras de azúcar
y chocolate, el pan especial, los esqueletos con fuegos artificiales entre los dedos, o elev ndose
como barriletes en helicópteros de papel, nos confirman que quien ríe último es la muerte.
Cabe mencionar otro vinculo con el pasado. Para los antiguos mexicanos los alucínógenos
poseían una sustancia divina. De ahí la denominación azteca para las setas sagradas:
teonan catl, la comida de los dioses. Los alucinógenos constituían el común vehículo de acceso
a lo divino, y para algunos aúrv cumplen esa función.
Cuando nos volvemos hacia las creencias de las civilizacio- nes que alguna vez abarcaron los
Andes centrales, desde la selva tropical hasta las costas occidentales de América del Sur,
estamos en otro mundo. Existe un extraordinario con- traste entre la abundancia de
testimonios arqueológicos de las primeras épocas en adelante, respecto a las cr--encias en el
trasmundo, y las vagas y dispersas referencias al tema en los escritos posteriores a la conquista
espafola. Acaso esto sea una consecuencia del car cter mismo de la religión bajo el imperio de
los incas. ]sta consistía, por un lado, en una serie de creencias populares de índole
esencialmente regional, que incluía un relevante culto de los muertos, aunque localizado en
zonas sagradas, dioses locales y espíritus familiares; y, en segundo lugar, en el aparato de la
religión estatal, que amal- gamaba las creencias de los pueblos dominantes y los some-
tidos, y constituía un indispensable medio de conducción po- Etica. Este último, naturalmente,
se asentaba sobre el primero y de él extraía su vigor. No es sorprendente que el primero lo
haya sobrevivido y que muchas de sus variantes aún perduren.
Pero en cuanto a las verdaderas creencias del común de la ente sobre el trasmundo, aún
permanecen ignoradas. Con- templamos sus vestigios con impotencia, sin poder ubicarnos
en la mentalidad que las sostenía. Los pueblos de la montaña y de la costa solían preservar los
cadáveres, tras eviscerarlos mediante métodos que nos son desconocidos, y en las pecu-
hares condiciones de la alta montaña o del desierto seco, la naturaleza culminaba el proceso de
momificación. Las pr c-ticas diferían, naturalmente, según el tiempo y lugar. En
el caso de algunas tribus costeras, por ejemplo, el cadáver era envuelto en -un capullo de telas
tejidas, pieles de animales o atuendos, y coronado por una falsa cabeza hecha con una más-
cara de madera de nariz sobresaliente y ojos redondos y sal- tones; se lo equipaba, además,
con los objetos. qilámás signi- ficación habían tenido en vida para el difunto estos podían
incluir cerámica de todo tipo, armas, herramientas, joyas, co- fres, flautas de hueso de tres
notas, canastos labrados que contenían palillos, agujas, husos e hilo, juguetes ' pinzas para
acicalarse, cinturones bordados y, por supuesto, bebida y ali- mentos, calabazas con maíz,
caracoles y ¨tros moluscos, y re- cipientes que acaso contuvieran cervez'a de chicha. Entre los
mochica y otros, pequeñas láminas de oro, plata o cobre> ova. ladas o circulares, eran
depositadas en la boca del cadáver, y a veces se le introducía una c nula que iba de la boca a la
atmósfera exterior. La alfarería mochica, a veces zoomórfica, a veces representando escenas de
la vida cotidiana, revela una alegría ante la vida y el mundo visible que resplandece aún
hoy. A juzgar por estos y otros artefactos, había un dios feh. no de especial significación.
También se han encontrado es- queletos de pequeños perros (como en México) y, según la
literatura, las esposas, compañeros y siervos selectos a veces eran muertos y sepultados con
los grandes hombres. El jesuita Blas Valera sostenía que había una posibilidad de elección.
Los candidatos al sacrificio podían ofrecer presentes que los reemplazaran, Ramas por ejemplo.
En tales ocasiones, los fu-nerales eran seguidos por las celebraciones de quienes habían
cumplido con las exigencias del muerto salvando al mismo tiempo la propia vida.
Por lo que sabemos, las momias de la costa, una vez ínhu- madas dentro y alrededor de sus
pir mides, eran dejadas en paz. Pero las de las montañas, sepultadas en cavernas, torres
cuadrangulares o aun en tinajas de arcilla, eran en ciertos casos exhibidas de tiempo en tiempo
a través de las aldeas o alrededor de los campos, como parte de las celebraciones reli-
giosas. Las momias reales de los Incas desde Manco Capac, eran expuestas en orden
cronológico bajo quitasoles de plumas multicolores en la plaza principal de Cuzco, en la fiesta
agraria m s importante del afío. En otras ocasiones, había un equipo de sirvientes, danzarines,
bufones, músicos a cargo de ellas, además de otros que les traían comida, les cuidaban la vesti-
menta y procuraban divertirías. Uno de los Incas tenía incluso sirvientes a su lado día y noche,
que se ocupaban de ahuyentar las moscas. Para hombres de categoría inferior las costumbres
variaban. Por ejemplo, a lo largo de la costa el pariente más cercano de un cadáver recién
momificado era sumergido tres veces en el río cuando se'lavaban las ropas del muerto. Tras
una fiesta ritual, se vertía cerveza de chicha en el suelo para aplacar la sed del muerto, y a
veces una de sus viudas @ro- gada con coca- era sepultada viva con él, para hacerle com-
pañía. Algunos pueblos montañeses exhumaban a sus momias durante tres días y tres noches
por año, para cambiarles la la y proveerlas de alimento y bebida. En las tumbas toda-
se pueden realizar banquetes. Se ha sugerido una serie de explicaciones, que van desde
reencarnación o la resurrección hasta el culto de los ances- tros. Ni la reencarnación ni la
resurrección parecen probables. toda preocupacion se centraba en el cuerpo presente y no en
Lo futuro. Cuando los españoles lo condenaron a muerte, el 'rica Atahualpa prefirió ser
bautizado y estrangulado antes que ser enviado a la hoguera y disiparse en humo. No puede
haber exístido una distinción muy clara entre el cuerpo y el alma. tampoco hay nociones de un
alma que regrese para habitar el cuerpo. En cuanto al culto de los ancestros, no sabemos de
nada que sugiera que a las momias mismas se las juzgara di- vinas. Blas Valera escribió que los
indios rogaban a los Dioses '... para que cuidaran al muerto, para que su cuerpo no se
corrompiera y perdiera en la tierra, para que no dejaran que su alma errara sin rurn- bo, y para
que la recogieran y conservaran en alguna región feliz.
La respuesta acaso sea más simple de lo que parece. Los indios veían la vida y la muerte
como parte de un único pro- ceso. No sabían qué le ocurría a los muertos. Acaso hayan
alcansado, inclusive, que el sitio en que los sepultabais era lite- ralmente el escenario de su
vida ultraterrena. Al menos sen-,tían la responsabilidad de perpetuar tanto como fuera posible
sus condiciones visibles de vida, de tal modo que la existencia de ellos fuera más tolerable ya
en esas o quizás en otras de- A cambio, suponían que los muertos constancias mas azarosas.
protegerían a sus descendientes y a la comunidad en que habían vivido. Aunque los indios no
hayan adorado a las momias, es seguro que las veneraban igual que a los huaca u objetos sa-
grados. Los huaca podían ser cosas imponentes, alarmantes o extraigas, desde los mismos
Andes o una yuxtaposición de r-boles hasta seres humanos con seis dedos en el pie. Eran, en
cierto sentido, vehículos a través de los cuales la esencia de lo sobrenatural, buena o mala, se
manifestaba y se hacía conocer en el mundo. Los muertos eran parte de ese misterio.
El concepto de huaca es alusivo y, por lo demás, ha de ha- berse transmutado con el paso de
las generaciones. Por otra parte, se lo aplicaba de diverso modo en diversos lugares. Lo
mismo ha de ocurrir con la concepción del trasmundo. Hay una profusa variedad de tradiciones
orales, algunas quiza muy antiguas, otras no menos remotas pero teñidas posteriormente con
matices cristianos, y otras de origen más reciente. De acuerdo con una de ellas, un peñasco
andino de curiosa confor- rnación es el fin de una senda que guiaba al cielo las almas de los
muertos. Las almas masculinas debían padecer un tipo de carga, las femeninas otro. Sufrían
pruebas para demostrar su fortaleza moral. Sí las franqueaban, podían ingresar a una gozosa
inmortalidad mediante hendiduras -grandes o peque-ñas, según el sexo- de la roca. Sí fallaban,
permanecían ante el peñasco eternamente, aunque invisibles. Para los chíbcha, el alma debía
vadear un ancho río en un bote hecho de telas de araña antes de viajar al centro de la tierra a
través de gar- gantas de roca negra y amarilla. En una región de la costa,
las almas debían llegar a lo que se llamaba la Comarca Silente mediante un puente colgante
hecho de cabellos humanos, y sólo contaban con la ayuda de perros negros.
