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TEOLOGÍA POLÍTICA Y SECULARIZACIÓN: LA HISTORIA DE LA

FILOSOFÍA POLÍTICA MODERNA SEGÚN CARL SCHMITT

RESUMEN
Lic. Rafael Campos García Calderón
UNMSM

RESUMEN
El presente artículo tiene como finalidad presentar la historia de la filosofía política
moderna desde el punto de vista de Carl Schmitt. Para ello, utilizaremos los conceptos
fundamentales de “teología política”, “secularización” y “neutralización”, nociones que,
desde un punto de vista metodológico le permiten a Schmitt analizar el devenir histórico-
conceptual de la teoría política moderna. Como se sabe, Schmitt no solo propuso una
doctrina de la soberanía de su propia autoría, sino que esta fue el resultado de la
elaboración de un método para determinar la “analogía conceptual entre los conceptos
teológicos-metafísicos y los conceptos jurídico-políticos de una época determinada”.
Tomando como hilo conductor el concepto de soberanía, Schmitt ha podido describir la
estructura teológica presente en las diversas concepciones de la soberanía creadas durante
la modernidad.

Palabras-clave: teología política, secularización, analogía conceptual, soberanía,


neutralización
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ABSTRACT
The present article aims to present the history of modern political philosophy from the
point of view of Carl Schmitt. For this, we will use the fundamental concepts of "political
theology", "secularization" and "neutralization", notions that, from a methodological
point of view, allow Schmitt to analyze the historical-conceptual evolution of modern
political theory. Schmitt not only proposed a doctrine of the sovereignty of his own
authorship, but this was the result of the elaboration of a method to determine the
"conceptual analogy between the theological-metaphysical concepts and the juridical-
political concepts of a determined time.” Taking as a thread the concept of sovereignty,
Schmitt has been able to describe the theological structure present in the different
conceptions of sovereignty created during modernity.

Keywords: political theology, secularization, conceptual analogy, sovereignty,


neutralization
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INTRODUCCIÓN
En primer lugar, a modo de introducción, definiré conceptualmente la teología
política. En segundo lugar, explicaré el proceso histórico de la secularización del
cristianismo. Luego, describiré el método de la teología política según Carl Schmitt y su
aplicación concreta a la historia de la filosofía política moderna. Finalmente, haré una
descripción de lo que Schmitt ha llamado “neutralización y despolitización”.
Para un público hace mucho tiempo descreído y secularizado, es extraño hablar
de teología más allá de los límites de las doctrinas religiosas reveladas. Sin embargo,
debemos recordar que tanto la teología como la política son disciplinas que no nacieron
en el seno de la religión, sino en el de la filosofía y, específicamente, en el de la filosofía
griega. Es necesario, pues, recuperar sin temor estos conceptos para poder entender tanto
el núcleo de toda filosofía como el sentido de toda actividad política.
Para ello, en primer lugar, necesitamos determinar qué cosa es, en efecto, la
Teología Política. Por Teología Política podemos entender tres cosas distintas según la
relación que exista entre los conceptos de teología y política.
Si la teología se entiende como fundamento de la política, tendremos una
concepción según la cual la política constituye una manifestación de la teología, es decir,
una “política de la teología”. Desde este punto de vista, la política es la objetivación de
la doctrina teológica, de manera que la política queda subordinada a la dirección religiosa
de una teocracia.
Si, al contrario, la política es el fundamento de la teología, tendremos una
concepción según la cual la teología constituye una expresión de la política, es decir, una
“teología de la política”. Desde este punto de vista, la teología es la cristalización de la
doctrina política, de manera que la teología queda subordinada a la dirección política de
una república o una monarquía sagradas.
Si, finalmente, entre ambos conceptos existe un equilibrio obtendremos una
teología política en sentido estricto. Desde este punto de vista, tendremos,
simultáneamente, una reflexión sobre el núcleo teológico de la política y sobre el
significado político de la teología (Scattola 2008: 9).
El concepto de Teología Política, tal como lo conocemos en la actualidad, es una
creación del jurista alemán Carl Schmitt. Según él, la Teología Política, aun cuando
mantiene un lazo histórico con ella, se diferencia de toda política de carácter eclesiástico
o imperial; para ser más exactos, es un producto de la secularización de la política
teológica implícita en la teología católica religiosa medieval.
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Se trata, entonces, como el mismo Schmitt la ha definido, de una sociología de los


conceptos jurídico-políticos. Mediante ella, se intenta determinar la identidad existente
entre los conceptos metafísico-teológicos y los conceptos jurídico-políticos de una época
determinada. Con esta metodología, Schmitt trata de describir el proceso histórico que el
concepto de soberanía ha experimentado como consecuencia de la transformación del
Estado moderno.
El método de la Teología Política ni propone una política teológica derivada de
alguna confesión religiosa ni da pie a una fundamentación teológica de algún régimen
político. Más bien, intenta dar cuenta del núcleo teológico de toda política, así como del
aspecto político de toda teología. Esto es posible porque la teología, tal como la
entendemos aquí, es, como querían Platón y Aristóteles, una parte de la ciencia del ente
en cuanto ente y, en esta medida, abarca a todas las ciencias y sus respectivos objetos en
su estudio, incluida la ciencia de la política (Scattola 2008: 9).
De igual manera, incluso la teología derivada de los libros sagrados de la tradición
semítica debe entenderse como parte de la teología como ciencia del ente en cuanto ente,
esto es, como la aplicación hermenéutica de los conceptos de raigambre filosófica al texto
sagrado. Esta condición no pone en cuestión a la revelación, pues la religión no necesita
de la teología para explicitarse. En efecto, así como hay religiones que despliegan su
carácter a través de mitos, hay otras, como el judaísmo, el cristianismo y el islam que,
mediante el cultivo de la exégesis y la filosofía, han constituido un discurso racional
teológico para explicar sus respectivas revelaciones.

