Você está na página 1de 10

UNIVERSIDAD ANTONIO RUIZ DE MONTOYA

MAESTRÍA DE FILOSOFÍA

CRÍTICOS DE LA MODERNIDAD [2018-1]


Profesor: César Inca MENDOZA LOYOLA

Ensayo Final

Nombre del alumno: David Torres Bisetti

Tema elegido: El lenguaje como puente entre el hombre y el mundo. Una aproximación al
pensamiento de James y Wittgenstein desde el universo de J. L. Borges

En las líneas siguientes, trataré sobre cómo los principales postulados de dos autores
clave para el pensamiento filosófico contemporáneo fueron concebidos, desde diferentes
estrategias discursivas, por uno de los escritores de ficción más universales, a falta de
mejor adjetivo, del S. XX, J. L. Borges. Empezaré, de esta manera, presentando su nota
preliminar a la edición argentina de El Pragmatismo (1945) de W. James, en la que el
autor argentino sintetiza, en poco más de una cuartilla, todo el pensamiento occidental, de
Heráclito hasta el s. XX. Luego de ello, presentaré algunas notas en torno de la relación
entre “decir” y “mostrar”, propuesta por L. Wittgenstein en el Tractatus Logico-
Philosophicus y la experiencia mística a partir de la contemplación del infinito, tal y como
aparece en el relato El Aleph.

El pragmatismo, metáfora del pensamiento

En un texto breve, cuya ubicación precisa parece esconderse entre todas las antologías
(de hecho, hay otro texto, más famoso y fácil de encontrar, sobre el autor inglés, cuya
prosa enciclopédica no evoca en absoluto al autor argentino), J. L. Borges desarrolla una
presentación magistral, principalmente por su diacrónica cadencia, de dicha escuela cuyo
nombre evoca, efectivamente, “viejas formas de pensar”. Empieza nuestro autor citando a
otro gran escritor inglés:

“Observa Coleridge que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Los
últimos intuyen que las ideas son realidades; los primeros que son
generalizaciones; para éstos, el lenguaje no es otra cosa que un sistema de
símbolos arbitrarios; para aquéllos, el mapa del universo.”

En estas primeras líneas, para un lector atento, Borges ya ha resumido el sentido de su


lectura: el pensamiento es un péndulo que oscila entre estas dos posiciones, estas dos
maneras de estar en el mundo, el platonismo y el aristotelismo. Pero más aún, en estas
dos, llamémoslas posturas, las ideas mismas cumplen funciones o poseen naturalezas
disímiles: o bien son realidades en sí mismas, “intuidas” por los hombres (la precisión del
verbo difícilmente se antoja un artilugio literario), o bien son simplemente generalizaciones
de experiencias concretas. El lenguaje mismo cumple una función fundamental y acaso
definitiva: es, de acuerdo a los primeros, un sistema de símbolos arbitrario, diríamos con
Wittgenstein “casual”, mientras que para los segundos es un mapa, una realidad que
prefigura la extensa cartografía del universo.

En estas líneas iniciales, el autor argentino, dije, resume el sentido de su lectura. Debería
decir, en realidad, que lo propone, al igual que un ajedrecista nos anticipa su estrategia
con el movimiento inicial. Efectivamente, en este desarrollo pendular, y sin el escrúpulo
teórico que da alimento a generaciones de obreros de la filosofía, Borges alinea autores
como peones en un tablero universal:

“A través de las latitudes y de las épocas, los dos antagonistas inmortales cambian
de dialecto y de nombre: uno es Parménides, Platón, Anselmo, Leibnitz, Kant,
Francis Bradley; el otro, Heráclito, Aristóteles, Roscelín, Locke, Hume, William
James.”

