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NORBERTO CHAVES

Pensamiento tipológico
Si he quedado con un colega en el aeropuerto, para localizarlo entre la multitud sólo
prestaré atención a los hombres y, como mi colega es un hombre maduro, no me fijaré
en los jóvenes. Así, entre todas las cabezas canosas que detecto a lo lejos, llegaré más
rápidamente a identificarlo. Se trata del comportamiento espontáneo de la mente: su
capacidad clasificadora que desbroza el camino para lograr acceder a lo que busca.
Todo registro de una identidad individual comienza por la detección del tipo. El tipo
(en términos de la lógica: la clase) aporta los primeros rasgos del individuo, los más
generales.
En la comunicación gráfica ocurre exactamente lo mismo. Antes de descubrir la
película concreta que se anuncia en aquel cartel, reconozco ya desde lejos que se trata
de un anuncio de cine y no, por ejemplo, de moda. Cada mensaje se preanuncia en su
género, en el código gráfico correspondiente. El mensaje sin género, no inscrito en un
lenguaje determinado, es un mensaje lento, se tarda más en decodificarlo. El género –o
tipo– va adelantando la información que permite al receptor, antes de leer el contenido
del mensaje, seleccionar el paradigma interpretativo adecuado.
Finalmente, sucede de igual modo con la identificación corporativa: la marca de un
bufete de abogados no puede responder al tipo de la marca de una petrolera. Los tipos
marcarios identifican al individuo antes que se lea su marca particular.
Y el proceso codificador es análogo al proceso decodificador: todo diseño de una
marca comienza necesariamente por la identificación de el o los tipos pertinentes. La
primera etapa del diseño de la marca es verbal: «esta empresa necesita un logotipo
tipográfico puro y un símbolo icónico, o, en su defecto, abstracto». Con este «titubeo»
en la frase anterior, queremos indicar que el pautado tipológico no siempre es
absoluto. El grado de condicionamiento del tipo es variable en función de una serie de
factores tales como:

 El sector: tipos codificados sectorialmente a respetar o, incluso, a evitar.


 El nombre: longitud y estructura del nombre institucional.
 Condiciones de lectura: distancias, velocidad, soportes.
 Arquitectura marcaria: unicidad o diversidad de marcas articuladas.
 Etc.

Pero, aun en los casos de mayor libertad, siempre habrá tipos más eficaces que otros,
aunque no puedan determinarse de antemano. En esos casos, un inicial ensayo
tipológico, o sea, un muestreo de soluciones alternativas genéricas (con o sin fondo,
con o sin símbolo, con o sin accesorios), sin entrar en el diseño de detalle, hará «saltar
a la vista» el tipo más adecuado.
En síntesis, por perfecto que sea, el diseño del signo nunca podrá salvar a una
marca tipológicamente errónea. Veamos unos ejemplos tomados de la realidad:
La empresa comprendió, durante el uso de la marca, que ésta no cumplía las condicionas
prácticas de su comunicación, que exigían un símbolo en sentido estricto (tipo SHELL) y se vió
obligada a cambiar de tipo, manteniendo algo del diseño original para evitar una ruptura (pero,
como es evidente, «nunca segundas partes fueron buenas»). Lo correcto habría sido acertar en el
tipo desde el inicio, cosa que no era nada difícil.
Veamos ahora el caso GAP:

Dar con la solución no se trata sólo de creatividad sino de sentido común: desarrollar
capacidad taxonómica o de clasificación y saber elegir el tipo adecuado antes de
diseñar. Y la selección tipológica comienza comparando la entidad (su perfil y sus
condiciones de comunicación) con los megatipos marcarios; que son seis, y solo seis.
Esquema de megatipos de marcas gráficas (Cassisi, Belluccia, Chaves).
En cada uno de estos «megatipos» se despliega una tipología interna que aporta
matices, permitiendo segundas selecciones que van definiendo la marca con mayor
precisión y mayor ajuste al caso. Y, obviamente, entre estos megatipos podemos
localizar tipos híbridos cuyas identidades genéricas, por así decirlo, «titilan» conforme
la mirada priorice unos u otros rasgos. Un «logotipo-con-fondo», según sean las
características de ese fondo, puede acercarse al «logo-símbolo» y un «logotipo-con-
accesorio», según sean las características de ese accesorio y su forma de uso, puede
acercarse al tipo «logotipo-con-símbolo».
La riqueza de posibilidades es enorme y el trabajo conforme el método de
eliminación progresiva de tipos no pertinentes permite acercarse rápidamente a los
tipos y subtipos más acertados y ensayar con más detenimiento las variantes internas.
Así, la calidad final aumenta.
Gran parte de las «malas marcas» no lo son porque su diseño formal sea de baja
calidad sino, simplemente, porque se ha errado en el tipo: sin un análisis tipológico
previo, el diseñador se ha lanzado a diseñar signos a partir de recetas o prejuicios que
le prescribían un tipo, irreflexivamente dado por bueno.
Una vez localizado el tipo adecuado, habrá que entrar a considerar otro plano
riquísimo en variantes: el estilo. Dos marcas del mismo tipo pueden responder a estilos
gráficos opuestos. Y el estilo también identifica. Mejor dicho, junto al tipo, el estilo es
la característica que más claro habla de la identidad, mucho más alusivo que los
posibles contenidos semánticos del signo. Pero ese ya es otro tema.
Con posterioridad a la publicación de este texto Luciano Cassisi ha avanzado en la
caracterización de tipos marcarios en su artículo «Cómo definir el tipo marcario
adecuado».
http://foroalfa.org/articulos/pensamiento-tipologico

NORBERTO CHAVES

El símbolo de una comunidad


La capacidad emblemática de un identificador social: motivación y
convencionalización.
Los signos instituidos como emblemas colectivos (iconos, banderas, sellos, escudos)
alcanzan esa jerarquía gracias a un especial anclaje del significante con su referente
(iconografía ya instituida, tradición, historia…). Su eficacia metafórica o sinecdóquica
inicial les granjea un reconocimiento generalizado e inmediato como símbolo unívoco
y legítimo de aquello que aspiran representar.
El gorro frigio de la república, la cruz de los cristianos, la flor de lis de los borbones,
el arpa o el trébol de los irlandeses, la hoja del arce de los canadienses, la concha de
vieyra de los peregrinos a Santiago, la estrella de David de los judíos… ninguno de
estos símbolos es arbitrario; todos anclan en un hecho mítico en el cual aparecieron,
cargándose de un aura más fuerte que cualquier otro significante contiguo;
superándolos a todos en la función de simbolizar unívocamente aquel contexto. Como
símbolo de la lucha de las Madres de Plaza de Mayo, ninguna otra prenda podría