Es sobre tal infraestructura donde los Incas han de haber amalgamado su compleja religión
corno parte de la organiza- ción estatal. Para ellos había un supremo dios creador, co-no- cido
-al menos según los últimos cronistas- como Viracocha en las montañas y como Pachacamac en
la zona costera. Su servidor más importante, según los Incas, era el dios-sol, de quien decía
descender la familia real. Corno el Inca tomaba a su hermana como primera esposa, los
matrimonios de su familia, velozmente ramifícada, eran agentes de un imperialis- mo
genealógíco mediante el cual se incorporaban a ella nuevos gobernantes. Los otros dioses y
diosas principales –algunos indígenas y otros adoptados- representaban la tierra, la luna,
las estrellas, el trueno y la lluvia, y el mar. Había una pode- rosa casta sacerdotal que presidía
complejos rituales adecuados al ciclo del año y que incluían la purifícacíón colectiva e indí-
vidual, la adivinación del futuro, la curación de los enfermos, y los sacrificios regulares
(incluyendo el sacrificio humano de los profanos en ocasiones y en sitios especiales). Por lo
poco que sabemos a través de los cronistas españoles (que escribían para un público cristiano),
había un paraíso para las almas buenas y la clase gobernante, v un infierno para las almas ma-
las. El Paraíso @l Mundo Superior- estaba en el cielo, junto al sol. Allí abundaban la bebida y los
alimentos y la vida era muy similar a la terrena. El Infierno -el Mundo Inferior-
estaba en las entrañas de la tierra. Era un sitio gélido y desa- gradable donde sólo se podía
comer piedras.
Al describir esta versión simplificada del otro mundo, Cieza tle León destacaba el éxito
obtenido por el diablo al persuadir a los indios a que otorgaran más atención al arreglo de sus
tui,,ibas y sepulcros que a otra cosa: en otras palabras, parecían m s interesados en aprender a
morir que a vivir. Acaso esa haya ,ido su impresión, pero es m uy posible que se haya equi-
vocado. Para lo-S'indios, los puntos cúlmines de la vida eran seguidos por el punto cúlmint de
la muerte. Los muertos debían recibir todo el auxilio q ' ue necesitaban para afrontar lo que los
aguardaba al internarse en lo desconocido. Pero, en un proceso simple, cada parte era tan
importante como la otra, y la línea, aunque sinuosa, era continua. El hecho de que hubiese
sacrificios, humanos o de los otros, revela que la muerte de los individuos podía contribuir a la
salud integral de esta sociedad enf ticamente colectivista.
Para los antiguos americanos la muerte no implicaba el si-lenciado desastre qu@ implica para
nosotros. Si no era el pasaporte para los privilegios ultraterrenos, como en la angus-
tiada religión de los aztecas, era parte integral del misterio de la existencia, y no podía
disociarse a los acontecimientos que la precedían de los que la sucedían. Como en otras reli-
giones, la gente hacía todo lo posible por regular el más all proyectando las categorías de lo
conocido en lo desconocido. Sus esfuerzos pueden parecernos crueles, patéticos o absurdos.
Pero ellos no contaban con más certidumbre que los demás. Los poetas aztecas se aferraban a
su escepticismo, y las familias incaicas no vacilaban en sacrificar llamas que oficiaran de sus-
titutos. La vida en sí misma era buena; y de la brumosa suce- sión de cosas vivientes dimanaba
un resplandor que en mucho se asemejaba, sin duda, al resplandor del crepúsculo. ¨Quién, en
cualquier parte, puede afirmar algo más?
NOTAS
GEOFFREY PARRINDER
RELIGIONES DE ORIENTE
La India ha sido una de las mayores fuentes de la reflexión religiosa y filosófica durante por
lo menos los últimos cuatro milenios, y su contribución al interés en la vida después de la
muerte ha sido sobresaliente. Lo que recibió la amplia de- nominación de hinduismo ha
afectado a todos los otros credos indios y aún es un factor predominante. El budismo y el jai-
nismo, hoy minoritarios en la India, profesan creencias an- tiguas y en cierto modo divergentes
y se las contempla como no-hinduistas o heterodoxas porque tienen sus propias escri-
turas, pero algunas de sus doctrinas b sicas con respecto a la vida después de la muerte son
paralelas o suplementarias a las enseñanzas del hinduismo. Los sikhs vinieron mucho más
tarde, pero en este campo específico tienen mucho que ver con sus vecinos hinduistas, y de los
grupos religiosos inferiores hay muy pocos que tengan o hayan tenido actitudes nihilístas ante
la vida después de la muerte.
Ciertas enseñanzas, aunque no se restrinjan a la India, se desarrollaron allí, sobre todo la idea
de la transmigración del alma, o su reencarnación, y la creencia ética, relacionada con la
anterior, en el karma, efecto y secuela de las acciones reali- zadas en esta vida. No sólo los
hinduistas, sino los teístas sikhs y aparentemente los agnósticos budistas y jainistas com-
parten tales creencias fundamentales en la India, las cuales se propagaron por el Asia
mediante, los misioneros budistas y florecieron en los terrenos antes difíciles de la China y el
Japón. Tales creencias, sin embargo, no se encuentran en los textos indios más antiguos que
nos han quedado; puede que estuvieran presentes en los estratos inferiores de la sociedad
prehistórica, el influjo de cuyas. ideas perduró cuando los textos o los monumentos físicos
habían desaparecido.
GEOFFREY PARRINDER
RELIGIONES DE ORIENTE
Los Vedas, textos sagrados cuyas primeras composiciones datan acaso del segundo milenio
a;C., dan por sentada la su- pervivencia después de la muerte. Como en muchas otras cul-
turas, hay pinturas que representan una forma simple de vida más all de la muerte y que
sugieren que dicha existencia transcurriría en el cielo, aunque como forma exaltada de la
vida en la tierra.
El seiíor del mundo de los muertos era Yama, padre de la humanidad y primero en haber
padecido la muerte. Vivía en un paraíso celestial donde bebía con los dioses al amparo de
los rboles, acompañado por constantes c nticos y música de flautas. También se decía que los
muertos vivían en el cielo tercero, el punto más alto alcanzado por el dios Vishnú,
que había cruzado la tierra, el aire y el cielo con tres pasos, semejantes a la cotidiana travesía
del sol. Los himnos fune-rarios proclamaban que el espíritu del muerto iría a un mundo
de luz donde, junto a los ancestros, Yama y los dioses, se "uniría a los padres, se uniría con
Yama, se uniría a un cuerpo vigoroso". En un nuevo cuerpo sin las debilidades e imperfecciones
terrenales, el espíritu ingresaba a una vida ju- bilosa donde se colmarían todos sus deseos.'
Hay un esquema pintoresco, aunque más sofisticado, del pasaje a la vida ultraterrena en uno
de los cl sicos Upanishads, discursos filosóficos previos y posteriores al 500 a.C. El texto
declara que el alma separada se eleva a la luna, puerta del mundo celestial, y, si logra
franquearla, prosigue hacia los mun-dos del fuego, el viento, el cielo y los dioses. Allí la reciben
centenares de ninfas, que la exornan con vestimentas, guirnal- das, ungentos y el conocimiento
del ser divino. El alma prosigue hasta un lago y un río eterno, que vadea mentalmente y donde
se despoja de sus actos buenos y malos. Pstos re-
gresan, respectivamente, a los parientes que ama y a los que no ama. Llega a una ciudad
celestial, u@ palacio, a una ex- tensa sala y a un trono reluciente donde se sienta el Dios
creador. Allí, la interrogan: "¨Quién eres?", y responde: "Soy lo que eres tú, lo Real."'
Cuando los pensadores indios de las diversas escuelas co- menzaron a desarrollar las nociones
sencillas de supervivencia, se expresaban opiniones divergentes y no imperaba ninguna
ortodoxia. A veces se expresaban dudas sobre la posibilidad la índole de tal supervivencia. El
famoso filósofo Yajna- svalkya, una vez que derrot¨> a sus rivales en las discusiones
@bre la naturaleza del alma, les pídi<5 que le formularan pre- tuntas. Cuando ellos se callaron,
él propuso su propia pregun-ta, en la forma de un poema sobre un rbol. Este poema te-
,vela una gran semejanza con los versículos sobre el rbol del bbro de job (14, 7-14), donde el
escritor hebreo declara que él rbol puede volver a brotar, pero que el hombre muere y se
corrompe. Del mismo modo, Yajna-valkya compara el hombre a un vigoroso rbol del bosque,
con cabellos como hojas y con sangre semejante a la savia que recorre el tronco. Cuando un
rbol es derribado, vuelve a crecer, pero el hombre, ¨cómo puede elevarse una vez que lo
talan? Sí un rbol es arrancado de cuajo, no puede volver a crecer; tampoco el hombre tiene
raíces para emerger de la muerte. Un verso final canta en elogio del divino Brahm n, meta del
júbilo y la sabiduría, pero éste podría ser un añadido posterior, si bien es cierto que también
job se refugiaba finalmente en Dios.'
En otro di logo, le preguntan a Yajna-valkya qué ocurre con una persona cuando ésta ha
perdido su voz, su aliento, sus ojos y su alma. Yajna-valkya lleva aparte al que lo interroga,
aduciendo que eso no debe discutirse en público. Luego habla de la acción (karma): la buena
acción nos hace buenos, las acciones malignas nos hacen malignos. sta es casi una res- puesta
típica del agnosticismo budista que, según veremos más tarde, sostenía que no existía un alma
aprehensible y que por lo tanto el vínculo entre una vida y otra era simplemente el
karma, los actos y el legado que afectan a cada organismo psi- cofísico.
