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RESUMEN
Lic. Rafael Campos García Calderón
UNMSM
RESUMEN
El presente artículo tiene como finalidad presentar la historia de la filosofía política
moderna desde el punto de vista de Carl Schmitt. Para ello, utilizaremos los conceptos
fundamentales de “teología política”, “secularización” y “neutralización”, nociones que,
desde un punto de vista metodológico le permiten a Schmitt analizar el devenir histórico-
conceptual de la teoría política moderna. Como se sabe, Schmitt no solo propuso una
doctrina de la soberanía de su propia autoría, sino que esta fue el resultado de la
elaboración de un método para determinar la “analogía conceptual entre los conceptos
teológicos-metafísicos y los conceptos jurídico-políticos de una época determinada”.
Tomando como hilo conductor el concepto de soberanía, Schmitt ha podido describir la
estructura teológica presente en las diversas concepciones de la soberanía creadas durante
la modernidad.
ABSTRACT
The present article aims to present the history of modern political philosophy from the
point of view of Carl Schmitt. For this, we will use the fundamental concepts of "political
theology", "secularization" and "neutralization", notions that, from a methodological
point of view, allow Schmitt to analyze the historical-conceptual evolution of modern
political theory. Schmitt not only proposed a doctrine of the sovereignty of his own
authorship, but this was the result of the elaboration of a method to determine the
"conceptual analogy between the theological-metaphysical concepts and the juridical-
political concepts of a determined time.” Taking as a thread the concept of sovereignty,
Schmitt has been able to describe the theological structure present in the different
conceptions of sovereignty created during modernity.
INTRODUCCIÓN
En primer lugar, a modo de introducción, definiré conceptualmente la teología
política. En segundo lugar, explicaré el proceso histórico de la secularización del
cristianismo. Luego, describiré el método de la teología política según Carl Schmitt y su
aplicación concreta a la historia de la filosofía política moderna. Finalmente, haré una
descripción de lo que Schmitt ha llamado “neutralización y despolitización”.
Para un público hace mucho tiempo descreído y secularizado, es extraño hablar
de teología más allá de los límites de las doctrinas religiosas reveladas. Sin embargo,
debemos recordar que tanto la teología como la política son disciplinas que no nacieron
en el seno de la religión, sino en el de la filosofía y, específicamente, en el de la filosofía
griega. Es necesario, pues, recuperar sin temor estos conceptos para poder entender tanto
el núcleo de toda filosofía como el sentido de toda actividad política.
Para ello, en primer lugar, necesitamos determinar qué cosa es, en efecto, la
Teología Política. Por Teología Política podemos entender tres cosas distintas según la
relación que exista entre los conceptos de teología y política.
Si la teología se entiende como fundamento de la política, tendremos una
concepción según la cual la política constituye una manifestación de la teología, es decir,
una “política de la teología”. Desde este punto de vista, la política es la objetivación de
la doctrina teológica, de manera que la política queda subordinada a la dirección religiosa
de una teocracia.
Si, al contrario, la política es el fundamento de la teología, tendremos una
concepción según la cual la teología constituye una expresión de la política, es decir, una
“teología de la política”. Desde este punto de vista, la teología es la cristalización de la
doctrina política, de manera que la teología queda subordinada a la dirección política de
una república o una monarquía sagradas.
Si, finalmente, entre ambos conceptos existe un equilibrio obtendremos una
teología política en sentido estricto. Desde este punto de vista, tendremos,
simultáneamente, una reflexión sobre el núcleo teológico de la política y sobre el
significado político de la teología (Scattola 2008: 9).
El concepto de Teología Política, tal como lo conocemos en la actualidad, es una
creación del jurista alemán Carl Schmitt. Según él, la Teología Política, aun cuando
mantiene un lazo histórico con ella, se diferencia de toda política de carácter eclesiástico
o imperial; para ser más exactos, es un producto de la secularización de la política
teológica implícita en la teología católica religiosa medieval.
