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Clase del 3 de abril

Causas fundamentales del cisma entre


Oriente y Occidente en 1054
Se denomina Cisma de Oriente a la ruptura entre la Iglesia católica y la Iglesia
ortodoxa que se materializó en el siglo XI y que se mantiene hasta el día de hoy.
Si bien la consumación se produjo entonces, las grietas que anunciaban dicha
ruptura venían desde muy atrás. A los elementos de carácter teológico habría que
sumar los de tipo político, que durante siglos fueron constante motivo de fricción
entre esas dos Iglesias.

CAUSAS FUNDAMENTALES DEL CISMA ENTRE ORIENTE Y OCCIDENTE


EN 1054
CAUSA IGLESIA ORIENTAL IGLESIA
OCCIDENTAL

Rivalidad Política Imperio bizantino Sacro Imperio


Romano

Pretensiones papales El patriarca de Constantinopla es El obispo de Roma


considerado segundo reclama autoridad
en primacía tras el de Roma. suprema sobre toda
la Iglesia.

Desarrollo Se estanca tras el concilio de Se desarrolla y crece


teológico Calcedonia. por medio de las
controversias y la
expansión.

Controversia Filioqu Sostiene que el Espíritu Santo Sostiene que el


e procede del Padre. Espíritu Santo procede
del Padre y del Hijo
(Filioque).

Controversia Envuelta durante 120 años en la Hizo constantes


iconoclasta disputa sobre la veneración de esfuerzos por
iconos. Finalmente concluyó que interferir en lo que era
podían usarse (estatuas prohibidas). una disputa puramente
oriental (estatuas
permitidas).
Diferencias Griega/Oriental Latina/Occidental
lingüísticas y
culturales

Celibato clerical Al bajo clero (sacerdotes) le está Todo el clero ha de


permitido casarse. guardar el celibato.

Presiones externas Los musulmanes hicieron continua Los bárbaros


presión sobre la Iglesia oriental. occidentales fueron
cristianizados y
asimilados por la
Iglesia Occidental.

Excomunión mutua El patriarca Miguel León IX excomulgó al


en 1054 Cerulario excomulgó al papa León patriarca de
IX tras ser excomulgado por él. Constantinopla
Miguel Cerulario.

DIFERENCIAS DOCTRINALES ACTUALES

DOCTRINA IGLESIA ORTODOXA IGLESIA


CATÓLICA

Espíritu Santo Procede del Padre por el Hijo Procede del Padre y
del Hijo

RELACIONES DE ORIGEN EN LA TRINIDAD


Primado de Roma Honorífico (primus inter pares) De autoridad

Infalibilidad Colegiada: obispos (en Concilio) Personal: el papa

Celibato Obligatorio solo al alto clero o Obligatorio a todo el


monjes clero

Purgatorio No hay castigo temporal Hay castigo temporal

María Mediadora Mediadora


Evitan el término corredentora Corredentora
No fue concebida sin pecado Concebida sin pecado
No fue elevada corporalmente al Elevada
cielo corporalmente al cielo
(Asunción)

Pecado original Corrupción de la naturaleza humana Pérdida de


la gracia sobrenatural
Clase del 10 de abril

El Gran Cisma

Los dos protagonistas inmediatos de los acontecimientos de julio de 1054

Se suele considerar el 16 de julio de 1054 como la fecha en que se concretó el gran cisma de
Oriente. Históricamente, esta fecha señala el comienzo inmediato del momento que iba a
precipitar las dos iglesias en una separación que desgraciadamente perdura hasta en el presente
pero podemos afirmar que ya antes de esta fecha se habían presentado otras rupturas entre
Oriente y Occidente. Los dos grandes protagonistas del momento fueron: Humberto de Silva
Cándida, cardenal y arzobispo de Palermo, delegado del Papa León IX y Miguel I Cerulario,
Patriarca de Constantinopla, consejero del emperador bizantino, Constantino IX Monómaco.

Ya desde 1051 estos dos protagonistas se habían convertido en dos grandes antagonistas. Es muy
importante subrayar este antagonismo, si no, no puede comprenderse la hostilidad verbal y la
conducta agresiva que ambos adaptaron durante el día del 16 de julio 1054 y en los días
subsiguientes. Este antagonismo fue el efecto combinado de la sicología conflictiva de nuestros
protagonistas y al mismo tiempo del conflicto de interés del Papado y de Bizancio con relación al
sur de Italia en los años 1051-1054.

La llegada de la delegación pontifical a Constantinopla y los acontecimientos sucesivos

En una situación política-religiosa explosiva llegó la delegación Papal, encabezada por Humberto
de Silva Cándida y formada por los arzobispos Federico de Lorena y Pedro de Amalfi a
Constantinopla en la primavera de 1054. A su llegada, la delegación fue recibida con cordialidad
por el emperador, pero el patriarca Miguel Cerulario que asistía al encuentro se mostró muy frio.
El cardenal Humberto entregó al emperador la carta papal donde el Papa se mostraba favorable a
una alianza entre Roma y Constantinopla contra los normandos, pidiendo al mismo tiempo la
restitución del poderío pontifical sobre la Italia meridional.
Luego Humberto entregó a Cerulario la carta que el Papa le dirigió. Cerulario no reaccionó pero en
las semanas siguientes se encerró en un distanciamiento bien evidente, rehusando de encontrar al
delegado pontificio y de dar un paso hacia la reconciliación. Humberto, moviéndose con una
traducción griega de su respuesta al tratado de León de Acrida, empezó a movilizar al público
contra el patriarca.