Pero Yajna-valkya no estaba satisfecho con estas conclusio-nes negativas, y así lo demuestran
los muchos di logos en que él considera la naturaleza del alma, tanto en la vigiha como en
el sueño. El sueño es analizado con sutileza, demostrando que el alma durmiente lleva consigo
los materiales de la vida en vigília, para crear las carreteras y arroyos y carruajes del
mundo del sueño, pues el alma es creadora. Luego se describe la condición del alma al morir
como un carro pesadamente cargado, que es el cuerpo conducido por el alma. Cuando el
hombre agoníza se libera del cuerpo, tal como un fruto cae de un rbol. Entonces la vista, el
olfato, el gusto, el habla, el oído, el pensamiento, el tacto y el conocimiento se disipan
para unificarse en el alma, que deja al cuerpo a través de una de sus aberturas y regresa a la
vida.'
Luego, Yajna-valkya comparó el alma a una oruga que se arrastra por una hoja de hierba
antes de pasar a la próxima hoja, o a una pieza de oro a la cual el orfebre le imprime otra
forma. Así el alma pasa a otra vida, "haciéndose para sí una forma nueva y más bella". Tales
ideas condujeron sin difi- cultad a la doctrina de la transmigración, en que el pasaje de
una vida a otra -metempsicosis- acaso implicara el rena- cimiento en la tierra o reencarnación.
Parece que la idea de la reencarnación era desconocida para los invasores arios que
dominaron a la India y para sus sacer- dotes brahmanes, autores de los Vedas, y puede que
haya for- mado parte de un sustrato de creencias antiguas y arraigadas en la población
originaria de la India. En un di logo que aparece en dos de los Upanishads más antiguos, ciertos
prín- cipes de la casta señorial le preguntan a un Brahm n si sabe dónde van los muertos, cómo
regresan, cu les son las diferen- tes sendas de los muertos, y por qué el cielo no est repleto.
El sacerdote debe confesar su ignorancia y regresa para re procharle a su padre que no lo haya
instruido correctamente. El padre es otro eminente filósofo, Uddalaka, quien vuelve
junto a los príncipes; éstos confirman que dicho conocimiento no había llegado antes a los
sacerdotes, sino que sólo era, pa-trimonio de la clase gobernante. Entonces le describen la
suerte de los muertos.
Los que son ascetas iluminados se elevan, al morir, en el fuego crematorio, en la luz del cuarto
creciente y en el curso septentrional del -sol, y eventualmente llegan al mundo de los
dioses del que no hay retorno. Pero quienes se aferran; a sus ritos y afanes circulan por el
humo crematorio, la mitad oscura de la luna y el curso meridional del sol, hasta los mundos an-
cestrales. Allí sufren la consecuencia de sus actos y luego regresan a través del espacio.
Descienden en las nubes y la lluvia, nacen en la tierra como plantas y, si se los ingiere como
alimento y se los emite como semen, pueden continuar la vida en un nuevo vientre. La crudeza
de este tr nsito recibe en- tonces una nota moral, en adición a las retribuciones que los actos
terrenales han merecido en el cielo. Los que observa- ron una buena conducta renacer n de un
vientre agradable, como hijos de mujeres de las clases sacerdotales, principescas o
mercantiles. Los que observaron una mala conducta re- nacer n de un vientre desagradable,
como hijos de perras o marranas o mujeres descastadas. El hecho de que el cielo no esté
repleto y las variaciones que sufre la población en las di- versas épocas, puede explicarse tanto
por la reencarnación cuanto porque ésta se da no sólo en seres humanos sino en animales.5
La transmigración del alma es sólo parte de la gran trans- migración del universo, el
microcosmo del macrocosmo. El mundo también padece grandes ciclos de nacin-úento y
muerte, o evolución e involución. No hubo creación ex nihilo sino una constante aparición y
disolución, sin una culminación final, puesto que todo el proceso volvía a cobrar forma y a
desarro- llarse nuevamente después de la disolución. Los afíos.de los dioses, que son varios
millares de veces los años de los hom- bres, se dividían en cuatro edades (yugas) de diversa
longi-tud. La primera era la edad de Krita, seguida por las edades de Treta y Dvapara, y la
última, era la edad de KaIi. La pri- mera edad era la mejor y la última, en la que vivimos ahora,
la peor. En este último e insidioso período, la reliRi<Sn decli- na, la moral es abandonada, reina
la permisividad, las mujeres olvidan la modestia, y las clases inferiores dominan a los sa-
cerdotes. Entonces la naturaleza estalla y hay una inundación que sumerge a la tierra en el
océano insondable. Tal escato- logía es común a todas las-rehgiones de la India, pero no es
definitiva. Pues, así como la disolución -había seguido a la creación, una nueva creación o
aparición debe seguir inevita-blemente. Nace un nuevo mundo, tal como un nuevo cuerpo
para el alma que transmigra. Por lo demás, todas las religio-nes indias enseñaban la posibilidad
de liberación o salvacióndel individuo de la ronda transmigratoria.
La objeción que suelen formular los occidentales que críti- can las teorías de la
reencarnación es que no tenemos memoria de las vidas pretéritas, y que por lo tanto no
podemos sacar provecho de sus errores o logros, lo cual aparentemente cons-
pira contra los propósitos de progreso espiritual. Ante esto, se pueden enunciar cuando menos
dos respuestas. La primera es que muchas personas, en el Asia, declaran recordar sus
vidas anteriores y, si bien las escrituras rara vez aluden a tales historias, no cabe duda de que
cuentan con la aceptación po- pular. Los pensadores occidentales que, como jung, han pres-
tado cierta consideración a tales doctrinas, no parecen haber descartado la posibilidad de la
memoria de las vidas pretéritas a nivel consciente o inconsciente. La otra respuesta india de
todas maneras, sería que la creencia en la transmigración no depende de la memoria de las
existencias anteriores. Por lo pronto es un hecho contundente el que los textos llinduistas
cl sicos jamás citen a la memoria como prueba de las preté- ritas existencias terrenales. La
prueba se halla más bien en la misma naturaleza del alma, en su esencia indestructible, que
ni la muerte ni la vida, ni las cosas pasadas o venideras, pue- den destruir.
En uno de los Upanishads más influyentes se halla la his- toría de un joven, Nachiketas, que
al parecer fue sacrificado por su padre. Fue a la casa de la Muerte (Yama), pero como ésta se
hallaba ausente debió esperar tres días sin recibir la hospitalidad debida a un Brahm n. Al
llegar, la Muerte le ofreció tres deseos en retribución. Los dos t)rimeros fueron de orden
formal, pero Nachiketas, en tercer término, inquirió el secreto de la supervivencia. Hay dudas
acerca de los que mueren. algunos dicen que el alma sobrevive y otros dicen que no. ¨Qué
sucede durante ef gyan tr nsito?"
Era una pregunta extraña para formul rsela a la Muerte misma, y la deidad intentó eludirla,
ofreciendo una larga vida, riquezas, hermosas doncellas y una gran descendencia, con tal
de disuadir al que la interrogaba. Pero Nachiketas perseveró, puesto que las cosas efímeras se
desgastan y sólo la verdad perdura; al fin la Muerte declaró que el alma era indestruc-
tible. No muere, porque no ha nacido. No proviene de nín- guna parte y no se convierte en
nadie en particular. El alma jamás perece con el cuerpo, porque es no nacida, limitada,
prístina, constante y etema.7
Los dos versículos que afirman dicha convicción son citados casi textualmente por el famoso
Bhagavad Gita, aunque en el marco de un escenario diferente. El guerrero Ariuna afronta
escrúpulos de conciencia antes de una gran batalla. Si la lucha se lleva a cabo, tanto amigos
como enemigos ser n muertos, el orden de la justicia será subvertido y la sociedad destruida.
Arjuna rehusa @ombatir y le pide consejo a su cochero, que es el dios Krishna, ste de
inmediato procede a asegurarle a Arjuna la eternidad del alma, citando el Katha Upaníshad y
afirmando que todos han existido desde siempre y que jam s cesar n de existir. Esta doctrina es
repetida hasta el cansancio en el Gita, y se relaciona con la transmigración cósmica en una
estupenda visión donde todas las criaturas son absorbidas por el cuerpo de Dios al disolverse el
mundo.8
Los Upanishads hablan de una identidad o alma inmortal ( tman) y también de Brahm n, el
fundamento del mundo, el Absoluto o el Todo. En los textos es posible distinguir al
alma individual del alma del mundo, pero éstos con frecuencia se refieren al tman cósmica en
términos idénticos que a Brahm n. El destino del alma individual, en el pasado y en
el futuro, est inextricablemente ligado al ser universal; según los textos que se consulten, uno
puede deducir que éste es la suma de las almas o una deidad trascendente.
