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en la Región de Murcia
De la Reconquista a la Ilustración
© de esta edición:
Comunidad Autónoma de la Región de Murcia
Consejería de Educación y Cultura
Secretaría General
Servicio de Publicaciones y Estadística
Avda. de la Fama, 15
30006 Murcia
Coordinación editorial:
Ramón Jiménez Madrid
Diseño de maqueta:
José Mª Nuño de la Rosa
Primera edición:
Diciembre de 2006
ISBN: 84-7564-353-1
Gestión editorial:
Ligia Comunicación y Tecnología, SL
C/ Manfredi, 6, entresuelo
30001 Murcia
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BIBLIOGRAFÍA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 479
LÁMINAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 521
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derada como uno de los puntos de penetración del cristianismo en
España, fueron algunas de las constantes que presidieron las inter-
pretaciones subsiguientes, recogidas en numerosos textos en los
que la historia y la leyenda del obispado –cuyo origen se remontaba
al desembarco del apóstol Santiago en el puerto de Cartagena– se
funden para reivindicar la reposición de la diócesis.
La llegada del apóstol a las costas del sureste español fue uno de
los temas que más polémicas suscitó entre los hagiógrafos ecle-
siásticos. En la última década del siglo XVI y en los comienzos del
siguiente, tanto los apócrifos falsos cronicones como las obras de
Jerónimo Román de la Higuera, Diego del Castillo, sor María Jesús
de Agreda y otras defendieron la veracidad del desembarco, apo-
yándose en supuestos razonamientos históricos los primeros y en
revelaciones místicas la última. No resulta extraño, pues, que los
historiadores y panegiristas locales, como Francisco Cascales en
1621 y un siglo después Fernando Hermosino, Fulgencio Cerezuela,
Antonio Herráiz, el padre Morote, fray Leandro Soler y tantos otros
que narraron las vicisitudes del obispado, se hicieran eco de esta
tradición, que ya había sido objeto de controversias en el seno de
la propia jerarquía eclesiástica. A todo lo cual puede añadirse una
serie de mártires y santos, como los hermanos Leandro, Isidoro,
Fulgencio y Florentina –que habían contribuido de forma decisiva a la
expansión del cristianismo en España y a su defensa en los momen-
tos de mayor amenaza del arrianismo– y algunos otros envueltos en
la leyenda y, por lo tanto, sin el necesario fundamento histórico, que
enriquecían aún más la sede carthaginense. En este contexto cabría
afirmar que la catedral de Murcia fue levantada como un emblema
de triunfo y afirmación cristiana, política y cultural. Su monumen-
talidad, los numerosos escudos de Castilla y León labrados en las
claves de las bóvedas y en las puertas y su dedicación a Nuestra
Señora de Gracia son claras muestras de su valor representativo
desde el mismo momento de su creación.
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3. FUNDACIÓN DE LA CATEDRAL
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4. EL CAMBIO DE MECENAZGO
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Hay que aludir, por último, a los ingresos obtenidos por la redención
de ciertas penas religiosas, fórmula implantada en los comienzos
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Los datos recogidos demuestran que fueron pocos los obispos que
aplicaron sus rentas particulares a la construcción y adorno del
interior catedralicio; entre ellos cabe citar al cardenal Mateo Lang,
que aportó ciertas cantidades para la torre, a fray Antonio de Trejo,
que mandó realizar la capilla del trascoro o al cardenal Belluga, que
envió desde Roma donativos para la fachada principal hasta un total
de 166.000 reales, lo que le convierte en el principal benefactor
del templo. No obstante, y sin ánimo de quitarle importancia a su
contribución, resulta necesario insistir en la escasa consistencia
de las opiniones que han atribuido, tanto a este prelado como a
la propia corona, la principal responsabilidad en la financiación del
monumental imafronte, cuando lo cierto es que la mayor parte de lo
aportado por la fábrica –1.526.006 reales– procedía de los ingresos
obtenidos en las diezmerías de todos los rincones de la diócesis,
mostrándose la grandiosa portada como la síntesis territorial de
todo el obispado.
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Lo mismo cabe decir de las iniciativas llevadas a cabo por los gran-
des personajes, como la capilla de los Vélez o la de los Junterones,
cuya gloria oscureció y encubrió el nombre de los extraordinarios
profesionales que tuvo a su servicio. Es preciso tener en cuenta,
por otra parte, que la mayor parte de la documentación medieval
no ha llegado hasta nosotros, conservándose en cambio casi todas
las actas y escritos de los siglos posteriores, en los que se debaten,
certifican y exponen los programas constructivos o los encargos de
esculturas y pinturas.
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Aunque sigue sin conocerse el nombre del autor del proyecto inicial
de la planta y del alzado góticos –realizado sin duda en los años que
precedieron a la colocación de la primera piedra, el 22 de enero
de 1394– sí sabemos, en cambio, gracias al profundo conocedor
de la Edad Media murciana que es el profesor Torres Fontes, los
de algunos profesionales de diverso rango que intervinieron en los
comienzos del proceso constructivo de la catedral, acompañados
de datos de gran interés sobre el mismo. Un documento de 1390
–cuatro años antes de la inauguración solemne, aunque no efectiva,
de las obras, debido a las dramáticas circunstancias ya descritas
y que duraron hasta 1399– confirma la presencia en Murcia del
catalán Pedro Cadafal, con el título de “obrero de la labor de Santa
María la Mayor”, que para Torres Fontes “supone la continuidad de
unas obras iniciadas años antes de la supuesta fecha del comienzo
de las nuevas construcciones y de inauguración de ellas”.
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Las cartas y actas del cabildo de comienzos del siglo XVI revelan
el esfuerzo por atraer a maestros de gran prestigio, capaces de
ejecutar proyectos que hicieran realidad las demandas exigidas.
En 1519, por ejemplo, antes de derribar el viejo campanario, los
capitulares comunicaban al secretario del obispo don Mateo Lang la
intención de levantar una torre “que será cierto la mejor y más rica
que aya en España”, confirmándole dos años después que la misma
–aún en sus inicios– “es la mejor y más sumptuosa que ay en todos
los reynos de España...”.