El monje bizantino, Niketas Stethátos (Nichetas Pectoratus), se incluyó por cuenta propia en la
polémica, defendiendo las costumbres de la iglesia bizantina contra las de la iglesia latina.
Humberto replicó publicando contra el monje «un libelo polémico de pésimo gusto». El
emperador, queriendo llegar a una alianza con el Papa contra los normandos, obligó al monje
Niketas a excusarse con Humberto y a destruir su escrito. Pero Humberto, en vez de aceptar las
disculpas y tomar este gesto del emperador como signo de buena voluntad, a pesar que fuera
interesado, se puso a exigir que los griegos aceptaran la posición latina sobre el Filioque -término
teológico latino para explicar la procedencia del Espíritu Santo con respecto al Padre y al Hijo-,
tema de discordia entre ambas iglesias y que hasta aquel momento no hacía parte de la polémica.

La atmosfera se empeoró y volvió muy explosiva. El 16 de julio de 1054 Humberto acompañado


de los miembros de la delegación pontificia, entró desafiante en catedral de Santa Sofía y arrojó
sobre el altar mayor la bula del Papa que contenía la excomunión del patriarca Miguel Cerulario,
de León de Acrida y de toda Constantinopla. Mientras salía de Santa Sofía un diácono corrió
detrás de él para devolvérsela. Pero Humberto no la aceptó y se marchó con sus compañeros. La
bula cayó por tierra y permaneció en el suelo hasta que una persona la tomó y la llevó de nuevo al
patriarca Cerulario, el cual informó al emperador de su contenido.

El emperador trató de convencer al cardenal Humberto de participar en un sínodo para exponer


su punto de vista. Humberto rehusó y con sus compañeros abandonó Constantinopla. Algunos días
después, el 24 de Julio, Cerulario convocó un sínodo, donde «quemaba públicamente la bula papal
y excomulgaba al cardenal Humberto y a su séquito». Con este último acontecimiento cayó el
telón sobre el primer largo acto de la tragedia del Gran Cisma de Oriente.

Algunas de las principales causas remotas del cisma

Considerando la sentencia de excomunión en el contexto histórico de las relaciones entre la


Iglesia latina y la Iglesia bizantina, hay que considerar esta sentencia como la manifestación
exagerada e indecente de las dolencias de los latinos contra las acusaciones de los griegos que
tampoco eran tiernos con el occidente cristiano, utilizando un mismo lenguaje lleno de insultos
como el de los latinos.

¿Cómo y por qué se llegó a esa situación extrema? Entre las causas de este situación y de este
cisma hay que poner de relieve: la diferencia antropológica, cultural y lingüística entre el mundo
cristiano occidental y el mundo cristiano oriental; las diferencias de culto y de costumbres entre la
Iglesia latina y la Iglesia bizantina; las diferencias teológicas y el problema del filioque; la situación
política en el imperio cristiano en la antigüedad y en el medioevo.

Resumiendo: el Cristianismo nació como una comunidad de fe que integraba en su comunión las
diferencias, permitiendo a éstas expresarse, de modo particular en la liturgia y en la organización
de los grupos locales. Además, en los primeros tres siglos, las comunidades gozaban de una gran
creatividad.

Por otro lado, la Paz Romana, esta magnífica concepción de la unidad en el respeto de la
diferencia, fuente del progreso y de la riqueza del imperio romano pagano, mostraba el camino
político para la realización de la polis cristiana, una vez que el imperio romano se cristianizaba. En
una palabra, en los primeros tres o cuatro siglos, todo contribuía a que los cristianos crecieran en
profundo sentido de fe, de unidad y de comunión universal.

Con la latinización del occidente, la división del imperio romano cristiano en dos partes, las
invasiones de los pueblos bárbaros de Europa del Norte y otros fenómenos socioculturales y
políticos, tal como la guerra iconoclasta, la reconstrucción del imperio romano cristiano en
occidente, etcétera, el sentido de la comunión empezó a perder su fuerza y su dinámica. El tiempo
de la especificidad y de la diferencia había llegado.

A partir del cuarto siglo, prácticamente el pueblo romano no habla más el griego y el latín acabó
por ser la lengua oficial de la liturgia romana. La lengua griega cesó de ser un elemento de
unificación y la herramienta fundamental en la comunicación de ideas. Los teólogos no se
comprendieron más entre ellos, pues ignoraban la lengua del otro. En 330 d. C. Constantino el
Grande decidió transferir la capital del imperio de Roma a Constantinopla, hoy Estambul,
llamándola la nueva Roma. A partir de este momento la política se hacía en Constantinopla y
desde Constantinopla.

Teodosio I, por razones estratégicas, en el 393, dividió el imperio en dos partes, dando a su hijo
Honorio la parte occidental, con sede en Milán, y la parte oriental a Arcadio, con sede en
Constantinopla. Con esta división nacieron dos imperios, con dos destinos históricos distintos que,
en la medida en que pasaba el tiempo, iban no sólo distanciándose sino también peleando el uno
contra el otro. El occidente de Honorio en un primer momento cayó en decadencia pero resurgió
con los lombardos, se transformó con la dinastía carolingia en el Sacro Impero de Occidente y
luego en el Sacro Imperio Romano Germánico.

