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Jalisco en el porfiriato

dejó una sombra ominosa más allá de la larga cadena de progresos que el
régimen vendió tan bien entre los habitantes de Guadalajara, y en general, del
estado de Jalisco. Los ferrocarriles, el teléfono, el telégrafo, el comienzo de la
electrificación y las carreteras principales, además de la paz social, son sin duda
una aportación notable; pero al tiempo, el modelo centralista y presidencialista fue
eficaz en nulificar a la región más insumisa del periodo colonial y del primer siglo
independiente, y desencadenar su decadencia política, que llega hasta el
presente.

“Dicen que don Porfirio todas las mañanas lo primero que preguntaba era si
Jalisco se había alzado en armas”, señalan reiteradamente los historiadores y
cronistas regionales. Efectivamente, los grupos políticos de la entidad tenían
líderes sólidos como Ignacio Luis Vallarta, Pedro Ogazón y, sobre todo, Ramón
Corona, una de las espadas más prestigiosas de la república restaurada, vencedor
de Manuel Lozada, el Tigre de Álica, en La Mojonera, y dotado de un carisma
notorio que lo hizo aspirar, informalmente a la presidencia de la república.

El oaxaqueño, vencedor de la batalla del 2 de abril, veía un riesgo alto para la


integridad del país la prevalencia de estados fuertes que desafiaban el poder
central, y tras la experiencia traumática de la separación de Texas, la guerra de
1847 y la pérdida de más de la mitad del territorio, así como el intento separatista
yucateco y la violenta guerra de castas de esa península, decidió que el país
necesitaba un gobierno central fuerte que aplastara las disidencias.

Jalisco se puso en la mira del exitoso político que hoy alcanza un siglo de muerto,
y descansa lejos de su patria, en el cementerio de Montparnasse de París.
Primero consolidó la separación de séptimo cantón, Tepic, cuya pérdida para las
élites tapatías fue especialmente dolorosa dado el alto costo pagado para
pacificarla. Luego, el mandatario quiso nombrar gobernadores títeres para
gradualmente “reeducar” a las elites jaliscienses.

“Los deseos hegemónicos de Porfirio Díaz respecto a Jalisco, y el cálculo de que


el general Pedro A. Galván sucedería a Tolentino, habrían de sufrir un serio
descalabro cuando, en abril de 1885, Ramón Corona, ministro plenipotenciario de
México en España, regresó definitivamente y se postuló como gobernador. Díaz
había reasumido la presidencia el 1 de diciembre de 1884, mas como no era
previsible aún que pretendiera continuar en 1888, no resulta descabellado suponer
que Corona retornara al país con la anticipación necesaria para optar al cargo”,
señala José María Muriá en su Breve historia de Jalisco. Corona era muy popular
en Jalisco y en muchas partes de la república tanto por su pasado de hombre de
armas como su carrera diplomática. Pero Díaz no tenía intenciones de soltar la
presidencia y los adversarios de Corona en Guadalajara impusieron en la
legislatura local, la primera del país en promoverlo, la primera reelección del
oaxaqueño. Corona se preparó para la elección de 1892, pero no llegaría. La
mano de Primitivo Ron segó su vida el 10 de noviembre de 1889. Las sospechas
sobre una posible autoría intelectual desde México nunca se disiparon. Jalisco
entró de lleno al porfiriato, sometido al gobierno central, y con un gobernador, Luis
C. Curiel, que alcanzaría once años con diversas reelecciones

“A principios del siglo XX, Jalisco era lo que queda de una potencia regional
desmembrada que aún conserva un doloroso recuerdo de estos acontecimientos y
que asocia el desmoronamiento de su potencia a las intervenciones del Estado
central”, subraya Elisa Cárdenas Ayala (El derrumbe. Jalisco, microcosmos de
larevolución mexicana, 2010). El sometimiento político hizo que las elites
jaliscienses se contentaran con su coto regional, y además, que se acomodaran a
los lineamientos del dictador. Fueron mermando las grandes iniciativas
progresistas que no fueran dictadas por el señor del país. También se acentuó el
modelo económico basado en el comercio local y una incipiente industrialización –
en la que predominaban manos extranjeras-. El entubamiento del río San Juan de
Dios, a comienzos del siglo XX, es un hito de la burguesía local, señala el
historiador Bogar Escobar Hernández, “porque inaugura de algún modo una forma
de hacer riqueza que se ha hecho típica de las fortunas de la ciudad: los negocios
inmobiliarios, pero a la sombra del estado y de las grandes obras de
infraestructura pagadas con recursos públicos”. Esta domesticación “progresista”
también se refleja en las concesiones que otorgó el gobierno federal para obras de
irrigación y especialmente, el desecamiento de un tercio del lago de Chapala, a
cargo de un empresario que sería el último gobernador porfirista, Manuel Cuesta
Gallardo. Porfirio Díaz acudía con cierta frecuencia a Guadalajara y se hospedaba
con su primo Segundo Díaz en el magnífico Palacio de las Vacas de la calle San
Felipe, sobre todo luego de que llegara el ferrocarril a esta capital, en 1888. Era
asiduo vacacionista en Chapala, que era mar chapálico con todo y el
cercenamiento del vasto humedal. Domesticó a las élites, que un siglo después
siguen en la seguridad de los negocios inmobiliarios mientras la ciudad ha pasado
al tercer sitial en producción de riqueza del país, desplazada por Monterrey. Los
tapatíos no pesan como clase política en la ciudad de México, reconoce Luis
Miguel González, periodista que ha hecho carrera en el DF. Viven su cómoda
decadencia aunque persisten sustentados en orgullos oropelescos: Jalisco es
México, la provincia imaginaria, las chivas del Guadalajara, el tequila, la belleza
morisca de las mujeres, el mejor clima del país…

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