El destino del pragmatista parece haber sido escrito desde los orígenes del pensamiento.
Quizá, el propio James lo había ya intuido, al colocar el subtítulo a su obra “Un nuevo
nombre para viejas formas de pensar.” Lo que es seguro, o en todo caso no será
necesario poner aquí en duda, es que esa alineación no nos resulta un desatino; lejos de
ello, nos ofrece una clave de lectura aún más luminosa sobre esta nueva filosofía:

“El nominalismo inglés del siglo XIV resurge en el escrupuloso idealismo inglés del
siglo XVIII; la economía de la fórmula de Occam, entia non sum multiplicanda
praeter necessitatem, permite o prefigura el no menos taxativo esse est percipi.
William James enriquece, a partir de 1881, esa lúcida tradición. Como Bergson,
lucha contra el positivismo y contra el monismo idealista. Aboga, como él, por la
inmortalidad y la libertad.”

La lucha de James es, ante la vasta mirada de Borges, esa lucha atemporal, libérrima,
que sabe claramente que el nombre no es consecuencia de la cosa, sino únicamente su
expresión práctica, convencional y arbitraria. En esta lucha, nos dirá el argentino, la
hazaña del inglés será su propia legibilidad:
"Leibnitz afirma que no ves las letras de este libro, pero que antes de crear el
universo, Dios ordenó que las concibieras en el preciso instante en que las
miraras; Kant razona que el espacio y el tiempo son anteriores en la mente a
cualquier percepción; Bradley niega todo influjo de A sobre B, porque ese influjo es
un tercer término C, que para influir en B requiere otro término D, que requiere otro
término E, que requiere otro término F... Tales conjeturas pueden ser ciertas; nadie
negará que son asombrosas; quien las combate, corre el albur de parecer un
representante del mero, insípido sentido común. James eludió ese albur
melancólico, en este libro, en The Will to believe (1897), en A pluralistic universe
(1909) y en Some problems of Philosophy (1911), combatió a Hegel y a los
hegelianos Bradley y Royce y fue tan asombroso como ellos, y mucho más
legible.”

El Pragmatismo, la obra de W. James, se nos muestra así, como el resultado de una toma
de posición respecto de la relación entre el pensamiento y la experiencia, entre la idea y la
acción. En la lectura borgiana, este constituye nueva forma de ser en el mundo, una
especie de aventura de vivir más allá de los límites que nos impone un inhumano diseño
metafísico:

“Las soluciones medias son uno de los rasgos del pragmatismo. Vanamente,
secularmente, los deterministas discuten con los partidarios del albedrío. Éstos
afirman que es legítimo hablar de posibilidades, es decir, de hechos que pueden
acontecer o no acontecer; aquéllos dicen que todo acto, por mínimo que sea, es
fatal (…) James interviene; conjetura que el universo tiene un plan general, pero
que la recta ejecución de ese plan queda a nuestro cargo. Nos propone así un
mundo vivo, un mundo inacabado, cuyo destino incierto y precioso depende de
nosotros, “una aventura verdadera, con verdadero riesgo” (Pragmatism, VIII).”

Así, en un universo desencantado de todo plan previo, desprovisto de cualquier estructura


a priori que de-limite su experiencia, el ser humano discurre sobre un camino transitado
por todos los seres humanos anteriores a él, por un lenguaje que no ha inventado él, pero
que re-inventa en su experiencia tan mundana como auténtica, al igual que todas las
sucesivas vidas que discurrirán, se comunicarán y vivirán como él:

“El universo de los materialistas sugiere una infinita fábrica insomne; el de los
hegelianos, un laberinto circular de vanos espejos, cárcel de una persona que cree
ser muchas, o de muchas que creen ser una; el de James, un río. El incesante e
irrecuperable río de Heráclito.”