El Papado, políticamente inexistente durante el reinado cesaropapista de los primeros


emperadores cristianos, iba creciendo en su importancia política y militar. Bizancio iba perdiendo
las tierras situadas en la parte occidente, mientras se conservaba vivo y dinámico en oriente hasta
el año 1453 cuando Constantinopla fue tomada por los musulmanes y se convirtió en la capital del
imperio otomán.

El patriarcado de Constantinopla que no era una sede apostólica, iba dándose una importancia y
una autoridad que derivaba sólo de la posición política de Constantinopla. Cerulario no hizo otro
que perpetuar la tradición que nació con la fundación de la ciudad y contra la cual los Papas desde
el comienzo protestaron con energía, diciendo que Roma era caput mundi, la cabeza del mundo,
no porque era la capital del imperio, sino porque allí se encontraba la sede de Pedro, la verdadera
legitimización del poder del Papa sobre la Iglesia universal en cuanto obispo de Roma.

Conclusión

El 7 de diciembre de 1965, en la vigilia de la clausura del Concilio Vaticano II, dos ilustres figuras
de la historia de la Iglesia contemporánea, el Papa Pablo VI y el Patriarca de Constantinopla
Atenágoras, se presentaron delante de la Iglesia universal y del mundo entero, para reconocer la
responsabilidad que nuestra Iglesia latina occidental y la Iglesia griega oriental tuvieron en la
separación eclesial ocurrida en julio de 1054, borrar la excomunión recíproca y poner nuevos
fundamentos para la reconstrucción de la unidad y comunión eclesiásticas.

Juntos firmaron la siguiente declaración: «lamentar las palabras ofensivas, los reproches sin
fundamento y los gestos condenables que, por una y otra parte, marcaron o acompañaron los
tristes acontecimientos de aquella época (es decir de julio de 1054); lamentar igualmente y borrar
de la memoria y de en medio de la Iglesia las sentencias de excomunión que les siguieron, y cuyo
recuerdo actúa incluso en nuestros días como un obstáculo para la aproximación en la caridad, y
desterrarlas al olvido; deplorar, finalmente, los molestos precedentes y los acontecimientos
ulteriores que, bajo la influencia de diversos factores, entre ellos la incomprensión y la
desconfianza mutuas, han conducido finalmente a la ruptura efectiva de la comunión
eclesiástica».

El Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras no pudieron encontrar un mejor lenguaje para definir
lo que se llama el gran cisma de Oriente de 1054. Este gran acontecimiento de la historia de la
Iglesia es una realidad compleja de la cual los hechos del 16 de julio de 1054 y de los días
subsiguientes son la manifestación de «la ruptura efectiva de la comunión eclesiástica» entre la
Iglesia occidental encabezada por Roma y la Iglesia oriental encabezada por Constantinopla.

Recientemente, el Papa Francisco y el patriarca de Constantinopla, Bartolomé I, se encontraron en


Jerusalén para celebrar el 50 cumpleaños del histórico encuentro de Papa Pablo VI y de
Atenágoras, patriarca de Constantinopla. Durante estos últimos 50 años mucho se hizo para que la
Iglesia respirara con sus dos pulmones, como decía el Santo Juan Pablo II. Mucho se hizo para que
se reanudaran las relaciones fraternas que existían entre los cristianos en el primer milenio
cristiano.

A nosotros, nos incumbe el deber no sólo de rezar por la comunión plena entre los católicos y los
ortodoxos sino también para crecer en la verdadera comunión universal eclesial,
enriqueciéndonos de toda la riqueza espiritual, teológica, litúrgica y cultural de las iglesias locales,
viviendo en la verdad sin ningún complejo de superioridad, aceptando la diferencia legítima que
existe, evitando toda politización, y trabajando juntos para que la Iglesia sea de veras una y santa
como la quería nuestro Señor, Jesucristo.
Clase del 17 de abril

El Gran Cisma de 1054: ¿Qué pasó realmente?

Introducción:

El cisma entre Bizancio y Roma ha sido, sin duda alguna, el evento más trágico en la historia de la
Iglesia; el mundo cristiano se rompió en dos mitades, y esta separación, que todavía duele, ha
determinado en gran medida el destino del Oriente, como el del Occidente. La Iglesia de Oriente,
que es esencialmente la verdadera Iglesia de Cristo, ha visto limitado su campo cultural y
geográfico de acción, dando lugar a que históricamente se le identifique únicamente con el mundo
bizantino.

En cuanto a la Iglesia de Occidente, ha perdido el equilibrio doctrinario y eclesial del cristianismo


primitivo, y este desequilibrio también dio lugar a la Reforma protestante del siglo XVI y a toda la
catástrofe doctrinal y litúrgica después del Concilio Vaticano II.

En los orígenes del cisma se encuentran, vinculados indisolublemente, causas o motivos teológicos
y no-teológicos, pero vamos a ver que las razones propiamente “teológicas” resultan finalmente
determinantes, porque impiden la solución de las dificultades aparecidas y provocan que las
tentativas de reunificación fracasen. Ellas constituyen, hasta el día de hoy, el mayor obstáculo en
el que tropieza la buena voluntad ecuménica.
Comenzando ya desde el siglo IV, entre Oriente y Occidente cristianos se sentía una tensión
eclesiástica respecto al status del Papa de Roma en la Iglesia. Esta tensión latente siguió creciendo
a lo largo del tiempo, transformándose, algunos siglos más tarde, en una oposición abierta.

