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Subsidio 3

La espiritualidad del Catequista1

Para ser testigo de Cristo, el catequista ha de ser “un hombre espiritual”, es


decir, un discípulo que vive según el Espíritu de Cristo. El catequista ha de tomar
conciencia que su rol es un “rol según el Espíritu” y que el discípulo que se le ha
confiado debe poder descubrir en su servicio “el Espíritu del Padre que habla en
él” (cf. Mt 10,20). De hecho, la “debilidad” más preocupante del catequista es
aquella espiritual: es decir, la fragilidad y la incoherencia de su vida cristiana. La
fuerza espiritual del catequista – por tanto –la plena madurez de su
personalidad cristiana precede y va más allá de cualquier otro empeño
formativo.

1. Qué se entiende por espiritualidad

El catequista es un cristiano como todos los otros y como todos los demás está
“plasmado” del Espíritu Santo desde su bautismo.

Y sin embargo, su espiritualidad es especial, y es “propia” de cada catequista.

Es el Espíritu Santo de hecho el agente principal del evangelio, el verdadero


formador del catequista: es gracias a Él que el catequista logra penetrar en el
misterio de Jesús, aquel misterio al cual debe adherir antes de poderlo anunciar.

Es el Espíritu Santo la guía, el maestro del catequista que debe sentirse y actuar
como dócil instrumento de Él; un instrumento que no cesa nunca de ser tal,
porque el Espíritu Santo lo sostiene en su formación “permanente”.

Es el Espíritu Santo a representar también el fin de la evangelización. Él solo


suscita la humanidad nueva a la cual la evangelización debe mirar.

1
Cf. AA.VV., La spiritualità del catechista, en: <http://lnx.catechista.it/index.php?option=com_docman&task=
cat_view&gid=64&Itemid=56>, [20.01.2017].
2. El encuentro personal con Jesucristo

El cristiano no pone límites a su progreso espiritual porque el ideal al que tiende


es altísimo: seguir a Cristo, participar de sus sentimientos (cf. Flp 2,5),
configurse con Él (cf. Rm 8, 28-30; 2 Cor 3,18) y obrar según Él (cf. Col 3, 5-10)

¿Qué debe hacer el catequista para recorrer este camino?

- Ser oyente activo de la Palabra de Dios.

La Palabra de Dios debe ser acogida en modo “religioso” por el catequista: él


debe dejarse plasmar hasta llegar a ser él mismo Palabra de Dios. Ponerse en
escucha activa de la Palabra comporta que la escucha sea constante, que la
Palabra sea meditada, y que se acerque hacia Ella en actitud de humildad y
disponibilidad.

- Ser perseverante en la oración personal y comunitaria.

El catequista debe tener un “espíritu de oración”: solo así podrá hablar de un


Dios que ha “conocido” y logrará, por tanto, transmitir una experiencia de fe.

La oración es una experiencia espiritual, se da por obra del Espíritu Santo: "Y la
prueba de que ustedes son hijos es que Dios envió a nuestro corazones el Espíritu
de su Hijo que grita: «Abba», es decir, «Padre». De modo que ya no eres siervo,
sino hijo, y como hijo, también heredero por gracia de Dios." (Gal 4 ,6-7).

Es sobre todo en la oración (en el secreto de la conciencia y el corazón) que


nosotros escuchamos al Espíritu Santo, nuestro maestro que nos hace
comprender aquellas cosas que solos no seríamos capaces de penetrar.

La oración, sobre todo para el catequista, debe ser personal (“Tú, cuando ores,
entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo screto; y
tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará” Mt 6,6) porque es en modo
personal que logramos decirle sí a Dios, pero también comunitaria, es decir,
debe integrarse con todas las otras expresiones de la vida eclesial y con las otras
formas de oración de la asamblea y del grupo. Es desde la base comunitaria que
la oración personal toma estímulos y contenidos, mientras el aspecto normativo
y ritual de la oración trae su animación, su vitalidad del encuentro íntimo de la
persona con Dios Padre, con Cristo, en el Espíritu.
-Vivir una fuerte experiencia litúrgico-sacramental.