Es justamente esta última la metáfora fundacional del universo que nos presenta Borges
para entender esta historia del pensamiento humano a la luz del Pragmatismo. Sin
denunciarla abiertamente, el escritor propone una metáfora que delata una ontología:
“todo fluye”. Esta correrá como un manantial subterráneo en las páginas siguientes,
acompañando sus pensamientos. Así, nos dirá, como nota final a esta nota preliminar que
parece más tener carácter de partida de nacimiento: “El pragmatismo no quiere coartar o
atenuar la riqueza del mundo; quiere ir creciendo como el mundo.”
Decir y mostrar: la experiencia del infinito

Al examinar la posibilidad de fundamentar las propiedades lógicas que debe cumplir el


lenguaje para representar la realidad en el Tractatus Logico-Philosophicus, L. Wittgenstein
va a sostener que tal empresa se debería ejecutar desde un lenguaje que estuviera fuera
del alcance de tales propiedades. Sin embargo, nos dice, sería imposible que éste pueda
ser un lenguaje correcto, pues es "imposible construir un lenguaje no lógico." No existe tal
meta-lenguaje privilegiado que permita formular, "sin poseerlas o satisfacerlas, las
condiciones lógicas que ha de cumplir cualquier lenguaje para poder expresar en él algo
con sentido, esto es, representar algo real” (Meléndez, 2001: 83). En este sentido,
Wittgenstein afirmará que la lógica es "trascendental" (Tractatus, 6.13), por un lado, en
tanto que se ocuparía de las condiciones de posibilidad de todo lenguaje significativo y,
por otro, en el sentido de que no se ocupa del mundo de los hechos, sino de algo que lo
trasciende, que está más allá de él. Wittgenstein recurre entonces a la distinción entre
"decir" y "mostrar" para sostener que las condiciones lógicas para que cualquier lenguaje
pueda representar figurativamente lo real resultan inefables.

Ahora bien, ¿en qué consiste esta distinción entre lo que puede ser dicho y lo que puede
ser mostrado? En un interesante artículo sobre las coincidencias entre la experiencia
mística referida por Wittgenstein y la descripción borgiana del universo, en el célebre
relato del autor argentino titulado "El Aleph", S. Mualem (2002) va a reseñar el debate
académico en torno a aquello que puede efectivamente ser mostrado, pero no dicho. Por
su parte, Russell, en su introducción al Tractatus considerará aquello que se muestra a sí
mismo como "lo místico". Pears, en su libro sobre el filósofo vienés, agregará a esta
distinción una interpretación kantiana, implicando una dimensión metafísica al "mostrar".
El crítico británico sostendrá que "mientras que Kant plantea que hay verdades necesarias
sustanciales, Wittgenstein sugiere que hay cosas que solo pueden ser mostradas, pero no
dichas" (Pears, citado por Mualem, p. 43) En resumen, la doctrina del "mostrar" nos va a
presentar dos características fundamentales: por un lado, al suponer una clara dicotomía
entre lo que puede ser dicho y lo que puede ser mostrado, el lenguaje posee una tensión
dialéctica entre lo expresable y lo inefable; por otro, decir y mostrar no constituyen una
simple antítesis, sino que resultan ser dos hechos interdependientes. (Mualem, 2002: 46)

Es necesario, asimismo, recordar los elementos de esta experiencia, identificada por el


vienés como “mística”, tal y como los presenta J. L. Borges en el relato en cuestión.
Recordemos brevemente el argumento de la historia. A propósito del fallecimiento de
Beatriz Viterbo, un viejo amor del escritor, el primo de esta, Carlos Argentino (epítome de
la arrogancia y la pusilanimidad literaria, una especie de némesis borgiana) invita a
Borges a visitar su casa, donde dice tiene oculto un Aleph, “el lugar donde están, sin
confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos.” Borges, el
personaje, accede a esta invitación y obliga al Borges-autor a relatar una experiencia cuya
realidad es, a falta de mejor término, extra-lingüística, cuya temporalidad se encuentra
fuera de los límites que permite describir cualquier sintaxis humana:
“Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de
escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un
pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito
Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance,
prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro
que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo
centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel
de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al
Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen
con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen
equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad.”