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A todo lo cual hay que sumar su actividad como maestro mayor, pro-
yectando nuevos templos, remodelando otros y diseñando conjun-
tos para las órdenes religiosas. Existen datos y vínculos estilísticos
suficientes para atribuirle trazas, obras e intervenciones en diversas
villas y ciudades de la antigua diócesis de Cartagena, como Murcia,
Lorca, Caravaca, Jumilla, Chinchilla, La Gineta, Albacete y Orihuela,
que contribuyeron a la difusión de las premisas arquitectónicas
renacentistas por una amplia zona geográfica. No ha de extrañar,
por tanto, que su fama y consideración se divulgaran más allá del
territorio de su competencia; ni que fuera llamado por el cardenal
Silíceo para intervenir, junto con Pedro Machuca y Juan de Juni, en
la tasación de la sillería que efectuara Alonso Berruguete para la
catedral de Toledo en 1548; ni que, años después, fuera convocado
en dos ocasiones por el rey.
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2.1. La mezquita-catedral
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A todo ello hay que añadir una serie de formas vivas entrelazadas
con la decoración vegetal, como los grifos afrontados a ambos
lados de una copa que aparecen en los fondos de los nichos de la
parte superior o los muchos animalillos que surgen entre los follajes
que enmarcan arcos y puertas. Admitamos, sin embargo, que este
universo naturalista, plagado de imágenes fantásticas pertenece
aún, por su disposición y carácter, al mundo del último Gótico, que
encontramos en las obras de los artistas flamencos y españoles
que trabajaron en la corte de los Reyes Católicos y en los círculos
nobiliarios.
Las últimas décadas del siglo XV y las primeras del siguiente coin-
cidieron con uno de los períodos de mayor esplendor artístico de la
catedral. Además de la capilla de los Vélez, se finalizaron las naves
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Hasta los años finales del siglo XV el maestro Almazán estuvo dedi-
cado tanto a la obra de arquitectura como a la ornamentación de las
paredes exteriores del coro en las que se abrían huecos destinados
a capillas. En las cláusulas impuestas a cuantos patronos mostraban
su deseo de adquirir un lugar de culto privado y enterramiento en
esa zona, se les imponía la condición de adaptarse al modelo de
maestre Diego, circunstancia que confirma los deseos capitulares
de mantener la unidad decorativa interior diseñada por este arqui-
tecto. Para una zona desnuda como aquélla, Almazán utilizó frisos
de cardinas en el coronamiento y airosos arcos conopiales de rizado
tallo, muy similares a los del rejero Antón de Viveros, y pequeños
doseletes apropiados para colocar esculturas. No se conserva todo
el programa llevado a cabo, pues las reformas efectuadas en el
perímetro exterior del coro fueron introduciendo modificaciones y
aún hoy podemos ver cómo esculturas medievales, seguramente
las labradas por los canteros de Diego Sánchez de Almazán, se
disponen junto a otras de época barroca.
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Desde la segunda mitad del siglo XIII hasta principios del siglo XVI
la figura de la Virgen se hizo frecuente, de tal manera que sería muy
prolijo enumerar las advocaciones marianas de templos, santuarios
y ermitas. En diversos casos se convirtieron en símbolo de muchas
ciudades, como la Virgen del Rosell en Cartagena, la Virgen de las
Huertas en Lorca o la de Aledo. La de Lorca desapareció, aunque
según algunos autores, como Pérez Sánchez y más recientemente
Agüera Ros, la imagen destruida en la guerra civil no sería la que
tradicionalmente se consideraba traída por el infante don Alfonso,
sino una segunda versión tallada en el círculo de Gil de Siloé a fina-
les del siglo XV. La de Cartagena se encuentra muy transformada
y su origen medieval apenas puede vislumbrarse a través de viejas
fotografías anteriores a la guerra civil. La de Aledo conserva, en
cambio, la tipología medieval aunque ya parece ser de principios del
siglo XVI. Una imagen excepcional, muy diferente a las anteriores,
es la llamada de las Mercedes, conservada en Puebla de Soto en
plena huerta. Se distancia de las anteriores por ser una Virgen de
la misericordia que extiende su manto sobre un grupo de fieles que
se acogen a su protección. La novedad iconográfica no es sólo el
rasgo que la singulariza sino la posibilidad de vincular la existencia
de tal imagen a la historia del lugar llamado Puebla Nueva y más
tarde identificado el señorío con el apellido de Rodrigo de Soto.
La existencia de un culto cristiano hacia principios del siglo XVI,
propiciado por la forzada conversión de todos los mudéjares del
reino de Murcia, es importante para aventurar la fecha de esta
escultura, posiblemente en el primer tercio de tal centuria, ya que a
las novedades iconográficas antes aludidas se añaden otras, como
la posibilidad de identificar, a modo de retratos, a los personajes
arrodillados, seguramente los señores del lugar, Catalina Cascales
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5. La pintura gótica
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Por su parte, son varios los autores, entre los que se encuentra
Bonet Correa, que han llamado la atención acerca del tipo de colum-
nas estriadas con cabezas de mujer como capiteles. Se trata de un
diseño excepcional que traslada a este elemento de la arquitectura
clásica el significado original del orden jónico, cuyo origen según
Vitrubio estaría en las formas del cuerpo femenino. El origen italiano
de ésta y otras fuentes ha fortalecido la hipótesis que considera a
Jacobo Florentín como autor de la portada, y a su vez como impor-
tador y difusor de libros que revelaban sus conocimientos sobre
arquitectura y ornamentación. De todas formas, cabe suponer que
la decoración de esta portada, así como la que le precede –la deno-
minada de la antesacristía–, tiene un alto valor simbólico (otra vez
el sentido trascendente de la arquitectura) en función del lugar que
ocupan como acceso al sagrarium del templo, espacio preeminente
donde se guardan los vasos sagrados y la eucaristía.