La disputa tiene como fondo político la aparición, en Occidente, del Imperio Carolingio y el
conflicto estalla cuando los intereses políticos de aquel Imperio franco se unen a las pretensiones
de jurisdicción universal inmediata del Papa, asunto que no compartían los bizantinos.

A finales del siglo VIII, Carlomagno, rey franco, comenzó a hacer públicas sus pretensiones de
adquirir el título de “emperador romano”. Al no obtener el reconocimiento de Bizancio, decidió
destruir la autoridad de Constantinopla. Uno de los medios a los que recurrió, fue a las
acusaciones de herejía: el emperador de Oriente no podría aspirar a suceder a los emperadores
cristianos, porque según él, “rinde veneración a los íconos y confiesa que el Espíritu Santo procede
del Padre” y no “del Padre y del Hijo”. Estas acusaciones, aducidas por Carlomagno en sus célebres
“Libros carolinos” dirigidas al Papa en el año 792, se oponían claramente a las decisiones del
séptimo Sínodo Ecuménico de Nicea (787) y abrían la interminable controversia greco-latina sobre
el Filioque (expresión en latín agregada al Credo, en la fórmula “…y en el Espíritu Santo, que
procede del Padre…”; con el término "Filioque" se agrega “y del Hijo”, algo que no existía en el
Credo original). Muchos otros obispos y teólogos francos se lanzaron entonces en la controversia,
patrocinados por la corte de Aix-la-Chapelle (Aquisgrán).

Felizmente, la Iglesia de Roma, aceptando el patrocinio político que Carlos I le ofrecía, se opuso
con vehemencia a los ataques doctrinarios en contra de Oriente. Los papas Adriano I (772-795) y
León III (795-816) actuaron en protección del Sínodo de Nicea y rechazaron con fuerza la
introducción del Filioque en el Credo. Aun así, en la noche de Navidad del año 800, el Papa León III
coronó en Roma como “emperador romano de Occidente” a Carlomagno, lo que llevó al cisma
político entre Occidente y Oriente.

En el siglo VIII y especialmente en los siglos X y XI, los obispos de Roma son casi completamente
dominados por los emperadores francos; no obstante, los papas lograron mostrar alguna
oposición. Pero, aunque los grandes papas reformadores buscaban la independencia de la Iglesia,
eran también herederos de una civilización carolingia que se definía a sí misma a través de su
oposición al Oriente y que se desarrollaba fuera de la tradición de los Santos Padres de la Iglesia;
únicamente latina y occidental esta civilización era común a los papas y a los emperadores de
Occidente.

El Papa Nicolás I (858-867), fue una especie de luchador tenaz. Él quiso cimentar un imperio
espiritual mundial, al frente del cual estaría “el sucesor de San Pedro”. Él sostenía que el
merecedor de la “Silla Apostólica” recibía de Jesucristo el derecho de “pastorear” a todos los
creyentes, como único legislador de la Iglesia, que podía llamar ante él para justificarse ante su
trono, no sólo a los clérigos de las diferentes diócesis, sino que también a obispos, metropolitas, e
incluso a los patriarcas; sin embargo, él no podría ser juzgado por nadie y sus decisiones tendrían
el valor y el poder de los cánones de los Concilios. Este punto de vista fue afirmado en el sínodo
romano del año 863, en el que también se precisó que cualquier contradicción a las decisiones
papales conllevaría la declaración de “anatema”.

Aunque buscaba separar el poder espiritual del puramente “terrenal”, el papa se sintió juzgador y
guía espiritual supremo e indiscutible de los principios terrenales, en cuestiones de naturaleza
eclesial. Incluso, extendió sus pretensiones jurisdiccionales en contra del titular del trono de
Constantinopla, amenazando deponer al Patriarca Focio.

Por supuesto que estas pretensiones de los papas crearon tensiones entre Occidente y Oriente.
Pero no era solamente eso. Los orientales acusaron a los occidentales de promover algunas
prácticas no-canónicas, por ejemplo: el celibato obligatorio para los miembros del clero, el
consumo de carne de animales estrangulados y de su sangre, el ayuno los sábados, consumo de
alimentos de origen animal los sábados y domingos de Cuaresma, introducción de la “misa”
romana, más corta, en lugar de la Divina Liturgia ortodoxa, la representación del Redentor en la
forma de un cordero, y especialmente la doctrina sobre que el Espíritu Santo proviene “del Padre y
del Hijo”, impuesta por el imperio carolingio.

También existió una disputa sobre las provincias de Italia del Sur (Calabria), Sicilia y Creta, que
fueron trasladadas por el emperador León III “el Isáurico” bajo jurisdicción de Constantinopla,
porque fue acusado del Papa de hereje, y territorios que el Papa pretendía permanentemente.
Otro foco de conflicto entre Oriente y Occidente era el hecho de que la mayor parte de países
eslavos, aun estando a punto de adoptar el cristianismo, tenían ciertas dudas frente a las
presiones políticas y religiosas que venían de parte de los dos imperios rivales: Bizancio y el
Imperio Franco.