Con los Upaníshads aparece tempranamente la doctrina del monismo (todo es uno) o de la no-
dualidad (a-dvaita), como la llaman los indios. En Occidente, esto suele denominarse
panteísmo: todo es Dios. Es evidente que el monismo es muy importante para la creencia en la
supervivencia a la muerte, pues si el hombre es uno con el ser universal que continúa
inmutable a través de las edades, es naturalmente inmortal. No obstante, sí el monismo
consiste simplemente en enunciar que todo lo que es existe, que no hay dualidad o
diferencia ontológica, que no hay sujeto y objeto, que el pasado y el futuro en realidad no
existen, dado que las apa- rentes variaciones e indívidualidades no son sino "ilusión"
(maya), puede que declarar "Yo soy el Todo" sea lisa y lla- namente una tautología para indicar
que "Yo soy yo".
En los Upanishads hay nueve ejemplos suministrados por el sabio Uddalaka que albergan
reflexiones sobre lo individual y el alma del mundo. El primero de ellos afirma que cuando
un hombre agoniza, su voz, su mente, su aliento y su calor se mezclan con el poder más alto,
pero que la sutil esencia de todo es el Alma del universo. "Esa es la realidad, esa es el
alma ( tman), y tú eres esa alma" (tat tvam as, "eso es lo que eres", el texto favorito de los no-
dualistas o monistas).' Los ríos desembocan en el mar y pierden toda individuali-
dad, así como las abejas recogen miel de diferentes rboles y los diversos tipos de miel se
confunden en la colmena; esa esencia sutil es el alma de todo el universo, y tú eres esa alma.
De igual modo, la sal que hay en el agua es invisible, aunque su sabor est disperso por toda!
partes, tal como el alma del universo.
Este monismo, aparentemente directo, recibió sin embargo interpretaciones divergentes. Los
mismos Upanishads suelen no ser monistas, y aunque el monismo convenga a ciertos filó-
sofos, el hecho de que identifique a la deidad con la humanidad pareciera provocar la muerte
de la religión y de la inmortal- dad personal. En el siglo ix d.C. el gran filósofo Sankara
propuso el más complejo sistema no-dualista, que logró mu- chos prosélitos en los círculos
intelectuales y acaso aún hoy sea predominante entre ellos. En contra de los filósofos San-
khya, que prescribían la existencia de innúmeras almas indivi- duales, Sankara veía lo Individual
como una mera manifesta- cíón de la Identidad más alta, Brahm n.
Sankara declaró que las aparentes diferencias entre las almas son como las diferencias entre
los reflejos, pues aunque el sol parece temblar en un estanque, en otro se mantiene impertur-
bable. Si hubiese múltiples almas y éstas fueran ubicuas, rei- naría la confusión, de modo que
sólo existe un alma verdadera y multiforme. Sankara admiti¨> ciertas diferencias aparentes,
debidas a la ilusión, pero éstas son un mero efecto de Brahm n, impermanente e irreal. Del
mismo modo, hiz? concesiones al culto religioso y aun compuso himnos a varios dioses, pero
esto no era sino una admisión de la condición temporaria a la que subyacía, última realidad, el
eterno e indiferenciado Brahm n.10
En el siglo xi, el filósofo Ram nuja predicó un no-dualismo modificado, mucho más acorde con
las manifestaciones popu- lares de devoción hacia un Dios personal. R m nuja decía que
en el texto "tú eres Eso", la palabra "Eso" se refiere a Brah- m n pero est coordinada con "tú",
puesto que las almas son el cuerpo de Dios pero no su totalidad. El alma no es un
mero efecto de Brahm n con una existencia temporal ilusoria, sino que las almas son
modalidades que constituyen el cuerpo de Dios. Además, las almas tienen su propia conciencia
y ésta persiste en la eternidad, sin que en la vida ultraterrena sean totalmente absorbidas o
aniquiladas.
"Esta Identidad 'interior' también resplandece, en el estado de libera- ción final, como un
'Yo', pues se manifiesta a sí misma ... Por el contra- rio, lo que no se manifiesta como un 'Yo' no
se manifiesta a sí mismo; tal sucede con los vasijas u objetos similares. Ahora bien, la Identidad
emancipada se manifiesta a sí misma y por lo tanto se manifiesta como un 'Yo'. Esta
manifestación como un 'Yo' no implica, en modo alguno, que la Identidad liberada qued@@
sujeta a la ignorancia o a la transmi- gración, lo cual contradiría la naturaleza de la liberación
final." 11
Los antiguos y difundidos movimientos teístas de la India exigían una diferenciación entre
Dios y el hombre, y también sugerían la supervivencia a la muerte por la gracia de Dios.
Esta doctrina se remonta por lo menos al Gita, donde los de- votos adoradores, por contraste
con los filósofos abstractos, llegan a Dios con el corazón. Se acepta que los hombres
puedan buscar el vago y arcano Absoluto mediante el conoci-miento y la austeridad, pero la vía
2s ardua y pocos son ca-paces de encontrarla. Acaso una minoría reverencie lo indefi-
nible y lo impensable, pero la mayoría no puede hacerlo y la senda de] amor es más alta y más
encomiable. El Gita pro- sigue asegur ndole a sus lectores que Dios se transforma en el
Salvador que, mediante la grada, con total independencia del karma, eleva a -sus devotos y los
sustrae al océano de la trans- migrad¨>n para sumergirlos en un estado atemporal de jubilosa
comunión consigo MiSMO.12
Como en otras culturas, los muertos despertaban sentimien- tos ambivalentes, tanto de afecto
como de temor. Como el muerto podía dañar a los vivos, se hacían intentos para alejar-
lo formalmente. En los funerales se lo proveía con alimento y enseres para el viaje al otro
mundo, y también se le pedía que partiera en paz. Si no se realizaban las ceremonias perti-
nentes, s e temía que el muerto se transformara en un alma en pena y sin cuerpo, y sólo
después del primer Sr ddha ocuparía su lugar en el mundo de los padres.
Antiguamente la gente del pueblo, al menos, sepultaba a sus muertos y existen versos en que
se ruega a la tierra que proteja a un muerto como una madre cubre al hijo con su
manto. Pero la cremación, acaso introducida en la India por los nómades arios que la
invadieron en el segundo milenio a.C., se transformó en la norma generalmente adoptada en
los funerales hinduistas, y aún se la practica hoy día, salvo para niños muy pequeños o
personas santas cuyos cuerpos, según se cree, no se descomponen. Los ghats * donde se llevan
a cabo las cremaciones son visibles en muchas partes, especial-Mente junto al río Ganges y la
ciudad sagrada de Benarés. La cremación era juzgada una of . renda al Fuego Sacro, el Dios que
era tanto sacerdote como deidad y que dispersaría el cuerpo pero guiaría el espíritu a los
ancestros.
Tradicionalmente, los ritos mensuales o anuales del Sr ddha eran dirigidos por doctos
brahmanes, sacerdotes que perma- necían sentados en,un lugar abierto mientras el familiar
hacía arder ofrendas en el Fuego Sacro, consagradas a los dioses, y ubicaba tres tortas de arroz
en haces de hierba sagrada para su padre, su abuelo y su tatarabuelo. Luego se tributaban
ofren-das a los ancestros masculinos más remotos y se vertía agua en el suelo, a modo de
libación. Las tortas de arroz se dividían luego entre los sacerdotes concurrentes y se ofrecía una
fiesta a los otros invitados.
En los tiempos modernos, las ceremonias Sr ddha completas son raras y mucha gente no tiene
tiempo ni dinero para tribu-tar algo más que ofrendas sencillas. Pero los hombres siguen
muriendo y un funeral adecuado se considera esencial para el bienestar tanto de los vivos
como de los muertos, de modo que se realizan actos rituales tanto para asegurar la destinación
celestial de los que parten cuanto su ininterrumpida benevo-
lencia hacia los que quedan. Aunque la teoría de la reencar-nación se sostiene con gran
firmeza, puede que el retorno a esta vida no tenga lugar por un tiempo prolongado; durante
ese lapso, los muertos necesitan recibir y 'ofrecer ayuda y atenciones.
Las escuelas heterodoxas de la filosofía y la religión hindúes son las que niegan la autoridad
de las escrituras védicas, in- cluidos los Upaníshads, y establecen sus propios textos sa-
grados. Cada una tiene diferencias características respecto de las doctrinas hinduistas, pero
también muchas similitudes, es- pecialmente en lo que concierne a la vida después de la
muerte.
Ha habido maestros ateos, aunque poco se sabe de ellos, salvo a través de los escritos de sus
opositores. Según se decía, los Lokayatas sostenían que sólo este mundo (loka)
existe y que no hay nada más all de él. Negaban el cielo y el infierno y afirmaban que el alma
es sólo el cuerpo con sus atributos y que no hay vida futura. El Bhagavad Gita ridícu-
lizaba a la gente como ésta mediante el ejemplo del necio que cuenta con éxito y fortuna y es
orgulloso y sensual, pero, en- ,gafíado por los deseos y las ilusiones, ha de caer en el infierno
que antes negó .14
La religión de los jainistas es muy antigua en la India, aun- que hoy sólo cuenta con cerca de
un millón y medio de pro- séhtos. Se ha sugerido que tanto jainistas como budistas pre-
servaron ideas corrientes en la civilización prearia del Valle del Indo, y que tenían arraigo en las
castas gobernantes antes que en las sacerdotales. Ambas religiones rechazan a los dio-
ses de los indios, o mejor dicho los incluyen como figuras se- cundarías y repudian a los dioses
creadores, del momento en que el mundo cumple ciclos reiterados e infinitos. Ambas creen en
una suerte de vida futura y en su culminación en el
Nirvana.