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La capilla tiene notable interés por dos razones: en primer lugar, por
ser uno de los primeros enterramientos plenamente renacentistas,
realizado por un artista español, y, en segundo, por corresponder a
una de las primeras obras de Jerónimo Quijano en la que explorar
su carrera artística. A pesar de los condicionamientos y limitacio-
nes (gastos escasos y espacio reducido) pudo el artista actuar
con gran libertad, llegando a crear una obra en la que se funden
arquitectura y escultura de una manera admirable. En efecto, el
encuadre del retablo presidido por una elegante representación de
la Encarnación, antecedente de la magistral versión realizada por
Salzillo siglos después, sirve de soporte a unos valores pictóricos
dispuestos sobre la desaparecida policromía del conjunto y acre-
centada por la sensación de un suave relieve que reproduce las
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Otras piezas fueron realizadas por esos mismos años en este tem-
plo con un lenguaje similar: la sacristía y la portada lateral. La pri-
mera se concibe como un espacio octogonal, es decir, centralizado,
al que se accede por un paso cubierto de bóveda en esviaje. Este
carácter viene impuesto por la función que las sacristías desem
peñaban como últimos santuarios del templo donde se recogían
las especies y los vasos sagrados, a modo de los thesauri de la
Antigüedad. Si su carácter privado ya les confería una atmósfera
recóndita, la dignidad de su función les dotaba de ingeniosas solu-
ciones arquitectónicas y de un mobiliario excelente y suntuoso,
en consonancia con su finalidad. Aunque en mayor escala, no es
extraño el interés que puso el Renacimiento en la nobleza y dignidad
de sus sacristías y en la consideración de organismos autónomos
cercanos al presbiterio. Véase el caso de la sacristía de la catedral
de Murcia, la de San Patricio de Lorca o la de Santiago de Orihuela.
Todo parece indicar que el ejecutor de esta magnífica obra fue
Julián de Alamíquez. La portada efectuada en 1573 responde al
linaje de Quijano, interpretado ya por sus sucesores como se vio
en Lorca: un arco de triunfo con decoración cuidada constituye el
acceso lateral a un templo singular.
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Pero todo parece indicar que la fidelidad al proyecto inicial fue com-
pleta, pues, aunque el segundo cuerpo de la capilla mayor fuera
responsabilidad de otros arquitectos y canteros, la introducción
de variantes fue de menor rango, en ocasiones limitadas a la mera
sustitución de ciertos valores plásticos por otros más geométricos
y abstractos. Esto puede explicar que, en un proceso constructivo
de larga duración, la peculiar gestión de las obras como proyecto
común y no como resultado de una acción individual fuera decisiva
para dar impulsos a la arquitectura y alcanzar un grado de unidad y
cohesión verdaderamente sorprendentes. Si, por una parte, estas
parroquias del área situada bajo la tutela de otro reino peninsular
diferente al castellano en que se situaba la capital de la diócesis ya
pregonaba la singularidad de unas instrucciones no tuteladas por
las autoridades diocesanas, la forma de abordar colectivamente
unos proyectos permitía la continuidad de los diseños, el respeto,
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Cabe recordar una vez más que el templo de planta salón con bóve-
das a igual altura y soportes columnarios, tal como fue concebido
en el Renacimiento, se convirtió en una de las respuestas de la
arquitectura del humanismo. Los maestros de entonces contempla-
ron la adopción de ese sistema como uno de los mejores ejemplos
para la síntesis entre el lenguaje y proporciones recuperados de la
Antigüedad y la basílica cristiana. Y, aunque en el Gótico ya se había
utilizado una tipología constructiva semejante en diversas zonas de
Europa, la diafanidad y proporciones del Clasicismo confirió a este
modelo un aspecto sustancialmente diferente que lo convertía en
uno de los logros del Renacimiento. Algunas de las últimas catedra-
les españolas, primero la de Granada, pero sobre todo la de Jaén,
están en esa órbita. No extraña por ello que este tipo fuera el tem-
plo utópico de los obispos que habrían de regir las nuevas diócesis
de los virreinatos de las Indias. De esta forma, el templo de planta
salón adquirió unos ribetes ideológicos y simbólicos difícilmente
soslayables, que hizo crisis cuando algunas de esas fábricas de
ejecución lenta fueron abovedadas ya en las primeras décadas del
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D. Pedro Fajardo, hijo del contador real don Juan Chacón, el noble
fundador e iniciador de la capilla de los Vélez, era miembro de una
de las familias de mayor abolengo e influencia en la corte. Su madre,
Luisa Fajardo, dama de la Reina Católica, había casado en 1477
con Chacón y obtenido en las capitulaciones matrimoniales cier-
tos privilegios que mostraban su carácter, rango y nobleza. Estas
circunstancias familiares facilitaron la educación cortesana de don
Pedro en manos del humanista italiano Pedro Mártir de Anglería y la
de un selecto grupo de nobles con los que conoció a los clásicos.
Su figura parece encarnar el ideal propuesto por Castiglione en el
Cortesano, pues don Pedro Fajardo dominaba el latín, era un buen
orador y un campeón militar, brillante ejecutoria que no le privó
de ciertas humillaciones como el retorno a la Corona del señorío
familiar sobre la plaza militar de Cartagena, la más querida prenda
de todas las recibidas por herencia, o el exilio, hasta la muerte de
Isabel la Católica.
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Todas las ventanas del patio quedaron revestidas de una rica orna-
mentación dispuesta en las pilastras de enmarque o en los frisos y
arcos que las cubren. Es, desde luego, un efecto desconocido en
la España contemporánea más habituada a contemplar edificios
ornamentados, como la Casa de las Conchas de Salamanca, a
modo de rico tapiz labrado de filigranas góticas. Las ventanas y
capiteles de Vélez Blanco sólo tienen paralelo en la de aquella Italia
que había renovado la solemnidad plástica de los maestros prime-
ros del Quattrocento, y optado por una vía decorativa más rica y
exuberante, resultado de la combinación de elementos naturalistas
y fantásticos, muy populares entre los escultores y tallistas activos
en los talleres de Carrara. Tal zona de Italia se había convertido
en un activo obrador del que partían con destino a Europa piezas
labradas –esculturas, ventanas, fuentes y sepulcros– en las que
aparecían delfines, pájaros monstruosos, páteras gallonadas, tro-
feos militares, veneras, etc. Esta ornamentación a la antigua fue
sustituyendo paulatinamente a la moderna (gótica), introduciendo el
lenguaje clásico en la arquitectura. Los capiteles del patio de Vélez
Blanco muestran la forma con que se adoptó ese clasicismo y la
riqueza de motivos ornamentales con que se enriqueció el cestillo
de acantos. Páteras a modo de fuentes, cabezas y mascarones
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Son, pues, varias las coincidencias que hay que destacar en ese
comienzo de siglo. En primer lugar, las relaciones artísticas ya
observadas entre Andalucía oriental y Murcia durante ese primer
Renacimiento; en segundo, la trama de contactos establecidos
entre diversos escultores y tallistas, no sólo por sus relaciones fami-
liares –Jacobo Florentín con el escultor Juan López de Velasco– sino
por la paulatina consolidación de unas colaboraciones básicas para
la formación de muchos de ellos.