El Papa Juan VIII entendió el peligro que representaba para la unidad cristiana la actitud de sus
predecesores e inmediatamente le dio la razón a los griegos en el problema del lenguaje litúrgico y
en lo relativo al “Filioque.” Emisarios suyos enviados a Constantinopla condenaron junto a la
Iglesia Oriental la famosa adición “y del Hijo” hecha al Credo. El Sínodo de los años 879-880
representa un modelo de la forma en la que la Iglesia Ortodoxa entiende la unidad de los
cristianos: unidad en la fe, de la cual el primado romano puede ser un testigo.
No obstante, los dos pueblos, griego y romano, con predisposiciones e inclinaciones diferentes,
especialmente en cuanto al idioma, cultura y civilización, arriban al siglo IX sin entenderse; se
veían incluso con recelo y resentimiento.
El papado se involucró también en las discusiones propias de Constantinopla sobre quién debía
ocupar el sillón patriarcal, incrementando así el resentimiento de Oriente en contra de Occidente.
Así, en el año 933, el emperador Romano I Lecapeno colocó a su hijo Teofilacto en el trono
patriarcal, apartando al venerable Trifón. Para que este “movimiento” pareciera canónico, creyó
adecuado dirigirse a la Iglesia de Roma, rogándole al Papa Juan XI que reconociera al nuevo
patriarca. El Papa no tardó en satisfacer el deseo del emperador. Después de la muerte de
Teofilacto, los patriarcas siguientes no quisieron plegarse a los intereses de Roma, haciendo más
pronunciados los desacuerdos ya existentes.
En el año 1014, el emperador Enrique II de Germania, visitó Roma para ser coronado por el Papa
Benedicto VIII y además obtuvo que la ceremonia de coronación se realizara bajo el rito
germánico, es decir, con el Credo modificado por el “Filioque”. Como consecuencia, bajo órdenes
del Patriarca Sergio II, el nombre del Papa fue borrado de los dípticos de las iglesias de
Constantinopla. Es decir, entonces, que desde los inicios del siglo XI la comunión entre las dos
“Romas” ya se había roto. Ese estado de fuerte tensión entre Oriente y Occidente, llevó a que el
emperador Constantino Monómaco convocara un sínodo en Constantinopla.
Pero en el siglo XI, a diferencia de los siglos anteriores, cuando las tensiones entre Roma y
Constantinopla tendían a atenuarse constantemente, la situación adquirió incluso un tinte trágico,
porque debido a una mutua ignorancia, Oriente y Occidente perdieron el criterio común que
alguna vez les hizo entenderse. Para unos, el trono de Roma era el criterio único de la verdad, para
los otros, el Espíritu de la Verdad descansaba sobre la Iglesia completa y se expresaba por medio
de los Concilios.
El Papa Leon IX aceptó la propuesta del emperador Constantino Monómaco y envió, a principios
de enero del año 1054, una delegación específica a Constantinopla, encabezada por el Cardenal
Humberto de Silva. Desafortunadamente, aquél era un hombre orgulloso y engreído, que no podía
soportar a los griegos – como ejemplo, podemos mencionar los epítetos injuriosos de “perro sucio,
muérdete la lengua” dirigidos a Nicetas Stetathos, “stárets” del Monasterio Studión, que había
escrito algunas cartas en desacuerdo con los latinos – demuestra claramente el odio del cardenal
de Silva en contra de los griegos; incluso, estudiosos católicos se han admirado de cómo pudo el
Papa enviar a Constantinopla a alguien así de arrogante y prepotente a una misión tan delicada.
El emperador recibió la delegación con honores, lo que incrementó el orgullo de los delegados
romanos. El cardenal de Silva y los otros fueron hospedados en el Monasterio Studión de
Constantinopla. El Patriarca Miguel Cerulario, sabiendo que no se podía esperar nada bueno de
parte de los delegados latinos, les comunicó que todos los asuntos y malos entendidos eclesiales
serían discutidos en un sínodo (además, se dudaba de la autenticidad de las cartas oficiales de los
delegados romanos, toda vez que el Papa en aquellos momentos era prisionero de los normandos
y no podía, al parecer, firmar documentos oficiales).
Frente a las reticencias del Patriarcado bizantino, el cardenal Humberto de Silva redactó un acta
de excomunión, misma que arrojó sobre la Santa Mesa de la catedral de Santa Sofía, acta en la que
aducía acusaciones graves en contra de los griegos, siendo la más absurda la que mencionaba que
los griegos habían falseado el Credo quitando la enseñanza que “el Espíritu Santo procede también
del Hijo” – Filioque – cuando cualquiera sabe que la Santa escritura, los Santos Padres de la Iglesia
y los Concilios ecuménicos hablan minuciosamente únicamente de la procedencia del Espíritu
Santo de una sola fuente, Dios Padre, y no de dos orígenes, del Padre y del Hijo.

De las acusaciones en contra de los griegos, evidentemente infundadas, que llevaron al acta
“anatemización” el 16 de julio de 1054, se observa claramente que los delegados papales no
llegaron a Constantinopla a dialogar fraternalmente dentro de un sínodo, sino a imponer su
criterio. El fondo de sus acusaciones eran simples pretextos, porque más allá de las diferencias
dogmáticas, rituales y disciplinario-canónicas, además de cierta frialdad espiritual, problemas
políticos y debilidades meramente humanas, el verdadero motivo de la división religiosa del 16 de
julio de 1054 lo constituye una concepción eclesial equivocada de los católicos sobre el primado
papal, a través del cual el obispo de Roma se sitúa por encima de todos los obispos y creyentes,
error sostenido con insistencia por los subsiguientes papas.