igualar a su pañuelo atado a la cabeza.
Por puro sentido práctico, el éxito inicial del signo fuerza a la sociedad a recurrir a
él para garantizar una lectura social inmediata y unívoca de su referente. Y, así, por la
reiteración en ese uso, estos signos se instituyen como objetivos, inobjetables: se
naturalizan.
Estos procesos, predominantemente espontáneos, no son el único origen de estos
emblemas. Muchos de ellos nacen de una creación artificial, no necesariamente
fundada en experiencias colectivas; pero respaldadas por la legitimidad
emblematizadora de sus creadores. El anclaje se desplaza así del contexto histórico al
creador. Dicho de otro modo, el creador es erigido en contexto legitimador del
emblema creado.
Imaginemos a Guifré I «el Pilós» (Conde de Barcelona, 840-897) convaleciente en
su lecho, herido en batalla contra los normandos en defensa del rey de los francos, de
quien fuera vasallo. De pie, a su lado, el rey, en reconocimiento a su lealtad y valentía,
moja en la sangre del herido los cuatro dedos de su mano derecha y traza sobre el
dorado escudo de Guifré cuatro rayas paralelas, al tiempo que le dice: «Tú serás el
portador de las cuatro barras catalanas». Con ello lo liberaba del vasallazgo
otorgándole soberanía sobre sus dominios territoriales y, a la vez, creaba un emblema
que hoy sigue vivo. Esta creación «unipersonal» de la senyera catalana, no por mítica y
hasta improbable, deja de ilustrar un fenómeno verosímil: el papel instituyente del
héroe individual en la historia de la emblemática social.
En el fondo, ambos procesos (el espontáneo y el voluntario) responden a una
misma génesis semiótica: la potencia simbólica del significante emergente, derivada de
su localización privilegiada dentro del contexto de origen. Siempre existe una
motivación, que es lo que favorece la posterior convencionalización del signo.
El signo identificador privado (persona, empresa, organismo, etcétera) es producto
de cierta «soberanía autosimbolizadora» y se naturaliza por simple tenacidad del uso.
En cambio, el identificador colectivo (ciudad, país, región, comunidad, congregación)
está en relación de servidumbre con el imaginario de sus representados y la imaginería
de sus respectivos contextos. La identificación colectiva sólo es eficaz si se sustenta de
un modo evidente en la convención, o sea, en una imaginería social instituida. Dicho
de otro modo, la creación de ese signo no es fruto de una invención sino de un
hallazgo.
Moraleja: un signo colectivo triunfante no es prueba del genio de su autor sino de
su modestia, objetividad y sentido común. El diseñador que aspire, por ejemplo, a
crear una marca-país deberá hacer el enorme esfuerzo de parecerse a la gente normal.
La misión de ese signo no es sorprender, persuadir, ni siquiera describir a una
comunidad. Mucho menos será la de demostrar la creatividad de su autor. La misión
primera de un marca-país es ser aceptada por su comunidad como emblema propio y
legítimo, no arbitrario ni impuesto.
La notoria irrelevancia y fugacidad de la mayoría de las marcas-país, la absoluta
indiferencia que siente por ellas la población (o sea, el fracaso de estos signos) dan
prueba de que nada de lo anterior es tomado en cuenta por sus creadores.
http://foroalfa.org/articulos/el-simbolo-de-una-comunidad