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Aún con las dudas que todavía suscita la presencia de este escultor
alemán, su estancia en Murcia hacia 1504 ha sido documentada por
la profesora Torres-Fontes Suárez, desvelando los motivos de su
presencia en la ciudad y las razones tenidas en cuenta para solicitar
la vecindad, así como los períodos de residencia y los compromisos
adquiridos en la formación de futuros artistas. La significativa fecha
citada y la confirmación de su actividad burgalesa permiten suponer
que la presencia de Gutierre Gierrero iba a ser prolongada tanto por
lo que supone la duración pactada en los contratos de aprendizaje ya
mencionados como la circunstancia de encontrarse la capilla de los
Vélez en plena fase de ejecución. Este importante proyecto, acaso,
fue determinante para la llegada del alemán, como más tarde lo
sería para atraer a Jacobo Florentín, y la razón para que su estancia
se dividiera en dos períodos distintos de tiempo, coincidentes, por
una parte, con las posibilidades de trabajo encontradas en Murcia
y con la estima que su labor representaba al encontrarse entre los
artífices de la sillería de Burgos. El eje con la ciudad castellana, ya
comentado por la profesora Torres-Fontes, no se circunscribe sólo
al contacto directo entre ambas zonas sino que sus ramificaciones
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Esa conexión con la vecina ciudad andaluza, que tan largas y fructí-
feras consecuencias había tenido durante los años anteriores, no se
interrumpió sino que su presencia quedó reforzada con la llegada
de otros artistas dispuestos a cubrir el vacío dejado por los grandes
maestros del Renacimiento. Sin embargo, si exceptuamos la obra de
Pedro Monte de Isla, nacido en Alcalá la Real, los escultores llegados
a la ciudad de Murcia nada tenían que ver con la grandiosa gene-
ración de escultores y tallistas precedentes sino con un modesto
contingente impelido a encontrar nuevos horizontes fuera de la ciu-
dad en la que se habían formado. La vía que otros abrieron seguía
mostrando grandes posibilidades de trabajo en un ambiente, como
el de los últimos años del siglo, dedicado a completar el mobiliario
litúrgico y devocional del templo.
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Hacia 1560 se puede trazar una nueva frontera que en líneas gene-
rales coincide con la desaparición en esa década de los grandes
maestros del Renacimiento activos en la primera mitad del siglo. Se
abre un nuevo ciclo en el que la pervivencia de modelos renacen-
tistas se funde con otras tendencias que juegan con la linealidad y
fantasía manieristas o con la corporeidad rafaelesca derivada de
Juan de Juanes.
Entre todos los pintores de principios del siglo XVI destaca el lla-
mado Maestro de Chinchilla, cuya obra Noli me tangere, pintada en
torno a 1500-1510 dio pie a Saralegui para proponer como autor a
Pedro Delgado, atribución que Agüera Ros relaciona con el singular
momento vivido por la pintura en los comienzos del siglo XVI en
los que advierte influencias de Bermejo, Rodrigo de Osona y Pablo
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Fueron, sin embargo, las parroquias del siglo XVI las primeras
en encargar cruces procesionales convertidas en símbolos de
su esplendor. El Salvador de Caravaca, la Asunción de Moratalla
o Santo Domingo de Mula convinieron con los talleres de Alcaraz o
con Alonso Cordero unas magníficas obras destinadas a representar
a la institución parroquial en los actos públicos. En ellas tanto el
esplendor del Renacimiento, los motivos ornamentales ya analiza-
dos en la arquitectura o la pervivencia de motivos heredados del
Gótico alcanzaban matices de exquisita definición en voluminosos
nudos abullonados, en ástiles cargados de relieves o en doradas
placas situadas en los extremos de sus brazos. La primera y más
suntuosa de estas piezas fue la cruz procesional del Salvador de
Caravaca, hecha hacia 1526 en los talleres de Alcaraz. Aún con
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Miguel de Vera es, sin duda, uno de los más afamados plateros
en la transición de los siglos XVI al XVII, cuyo taller compartió con
su yerno el también platero Hércules Gargano con quien realizaría
obras suntuarias para la diócesis de Orihuela y para los territorios
del viejo episcopado carthaginense, de las que se recuerda la cruz
parroquial de Jorquera. Afincado en Murcia, realizó el cáliz custo-
dia de Santiago de Jumilla, fechado en 1574. Las obras de Miguel
de Vera así como las realizadas por su yerno muestran el grado de
perfección alcanzado por la platería murciana y el auge considerable
que su presencia tuvo como consecuencia de las nuevas orientacio-
nes de Trento para la brillantez y magnificencia del culto. Su arte se
distingue por el tratamiento escultórico de sus relieves, por la monu-
mental grandiosidad de sus figuras y delicadas siluetas con suaves
transiciones de volumen hasta alcanzar un sentido del espacio y de
la perspectiva similar al visto en los grandes relieves de madera,
en los plintos pétreos de portadas y fachadas y en los soportes
forjados de las rejas. No extrañan estas cualidades en un platero
capaz de hacer realidad la vieja aspiración de Juan de Arfe sobre la
variedad escultórica que representaba la orfebrería. Precisamente,
las obras salidas de su taller, tanto si estaba fijado en Orihuela como
en Murcia, son contemporáneas de la Varia Conmesuración del trata-
dista, publicado por primera vez en Sevilla en 1585.