El ministerio del catequista no es una actividad en sí misma sino está


profundamente enraizada en la vida sacramental.

«La espiritualidad se alimenta a través de la meditación personal y comunitaria


de la palabra de Dios, una intensia vida liturgico-sacramental que acerca al
catequista a los sacramentos de la Eucaristía y la Penitencia, una continua
reflexión sobre la propia experiencia de vida cristiana que se sirve del
acompañamiento espiritual» (Cf. CEI, Formazione dei catechisti nella comunità
cristiana, 18).

La vida del catequista ha de ser una vida eucarística: «Al vertice de esta acción
educativa, está la preocupación de disponer a los fieles a hacer del misterio
eucarístico la fuente y culmen de toda la vida cristiana. Todo el bien espiritual de
la Iglesia se encuentra en la Eucaristia, donde Cristo, nuestra Pascua, está
presente y dá vida a los hombres, invitándoles, introduciéndoles a ofrecerse con
Él en su memoria, para la salvación del mundo» (CEI, Rinnovamento della
Catechesi, 46). La Eucaristia, de hecho, es la más alta y plena realización de la
salvación, fuente y culmen de la existencia cristiana, alimento fundamental para
el crecimiento de la fe. «La celebración de la Eucaristía es el momento
fundamental para el crecimiento de toda la comunidad y de cada uno de sus
miembros en la fe de Cristo» (RdC, 73).

3. Una sólida espiritualidad eclesial

La llamada y la respuesta

El catequista es una persona llamada por el Señor y, como tal, ha de dar una
respuesta. La razón última y fundante de su empeño está en la llamada de parte
de Dios por medio del encargo confiado por el Párroco, o aquel que haga sus
veces.

A esta invitación el catequista responde con la aceptación del ministerio que le


ha sido propuesto.

Las competencias

La invitación a ser catequista es hecha en base a precisas competencias


necesarias para el mandato. Estas competencias, no son principalmente algo
que posee el catequista, sino son don de Dios: son los carismas, es decir, los
dones dados para el bien común de la comunidad (cf. 1 Cor 12,1-11; 27-31).
Toca después a cada catequista responder con la propia inteligencia y voluntad.
Debe permanecer, sin embargo, la conciencia del origen divino, es decir, de la
gracia sobre la cuál se fundan dichas competencias, de su base también
sacramental: está en el Bautismo la raíz sobre la cuál se injerta cualquier otra
vocación.

El catequista es consciente de ser un colaborador con la parroquia en sintonía


con los sacerdotes, con los otros catequistas y toda la comunidad y se cualifica
como anunciador y testigo de las maravillas que Dios ha realizado en su vida e
historia; como expresión de la comunidad cristiana y de la atención que la
Iglesia reserva a cada hombre; como portador de esperanza, consciente que, a
través del propio servicio al Evangelio, cada hombre puede encontrar la
salvación.

Dar catequesis no es una improvisación, una compensación, un privilegio, una


decisión personal; el catequista no se escoge a sí mismo, sino es escogido y
responde confiandose únicamente a la gracia del Señor fiel al propio Bautismo.

El catequista no pretende ser un cristiano “que ya llegó a la meta” sino en


camino constante de conversión, acogiendo la palabra de Dios, haciendo en tal
modo creíble sea la Palabra como la propia vida, se siente con la Iglesia en
“misión” en el mundo.

El servicio eclesial

"... La acción (del catequista) es siempre un acto eclesial; es el testimonio de la


perenne presencia de Cristo en la Iglesia y en la historia del mundo " (RdC 55).

En particular, la eclesialidad del catequista se encuentra evidenciada – en el


ámbito de cada comunidad – por el “grupo de catequistas” y en particular por el
“envío” que se celebra, o se debería celebrar, cada año en la parroquia.