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Schmitt redescubrió, en el seno mismo del proceso de secularización una salida. Para tal
fin, era necesario un nuevo concepto de soberanía que, por mediación del derecho,
elevase nuevamente la esfera de la política a dimensión principal (Villacañas 2009: 163-
164).
Ahora bien, el descubrimiento de Weber no habría podido desarrollarse
teóricamente sin un proceso histórico e histórico-conceptual decisivo como telón de
fondo. Carl Schmitt, escribió en 1922 que “todos los conceptos centrales de la moderna
teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados” (Schmitt 2009 a: 37).
Con esta frase, Schmitt intentaba explicar que la modernidad política era el
resultado del proceso de secularización que la teología cristiana desarrollada en
Occidente había experimentado desde fines de la Edad Media hasta los albores de la
modernidad. De esta manera, el jurista alemán, introducía, en los ámbitos académicos de
su época, un debate que cuestionaba, desde el punto de vista jurídico-público, la
legitimidad de las teorías políticas alumbradas en la modernidad.
Según Schmitt, la secularización, desde el punto de vista jurídico-público,
consistió en el proceso por el que el derecho canónico medieval se transformó, a través
de la constitución del Estado, en derecho público moderno. Mediante este proceso, los
conceptos desarrollados por la racionalidad jurídica de la Iglesia católica se trasladaron
al Estado. Se produjo así una sustitución de conceptos de origen teológico que permitió
la aparición del Ius publicum europaeum como forma jurídica moderna (Schmitt 2009 b:
124).
Este proceso de sustitución o réplica de conceptos fue, en realidad, la
consecuencia de la denominada “revolución papal” de Gregorio VII en el año 1075.
Según el historiador Harold Berman, fue la propia Iglesia la que sistematizó el derecho
occidental con la finalidad de independizarse de la tutela imperial. En este sentido, la
Iglesia fue el primer Estado moderno, de manera que ella misma se convirtió en el modelo
a seguir para las jurisdicciones no religiosas de su época (Berman 1996: 287).
Desde Constantino hasta el cisma de Bizancio, la Iglesia había formado parte del
poder imperial, de suerte que tanto el ámbito político como el religioso participaban de
una misma unidad espiritual representada por el emperador. La vida religiosa cristiana
dependía jurídicamente del poder político que, por lo demás, estaba sacralizado (Berman
1996: 73-74).
Sin embargo, a diferencia de Oriente, la evolución de la civilización occidental
tuvo condicionantes que impidieron la subsunción absoluta de la Iglesia en el seno del
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religioso. Al separarse los ámbitos, la secularidad hizo su aparición por primera vez con
claridad.
Para lograrlo, la Iglesia sistematizó el Derecho existente en su época. Como
secuela de la revolución papal, surgió un nuevo sistema de Derecho Canónico y nuevos
sistemas jurídicos seculares, junto con una clase de juristas y jueces profesionales,
jerarquías de tribunales, escuelas de Derecho, tratados de Derecho y un concepto de
Derecho como cuerpo autónomo integrado y desarrollado con principios y
procedimientos (Berman 1996: 128).
Edificado sobre la Reforma Gregoriana, los canonistas de finales del siglo XII y
del XIII atribuyeron el supremo gobierno de la Iglesia al Papa. Tenía plena autoridad
(plenitudo auctoritatis) y pleno poder (plenitudo potestatis). Podía promulgar leyes, fijar
impuestos, castigar delitos y disponer de los beneficios eclesiásticos, así como de la
adquisición y administración de todos los bienes de la Iglesia (Berman 1996: 218).
En efecto, es a partir del concepto de plenitudo potestatis que se introdujo en la
Iglesia una transformación radical en su organización. Mediante este principio, se
suprimió la representación medieval materializada en la inmutabilidad jerárquica de los
cargos establecidos. El poder central del Papa creó una organización nueva sin tomar en
consideración los privilegios y derechos al cargo legítimamente adquiridos según el
Derecho medieval. Se produjo así una revolución legítima reconocida, en primer lugar,
por los afectados por ella (Schmitt 2003: 75-76).