El Patriarca de Constantinopla, convocando a sínodo, anatemizó, el 24 de julio de aquel año al


cardenal Humberto de Silva, a toda la delegación romana, e incluso, al Papa León IX.

Es evidente, como sostienen muchos investigadores, que aquellos contemporáneos no eran


conscientes de la gravedad de los eventos de 1054 sino que, mucho más tarde, luego de la
conquista de Constantinopla – en abril de 1204 - , cuando los caballeros de la IV Cruzada asaltaron
y violentaron Bizancio, esta división se hizo aún más profunda.
Clase del 24 de abril

En los siglos XIII-XV, bajo la creciente presión del Islam, que amenazaba cada vez más al Imperio
Bizantino, se intentó la unificación entre Constantinopla y Roma, porque el Papa imponía, como
primera condición para enviar ayuda militar desde Occidente, la unión con Roma. De esta forma,
el intento más importante tuvo lugar con el Concilio de Ferrara-Florencia, de 1438-1439, en el que
los obispos orientales se vieron obligados a aceptar los “cuatro puntos florentinos”: 1. El Papa es la
cabeza de la Iglesia entera; 2. La Santa Eucaristía debe celebrarse con pan ácimo; 3. El Espíritu
Santo procede del Padre y del Hijo (Filioque); 4. La existencia del “Purgatorio”. Aunque debido a
presiones políticas la mayoría de los participantes firmaron este acto de unión, la Iglesia Ortodoxa
nunca le ha reconocido.

Así, todos los intentos de unión entre Oriente y Occidente han sido y están condenados a fallar,
toda vez que en Occidente no se acepta regresar a la tradición de los Santos Padres. Porque, en lo
que concierne al primado papal, la crítica anti-romana no se refiere al mismo Apóstol Pedro y su
posición personal en el grupo de los doce Apóstoles o su posición en la Iglesia primitiva, sino a la
naturaleza de su sucesión. ¿Por qué la Iglesia Romana podría tener el privilegio exclusivo de esta
sucesión, cuando en el Nuevo Testamento no se da ninguna información sobre el episcopado de
Pedro en Roma? ¿No tendría que ser Antioquia donde Pedro fue obispo muchos años, o
especialmente Jerusalén, - donde Pedro, conforme a los Hechos de los Apóstoles, jugó un rol de
primer plano – quienes podrían discutir con más razón el derecho de llamarse el “Trono de
Pedro”?

Por supuesto que los bizantinos reconocían a Roma un primado honorífico, pero aquel primado no
tenía, como único origen, el hecho de que Pedro murió en Roma, sino un ensamble de factores,
entre los cuales, los más importantes eran los que sostenían que Roma era una Iglesia “muy
grande, antigua y conocida por todos”, según la expresión de San Ireneo de Lyon, porque en ella
se guardan las tumbas de los apóstoles “corifeos”, Pedro y Pablo, y especialmente por el hecho de
que era la capital imperial; el famoso canon 28 del IV Concilio Ecuménico de Calcedonia insistía
precisamente sobre este punto.

En otras palabras, el primado romano no es un privilegio exclusivo y divino, un poder que el obispo
de Roma posee en virtud de un mandato expreso de Dios, sino una autoridad formal, reconocida
por la Iglesia a través de los Concilios.
Sin duda el Papa no puede, en estas condiciones, ufanarse de un privilegio de infalibilidad; aunque
su presencia, o la de sus enviados era considerada necesaria para que un Concilio fuera
“ecuménico”, es decir que fuera realmente representativo para el episcopado de todo el imperio,
su opinión no era nunca entendida como verdadera “per se”.

Las Iglesias Orientales han podido vivir siglos sin comulgar necesariamente con la Iglesia Romana,
sin preocuparse mucho de esa situación, y el VI Concilio Ecuménico no tuvo ningún problema en
condenar la memoria del Papa Honorio por sostener la herejía monotelita.

Para la Iglesia Ortodoxa hay claridad en la interpretación de las palabras de Cristo, dirigidas a
Pedro “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia” (Mateo 16, 18), “Apacienta mis
ovejas” (Juan 21, 15-17), etc., como pudiéndose referir únicamente a los obispos de Roma. La
interpretación romana no se ha podido encontrar, verdaderamente, en ningún comentario
patrístico de las Santas Escrituras; los Santos Padres, vieron en estas palabras el reconocimiento
de la fe en Jesús, Hijo de Dios, atestiguada camino a Cesárea (la llamada “confesión de Pedro”).
Pedro es la “piedra de la Iglesia”, en la medida en que él atestigua aquella fe. Y todos aquellos que
tienen a Pedro como modelo para su propio testimonio de fe, son también herederos de esa
promesa: para ellos, para los creyentes, se ha erigido la Iglesia. O sea que las palabras de cristo no
hacen referencia a la persona de Pedro sino a las palabras de que Jesús es el Hijo del Dios vivo. Esa
es la piedra fundamental en la que descansa la Iglesia.

