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dejó una sombra ominosa más allá de la larga cadena de progresos que el
régimen vendió tan bien entre los habitantes de Guadalajara, y en general, del
estado de Jalisco. Los ferrocarriles, el teléfono, el telégrafo, el comienzo de la
electrificación y las carreteras principales, además de la paz social, son sin duda
una aportación notable; pero al tiempo, el modelo centralista y presidencialista fue
eficaz en nulificar a la región más insumisa del periodo colonial y del primer siglo
independiente, y desencadenar su decadencia política, que llega hasta el
presente.
“Dicen que don Porfirio todas las mañanas lo primero que preguntaba era si
Jalisco se había alzado en armas”, señalan reiteradamente los historiadores y
cronistas regionales. Efectivamente, los grupos políticos de la entidad tenían
líderes sólidos como Ignacio Luis Vallarta, Pedro Ogazón y, sobre todo, Ramón
Corona, una de las espadas más prestigiosas de la república restaurada, vencedor
de Manuel Lozada, el Tigre de Álica, en La Mojonera, y dotado de un carisma
notorio que lo hizo aspirar, informalmente a la presidencia de la república.
Jalisco se puso en la mira del exitoso político que hoy alcanza un siglo de muerto,
y descansa lejos de su patria, en el cementerio de Montparnasse de París.
Primero consolidó la separación de séptimo cantón, Tepic, cuya pérdida para las
élites tapatías fue especialmente dolorosa dado el alto costo pagado para
pacificarla. Luego, el mandatario quiso nombrar gobernadores títeres para
gradualmente “reeducar” a las elites jaliscienses.
“A principios del siglo XX, Jalisco era lo que queda de una potencia regional
desmembrada que aún conserva un doloroso recuerdo de estos acontecimientos y
que asocia el desmoronamiento de su potencia a las intervenciones del Estado
central”, subraya Elisa Cárdenas Ayala (El derrumbe. Jalisco, microcosmos de
larevolución mexicana, 2010). El sometimiento político hizo que las elites
jaliscienses se contentaran con su coto regional, y además, que se acomodaran a
los lineamientos del dictador. Fueron mermando las grandes iniciativas
progresistas que no fueran dictadas por el señor del país. También se acentuó el
modelo económico basado en el comercio local y una incipiente industrialización –
en la que predominaban manos extranjeras-. El entubamiento del río San Juan de
Dios, a comienzos del siglo XX, es un hito de la burguesía local, señala el
historiador Bogar Escobar Hernández, “porque inaugura de algún modo una forma
de hacer riqueza que se ha hecho típica de las fortunas de la ciudad: los negocios
inmobiliarios, pero a la sombra del estado y de las grandes obras de
infraestructura pagadas con recursos públicos”. Esta domesticación “progresista”
también se refleja en las concesiones que otorgó el gobierno federal para obras de
irrigación y especialmente, el desecamiento de un tercio del lago de Chapala, a
cargo de un empresario que sería el último gobernador porfirista, Manuel Cuesta
Gallardo. Porfirio Díaz acudía con cierta frecuencia a Guadalajara y se hospedaba
con su primo Segundo Díaz en el magnífico Palacio de las Vacas de la calle San
Felipe, sobre todo luego de que llegara el ferrocarril a esta capital, en 1888. Era
asiduo vacacionista en Chapala, que era mar chapálico con todo y el
cercenamiento del vasto humedal. Domesticó a las élites, que un siglo después
siguen en la seguridad de los negocios inmobiliarios mientras la ciudad ha pasado
al tercer sitial en producción de riqueza del país, desplazada por Monterrey. Los
tapatíos no pesan como clase política en la ciudad de México, reconoce Luis
Miguel González, periodista que ha hecho carrera en el DF. Viven su cómoda
decadencia aunque persisten sustentados en orgullos oropelescos: Jalisco es
México, la provincia imaginaria, las chivas del Guadalajara, el tequila, la belleza
morisca de las mujeres, el mejor clima del país…