I. EL PROCESO DE SECULARIZACIÓN DEL CRISTIANISMO


Schmitt desarrolló sus ideas a partir de las investigaciones de sociología de la
religión de Max Weber. En sus célebres lecciones sobre sociología de la religión
dedicadas al estudio del protestantismo, Weber intentaba demostrar cómo la ética del
trabajo desarrollada por el calvinismo había terminado por producir el “desencantamiento
del mundo” y servir de base para el desarrollo del capitalismo. Desde su óptica, el proceso
de secularización consistía en la racionalización del trabajo, núcleo de todas las demás
actividades humanas. La conclusión final de su diagnóstico era la transformación de la
ética economicista del calvinismo en racionalidad instrumental atea transformada en
“jaula de hierro” de la modernidad (Weber 2011: 248).
Asimismo, Weber concluía su análisis con la desintegración del mundo social en
diferentes esferas de acción relativamente autónomas. Contra este diagnóstico final, Carl
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Schmitt redescubrió, en el seno mismo del proceso de secularización una salida. Para tal
fin, era necesario un nuevo concepto de soberanía que, por mediación del derecho,
elevase nuevamente la esfera de la política a dimensión principal (Villacañas 2009: 163-
164).
Ahora bien, el descubrimiento de Weber no habría podido desarrollarse
teóricamente sin un proceso histórico e histórico-conceptual decisivo como telón de
fondo. Carl Schmitt, escribió en 1922 que “todos los conceptos centrales de la moderna
teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados” (Schmitt 2009 a: 37).
Con esta frase, Schmitt intentaba explicar que la modernidad política era el
resultado del proceso de secularización que la teología cristiana desarrollada en
Occidente había experimentado desde fines de la Edad Media hasta los albores de la
modernidad. De esta manera, el jurista alemán, introducía, en los ámbitos académicos de
su época, un debate que cuestionaba, desde el punto de vista jurídico-público, la
legitimidad de las teorías políticas alumbradas en la modernidad.
Según Schmitt, la secularización, desde el punto de vista jurídico-público,
consistió en el proceso por el que el derecho canónico medieval se transformó, a través
de la constitución del Estado, en derecho público moderno. Mediante este proceso, los
conceptos desarrollados por la racionalidad jurídica de la Iglesia católica se trasladaron
al Estado. Se produjo así una sustitución de conceptos de origen teológico que permitió
la aparición del Ius publicum europaeum como forma jurídica moderna (Schmitt 2009 b:
124).
Este proceso de sustitución o réplica de conceptos fue, en realidad, la
consecuencia de la denominada “revolución papal” de Gregorio VII en el año 1075.
Según el historiador Harold Berman, fue la propia Iglesia la que sistematizó el derecho
occidental con la finalidad de independizarse de la tutela imperial. En este sentido, la
Iglesia fue el primer Estado moderno, de manera que ella misma se convirtió en el modelo
a seguir para las jurisdicciones no religiosas de su época (Berman 1996: 287).
Desde Constantino hasta el cisma de Bizancio, la Iglesia había formado parte del
poder imperial, de suerte que tanto el ámbito político como el religioso participaban de
una misma unidad espiritual representada por el emperador. La vida religiosa cristiana
dependía jurídicamente del poder político que, por lo demás, estaba sacralizado (Berman
1996: 73-74).
Sin embargo, a diferencia de Oriente, la evolución de la civilización occidental
tuvo condicionantes que impidieron la subsunción absoluta de la Iglesia en el seno del
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Imperio. Desde la aparición de Carlomagno en la historia europea, la Iglesia tuvo un papel


fundamental en la construcción de la sociedad occidental (Brunner 1978: 26). A
diferencia de las instituciones bizantinas consolidadas jurídicamente antes del
advenimiento del cristianismo, las precarias condiciones políticas y culturales de los
pueblos germánicos hacían imposible una unidad política estable. La Iglesia sirvió
entonces de canal cultural, religioso y, sobre todo, jurídico-político (Dawson 1960: 96).
Desde un punto de vista doctrinal, Gregorio VII puso especial énfasis en la
naturaleza espiritual de la ley al punto de considerarla “disciplina legal” conductora de
los reyes hacia el camino de la salvación (Ullmann 2006: 99). Históricamente, la Iglesia
occidental pudo afirmar su autonomía gracias a la inferioridad cultural de los pueblos
germánicos, sobre los que desplegó precisamente el papel de mediadora de la ley.
Paradójicamente, esta función la aisló de la cultura popular germánica e hizo posible el
camino para la aparición de réplicas secularizadas de sus instituciones (Gauchet 2005:
119).
En respuesta a esta impronta eclesiástica, los emperadores germánicos trataron de
imitar, aunque sin éxito, a sus pares bizantinos. El feudalismo imperial trajo consigo una
serie de problemas sociales que afectaron grandemente a la Iglesia. Hasta ese momento,
la doctrina cristiana occidental de la mano de San Agustín había enseñado que la ciudad
terrena no tenía esperanzas. Sin embargo, a finales del siglo XI, aparecieron en escena
herejías milenaristas y movimientos reformistas que exigían cambios dentro y fuera de la
Iglesia. Uno de ellos fue, sin duda alguna, el que llevó a cabo el mismo Gregorio VII
(Berman 1996: 38).
Poco tiempo después del Gran Cisma de Oriente, la “revolución papal” de
Gregorio VII transformó al obispo de Roma en cabeza de la Iglesia occidental, y separó,
jurídica y políticamente, a la Iglesia de los poderes seculares (Berman 1996: 11-12). Por
si fuera poco, Gregorio VII proclamó en su Dictatus papae la supremacía legal del Papa
sobre todos los cristianos y la supremacía del clero sobre todas las autoridades seculares
(Berman 1996: 104).
De esta manera, la separación entre el mundo secular y el espiritual se introdujo
gracias a este proceso. Si bien la diferencia entre ambas dimensiones siempre había
existido; sin embargo, los dominios de ambas estaban entremezclados con las
instituciones políticas tradicionales. A partir de este momento, el ámbito secular se
identificó plenamente con el ámbito político, mientras que el espiritual se asimiló al
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religioso. Al separarse los ámbitos, la secularidad hizo su aparición por primera vez con
claridad.
Para lograrlo, la Iglesia sistematizó el Derecho existente en su época. Como
secuela de la revolución papal, surgió un nuevo sistema de Derecho Canónico y nuevos
sistemas jurídicos seculares, junto con una clase de juristas y jueces profesionales,
jerarquías de tribunales, escuelas de Derecho, tratados de Derecho y un concepto de
Derecho como cuerpo autónomo integrado y desarrollado con principios y
procedimientos (Berman 1996: 128).
Edificado sobre la Reforma Gregoriana, los canonistas de finales del siglo XII y
del XIII atribuyeron el supremo gobierno de la Iglesia al Papa. Tenía plena autoridad
(plenitudo auctoritatis) y pleno poder (plenitudo potestatis). Podía promulgar leyes, fijar
impuestos, castigar delitos y disponer de los beneficios eclesiásticos, así como de la
adquisición y administración de todos los bienes de la Iglesia (Berman 1996: 218).
En efecto, es a partir del concepto de plenitudo potestatis que se introdujo en la
Iglesia una transformación radical en su organización. Mediante este principio, se
suprimió la representación medieval materializada en la inmutabilidad jerárquica de los
cargos establecidos. El poder central del Papa creó una organización nueva sin tomar en
consideración los privilegios y derechos al cargo legítimamente adquiridos según el
Derecho medieval. Se produjo así una revolución legítima reconocida, en primer lugar,
por los afectados por ella (Schmitt 2003: 75-76).
Frente a esta transformación al interior de la Iglesia, surgió un Derecho secular
inspirado en el Derecho Canónico, pero a diferencia de este, era múltiple, pues
correspondía a los diversos tipos de entidades seculares existentes: imperial, real, feudal,
señorial, mercantil, urbano. El Derecho secular necesitaba legitimarse a partir del
Derecho espiritual de la Iglesia (Berman 1996: 287).
De esta manera, la Iglesia tomó la forma de un Estado gracias al uso y
sistematización del Derecho Canónico. Este comenzó a secularizarse en cuanto la Iglesia
interactuaba con la vida de la sociedad. Así, la Iglesia se transformó en una teocracia, de
manera que el poder espiritual comenzó a regir políticamente sobre el poder secular. El
orden jurídico medieval se organizó alrededor de un único Derecho sagrado que generó
una multiplicidad de reglamentos jurídicos ligados al mundo secular (Prodi 2008: 99-
100).
La Iglesia de Occidente asumió políticamente una función que antaño había
pertenecido al Imperio. En este sentido, apareció una nueva forma de hacer política desde
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la Iglesia. Surgió así la teocracia pontifical. La autonomía jurídica de esta no consistía en


