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LA QUECA

Para Paula

[1]
La abuela Queca quería volver a su pueblo, a pesar de que tenía más de
treinta años de no saber nada de su gente, de sus comadres y de su hermana
Tremenda (no sabíamos si se llamaba así o era la forma cariñosa en que se
refería a la menor de las Palomino). “Se quedarán así, con la duda hasta que
me muera”, nos decía mientras se tapaba el diente de oro, la brillante
vergüenza de su felicidad. Pero hoy, La Queca, como la llamábamos, no
estaba para sonrisas, parecía alistarse para ver al enemigo, la mirada fija en el
espejo que le devolvía la gravedad del asunto. Volver al Carmen, donde su
gente, era la cosa más seria que iba a hacer en su vida desde que enterró a su
último hijo, todos por la maldición de la dulzura de su sangre.
Le preguntamos siquiera si sabía una dirección, el nombre de una calle o los
apellidos de algún vecino. “En mi pueblo las calles son de quien ahí vive, la de
la Catita, la del Mondonguito, la de Don Celso y nada más”. Los movimientos
de La Queca eran inequívocos, parecía saber lo que hacía mejor incluso que el
sol, que tuvo que quitarse del cielo cuando mi abuela salió a la calle con su
suéter favorito y la maleta con la que vino antes de que mi hermano y yo
naciéramos. “El coloradito obedeció, ¿ya ves?”, le dijo a Microfonito cuando
conducía el auto. “Vamos al lado bestia de la vida”, decía en el asiento de
atrás, sin taparse la boca.
En la terminal no nos dejaron entrar por el exceso de gente. “¡Vienen a
presenciar este momento histórico!”, le decía al guardia que no nos dejó
despedirnos de La Queca que a sus setenta y cuatro años era la chispa de los
entierros, la cantorcita en las salas de espera de tantos consultorios y la buena
moza sin época que simpatizaba en especial a los jovencitos que se las tenían
que ver con damiselas sin la lisura de mi señora abuela. Mi hermano y yo casi
no dormimos, o nos dijimos esa mentira para mostrar cuánto nos preocupaba
La Queca. Lo peor iba a ser tratar de creerle al regreso. Podía haber estado
muerta de fría en la estación del Carmen y nos diría que se lo pasó fabuloso
con sus comadres.

[2]
La Queca murió ayer pero su chispa se repite en mi boca, en la de mi hermano
y en la de nuestros amigos que se acostumbraron a tenerla en las reuniones,
tomando sus cervecitas como la que más, o la que menos, nunca se ponía de
acuerdo en cuál era la forma adecuada. Las anécdotas de La Queca habían
pasado al dominio de nuestros recuerdos y hasta a veces creíamos identificar
su lenguaje en algún personaje de la televisión. “¡Es su labia!”, exclamaba el
que más o el que menos antes del chinchín. “¡Por eso le sobraba bemba!”, dijo
mi hermano al que ella llamaba Microfonito por negrito y por el pelo apretadito
que parecía la esponja del micro. Siempre nos enseñó a reírnos de lo que otros
podían tomar para burla. Decía que debíamos sentirnos orgullosos de nuestras
raíces. “Quien no tiene raíces no puede crecer. Hasta el más plantado tiene
que agarrarse bien de su tierra”.
A La Queca no se la llevó una enfermedad, ni un accidente como hubieran
creído quienes conocían de sus andanzas. Tampoco las penas, que para esas
estaba bien curtida. Se la llevó un viento leve, el suspiro con el que la muerte
se despide de aquellos a los que más respeta. Yo estaba lavando los trastos
cuando oí un grito sobre la locución de noticias de la radio. “¡La Rita, La Rita!”,
decía ella que parecía no poder hablar, o no poder decir más que eso. Yo traté
de reconstruir la narración en la que se hablaban maravillas de una mujer, “una
verdadera triunfadora, que pasea su talento por el mundo”. Mi abuela se tapó la
boca para no seguir repitiendo lo mismo pero sus ojos se llenaron de lágrimas
que gritaban su emoción.
Al día siguiente, fuimos a ver a La Rita, el verdadero nombre de la tía
Tremenda, que no había estado en el Carmen, sino en un paisito en el que no
se habla castellano pero donde la escuchaban cantar igual. La Rita tenía casi la
misma edad de mi abuela pero parecía mayor, o menos vivaz. Apenas y
levantaba la cabeza para sonreír. No se parecían en nada y menos era a quien
esperábamos luego de su anunciada visita, tras una gira que debió suspender
por un mal cardiaco. “Las Palomino nunca hemos sufrido del corazón”, dijo mi
abuela hablándole al radio. En el hotel, se vieron a solas. La Queca fue vestida
con la ropa del día y al salir, en menos de una hora, nos dijo: “qué mala nos
pone la señora fama. Bien demacrada está mi hermanita”.

[3]
Cuando mi abuela regresó de su tierra, trajo un canasto de fruta, como si no la
hubiera en el mercado, un par de bufandas tejidas en la tierra del sol y la
maleta más ligera. “Ya me puedo morir en paz… o, mejor dicho, todavía. Falta
algo”, dijo y puso una fotografía tomada en la plaza de armas, con sus
comadres. Nos dijo los nombres pero a veces se equivocaba, o decía que dos
eran Sonia. En la imagen se le ve solemne, como si posara para los ojos de
alguien a quien quisiera impresionar. “¡Qué carita, Quequita!”, le bromeamos
pero ella no siguió el juego. En los días siguientes, contó vaguedades de su
viaje y ni una palabra de su hermana.
Los días siguientes estuvo callada, pendiente de la radio a la que solo ponía
atención cuando pasaba alguna de las canciones que podía entonar. La tía Rita
salió en un pequeño recuadro en un periódico del día siguiente pero mi abuela
no quiso guardarlo ni leerlo. Estaba rara, vestía formal incluso para lavar los
platos o barrer la entrada. “¿Un chistecito pues, abuelita?”, le dijo el Microfonito
poniéndole la cabeza delante. Ella, solo soltó una sonrisa con el diente postizo
que parecía sin brillo.
La mañana en que le llevé su desayuno a la cama, algo que nunca hacía pero
que me pareció una forma de levantarle el ánimo, vi a La Queca más seria que
nunca. Se había muerto dormida, tan tranquila que no podía ser ella. Con la
muerte del tío Polly, la tía Nena y de mi papá ya nos habíamos acostumbrado
al duelo, al trance fúnebre y al protocolo mortuorio. Sin embargo, mi hermano y
yo lloramos más de la cuenta. Ahora sí éramos huérfanos y lo único que nos
quedaba era una tía rubicunda a la que un día, por fin, vimos cantar en la tele
con la energía de La Queca, los brillos en el traje de lentejuelas y la misma
sonrisa de mi abuela.

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