Frente a esta transformación al interior de la Iglesia, surgió un Derecho secular
inspirado en el Derecho Canónico, pero a diferencia de este, era múltiple, pues
correspondía a los diversos tipos de entidades seculares existentes: imperial, real, feudal,
señorial, mercantil, urbano. El Derecho secular necesitaba legitimarse a partir del
Derecho espiritual de la Iglesia (Berman 1996: 287).
De esta manera, la Iglesia tomó la forma de un Estado gracias al uso y
sistematización del Derecho Canónico. Este comenzó a secularizarse en cuanto la Iglesia
interactuaba con la vida de la sociedad. Así, la Iglesia se transformó en una teocracia, de
manera que el poder espiritual comenzó a regir políticamente sobre el poder secular. El
orden jurídico medieval se organizó alrededor de un único Derecho sagrado que generó
una multiplicidad de reglamentos jurídicos ligados al mundo secular (Prodi 2008: 99-
100).
La Iglesia de Occidente asumió políticamente una función que antaño había
pertenecido al Imperio. En este sentido, apareció una nueva forma de hacer política desde
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A partir de este momento, el Derecho Público moderno tomará el relevo del viejo
Derecho Canónico medieval. Su desarrollo tendrá como corolario la coacción de las
libertades individuales por parte de la voluntad general del soberano. El Estado, entonces,
limitará las libertades mediante una operación jurídica que legitimará su acción. Se tratará
de un despotismo legal que traerá consigo la libertad moderna: el Estado de Derecho
(Scattola 2008: 131). La autoridad de esta nueva unidad política descansará en el
conocimiento de las leyes del orden social, de suerte que el soberano administrará el
propio orden social a partir de la teoría política, de la razón de Estado (Schmitt 2003:
147-148).
Pues bien, la función histórica del Estado fue constituirse en vehículo del proceso
de secularización europeo. A través del nuevo derecho, la nueva unidad política
desestructuró la administración de la Iglesia y del Imperio, de manera que el rey se
constituyó en el nuevo portador de la soberanía estatal. Tanto las viejas “coronas”
feudales como las nuevas “iglesias” cristianas se fueron subordinando a la nueva
estructura de poder (Schmitt 1979: 134-135).
Según Schmitt, el Estado llevó a cabo tres tareas dentro de su labor secularizadora.
Creó una administración centralizada que, bajo la guía de un solo gobernante, ordenó los
diversos derechos en competencias claras. Eliminó la guerra civil intraestatal generada
por las guerras de religión a través de una unidad política centralizada. Finalmente, y
quizás lo más importante, constituyó un territorio cerrado con fronteras definidas hacia
el exterior a partir de la unidad política interna establecida por él (Schmitt 1979: 137).
Esta nueva ordenación jurídica trajo consigo una situación de equilibrio entre
todos los Estados soberanos europeos. Sin embargo, el eje de esta nueva realidad fue, sin
duda, la nueva organización del espacio territorial europeo. Gracias a esta limitación
territorial, se introdujo una distinción, mediante el Ius publicum europaeum, entre el suelo
de los Estados europeos, el suelo “libre” de soberanos y pueblos no cristianos, y el espacio
abierto de los mares. A su vez, esto permitió la acotación de la guerra y la desaparición
de las guerras de exterminio (Schmitt 1979: 169).
Según Schmitt, este traspaso tuvo dos consecuencias teóricas relevantes. Por un
lado, significó la transformación de los conceptos teológicos en conceptos de la teoría del
Estado. Ejemplo de ello fue cómo el Dios omnipotente se transformó en el legislador
todopoderoso, y el milagro se hizo estado de excepción (Schmitt 2009 a: 37). Por otro
lado, estableció un modo de hacer ciencia, pues tanto la teología como la jurisprudencia
procedían con el mismo método: el uso de la razón natural y el uso de un libro (Biblia
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para la teología, y Códigos para el Derecho) que debía ser interpretado. De esta manera,
a la analogía conceptual entre teología y jurisprudencia, se le añadió otra de carácter
metodológico (Schmitt 2009 a: 38).
entre los griegos el ser coincidía con el obrar, razón por la cual no había necesidad de una
operación especial que una instancia volitiva tuviera que ejecutar (Agamben 2008: 100).