la separación absoluta de la secularidad, sino en la subordinación de esta a aquella. A
diferencia del Imperio, la Iglesia gobernaba, desde fuera, a la esfera secular mediante el
Derecho Canónico. Esta exterioridad le permitió articular su poder centralizada y
jerárquicamente.
De esta manera, gracias a las réplicas seculares, los conceptos teológicos se
trasladaron paulatinamente a la teoría política mediante el desarrollo del Derecho
Canónico. Este, al establecer vínculos administrativos con el ámbito secular, fue el punto
de partida desde el que se desarrollaría el Derecho Público y la teoría política moderna.
Al mismo tiempo, la nueva institucionalidad de la Iglesia, con su centralización y su
aparato burocrático jurídico, sería el germen del futuro Estado de Derecho.
Sin embargo, el paso decisivo en el proceso de secularización lo llevó a cabo
Thomas Hobbes. En su obra, no solo se describe la nueva realidad del Estado, sino que
se establecen los fundamentos teóricos de la nueva teoría política ya secularizada. En
efecto, a diferencia de la teología política medieval que le había precedido, Hobbes
fusionó los dos órdenes que esta presuponía. Así, el orden espiritual, asumido por la
realidad histórica de la Iglesia, perdió su carácter trascendente y, en su lugar, apareció
una única institución portadora tanto del orden temporal como del espiritual: el Estado
(Scattola 2008: 111-112).
La profesión de fe de Hobbes según la cual Jesús es el Cristo abrió el mundo
secular hacia la trascendencia, pero no indicaba el modo cómo debería manejarse el nuevo
orden temporal. De esta manera, solo el soberano podía, mediante los dictados de la razón
natural, con un nuevo Derecho, organizar la vida social. La conexión con Dios se aplazada
para el fin de los tiempos, de manera que la vida del hombre quedaba conminada al
horizonte de la naturaleza (Scattola 2008: 115-116).
A este nuevo Derecho se le denominó Derecho Natural y fue la forma secularizada
de tratar jurídicamente los problemas políticos. De este, surgió el Ius publicum
europaeum, el Derecho Público europeo que sirvió para constituir el Estado. Desde ahora,
el problema político será interpretado en términos de orden y formalidad según los
principios de la razón (Duso 2005: 15).
A partir del Ius publicum europaeum, se construyó jurídicamente lo político y el
primer eslabón en la construcción del Estado fue, sin duda alguna, el concepto de
soberanía. Así, la soberanía se ubicará en el centro de la nueva filosofía política
concebida, desde entonces, como disciplina de legitimación del poder (Duso 2005: 17).
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A partir de este momento, el Derecho Público moderno tomará el relevo del viejo
Derecho Canónico medieval. Su desarrollo tendrá como corolario la coacción de las
libertades individuales por parte de la voluntad general del soberano. El Estado, entonces,
limitará las libertades mediante una operación jurídica que legitimará su acción. Se tratará
de un despotismo legal que traerá consigo la libertad moderna: el Estado de Derecho
(Scattola 2008: 131). La autoridad de esta nueva unidad política descansará en el
conocimiento de las leyes del orden social, de suerte que el soberano administrará el
propio orden social a partir de la teoría política, de la razón de Estado (Schmitt 2003:
147-148).
Pues bien, la función histórica del Estado fue constituirse en vehículo del proceso
de secularización europeo. A través del nuevo derecho, la nueva unidad política
desestructuró la administración de la Iglesia y del Imperio, de manera que el rey se
constituyó en el nuevo portador de la soberanía estatal. Tanto las viejas “coronas”
feudales como las nuevas “iglesias” cristianas se fueron subordinando a la nueva
estructura de poder (Schmitt 1979: 134-135).
Según Schmitt, el Estado llevó a cabo tres tareas dentro de su labor secularizadora.
Creó una administración centralizada que, bajo la guía de un solo gobernante, ordenó los
diversos derechos en competencias claras. Eliminó la guerra civil intraestatal generada
por las guerras de religión a través de una unidad política centralizada. Finalmente, y
quizás lo más importante, constituyó un territorio cerrado con fronteras definidas hacia
el exterior a partir de la unidad política interna establecida por él (Schmitt 1979: 137).
Esta nueva ordenación jurídica trajo consigo una situación de equilibrio entre
todos los Estados soberanos europeos. Sin embargo, el eje de esta nueva realidad fue, sin
duda, la nueva organización del espacio territorial europeo. Gracias a esta limitación
territorial, se introdujo una distinción, mediante el Ius publicum europaeum, entre el suelo
de los Estados europeos, el suelo “libre” de soberanos y pueblos no cristianos, y el espacio
abierto de los mares. A su vez, esto permitió la acotación de la guerra y la desaparición
de las guerras de exterminio (Schmitt 1979: 169).
Según Schmitt, este traspaso tuvo dos consecuencias teóricas relevantes. Por un
lado, significó la transformación de los conceptos teológicos en conceptos de la teoría del
Estado. Ejemplo de ello fue cómo el Dios omnipotente se transformó en el legislador
todopoderoso, y el milagro se hizo estado de excepción (Schmitt 2009 a: 37). Por otro
lado, estableció un modo de hacer ciencia, pues tanto la teología como la jurisprudencia
procedían con el mismo método: el uso de la razón natural y el uso de un libro (Biblia
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para la teología, y Códigos para el Derecho) que debía ser interpretado. De esta manera,
a la analogía conceptual entre teología y jurisprudencia, se le añadió otra de carácter
metodológico (Schmitt 2009 a: 38).