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A mediados del siglo XVI las artes del bordado alcanzaron uno de los
puntos de máxima actividad tanto en el taller de Lorca como en el
de Murcia en los que impusieron motivos de imaginería o cenefas lle-
nas de roleos, putti y guirnaldas dispuestos sobre las dos caras del
ornamento sacerdotal. Pronto la preeminencia de que gozaron los
talleres de la vecina Andalucía tuvo sus equivalentes en los abiertos
en las dos ciudades mencionadas para atender la fuerte demanda
de los templos diocesanos. Nombres como Juan de Villalobos,
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3. CIUDAD Y ARQUITECTURA
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Eran los años primeros del siglo XVII en que se acomodaban los
nuevos espacios surgidos de la ampliación del coro catedralicio y
se labraban nuevas sillas de madera. Diego de Navas, Pedro Monte
y Juan Bautista Estangueta, el Viejo, se empleaban bajo la dirección
del arquitecto en poner los asientos tallados para completar las dos
mitades ampliadas del coro y labraban para los gabletes góticos
exteriores diversas esculturas en piedra. La catedral seguía ofre-
ciendo posibilidades para garantizar la continuidad de unos encar-
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5. pintura barroca
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Son todavía muchas las dudas existentes sobre este pintor dema-
siado arropado por una herencia literaria que lo considera formado
en las escuelas italianas mencionadas y objeto de variadas con-
jeturas para acomodar los datos facilitados por Lázaro Díaz del
Valle y Palomino. Hasta su fecha de nacimiento ha resultado ser
enormemente controvertida y sólo parece temporalmente haberse
clarificado al computar la edad declarada por el pintor cuando relató
los servicios prestados al rey durante dos años y medio.
Por tanto, biografía, viajes, estancias del pintor en tal o cual ciudad
deben ser sometidas a examen así como las referencias a sus
obras, algunas, sobre todo las que indiscutiblemente se considera-
ban suyas por representar las clásicas escenas de batalla, hoy han
pasado a ser identificadas bajo el genérico anónimo o, a lo sumo,
asignadas a ignotos pintores flamencos de su época.
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Hacia finales de siglo abordó Senén Vila la pintura de los retablos des-
aparecidos de las Isabelas (dispersos los lienzos tras el derribo del
monasterio) y de Santa Catalina, obra de Mateo Sánchez de Eslava,
y en torno a 1700 el de Capuchinas, con trazas de Antonio Caro,
conservada gran parte de la pintura en la clausura conventual.
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Tras una actividad intensa durante la segunda mitad del siglo XVI
protagonizada por Alonso de Monreal, Nicolás y Guillermo Olivier y
Artús Tizón, los comienzos del nuevo siglo asisten a un cambio de
orientación basado en la preferencia de un incipiente naturalismo
frente a las formas tardomanieristas de la generación anterior,
representado por el autotitulado pintor de los marqueses de los
Vélez, Francisco García.
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El cambio se producirá entre finales del XVII y principio del XVIII con
un nuevo modelo económico y la prosperidad que llevó aparejado,
lo que produjo una transformación de la ciudad y un aumento del
encargo, público y privado, preferentemente orientado hacia gustos
barrocos. La ciudad se convirtió en un foco de atracción para los
artistas, canteros, escultores y pintores dispuestos a dar a la ciudad
una fisonomía monumental grandiosa. Eso es lo que justifica que
los grandes nombres de la pintura –Camacho, Matheos y Muñoz
de Córdoba– se encuentren asentados ya en la ciudad por esos
años (1678). Ninguno se educó con pintores lorquinos o, como en
el caso de Camacho, si se produjo, quedó ampliamente desdibujada
tal relación.
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Las plantas de los templos, tanto las parroquias como las de las órde-
nes religiosas, responden a la tradición seiscentista de un modelo
muy definido que había mostrado su virtualidad a través de la expe-
riencia y que generalmente se atribuye su origen al Gesú de Roma.
Se trata de un diseño sencillo inscrito en un rectángulo con una nave
única que llega hasta un crucero que rara vez sobresale del mismo,
a no ser por adiciones en época neoclásica. A ambos lados del
espacio principal cabalgan una serie de capillas comunicadas entre
sí que fue lo que más evolucionó, puesto que ese primitivo pasillo
de dimensiones reducidas se fue ampliando con el tiempo, hasta
convertirse en nave lateral facilitando el paso a los fieles. El alzado
se establece a través de una articulación de pilastras con capiteles
de orden compuesto y corintio entre las cuales se levantan arcos
de paso a las capillas laterales y frecuentemente sobre los mismos
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De fray Antonio de San José –que llegó a ser maestro mayor del
obispado de Cartagena– se sabe que se multiplicó como tracista
en diversos lugares de Castilla y otras zonas, y que conocía muy
bien la arquitectura del Levante español. Por eso la influencia del
Barroco valenciano se dejó sentir con notable intensidad en Murcia,
durante las primeras décadas del siglo XVIII, continuando el influjo
experimentado a finales de la centuria precedente. A partir de 1703
se encontraba fray Antonio en Murcia inmerso en la construcción
del nuevo monasterio jerónimo de San Pedro de La Ñora, acaso el
más monumental y brillante de los conjuntos monacales murcianos
del siglo XVIII, donde hoy radica la Universidad Católica San Antonio
(UCAM). La decoración en esta iglesia llega a ser abrumadora; de
las voladas y quebradas cornisas, en las que se suceden molduras
de sección recta y curva, penden uno estucos superpuestos de alto
valor plástico creando efectos de claroscuro; los capiteles se enri-
quecen con guirnaldas colgantes; los balcones de las tribunas se
apoyan en ménsulas de aparatosa decoración vegetal; los marcos
de los huecos se convierten en complejas máquinas de repetidas y
acodadas molduras que conviven con carnosos roleos y otros moti-
vos, en los que trabajó José Balaguer y un anónimo escultor portu-
gués. Las bóvedas se enriquecen con repertorios similares y hasta
la escultura contribuye a la riqueza sensorial de este espacio que
culmina en la airosa cúpula, rematada en 1738, no sin haber interve-
nido otros maestros de la misma orden en diversos momentos de la
creación de esta enorme fábrica conventual. La luz que entra a rau-