Los jainistas creen en innumerables almas (jivas) que habi- tan en los seres humanos, los
animales y las plantas. Estas almas est n encarceladas en la materia por karma buenos y
malos, y la salvación consiste en la liberación del alma, que quedar jubilosa y eternamente
aislada en el techo del uni-verso. Los jai.nistas rechazaron la teoría monísta de que una sola
alma palpitara en todas las cosas, a causa de las manifies- tas diferencias entre los cuerpos y,
por lo tanto, entre las almas. Fueron criticados, a su vez, por Sankara y otros, pues supues-
tamente enseiíaban aue el alma es del mismo tamaño que el cuerpo y por lo tanto (aducía
aquél) el alma de un hombre podría reencarnarse en un cuerpo de elefante y hallarlo dema-
siado extenso, o en un cuerpo de horrniga y hallarlo demasiado estrecho. Los filósofos
hinduistas, por su parte, Criticaron la predilección de jainistas y budistas por los argumentos
nega- tivos o alternativos acerca de Dios' -el alma o lo ultraterrenop con doctrinas basadas en
el "quiz s", o la "multiplicidad-de aspectos": "quizá sea", "quizá no sea", "quizá sea y no sea",
lcquizá ni sea ni no sea". Alegaban que, mediante tales recur-sos, los jainistas eludían o
ignoraban la existencia del Sefíor, única fuente de las almas.'5
Los budistas, al parecer, no sólo negaban o ignoraban a Dios sino que iban más lejos que
los jainistas al negar la existencia del alma. En uno de los primeros sermones adjudicados al
Buda, que trata de "las Características de la No-alma" o No- identidad, se analizan los cinco
elementos constitutivos del or organismo psicofísico en un intento de descubrir si alguno de
ellos puede ser considerado el alma. "El cuerpo no es el alma, puesto que si fuera el alma no
estaría sujeto a la enfermedad." A continuación se examinan las sensaciones, la percepción, los
impulsos y la conciencia: ninguno de ellos puede ser el alma, dado que todos ellos padecen."'
Los di logos budistas más tardíos se demoraron en la cues- tión de si el hombre es ahora
el mismo que cuando era niño, o si las diferentes partes del cuerpo, tomadas en su conjunto,
pueden suministrar una aprehensión de la persona. Con sus negaciones y ambigedades, la
posición budista persiste en elu dir tanto la especulación cuanto el dogmatismo. Un eminent
erudito declaró recientemente que "el Buda jamás enseiíó que la identidad 'no es' sino sólo
que 'no puede ser aprehendida' ".También afirma que la apreciación vulgar que tiene
Occidente del budismo como una ética del do-it-yoursell, el "hazlo-por-ti-mismo", sin
mediación de agentes sobrenaturales, es total- mente ajena al budismo histórico y auténtico,
que "se basa en la revelación de la Verdad a través de un ser omnisciente, conocido como 'el
Buda' 11.17
Sean cuales fueren sus puntos de vista sobre el alma, el budismo siempre predicó con
firmeza el renacimiento, la ronda de transmigraciones y la esperanza en el Nirvana. El mismo
Buda, que es uno en una sucesión de Budas pero el único en lo que va en la presente edad del
mundo, padeció centenares de existencias. Uno de los libros más populares es el jitaka
("historias de nacimientos") que contiene unas quinientas cin-cuenta historias sobre los previos
nacimientos del Buda en diversas formas animales y humanas, en cada una de las cuales
cumplió a la perfección con sus deberes. Su último nacímien- to, que él escogió desde el cielo,
condujo al esclarecimiento pleno y definitivo y lo llevó al Nirvana. En su iluminación, el
Buda evocó y vislumbró todos sus previos nacimientos, todas las criaturas del presente y todo
el futuro. Esta omnisciencia virtualmente divina es parte de los atributos del Buda y le ad-
judica un puesto central en la devoción de sus prosélitos, para quienes él es "el Dios por
encima de los dioses". Como Krishna, el Buda conoce todas sus existencias, mientras que
los hombres las ignoran.
La naturaleza del Buda en el Nirvana fue debatida con des- treza negativa. ¨Existe el Buda? Sí,
pero desde que ha in-gresado totalmente al Nirvana, y ya es imposible que pueda
conformarse cotno criatura, es imposible señalarlo con determi-nación. No obstante, es posible
determinar al Buda a través de su doctrina, y sus fieles lo invocan cotidíanamente: "Acudo al
Buda en busca de refugio, acudo a la Doctrina en busca de refugio, acudo a la Orden mon stico
en busca de refugio."
El budismo septentrional o Mah y na ("gran vehículo") en- señó doctrinas concernientes a
tres Budas, salvadores divinos que se brindaban a todas las criaturas como bodhisattvas, y
personificaban la sabiduría perfecta. Algunos filósofos ense- ñaron la doctrina del Vacío o
Vacuidad final, sin que existiera diferencia entre la transmigración y el Nirvana, de modo que
el júbilo consistía en la cesación de todo pensamiento. Tal doctrina recibió el ataque de los
filósofos hinduistas, que arguyeron que el enunciado "todo es nada" equivale a "todo
es el ser"."'
El Gurú N nak fundó a los sikhs en el siglo xv de nuestra era. Son monoteístas pero, si bien
recibieron ciertos influjos del monoteísmo y el misticismo musulmanes, los sikhs est n
firmemente arraigados en la tradición hindú. El fin de la Edad Media vio florecer muchos
movimientos fervorosos; en algunos de ellos el entusiasmo rozaba el erotismo, con la de-
vota adoración de deidades encarnadas. Otros, como los sur-gidos de N nak y Kabír, prescribían
la fe en un Dios supremo pero no encarnado.ç
Sin embargo, las tradicionales creencias indias en cuanto a la vida después de la muerte
Pervivieron en estos nuevos con-textos. Nanak cantó haber n-acido muchas veces como rbol,
p jaro y animal, y haber realizado, en sus múltiples vidas, actos buenos y malos. Pero creía que
nada podía estar oculto a Dios y que sólo la gracia divina podía rescatar al hombredel pecado
y la transmigración. En el sikhismo, como en casi todo el pensamiento indio original, la teoría
del karma explica las Pre-sentes dichas o desdichas del hombre, y ese destino es pasible
de alteración mediante las buenas acciones v la gracia de Dios. Los modernos escritores síkh
enfatizan las'verdades reveladas por el Gurú N nak y sus sucesores' puesto que "innumerables
pecados pueden lavarse gracias a la iluminación del Verbo". La transmigración rige hasta que el
alma se eleva al Nirvana, y luego "el renacer es eliminado mediante la palabra del
Gurú".'9
"Hay siete infiernos", dicen los filósofos Sankara y Ram - nuja, resumiendo la descripción de
sitios destinados al tormen-en el más all , abundantes tanto en las obras hinduistas,
como los Puranas, cuanto en los textos del jainismo y el budismo. Hay una estrecha similitud
con el Infierno de Dan- te, aunque es posible que las ideas indias hayan influido sobre
el Cristianismo medieval en forma indirecta, a través de los misioneros budistas y del Islam.
Erróneamente suele creerse que las religiones de la India y del Asia en general no creen en la
condenación, ero los in-contables infiernos de la religión hinduista, de la budista y de
otras, que ofrecen siniestros detalles de diablos y suplicios, no son si-,io lugares de
condenación. El mismo Bhagavad Gita, al continuar la descripción del destino del necio
opulento, ofrece un respaldo cl sico a la concepción de la perdición eterna de
los malvados. stos padecen un renacer tras otro, son engen- drados en vientres cada vez más
nefastos, y "jamás llegan a Dios"."
Ese "nunca" debe ser comprendido, indudablemente, en el contexto del ciclo cósmico, a cuyo
fin se iniciara una nueva creación. No se trata estrictamente de un "castigo eterno",
aunque es cierto que el eterno ',eón" bíblico no difiere del período cíclico del pensamiento
indio. Es imposible decir hasta qué punto las descripciones de infiernos y paraísos eran toma-
das literalmente en el pasado. No cabe duda de que su propó- sito era atraer a los hombres
hacia la virtud mediante esplén- didos relatos de las recompensas que los aguardaban (aunque
no sin sutiles advertencias que inhibieran de cometer actos sólo por la retribución) y
disuadirles de la pr ctica del mal. En la actualidad, esos vívidos relatos se han espiritualizado, y
un escritor sikh afirma que el "paraíso y el infierno son es- tados mentales y no localidades
geogr ficas ubicadas en el tiempo y el espacio. Est n simbólicamente representados por
la alegría y la pena, el jú@Dilo y la angustia, la luz y el fuego".21
Las incoherencias que parece plantear la coexistencia de con- cepciones como cielo e infierno,
por una parte, y transmigra- ción y Nirvanh, por la otra, no resultaron insuperables. Los
textos más antiguos aluden a los muertos que se elevan al cielo y allí reciben la retribución
debida a sus actos, y una vez que se agotan las consecuencias del karma algunos regresan a
la tierra. Hay un doble juicio moral: en las condiciones de la' vida ultraterrena y en las
condiciones, propicias o desfavora-bles, del nuevo renacer.