II. LA TEOLOGÍA POLÍTICA COMO SOCIOLOGÍA DE LOS CONCEPTOS


JURÍDICOS
Aunque la teología política fue desarrollada por Carl Schmitt desde sus primeras
obras: El valor del Estado y el significado del individuo (1914), Romanticismo político
(1919) y La dictadura (1921); sin embargo, realmente fue conceptualizada en su famoso
libro Teología política publicado en 1922. Como muchos autores han anotado, esta nueva
disciplina tendría como punto de partida la obra del sociólogo Max Weber. No es casual
que el mismo Schmitt la haya definido, siguiendo la terminología weberiana, como una
sociología de los conceptos jurídicos (Weber 2012: 648-660).
Sin embargo, al crear este concepto, Weber pensaba esta sociología como un
estudio dedicado al grupo social que se ocupaba profesionalmente del Derecho, es decir,
a los jueces, abogados, juristas, entre otros (Scalone 2005: 335). Schmitt, en cambio,
concibió esta disciplina como un método de comparación entre conceptos: los conceptos
jurídicos-políticos y los conceptos teológico-metafísicos correspondientes a una época
determinada (Schmitt 2009 a: 43).
De esta manera, el método tenía por finalidad determinar la analogía existente
entre el sistema de conceptos jurídico-políticos y el de conceptos teológico-metafísicos
de una misma época, pues, como afirmaba Schmitt, “la imagen metafísica que de su
mundo se forja una época determinada tiene la misma estructura que la forma de la
organización política que esa época tiene por evidente” (Schmitt 2009 a: 44).
Según este punto de vista, existiría una identidad entre teoría metafísica y teoría
política. Esta identidad sería simultáneamente teórica y substancial, esto es, abarcaría
tanto el plano de las teorías como el de las instituciones sociales descritas por estas teorías.
De esta manera, por un lado, teóricamente, esta identidad vincula el sistema conceptual
de la metafísica con el de la teoría política; de otro lado, sustancialmente, relaciona la
cosmovisión de las personas con las leyes positivas de un sistema jurídico específico.
Así, en el caso, por ejemplo, de la monarquía, su existencia histórica y política
pertenecía al estado de conciencia de la humanidad occidental de aquel momento, de
manera que la configuración jurídica de la realidad histórico-política produjo un concepto
adecuado a la estructura de estos conceptos metafísicos (Schmitt 2009 a: 44).
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Sin embargo, la reinterpretación schmittiana de la sociología de Weber no habría


sido posible sin el aporte de los llamados pensadores contrarrevolucionarios o
tradicionalistas como Louis de Bonald, Joseph de Maistre y Juan Donoso Cortés. Cada
uno de ellos descubrió el vínculo entre teología y política desde ángulos diferentes.
Louis de Bonald introdujo la analogía entre la idea teológica de Dios y el orden
político de la sociedad. Con esta comparación, Bonald trataba de explicar tres
cosmovisiones presentes en los acontecimientos de la Revolución Francesa. Como más
adelante el mismo Schmitt mostrará, la identidad entre los principios de la religión y de
la política provendría de la identidad metódica de numerosos conceptos teológicos y
jurídicos específicamente originarios del derecho público. Se trataba, por lo demás, de
una metodología bien conocida por los juristas de la época (Schmitt 2005: 119).
Por su parte, Joseph de Maistre introdujo la idea de tradición, íntimamente ligada
a la comprensión de la historia. Para él, la historia era una realidad viva poseedora del
poder creador de las naciones. Gracias a este poder, la historia instauraba la tradición en
la vida de las sociedades. Por la tradición, en efecto, las instituciones sociales mantenían
su continuidad en el tiempo (Schmitt 2005: 123).
Finalmente, a la luz de la obra de Juan Donoso Cortés, Schmitt pudo radicalizar y
sistematizar esta metodología sociológica. El gran mérito de Donoso fue haber estudiado
las distintas ideologías modernas como expresiones secularizadas de cierto tipo de
teología y política heréticas cristianas. Articuló la analogía entre teología y política
descubierta por Bonald con las distintas ideologías surgidas después de la Revolución
Francesa (Donoso 1855: 401-402). Sin embargo, a diferencia de Donoso, no explicó el
vínculo entre teología y política de manera lógico-especulativa, sino a partir de una previa
contextualización histórico-política del mismo.
Esto significaba aprehender, a partir de las teorías políticas modernas, los
conceptos teológicos implícitos en ellas. Donoso había mostrado cómo las ideologías
provenían de errores teológicos dogmáticos que generaban, a su vez, doctrinas teológico-
políticas. Al hacerlo, de alguna manera ya había trasladado las categorías teológicas al
ámbito político; sin embargo, se limitaba a mostrar la analogía conceptual entre ambas.
Hacía falta contextualizar, a su vez, esta misma analogía en la historia de los sistemas
jurídico-políticos.
Así podía verse cuál era la otra consecuencia del planteamiento teológico-político
schmittiano. El estudio de la relación entre teología y política obligaba al investigador a
tomar en consideración los acontecimientos históricos que habían hecho posible la
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aparición de tales sistemas conceptuales modernos. De esta manera, la sociología de los