dales por las altas ventanas debajo de los lunetos de las bóvedas, y
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El eje principal del óvalo, tal como lo concibió Martín Solera, corre
paralelo a la fachada en una solución similar a la de Bernini para San
Andrés del Quirinal. Si se añade que José Marín y Lamas había resi-
dido en Roma en 1714, parece claro que no pudieron escapar a su
contemplación las maravillas de la Ciudad Eterna, y que retomase la
idea berniniana cuando decidió construir la nueva iglesia. Con estos
antecedentes se entiende que, para los deseos del promotor de
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Otras ciudades del viejo reino también se vieron afectadas por ini-
ciativas para potenciar sus centros. Así, los concejos acometieron
obras para modernizar las zonas en las que se desarrollaban las
actividades más destacadas de las villas. El planteamiento siempre
perseguía logros ambiciosos y monumentales, como la plaza Mayor
de Lorca, cuya fisonomía se consolidó con la construcción en 1738
del edificio del ayuntamiento, según planos de Alfonso Ortiz de la
Jara, en el mismo frente que la cárcel, salvando entre ellos la calle
del Águila con un gran arco, y en el lado opuesto con las salas capi-
tulares de San Patricio de Nicolás de Rueda (1749). El lateral septen-
trional de esta plaza estaba dominado por la fábrica de la colegiata
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Sin duda, esta visión del hecho artístico y de la forma con que dialo-
gaban de nuevo el soporte constructivo y su envoltura ornamental,
fueron las causas de su triunfo en una ciudad sorprendida por la
fastuosidad decorativa del camarín del santuario de la Fuensanta,
por el esplendor luminoso del tabernáculo de la catedral y por la
sugestión de un armónico clasicismo en su San Juan. Cuando en
1727 se comprometía a realizar el arca para el sacramento de la
iglesia oriolana de Santa Justa y Rufina, inspirado en un modelo de
Pierre Puget, las claves de su estilo ponían de manifiesto la forma
con que la escultura se adueña del diseño, al que presta un perfil
envolvente en torno al motivo eucarístico central. La visión del
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En los años del primer tercio del siglo XVIII esta obra marcó un
cambio de rumbo hacia la escultura plenamente dieciochesca. La
Inmaculada es tratada como un objeto de delicado misticismo en el
que el manto en vuelo, recurso ilusionista tomado de los preceden-
tes mencionados, declara la verdadera intencionalidad del motivo.
Esta solución, ensayada por Puget en Génova para el oratorio de
San Felipe Neri, movió a Dupar a introducir la poética evocación del
movimiento descendente en una imagen movida por un viento oculto
que despliega su manto. De esa forma, la sensación de vernos sor-
prendidos por la repentina aparición de un ser hermoso como los
astros, según las líricas alusiones del Cantar de los Cantares, sirve
de motivo para expresar la creencia puesta en los defensores del
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Todo ese rico material era una fuente imprescindible para estudiar el
funcionamiento del taller o era, a lo sumo, punto de partida impres-
cindible por la autoridad de sus supuestos realizadores. Por todo
ello, a pesar de la procedencia doméstica de estos objetos, muchos
llegados desde Nápoles en el bagaje personal de Nicolás Salzillo,
colaboraron en su formación y fueron instrumentos decisivos para
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Los contactos del taller de Salzillo con el escultor Jaime Bort pare-
cen fuera de toda duda. Las relaciones artísticas mantenidas por
ambos sólo se dieron en el único mundo en que escultura y arqui-
tectura hablaban el armonioso lenguaje de la madera. Y ése no fue
más que el del retablo.
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El valor del color es una de las armas que mayor encanto produce
en la estética salzillesca siempre pendiente de dotar al trabajo
escultórico de superficies vibrantes dispuestas a asociar la indivisi-
ble unidad de talla y color. Los matices de rojos, verdes, pardos y
azules aumentan la elegancia de las formas esculpidas, acrecientan
la sugerencia de movimientos implícitos en el andar suave y caden-
cioso de los protagonistas y muestran su capacidad para renovar
viejas iconografías. Ese grupo de San José y el Niño aludido es el
precedente de futuras aventuras. No sólo la invocación teresiana en
la que se inspira será la base principal de su novedad sino que, a
raíz de la genial solución espacial derivada de su aparente movilidad,
fue el modelo de toda la tipología de San José y de monumentales
apariciones en otros santos de mayor envergadura, de forma que
encontraremos ecos de sus intuidas sensaciones de movimiento en
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Años más tarde atendió con José Ganga la obra escultórica del
Baldaquino de Santa Clara la Real, cenobio próximo a Capuchinas en
la línea norte de la ciudad. Las reformas llevadas a cabo por el inge-
niero Melchor de Luzón no sólo variaron la concepción artística de
la obra gótica sustituida por la actual, sino que introdujeron serias
modificaciones espaciales obligadas a emprender un profundo cam-
bio en las condiciones artísticas del mobiliario litúrgico futuro.
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Fue, por ello, por lo que la preparación del encargo dio lugar a una
correspondencia entre el escultor, sus intermediarios y el propio con-
cejo para lograr que la iniciativa respondiera a las expectativas des-
pertadas. Por primera vez Salzillo reflexionó sobre las condiciones
de las imágenes –otra vez lo haría, cuando, próximo a su muerte, le
fuera encargada la Dolorosa de Aledo– sugiriendo las proporciones
más convenientes a su condición procesional y sobre la imitación de
ciertas telas, todas a moda y primor. Ese improvisado y ocasional
tratado de la imagen procesional, único y excepcional testimonio del
siglo XVIII, muestra el conocimiento empírico del escultor y su forma
de resolver los problemas dimensionales a los que tan acostumbra-
dos estaban los artistas como garantes de un sistema numérico,
unas veces portadores de oscuros simbolismos y otras resultado de
procedimientos sencillos heredados de la experiencia. Una imagen
procesional entrañaba ciertos riesgos por su condición de elemento
móvil, lo que no era sólo condición previa para el sistema proporcio-
nal sugerido sino para su equivalente inmediato en una composición
visual propia de escenarios cambiantes. Así ocurrió también en el
San Jorge a caballo de Golosalbo (Albacete).