Para articular la experiencia que relata nuestro autor con la distinción entre decir y
mostrar, es necesario recordar aquí la sentencia de Wittgenstein, "lo inexpresable,
ciertamente, existe. Se muestra, es lo místico." (Tractatus - 6.522). Una interpretación
interesante de esta relación sugiere que esta dicotomía se encuentra mediada por lo que
Wittgenstein llamó "espacio lógico", i.e., el espacio que una proposición remite fuera de lo
que efectivamente expresa (el infinito Aleph, en el relato de Borges). En efecto, ya en el
Tractatus se señala que "aunque a la proposición sólo le es dado determinar un lugar del
espacio lógico, el espacio lógico total tiene, sin embargo, que venir dado ya por ella.
(Tractatus 3.42) De esta manera, el espacio lógico viene a ser el plano de referencia para
que cualquier proposición se pueda definir, "a la manera en que el espacio geométrico es
el plano de referencia para cualquier figura geométrica." (Mualem, Op. Cit. 47) Este
espacio, cuya existencia es innegable, puede únicamente ser mostrado. Esta, dirá
Wittgenstein, es la característica de lo místico. Así, si la lógica subyace al lenguaje, este
necesariamente se encontrará subsumido por lo místico. Debo insistir, como lo hace
Mualem, que la dicotomía entre decir/mostrar no supone simplemente que existan
pensamientos inexpresables fuera de los límites lenguaje, sino más bien que el límite del
lenguaje está definido por un "intelecto práctico", que se muestra en nuestros diferentes
usos o juegos del lenguaje. Es, pienso, este el sentido al que se refiere Wittgenstein en su
Conferencia sobre ética:

"veo ahora que estas expresiones carentes de sentido no carecían de sentido por
no haber hallado aún las expresiones correctas, sino que era su falta de sentido lo
que constituía su mismísima esencia. Porque lo único que yo pretendía con ellas
era, precisamente, ir más allá del mundo, lo cual es lo mismo que ir más allá del
lenguaje significativo."

Ahora bien, ¿en qué medida representa esta dicotomía una constatación lingüística para
el propio Borges? La respuesta viene dada por su propia concepción del lenguaje:

Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial,


de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos
deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan
el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue
simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin
embargo, recogeré.
A la luz de estas lecturas en paralelo, resulta interesante ver cómo algunas de las
intuiciones de autores tan distantes en términos conceptuales pueden encontrarse de
modo armónico en el universo borgiano, bajo una mirada universal, que toma a cada una
de sus construcciones teóricas como si fueran una ficción más, quizá un laberinto de
símbolos y galerías multidimensionales, o como modelos de una realidad que se mira a sí
misma frente a un lenguaje-espejo que la transforma y la multiplica infinitamente.

Bibliografía

Borges, J. L. (1995) El Aleph. Madrid: Alianza

James, W. (1945) Pragmatismo, un nuevo nombre para algunos viejos modos de pensar;
conferencias de divulgación filosófica. Traducción de Vicente P. Quintero, con una nota
preliminar de Jorge Luis Borges. Buenos Aires: Emecé

Mualem, S. (2002) What Can Be Shawn Cannot Be Said. Wittgenstein doctrine of


Showing and Borges "El Aleph". Recuperado de: https://www.borges.pitt.edu/sites/ default/
files/1303.pdf

Melendez, R. (2001) Entre los límites de lo indecible y los límites de lo explicable.


Recuperado de: http://revistas.javeriana.edu.co/index.php/vniphilosophica/article/
download/11382/9294

Wittgenstein, L. (1965) Conferencia sobre ética. Recuperado de: https:// www.ddooss.org/


articulos/textos/Wittgenstein_etica.pdf

Wittgenstein, L. (2010) Tractatus Logico - Philosophicus. Madrid: Alianza


Es verdad que la obra de arte es una cosa acabada, pero dice algo más que la mera
cosa: a!llo a)goreu/ei La obra nos da a conocer públicamente otro asunto, es algo distinto:
es alegoría. Además de ser una cosa acabada, la obra de arte tiene un carácter añadido.
Tener un carácter añadido - llevar algo consigo- es lo que en griego se dice sumba/llein.
La obra es símbolo. (Heidegger, 10)