conceptos de Schmitt era, en realidad, una sociología que estudiaba el núcleo teológico
de las teorías políticas modernas.
En esta disciplina, se reunían la metodología social weberiana y el método
teológico de la analogía que Bonald y Donoso aplicaban a la política. Sin embargo, a
diferencia de los contrarrevolucionarios, quienes se movían en un plano meramente
especulativo, Schmitt pretendía estudiar analógicamente el núcleo teológico de las
teorías políticas en la historia política occidental.
Al mismo tiempo, a diferencia de Weber, proponía una sociología aplicada a los
mismos conceptos, no a los grupos sociales. De esta manera, la analogía entre teología y
política, preparada y desarrollada por los pensadores contrarrevolucionarios, se
enriquecía y proponía una nueva disciplina: la historia de los conceptos
(Begriffsgeschichte) implícitos en la analogía.
Para Schmitt, se trataba de rastrear cierto tipo de estructuras fundamentales al
interior de la realidad socio-histórica. La analogía teológico-política debía ser estudiada
en el seno de las distintas teorías políticas, porque entre teología y política existirían
relaciones estructurales necesarias, las cuales, a su vez, reproducirían vínculos
fundamentales entre la religión y la política (Scattola 2008: 164-165).
Como ya había anotado Hugo Ball, fundador del dadaísmo tardíamente convertido
en historiador de la Iglesia, mediante la analogía teológico-política Schmitt se propuso
aprehender la idea a partir de la eficacia histórica concreta. Así, se desentrañaba, en las
formas históricas de los conceptos jurídicos, el núcleo teológico implícito en ellas (Ball
2013: 229).
Por tal razón, así como la Iglesia racionalizó y secularizó el derecho romano para
poder asumir el hecho de la encarnación, el Estado atravesó, por el mismo motivo, su
propio proceso de secularización en el transcurso de la modernidad. Así, la soberanía
personal encarnada por los reyes absolutistas y el teísmo derivó, por un proceso de
despersonalización de la soberanía, en la monarquía constitucional parlamentaria deísta;
luego, esta misma dio paso al republicanismo panteísta que, a su vez, preparó el terreno
del anarquismo ateo (Schmitt 2009 a: 37).
Schmitt hace un seguimiento del proceso de despersonalización de la soberanía a
partir del concepto de voluntad. Como ha mostrado Giorgio Agamben, por sorprendente
que parezca, el concepto de voluntad tiene sus raíces en las especulaciones teológicas del
primer cristianismo. Como concepto fundamental, nunca existió en la Antigüedad, pues
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entre los griegos el ser coincidía con el obrar, razón por la cual no había necesidad de una
operación especial que una instancia volitiva tuviera que ejecutar (Agamben 2008: 100).
Introducida por el neoplatónico latino Mario Victorino y desarrollada por San
Agustín en el Occidente, la voluntad supone una escisión, en el seno de Dios, entre su ser
y su praxis. De aquí se derivan todos los problemas fundamentales de la teología cristiana
medieval, así como los de la política moderna (Agamben 2008: 104-105). No es entonces
casual que también constituya el problema fundamental en Descartes y Hobbes.
De esta manera, mediante el análisis del concepto de voluntad, Schmitt ha hecho
un seguimiento a la progresiva despersonalización del sujeto de la soberanía. En la
descripción de este proceso, salta a la vista, como su núcleo fundamental, la
transformación del concepto de voluntad. En efecto, el concepto de voluntad, originario
de la filosofía escolástica, aparece desgajado de toda teología personal desde Descartes.
A pesar de ello, Dios sigue siendo una voluntad absoluta que, en su arbitrio ilimitado,
hace lo que quiere, de suerte que las leyes morales encuentran en él su fundamento
(Schmitt 2005: 160).
Así, los pensadores racionalistas del siglo XVII concibieron a Dios siguiendo la
fórmula desarrollada por Descartes en el Discurso del método. El rey es el dios cartesiano
trasladado al mundo político, pues, así como Dios estableció las leyes de la naturaleza, el
monarca establece las leyes del reino. De esta manera, Dios es el legislador y el arquitecto
del mundo, así como el rey es el creador y arquitecto del Estado. Por lo tanto, la soberanía
aparece en los actos personales del rey. Hobbes será el gran exponente de esta teoría
conceptualizada luego como absolutismo y que, desde el punto teológico, constituye el
teísmo (Schmitt 2009 a: 45).
Sin embargo, esta noción de voluntad absoluta tomó un giro con los herederos
racionalistas de la filosofía cartesiana. Como dijimos, según Descartes, Dios establece las
leyes de la naturaleza del mismo modo cómo un rey establece la ley en su reino. Se
introduce así la noción de ley general mediante la que Dios opera sobre el mundo.
Curiosamente, es partir de esta noción de ley general que se opera una inversión en el
planteamiento original. En efecto, Malebranche subordinará la voluntad de Dios al orden
general de las leyes establecidas por él, de esta manera su voluntad se identificará con
ellas a partir de ahora (Schmitt 2005: 160).
Surge entonces la noción de voluntad general tan importante para los
racionalistas. En contra de su maestro Descartes, la ley general se convierte en la voluntad
general, dispositivo que ni el mismo Dios puede abolir, pues la voluntad particular es
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indigna de Dios (Schmitt 2003: 305). De esta manera, a pesar de su creencia en un Dios
personal, Malebranche termina anunciando la aparición del panteísmo spinozista y de la
monadología leibniziana. El Dios personal ha terminado por convertirse en un orden
natural (Schmitt 2005: 160).
La nueva organización política derivada de esta concepción es la monarquía
constitucional y tiene, como aspecto teológico análogo, al deísmo. Desde esta
perspectiva, ya no se habla de la intervención directa de Dios en la realidad mundana,
sino de su presencia como una causa originaria lejana y desinteresada de su creación. Por
tal razón, el mundo avanza por sí solo con sus propias leyes y mecanismos. Del mismo
modo, el monarca ya no participará directamente en la conducción del Estado, sino que
será el parlamento, como creador y ejecutor de las leyes del Estado, el que ejercerá la
soberanía desde este momento. Las leyes constituyen ahora la causa eficiente de la
soberanía y, en esa medida, la despersonalizan (Schmitt 2009 a: 46).
Sin embargo, una vez más, se introduce una nueva variación en el dispositivo
conceptual. Al establecerse una separación radical entre Dios y el mundo, este último
queda autonomizado de manera que la causa eficiente puede redescubrirse sin necesidad
de un punto de vista trascendente.
No solo se ha perdido el aspecto personal de la acción del monarca, sino que ahora
también se ha perdido el aspecto trascendente que caracterizaba a su actuación. Aparece
así el panteísmo, como nueva forma teológica, asociado a la democracia como forma
política. El nuevo sujeto político es el pueblo, el cual se transforma en portador del
principio teológico. Ya no hay necesidad de un Dios trascendente, pues el principio divino
se halla al interior del mismo cuerpo social. El pueblo se convierte en soberano (Schmitt
2009 a: 46).
El monarca y las leyes son reemplazados por un todo orgánico que se identificará
con la nación. Es, entonces, el mismo pueblo el que generará un tipo particular de
actividad política nunca antes visto en la época moderna. La voluntad general se encarna,
así, en la asamblea popular. El gran representante de esta concepción político-teológica
será, sin duda alguna, Rousseau a quien debemos considerar como el máximo heredero
de esta voluntad general y quien sistematizará el concepto en su contractualismo (Schmitt
2003: 144).
Finalmente, se introduce un tercer cambio en el dispositivo genealógico. La
democracia supone la identidad entre gobernantes y gobernados, de suerte que al interior
del cuerpo social se elimina toda diferencia. Al ocurrir esto, aparece un nuevo principio
15