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Más bien hay que considerar esa riqueza colorista como rasgo del
taller de Salzillo de una belleza indiscutible, puesta de manifiesto
siempre que fuera requerida. Para las Mercedarias de Lorca hizo el
escultor un similar alarde en el grupo del Milagro de San Blas, obra
que hay que relacionar con el tiempo en que estaba empeñado en
los encargos de Cartagena (1755). Pero junto a la vistosa y colo-
rista gama cromática del santo y de la figura arrodillada, de nítidos
y transparentes azules, Salzillo introdujo uno de los elementos
característicos de sus obras basado en la fuerza del matiz como
elemento definidor de la escultura. No se trataba de exponer a la
veneración pública la adoración solitaria de la figura de un santo
sanador, sino de incidir en el instante mismo de su conocido mila-
gro. Resulta sorprendente la fuerza y emotividad del pasaje descrito
en la obra lorquina como fruto de la reflexión sobre la función de la
escultura. Si en la Oración en el Huerto del viernes santo murciano
asombra tanto la belleza del Ángel como la revolucionaria compo-
sición del grupo, fue, sin embargo, el desfallecimiento de Jesús el
motivo desencadenante del relato; ahora en el San Blas no es una
alusión genérica al beneficioso efecto de su invocación liberadora
lo que se trata de representar, sino el hecho mismo de devolver a
la vida al niño de corta edad que la madre le presenta. Y todo ello
buscando asociar al color, la expresión de sus conocidas Dolorosas
y la dulce y carnosa anatomía infantil, tan cercana a los conocidos
ángeles llorosos de la imagen de viernes santo.
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Pero el significado del paso no acabó ahí, sino que tuvo su continui-
dad dramática en el gesto espontáneo de Pedro volcado, espada
en mano, sobre el aterrorizado Malco caído a sus pies. El apóstol,
modelo inconfundible de perfección anatómica y de incomprensible
elegancia, comparte, en medio de una terrible acción, el protago-
nismo de las otras figuras, llegando a ser incluso uno de los motivos
principales del paso. Fue un recurso muy del gusto barroco jugar
con los sentidos y proponer fragmentarias visiones a la imaginación,
obligada a recorrer todo el escenario para encontrar su incompleta
unidad por medio de visiones sucesivas. En la arquitectura tal efecto
se alcanzaba a base de combinaciones espaciales y de perspecti-
vas cambiantes descubiertas a medida que se avanzaba por sus
espacios. En la escultura, destinada a un fin dotado de inmejorables
condiciones teatrales, Salzillo utilizó recursos capaces de dirigir y
orientar la mirada a la diversidad de acciones representadas y a
establecer juegos de equivalencias tan claros como los derivados
de la función asignada a cada personaje: la dignidad de Cristo, la
traición de Judas, la defensa de Pedro, el horrorizado Malco y el
impasible soldado preparado para cumplir su implacable misión.
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Por ello, cuando Salzillo se hizo cargo del Belén no pudo sustraerse
a la fascinación ejercida por su aristocrático mecenas ni a las condi-
ciones en que habría de contemplarse su obra dentro de un edificio,
cuyo inquilino recorría la ciudad en carroza traída desde Inglaterra,
adquiría costosas telas extranjeras, era aficionado a las armas, a
los libros de historia natural y a dispensar obsequiosas y brillantes
fiestas servidas por criados de vistosas libreas, plumas y encajes
y engalanar esos nuevos escenarios interiores, en los que bailaban
exquisitas damas, las melodías de moda o contradanzas similares a
los pajes del Belén.
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El escultor era, como quedó dicho, hijo de José López Pérez, for-
mado con Nicolás Salzillo, y de María Navarro Galindo, razón por la
que adoptó indistintamente para su segundo apellido el del padre
o el de la madre, lo que originó no pocas confusiones. Pero el
hecho de que siempre fuera considerado un escultor malogrado, de
temprana muerte, complicó las cosas, pues no resultaba fácil com-
probar su existencia cuando la presencia de un apellido bastante
común no permitía demasiadas averiguaciones y Luis Santiago Bado
y Ceán insistían en su pronta desaparición. Primero fue Espín Rael
el que dudó de que este hecho fuera cierto, al advertir su presencia
en Lorca en 1790, cobrando de la fábrica de Santiago, y posterior-
mente García-Saúco documentó la Virgen de Liétor, hecha en 1798.
Por tanto, si tenemos en cuenta que entró en el taller de Salzillo en
1752-1753, huérfano ya de padre, y las cláusulas del aprendizaje
sólo preveían seis años de duración, su estancia junto a Salzillo
debió durar hasta 1764-1765, fecha esta última tanto de la entrada
de Roque López como de uno de los testamentos del maestro, en
que éste le hace merecedor de ciertas herramientas con el deseo
de favorecer su instalación como artista independiente. Prueba de
todo es la fecha de su primera obra conocida documentalmente, un
San Juan para Moratalla, fechado en 1767 y en torno a estos años
podemos situar el verdadero comienzo en Caravaca de la labor de
un artista llamado a convertirse en el verdadero aglutinador de los
talleres seguidores de Salzillo, cuya vigencia acabaría, en términos
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El objeto del litigio era siempre el mismo. En una ciudad como Murcia,
en la que no prendieron los gremios artísticos, no había existido más
problema que el detectado en 1744 con el famoso alojamiento del
soldado y el inicio de un pleito resuelto favorablemente a los artis-
tas. Pero la generosidad de aquella sentencia nada tenía que ver con
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Por todo ello, el pleito entablado por Guissart, a pesar de las expec-
tativas que debió alimentar tras el precedente valenciano, iba más
lejos que las pretensiones académicas, pues negaba despiadada-
mente el trabajo de buenos tallistas y escultores, combatidos por el
hecho de que el pleiteante no había colmado las aspiraciones con
las que, sin duda, había llegado a la ciudad de Murcia. Guissart era
un buen escultor y un hábil manejador de los estucos, como probó
en las esculturas de la parroquial de San Juan Bautista de Murcia,
pero los que le hicieron frente eran tan diestros como él, a pesar de
no disponer de la titulación precisa.