Esta interpretación general, que encontramos en los Santos Padres, recibe también una corrección
eclesial en la literatura patrística: los obispos – todos los obispos – son verdaderamente investidos
con un don especial de enseñar. Esa misma función consiste en proclamar la fe correcta
(ortodoxa). Ellos son, entonces, “ex officio”, sucesores de Pedro. Esta concepción, que
encontramos expresada claramente en San Cipriano de Cartago (siglo III) y que aparece repetida
muchísimas veces en la entera historia de la Iglesia, fue asimismo sostenida por los teólogos
bizantinos.

Entonces, en el fondo del conflicto que opone a Occidente y Oriente se encuentra una profunda
diferencia de carácter eclesial. Esta divergencia está ligada a la naturaleza del poder en la Iglesia y,
en el fondo, a la naturaleza misma de la Iglesia.

Para Oriente, la Iglesia es, antes todo, una comunidad en la que Dios está presente por medio de
los sacramentos; los Sagrados Sacramentos son la modalidad por la que se conmemora la muerte
y resurrección del Señor y por medio de los cuales se anuncia y se anticipa Su segunda venida. La
plenitud de esta realidad está presente en cada Iglesia local, en cada comunidad cristiana reunida
alrededor de la mesa eucarística, teniendo al frente un obispo, sucesor de Pedro y de los otros
apóstoles.

Verdaderamente, un obispo no es sucesor de un solo apóstol y no es de gran importancia el hecho


de que la Iglesia fue fundada por Juan, Pablo o Pedro. La función del obispo en la Iglesia presupone
que su enseñanza está de acuerdo a las mismas enseñanzas de los apóstoles, de los cuales Pedro
era el portavoz, porque el obispo ocupa en la mesa eucarística el mismo lugar del Señor, que es,
según como escribía en el siglo I San Ignacio de Antioquía, “ícono del señor” en la comunidad que
conduce. Estas características episcopales son esencialmente las mismas en Jerusalén, en
Constantinopla o en Bucarest, y Dios no podría determinar privilegios separados para alguna
Iglesia, porque Él le da a todos esa plenitud.

Las iglesias locales no son comunidades aisladas unas de otras; ellas se mantienen unidas a través
de su identidad de fe y de testimonio. Esta identidad se manifiesta especialmente en ocasión de la
santificación episcopal, que necesita la reunión de varios obispos. Para hacer más eficaz el
testimonio de las Iglesias, para resolver problemas comunes, los sínodos locales se han reunido
periódicamente, comenzando con el siglo III, estableciéndose un “orden” entre iglesias. Este
“orden”, que comporta un primado honorífico – el de Roma y luego, el de Constantinopla – y
primados locales (metropolitas, hoy conductores de las iglesias “autocéfalas”) es sin embargo
susceptible de modificaciones; no tiene una esencia ontológica, no maltrata la identidad
fundamental de las Iglesias locales y supone un testimonio unánime de una sola fe ortodoxa.
Dicho de otra manera, un primado hereje perdería necesariamente cualquier derecho a ése
primado.

De esta forma, se ve claramente en donde se encuentra la misma raíz del cisma entre Oriente y
Occidente. En Occidente, el “papismo”, luego de alguna evolución a lo largo del tiempo, pretende,
conforme a una decisión de 1870, una infalibilidad doctrinaria y, al mismo tiempo, una jurisdicción
“universal inmediata” sobre los creyentes. El obispo de Roma sostiene que él es el criterio visible
de la verdad y único conductor de la Iglesia Universal, poseyendo también poderes sacramentales
distintos a los de los otros obispos.

En la Iglesia Ortodoxa, ningún poder de derecho divino podría existir, fuera y sobre las
comunidades eucarísticas locales constituidas por lo que hoy llamamos “diócesis”. La jerarquía de
los obispos y las relaciones entre ellos son reguladas por cánones y no tienen un carácter absoluto.
No existe un solo criterio visible de la verdad, fuera del consenso de las Iglesias, que encuentra su
expresión más natural en un sínodo ecuménico. Aun así, incluso este sínodo – como hemos visto
en párrafos anteriores – no tiene autoridad “per se”, fuera o sobre las Iglesias locales, y no es más
que una expresión y testimonio de un acuerdo común. Una adición formalmente “ecuménica”
puede incluso ser rechazada por la Iglesia (ejemplo: Éfeso 449, Florencia 439), La permanencia de
la verdad en la Iglesia es, así, un hecho de orden supra-natural, similar a las realidades de los
Santísimos Sacramentos. Su eficacia es accesible a la experiencia religiosa, tal vez no al examen
racional y no podría ser supuesta a las normas de derecho.

La unidad de las Iglesias es ante todo una unidad en la fe y no una unidad puramente
administrativa; ciertamente, la unidad administrativa no puede ser más que una expresión de una
fidelidad común frente a la verdad. Si la unidad en la fe pudiera ser determinada por un organismo
visible y permanente, las controversias dogmáticas de los primero siglos, los sínodos y la lucha de
los Padres no hubieran tenido ningún sentido. Todavía hoy, cualquier re-adhesión a la Iglesia de las
comunidades separadas, presupone en modo único e inevitable, un acuerdo sobre la fe.

Entre la Iglesia de Roma y la Iglesia Ortodoxa, cualquier futuro diálogo necesitará así,
inexorablemente, ser llevado a cabo más allá del rol que puede asignársele por parte del sistema
eclesiástico romano en referencia a las Iglesias locales y al obispado.