al interior de la misma inmanencia: la humanidad. A partir de ahora, los pueblos concretos


son subsumidos en la abstracta y universal humanidad que, bajo la forma de un ideal,
ondea sobre el cuerpo social.
Aparece, así, el anarquismo como nueva forma política y asociado a él, como
forma teológica, el ateísmo. En realidad, a pesar de que se trata de dos negaciones, política
y teológica respectivamente, detrás de estos dos conceptos sigue presente la estructura
teológico-política y alcanza su máximo grado de secularización. Será Proudhon, y luego
Bakunin, quien expresará, con mayor claridad esta postura a fines del siglo XIX. El
Estado y la Iglesia serán vistos como enajenaciones de la esencia humana (Schmitt 2009
a: 47).
De esta manera, el problema de la soberanía se transforma en negación de la
soberanía. El fin del Derecho Público Europeo se acerca vertiginosamente y, en su lugar,
surge, a partir del abstracto humanismo desteologizado, un nuevo tipo de organización
constituida por hombres libres o proletarios. El devenir del anarquismo dará inicio a una
nueva forma de entender no solo la política, sino la realidad en su conjunto: el socialismo.
Asimismo, desde ahora, toda construcción institucional será sometida al escrutinio de una
nueva ciencia: la sociología.
Las viejas posiciones político-teológicas son refundadas. En la nueva
organización, el Estado ha dado paso a la Sociedad de suerte que el núcleo de la actividad
política se traslada al proceso productivo. Se trata de ejercer el poder de manera
impersonal a través de una entidad, sea esta un partido, una empresa o una burocracia.
Mediante este organismo político se trata de ir más allá de la política, así como mediante
el ateísmo se trata de ir más allá de Dios. Con el anarquismo, surge así la más grande las
paradojas: una teología antiteológica y una dictadura antidictatorial (Schmitt 2009 a: 58).

III. NEUTRALIZACIÓN DE LO POLÍTICO


Ahora bien, la analogía teológico-política, situada históricamente, solo puede ser
refrendada, como el mismo Schmitt menciona, porque “la imagen metafísica que de su
mundo se forja una época determinada tiene la misma estructura que la forma de la
organización política que esa época tiene por evidente” (Schmitt 2009 a: 44).
Así, es gracias a tal evidencia, que tienen tales construcciones teóricas para la
época en la que aparecen y se desarrollan, que la analogía conceptual es posible. Al mismo
tiempo, la estructura común entre teología y política surge del desplazamiento del núcleo
existencial de la experiencia padecida por la civilización europea a lo largo de la
16

modernidad. En cada etapa de la historia europea, tal núcleo existencial fue ocupado por
una esfera diferente de la actividad humana, cada una de las cuales determinó el
contenido de la analogía teológico-política correspondiente a cada época (Schmitt 1991a:
109).
Según Schmitt, este proceso tuvo cuatro momentos en los que una determinada
esfera de la actividad humana predominó sobre las otras e impuso sus condiciones a la
totalidad de la civilización europea del momento. Se trata de cuatro momentos que van
de lo teológico a lo metafísico, de lo metafísico a lo moral, y de lo moral a lo económico.
Cada uno de estos momentos ha permitido la elaboración de los conceptos respectivos
mediante los cuales la élite dirigente de una época ha explicado su propia concepción del
mundo (Schmitt 1991a: 109).
Así, el paso de la teología del siglo XVI a la metafísica del siglo XVII es el primer
hito de este proceso. Se trata del siglo de la metafísica y de la ciencia expresadas con
plenitud en el apogeo del racionalismo europeo. Los nombres de Descartes, Hobbes,
Galileo, Kepler, Pascal, Newton están asociados a esta época llena de conocimientos
astronómicos y matemáticos (Schmitt 1991a: 110).
Luego, durante el siglo XVIII, la metafísica dio paso a la Ilustración que propuso
la educación y el perfeccionamiento del hombre. La moral aparece, en el seno de los
sistemas metafísicos herederos de Descartes, como realización de un humanismo donde
la virtud y la abstracción de la ley cumplen un rol esencial. Así, la concepción ética de
Kant, elaborada contra todo tipo de metafísica, es uno de los resultados más importantes
de esta época (Schmitt 1991a: 110-111).
Finalmente, durante el siglo XIX, el núcleo de la civilización europea se desplaza
a la economía con el surgimiento del industrialismo y la consecuente aparición de los
socialismos. La técnica entra en contacto estrecho con la economía, de manera que esta
se constituye en el fundamento de todo lo espiritual. Surge el culto a la ciencia como
consecuencia del último desplazamiento en el núcleo existencial de la civilización
europea (Schmitt 1991a: 111-112).
Sin embargo, tal predominio de una esfera sobre las otras no implica ni una ley
histórica ni una teoría cultural mediante la cual se pudiera establecer un progreso o un
declive entre ellas. Al mismo tiempo, tampoco implica la desaparición de las otras esferas
de la vida humana. En realidad, siempre existe una coexistencia pluralista de etapas ya
recorridas que se superponen unas a otras en distintas partes y en un mismo periodo de
tiempo. El problema de fondo es que el desplazamiento del núcleo existencial trae consigo
17