Introducida por el neoplatónico latino Mario Victorino y desarrollada por San
Agustín en el Occidente, la voluntad supone una escisión, en el seno de Dios, entre su ser
y su praxis. De aquí se derivan todos los problemas fundamentales de la teología cristiana
medieval, así como los de la política moderna (Agamben 2008: 104-105). No es entonces
casual que también constituya el problema fundamental en Descartes y Hobbes.
De esta manera, mediante el análisis del concepto de voluntad, Schmitt ha hecho
un seguimiento a la progresiva despersonalización del sujeto de la soberanía. En la
descripción de este proceso, salta a la vista, como su núcleo fundamental, la
transformación del concepto de voluntad. En efecto, el concepto de voluntad, originario
de la filosofía escolástica, aparece desgajado de toda teología personal desde Descartes.
A pesar de ello, Dios sigue siendo una voluntad absoluta que, en su arbitrio ilimitado,
hace lo que quiere, de suerte que las leyes morales encuentran en él su fundamento
(Schmitt 2005: 160).
Así, los pensadores racionalistas del siglo XVII concibieron a Dios siguiendo la
fórmula desarrollada por Descartes en el Discurso del método. El rey es el dios cartesiano
trasladado al mundo político, pues, así como Dios estableció las leyes de la naturaleza, el
monarca establece las leyes del reino. De esta manera, Dios es el legislador y el arquitecto
del mundo, así como el rey es el creador y arquitecto del Estado. Por lo tanto, la soberanía
aparece en los actos personales del rey. Hobbes será el gran exponente de esta teoría
conceptualizada luego como absolutismo y que, desde el punto teológico, constituye el
teísmo (Schmitt 2009 a: 45).
Sin embargo, esta noción de voluntad absoluta tomó un giro con los herederos
racionalistas de la filosofía cartesiana. Como dijimos, según Descartes, Dios establece las
leyes de la naturaleza del mismo modo cómo un rey establece la ley en su reino. Se
introduce así la noción de ley general mediante la que Dios opera sobre el mundo.
Curiosamente, es partir de esta noción de ley general que se opera una inversión en el
planteamiento original. En efecto, Malebranche subordinará la voluntad de Dios al orden
general de las leyes establecidas por él, de esta manera su voluntad se identificará con
ellas a partir de ahora (Schmitt 2005: 160).
Surge entonces la noción de voluntad general tan importante para los
racionalistas. En contra de su maestro Descartes, la ley general se convierte en la voluntad
general, dispositivo que ni el mismo Dios puede abolir, pues la voluntad particular es
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indigna de Dios (Schmitt 2003: 305). De esta manera, a pesar de su creencia en un Dios
personal, Malebranche termina anunciando la aparición del panteísmo spinozista y de la
monadología leibniziana. El Dios personal ha terminado por convertirse en un orden
natural (Schmitt 2005: 160).
La nueva organización política derivada de esta concepción es la monarquía
constitucional y tiene, como aspecto teológico análogo, al deísmo. Desde esta
perspectiva, ya no se habla de la intervención directa de Dios en la realidad mundana,
sino de su presencia como una causa originaria lejana y desinteresada de su creación. Por
tal razón, el mundo avanza por sí solo con sus propias leyes y mecanismos. Del mismo
modo, el monarca ya no participará directamente en la conducción del Estado, sino que
será el parlamento, como creador y ejecutor de las leyes del Estado, el que ejercerá la
soberanía desde este momento. Las leyes constituyen ahora la causa eficiente de la
soberanía y, en esa medida, la despersonalizan (Schmitt 2009 a: 46).
Sin embargo, una vez más, se introduce una nueva variación en el dispositivo
conceptual. Al establecerse una separación radical entre Dios y el mundo, este último
queda autonomizado de manera que la causa eficiente puede redescubrirse sin necesidad
de un punto de vista trascendente.