No hay que confundir el cielo con el Nirvana. Hay muchos paraísos, en las montañas o los
cielos distantes, que son, para los hinduistas, la morada de los dioses y de los antepasados, y,
para los budistas, el sitio donde los que est n a punto de transformarse en Budas aguardan las
próximas revelaciones de la verdad. Las obras religiosas populares contienen innumera-
bles y espléndidas descripciones de las mansiones celestiales, que pueden ser residencias
temporarias aunq ' ue duren muchí-simos años. El guía del famoso Templo del Diente del Buda,
en Kandy, hoy pasea a los visitantes por salones donde los muros resplandecen con pinturas de
vivo color, donde hay rboles y arroyos, aves y jubilosos inmortales, y, sin mayor precisión, dice
que eso es el Nirvana. Los cultos saben que el Nirvana no puede ser descripto ni pintado,
aunque un antropólogo re- fiere que la mayoría de los Budas, monjes o laicos, prefieren el
paraíso o el renacer, al remoto e inconcebible Nirvana, y que para ellos el renacer es mejor que
"la cesación del renacer" .22 Los primeros en predicar el Nirvana fueron los jainistas y los
budistas, y al parecer tal concepción penetró en el llinduis- mo a través del Bhagavad Gita, el
cual, en una actitud típica- Mente teísta , ve al Nirvana como una comunión con Dios, "la paz
que culnlina en el Nirvana y reposa sobre Afi".23 Nirvana significa "apagado", "extinto" (v
na se relaciona con el vien.to), y consiste en el logro de a extinción de los deseos y el karma de
modo tal que no haya causas para un nuevo renacer
y culmine la cadena de las Ira migraciones.
En lengua inglesa, y en alznos comentarios, el Nirvana ha sido descripto, sin mayor rigor
como extinction, "extinción", en el sentijo de aniquilación~deI alma o principio espiritual, lo
cual ho condice exactamente con los contextos indios.* Ni siquiera la supresión de la
individualidad implica necesariamen- te, en el hinduismo, la completa identificación con el
Abso-luto, puesto que Sankara y R minuja diferían al respecto, y en muchos textos religiosos se
puede interpretar una prédica de la unidad pero no de la identidad con lo divino. En @l
iainismo las almas gozan por toda la eternidad del júbilo de la libera ci¨>n, mientras que en el
budismo sólo se logra la extinció del deseo, causa del sufrimiento y la transmigración.
Los predicamentos búdicos en cuanto al Nirvana se carac-terizan tanto por las negaciones
como por los intentos de se-ñalar en qué consiste. Las populares Preguntas del Rey M-
linda enfatízan que uno no puede indicar a forma, el tamaiío o la duración del Nirvana, y que el
Nirvana es, no obstante, júbilo absolu ' to. En la medida en que se extingue todo af n
por los goces sensuales y toda futura resurrección, concluyen todos los sufrimientos. Es como
la cima de un monte, inacce-sible a las pasiones, pero inconmovible, alto y sereno. Con-
siste en el júbilo de lo eterno y es la indescriptible meta de los totalmente iluminados.
* José Ferrater Mora, en su Diccionario de Filosofía, comenta al res- pecto: "El significado
más aproximado de NI 'rvana es 'extinción' (como cuando se habla de la extinción de un, llama
) ' En efecto, lo que parece real, según los budistas, no es real, sino merafnente 'hinchado'. Al
re- esta hinchazón aparece desde fuera algo no aparece algo Tampoco puede que responde
conceptos valederos de la existencia indides Las definiciones que los budi tas an o
sola- mente aproximaciones." (N. del T.
Con frecuencia se ha visto en la religión india la negación del mundo, el apartamiento ascético
y egoísta de los problemas de la vida, y por cierto hubo muchos ascetas o atletas espiri- tuales
que soportaron indecibles privaciones en la busca de una meta para su espíritu. Sin embargo,
la energía y la dedicación consagradas a la vida ascética han servido de ejemplo a la ma-yoría
de la gente. No han echado las bases para una religión que negara totalmente al mundo. La
religión india no se ha ocupado precisamente del más all , sino de la vida terrena.
La cultura india ha producido innúmeras obras de arte a través de las edades, y en muchas
palpita una exuberante sen-sualidad que acaso complemente el extremado ascetismo. La
literatura, los tratados morales y sociales, los logros técnicos y políticos de la India testimonian,
durante muchos siglos, que la vida mundana tiene un valor. Aun para los sacerdotes el
ascetismo era juzgado la última de las cuatro etapas de la vida
que los hombres debían transponer normalmente: como estu- diante, como padre de familia,
como recluso y como asceta. Sólo cuando un padre de familia hubiese visto a los hijos de
sus hijos y se hubiese asegurado del cumplimiento de los ritos ancestrales,.había de retirarse
de la vida activa para meditar sobre lo eterno.
En la India, los deberes sociales y morales se agrupaban según cuatro clasificaciones, entre las
cuales la salvación o libe- ración (moksha) ocupaba el último lugar. Las otras eran: la
virtud o moralidad, la riqueza y la influencia, y el placer en el amor y en las artes. Estas cuatro
finalidades humanas eran consideradas justas y adecuadas en todas las clases de la so-
ciedad y para ambos sexos, con sus diversos deberes y perti- nencias. Que no siempre se sigan
los ideales más altos es una falla común a todos los seres humanos.
Para los monistas o no-dualistas, especialmente para San- kara, la liberación aporta el
conocimiento de la propia den-, tidad con el Brahm n absoluto. El Absoluto es el Sí-mismo
de todos y los hombres, a través de la meditación, llegan a rechazar la errónea opinión de que
el Sí-Msmo est sujeto a la transmigración. El Sí-Msmo es eternamente libre en su
naturaleza, pero en un cuerpo humano lo ciega la ignorancia; la liberación-consiste
simplemente en reconocer que uno es lo Absoluto, que es Brahm n, La personalidad
aparentemente separada del hombre es ilusoria o transitoria, mientras que el
Absoluto es la realidad impersonal y atemporal. La extinción de la individualidad no conlleva,
sin embargo, la extinción de la realidad sino de la ignorancia. La última realidad es Ser-
Conciencia-júbilo (sat-chit-ananda). Por lo tanto, aunque el alma pierde su individualidad en el
seno de lo eterno, no pier-de su conciencia. Antes bien, logra una conciencia altísima
y perfecta, que es el júbilo del ser verdadero.
Este mor ismo absoluto es popular entre los intelectuales, y ha sido comparado con el Vacío de
ciertos budistas, sí bien este último no parece enfatizar la suprema conciencia como
lo hacen las enseñanzas hínduistas. Pero otros pensadores hinduistas, más próximos a las
concepciones populares, com-parten el teísmo más personal de R m nuja. este enfatiza
la unión con Dios, que no es sin embargo una identificación sino una comunión de Yo a Tú, y
una vida después de la muerte que no es solípsismo ni extinción. R m nuja declara: sostener
que la conciencia del 'Yo' no persiste en el estado o liberación final es absolutamente
mapropiado. La doctrina, en realidad, sólo es- tablece -si bien con palabras levemente
cliferentes- que la liberación final es la aniquilación de la Identidad, El 'Yo' no es un mero
atributo de la Identidad para que aun des ués de su destrucción pudiera persistir la naturaleza
esencial de la Identidad, tal como persiste al cesar la igno- rancia, sino que constituye la misma
naturaleza de la Identidad."2ó
R m nuja declara una y otra vez que las almas constituyenel cuerpo de Dios y que el Brahm n
absoluto, el Espíritu más alto, debe diferir de las almas individuales, pues de lo contrario éstas
no po ' drían comulgar con él, "El Brahm n que I)retende alcanzar e devoto que medita debe
ser algo diferente de él." Ram nuja cierra uno de sus más famosos comentarios con esta
declaración: "hay un Espíritu Supremo cuya naturaleza consiste en el júbilo y la bondad
absolutas; que se opone fundamentalmente a todo mal; que es causa del origen, la
perduración y la disolución del mundo; que difiere en naturaleza de todos los otros seres ...
Que es un océano de amabi- lidad para todos cuantos dependen de él... Y los libera del
influjo de la ignorancia en que consiste el karma... Y les permite alcanzar ese júbilo supremo
que consiste en la intuición directa de la propia natura-leza; y que después de esto no los
devuelve a las miserias de la transmi-gración ... Una vez que ha llevado consigo al devoto que él
ama gran- demente."2ó
NOTAS
17 E. Conze. B
10 Bhagavad Gj
21 h ci .
Sin
22 g
T'
23 . E.ro, Buddhism and Society, 7ó y SS.
M Spl
Bh 7@vd Gita, ó, 15.
1.
24 b, @12 7; 9,32; 14,2.
25 Com@nta@jo de Riminuia; en la traducción de Thibaut, p gs
y SS. ó9
Ibid., 4, 4, 22.
ó
Grecia antigua
"Es ley del Destino que el alma que contempla algunas de tales verda-
des quede exenta de males hasta la próxima vez en el curso de las esfe-
128 LA VIDA DESPUS DE LA MUERTE
poeta que el
fuego y el agua son lo más importante de la vida; al exiliado
niegan
carne, no habr para ellos resurrección puesto que
"él har justicia con quienes estén a su derecha y les conceder la vic-
toria, es decir, a los catecúmenos a quienes convocó al reino de la luz;
sus justos [los Elegidos] y sus doncellas, que él transformara en ngeles.