modificaciones en el contenido de los intereses culturales y políticos de una etapa


determinada (Schmitt 1991a: 109-110)
De esta manera, los conceptos importantes de una época específica son pluralistas
y solo pueden entenderse a partir de la existencia política concreta que hace posible el
desplazamiento de cada una de las esferas hacia el núcleo existencial de la civilización.
Por tal razón, todas las ideas relevantes de una época son de orden existencial, no de
orden normativo (Schmitt 1991a: 112).
Al mismo tiempo, también los conceptos específicos de cada época se encuentran
determinados por el predominio, en el núcleo existencial, de una de las esferas. Así, los
problemas de las otras esferas son reinterpretados a la luz de los conceptos predominantes,
de suerte que su resolución dependerá exclusivamente de esta interpretación o
simplemente pasarán a formar parte del conjunto de problemas secundarios de una época
(Schmitt 1991a: 113).
De esta manera, en una época eminentemente teológica, solo Dios es relevante,
de manera que el resto de problemas se resuelve aleatoriamente. En una época moralista,
lo único importante es la educación del género humano. En una época económica, bastará
con organizar correctamente la producción y distribución de los bienes (Schmitt 1991a:
113).
Al mismo tiempo, la figura representativa de cada época varía en relación a tales
conceptos. Así, al teólogo predicador del siglo XVI le sigue el sabio erudito del siglo
XVII. Luego, aparece el intelectual ilustrado del siglo XVIII y, finalmente, el experto
económico del siglo XIX. De esta manera, tanto los conceptos como las figuras de la
esfera espiritual de una época obtienen su contenido histórico concreto por su posición en
relación al ámbito central ocupado por la esfera predominante y no pueden comprenderse
sin referencia a él (Schmitt 1991a: 113-114).
Ahora bien, cada una de las etapas del proceso de secularización estatal,
cristalizado en la despersonalización del sujeto de la soberanía que hemos descrito, se
desplegó en el marco de un proceso histórico más amplio que Schmitt definió bajo el
término de neutralización de lo político.
Tal proceso de neutralización es precisamente el resultado de lo que hemos
descrito como el predominio, en el seno de una época determinada, de una determinada
esfera de la actividad humana. En consecuencia, puede sostenerse que la
despersonalización de la soberanía surge como efecto de la neutralización de lo político,
18

esto es, por la progresiva transformación del núcleo existencial de la civilización hacia su
negación.
Por esta razón de orden histórico, fue la unidad política la que sufrió en primer
término las consecuencias de este proceso. Así, mientras que la dimensión teológico-
religiosa constituyó el centro de la civilización, las diferencias religiosas entre los
nacientes Estados se constituyeron en el centro de la realidad política. Cuando se
consolidó, a través de la dimensión metafísica de la ciencia legal, la realidad del Estado,
fue la lucha por el Derecho la que sobrevino como disputa de carácter político. En el
momento en que se impuso el punto de vista moral, la virtud y la educación aparecieron
como referentes de esta lucha. Finalmente, en el contexto del triunfo de la economía como
núcleo, la disputa se trasladó al ámbito de la producción y distribución de bienes en la
oposición entre capital y trabajo. En todos estos casos, es el Estado el que adquiere su
fuerza a partir del núcleo existencial de la política transformado en cada caso y adopta el
carácter de este (Schmitt 1991a: 114).
De esta manera, la dimensión económica invadió paulatinamente el mundo de la
política despersonalizando la soberanía y neutralizando la capacidad de decisión de la
instancia política respectiva. Por tal razón, Schmitt insiste, en una larga cita, que tal
transformación es decisiva para el estudio de la soberanía:

Nada goza hoy de mayor actualidad que la lucha contra lo político.


Financieros americanos, técnicos industriales, socialistas marxistas y
revolucionarios anarcosindicalistas se unen para exigir que acabe el
imperio nada objetivo de la política sobre la objetividad de la vida
económica. Basta de problemas políticos y sean bienvenidas las tareas.
La actual manera técnico-económica de pensar no es capaz de percibir
una idea política. Diríase que el Estado se ha convertido en lo mismo
que viera en él Max Weber: una gran empresa. No se percibe la idea
política mientras no se logra descubrir a qué grupo de personas interesa
plausiblemente servirse de ella en provecho propio. En tal manera, que,
si, por un lado, la política se sume en la economía, en la técnica y en la
organización, cae por el otro en un eterno diálogo sobre generalidades
de tipo cultural y filosófico-histórico, que se contentan con simples
formas estéticas para caracterizar una época como clásica, romántica o
barroca. Elúdese en ambos casos el núcleo de la idea política, la
decisión moral, tan llena de exigencias (Schmitt 2009 a: 57).