No solo se ha perdido el aspecto personal de la acción del monarca, sino que ahora
también se ha perdido el aspecto trascendente que caracterizaba a su actuación. Aparece
así el panteísmo, como nueva forma teológica, asociado a la democracia como forma
política. El nuevo sujeto político es el pueblo, el cual se transforma en portador del
principio teológico. Ya no hay necesidad de un Dios trascendente, pues el principio divino
se halla al interior del mismo cuerpo social. El pueblo se convierte en soberano (Schmitt
2009 a: 46).
El monarca y las leyes son reemplazados por un todo orgánico que se identificará
con la nación. Es, entonces, el mismo pueblo el que generará un tipo particular de
actividad política nunca antes visto en la época moderna. La voluntad general se encarna,
así, en la asamblea popular. El gran representante de esta concepción político-teológica
será, sin duda alguna, Rousseau a quien debemos considerar como el máximo heredero
de esta voluntad general y quien sistematizará el concepto en su contractualismo (Schmitt
2003: 144).
Finalmente, se introduce un tercer cambio en el dispositivo genealógico. La
democracia supone la identidad entre gobernantes y gobernados, de suerte que al interior
del cuerpo social se elimina toda diferencia. Al ocurrir esto, aparece un nuevo principio
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modernidad. En cada etapa de la historia europea, tal núcleo existencial fue ocupado por
una esfera diferente de la actividad humana, cada una de las cuales determinó el
contenido de la analogía teológico-política correspondiente a cada época (Schmitt 1991a:
109).
Según Schmitt, este proceso tuvo cuatro momentos en los que una determinada
esfera de la actividad humana predominó sobre las otras e impuso sus condiciones a la
totalidad de la civilización europea del momento. Se trata de cuatro momentos que van
de lo teológico a lo metafísico, de lo metafísico a lo moral, y de lo moral a lo económico.
Cada uno de estos momentos ha permitido la elaboración de los conceptos respectivos
mediante los cuales la élite dirigente de una época ha explicado su propia concepción del
mundo (Schmitt 1991a: 109).
Así, el paso de la teología del siglo XVI a la metafísica del siglo XVII es el primer
hito de este proceso. Se trata del siglo de la metafísica y de la ciencia expresadas con
plenitud en el apogeo del racionalismo europeo. Los nombres de Descartes, Hobbes,
Galileo, Kepler, Pascal, Newton están asociados a esta época llena de conocimientos
astronómicos y matemáticos (Schmitt 1991a: 110).
Luego, durante el siglo XVIII, la metafísica dio paso a la Ilustración que propuso
la educación y el perfeccionamiento del hombre. La moral aparece, en el seno de los
sistemas metafísicos herederos de Descartes, como realización de un humanismo donde
la virtud y la abstracción de la ley cumplen un rol esencial. Así, la concepción ética de
Kant, elaborada contra todo tipo de metafísica, es uno de los resultados más importantes
de esta época (Schmitt 1991a: 110-111).
Finalmente, durante el siglo XIX, el núcleo de la civilización europea se desplaza
a la economía con el surgimiento del industrialismo y la consecuente aparición de los
socialismos. La técnica entra en contacto estrecho con la economía, de manera que esta
se constituye en el fundamento de todo lo espiritual. Surge el culto a la ciencia como
consecuencia del último desplazamiento en el núcleo existencial de la civilización
europea (Schmitt 1991a: 111-112).
Sin embargo, tal predominio de una esfera sobre las otras no implica ni una ley
histórica ni una teoría cultural mediante la cual se pudiera establecer un progreso o un
declive entre ellas. Al mismo tiempo, tampoco implica la desaparición de las otras esferas
de la vida humana. En realidad, siempre existe una coexistencia pluralista de etapas ya
recorridas que se superponen unas a otras en distintas partes y en un mismo periodo de
tiempo. El problema de fondo es que el desplazamiento del núcleo existencial trae consigo
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esto es, por la progresiva transformación del núcleo existencial de la civilización hacia su
negación.