La cosa, como todo el mundo cree saber, es aquello alrededor de lo que se han
agrupado las propiedades. Entonces, se habla del núcleo de las cosas. Parece
que los griegos llamaron a esto to_ u(pokei/menon. Esa cualidad de las cosas que
consiste en tener un núcleo era, para ellos, lo que en el fondo y siempre subyacía.
Pero las características se llaman ta_ sumbebhko/ta, es decir, aquello siempre ya
ligado a lo que subyace en cada caso y que aparece con él. (Heidegger, 12)

Estas denominaciones no son nombres arbitrarios, porque en ellas habla lo que


aquí ya no se puede mostrar: la experiencia fundamental.griega del ser de lo ente
en el sentido de la presencia. Pero gradas a estas denominaciones se. funda la
interpretación, desde ahora rectora, de la de la cosa, así como la interpretación
occidental del ser de lo ente. Ésta comienza con la adopción de las palabras
griegas por parte del pensamiento romano-latino. u(pokei/menon se convierte en
subiectum; u(po/stasij se convierte en substancia: sumbebhko/j pasará a ser
accidens. (Heidegger, 12)

Las cosas están mucho más próximas de nosotros que cualquier sensación. En
nuestra casa oímos el ruido de un portazo pero nunca meras sensaciones
acústicas o puros ruidos. Para oír un ruido puro tenemos que hacer oídos sor-
dos a las cosas, apartar de ellas nuestro oído, es decir, escuchar de manera
abstracta. (Heidegger, 16)

En la oscura boca del gastado interior del zapato está grabada la fatiga de los
pasos de la faena. En la ruda y robusta pesadez de las botas ha quedado
apresada la obstinación del lento avanzar a lo largo de los extendidos y
monótonos surcos del campo mientras sopla un viento helado. En el cuero está
estampada la humedad y el barro del suelo. Bajo las suelas se despliega toda la
soledad del camino del campo cuando cae la tarde. En el zapato tiembla la ca-
llada llamada de la tierra, su silencioso regalo del trigo maduro, su enigmática
renuncia de sí misma en el yermo barbecho del campo invernal. A través de este
utensilio pasa todo el callado temor por tener seguro el pan, toda la silenciosa
alegría por haber vuelto a vencer la miseria, toda la angustia ante el nacimiento
próximo y el escalofrío ante la amenaza de la muerte. Este utensilio pertenece a la
tierra y su refugio es el mundo de la labradora. El utensilio puede llegar a reposar
en sí mismo gracias a este modo de pertenencia salvaguardada en su refugio.
(Heidegger, 23)

¿Qué ocurre aquí? ¿Qué obra dentro de la obra? El cuadro de Van Gogh es la
apertura por la que atisba lo que es de verdad el utensilio, el par de botas de
labranza. Este ente sale a la luz en el desocultamiento de su ser. El
desocultamiento de lo ente fue llamado por los griegos a)lh&qeia Nosotros decimos
«verdad» sin pensar suficientemente lo que significa esta palabra. Cuando en la
obra se produce una apertura de lo ente que permite atisbar lo que es y cómo es,
es que está obrando en ella la verdad. (Heidegger, 25)
Allí alzado, el templo reposa sobre su base rocosa. Al reposar sobre la roca, la
obra extrae de ella la oscuridad encerrada en su soporte informe y no forzado a
nada. Allí alzado, el edificio aguanta firmemente la tormenta que se desencadena
sobre su techo y así es como hace destacar su violencia. El brillo y la luminosidad
de la piedra, aparentemente una gracia del sol, son los que hacen que se torne
patente la luz del día, la amplitud del cielo, la oscuridad de la noche. Su seguro
alzarse es el que hace visible el invisible espacio del aire. Lo inamovible de la obra
contrasta con las olas marinas y es la serenidad de aquélla la que pone en
evidencia la furia de éstas. El árbol y la hierba, el águila y el toro, la serpiente y el
grillo sólo adquieren de este modo su figura más destacada y aparecen como
aquello que son. Esta aparición y surgimiento mismos y en su totalidad, es lo que
los griegos llamaron muy tempranamente fu&siv. La fu&siv ilumina al mismo tiempo
aquello sobre y en lo que el ser humano funda su morada. Nosotros lo llamamos
tierra. De lo que dice esta palabra hay que eliminar tanto la representación de una
masa material sedimentada en capas como la puramente astronómica, que la ve
como un planeta. La tierra es aquello en donde el surgimiento vuelve a dar
acogida a todo lo que surge como tal. En eso que surge, la tierra se presenta
como aquello que acoge. (Heidegger, 32)