Y er,.tonces las cabras que estén a la izquierda ver n la esperanza que él
ha de brindar a los que estén a la derecha, y sus corazones se regocijar n
por un instante, pues pensar n que la victoria de las ovejas también es
suya. Entonces él les dir : 'Alejaos de mí......
Tomás (12), se dice que tres naves bogan por el río de las
pruebas; una est cargada, otra a medio cargar y la otra vacía.
"Ay de la nave vacía que llega vacía a las Aduanas. Le pedi-
r n, y no tendr nada que dar... será expoliada sin piedad,
como lo merece, y enviada al metangismos. Sufrir lo que su-
fren los cad veres, pues clamaron en Sus oídos y 121 no oyó."
El metangismos era un traslado de un buque al otro. Mani
había tomado la palabra de los elquesaítas, que la utilizaban
para denotar las sucesivas encarnaciones de Cristo (según sus
creencias). Para Mani significaba el gradual ascenso del alma
al reino de la Luz. Este proceso es descripto en un salmo
Bema (227): "Recibe el Sello Sagrado del Espíritu de la
Iglesia y cumple con los mandamientos. El mismo juez que
est en los aires te brindar estos tres dones: l) el bautismo
de los dioses recibir s en el Hombre Perfecto; 2) las Lumina-
rias [el sol y la luna] te har n perfecto y te llevar n a su
reino; 3) tu Padre, el Hombre Primigenio, te dar la vida".
Mani anatematizó el bautismo; se había rebelado contra los
elquesaítas a causa del mal uso que hacían de este sacramento
y, a partir de entonces, lo reservó para la otra vida y lo ex-
cluyó de ésta.
En el dualismo de Mani, el alma era la perla, el cuerpo la
ostra. Las Luminarias son los mercaderes que conducen las
perlas hacia las alturas (Kephalaia, 83). La vida ascética de
Mani tenía por propósito liberar tantas partículas de luz encar-
celadas en la materia como le fuera posible. Sus discípulos,
por lo tanto, no podían beber el vino de la uva, que es traslú-
cida, aunque sí la sidra de la manzana, que es opaca. Uno
de los salmos (152) menciona las cadenas que sujetan al
cuerpo:
Egipto difiere de las otras tierras -que nos han dejado testi-
monios de su civilización en que los egipcios profesaban hacia
sus muertos un elaborado tratamiento ritual, sepult ndolos en
pir mides y tumbas pintadas, y también en el hecho de que
el clima de Egipto ha preservado los grandes rollos de papiro
del Libro de los muertos, junto con los textos inscríptos en el
interior de las pir mides para ayudar a los reyes allí sepul-
tados a alcanzar la vida eterna. Debido a la abundancia de
documentos egipcios, la cronología de las dinastías de Egipto
es mucho más exacta que la de cualquier otra zona y permite
el estudio de una evolución, mientras que los mudos vestigios
arqueológicos de tantos otros lugares desafían los intentos de
interpretación coherente.
Al mismo tiempo, la filosofía b sica del hombre egipcio es
ardua de comprender. Cada hombre, además de su cuerpo
o khat, tenía un ka y un ba. El ka puede ser tomado como
un "doble" del hombre, su genio o yo subconsciente; algunos
lo denominarían su ngel guardi n. Nacía con él y perduraba
en su tumba, aunque a veces se dice que est "en el cielo".
En un texto de la tumba de Unas, rey de la quinta dinastía, se
lee que: "Unas es feliz con su ka; Unas vive con su ka", y la
c mara subterr nea donde se preservaba el cuerpo momificado
era conocido como la casa del ka. El ba admite una más f cil
identificación con el alma; era la fuerza y el poder de la vida,
y a veces se lo pintaba como un ave con un penacho en el
pecho, y más tarde como un halcón antropocéfalo que revo-
loteaba sobre el cuerpo embalsamado. En cuanto al Rey' Unas,
los textos sepulcrales lo dicen dotado de un ba "semejante al
de un dios". Esta triple división no pudo dejar de ejercer
cierta influencia sobre Filón, el judío de Alejandría, quien
150 LA VIDA DESPUS DE LA MUERTE
cuar
cios que
mientras un monst
vorar el corazón d
de los Muertos, de
dentro de un esqu(
ticulares enumerad(
SOCIEDADES DEL CERCANO ORIENTE 153
Osiris permanecía totalmente pasivo y no existía en absoluto
la idea de que fuera un redentor.
A Osiris se le adjudica el gobierno del otro mundo en mu-
thos documentos tardíos; él es el "señor del Tuat" (o Mundo
Subterr neo) y también el amo de la Nave del Sol que antes
había pertenecido al dios-sol Ra. El papiro de Ani representa a
Ani absuelto, acompañado por su esposa y por Thotb, sentado
en una embarcación que contiene presentes para los dioses.
Aparece más tarde en un modesto paraíso, cultivando trigo,
mientras los bueyes muelen el grano. Lflteriormente, el papiro
muestra una embarcación con cabezas de serpiente a proa y
a popa, amarrada a un muelle, mediante la cual Ani podía via-
jar hacia la región occidental donde moraba Osiris. El papiro
que refiere la Disputa entre Horus y Set (Chester Beatty
pap. l) contiene al respecto un pasaje relevante: "Cuando
Ptah, el grande, al sur de su muralla, hizo el cielo, no le dijo
a los astros qué hay en él: 'Partid cada noche hada la tierra
occidental, el sitio donde se halla Osiris.' "
Los sacerdotes de Ra, en Tebas, confeccionaron durante la
Decimoctava Dinastía una guía para el otro mundo llamada
el Libro Ami Tuat. En él se narraba el viaje de Ra en su
embarcación a través de los reinos de los muertos. Se decía
que la nave era la misma que utilizaba para viajar por el cielo
durante el día, pero ahora su curso era del sudoeste al nor-
deste. Abordar esa nave y recibir la luz de Ra era la dicha de
los muertos. La primera región que atravesaba estaba poblada
de almas que aguardaban una oportunidad para subir a bordo.
Esta región no equivale a un purgatorio, puesto que no se
cumplía en ella ningún proceso de purificación; simplemente
se acepta o se rechaza el pedido de subir a la nave, y luego
ésta sigue su curso. Se atraviesan doce regiones, que se co-
rresponden con las horas nocturnas. En la región undécima
hay abismos de fuego donde se aniquila a los réprobos; cómo
llegaron allí, eso queda librado a nuestra imaginación.
Hacia la n-úsma época se compiló otro libro, el Libro de las
Puertas, que por contraste le otorga primacía a. Osiris, a quien
se pasa por alto en el texto previamente mencionado. Hay
doce regiones en el Tuat, al igual que en el otro libro, pero
en éste la región quinta es la mansión de los justos, dividida en
cuatro provincias; una es para @lo egipcios, otra para los sitios
154 LA VIDA DES" DE LA MUERTE
M. S. SEALE
LA SOCIEDAD ISLAMICA
Los portentos
El Infierno
El Cielo
Estadística
NOTAS
RF-Nín HAYNFS
IMAGINERTA CRISTIANA
[Desmesurado e infinito,
Aquel a quien ni el ingenio humano
ni el espacio pueden abarcar,
desmesurado e infinito,
estar en el espacio y en el tiempo
cre ndolo todo otra vez.]
Debe orar, pues, por sus muertos tal como por sí mismo,
debe orar sabiendo que est n vivos, que las vidas de ellos,
al igual que la suya, sólo tienen una significación final en
tanto estén orientadas hacia Dios; y que ellos también oran
por él. Esto'sueíia a un frío consuelo -y con frecuencia lo
o con
Y también:
Brings us 0 Lord at our last awakeníng into tbe bouse and gate of
heaven to enter ínto that gate and dwelí in that house where there shali
be no carnes nor dazzling but one equal ligbt, no noise or sitence but
one equal music ', no fears or hopes but one equal possession, no ends
or beginnings but one equal eternity...
ULPICH SIMON
letariado no
éstas Introducen 1
decir la econolnía
tivo no 7ecesíta 0,
Conviene adrn
@a que Predique a
riamente peligrosa d
elnpezar, no sirve dc
te> atenta contra la
luk'a-,, suscita ínterror
184
'-A VIDA D.ESPUS DE "A MU.CRTE
Esp, ewtrasens@,y
wood, en este volumen "
restauración I"Ve_rsll -
dica, pues vemos .. 'slrvon va , e espuesta a nuestra pré-
r
MA]RNN ISFUEL
El verdadero yo y la persona
Modos de supervivencia
Futuras resurrecciones
de po en el <
según se deduce c
NATURALEZA DE LA VIDA ETERNA 205
.i
@i
1
1
1i1
1
DORIs F. JONAS
NOTAS
en el cual part
braban en salas pri
DROGAS PSICODLICAS Y EXPERIENCIA DE LA MUERTE 235
en las mitologías o
expresa en términ
,tales totalmente a
,riencia del cielo, e
rn gos as
experiencias Ba
rned@ d-
242 LA VIDA DESPUS DE LA MUERTE
NOTAS
13
RosALiND HEYWOOD
ILUSlóN ¨O QU?