Por esta razón de orden histórico, fue la unidad política la que sufrió en primer
término las consecuencias de este proceso. Así, mientras que la dimensión teológico-
religiosa constituyó el centro de la civilización, las diferencias religiosas entre los
nacientes Estados se constituyeron en el centro de la realidad política. Cuando se
consolidó, a través de la dimensión metafísica de la ciencia legal, la realidad del Estado,
fue la lucha por el Derecho la que sobrevino como disputa de carácter político. En el
momento en que se impuso el punto de vista moral, la virtud y la educación aparecieron
como referentes de esta lucha. Finalmente, en el contexto del triunfo de la economía como
núcleo, la disputa se trasladó al ámbito de la producción y distribución de bienes en la
oposición entre capital y trabajo. En todos estos casos, es el Estado el que adquiere su
fuerza a partir del núcleo existencial de la política transformado en cada caso y adopta el
carácter de este (Schmitt 1991a: 114).
De esta manera, la dimensión económica invadió paulatinamente el mundo de la
política despersonalizando la soberanía y neutralizando la capacidad de decisión de la
instancia política respectiva. Por tal razón, Schmitt insiste, en una larga cita, que tal
transformación es decisiva para el estudio de la soberanía:
De esta manera, si bien es cierto que el Estado ocupó el lugar sagrado dejado por
la Iglesia en el dominio público, perdió simultáneamente su sustancia espiritual en el
ámbito privado, de suerte que sus funciones empezaron a deslegitimarse desde el interior
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de la sociedad civil. Así, mientras la Iglesia tuvo que secularizarse, el Estado padeció un
proceso similar en el “proceso de neutralización de la política”.
En tal proceso, se consuma la desaparición de la noción de decisión iniciada, en
plena época medieval, con la transformación de los conceptos de auctoritas y potestas en
el concepto secularizado de soberanía. En la modernidad, con el proceso de
neutralización de la política, el último reducto de la decisión, encarnado en la soberanía,
se volatiliza y da paso a la planificación social en la que la automatización de la economía
se extiende a todas las áreas de la vida humana.
En efecto, a raíz de las guerras religiosas acontecidas en el siglo XVI, la
humanidad europea se lanzó a la búsqueda de un terreno neutral donde alcanzar la paz.
Como vimos, se abandonaron los conceptos religiosos por los metafísicos que
permitieron, a su vez, la aparición de los conceptos morales y económicos. Sin embargo,
tal intento de neutralización mediante el desplazamiento de la esfera conflictiva fuera del
núcleo existencial de la civilización termina por fracasar, puesto que la nueva esfera que
lo ocupa deja de inmediato de ser neutral, de suerte que se desarrolla con renovada
intensidad el enfrentamiento entre hombres e intereses. Así, ni la religión, ni la metafísica,
ni la moral, ni la economía trajeron la paz a Europa (Schmitt 1991a: 117).
De esta manera, el proceso de neutralización de la política, así como la
despersonalización de la soberanía nunca alcanzaron su objetivo, pues el Estado no se
identifica con lo político. En efecto, si bien es cierto que las instituciones y sus
protagonistas pueden transformarse en nuevas formas de organización, lo político como
tal nunca desaparece, puesto que no constituye ni una institución ni una esfera de la
civilización. Al contrario de lo que se piensa, lo político es el núcleo por antonomasia de
la civilización, pues constituye el plexo existencial a partir del cual ella se constituye
como tal.
En este sentido, lo político no posee la realidad de un ente, sino la de una dinámica.
Se trata, por tanto, del mayor grado de intensidad de la asociación o disociación entre
grupos humanos. Los motivos de tal asociación pueden ser diversos (religiosos, raciales,
económicos, morales); sin embargo, la dinámica de su manifestación siempre será
política en cuanto el enfrentamiento entre las diversas asociaciones alcance el grado de
intensidad respectivo y, como consecuencia de ello, se ponga en juego la posibilidad del
exterminio físico (Schmitt 1991b: 68).
Tal posibilidad no es otra cosa que el caso decisivo, el caso extremo que,
jurídicamente, se identifica con el estado de excepción. En este sentido, la soberanía solo
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