Cuando se lleva una obra a una colección o exposición también se suele decir que
se instala la obra. Pero este instalar es esencialmente diferente a una instalación
en el sentido de la construcción de un edificio, la erección de una estatua o la
representación de una tragedia con ocasión de una fiesta. Ese instalar es erigir en
el sentido de consagrar y glorificar. Instalar no significa aquí llevar simplemente a
un sitio. Consagrar significa sacralizar en el sentido de que, gracias a la erección
de la obra, lo sagrado se abre como sagrado y el dios es llamado a ocupar la
apertura de su presencia. De la consagración forma parte la glorificación, en tanto
que reconocimiento de la dignidad y el esplendor del dios. Dignidad y esplendor no
son propiedades junto a las cuales o detrás de las cuales se encuentre además el
dios, sino que es en la dignidad y en el esplendor donde se hace presente el dios.
En los destellos de ese esplendor brilla, es decir, se aclara, aquello que antes
llamamos mundo. Erigir quiere decir abrir la rectitud, en el sentido de esa medida
que orienta a lo largo del trayecto y bajo cuya forma lo esencial nos da las
directrices. Pero ¿por qué la instalación de la obra es un erigirse que consagra y
glorifica? Porque la obra exige tal en su ser-obra. ¿Cómo es que la obra exige
semejante instalación? Porque es ella misma instaladora en su ser-obra. ¿Qué
instala la obra en tanto que obra? Alzándose en sí misma, la obra abre un mundo
y lo mantiene en una reinante permanencia. (Heidegger, 33)

Un mundo no es una mera agrupación de cosas presentes contables o


incontables, conocidas o desconocidas. Un mundo tampoco es un marco
únicamente imaginario y supuesto para englobar la suma de las cosas dadas. Un
mundo hace mundo y tiene más ser que todo lo aprensible y perceptible que
consideramos nuestro hogar. Un mundo no es un objeto que se encuentre frente a
nosotros y pueda ser contemplado. Un mundo es lo inobjetivo a lo que estamos
sometidos mientras las vías del nacimiento y la muerte, la bendición y la maldición
nos mantengan arrobados en el ser. Donde se toman las decisiones más
esenciales de nuestra historia, que nosotros aceptamos o desechamos, que no
tenemos en cuenta o que volvemos a replantear, allí, el mundo hace mundo.
(Heidegger, 34)

Al retirarse ella misma a la tierra, la obra trae aquí la tierra. Pero el cerrarse de la
tierra no es uniforme e inmóvil, sino que se despliega en una inagotable cantidad
de maneras y formas sencillas. Es verdad que el escultor usa la piedra de la
misma manera que el albañil, pero no la desgasta. En cierto modo esto sólo ocurre
cuando la obra fracasa. También es verdad que el pintor usa la pintura, pero de tal
manera que los colores no sólo no se desgastan, sino que gracias a él empiezan a
lucir. También el poeta usa la palabra, pero no del modo que tienen que usarla los
que hablan o escriben habitualmente desgastándola, sino de tal manera que
gracias a él la palabra se torna verdaderamente palabra y así permanece.
(Heidegger, 37)

Você também pode gostar