De esta manera, si bien es cierto que el Estado ocupó el lugar sagrado dejado por
la Iglesia en el dominio público, perdió simultáneamente su sustancia espiritual en el
ámbito privado, de suerte que sus funciones empezaron a deslegitimarse desde el interior
19

de la sociedad civil. Así, mientras la Iglesia tuvo que secularizarse, el Estado padeció un
proceso similar en el “proceso de neutralización de la política”.
En tal proceso, se consuma la desaparición de la noción de decisión iniciada, en
plena época medieval, con la transformación de los conceptos de auctoritas y potestas en
el concepto secularizado de soberanía. En la modernidad, con el proceso de
neutralización de la política, el último reducto de la decisión, encarnado en la soberanía,
se volatiliza y da paso a la planificación social en la que la automatización de la economía
se extiende a todas las áreas de la vida humana.
En efecto, a raíz de las guerras religiosas acontecidas en el siglo XVI, la
humanidad europea se lanzó a la búsqueda de un terreno neutral donde alcanzar la paz.
Como vimos, se abandonaron los conceptos religiosos por los metafísicos que
permitieron, a su vez, la aparición de los conceptos morales y económicos. Sin embargo,
tal intento de neutralización mediante el desplazamiento de la esfera conflictiva fuera del
núcleo existencial de la civilización termina por fracasar, puesto que la nueva esfera que
lo ocupa deja de inmediato de ser neutral, de suerte que se desarrolla con renovada
intensidad el enfrentamiento entre hombres e intereses. Así, ni la religión, ni la metafísica,
ni la moral, ni la economía trajeron la paz a Europa (Schmitt 1991a: 117).
De esta manera, el proceso de neutralización de la política, así como la
despersonalización de la soberanía nunca alcanzaron su objetivo, pues el Estado no se
identifica con lo político. En efecto, si bien es cierto que las instituciones y sus
protagonistas pueden transformarse en nuevas formas de organización, lo político como
tal nunca desaparece, puesto que no constituye ni una institución ni una esfera de la
civilización. Al contrario de lo que se piensa, lo político es el núcleo por antonomasia de
la civilización, pues constituye el plexo existencial a partir del cual ella se constituye
como tal.
En este sentido, lo político no posee la realidad de un ente, sino la de una dinámica.
Se trata, por tanto, del mayor grado de intensidad de la asociación o disociación entre
grupos humanos. Los motivos de tal asociación pueden ser diversos (religiosos, raciales,
económicos, morales); sin embargo, la dinámica de su manifestación siempre será
política en cuanto el enfrentamiento entre las diversas asociaciones alcance el grado de
intensidad respectivo y, como consecuencia de ello, se ponga en juego la posibilidad del
exterminio físico (Schmitt 1991b: 68).
Tal posibilidad no es otra cosa que el caso decisivo, el caso extremo que,
jurídicamente, se identifica con el estado de excepción. En este sentido, la soberanía solo
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aparece cuando la oposición, en el seno de un área determinada, alcanza su mayor grado


de intensidad y, en consecuencia, los contenidos religiosos, raciales o morales de la
contienda se transforman en contenidos políticos. Surge así la unidad política que reclama
su soberanía partir de la situación jurídica extrema (Schmitt 1991b: 68). Tal como acota
Schmitt en otra larga cita:

Lo que decide es siempre y solo el caso de conflicto. Si los


antagonismos económicos, culturales o religiosos llegan a poseer tanta
fuerza que determinan por sí mismos la decisión en el caso límite,
quiere decir que ellos son la nueva sustancia de la unidad política. Y si
carecen de la fuerza necesaria para evitar una guerra acordada en contra
de sus propios intereses y principios, eso significa que no han alcanzado
todavía el punto decisivo de lo político. Si poseen fuerza suficiente
como para evitar una guerra deseada por la dirección política pero
contraria a sus intereses o principios, pero no tanta como para
determinar por sí mismos una guerra por propia decisión, es que ya no
existe una magnitud política unitaria. Sea ello como fuere: como
consecuencia de la referencia a la posibilidad límite de la lucha efectiva
contra un enemigo efectivo, una de dos: o la unidad política es la que
decide la agrupación de amigos y enemigos, y es soberana en este
sentido (no en algún sentido absolutista), o bien es que no existe en
absoluto (Schmitt 1991b: 69).

Con el neoliberalismo, llegamos a la forma más extrema de despersonalización


de la soberanía, así como a una forma radical de neutralización de la política tal como
las visiones utópicas economicistas del siglo XIX habían deseado. Sin embargo, a
despecho de ellas, tales visiones utópicas se cumplieron exactamente al revés.
En efecto, en lugar de la gran liberación de la humanidad, en la que la técnica se
pondría al servicio de los hombres, los hombres se pusieron al servicio de la técnica,
transformados, mediante el pensamiento unidimensional, en piezas del proceso de
producción. Bajo estas condiciones, no solo el producto de las fuerzas productivas de los
hombres les está enajenadas, sino que ellas mismas se enajenan de su propio carácter de
humanidad, puesto que están limitadas a consumirse a sí mismas en el mismo proceso
productivo.
Así, para que el neoliberalismo haya podido enseñorearse de la civilización, no
solo ha sido necesario que la economía ocupe el núcleo de la civilización, sino que, a
continuación, haya dado pie a que una nueva esfera ocupe ese lugar, esto es, la esfera de
la técnica.
21

En efecto, la fe en la técnica como espacio neutral es el resultado del


desplazamiento de la nueva esfera en el núcleo existencial de la civilización. Sin embargo,
a diferencia de las otras esferas, la técnica trae consigo la ausencia total de
posicionamientos debido a su carácter eminentemente instrumental. En este sentido, la
técnica es neutral por defecto, no porque esté hecha para ser neutral, razón por la cual es
ciega respecto a cualquier finalidad moral, religiosa o económica (Schmitt 1991a: 118).
De esta manera, su expansión desmesurada no solo trae consigo el intento de
neutralizar lo político, sino que, sobre todo, neutraliza a la civilización en general. Así, la
técnica anuncia la neutralidad del nihilismo espiritual, no de la política. El proceso
iniciado en el siglo XVI ha llegado a su fin, porque la técnica se ha empoderado en la
civilización. Sin embargo, dado que la existencia humana nunca es un dominio neutral,
el predominio de la esfera de la técnica se constituirá en el nuevo terreno donde el combate
político tendrá lugar. El modo en que este combate se ha desplegado en nuestra época es
cosa que ya estamos viendo desde hace 70 años, aunque todavía estamos en la antesala
de lo más grande y peligroso (Schmitt 1991a: 121).

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