Según el Concilio Vaticano I, el Papa es el máximo juez en materia doctrinaria y, asimismo, ejercita
una jurisdicción “universal inmediata” sobre todos los católicos. Y, según el Concilio Vaticano II –
defraudando todas las esperanzas puestas en dicho Concilio, y aunque a las afirmaciones
categóricas de 1870 se les hace alguna corrección (especialmente en la definición de “episcopado”
que, en algunos aspectos coincide con los principios eclesiales ortodoxos) – el Papa Pablo VI “ha
subordinado el colegio episcopal a la autoridad del primado papal”, algo que no sucedió en el
Concilio Vaticano I, diciendo que “el colegio o cuerpo episcopal no tiene autoridad por sí mismo;
únicamente junto al pontífice romano, sucesor de Pedro, y el poder del primado permanece
íntegro sobre todos, tanto pastores como fieles”.
La Iglesia Católica enseña erróneamente los siguientes puntos doctrinarios más importantes:

a. Filioque.
La Iglesia Católica dice que el Espíritu Santo proviene del Padre y del Hijo. Este error dogmático es
el punto más difícil. El Santo Evangelista Juan dice que “El Espíritu Santo procede del Padre” y es
enviado al mundo a través del Hijo (Juan 15, 26).

b. Purgatorio.
Entre cielo e infierno, según la doctrina católica, existe un lugar “de limpieza” llamado Purgatorio,
al cual van las almas de los que no expiaron determinados pecados, quienes luego van al cielo. Ni
la Santa Escritura ni la Santa Tradición hablan de algo similar.

c. Supremacía papal.
El Papa es considerado la cabeza suprema de las Iglesias cristianas, más grande que todos los
patriarcas, “vicario” de Cristo en el mundo, llamándose sucesor de San Pedro, posición no
reconocida por la Iglesia Universal.

d. Infalibilidad papal.
El Concilio Vaticano I de 1870 reconoció la “infalibilidad papal”, diciendo que el Papa no puede
equivocarse como persona, en materia de fe, cuando predica, haciéndolo igual a Dios, lo que
constituye un dogma nuevo, rechazado por la Iglesia Ortodoxa*.

e. Pan ácimo.
Se utiliza pan ácimo para la Santa Eucaristía, cual hebreos, en lugar de utilizar pan con levadura.

f. Inmaculada Concepción.
Se enseña que la Virgen María nació del Espíritu Santo, sin pecado original.

g. Transubstanciación.
En la preparación de los Santos Dones, los católicos no realizan ninguna oración invocando al
Espíritu Santo, como hace la Iglesia Ortodoxa en la Epíclesis. Ellos dicen que los Dones se santifican
solo por las palabras del sacerdote cuando dice “Toman y coman…” y las otras fórmulas. No tienen
una oración para el descenso del Espíritu Santo sobre los Dones.

h. Celibato de los sacerdotes.


Los sacerdotes católicos no se casan. Son célibes, en contra de las decisiones de los Sínodos
ecuménicos, que determinaron que los sacerdotes “de parroquia” deben tener familia. Asimismo,
la ordenación que hacen de los nuevos sacerdotes no se lleva a cabo por imposición de manos –
como enseñaron los Santos Apóstoles y los Santos Padres – si no por unción, como en la Ley
Antigua.

i. Indulgencias papales.
La doctrina sobre las indulgencias, que explica que a través de la compra de determinados
“billetes”, otorgados por el Papa, se perdonan los pecados. Ellos afirman que los santos tienen
demasiadas obras buenas acumuladas, tanto que no saben qué hacer con ellas, y se las dan al
Papa, para que él venda éstos “méritos” y así puedan perdonarse los pecados de aquellos que no
han hecho suficientes buenas obras.

j. Crismación (Confirmación)
Los católicos no crisman los niños inmediatamente después del bautizo, sino muchos años
después, y únicamente el obispo tiene el derecho de hacerlo.

Además, la Iglesia Católica comete las siguientes equivocaciones:


- Los niños no pueden comulgar una vez que han sido bautizados, sino hasta después de un
número determinado de años, por lo que muchos pequeños mueren sin haber comulgado en su
vida.
- Se da la comunión sin exigir vehementemente una confesión previa de los pecados.
- Se da la comunión a los fieles únicamente con el Cuerpo, más no con la Sangre del Señor.
- Se administra el bautizo únicamente con aspersión de agua, sin sumergir a la persona.
- Tolerancia en el consumo de alimentos de origen animal en el Ayuno Mayor, en Cuaresma.
- Celebración de varias liturgias en el mismo día, en el mismo altar.
- Los sacerdotes y diáconos no comulgan del mismo cáliz que los fieles.
- Se puede comulgar en el nombre de otra persona.
- El cuerpo monacal, que según la ordenanza eclesial es sólo uno, ha sido dividido por la Iglesia
Católica en multitud de congregaciones u órdenes.
- Debido al celibato obligatorio del clero, la moralidad pública se resiente.

Incluso en el culto, la Iglesia Católica ha introducido distintas innovaciones que le alejan de la


Iglesia de los primeros siglos, como por ejemplo: ausencia de la Proscomidia en la misa, imágenes
esculpidas, música instrumental, adoración del corazón de Nuestro Señor Jesucristo, y otros.

Así pues, debido a estas desviaciones dogmáticas, canónicas, litúrgicas y tradicionales, llamamos
“cismáticos” a los católicos y no podrá existir unidad con ellos mientras continúen propagando las
mencionadas herejías.

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