NORBERTO CHAVES

Marca cromática y semántica del color


La significación del color motivada por el anclaje del signo en códigos
preexistentes, y la significación del color por la progresiva
convencionalización de la relación arbitraria, no motivada, entre el signo y su
referente.
En el manual de identificación gráfica de una red internacional de centros educativos
se lee lo siguiente: «El azul representa el ardiente deseo de conocimientos del joven. El
rojo remite al fuego regenerador de la institución». Este tipo de verbalización del
significado de los colores prolifera en manuales y presentaciones orales del diseño de
marcas. El carácter arbitrario de esas atribuciones de sentido salta a la vista: el
significado de aquellos colores podría haber sido igualmente explicado mediante
cualquier otro argumento. Intentémoslo: «El azul corresponde al color del planeta en
cuyos cinco continentes ejercemos la docencia, color internacional por excelencia, y el
rojo alude al color de la bandera del país de origen de nuestro grupo».
En ambos casos se trata de asignaciones de significados unilaterales y arbitrarios; o
sea, significaciones inventadas por el emisor independientemente de los códigos
sociales que permiten una decodificación directa, inmediata, unánime por los
receptores. Por otra parte, si el emisor debe explicar el significado de un color, ello
significa que tal significado no es evidente. Lo cual es sinónimo de decir que ese no es
su significado real.
El significado de un color sólo es unánime, o sea, comunicacionalmente eficaz,
cuando su uso lo asocia de un modo unívoco a un contexto determinado, en el cual
dicho color ya está socialmente codificado. Si yo veo, en Barcelona, a una persona con
una camiseta verde y amarilla en la semana de los mundiales de fútbol, no tendré la
menor duda de que estoy ante un brasileño: camiseta + mundiales + verde/amarillo =
futbolero brasileño. Fuera de ese contexto puede significar simplemente «persona
poco elegante».
El significado de un color no es intrínseco sino determinado por los códigos
operantes en el contexto que aparezca. El rojo —el color de los colores— puede
significar: peligro, fuego, pasión, sangre, comunismo, el mismísimo diablo… y vete a
saber cuántas cosas más. Y puede utilizarse eficazmente con función identificadora por
Coca-Cola, Avis, Marlboro, el Partido Comunista, Perú, Canadá, o por los «diablos
rojos» del club Independiente de Avellaneda.
En síntesis, cuando un manual de marca dice que «el rojo remite al fuego
regenerador de la institución» la único que está sosteniendo es: «Hemos decidido
unilateralmente asignarle ese significado al color rojo; si ustedes lo captan o no, nos
importa un bledo». O sea, el color en ese caso carece de toda utilidad comunicacional.
Sólo funcionará como identificatorio recién cuando se haya convencionalizado por su
uso intensivo, infalible y prolongado. Y, a partir de entonces, el receptor tampoco verá
«el fuego regenerador» sino simplemente, dirá: «es rojo porque éste es el color
institucional de esa entidad». Y es esto lo que hay que lograr cuando se asigna un color
a una marca, y desechar toda pretensión narrativa… a menos que el anclaje esté ya
socialmente implantado y, por lo tanto, acelere el proceso de decodificación o lectura.
Hay gente que considera que el color verde significa unívocamente «ecología» y, en
la bandera de Greenpeace, efectivamente lo significa. Pero en épocas pre-catastróficas,
el verde era el color de la esperanza. Por lo tanto hoy podríamos leer en él «la
esperanza de que el planeta se salve» (mera esperanza). Aún así, en un cartón de leche,
el verde significa «parcialmente descremada»; y, en los semáforos, «puede Ud.
avanzar». O sea, no estamos sosteniendo que los colores no transmitan significados
sino que transmiten los significados dictados por el contexto y las convenciones en él
operantes.
Utilizar el azul para crear la marca «Japón» sería meterle un gol en contra al
cliente. Por cierto, es increíble la cantidad de goles en contra observables en la tarea
creativa de experto en branding. En una de las marcas «Alemania», un célebre
diseñador internacional recurrió a la bandera (sensata opción) pero sustituyó el negro
por el azul: era más «amable» (flagrante insensatez).
El simple sentido común nos dirá que una fiesta de aniversario del Barça no puede
ambientarse con otros colores que la combinación blau-grana. Sin ir más lejos, «blau-
grana» es sinónimo coloquial de «Barça», así como «azul y oro» suele utilizarse para
referirse al Boca Juniors. En síntesis, existiendo una cromática instituida, toda
«originalidad» es vana. La «falta de originalidad», auténtico tabú de los creativos, es
en estos casos lo correcto.
El color de una marca comercial puede llegar a justificarse simplemente por ser el
único color disponible en un sector ultracompetitivo. Razón más que valedera en ese
caso. Pero esta libérrima atribución de significados no se agota en el campo de los
colores: la tipografía, la iconografía, todo signo gráfico es víctima de la compulsión
semantizadora.
Vale entonces repetir (aunque de nada sirva): no es que esos signos no signifiquen
(no es casual que los llamemos «signos»). Simplemente se trata de tener claro que no
significan lo que a uno le dé la gana. Para escoger un signo (color, letra, dibujo…) y con
él construir una pieza gráfica es, precisamente, indispensable detectar las asociaciones
—conscientes o inconscientes— que, en su contexto de uso, despertará en el imaginario
social. No es fácil.
http://foroalfa.org/articulos/marca-cromatica-y-semantica-del-color