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Así surgió y se llevó a cabo una de las obras más estimadas del
barroco europeo, rival, sin duda de las grandes pantallas pétreas de
la geografía católica. La base de su simbolismo partió del soporte
eclesial del basamento para introducir una lectura continua en la
que la historia civil y la eclesiástica, en mezcla indivisible de motivos
ciertos y fabulados, se fundieron, cobrando cuerpo las fantasías
oratorias de un jesuita que prestó al cabildo murciano el soporte
ideológico de la portada en la celebración de la festividad de la con-
sagración de la catedral un 22 de febrero de 1734. En realidad, tal
proclama, punto de fusión de la literatura y de las artes visuales, o,
lo que es lo mismo, la forma en que un nanifiesto dado a la imprenta
por el canónigo grabador Bernardo de Aguilar, responsable en
último lugar de la elección del programa, representó la culminación
de un proceso iniciado en la segunda mitad del siglo XVI cuando la
arqueología cristiana y la indagación del pasado pusieron de relieve
el valor de los estudios locales.
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Los hermanos Sáez –Blas y José– fueron los retablistas más afa-
mados de la zona del noroeste y a quienes se habían encomendado
algunas de las obras más notables, mostrándose el mayor de los
hermanos como un artista influenciado por Nicolás de Rueda y
Jacinto Perales y utilizando un modelo apegado a la tradición en
la Concepción de Caravaca (retablos del Cristo de la Misericordia
y San Nicolás), en el Salvador de la misma ciudad y en el vecino
Cehegín. Mayor evolución representan las obras supuestamente atri-
buidas a su mano (oratorio del Duque de Ahumada en Cehegín) y de
Nuestra Señora de la Encarnación (en la Vera Cruz), preludio de su
obra más lograda en la concepción caravaqueña (retablo mayor) que
inició poco antes de su muerte ocurrida en 1748. Habrá que esperar
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Durante los primeros años del siglo XIX fue el baldaquino de Julián
Hernández (1803) para la ermita de Jesús en Murcia, el colofón al
mecenazgo del Bailío de Lora, Francisco González de Avellaneda,
continuador del que a mediados del XVIII impulsara la familia
Riquelme para el ornato del templo depositario del joyel de Salzillo.
Como sus predecesores, su labor abarcó diversos frentes, entre los
que destacaron las perspectivas de Pablo Sístori, la cesión de impor-
tantes obras suntuarias y la conclusión de un frente monumental que
albergara la imagen del venerado Nazareno, comprometiendo para
ello su fortuna personal y un importante legado económico puesto
al servicio de la cofradía murciana.
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Entre 1762 y 1773 pintó los retratos del cardenal Belluga (1762) y de
sus sucesores en la mitra, don Juan Mateo (1767) y Diego de Rojas
Contreras (1773), este último íntimamente relacionado con el dibujo
preparatorio para retrato de obispo de Antonio González Ruiz con-
servado en el Museo del Prado. En los tres utiliza un recurso visual
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Los ecos de los nuevos rumbos que la platería cortesana fue desa-
rrollando, el estilo desornamentado y severo característico del
siglo XVII, había asomado ya incluso a finales del siglo XVI como se
observa en el conocido cáliz del Seminario de San Fulgencio (1593),
preludio de las modas puristas que comenzaron a afianzarse a partir
de la obra del enigmático Miguel de Enciso, platero de la catedral
entre 1621-1630, y a quien se debe el portapaz de la Inmaculada
(1630), conservado en el tesoro de la Fábrica Mayor, donde la exal-
tación inmaculista es cobijada por un solemne pórtico triunfal de
severa estirpe escurialense, en todo afín a las portadas laterales
que se abren entonces bajo el auspicio de obispo Trejo en la capilla
mayor de la catedral murciana.
La gran crisis de las décadas centrales del siglo unida a los efectos
de las catástrofes naturales que asolan Murcia tendrán unas funes-
tas consecuencias para el desarrollo de la orfebrería. Los pocos
talleres que se mantienen activos apenas dejan entrever una paupé-
rrima situación tan solo respaldados por puntuales y muy modestos
encargos de la institución eclesiástica o los destinados a satisfacer
la vanidad y el estatus de una empobrecida oligarquía local. Los
primeros síntomas de recuperación los marca como siempre la
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Lám. 2. Catedral
de Murcia, puerta
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(Foto: Ángel
Martínez Requiel)
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Taller inglés,
Natividad (deta-
lle del retablo
de la Vida de
la Virgen) de la
catedral antigua
de Cartagena.
Museo
Arqueológico
Nacional.
Madrid
(Foto: Severo
Almansa)
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Lám. 35. Taller de Granada/Jaén, Casulla roja. Iglesia de San Mateo. Lorca
(Foto: Severo Almansa)
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Lám. 40. Cristóbal de Salazar y Juan Pérez de Artá, Sibila. Capilla de Gil
Rodríguez de Junterón. Catedral de Murcia (Foto: Ángel Martínez Requiel)
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Lám. 45. Nicolás de Bussy, San Francisco de Borja. Museo de Bellas Artes
de Murcia (Foto: Severo Almansa)
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Lám. 47. Retablo mayor. Iglesia de San Francisco. Lorca (Foto: Carlos
Moisés García)
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Lám. 64. Nicolás Salzillo, El alma dormida. Convento de Santa Ana. Murcia
(Foto: Severo Almansa)
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Lám. 66. Nicolás Fumo, Virgen de las Maravillas. Iglesia de San Esteban.
Cehegín, Murcia (Foto: Carlos Moisés García)
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Lám. 70. Francisco Salzillo, San Juan. Iglesia de Nuestro Padre Jesús
Nazareno. Murcia (Foto: Carlos Moisés García)
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Lám. 76. Jaime Bort, Virgen de las Gracias. Fachada principal. Catedral de
Murcia (Foto: Ángel Martínez Requiel)
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Lám. 84. Gaspar Lleó, copón. Catedral de Murcia (Foto: Severo Almansa)
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