El grupo es un lugar e instrumento de educación a la vida eclesial y al servicio


comunitario: solo así el catequista evita el riesgo del individualismo y logra
comprender que debe expresarse con fidelidad al "Magisterio de la Iglesia ".

La vida de grupo, en fin, ofrece posibilidades de comunión y diálogo, por lo que


los encuentros entre los catequistas deben ser continuos, intensos y auténticos.
4. Una espiritualidad para el servicio

Enseñante

"El testimonio específico que el catequista da a la fe, es aquel de la


enseñanza"(RdC 187).

Es la calidad “espiritual” de su enseñanza que lo distingue de cualquier otro


maestro porque el catequista es el “eco” del Espíritu Santo, su mediador e
intérprete, consciente y convencido que “uno solo es el Maestro, el Cristo”(cf.
Mt 23,8).

Nos exhorta Juan Pablo II en la CT en el n°6: «La constante preocupación de todo


catequista, cualquiera que sea su responsabilidad en la Iglesia, debe ser la de
comunicar, a través de su enseñanza y su comportamiento, la doctrina y la vida
de Jesús. No tratará de fijar en sí mismo, en sus opiniones y actitudes personales,
la atención y la adhesión de aquel a quien catequiza; no tratará de inculcar sus
opiniones y opciones personales como si éstas expresaran la doctrina y las
lecciones de vida de Cristo. Todo catequista debería poder aplicarse a sí mismo
la misteriosa frase de Jesús: “Mi doctrina no es mía, sino del que me ha
enviado”».

Educador

"La enseñanza catequística mira a la educación cristiana integral de cuantos la


escuchan: debe por tanto llevarles a un coherente testimonio de vida" (RdC 188).

El catequista debe ser un cristiano preocupado por la madurez integral de los


catequizandos que le son confiados. No obstante sabiendo que no es solo el
“educador de la fe”, él sabe que su contribución a la educación humana y
cristiana es de gran importancia. En cierto sentido colabora con el Espíritu Santo
y con el catequizando, favoreciendo su encuentro y diálogo a través de la
palabra, su ejemplo, su vida. Este servicio a Dios y también al hombre es la
característica más específica y más profunda de su actuar que reclama
humildad, confianza y respeto, ya que él sabe que se encuentra siempre frente a
personas y por tanto a un gran misterio.

Atento al hombre

La atención al hombre reclamada por el acto catequístico no es dictada


principalmente por la exigencia pedagógica y didáctica, si bien necesaria, por
conocer al destinatario2 y adaptarse a sus exigencias o capacidad sino por la
convicción de fe que cada hombre es imagen de Dios y que en cada uno –
independientemente de nuestra acción y anterior a ella- Dios está ya
trabajando.

De ahí nace el optimismo del cristiano y más todavía del catequista: el bien es
presente en cada hombre y en Jesucristo la humanidad puede llegar a ser más
responsable, más empeñada, más fraterna (cf. GS 22).

Con el ardor misionero

Tarea fundamental de la Iglesia y, a través de ella del catequista, es anunciar la


salvación de Dios a cada hombre. La Iglesia de hecho existe justo para esto: para
anunciar a Jesús como noticia y evento, como verdad y salvación.

No solo para los apóstoles sino para cada cristiano “porque anunciar el
evangelio no es un motivo de gloria; es una obligación”(cf. 1 Cor 9,16). Más aún
lo debería ser para cada catequista quien debe estar "siempre dispuesto a dar
razón de su esperanza a todo el que le pida explicaciones" (cf. 1 Pt. 3,15-16) y
capaz de aceptar los profundos cambios culturales con el optimismo enraizado
en la presencia operante de Dios en el mundo; movido hacia un empeño
inteligente y valiente para que todo sea para bien del hombre, según el
proyecto de Dios; animado por la gran esperanza colabora generosamente a la
acción de Dios que salva a los hombres y los ama; pero los salva en modo que
nosotros apenas vemos y que solo él conoce plenamente.

2
Hoy en día, en ámbito catequético, se suele hablar más de interlocutor que de destinatario.

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