NORBERTO CHAVES

De la identidad al signo identificador


¿Por qué si la marca gráfica «debe transmitir la identidad» de su dueño, la
mayoría no cumple con esa premisa?
Salvo excepciones, la pregunta por la función de un signo identificador gráfico tiene
una respuesta tan masiva como ambigua: «Ha de transmitir (denotar, evidenciar,
aludir a) la identidad de su dueño».
Decimos que esta respuesta es ambigua, pues la identidad de toda organización es
un discurso complejo que reúne un amplio repertorio de atributos y valores; y es
evidente que un signo gráfico jamás podrá transmitirlos todos.
En caso de que aquella hipótesis fuera cierta, cabe entonces preguntarse ¿qué
rasgos de la identidad deberán reflejarse en el signo identificador?: ¿la actividad?, ¿la
misión?, ¿el sector?, ¿la edad? ¿el nivel de colesterol?
La respuesta nos la da la realidad: el análisis de un universo marcario extenso y
variado permite detectar a simple vista que pocas marcas delatan de modo explicito
algo de aquello. Dicho a la inversa: si observasemos un repertorio de marcas de
organizaciones desconocidas y cuyo nombre estuviera escrito en un idioma
incomprensible, jamás podríamos decir, a ciencia cierta, a qué se dedican las
respectivas organizaciones.
En el mejor de los casos, detectaremos en algunas de ellas un icono que aludirá a
algún rasgo de su identidad; pero nunca será suficiente para decirla toda: una
referencia icónica al agua, por ejemplo, no bastará para dejar claro si se trata de un
agua mineral o un servicio de obras sanitarias.
Un pictograma de madre-padre-hijo, alusivo inequívocamente a la familia, puede
ilustrar tanto la marca de un programa de educación pediátrica como un crédito
bancario para la familia. Una vela de barco puede «identificar» desde una colonia for
men hasta una regata internacional. Fuera de contexto, la sinécdoque (que es de lo que
se trata), nunca es suficiente para transmitir la identidad. En todos estos casos la
referencia será pertinente pero insuficiente.
Además de estas marcas con anclaje en algún dato de la identidad, hallaremos
otras, diafanamente figurativas, pero que sólo remiten al nombre y éste carece de todo
anclaje evidente con la identidad: una concha para Shell, una manzana para Apple, un
pingüino para Penguin Books. Y el colmo de los colmos: también hallaremos marcas
que parecen interesadas en despistar: un cocodrilo para Lacoste o un murciélago para
Bacardi.
Es posible que en el historial de todas estas marcas «surrealistas» exista un hecho
que las justifique; pero lo cierto es que ese hecho es públicamente desconocido; por lo
cual, a los efectos de la identificación, es como si nunca hubiera existido.
Pero la traición a la función semántica del signo identificador no para aquí. ¿Qué
tal aquellos símbolos abstractos que, para hallarles un significado, hay que recurrir a
un alucinógeno? Si en el símbolo del Banco Santander alguien ve la lámpara de
Aladino, está claro que de su «viaje» no ha logrado volver.
Aunque el golpe mortal a la creencia en la función descriptiva de la marca lo asesta
la infinidad de marcas que desdeñan toda referencia icónica —directa, sutil o
enigmática— y se limitan a decir el nombre (aquí no hacen falta ejemplos).
¿Querrá decir esto que la identidad y la marca gráfica son universos estancos cuya
vinculación sólo se entabla por la convención construida a través del uso? ¡En
absoluto!: la marca de un perfume jamás deberá parecerse a la un jabón en polvo. Algo
debe unir el significante (la marca) a su significado (su dueño).
¿Qué diablos es, entonces, lo que une la marca a la identidad; y a través de qué
rasgos gráficos se evidencia dicho vínculo? ¡Animarse a una respuesta que nadie nació
sabiendo!
http://foroalfa.org/articulos/de-la-identidad-al-signo-identificador

NORBERTO CHAVES

Diez principios del diseño gráfico


Versión sintetizada, a modo de decálogo.

1. Convencionalidad
El signo debe configurarse conforme alguna combinación de los códigos gráficos
culturalmente vigentes. La idea de «nuevos lenguajes gráficos» resulta absurda: si un
lenguaje es nuevo, no se entiende.

2. Ocurrencia
La ocurrencia compensa la convencionalidad al darle relevancia al mensaje. Pero el
grado de atipicidad necesario no siempre es el máximo posible. Cada caso requiere un
grado de ocurrencia diferente.
3. Eficacia
El signo ha de cumplir, como mínimo, todas las funciones para las cuales ha sido
creado. Valores, como por ejemplo la estética, no pueden subordinar la eficacia
del comunicado gráfico sino, por el contrario, potenciarla.

4. Propiedad
El signo debe inscribirse en el paradigma identitario de su emisor. No basta con la
firma: el comunicado mismo debe identificar al emisor. La identidad no consiste en
hablar del emisor sino en hablar como él.

5. Respeto
Tal como sucede con el emisor, la gráfica debe ajustarse y respetar los códigos del
receptor. Se habla para él, para que él entienda.

6. Pertinencia
El signo debe ajustarse al registro del vínculo comunicacional que se entabla entre
emisor y receptor. Solo conociendo ese vínculo, es posible establecer el tono
adecuado que cada ocasión amerita.

7. Densidad
Entre lo vacío y lo lleno debe haber una relación de sentido. El signo debe estar
saturado, o sea, carente de zona privadas de sentido. Si al eliminar un elemento nada
se pierde, es porque ese elemento sobraba.

8. Economía
El despilfarro es comunicacionalmente negativo. El signo no debe contener
redundancias superfluas o excesos gráficos.

9. Transparencia
El signo debe carecer de significaciones parasitarias que obren como interferencias a
su mensaje específico.

10. Anonimato
El signo debe ser autónomo, libre de referencias a su proceso productivo o su autor. El
signo no es la historia de su proceso productivo: pertenece al emisor y su producción
debe volverse invisible.
http://foroalfa.org/articulos/diez-principios-del-diseno-grafico

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