18
períores al
hombre, las dos primeras aparentemente vinculadas a sitios
particular s. La siguiente descripción fue escrita a @nt es , que
e
pudiera darle alguna ubicación a esos hechos. El primer ,og
9 fl
rrió en 1938, cuando mi esposo dejó el Foreign Service,'Y-.NPI
volví de los Estados Unidos para encontrarme con ei t@rl gico
desempleo que cundía por todo el país. ¨Había alguna cola-
boradón que una mujer ordinaria pudiera ofrecer? Par
averi-
iluillo., fui a almorzar a la Casa d¨ los Comunes con un amigo
i?ffj"entario. Cito mi registro del hecho:
Burt-Mbzu
itpuce , que yo me compulsado a tocar
música de 'Mozart en particular. ,--)tjq
lo vive directamente".
rírme a diversos p
escribiera mi primer libro sobre.investigación psíquica cuando
me hallaba muy ocupada y algo exhausta; yo sentía, sin
embargo, una presión tenaz desde mi interior -aunque al
mismo tiempo era como sí ' ' a de afuera- para se ir
vimer gu'
acc.ante con @i Esa presión se agudizó cuando llegué al
al
es lo clue quiere.
más tarde, durante varios minutos, ella no parecía estar 'aquí' conmigo.
Esta es una figura de lenguaje para expresar que su conciencia parecía
estar concentrada en otra parte, aunque no estaba en trance. Finalmente
pareció regresar, y yo le pregunté:
-¨Puedes decirme qué quería?
-Parecía satisfecho @ijo-. Fue como cuando él solfa enfrentar
una tarea ardua y yo le decía algu que e ayudaba a clarificar las ideas,
lo que le permitía seguir adelante. No decía mucho pero demostraba su
satisfacción. Había logrado lo que quería. Y ese era el aspecto que
tenía ahora.
Le pregunté cómo lo había visto y ella dijo que él estaba sentado
en el sof de enfrente.
-Pero eso es secundario -añadir. Lo más importante para mí
fue que él estuviera. Lo sentí.
-¨Es decir que tuviste una sensación de su presencia? -pregunté.
-Sí, sí, era George!"
!W,@b4-IMUERTE
tal contacto suponga una qialidad especial por parte del te-
cepto.r, , "El Rutilante Anillo de la Eternidad", como el sol,
ra justos, injustos y estúpidos por igual, pero ocurre
que todos suelen mantener los ojos cerrados. Esta vez ocurrió
,que, debido a, circunstancias que no esnp~@,
A"nqonar
los míos estaban levemente entreabiertos.
Tales presencias diferían de las de p4
#mi s mtiertos
recientemente en el hecho de que mis amigos venían a mí. Las
presencias no "iban" ni "venían". Tampoco parecían estar
localizadas, como esos seres que parecían velar por Westmins-
ter Hall y Eton Chapel. Lo más que puedo decir es que
estaban. Lo impregnaban todo. Acaso esto suene paradójico,
pero a mi juicio, la diferencia vital entre lo que llamamos
estados normales de conciencia y los estados que propician
experiencias semejantes, es que en éstos las paradojas son
normales. Estas presencias, por ejemplo, si bien parecían focos
de energía muy intensos e intensamente personales, no tenían
necesidades ni límites. Podría decirse que "desaparecían"
"hacia arriba" y "hacia adentro"_p@14_@raer,vida del rutilante
centro espiritual, y al mism
i soii,e@pandían "hacia
abajo" y, "(hacia afuera" para envolverme a mí y a todo con
ella No obstante, estas palabras, de orientación geogr fica
son @Wbtw. desaparecer, arriba, abajo, afuera, centro. ¨Qué
pueden significar cuando el centro y la circunferencia son lo
mismo? Especialmente,,cuudq-4 wptxp,,@t4
d
y no hay circunferencia,,,,,@,g z:jbi ij,, obom 5L
nuestro júbilo@li
Finalmente, la idea de que esos holones desencarnados cons-
tituyan otros más grandes, íntegra a la continuidad del modelo
esos tremendos focos de conciencia, esas magnas presencias,
que por momentos humildemente percibí. Puede suponerse que
ellos sean el fundamento de las tradicionales y difundidas cre-
encias en dioses, ngeles, demonios ... creencia que acaso re-
sultara de una percepción mediatizada por el hemisferio dere-
cho e "intuitivo" del cerebro, sí bien hoy rechazada con burla
por el predominio del hemisferio izquierdo y secuencias, An-
tes Mencioné la arrogancia humana. Soy muy consciente de la
arrogancia de una mujer no académica al especular, como acabo
de hacerlo, sobre la naturaleza del hombre, y del universo!
Por otra parte, aun las amas de casa, al igual que Einstein,
deben aprender de sus experiencias. Y ocultar las pequeñas
experiencias propias por tetnor a parecer un tonto sería un
acto de cobardía. El otro día me encontré con un poema del
filósofo presocr tico Jenófanes, traducido por Karl Popper.
Expresa lo que siento como yo jamás podría hacerlo:
["Los dioses no nos revelaron todas las cosas desde el principio, pero
en el decurso del tiempo, y mediante nuestros afanes, podemos cono-
cerlas mejor. Pero hombre alguno conoce la verdad cierta respecto de
los dioses ni de las cosas de que hablo, ni las conocer jam s. Pues
aunque al azar profiriese la verdad definitiva, él mismo lo ignoraría;
pues todo no es sino una apretada trama de conjeturas."]
NOTAS
ARTHUR KOESTLER
ili
iv
vi
nadas por la masa total del universo que nos rodea. Tampoco
aquí tenemos una explicación satisfactoria sobre cómo se ejerce
tal influencia; sin embargo, el Principio de Mach (tal como
lo reformuló Eínstein) ocupa una posición central en la cos-
mología moderna. Sus aplicaciones metafísicas son fundamen-
tales, pues de él se infiere que no sólo el universo en cuanto
totalidad influye sobre los acontecimientos locales, terrestres,
-sino que también los acontecimientos locales ejercen su in-
fluencia, por pequeña que sea, sobre la totalidad del universo.
Los físicos de mentalidad filosófica no dejan de advertir dichas
aplicaciones -algunos para su satisfacción, otros para su des-
contento. Bertrand Russell burlonamente seiíal¨> que el Prin-
cípio de Mach "huele a astrología"," mientras que Henry
Morgenau, profesor de física en Yale, hizo este reflexivo co-
mentario:
"La última forma del atomismo se llama mec nica cu htica. Ha ex-
tendido sus alcances hasta comprender, además de la materia ordinaria,
todos los tipos de radiación, la luz incluida, en pocas palabras, todas las
formas de energía, entre las que se halla la materia ordinaria. En la
forma actual de la teoría los ' tomos' son los electrones, los protones, los
fotones, los mesones, etc. El nombre genérico es partícula elemental, o
meramente partícula [ . . . 1
"Este ensayo trata de la partícula elemental, y más particularmente de
cierta característica que este concepto ha adquirido -o más bien per-
dido- en la mec nica cu ntica. Quiero decir esto: que la partícula
elemental no es un individuo: no puede ser identificada, carece de "mis-
midad" [identidad personal], El hecho es conocido por todos los físicos,
pero rara vez se le da alguna importancia en los trabajos que pueden
ser leídos por los profanos La partícula, según veremos, no es
un individuo identificable [
. "Sin duda, la noción de la individualidad de los fragmentos de materia
data de tiempo inmemorial [... 1 La ciencia la ha adoptado como un
hecho evidente de por sí. La ha refinado al punto de poder abarcar
todos los casos de aparente desaparición de la materia
vii
"No hay ninguna improbabilidad previa que nos impida postular aun
otro sistema y aun otro tipo de interacción, que acaso aguarde nuestra
investigación más intensiva: un universo psíquico que consista en hechos
o entidades ligados por interacciones psíquicas, que obedezcan a leyes
propias y que interpenetren el universo físico y que se superpongan
parcialmente, tal como las diversas interacciones ya descubiertas y reco-
nocidas se superponen entre Sf."2ó
Vili
ix
NOTAS
'i2 Citado por D. W. Sciem , Tbe Unity ot the Universe (1959), 99.
18 En Science and ESP, J. R. Smythies, ed. (19ó7), 218.
14 op. cit.
15 F. S. C. Northrop, en su introducción a Pbysics and Philosopby
de Heisenberg (1959).
ARNOLD TOYNBEE (Mans Concern with Lile alter Death) fue uno de
los investigadores e historiadores más eminentes del siglo. Es autor,
inter alia, de Greek Historical Thougbt, A Study of History y Christianity
Among the Religions of the World.
Primera parte
1 ARNOLD TOYNBEE
Segunda parte
2 COTTIE A. BURLAND
Sociedades primitivas....................... 51
3 ADRIANBOSHIER
4 CRISPINTICKELL
Las civilizaciones de América precolombina...... 8ó
5 GEOFFREY PARRINDER
7 M. S. SEALE
La sociedad isl mica........................ 15ó
8 RENEHAYNES
10 MARTIN ISRAEL
Tercera parte
1 1 DORis F. JONAS
La vida, la muerte, la conciencia y la Conciencia de
la muerte............................... 213
13 ROSALIND HEYWOOD
14 ARTHUR KOESTLER